Una exuberante ración de lentejas con chorizo, media hogaza de pan blanco y una jarra de vino tinto no consiguieron disipar el decaimiento producido en su ánimo por las agoreras palabras de lord Bumblebee. Mientras saciaba el hambre acumulada desde el día anterior, Anthony Whitelands no podía apartar de su imaginación la sensación de estar siendo perseguido por un asesino sin rostro. Cualquier persona, en cualquier lugar y en cualquier momento podía clavarle un puñal o dispararle un tiro a quemarropa, estrangularle con la corbata o echar veneno en su plato o en su vaso. Mientras comía y bebía con aprensión, Anthony ponderaba por enésima vez la conveniencia de tomar el primer tren y regresar a Inglaterra. Sólo le retenía la sombría convicción de estar envuelto en una intriga de dimensiones internacionales y de que, por esta razón, no había lugar en el planeta donde estuviera a salvo de los conspiradores si éstos decidían acabar con él como represalia o para asegurar su silencio, o por simple animadversión. La única forma de salir con vida del enredo, se decía, era concluir cuanto antes la operación que le había traído a Madrid. Sólo cuando su existencia dejara de ser un estorbo para los planes de sus enemigos, éstos le dejarían en paz.
Con este vago consuelo acabó de comer y emprendió el regreso. Caminaba con paso ligero por las calles concurridas, mirando a derecha e izquierda, y de cuando en cuando daba media vuelta repentinamente para detectar a tiempo una agresión traicionera. El mismo se daba cuenta de lo ridículo de esta conducta, puesto que ignoraba la fisonomía del potencial agresor. Por un capricho de su exaltada fantasía, había decidido que el asesino se parecía a George Raft, y escudriñaba entre los viandantes tratando de identificar el rostro del actor y el atildado atuendo de sus famosos personajes. Esta locura le distraía del miedo, y le impulsaba a seguir andando el prurito de llegar al hotel para asearse, afeitarse y cambiarse de ropa: si había de morir trágicamente, al menos morir con un aspecto presentable.
Al pasar ante el escaparate bien surtido de una tienda de ultramarinos, se detuvo, entró y compró alimentos variados. No quería estar en la calle después de anochecido y se aprovisionaba para encerrarse en su habitación y resistir el asedio. En una tahona compró pan, y vino en una taberna. Así pertrechado llegó a la puerta del hotel sin contratiempos.
Como ya era habitual, el recepcionista le dirigió una mirada de patente reproche, justificada por su lamentable aspecto. Pero en aquel momento la opinión del prójimo le traía sin cuidado al inglés. Saludó al recepcionista con frialdad y le tendió la mano para recoger la llave de la habitación. El recepcionista se la dio mientras con la mirada señalaba algo a espaldas de Anthony. Éste se dio media vuelta reprimiendo un grito. Pero en lo que vio no había motivo de alarma.
Una niña andrajosa dormía en una silla del vestíbulo. Anthony preguntó al recepcionista qué tenía que ver con él aquella niña.
– Usted sabrá -dijo el recepcionista-. Vino ayer tarde preguntando por usted y no se ha movido de aquí. Yo estaba por llamar a los guardias, pero luego pensé que ya tiene usted bastante trato con ellos para echar más leña al fuego.
Anthony se puso en cuclillas delante de la niña para verle la cara y se llevó una sorpresa mayúscula al reconocer a la Toñina. Ésta, como si hubiera percibido en sueños la reacción, abrió los ojos y clavó una mirada de gratitud en el inglés, el cual se enderezó como si hubiera visto una tarántula.
– ¿Qué haces tú aquí?
La Toñina se frotó los ojos y sonrió.
– Higinio Zamora vino a buscarme y me dijo que viniera a este hotel, que tú ya sabías de qué iba la cosa. Me dijo que si no estabas, te esperase hasta que volvieras. Llevo aquí desde ayer. Ya pensaba que te habías ido de vuelta a tu país.
– ¿Higinio Zamora te dijo que vinieras?-preguntó Anthony-. ¿Y te dijo para qué?
– Me dijo que me llevarías contigo a Inglaterra.
Al decir esto señaló debajo de la silla. Anthony vio consternado un hato envuelto en un pañuelo de hierbas.
– Escucha, Toñina -dijo procurando conservar la calma y expresarse en términos sencillos y claros-, yo no sé lo que te habrá contado Higinio Zamora, pero sea lo que sea, carece de todo fundamento. Es cierto que ayer a mediodía almorzamos juntos, a instancia suya. El estaba muy agitado, en el transcurso del almuerzo dijo muchas insensateces y yo opté por no contradecirle para no agravar su condición. Con posterioridad, otros sucesos de mayor trascendencia me hicieron olvidar la conversación. Por lo demás, no era necesario disipar un posible malentendido. Si Higinio Zamora sacó conclusiones erróneas de mi discreción, el problema es suyo, no mío. Tú me entiendes, ¿no?
La Toñina expresó su asentimiento. Tranquilizado, Anthony se dirigió a la escalera que conducía a las habitaciones. Al llegar al primer peldaño se volvió para ver si la Toñina había abandonado el hotel y la encontró pegada a sus talones, con el fardo en la mano. O no había escuchado la explicación o no la había entendido; o la había entendido y no tenía intención de darse por aludida. Anthony comprendió que debía actuar de un modo enérgico e inequívoco: la única solución era agarrar a la niña por el pescuezo, sacarla a la calle y propinarle un puntapié en su esmirriado trasero. Este era el único lenguaje apropiado con las personas de espíritu simple y baja extracción. Tal vez el recepcionista reprobaría el recurso a la violencia en el vestíbulo del hotel, pero sin duda se haría cargo de la situación y se solidarizaría con él. Animado por esta idea, Anthony puso una mano en el hombro de la Toñina y la miró de hito en hito.
– No has comido nada desde ayer, ¿verdad? -le preguntó. Y ante el mudo asentimiento de ella, añadió-: En esta bolsa traigo vituallas. Sube a la habitación y te daré un bocado. Luego, ya veremos.
Dicho esto se dirigió al recepcionista, que seguía la escena con curiosidad.
– Estoy en mi habitación y no quiero ser molestado bajo ningún concepto -le dijo.
El recepcionista levantó las cejas e hizo amago de tomar medidas para salvaguardar la respetabilidad del establecimiento. Al advertirlo, la Toñina subió tres escalones para ponerse a la altura del inglés y le susurró al oído:
– Dale una propina.
Anthony sacó precipitadamente un duro, fue hasta la recepción y lo dejó en el mostrador. El recepcionista se lo metió en el bolsillo sin pronunciar palabra y dejó vagar la mirada por las molduras del techo mientras Anthony y la Toñina corrían escalera arriba.
En la habitación, Anthony entregó la bolsa de comida a la Toñina, le encareció que dejara algo para la cena, se dejó caer vestido en la cama y se quedó dormido al instante. Al despertar, la habitación estaba en penumbra; había anochecido y sólo se filtraba por la ventana la pálida claridad del alumbrado público. La Toñina dormía a su lado, hecha un ovillo. Antes de acostarse le había quitado la ropa y los zapatos y lo había cubierto con la sábana y la manta. Anthony dio media vuelta y se deslizó nuevamente en un plácido sueño.
De esta paz lo arrancaron unos golpes persistentes en la puerta. Preguntó quién iba y respondió una voz masculina.
– Un amigo, ábreme.
– ¿Quién me garantiza sus buenas intenciones? -dijo Anthony.
– Yo mismo -repuso la voz-. Soy Guillermo, Guillermo del Valle, el hijo del duque de la Igualada. Nos hemos conocido en casa de mis padres y te vi la otra noche en la tertulia de José Antonio en La ballena alegre.
El diálogo había despertado también a la Toñina. Consciente de su condición y posiblemente habituada a trances similares, saltó de la cama, ocultó debajo su exiguo equipaje, recogió la ropa esparcida por el suelo y se metió en el armario. Anthony se vistió y abrió la puerta.
Guillermo del Valle entró en la habitación sin miramientos. Como en ocasiones anteriores iba vestido con elegante desaliño. Con una sonrisa abierta y simpática, estrechó la mano de Anthony.
– Perdona que te reciba en medio de este desbarajuste -dijo el inglés-. No esperaba visita. A decir verdad, he dejado dicho en recepción que no dejaran subir a nadie bajo ningún concepto.
– Ah, sí -dijo el recién llegado pasando de la sonrisa a una risa juvenil-, el tipo de la entrada no me dejaba entrar. Le enseñé la pistola y le convencí. No soy un matón -se apresuró a añadir al ver la súbita palidez del rostro de su interlocutor-. En circunstancias normales no te habría importunado. Pero me urge hablar contigo.
Anthony cerró la puerta, señaló la única silla y se sentó en la cama después de haber estirado la colcha para disimular su reciente uso.
– No te molestes -dijo Guillermo del Valle-. Sólo te robaré unos minutos. ¿Estamos solos? Ya veo que sí. Me refería a si podemos hablar con la seguridad de no ser oídos. El asunto es de la máxima gravedad, como ya te he dicho.
Anthony no estimó oportuno revelar la presencia de una prostituta adolescente en el armario e invitó al recién llegado a exponer la razón de su visita. Guillermo del Valle permaneció un rato en silencio, como si en el último momento dudara de lo acertado de su decisión. Con un titubeo que ponía de manifiesto una timidez innata y la inseguridad propia de su edad, empezó disculpándose por el tono desabrido de sus encuentros anteriores. Siempre estaba tenso en casa de sus padres, empeñados en tratarle como si todavía fuera un niño. Por presiones familiares estudiaba Derecho, aunque sin gusto ni vocación; por temperamento, él era poeta, no a la manera de los románticos o los paisajistas, sino de la escuela de Marinetti. La poesía y la política activa ocupaban todos sus pensamientos. Quizá por esto no tenía novia. En la Universidad se había afiliado al S.E.U., atraído por los ideales falangistas primero y más tarde por la personalidad magnética de su líder. En la actualidad y en sus horas libres, trabajaba en el Centro, ayudando en las labores de organización y propaganda. Esta actividad burocrática, se apresuró a añadir, no excluía la intervención directa en actos públicos, a menudo violentos.
– En cuanto a lo que me trae aquí -prosiguió diciendo Guillermo del Valle-, trataré de exponerlo de la mejor manera posible. Todavía tengo las ideas un poco revueltas. Pero si me escuchas hasta el final, entenderás la causa de mi preocupación y también la de haberte elegido a ti para contártela.
Hizo una nueva pausa y se pasó la mano por la cara sin dejar de lanzar miradas hacia los reducidos límites de la habitación.
– Iré directamente al fondo de la cuestión. Algo raro está pasando en el seno de la Falange. Tengo la sospecha de que entre nosotros hay un traidor. No me refiero a un infiltrado de la policía. Con eso ya contamos: bien poco valdríamos si el ministerio de la Gobernación no se hubiera lomado la molestia de vigilarnos de cerca. Somos muchos y es imposible garantizar la lealtad de todos y cada uno de los nuestros. Como te digo, eso tiene poca importancia y yo no habría venido por una minucia semejante. Me refiero a otra clase de traición.
Una vez revelada la naturaleza del problema, Guillermo del Valle se tranquilizó y su soliloquio adquirió un tono más amistoso, casi confidencial. Aunque muy joven e inexperto, gozaba de una posición insólita para conocer a fondo los entresijos del partido en el que militaba, en la medida en que veía simultáneamente a José Antonio en su faceta de jefe enérgico, seguro de sí mismo, de sus ideas y de su estrategia, y también, en el reducido círculo familiar, en compañía de Paquita, al José Antonio humano, con sus indecisiones, sus contradicciones y sus momentos de fatiga y desaliento, unas debilidades que no podía mostrar ni siquiera ante sus amigos más íntimos. Esto le había permitido percatarse de la terrible soledad del Jefe.
Al escucharle, Anthony reconocía en aquel muchacho rico, consentido, de aspecto aniñado y aires desenfadados, la perspicacia y la inteligencia atormentada que había podido detectar en sus hermanas. Esta constatación puso en guardia al inglés: en los últimos días se había sentido varias veces como un juguete en manos de las dos mujeres y no estaba dispuesto a repetir la experiencia con aquel mocoso.
– Entiendo lo que me cuentas -dijo-, pero ¿qué tiene que ver la traición con todo esto?
El joven falangista se levantó de la silla y dio unos pasos agitados por la habitación procurando no acercarse demasiado a la ventana.
– ¿No lo entiendes? -exclamó-. Alguien trata de eliminar a José Antonio para hacerse con las riendas de la revolución o quizá para sofocarla en la cuna.
– Esto es sólo una conjetura, Guillermo. ¿Hay algún hecho que la sustente?
– Precisamente -dijo Guillermo del Valle con gran excitación-; si tuviera alguna prueba, un simple dato, iría derecho al Jefe y se lo contaría, sin rodeos. Pero si llego con las manos vacías, con simples suposiciones, ¿cómo se lo tomará? Montará en cólera y hará que me den una dosis de ricino. Y, sin embargo, yo sé que la intuición no me engaña. Algo importante está sucediendo, algo de consecuencias tremendas para el movimiento y para España.
Anthony dejó un intervalo antes de responder para recalcar la diferencia de actitud.
– Éste es el problema endémico de los españoles -dijo al fin extendiendo los brazos como si quisiera abarcar a todo el censo nacional-. Tenéis intuición pero carecéis de metodología. Hasta Velázquez cojeaba de este pie. ¿Puedes creer que con toda su formación técnica y a pesar de haber estado varios años en Italia, nunca llegó a dominar las leyes elementales de la perspectiva? Tú mismo, como has dicho hace un momento, tienes una formación jurídica, pero en lugar de proceder como un jurista, atento a los hechos probados y a la veracidad de los testimonios, piensas y actúas como un poeta. Hoy está de moda decir que la poesía es una forma de conocimiento, pero no estoy de acuerdo, al menos en cuestiones de esta índole. Al contrario, yo creo que hemos de anteponer la lógica a todo si no queremos precipitarnos en el caos. Hemos de convivir en un mundo de intereses contrapuestos, y la convivencia se basa en el cumplimiento colectivo de unas normas explícitas e iguales para todos.
Hizo una pausa y añadió con sonrisa serena, para compensar el tono didáctico de sus palabras:
– Me temo que con estas ideas nunca podré formar en vuestras filas.
– No te pido tanto -respondió Guillermo del Valle-. Sólo he venido a pedirte una cosa concreta. ¿Por qué justamente a ti, me preguntarás? Muy sencillo: porque eres extranjero, recién llegado y de paso, y esto te exonera de cualquier relación con el motivo de mi inquietud. No tienes conexiones con la Falange ni con otros movimientos políticos. Al mismo tiempo, te considero inteligente, honrado y buena persona y, a mayor abundamiento, he creído percibir entre José Antonio y tú una corriente de simpatía y esa armonía indefinible que cimienta la amistad entre personas de ideas y temperamentos diferentes e incluso contrapuestos.
– Pues vayamos al grano. ¿Qué quieres que haga?
– Habla con él. Sin mencionarme a mí, claro. Ponle sobre aviso. El Jefe es muy perspicaz y entenderá en seguida la gravedad de la cuestión.
– O hará que me den ricino -dijo el inglés-. Tus intuiciones sobre mi relación con José Antonio son tan arbitrarias como tus intuiciones sobre todo lo demás. La situación política es extremadamente complicada; no tiene nada de particular que cunda la inquietud y la duda entre quienes han de decidir el futuro de España. Si en medio de tanta confusión se mete un extranjero a sembrar temores y sospechas, José Antonio no me hará caso o me tomará por loco. O por un agente provocador. Aun así -añadió al ver la decepción en el rostro aniñado de su interlocutor-, trataré de hablar con él si se presenta una ocasión propicia. Más no te puedo prometer.
Esta imprecisa declaración bastó para iluminar de nuevo las facciones del impulsivo falangista, que saltó de la silla y estrechó con fuerza la mano del inglés.
– ¡Sabía que podía confiar en ti! -exclamó-. ¡Gracias! ¡En nombre de Falange Española y en mi propio nombre, gracias, camarada, y que Dios te guarde!
Anthony trató de atajar tanta efusión. Como no tenía intención de hacer nada de lo prometido y contaba con abandonar el país en breve, la sincera gratitud del muchacho pesaba en su conciencia. Guillermo del Valle comprendió la conveniencia de poner fin a la entrevista y, remedando la parquedad castrense adoptada por los falangistas, pero subordinada durante la entrevista a su temperamento poético, dijo:
– No te molesto más. Sólo un último ruego: no digas nada a mis padres de lo que te he contado. Adiós.
En cuanto se hubo ido, Anthony corrió al armario. Sofocada por la falta de oxígeno, la Toñina yacía exánime entre la ropa. La tomó en brazos, la tendió en la cama, abrió de par en par la ventana y le propinó violentos cachetes hasta que un imperceptible jadeo le indicó que la pobre criatura seguía perteneciendo al mundo de los vivos. Aliviado por la comprobación, la cubrió con una manta para protegerla del frío de la noche, se puso el abrigo y se sentó a esperar en la silla en que el fogoso falangista había tratado de implicarle en una intriga más, real o imaginaria, pero también vital para el futuro de la nación. Anthony había ido a Madrid a tasar un cuadro y sin saber cómo se había convertido en el punto de colisión de todas las fuerzas de la Historia de España. Sobre esta posición tan poco envidiable meditaba el inglés cuando la Toñina abrió los ojos, miró a su alrededor tratando de recordar dónde estaba y cómo había ido a parar allí. Finalmente esbozó una sonrisa de disculpa y murmuró:
– Perdona. Me he dormido sin darme cuenta. ¿Qué hora es?
– Las nueve y media.
– Tan tarde… Y a lo mejor ni siquiera has cenado.
Quiso levantarse, pero Anthony la retuvo en la cama, instándola a descansar. Luego cerró la ventana, acercó la silla a la mesa y consumió el resto de los alimentos y buena parte del vino que había comprado aquella misma tarde. Al acabar, la Toñina se había vuelto a dormir. Anthony abrió su cuaderno y se dispuesto a redactar las notas que tenía pendientes, pero no llegó a escribir una palabra. El cansancio producido por los acontecimientos de los últimos días se abatió sobre él, guardó la pluma, cerró el cuaderno, se desvistió, apagó la luz y se metió en la cama, desplazando con suavidad a su ocupante. Mañana me desharé de ella como sea, pensó. Pero de momento, en su atribulada situación, la tibia compañía de aquella criatura dormida a su lado le brindaba una sensación de protección tan falsa como reconfortante.