Capítulo 13

El impacto del aire gélido de la mañana le permitió encontrar el camino de vuelta al hotel y hacer el trayecto con paso incierto, pero en derechura. Con el estómago revuelto, la boca seca, la laringe abrasada, el cuerpo embotado y la memoria imprecisa, le sorprendía no haber perdido ninguna de sus pertenencias, incluido el gabán, el sombrero y los guantes. El cielo estaba encapotado y el aire presagiaba nieve.

Al entrar en el hotel vio a un hombre que leía el periódico apoyado en la pared, en una actitud tanto más conspicua cuanto que leía con gafas de sol y conservaba puesta la gabardina y el sombrero. Al ver al inglés abandonó todo disimulo, dobló el periódico, se puso a su lado y en tono seco y apremiante le dijo:

– ¿Es usted por un casual el señor Antonio Vitelas?

No le pareció desacertada esta traslación de su nombre, pero algo en el comportamiento del hombre de la gabardina, le produjo inquietud. Miró de reojo al recepcionista y éste se limitó a levantar las cejas, entornar los párpados y mostrar las palmas de las manos, manifestando así que se inhibía de todo lo ajeno a sus estrictas funciones de recepcionista. Entre tanto, y sin aguardar confirmación a su pregunta, el hombre de la gabardina había agarrado el antebrazo de Anthony y le empujaba hacia la calle mientras mascullaba:

– Tenga la bondad de acompañarme. Capitán Coscolluela, otrora del cuerpo de infantería, ahora adscrito a la Dirección General de Seguridad. No tiene nada que temer si colabora.

Cojeaba ostensiblemente y al hacerlo su rostro se contraía y adoptaba una expresión pesarosa. Era evidente que el defecto le mortificaba en su dignidad.

– ¿Me lleva detenido?-preguntó el inglés-. ¿De qué se me acusa?

– De nada -repuso el agente sin dejar de caminar-. No va detenido, y como no va detenido, no hay causa. Yo le he dicho que viniera, usted viene y aquí paz y después gloria.

– Al menos, déjeme subir a mi habitación a lavarme y cambiarme de ropa. Así no puedo ir a ninguna parte.

– Adonde vamos, sí -dijo tajante el hombre de la gabardina sin soltarle el brazo.

Estacionado frente al hotel había un coche negro con un conductor al volante y la portezuela abierta. Entraron y el coche se puso en marcha y se detuvo al cabo de un rato ante el edificio de la Dirección General de Seguridad, sito en la calle de Víctor Hugo esquina Infantas. Anthony respiró aliviado, porque en su aturdimiento había olvidado exigir al hombre de la gabardina que acreditase la condición de agente de la autoridad que se arrogaba y durante el trayecto le había asaltado el temor de estar siendo secuestrado, aunque no podía imaginar por qué ni por quién. Ahora su temor se diluía al ver que se apeaban del coche y entraban en el edificio sin hacer caso de los Guardias de Asalto apostados en la entrada y sin ser interceptados por éstos.

En el vestíbulo reinaba una suave penumbra y, contra todo pronóstico, una calma absoluta. En un extremo cuchicheaba un corrillo compuesto por varios hombres y una mujer bastante gorda, vestida de luto, que llevaba un cartapacio. Flotaba en el aire un olor agrio a tabaco frío. Sin que nadie les dirigiera la mirada, Anthony y su acompañante cruzaron el vestíbulo y, antes de llegar a la escalinata, se metieron por una puerta lateral, subieron un tramo de escalera estrecha y lóbrega hasta el primer piso; allí anduvieron por varios corredores hasta llegar a la puerta de un despacho en el que entraron sin llamar. El despacho era una pieza cuadrada, exigua, donde difícilmente convivían un archivador de madera clara, una enorme mesa de trabajo y unas cuantas sillas, un perchero, una escupidera de loza y una papelera de alambre. Un ventanuco enrejado daba a un patio oscuro. En una pared había un plano de Madrid sujeto con chinches, alabeado, amarillento y muy sobado en la parte central. La mesa estaba cubierta de documentos desparramados de cualquier manera. También había un flexo, una escribanía, un teléfono y un extemporáneo ventilador. Sobre este caos, absorto en la lectura de uno de aquellos papeles, se inclinaba un individuo cuyo aspecto, pese a tener la cara en sombra y escorzada, produjo en Anthony una insólita sensación de familiaridad. No sabía dónde ni cuándo, pero tenía la certeza de haber visto anteriormente al hombre bajo cuya jurisdicción se encontraba en aquel momento.

Transcurrido un período de inmovilidad, el ensimismado lector levantó los ojos del papel, examinó atentamente al inglés y dijo:

– Siéntese.

Luego se dirigió al hombre de la gabardina, que se disponía a salir del despacho.

– No se vaya, Coscolluela. Mejor dicho, hágame un favor: vaya a buscar a Pilar y dígale que vuelva con el dossier que le acabo de dar. Y si es tan amable y me trae un café con leche y unos churros, se lo agradeceré mucho.

Con un breve gesto de asentimiento, el hombre de la gabardina salió y cerró la puerta. Cuando se quedaron solos, y como el otro persistiera en observarle sin pronunciar palabra, dijo Anthony:

– ¿Puedo inquirir el motivo de mi presencia en este lugar, señor…?

– Marranón. Teniente coronel Gumersindo Marranón, para servirle. Pensaba que a lo mejor se acordaba usted de mí, como yo me acuerdo de usted. Pero no le censuro el olvido: recordar caras es parte de mi trabajo, no del suyo. Si le sirve de ayuda, nos conocimos hace unos días, en el tren. Usted venía de la frontera y, según me dijo, de su Inglaterra natal. Coincidimos en la estación de Venta de Baños y mantuvimos una conversación breve pero cordial. Por eso mismo, al enterarme casualmente de su paradero, fui anoche al hotel con la intención de saludarle y ponerme a su disposición. Le estuve esperando y al fin, como no regresaba y yo no podía desplazarme de nuevo, opté por enviar esta mañana a uno de mis colaboradores y rogarle que viniera. Yo, como ve, estoy abrumado de trabajo. El capitán Coscolluela es, a mi entender, hombre despierto y educado. Luchamos juntos en África. Una herida en la pierna lo incapacitó para el servicio activo. Conducta heroica; estuvieron a un tris de concederle la Laureada de San Fernando, pero sus ideas políticas…, ya sabe. Confío en que le habrá tratado con la debida gentileza.

– Oh, sí, sí, por supuesto -se apresuró a decir Anthony-. Sin embargo, esta… visita…, por lo demás muy grata, me resulta en extremo inconveniente a estas horas. Precisamente había quedado con unas personas…

– Caramba, en eso no había pensado yo. Una torpeza por mi parte, le pido mil disculpas. Por suerte, la cosa tiene fácil arreglo. Coja mi teléfono, llame a sus amigos y dígales que se demorará unos instantes. Ellos comprenderán: por desgracia en España no somos tan exigentes con la puntualidad como ustedes. Y si no sabe el número de teléfono, dígame el nombre de la persona o personas en cuestión y yo lo averiguaré en un santiamén.

– No, muchas gracias -se apresuró a decir Anthony-. En el fondo, no era una cita en firme. No merece la pena que se tome tantas molestias.

Repiqueteó el teléfono. El teniente coronel lo descolgó y lo volvió a colgar sin responder a la llamada y sin apartar los ojos de su interlocutor.

– Como usted quiera -dijo alegremente el teniente coronel Marranón-. Ah, ya tenemos aquí a Pilar. Pilar, le presento al señor Vitolas. Es inglés, pero habla español mejor que usted y yo juntos.

Anthony advirtió que Pilar era la mujer gorda que había visto al entrar y también el cartapacio que acarreaba parecía ser el mismo. De esta doble coincidencia dedujo que el procedimiento a que estaba siendo sometido había sido preparado minuciosamente con anterioridad. Mientras Pilar dejaba sobre la mesa de su jefe el cartapacio y éste desataba las cintas y hojeaba su contenido, entró nuevamente el capitán Coscolluela con una bandeja de alpaca en la que había un tazón humeante y un cucurucho del que sobresalían churros aceitosos y azucarados. Entre todos hicieron sitio a la bandeja en la mesa, removiendo los papeles. Luego Coscolluela se quitó la gabardina y el sombrero y los colgó del perchero. Acto seguido se sentó y Pilar hizo lo propio. Del bolso sacó un cuaderno de taquigrafía y un lápiz como si se dispusiera a tomar nota de la conversación. Concluido este ceremonial, el teniente coronel miró fijamente a Anthony y dijo:

– No sé si el capitán Coscolluela le habrá explicado con claridad que su presencia en estas dependencias no responde a ninguna razón de carácter oficial. Es más, que su presencia aquí es totalmente voluntaria y, por decirlo de algún modo, amistosa. Esto ha de quedar muy claro. De cuanto aquí se hable no quedará constancia -añadió como si no hubiera advertido los preparativos de Pilar, la cual, por otra parte, permanecía con el lápiz en alto, pero sin anotar nada-. De lo que acabo de decirle se desprende -prosiguió el inspector- que es usted muy dueño de marcharse cuando le plazca. No obstante, yo le rogaría que nos dedicara unos minutos de su tiempo. Entre amigos, por supuesto. A decir verdad, el café con leche y los churros que tan amablemente ha traído el capitán Coscolluela son para usted. En cuanto le he visto entrar me he dicho a mí mismo: este hombre está en ayunas. Dígame si me equivoco. No, claro, éstas son cosas que nunca se le escapan a un policía. De modo que no haga cumplidos, señor Vitelas, y tómese en buena hora este modesto refrigerio.

La dignidad le impulsaba a rechazar el ofrecimiento, pero se sentía desfallecer y pensó que el café con leche y los churros le permitirían afrontar con más claridad de juicio el interrogatorio a que sin duda se disponían a someterle.

– Otra cosa no digo -exclamó el inspector viéndole devorar con fruición el desayuno-, pero churros como los de Madrid no los hay en el mundo entero.

Mientras pronunciaba esta afable frase, había sacado una hoja suelta del dossier y se la mostraba al inglés. Era la fotografía de un hombre en el acto de pronunciar un discurso con ademán vehemente. Sin ser una buena fotografía ni una reproducción cuidadosa, Anthony reconoció de inmediato al hombre que había conocido en casa del duque de la Igualada. Por fortuna tenía la boca llena y esto le dio una excusa para disimular su turbación y aplazar la respuesta. Aparentando calma sacó el pañuelo, se limpió la grasa de los labios y los dedos y dijo:

– ¿Quién es?

– Su pregunta hace innecesaria la mía, pues me da a entender que no le conoce ni le ha visto nunca -dijo el policía sin apartar la fotografía de los ojos del inglés-. No importa, no pensaba que hubiera ninguna relación entre usted y este sujeto. Pero a veces, no sé, en la tertulia de un café, en casa de amigos comunes…, ya sabe, un encuentro casual… Por lo que concierne a la identidad del personaje -añadió guardando la fotografía en el dossier y cerrando la tapa-, es natural que usted no haya oído hablar de él, pero le aseguro que pocos españoles hay que no puedan darle cumplida referencia.

Hizo un guiño al capitán Coscolluela y a Pilar y a renglón seguido procedió a esbozar el perfil del aludido.

El individuo en cuestión era el hijo mayor de Miguel Primo de Rivera, un general golpista, Dictador en España entre 1923 y 1930. José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia solía utilizar el título de marqués de Estella en los círculos aristocráticos en los que se movía; sus seguidores le llamaban José Antonio a secas o, simplemente, el Jefe. Natural de Madrid, abogado de profesión, soltero; treinta y tres años de edad en el momento actual. Degradado y expulsado del Ejército por haber agredido físicamente a un general en lugar público, yendo ambos de paisano. En 1933 fundó Falange Española, un partido político de orientación fascista. Un año más tarde el partido se fusionó con el grupo de Ramiro Ledesma Ramos denominado Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas, o, más simplemente, las JONS, de orientación similar, más radical en sus planteamientos. Al cabo de poco se produjo la ruptura, Ramiro Ledesma abandonó la formación y por convicción o por despecho lanzó una virulenta campaña de descrédito contra la Falange y contra su Jefe, acusando a ambos de haberse apropiado del programa y de los símbolos de las JONS. De nada le sirvió, porque la mayoría de militantes de este partido habían optado por abandonar a su antiguo líder y permanecieron en el seno de la Falange, pero la escisión fue dolorosa y puso de relieve algunas contradicciones todavía no resueltas en el momento presente. Más tarde, cuando José María Gil Robles parecía destinado a convertirse en el Mussolini español, José Antonio Primo de Rivera le ofreció el concurso de la Falange para consumar el golpe de Estado, pero Gil Robles no se decidió a dar el paso definitivo y declinó la oferta. Estos dos contratiempos convencieron a José Antonio de la necesidad de conducir a la Falange al combate sin contar con más fuerzas que las propias. Poco después, este convencimiento le llevó a rechazar una posible alianza con José Calvo Sotelo, monárquico, autoritario, orador brillante y hombre de fuerte personalidad, que se había convertido en el adalid de la derecha más conservadora y pretendía acaudillar el movimiento fascista español. Las relaciones de la Falange con los militares proclives a la sublevación eran cordiales pero fluctuantes: entre ambos sectores predominaba la desconfianza de José Antonio hacia el Ejército, al que culpaba de haber abandonado a su padre, y la desconfianza del Ejército hacia un partido de ideario confuso y actuación errática. La violencia formaba parte del programa de Falange Española desde su fundación. En sucesivos choques con grupos de izquierda, los falangistas habían sufrido bajas y también las habían causado. En las elecciones legislativas de 1933, Primo de Rivera obtuvo un escaño; en las de 1936 se quedó sin él. Desde entonces se habían recrudecido las acciones violentas y, en consecuencia, las represalias.

– No sabemos lo que trama en la actualidad -dijo el teniente coronel a modo de conclusión-, pero ha estado haciendo llamamientos constantes a la rebelión armada y no se descarta que trate de dar un golpe de Estado.

Se frotó las manos y retomó la palabra.

– Se estará usted preguntando, amigo Vitelas -dijo pausadamente-, por qué le contamos cosas que, como extranjero de paso en nuestro país, no son de su incumbencia. Me pondría en un aprieto si hubiera de responder a esa pregunta. Sin embargo, desde el primer día, cuando hablamos en el tren, he tenido el convencimiento de que, aun siendo inglés, siente usted algo muy especial por España y no desea verla, por así decir, envuelta en llamas. ¿Me equivoco?

– No -repuso Anthony-, está usted en lo cierto. Llevo a España muy cerca del corazón. Lo que no implica que deba inmiscuirme en sus asuntos, y menos en cuestiones de alta política. Pero, ya que hablamos de este tema, dígame una cosa: ¿de veras cree que ese tal Primo de Rivera puede dar un golpe de Estado?

El inspector y el capitán Coscolluela intercambiaron una mirada, como si cada uno esperase que el otro tomara la iniciativa del vaticinio. Finalmente, dijo el teniente coronel Marranón:

– Es difícil de contestar. Puede intentarlo, claro. ¿Conseguirlo? No creo. Salvo que cuente con ayuda de fuera. Con sus propias fuerzas no llegaría lejos. En rigor, Falange Española y de las JONS no pinta nada. Los fundadores son unos señoritos ociosos; sus seguidores, un puñado de estudiantes y en los últimos tiempos media docena de pistoleros a sueldo. Los apoya un sector de la carcunda y lo votan las niñas cursis y los pollos pera de Puerta de Hierro. Con todo, no se puede negar su capacidad de acción. Coscolluela, cuente.

El capitán Coscolluela miró a su superior de soslayo, recompuso su expresión, de sumisa a competente, y dijo:

– Los falangistas de José Antonio están organizados en forma piramidal: elementos, escuadras, falanges, centurias, banderas y legiones. La unidad más pequeña, un elemento, consta de tres hombres, un jefe y un subjefe. La mayor, una legión, de unos 4.000 hombres. Este sistema les da una gran capacidad de acción en todas las modalidades de lucha armada: como guerrilla y como fuerza de choque, y se adapta a cualquier circunstancia, salvo al campo abierto. El número total de falangistas encuadrados en esta tropa es difícil de precisar. Todos exageran, unos por lo alto y otros por lo bajo, según les conviene. De todos modos, no son tantos como para tomar el poder por sí solos. Primo de Rivera ha ofrecido su colaboración al Ejército en varias ocasiones, si el Ejército o una parte de él se decide a un pronunciamiento. Naturalmente, los militares le han dado con la puerta en las narices. Harán lo que quieran cuando lo estimen oportuno, y ni entonces ni antes ni después quieren saber nada de una facción armada que no reconoce la jerarquía militar, que sólo obedece a un jefe que en su día se lió a mamporros con un general y que pretende imponer sus objetivos políticos al propio Ejército si éste toma el poder. Aun así, no hay que descartar que de producirse un conflicto, el Ejército utilizara a los falangistas como fuerza auxiliar o para acciones concretas poco gratas. Los falangistas no son remilgados. En definitiva, que no sabemos lo que puede pasar. Al margen de todas las consideraciones lógicas, no hemos de olvidar que José Antonio es un memo y un irresponsable, y sus seguidores, unos fanáticos que harían lo que él les dijera sin pararse a pensar. La mayoría son unos críos, exaltados y románticos. A esa edad no tienen miedo a la muerte, porque todavía no saben lo que es. Y el Jefe les ha calentado la cabeza con la mandanga del heroísmo y el sacrificio.

El teniente coronel Marranón hizo un ademán cortés. -Ya basta, Coscolluela. No hemos de aburrir a nuestro invitado. Con lo dicho va servido y tiene otros compromisos que atender. Deberá usted disculpar nuestro exceso de celo, señor Vitelas.

Anthony respondió con un murmullo impreciso. Después de un breve silencio, el teniente coronel volvió a tomar la palabra.

– En el fondo -dijo con su habitual ecuanimidad-, yo pienso igual que usted. A mí tampoco me interesa la política. No pertenezco a ningún partido ni a ningún sindicato ni a ninguna logia, y no siento simpatía ni respeto por ningún político. Pero soy un funcionario al servicio del Estado; mi cometido es mantener el orden público y para mantener el orden público he de adelantarme a los acontecimientos. No puedo esperar aquí cruzado de brazos, porque si se arma la gorda, como muy bien podría suceder en cualquier momento, entonces, señor Vitelas, ni la policía ni la Guardia Civil ni el mismísimo Ejército podrán evitar una hecatombe. Yo sí puedo. Pero para eso he de saber. Qué, quién, cómo y cuándo. Y actuar sin dilación y sin hilar muy fino. Descubrir a los sediciosos y detenerlos antes, no después. Y lo mismo a sus cómplices. Y a sus encubridores. Conocer a José Antonio Primo de Rivera no es un delito. Sí lo es mentir a la policía. Estoy convencido de que usted no haría tal cosa. Y dicho esto, no le retengo más. Sólo quisiera hacerle un ruego. Mejor dicho, dos ruegos. El primero es que me mantenga informado de cualquier cosa que a su juicio me pueda interesar. Es usted lo bastante inteligente para entender el significado de mis palabras. El segundo ruego es que esté localizable mientras permanezca en España. No cambie de alojamiento y, si lo hace, avísenos. El capitán Coscolluela le visitará de tanto en tanto, y si usted desea ponerse en contacto con nosotros, ya sabe: tenemos abierto las veinticuatro horas del día.


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