Capítulo 11

Anthony Whitelands garrapateó un número de teléfono en una hoja de su cuaderno de notas y pidió a la telefonista del Ritz que estableciera la comunicación. Tuvo que repetir varias veces la petición, porque farfullaba en inglés y en español al mismo tiempo y de un modo entrecortado. Había entrado en el hotel con el propósito de hacer la llamada, pero también en busca de la protección que parecía brindarle el lujo sereno e impersonal del establecimiento. Allí se sentía momentáneamente fuera del mundo real. Para tranquilizar el ánimo y poner en orden las ideas, fue al bar y pidió un whisky. Después de tomárselo sintió apaciguarse el torbellino que le agitaba pero no vio con más claridad el camino que debía seguir en aquellas circunstancias sin precedentes. El segundo whisky tampoco disipó sus dudas, pero le reafirmó en la necesidad de asumir el riesgo. La telefonista, habituada a las excentricidades de algunas de las personalidades que componían la selecta clientela del hotel, marcó el número, esperó un rato y finalmente le señaló una cabina. Anthony se encerró en ella, descolgó el auricular y al oír la voz cansina de la secretaria dijo:

– Quiero hablar con el señor Parker. Mi nombre es…

– No se retire -atajó la secretaria con repentina viveza.

Al cabo de unos segundos sonó al otro extremo del hilo la voz de Harry Parker.

– ¿Es usted?

– Sí…

– No diga el nombre. ¿Desde dónde me llama?

– Desde el hotel Ritz, enfrente del Museo del Prado.

– Sé dónde está. ¿Ha estado bebiendo?

– Un par de whiskies, ¿se me nota?

– No, qué va. Tómese otro mientras llego, y no hable con nadie, ¿me ha entendido? Con nadie. Estaré ahí en menos de diez minutos.

Anthony regresó al bar y pidió otro whisky, contento y a la vez arrepentido de la llamada que acababa de hacer. Apenas lo había consumido cuando vio entrar en el bar a Harry Parker. Antes de saludar a su compatriota, el joven diplomático dejó sobre una butaca el sombrero, el abrigo, la bufanda y los guantes y llamó por señas a un camarero. Cuando éste acudió le tendió un billete y le dijo:

– Tráigame un oporto y otro whisky para este caballero. Mi nombre es Parker, como las plumas estilográficas. Si alguien pregunta por mí, venga a decírmelo en persona, sin vocear mi nombre. No quiero que voceen mi nombre por ningún concepto. ¿Está claro? -El botones se guardó el billete en el bolsillo, hizo un movimiento de cabeza y se marchó. El joven diplomático se dirigió a Anthony.- Aquí todos vigilan a todos: los alemanes, los franceses, los japoneses, los otomanos. Es broma, naturalmente. Por suerte una propina soluciona cualquier problema de un modo satisfactorio. En este país todo se arregla con una buena propina. Cuando llegué me costaba entenderlo pero ahora me parece un sistema magnífico: permite mantener los sueldos bajos y al mismo tiempo escenifica la jerarquía. El trabajador cobra la mitad y la otra mitad se la tiene que agradecer al amo redoblando el servilismo. Y usted, ¿qué me cuenta? Si no recuerdo mal, la última vez que nos vimos estaba a punto de tomar el tren de vuelta a Londres. ¿Qué le ha hecho cambiar de planes?

Anthony vaciló antes de contestar.

– Sucedió algo… No sé si he hecho bien en llamarle.

– Eso nunca lo sabremos. Lo que habría sucedido si hubiéramos actuado en forma distinta, ¿eh? Un acertijo insoluble. De momento, lo único que sabemos es que usted me ha llamado y yo estoy aquí. Tómeselo con calma y empiece a contarme desde el principio la razón de su llamada.

El camarero trajo las bebidas. Cuando se hubo ido, dijo Anthony:

– No le pediré su palabra de caballero de que todo lo que le voy a contar ha de permanecer en secreto, pero quisiera encarecerle la extrema confidencialidad de este encuentro. No recurro a usted en calidad de diplomático acreditado, sino en calidad de compatriota y de hombre capacitado para comprender la trascendencia del asunto. También quiero decirle -añadió tras cierto titubeo- que esta mañana no le mentí al decir que no participaba en ninguna transacción comercial. A decir verdad, fui llamado para mediar en una posible compraventa de cuadros, pero la operación se deshizo antes de empezar.

– ¿Cómo se llama la persona que le llamó? ¿Y su nacionalidad?

– Oh, señor Parker, no puedo revelar la identidad de esa persona. Es un secreto profesional.

El consejero dio un sorbo a su copa de oporto, cerró los ojos y murmuró:

– Me hago cargo. Prosiga.

– La razón por la que fui llamado era la que usted insinuó: vender cuadros fuera de España para disponer de dinero en el extranjero y de este modo poder exiliarse la persona en cuestión con toda su familia si así lo aconsejaban las circunstancias políticas del país.

– Pero usted acaba de decir que la operación no se llevó a cabo.

– En efecto. Inicialmente yo mismo desaconsejé la venta de los cuadros, no tanto por motivos legales cuanto por la escasa posibilidad de encontrarles comprador en ningún país de Europa o América. Este mediodía, sin embargo, las cosas han cambiado… de un modo radical.

– ¿De un modo radical?-repitió el joven diplomático-. ¿Qué significa un modo radical?

Anthony se aclaró la garganta antes de responder y fijó la mirada en el vaso de whisky. Estaba a punto de hacer la revelación más importante de su vida y le entristecía hacérsela a un desconocido que obviamente carecía de la sensibilidad necesaria para apreciar su enorme importancia, y en un lugar bien distinto del escenario que él había imaginado para su encumbramiento.

– Se trata de un Velázquez -dijo al fin con un largo suspiro.

– Ah, vaya -dijo Harry Parker sin manifestar el menor entusiasmo.

– No es sólo eso -siguió diciendo Anthony Whitelands con desaliento-. Es un Velázquez no catalogado, totalmente desconocido hasta el momento. Nadie sabe de su existencia, salvo sus propietarios, y ahora usted y yo.

– ¿Esto lo hace más valioso?

– Mucho más valioso, por supuesto. Y no sólo desde el punto de vista económico. Porque hay más. ¿Es usted experto en arte, señor Parker?

– Yo no, pero usted sí; dígame todo lo que deba saber.

– Trataré de explicarle lo esencial del modo más breve. De la vida pública de Velázquez se sabe todo: nació y se formó en Sevilla, de joven vino a Madrid y fue nombrado pintor de corte por Felipe IV. Murió a los sesenta y un años de muerte natural. Nunca participó en intrigas palaciegas ni tuvo roces con la Inquisición. Esto, como le digo, por lo que atañe a su vida profesional. De su vida privada se sabe poco, aunque no parece que haya mucho por saber. Se casó en Sevilla a los diecinueve años con la hija de su maestro, tuvo dos hijas; su matrimonio fue ejemplar, no se le conocen aventuras. De haber habido alguna irregularidad de este u otro tipo, los rivales de Velázquez, los que envidiaban su éxito y sus prebendas, no habrían dejado de propagarla para hacerle caer en desgracia. Por otra parte, Velázquez, a diferencia de otros muchos pintores de género, nunca retrató a su mujer, ni la utilizó como modelo, ni siquiera en los inicios de su carrera, cuando pintaba escenas cotidianas sirviéndose de personas de su entorno. En dos ocasiones viajó a Italia; en la primera estuvo ausente un año, en la segunda, casi tres años. No llevó consigo a su mujer y no se ha encontrado correspondencia entre los esposos. Velázquez era un hombre apuesto y gozaba de grandes privilegios; y es evidente que era sensible a la belleza femenina, como se puede advertir contemplando la Venus ante el espejo en la National Gallery de Londres.

Hizo una pausa para cerciorarse de que su interlocutor seguía con atención sus explicaciones, pero el joven diplomático había entrecerrado los ojos y parecía dormitar.

– Parker-exclamó Anthony Whitelands, desconcertado-. ¿No le interesa lo que le cuento?

– Oh, sí, sí, perdone. Acabo de recordar una gestión, una gestión pendiente, para mañana, para mañana por la mañana, ya sabe, la rutina del trabajo…, pero le escucho, le escucho. ¿Qué me decía de la National Gallery?

– Déjese de tonterías, Parker. Le estoy hablando de la vida privada de Diego de Silva Velázquez.

– Oiga, Whitelands, ¿de veras me ha hecho salir a la calle a una hora intempestiva, en pleno invierno, con el máximo apremio, para insinuar que tal vez Velázquez no era tan buen marido como dicen los biógrafos? Debo admitir que los diplomáticos nunca desdeñamos los secretos de alcoba, pero, sinceramente, no veo qué interés pueden tener los líos de faldas de un mequetrefe que estiró la pata hace tres siglos.

Anthony Whitelands depositó el vaso de whisky en la mesa y se irguió en su asiento.

– Su actitud me parece deplorable, Parker -exclamó en tono seco-. No le consiento que menosprecie mis conocimientos, ni que ponga en tela de juicio mis afirmaciones, y menos que llame mequetrefe a Velázquez.

– ¿Qué afirmaciones?

– Mis afirmaciones sobre la importancia del cuadro. Escuche: lo que he visto hace unas horas no sólo es un auténtico Velázquez de la más alta calidad, lo cual por sí sólo ya sería un descubrimiento sensacional, sino una aportación extraordinaria a la historia de la pintura universal. Le pondré un ejemplo para que lo entienda. Imagine que un buen día cae en sus manos un manuscrito de Shakespeare, una obra de calidad comparable a Otelo o a Romeo y Julieta, y que, además, contiene elementos autobiográficos capaces de aclarar los enigmas que rodean la vida de El Bardo. ¿Le parecería interesante, señor Parker?

El joven diplomático, que había escuchado esta diatriba con los ojos bajos, levantó la mirada y la paseó por el salón. Luego, sin mirar a su interlocutor, respondió:

– Señor Whitelands, lo que a mí me interese o me deje de interesar es irrelevante. Yo no he abandonado las comodidades de mi hogar para adquirir nuevos intereses. Si estoy aquí es para averiguar lo que le interesa a usted. Y no sea tan susceptible ni tan impetuoso si no quiere ir contándole a todo el mundo lo que nadie debería oír. Por el amor de Dios, hasta un niño se habría dado cuenta de que le estoy poniendo a prueba. Si pierde la flema está perdido. Y ahora, si puede apartar por unos minutos el pensamiento de las ligerezas de su querido pintor, dígame qué papel desempeño yo en este enredo.

Anthony hizo una pausa para poner en orden sus ideas. El salón daba vueltas al compás de la música y gustosamente se habría entregado a aquella placentera sensación; pero quería expresarse con la máxima precisión en un asunto tan delicado.

– Verá, hay un individuo, conservador de la National Gallery, su nombre es Edwin Garrigaw; buena familia, máxima respetabilidad; fue profesor mío en Cambridge, ya debe de tener unos cuantos años. En Cambridge le llamaban Violet o algo parecido; si lo repite negaré haberlo dicho… Este caballero, Edwin o Violet, lo mismo da, es experto en pintura española: Velázquez, Murillo, Ribera, ya sabe; por este motivo nos hemos peleado en algunas ocasiones, no personalmente, claro; artículos en revistas especializadas y una vez cartas al Times, con rigor, pero con acidez, con sorna por su parte; él no me aprecia; sospecho que sospecha que me gustaría ocupar su cargo, y no niego que unos años atrás la idea me pasó por la cabeza… pero ahora no se trata de esto. En fin de cuentas, yo a él tampoco le tengo aprecio, lo considero una cacatúa engreída, si quiere saber mi opinión; pero le reconozco un alto grado de competencia en la materia, y por esto yo… yo le he escrito una carta…

Sacó un abultado sobre del bolsillo interior de la americana e hizo ademán de tendérselo a su acompañante, pero en el último momento retiró la mano y se quedó mirando el sobre fijamente con los ojos empañados en lágrimas.

– Por el amor de Dios, Whitelands, repórtese -murmuró el consejero al advertir la turbación de su interlocutor-. Su actitud es embarazosa. ¿Quiere otro whisky?

Hizo ademanes al camarero y éste, interpretando correctamente su intención, se apresuró a traer prontamente un vaso de whisky. Para entonces Anthony ya se había repuesto de su repentina agitación y procedía a limpiar los cristales de las gafas con el pañuelo.

– Perdóneme, Parker -dijo con voz entrecortada-. He tenido… he tenido un momento de flaqueza… pero ya estoy bien. La carta -prosiguió dando pequeños sorbos a su vaso-, la carta va dirigida a Edwin Garrigaw y sólo debe serle entregada si a mí me pasara algo. Ya me entiende. Se la confío con esta condición. Si a mí…, si me sucediera cualquier cosa, si un imprevisto me impidiera… Es de vital importancia que la carta llegue a manos de Garrigaw. Aquí se lo cuento todo… Me refiero al cuadro de Velázquez que le mencioné hace un rato. Bajo ningún pretexto y por ninguna causa ha de permanecer oculto más tiempo; el mundo ha de saber de su existencia y, sea como sea, el cuadro ha de acabar en Inglaterra. Edwin sabrá cómo hacerlo. Y si él no, que desentierren a lord Nelson o a sir Francis Drake, pero hemos de hacernos con ese maldito cuadro, Parker, a cualquier precio, ¿me comprende?, a cualquier precio. Ese cuadro vale más que las minas de Riotinto. ¿Lo ha entendido, Parker? ¿Ha entendido la naturaleza y el alcance de su misión?

– Sí, hombre. No tiene complicación. Darle esta carta a un tipo en Londres.

– Sólo si a mí me sucede algo, ¿eh? Si no, de ningún modo. Y si, por la razón que fuere, ha de entregarle la carta a Violet, no olvide decirle que fui yo quien descubrió el cuadro y quien determinó su autenticidad. No permita que él se quede con el cuadro y con la gloria. Si me sucediera algo… al menos, Parker, al menos sería recordado con dignidad…

– Descuide, Whitelands -se apresuró a decir el joven diplomático al advertir que las lágrimas asomaban de nuevo a los ojos de su interlocutor-. La carta está en buenas manos. Y confiemos en que no tenga que hacérsela llegar a su destinatario. Y ahora, dígame, ¿qué piensa hacer?

– La carta…

– Sí, sí, la carta; si a usted le ocurriera algo irreparable; eso ya lo he entendido. Pero de momento sigue vivo y no le pasará nada si no mete las narices donde no debe. Pero eso le pregunto, ¿qué piensa hacer? Con el asunto del cuadro, quiero decir.

Anthony se quedó mirando al consejero con expresión aturdida, como si la pregunta le pareciera absurda. Al cabo de un rato se pasó la mano por la cara y dijo:

– ¿Hacer? No… no lo sé. Todavía no lo he pensado.

– Entiendo, entiendo. Lo que usted haga no es de mi incumbencia. Pero, ya que me ha llamado para otorgarme su confianza, creo mi deber corresponder a esta confianza con un consejo de amigo.

– Ah, ya sé lo que me va a decir. Pero preferiría no escuchar su consejo. No se ofenda, Parker. Es usted una buena persona y le agradezco mucho su disponibilidad. En realidad… en realidad usted es el único amigo que tengo en el mundo…

Al ver que su atribulado confidente reanudaba los pucheros, el joven diplomático cogió la carta con suavidad, se la metió en el bolsillo, se levantó y dijo:

– En tal caso, Whitelands, le daré igualmente el consejo que pensaba darle: váyase al hotel y duerma la mona. Mañana lo verá todo más claro y conviene que esta noche no hable con nadie más.


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