Capítulo 18

Le despertó con sobresalto un estampido lejano, como el producido por el disparo de un cañón de gran calibre. Acaba de comenzar algo terrible, pensó. Luego, como a la primera detonación no le siguió ninguna otra, Anthony decidió que tal vez aquélla formaba parte de un mal sueño. Para alejarlo se levantó, fue a la ventana y abrió los postigos. Todavía era de noche, pero el cielo tenía un color púrpura demasiado uniforme para atribuirlo al crepúsculo. Por la plaza no circulaban vehículos ni personas. Si ardiera Madrid, habría un gran griterío, se dijo, y no este silencio ominoso. Pero lo cierto es que reina la calma que, según dicen, hay en el centro de un huracán.

Volvió a la cama, cansado y aterido; el desasosiego no le permitió volver a conciliar el sueño. Había dejado abiertos los postigos y en el recuadro de la ventana vio clarear el día. Entonces se levantó, se enfundó en una gruesa bata de felpa y se asomó de nuevo. La plaza seguía desierta y de las calles aledañas no llegaba el ronquido de los camiones, ni el traqueteo de los carros en el empedrado, ni los cláxones de los coches ni ninguno de los ruidos habituales.

Oculta tras las fachadas, la villa y corte calla y espera.

Con la primera luz del día se apagan las lámparas que han brillado toda la noche en la Dirección General de Seguridad, donde ahora don Alonso Mallol espera de un momento a otro la llegada del ministro de la Gobernación, que lleva horas reunido con el presidente del Consejo de Ministros.

Con el vuelco electoral del pasado 16 de febrero, el señor Mallol se ha hecho cargo de la Dirección General de Seguridad en un mal momento. Los conflictos se multiplican, las instrucciones emanadas del Gobierno son titubeantes y contradictorias, y ni siquiera sabe si puede confiar en sus propios subordinados, heredados del gobierno anterior, aunque también éste los heredó del anterior, y así hasta el infinito. En los puestos clave ha colocado a hombres que conoce a medias, fiado de su instinto, sin escuchar consejos ni leer informes probablemente tendenciosos; sabe que en Madrid cualquier informe se compone de una cuarta parte de verdad por tres de bulo. En cuanto al resto del personal, cuenta más con la inercia de los funcionarios que con su lealtad.

A las ocho en punto un ordenanza le anuncia la llegada del teniente coronel don Gumersindo Marranón. El Director General le hace pasar sin demora y el teniente coronel entra acompañado del renqueante capitán Coscolluela. Los saludos ceremoniosos se prolongan; luego los recién llegados dan el parte en términos escuetos y monótonos, como si la desgana fuera garantía de objetividad. Don Alonso escucha con atención, no en vano el teniente coronel es uno de sus hombres de confianza.

El relato ha sido monótono pero no tranquilizador: en Madrid y en el resto de España se han quemado varias iglesias. Por la hora en que se han producido los sucesos, no había fieles en los locales afectados, y los daños materiales han sido mínimos. En algunos casos los revoltosos se han limitado a quemar papeles y trapos en el atrio del templo y a hacer más humareda que otra cosa. Actos simbólicos, sin que se pueda descartar la autoría de la propia derecha con fines de provocación. Si es así, han conseguido su propósito, porque ha muerto un bombero en Madrid mientras trataba de sofocar uno de los incendios y se prepara una manifestación de repulsa a la que no faltarán los falangistas. Por si esto fuera poco, Falange Española ha convocado un acto en el cine Europa para el próximo sábado a las siete de la tarde. Un mes antes, con motivo de la campaña electoral, ya había celebrado un mitin en el mismo lugar, con afluencia de público. En aquella ocasión el asunto se saldó sin incidentes graves. Pero entonces cada partido estaba distraído con su propia campaña. Ahora las cosas son distintas. Don Alonso pregunta el motivo del mitin. El teniente coronel se encoge de hombros. No lo sabe; barrunta que será para justificar el descalabro de las elecciones, en las que la Falange no ha conseguido un solo escaño, y para plantear ante las bases la política futura. Falange no parece dispuesta a desaparecer, y si quiere seguir teniendo presencia en la vida política española, algo ha de inventar. Sea como fuere, el mitin promete ser un semillero de altercados.

El teniente coronel hace una pausa interrogativa y su jefe responde con un gesto de mudo asentimiento: autorizar la manifestación y el mitin es tan peligroso como prohibirlos; cualquier nimiedad puede prender la mecha que haga saltar el polvorín. Mejor dejar la decisión en manos del ministro de la Gobernación, el cual probablemente consultará con el presidente del Consejo de Ministros. Esta delegación sucesiva de responsabilidades no es una muestra de apocamiento ni de deferencia, sino puro sentido común: en toda España el presidente del Consejo es la única persona que todavía cree en una salida pacífica de la situación actual.

Este moderado optimismo no es gratuito. Don Manuel Azaña tiene una larga experiencia gubernamental y, como suele decirse, las ha visto de todos los colores. En 1931, recién proclamada la República, se hizo cargo del ministerio de la Guerra; poco después fue elegido presidente del Consejo de Ministros. En 1933 pasó a la oposición y ahora vuelve a presidir el Consejo, cuando el panorama no es sombrío, sino desesperado. Pero no para él: intelectual antes que político, siempre ha alcanzado las cimas del poder por las rápidas e imprevisibles corrientes de la Historia y no por su empeño, razón por la cual no conoce ni quiere conocer los repliegues más turbios de la política real, cosa que le reprochan sus adversarios y sus seguidores por igual. Quizá también por esta razón confía en una oposición leal, que no esté dispuesta a todo para arrebatar el poder a quien lo tiene momentáneamente, sin reparar en las consecuencias. A estas alturas todavía le parece posible solucionar mediante el diálogo y la negociación los problemas candentes de España: la agitación laboral, la reforma agraria, los enfrentamientos armados, la cuestión catalana.

Esta visión la comparten muy pocos. A diferencia de lo que sucedía en los primeros tiempos de la República, las organizaciones obreras han vuelto la espalda a los políticos y sólo vacilaciones y disidencias internas les retraen de echarse a la calle a tomar el poder por la fuerza. Motivos no les faltan: el Gobierno de derechas que precedió al actual hizo lo que pudo para invalidar los logros laborales alcanzados hasta el momento y reprimió la agitación con inusitada brutalidad. Hoy el Frente Popular trata de reconducir la situación pero choca con obstáculos formidables: la oposición, encabezada por Gil Robles, y Calvo Sotelo, torpedea en el Parlamento el programa de reforma social del nuevo Gobierno, mientras las poderosas fortunas españolas maniobran en las bolsas europeas para provocar la depreciación de la peseta, el aumento del paro y el hundimiento de la economía. La Iglesia y la prensa, mayoritariamente en manos de la derecha, agitan la opinión y siembran el pánico, y los intelectuales más influyentes (Ortega, Unamuno, Baroja, Azorín) reniegan de la República y piden un cambio drástico. En previsión de un golpe militar o fascista, que juzgan inminente, los sindicatos hacen colectas para comprar armas, y las milicias obreras montan guardia día y noche para intervenir a la primera señal de alarma.

Don Manuel Azaña conoce estos factores pero disiente de los demás en lo que se refiere a su trascendencia. En su opinión, los obreros no se decidirán a tomar la calle: los socialistas y los anarquistas no unirán sus fuerzas y los comunistas han recibido del Komintern órdenes tajantes de estar alerta y esperar; el momento no es propicio para la revolución, tratar de imponer la dictadura del proletariado sería un error de cálculo. Por la misma regla de tres, no da crédito a la posibilidad de un golpe de la derecha. Los monárquicos han ido a pedir a Gil Robles que se proclame dictador y Gil Robles se ha negado.

Queda el Ejército, claro. Pero Azaña lo conoce bien: no en vano ha sido ministro de la Guerra. Sabe que los militares, bajo su apariencia terrible, son inconsistentes, volubles y maleables; por un lado amenazan y critican y por el otro lloriquean para conseguir ascensos, destinos y condecoraciones; se pirran por las prebendas y son celosos de las ajenas: todos creen que otro con menos mérito les ha pasado por delante; en suma, que se dejan camelar como niños. Habituados por la férrea jerarquía a hacer sólo lo que otro decide, no consiguen ponerse de acuerdo para una acción conjunta. Todas las armas (artillería, infantería, ingenieros) están a matar entre sí, y basta que la Marina haga una cosa para que la Aviación haga la contraria. A raíz del triunfo reciente del Frente Popular, el general Franco fue a ver al presidente del Consejo de Ministros y le conminó a poner fin al desorden reinante con la ayuda, si fuera precisa, del Ejército. Francisco Franco es un general joven; posee inteligencia práctica y un valor probado: en África ascendió de un modo meteórico y se ganó una merecida reputación entre la oficialidad. Por sus dotes personales y su ascendiente podría ser uno de los cabecillas de la revuelta, si su carácter melifluo y su natural reserva no inspiraran desconfianza a los demás generales. Es dudoso que la velada amenaza de Franco al presidente del Consejo contara con el respaldo de todo el Ejército, pero a Pórtela Valladares la visita le metió el miedo en el cuerpo y dimitió precipitadamente. Fue el vacío generado por esta dimisión lo que llevó de nuevo a la presidencia del Consejo a don Manuel Azaña.

Un ordenanza pide permiso y entra en el despacho del Director General con una bandeja en la que humea una jícara junto a un canastillo con bollería. Otro ordenanza trae tazas, platos, vasos, cubiertos, servilletas y una jarra de agua fresca y dispone la mesa para el refrigerio. Cuando están acabando de desayunar irrumpen en el despacho don Amos Salvador, ministro de la Gobernación, acompañado del subsecretario de la Gobernación, don Carlos Espía. Risas y saludos. Entre Mallol y Esplá, que son masones, hay un rápido intercambio de signos. Mientras tanto el despacho se ha llenado de ayudantes, funcionarios, inspectores y un gobernador civil que está de paso por Madrid. En las mesas se apilan las carteras y se tambalea el perchero bajo el peso de los abrigos. Se lían cigarrillos, se encienden pipas y algún charuto, el humo nubla el aire tupido de la pieza.

Como era de esperar, el presidente del Consejo decide autorizar la manifestación por el bombero muerto, pero no autoriza el mitin de la Falange en el cine Europa. Se tomarán las medidas oportunas y pasará lo que tenga que pasar. Si los falangistas hacen acto de presencia y meten bulla, se puede aprovechar la ocasión para ilegalizar el partido y meter en el calabozo a los principales dirigentes. Y si hace falta, se impone el toque de queda. Con la habitual prosopopeya y la esporádica cooperación de su acólito, el capitán Coscolluela, el teniente coronel Marranón da cuenta de los últimos movimientos de Primo de Rivera y su camarilla, tanto en la capital como en provincias. Luego se despachan otros asuntos.

Según informes fidedignos, el secretario de la Internacional Comunista, Georgi Dimitrov, sigue decidido a defender a la República a toda costa. Por este lado, al menos, no hay peligro. Por supuesto, los militares siguen conspirando; muchos de ellos tienen contacto estrecho con Falange o con la Comunión Tradicionalista que encabeza Manuel Fal Conde. Como medida preventiva, los generales más levantiscos han sido destinados a plazas periféricas, lejos de los centros estratégicos.

Se mantendrá la censura informativa, tanto sobre los actos de violencia, incluida la quema de iglesias, como sobre las huelgas sectoriales en todo el país. El gobernador civil comenta la posibilidad de utilizar al ejército para cubrir los servicios básicos y los abastecimientos afectados por las huelgas. En principio no es buena solución, pero habría que examinar el caso en cada localidad. Por ahora, Cataluña está tranquila; en cambio, Andalucía anda muy revuelta.

Trámites sin importancia, pero vitales para la buena marcha de la administración, ocupan todavía una hora de la densa jornada de los funcionarios. Luego, con los ojos enrojecidos por la vigilia y el humo, van saliendo de uno en uno para reincorporarse a sus respectivos despachos. Cuando se quedan de nuevo a solas el Director General de Seguridad, el teniente coronel Marranón y el capitán Coscolluela, el señor Mallol reprime un bostezo, se despereza y murmura con cansancio:

– ¿Y qué novedades tenemos del inglés?

El teniente coronel, que ya se levantaba, se vuelve a sentar, mira de refilón a su ayudante y responde con su voz apagada:

– Nada definitivo por ahora. Parece un tontaina, pero no lo debe de ser. Cuando le interrogamos mintió deliberadamente.

En pocas palabras refiere el diálogo sostenido la víspera con Anthony Whitelands, hace una pausa para que su jefe pueda asimilar lo referido y añade:

– Ayer, a última hora, recibí una llamada telefónica de nuestros informantes en Londres, con quienes me había puesto al habla previamente. Según todos los indicios, nuestro hombre es lo que dice ser: un entendido en cuadros. Ha publicado artículos y es respetado en su medio. Aunque estudió en Cambridge no es maricón ni comunista. Tampoco ha tenido contactos con grupos fascistas ni de otras tendencias. Apolítico hasta la fecha. Sin medios de fortuna personales. Desde hace unos años le pone los cuernos a un funcionario del Foreign Office. Dispone de una modesta renta. Los beneficios derivados de su trabajo no dan ni para pipas.

– Esto podría explicar su venida a España -apunta el director general-. El dinero cuenta.

– Es una posibilidad, en efecto -asiente el teniente coronel-. Se le ha visto entrar y salir de casa del duque de la Igualada.

El señor Mallol deja escapar un gruñido y murmura:

– ¿Estará tramando algo la vieja carcunda?

– No me extrañaría. Primo de Rivera visita con frecuencia la casa del duque.

– Será por la chica.

– Ca. Eso no prospera. Claro que con las mujeres, nunca se sabe… Lo único cierto es que el inglés anduvo anoche de parranda con Primo y los de su cuerda en La ballena alegre.

Don Alonso Mallol hace un gesto decidido: está cansado y quiere zanjar la cuestión sin más demora.

– No me lo pierda de vista -dice a modo de despedida.

Por la ventana entra un sol pálido y de la calle sube el atenuado rumor del bullicio urbano. A esa misma hora, ajeno al escrutinio de que está siendo objeto, Anthony Whitelands se desayuna con café con leche y porras en un bar de la plaza de Santa Ana mientras hojea la prensa diaria con preocupación. Se ha contagiado de la incertidumbre general, pero como buen inglés, no comprende el silencio de los medios de información sobre asuntos que tienen al país en vilo. No ignora la severa censura impuesta por el Gobierno, porque los propios periódicos destacan en la primera página y con grandes letras el atropello de que son víctimas, pero no entiende la utilidad de una medida que desacredita al Gobierno y produce el efecto opuesto al que persigue. A falta de información regular, circula un sinfín de rumores que la imaginación popular trasforma y exagera hasta la desmesura. Todo el mundo asegura recibir de buena fuente noticias sensacionales y conocer secretos gravísimos que no tiene el menor reparo en difundir a los cuatro vientos. Los conductos por donde circula este tipo de información son variadísimos y complejos, porque la sociabilidad de los españoles no tiene límites. En las tabernas y los cafés, en las oficinas y las tiendas, en los transportes públicos y en los patios de vecindad, el pueblo cuenta, comenta y discute con conocidos y desconocidos, con mucho aplomo y a grandes voces, el presente y el futuro de la azarosa realidad española. A más alto nivel ocurre lo mismo, pero aquí se añade un factor de confusión adicional, porque la filiación política de cada cual coexiste con su círculo familiar y profesional, el club deportivo y el centro cultural o recreativo al que pertenece. El furibundo derechista y el furibundo izquierdista pueden coincidir en los toros o en el fútbol e intercambiar nuevas y datos sobre tal o cual tema, sobre tal o cual persona o sobre tal o cual escándalo; y lo mismo sucede en el Ateneo, o a la salida de misa, o en la logia masónica. De todos estos medios, el español en general y el madrileño en particular obtiene información, unas veces verídica y otras falsa, sin que nada le permita discernir la una de la otra.

De todo esto, Anthony Whitelands tiene una vaga idea, pero su conocimiento de España es profundo en algunos aspectos y muy superficial en otros, y se pierde fácilmente en el laberinto de hechos, conjeturas y fantasías en que se encuentra inmerso. Por añadidura, le absorben sus propias preocupaciones.

El editorial de ABC clama contra la inacción del Gobierno ante los actos vandálicos en iglesias y conventos. ¿Cuántas desgracias personales y cuánta destrucción del patrimonio artístico habremos de lamentar antes de que el señor Azaña se digne tomar medidas contundentes contra los infractores? ¿Habremos de esperar a que el populacho haga extensivo su odio a otros sectores de la sociedad y empiece a quemar las casas de los ciudadanos con éstos dentro?

Esta eventualidad le corta el resuello. Tal como están las cosas, no descarta un atentado contra el palacete del duque y, si así fuera, ¿qué le ocurriría al cuadro que en este mismo instante está en el sótano, a la espera de que míster Whitelands emita su dictamen?


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