Todos los pesares que los reveses de la Historia, el desgobierno de la nación y las discordias de los hombres habían acumulado sobre la España de 1936 quedaban momentáneamente suspendidos a la hora del aperitivo por acuerdo unánime de las partes implicadas. Desbordaban de clientes postineros las elegantes cafeterías del barrio de Salamanca igual que los grasientos figones del barrio de Lavapiés desbordaban de horteras y chulapos cuando Anthony Whitelands hacía camino de vuelta al hotel absorto en reflexiones de muy diversa índole. Por primera vez desde su llegada a Madrid estaba contento con la marcha de los acontecimientos. La reciente conversación con Paquita en Michigan había discurrido por cauces favorables al inglés, ajuicio de éste: ella había depuesto tanto la actitud displicente como el hermetismo de los encuentros previos y él, por su parte, había conseguido exponer sus puntos de vista sin presunción ni timidez, en suma, sin cometer un desliz del que ahora hubiera de arrepentirse y sin hacer, como otras veces, el ridículo. El futuro de la relación entre ambos continuaba siendo imprevisible, pero al menos discurriría por cauces más normales. La oportunidad que ella le brindaba aquella misma tarde daba testimonio de este cambio de actitud: era una muestra de confianza y tal vez una invitación a llevar la relación a otro terreno, una autorización a entrar en competencia directa con un rival cuya superioridad habría sido ingenuo no reconocer, pero al que no resultaba imposible vencer con habilidad y paciencia. Todo lo cual, en el fondo, pasaba a un segundo término en el ánimo de Anthony ante la trascendencia de lo que se traía entre manos con el cuadro de Velázquez. Este asunto le excitaba de tal modo que sólo la natural contención de su carácter y una estricta educación le impedían comportarse en plena calle como un perturbado. Caminaba a grandes zancadas, braceando y pronunciando sin darse cuenta exclamaciones, frases o palabras sueltas, que atraían sobre sí la atención de los viandantes. Le urgía llegar al hotel, donde tenía pensado poner por escrito el torbellino de ideas que se agitaba en su cabeza, en parte para ordenarlas y darles forma y en parte para tranquilizar su ánimo desbordado. Llevado por este propósito y aunque el hambre le aguijoneaba, desoía los cantos de sirenas provenientes de los restaurantes y las casas de comida ante las que pasaba en su acelerada marcha.
Cuando le faltaban cien metros escasos para alcanzar la meta, oyó a sus espaldas una voz que le llamaba, se volvió y se encontró cara a cara con Higinio Zamora Zamorano.
– ¡Cómo! -exclamó-. ¡Usted otra vez! ¿No son demasiadas coincidencias?
Higinio Zamora se echó a reír y dijo:
– Lleva usted razón. Sería muy casual si fuera casual. Pero no lo es, porque vengo de su hotel adonde he ido a buscarle hace un momento y el señor de la recensión me ha dicho que no estaba.
– Ya veo. ¿Y por qué venía a buscarme, si se puede saber?
– Se puede, se puede. Máximamente cuando es mi menda el que ha venido a verle. Pero la cosa no es para ser dicha de pie y en un minuto, sino con un buen cocido y una botella de Valdepeñas.
– Lo siento -dijo Anthony-. Hoy no puedo permitirme una comida.
– Oh, señor, no me he expresado con propiedad. Yo invito.
– No es eso. Tengo trabajo y he de volver de inmediato al hotel.
Higinio Zamora sonrió con los ojos pero no con la cara.
– Pues si de veras tiene trabajo, no vaya al hotel. En la entrada hay un andoba con mucha pinta de policía, y al preguntar yo por usted me ha mirado de los pies a la cabeza. De lo que saco yo la inferencia de que le está esperando. ¿Puede ser?
– Puede.
– En tal caso, dele plantón y vamos a por el cocido. Sólo de mentarlo ya le veo salivar. Y no tema ninguna indiscreción: no voy a preguntarle por qué le vigilan.
Anthony no perdió tiempo en reflexiones: si quien le esperaba en el hotel era el capitán Coscolluela u otro enviado del teniente coronel Marranón, era mejor no dar señales de vida: tenía demasiadas cosas que ocultar. Y si volvían a llevarle a las dependencias de la Dirección General de Seguridad, ya podía despedirse de su cita con Paquita y de asistir con ella al mitin de José Antonio Primo de Rivera.
– Está bien, vamos allá, siempre y cuando paguemos a escote.
– No es costumbre española -dijo el otro-, pero se acepta.
Se alejaron del hotel y, después de andar un rato, Higinio Zamora entró en una casa de comidas seguido del inglés. Había bastante gente, pero reinaba un silencio monacal, sólo alterado por el ruido de platos. Por indicación del camarero, subieron al altillo y ocuparon una mesa libre. Pronto la mesa quedó cubierta de fuentes repletas de berzas, garbanzos, tocino, chorizo, patatas y morcillas. Una mujer gorda, con un delantal bastante sucio, les sirvió la sopa en unas escudillas de barro y un muchacho trajo vino. Higinio Zamora se sirvió de todo y sin más preámbulo empezó a comer con buen apetito. Anthony, viéndose abandonado por su interlocutor, hizo lo mismo. Los manjares eran sabrosos y el vino, sin ser bueno, los acompañaba bien, de modo que mediada la comida los dos hombres tenían los carrillos arrebolados y los ojos brillantes de satisfacción. Higinio Zamora eligió aquel momento para dejar los cubiertos en el plato, limpiarse los labios con una pulcritud que revelaba cierta educación, y empezar diciendo:
– Ante todo, permítame reiterar, si bien lo hago por vez primera, que en nada de cuanto le diré a renglón seguido media interés para mí ni para mi persona.
Anthony se dio por advertido con un vago ademán y el otro prosiguió:
– Le hablaré con toda confianza. Usted, según tengo visto, será un lord o será el Rey de Inglaterra, pero está más solo y más desamparado que un avión de reconocimiento. No me se ofenda, se lo digo como amigo.
– No me ofendo, pero no sé adónde quiere ir a parar. Cómo yo esté, es asunto mío.
– Quizás en su tierra. Aquí todo es de todos. Si uno tiene alegrías, se festejan, y si penas, pues se comparten.
– ¿Y si uno quiere estar tranquilo y que nadie se meta en sus cosas?
– Entonces lo tiene mal. Mire, le pintaré las cosas tal cual son: éste no es un país pobre, por más que digan. Este es un país de pobres, no sé si capta la diferencia. En un país pobre, cada cual se arregla como puede con lo que tiene. Aquí no. Aquí cuenta lo que uno tiene, pero cuenta más lo que el vecino tiene o deja de tener. Pero esto no es a lo que yo iba. A lo que yo iba era a su situación personal, no a sus dineros. Y ahí es donde le duele. Con su planta de maniquí antiguo y sus modales podrá engañar a todos, pero no a Higinio Zamora Zamorano. Yo le he visto tal cual es. Me refiero a la Toñina. No tenga miedo, no hablo de extorsión, ya le he dicho antes que en esto a mí no me va nada. Además, usted no ha hecho nada malo, al contrario. A lo que vengo a referirme es a esa pobre familia: la Justa, la Toñina y esa pobre criaturita sin padre, el hijo del pecado. Ya oyó lo que dijo la Justa: solas en el mundo. Ahora, la niña es dispuesta, limpia, discreta como pocas, y no tiene un pelo de tonta. La espera un porvenir amargo si algo no lo remedia. Usted en cambio tiene el porvenir resuelto, pero el presente da pena. El azar ha querido que se cruzaran sus caminos. ¿Ve adonde quiero ir a parar?
Anthony, que hasta aquel momento había escuchado distraídamente y sin dejar de comer, cruzó los cubiertos, miró a su acompañante fijamente y dijo:
– ¿Me está vendiendo a la chica, señor Zamora?
El otro bebió un trago de vino, dejó el vaso en la mesa y levantó los ojos al cielo con la expresión resignada de quien trata de enseñar algo sencillo a un niño de cortas luces.
– ¡Ah -exclamó-, comprar y vender! ¡Como si no hubiera nada más en el mundo que comprar y vender! Ustedes lo ven todo con mentalidad de comerciantes. Antes hemos discutido por ver cómo se pagaba la comida y ahora esto. No, señor, la Toñina no está en venta. No es de ésas. Si su padre hubiera vivido, ni por asomo andaría en el oficio. Habría estudiado, sería una señorita y hasta puede que hubiese ido a la Universidad. Pero el pobre hombre, por una buena causa, tuvo un mal fin, y la sociedad las dejó tiradas a las dos. De todo han tenido que hacer para no morir de hambre. ¿Esto convierte a la pobre infeliz en una mercancía de segunda mano?
– Yo no he dicho tal cosa. Usted se lo dice todo.
– Y usted no entiende nada -replicó Higinio Zamora con suavidad, casi con cariño-. Este es el problema. No el nuestro, el de usted y yo, sino el de España y el del mundo: que ustedes no entienden al proletariado. Lo ven inculto, malhablado, ceñudo, andrajoso, y piensan: válgame Dios. Si los proletarios piden algo, si reclaman un derecho o una mejora salarial, se asustan. Esos vienen a quitarme hasta la camisa, se dicen. Y algo hay de cierto en ello. Pero el proletariado no sólo quiere dinero. Quiere justicia y respeto. Y mientras ustedes no lo entiendan, no habrá concordia ni paz social, y la violencia irá en aumento. Ya ha visto lo que está pasando, en Madrid y en el resto del país: los obreros queman unas cuantas iglesias. Yo no lo apruebo, pero dígame una cosa: ¿quién las construyó?
Hizo una pausa para beber otro vaso de vino y continuó con el mismo tono didáctico:
– Si el obrero se solivianta, en vez de preguntarse por qué, le mandan a la policía; si eso no basta, a la Guardia Civil, y si es preciso, a la legión. Con estos argumentos no hace falta tener razón. Recuerde lo de Asturias. Pero una cosa tiene el proletariado, y es que no se acaba. Mire a su alrededor, escuche la voz del pueblo: cree que la fruta está madura y sabe que no tendrá otra oportunidad, de modo que estallará la revolución. Cuando vino la República, todo el mundo dijo: ya era hora, se acabó la injusticia. Eso fue hace años, hoy todo sigue igual: los ricos igual de ricos, los pobres igual de pobres, y al que chista, garrotazo y tente tieso. O el proletariado se hace con la riqueza y el poder por la fuerza o aquí no hay cambio que valga. Ya ve lo que pasó en Rusia. ¿Aquello es el paraíso terrenal? No sabría decírselo, pero al menos en Rusia se acabaron las tonterías.
Calló de nuevo, miró a su alrededor por si su discurso provocaba alguna reacción y, viendo que los parroquianos de las mesas contiguas seguían comiendo sin inmutarse, atacó los restos de su cocido con la ferocidad que no había empleado en su perorata. El inglés aprovechó la ocasión para intervenir.
– ¿Y la revolución bolchevique no se producirá si yo le pongo un piso a la Toñina?
– ¡Muy gracioso!-repuso Higinio Zamora algo dolido por la reticencia del inglés, pero decidido a no alterar su buen talante-. Ya veo que usted no me ha entendido. No sólo cuando le hablaba de la situación, sino cuando le hablaba de lo otro. Mire, señor, nada detendrá el curso de la Historia, es cierto, contra eso nada podemos hacer ni usted ni yo. Lo que sí podemos es resolver el problema de esa pobre chica. Le seré sincero: es lo único que me preocupa y no sé qué hacer. La desazón me mata. Prometí ocuparme de esa familia y no he conseguido nada. La Justa, a fin de cuentas, ya ha vivido lo suyo. Pero esa criatura, por el amor de Dios, no ha conocido más que ignominias y privaciones.
Le tembló la voz y los ojos se le llenaron de lágrimas. Por su remoto parecido con el Menipo de Velázquez, Anthony le había atribuido arbitrariamente las características intelectuales del mítico filósofo de la antigüedad, y ahora, ante aquel súbito arranque de sentimentalismo, se sentía más incómodo de lo que se había sentido poco antes, cuando el otro le acusaba de propiciar el triunfo de los bolcheviques.
– Repórtese -dijo por lo bajo-, alguien puede oírle.
– Lo mismo me da. Por llorar no meten preso a nadie. Y perdone mis expansiones, pero cuando pienso en la pobre infeliz… La vida que lleva no es para ser descrita. Y el futuro que la espera, ni que decir tiene.
– Hombre, si estalla la revolución, quizá se arregla el caso.
– Quía. Yo he dicho que estallara la revolución, no que triunfará. Al contrario: tal y como está el panorama, al primer conato de revuelta sacarán los cañones a la calle. Y si ganan ésos, entonces todo será peor que ahora. Eso es lo que me da más miedo.
Anthony consultó su reloj con disimulo. Habían dado cuenta del cocido y debía apresurarse si quería pasar por el hotel y llegar a la cita.
– Me hago cargo de su frustración -dijo en tono conciliador-, pero la solución que usted busca no está en mi mano. Soy extranjero, estoy de paso, dentro de unos días volveré a mi país.
Higinio Zamora dejó de hacer pucheros y miró al inglés con renovado interés.
– Bah -dijo con animación-, de los detalles nos ocuparemos a su debido tiempo. Quieto decir que su marcha no es obstáculo, al contrario. Sacarla del país sería una gran cosa. La chica en Inglaterra estaría como pez en el agua. Tiene madera de señorita; además es trabajadora, honrada y muy agradecida. Nunca olvida un favor. Bien sé -añadió con gravedad, como si este aspecto de la cuestión le preocupara más que el desconcierto de su interlocutor- que este plan contradice los preceptos marxistas. Un proletario no debe buscar la salvación individual, sino salvarse con su clase. Pero estoy convencido de que si Marx hubiera conocido a la niña habría hecho una excepción. Y del bebé, no digamos: educado en Inglaterra, nada menos, y con el valor innato de los españoles, podría llegar a oficial del Ejército Británico en la India, figúrese usted.
Aquél era un diálogo de sordos. Anthony había sido educado en el respeto escrupuloso a todo individuo, fuera cual fuese su origen y su posición social, pero esta misma educación se basaba en una concepción rígida de la jerarquía social, por lo que las pretensiones de su interlocutor le parecían no ya absurdas, sino intolerables. A los ojos de Anthony el discurso de Higinio Zamora era un delirio. Pero como el personaje conservaba su habitual ponderación y en sus planes no mediaba interés personal, sino una disparatada generosidad, optó por no prestar demasiada atención a sus palabras. Tal vez, pensó, aquel pobre hombre necesitaba un desahogo. Lo importante en aquel momento era poner fin a la sobremesa, y eso sólo se podía lograr adoptando una actitud de simpatía por la postura del contrario y de impreciso consentimiento.
– Tenga por cierto que pensaré en una forma viable de cumplir sus deseos sin menoscabo de mi propia situación -dijo-, pero ahora debo ausentarme sin demora. Y he reconsiderado lo que convinimos al principio: yo invito.
Esta última maniobra, encaminada a predisponer favorablemente a Higinio Zamora, resultó en extremo contraproducente. Éste rechazó la invitación y se empeñó en pagar, tanto más cuanto que había tenido la osadía de pedir un favor tan señalado y de obtener una respuesta tan positiva. Advirtiendo el riesgo de nuevas complicaciones, Anthony aceptó la invitación y sin esperar a que el otro la hiciera efectiva, se levantó, le estrechó la mano y salió precipitadamente del local. Una vez en la calle se dirigió al hotel tan de prisa como le permitía la pesada digestión. A prudencial distancia de la meta, se detuvo v prosiguió la marcha con cautela por si todavía montaba guardia el individuo descrito por Higinio Zamora a raíz de su encuentro. Finalmente, como no advertía ninguna presencia sospechosa en las inmediaciones del hotel, recorrió casi a la carrera el último trecho, pidió la llave al recepcionista y se encerró en la habitación.
Reinaba una atmósfera propicia al trabajo: la estufa irradiaba un calor placentero y por la ventana entraban los rayos esquinados de un sol pálido y bajo. Anthony sacó el cuaderno y la pluma, se sentó a la mesa y se dispuso a tomar las notas postergadas por el encuentro y la comilona, pero de inmediato cruzó los brazos sobre la mesa, recostó la cabeza y se quedó dormido. Sin conciencia de estar dormido, soñó que de la calle llegaba un coro numeroso que entonaba La Internacional. La ventana enmarcaba un cielo rojo por el que ascendían gruesas columnas de humo negro. Era evidente que había estallado la revolución y, en consecuencia, que su vida corría serio peligro. Con la implacable lógica de los sueños, se vio arrastrado por el torbellino de los acontecimientos. No tengo escapatoria, pensaba, me obligarán a vestir harapos, a dejarme barba y a gritar ¡todo el poder para los soviets! Esta perspectiva le producía una angustia física: sudaba copiosamente y le ardía el estómago, quería salir huyendo, pero los músculos se negaban a cumplir las órdenes impartidas por el cerebro. Despertó con un poso de desasosiego y el terror de haber rebasado durmiendo la hora de la cita. El reloj le tranquilizó respecto de lo segundo. Guardó de nuevo el cuaderno y la pluma, se echó agua en la cara y en el pelo para recomponer un poco su apariencia externa, se puso el gabán y el sombrero y salió a toda prisa de la habitación y del hotel. El farolero encendía las farolas de la plaza.
Mientras corría hacia el lugar de la cita, recordaba los detalles de la pesadilla y pensaba que los vaticinios lanzados por Higinio Zamora durante la comida le habían impresionado más de lo que en su momento, distraído por la demencial proposición, había tenido ocasión de reconocer. Tal vez estoy caminando al borde del abismo, se dijo.