Los funestos presagios todavía pesaban en el ánimo de Anthony Whitelands cuando llegó jadeando a la esquina convenida. En la calle Hermosilla le esperaba Paquita de pie junto a un taxi. No tanto para protegerse del frío como para no ser reconocida, llevaba subidas las solapas del abrigo y un elegante casquete lila hundido hasta las cejas. Al ver al inglés, sacó una mano del manguito de visón, le hizo señas y, sin esperarle, se metió en el taxi. El la siguió y cerró la portezuela. El taxi arrancó y circularon un rato en el silencio conspiratorio de quienes se dirigen a cometer un delito.
En la melancólica media luz del atardecer de invierno, enfilaron Bravo Murillo desde Cuatro Caminos. A medida que se acercaban a su destino, iban encontrando grupos de peatones cada vez más numerosos, que se dirigían al lugar del mitin, ocupando las aceras e invadiendo la calzada. El taxi avanzaba con creciente lentitud y a menudo había de frenar de sopetón, porque el aspecto de los viandantes no aconsejaba hacer uso del claxon. Finalmente el taxista dijo que no se atrevía a continuar. El no era de ésos, dijo por toda explicación. Anthony pagó y Paquita y él se apearon y continuaron a pie. Como el gentío empezaba a ser considerable, Paquita se agarraba con fuerza del brazo del inglés.
– ¿No nos estaremos metiendo en una ratonera? -preguntó Anthony.
– No sea miedica -dijo Paquita-. Ya es tarde para arrepentimientos. ¿Está asustado?
– Tengo miedo por usted.
– Sé defenderme sola.
– Esta frase no significa nada; es un lugar común -replicó Anthony, ofendido en su fuero interno por haber sido tratado de cobarde-. Además, yo estoy a salvo de cualquier eventualidad: soy súbdito británico.
Paquita se rió por lo bajo.
– El acto ha sido prohibido por la policía -dijo-. Estamos infringiendo la ley.
– Alegaré haber sido engañado.
– ¿Sería capaz? -dijo ella, medio en serio medio en broma.
A pesar del coqueteo, Anthony no las tenía todas consigo. Disimuladamente miraba a derecha e izquierda buscando a la policía, pero ni siquiera con su elevada estatura conseguía atisbar ningún uniforme. Tal vez la presencia de la Guardia de Asalto habría resultado contraproducente, pensó, o tal vez esperan a tenernos a todos encerrados para molernos a palos. Ahora bien, si no ha venido la policía y otros grupos nos atacan, ¿quién restablecerá el orden? Después de mucho cavilar dedujo que debía de haber un contingente oculto en las inmediaciones y dispuesto a intervenir al menor síntoma de violencia. Esta contingencia le tranquilizaba y le alarmaba a partes iguales.
El cine ocupaba todo un edificio de tres plantas. Los grandes paneles publicitarios de la fachada habían sido cubiertos por telones negros donde figuraban los nombres de los falangistas muertos en enfrentamientos callejeros o en emboscadas. Anthony leyó con aprensión la larga y fúnebre nómina y perdió el poco humor que le quedaba. Las puertas del cine estaban abiertas de par en par y el gentío formaba largas colas para entrar bajo la estricta vigilancia de unos jóvenes con camisa azul que trataban de descubrir a posibles agentes provocadores mezclados con los asistentes. Todo se hacía con mucho orden y seriedad. Anthony y Paquita hicieron cola y accedieron al vestíbulo. Allí la gente se distribuía por las bocas de entrada a la platea o por la escalera que conducía a los pisos superiores. Vacilaban empujados en varias direcciones cuando se les acercó un hombre fornido, moreno, de pelo engominado y bigote fino. En la camisa azul mahón llevaba bordado en rojo el yugo y las flechas, y una pistola al cinto, dos cosas que le conferían una indiscutible preeminencia. Con todo, su actitud autoritaria no conseguía ocultar un nerviosismo contagioso. Sin mirar siquiera al inglés, se dirigió a Paquita con expresión preocupada.
– Nadie nos avisó de que vendrías -dijo.
– Ya lo sé. Voy de incógnito -repuso ella-. He venido acompañando a un observador internacional.
El mandamás examinó a Anthony con desconfianza. Repuesto de su sorpresa ante el embuste de Paquita, Anthony adoptó una actitud impasible, casi desdeñosa. El otro desvió la mirada y dijo:
– Venid conmigo. Os llevaré a un palco.
– No -dijo Paquita con precipitación-. El no debe saber que estoy aquí. Nos acomodaremos donde podamos. Sobre todo, no le digas nada.
– Está bien. Como gustes. En los laterales de platea quedan butacas vacías. Pero no os entretengáis, porque habrá un llenazo.
Encontraron dos asientos contiguos en el extremo de una fila, no demasiado lejos de una salida de emergencia. Esto agradó a Anthony, que buscaba con ansiedad una vía para salir precipitadamente de allí cuando empezara el jaleo sin perder la dignidad a los ojos de su acompañante. En este sentido, la situación empeoraba por momentos: la afluencia de público desbordaba la capacidad del local; había gente de pie en los pasillos y en todos los espacios libres, y los palcos y antepalcos estaban abarrotados.
En el centro del escenario había una mesa alargada cubierta por un tapete negro. El patio de butacas, delante del escenario, formaba una hilera de camisas azules con las banderas de la Falange. El ambiente se caldeaba con el transcurso del tiempo. Finalmente, con veinte minutos de retraso sobre el horario anunciado, un griterío acogió la entrada en el escenario de tres oradores. Anthony reconoció a Raimundo Fernández Cuesta y a Rafael Sánchez Mazas, pero no al tercero, un hombre alto, atlético y calvo, que Paquita, preguntada por el inglés, identificó como Julio Ruiz de Alda, el legendario aviador que diez años atrás había cruzado el Atlántico en hidroavión, y uno de los fundadores de la Falange. Mientras tanto, los tres oradores se habían sentado a la mesa y esperaban a que se restableciera el silencio. Al cabo de un rato, Fernández Cuesta se levantó, tomó el micrófono y dijo: ¡Silencio! El griterío cesó de inmediato y el propio Fernández Cuesta empezó a hablar.
– Como todos sabéis -empezó diciendo-, el motivo de esta convocatoria es hacer balance de lo ocurrido en las pasadas elecciones generales. El Frente Popular ha ganado: un paso más para echar a España en brazos del marxismo. Ahora bien -agregó acallando con un ademán imperioso las protestas del público-, si en vez de ganar la coalición de izquierda hubiera ganado la coalición de derecha, el resultado último habría sido el mismo, porque las elecciones son un lamentable simulacro encaminado a legitimar la permanencia en el poder de un hatajo de haraganes corrompidos y traidores a la patria.
– Ese hombre hará que nos detengan a todos -susurró Anthony al oído de Paquita.
– No se ponga nervioso -respondió ella-, esto no ha hecho más que empezar.
– Por esta razón -continuó el orador-, la Falange no fue a las elecciones con un bloque ni con el otro. Fue sola, a sabiendas de que perdería, porque no le importa perder en un juego en el que nunca ha creído. Hemos ido a las elecciones para hacer propaganda, y nada más. -Hizo una pausa dramática y añadió bajando la voz-: Pero también este esfuerzo ha resultado infructuoso, porque quienes nos entienden nos odian y quienes deberían amarnos no nos entienden. Porque no somos de izquierdas ni de derechas. De la izquierda, tenemos el ímpetu transformador, y de la derecha, el sentido nacional, pero no tenemos el odio de la una ni el egoísmo de la otra.
Estas paradojas hicieron que la mayoría de los oyentes y el propio orador perdieran un poco el hilo del discurso, que prosiguió en el mismo tono exaltado, pero algo deslavazado de contenido. El público no quería perder su enardecimiento, pero las manifestaciones de entusiasmo eran cada vez menos espontáneas. Fernández Cuesta siguió perorando un rato más con mucha vehemencia de voz y gesto, y concluyó gritando «¡Arriba España!» El público respondió a este grito con una cerrada ovación.
Acto seguido tomó la palabra Rafael Sánchez Mazas. A diferencia del orador precedente, tenía una voz débil y hablaba con el tono mortecino de un predicador desencantado de la eficacia de sus sermones. Sin embargo, sus ideas eran más enjundiosas. Anthony pensó que no buscaba enardecer a los presentes, sino convencerles, lo cual le mereció su simpatía, aunque el propósito le pareció desencaminado, puesto que allí todos, menos él, estaban firmemente convencidos de la ideología que se les impartía.
Cuando la Falange anunció que se presentaría sola a las elecciones -dijo Sánchez Mazas-, hubo quien dijo que éramos cuatro gatos sin dos pesetas ni un árbol donde ahorcarnos. Nadie dijo, eso no, que no teníamos dónde caernos muertos, porque los falangistas caen muertos por todas partes. Que somos pobres, en cambio, es bien cierto. La pobreza es la fuerza de la Falange, y porque es pobre, la Falange comprende y defiende los derechos del pobre, del pequeño labrador, del marinero, del soldado, del cura de aldea. Defensores del pueblo queremos ser, no pretorianos de los especuladores de la alta Banca y de las grandes Empresas. Los socialistas dicen que aumentarán los jornales, que con ellos se vivirá mejor. Tal vez sí o tal vez no. Lo único cierto es que no les preocupa nada España. Pues bien, frente a este interés mezquino, la Falange propugna algo distinto: unidad de destino y grandes ideas redentoras. Justicia sin influencias, justicia seca, eso es lo que queremos para lograr el renacer de España!
También Sánchez Mazas fue muy aplaudido cuando dejó de hablar, pero el ardor inicial se iba apagando. Con toda seguridad habían oído aquel mismo mensaje muchas veces a lo largo de la campaña electoral.
Julio Ruiz de Alda, que intervino a continuación, logró arrancar aplausos y gritos con el austero dinamismo y el noble arrojo de militar navarro que le caracterizaban. Era impensable, dijo, que España saliera de la atonía en que estaba sumida por medios democráticos. Por este motivo la Falange estaba dispuesta a conquistar el poder por todos los medios, legales o ilegales. Sólo de este modo, aseguró con firmeza, dentro de unos años, dos, tres, cuatro, no más, las nuevas generaciones traerán a España el nacionalsindicalismo que hará grande a nuestra Patria.
Resonaron de nuevo vivas y aplausos. Anthony miró el reloj: eran más de las ocho y media y sin duda el acto tocaba a su fin. Como iodo el mundo iba muy abrigado por el frío que hacía en la calle y el local estaba tan lleno, el calor era asfixiante. Anthony estaba algo decepcionado, pero íntimamente satisfecho: hasta entonces nunca había asistido a una manifestación fascista y ahora veía que, al margen de los excesos formales, sus argumentos no iban tan desencaminados como hasta entonces había oído decir. Si las cosas no cambian, habremos salido bien librados, se decía. Un movimiento entre el público le hizo creer que los asistentes se disponían a salir ordenadamente del local. Pero en aquel momento, Raimundo Fernández Cuesta tomó de nuevo el micrófono y con voz estentórea dijo:
– ¡Atención! ¡El Jefe Nacional!
Un seísmo pareció sacudir los cimientos del cine Europa al pisar la escena José Antonio Primo de Rivera. Todo el público se puso en pie y saludó brazo en alto. Arrastrado por el impulso común, Anthony también se puso en pie, peto se abstuvo de levantar el brazo. Una voz bronca le increpó desde la fila de atrás.
– ¿Qué pasa, usted no saluda?
– No estoy autorizado -respondió Anthony volviéndose hacia atrás y exagerando el acento inglés.
Esta explicación satisfizo en apariencia a su interlocutor. Anthony se volvió de nuevo y miró a Paquita, pero para entonces todos los brazos habían bajado y el público se sentaba en un silencio expectante, por lo que no pudo verificar si también ella se había desmarcado del sentir general. Mientras tanto José Antonio había llegado a la mesa y repartía abrazos y palmadas entre los oradores. Luego ocupó el centro de la mesa y, sin sentarse v sin más preámbulo, echó el cuerpo hacia adelante y dijo:
– Los que me han precedido en el uso de la palabra ya os han dicho, por si falta hiciera, qué motivo nos reúne. La cosa no tiene complicación. El Frente Popular ha ganado las elecciones. España ha muerto. ¡Viva Rusia!
Un rugido acogió esta escueta declaración. En un instante el público había recobrado la efervescencia. Aunque descorazonado por el giro inesperado de los acontecimientos, Anthony no dejaba de apreciar fríamente las extraordinarias circunstancias a que le habían conducido los caprichos del destino. La semana anterior poseía sobre la España actual la escasa información que se dignaba suministrar a sus lectores la prensa británica; de la Falange y de José Antonio Primo de Rivera ni siquiera había oído hablar. Ahora, en cambio, no sólo conocía el partido, su ideología y a sus máximos dirigentes; no sólo había trabado conocimiento e incluso amistad con el fundador y jefe nacional, y no sólo por su causa había atraído sobre sí la vigilancia de la Dirección General de Seguridad, sino que, de hecho, competía con José Antonio por el favor de una joven y fascinante aristócrata madrileña que en aquel mismo momento, sentada junto a él, enderezaba la espalda y seguía jadeante las palabra del hombre singular, vehemente y a todas luces desequilibrado que proclamaba en público la necesidad y el deber de dar un golpe de Estado. Claro que, como contrapunto a los momentos apasionantes que estaba viviendo, la semana anterior Anthony gozaba de una existencia placentera en Londres y ahora se estaba jugando la vida en un mitin fascista.
– ¿O alguien creía de buena fe -prosiguió José Antonio cuando se hubo restablecido el silencio- que los problemas de nuestra sociedad se remedian llamando cada dos años a los ciudadanos a depositar unos papelitos en las urnas? ¡Dejemos ya de hacernos los distraídos! El 14 de abril de 1931, con el triunfo de la República sobre la Monarquía, no se hundió una forma de gobierno, sino la base social, económica y política en que se sustentaba esa forma de gobierno. Esto bien lo sabían Azaña y sus secuaces. Su proyecto no consistía en sustituir la monarquía liberal por una República burguesa, sino sustituir el Estado destruido por otro. ¿Cuál es el nuevo Estado que nos espera? Una de dos: o un Estado socialista que imponga la revolución hasta ahora triunfante, o un Estado totalitario que logre la paz interna haciendo suyos los intereses de todos…
Tal vez, pensaba Anthony mientras los aplausos y los vítores a José Antonio, a la Falange y al general Primo de Rivera interrumpían reiteradamente la alocución, él se cambiaría ahora por mí; dejaría el estrado para estar en mi lugar, sentado al lado de Paquita, escuchando los despropósitos de un loco embriagado de retórica. ¿Qué pretende este tipo? ¿De veras cree en lo que dice, o lo hace para impresionarla? ¿Y ella? ¿Qué piensa? ¿Y por qué me ha hecho venir? ¿Para mostrarme la mejor faceta de José Antonio o la peor? ¿Y qué le importa mi veredicto?
– ¡No nos engañemos ni dejemos las cosas para otro día!-prosiguió José Antonio con creciente ardor-. Nuestro deber no es otro que ir a la guerra civil con todas sus consecuencias. ¡No hay término medio: España ha de ser roja o azul! Y estad seguros de que en esta disyuntiva, nuestro ímpetu acabará triunfando. Entonces veremos cuántos se apresuran a ponerse camisas azules. Pero las primeras, las de las horas difíciles, ésas tendrán olor a pólvora y rozaduras de plomo… ¡pero les brotarán de los hombros alas de imperio!
Ya no pudo decir nada más: todo el público se puso de nuevo en pie, levantó el brazo y entonó a voz en cuello el Cara al sol.
– Vámonos -dijo Paquita agarrando a Anthony del brazo.
– ¿Ahora?
– O nunca. Todos están levantados y en medio del aquelarre no notarán nada.
Paquita resultó estar en lo cierto: bajo el bosque de brazos alzados salieron por una puerta lateral al pasillo, llegaron al vestíbulo, se pusieron los abrigos y ganaron la calle sin que nadie saliera a su encuentro. Había anochecido y la calle estaba inusitadamente vacía, como si el tráfico hubiera sido cortado. Un viento frío arremolinaba las octavillas que siempre acompañan a los mítines. Al inglés todas las sombras se le antojaban enemigos emboscados.
– Esta tranquilidad me da mala espina -dijo-, busquemos un taxi y salgamos de aquí cuanto antes.
Del edificio recién abandonado llegaban amortiguadas las últimas estrofas del himno seguidas de gritos marciales. Andando por Bravo Murillo vieron venir en dirección contraria un grupo compacto formado por obreros de torva catadura y actitud hostil. Paquita se arrimó a su acompañante y apoyó la cabeza en el hombro del inglés. Éste entendió la maniobra y ambos continuaron su camino como dos tortolitos despistados. La marea humana los envolvió y casi sin rozarlos los dejó atrás. Cuando se vieron libres de peligro se separaron y apretaron el paso. En Cuatro Caminos un destacamento de Guardias de Asalto desviaba a los coches. Como no había ningún taxi a la vista, se metieron en la estación de Tetuán y fueron en metro hasta Ríos Rosas; allí salieron y cogieron un taxi. Anthony dio la dirección del palacete de la Castellana. Cuando el taxi estuvo en marcha, Paquita se arrellanó en el asiento, suspiró y dijo:
– Bueno, ya lo ha visto. Dígame sinceramente su opinión.
– ¿Sinceramente? Que su amigo de usted está como una regadera -respondió el inglés.
Paquita sonrió tristemente y guardó un instante de recogimiento antes de responder con voz débil:
– No seré yo quien le lleve la contraria. Y, a pesar de eso, sentimientos más fuertes que la razón me unen a él indisolublemente. Para bien o para mal, mi suerte y la suya van unidas. No tome mis palabras al pie de la letra: esta declaración no tiene efectos prácticos ni los tendrá. La fatalidad ha querido que nuestros destinos corran paralelos sin encontrarse nunca. Entrar en detalles sería penoso para mí y aburrido para usted. Por lo demás, el sentimiento no me ciega. Me doy perfecta cuenta de que la ideología de José Antonio es inconsistente, el partido no tiene programa ni base social, y su famosa elocuencia consiste en hablar con salero sin decir nada concreto. En cuanto a los demás, Ruiz de Alda es sólo un símbolo; Raimundo Fernández Cuesta es un notario sin capacidad política, y Rafael Sánchez Mazas es un intelectual, no un hombre de acción. Ninguno de ellos tiene la autoridad ni el sentido de la estrategia imprescindibles para dirigir un movimiento revolucionario. José Antonio posee estas cualidades, pero le repugna ejercerlas. Abandonaría si no fuera demasiado tarde: ya se ha vertido mucha sangre para dar marcha atrás. Y seguir adelante es una locura. Si por las circunstancias más peregrinas la Falange consiguiera el poder a que aspira, la suerte de José Antonio no cambiaría: en el mejor de los casos, lo utilizarían; en el peor, sus propios aliados acabarían con él.
Anthony, comprendiendo que si decía algo ella callaría, pero que si callaba ella ya no podría detener el flujo de las confidencias, guardó silencio, y Paquita añadió casi sin pausa:
– Se preguntará por qué le cuento estas cosas, por qué le he hecho asistir a ese acto, por qué confío en usted. En primer lugar, lo hago porque pronto le llegará el momento de tomar una decisión definitiva, y quiero que disponga de los elementos de juicio necesarios. En segundo lugar, porque le aprecio y le respeto y, aunque no tengo el menor reparo en utilizarlo, como ha podido comprobar, preferiría que no me tomara por una mujer manipuladora. En dos ocasiones le he dicho que estaba dispuesta a devolverle sus favores y nunca me retracto de la palabra dada.
El taxi frenó a la puerta del palacete y Anthony se alegró de no tener que responder de inmediato al impreciso ofrecimiento. Hizo un gesto vago y ella sacó bruscamente la mano del manguito y se la tendió.
– Buenas noches, Anthony -susurró-, y gracias por todo.
– De nada -repuso el inglés, y añadió con seriedad-: Por un momento creí que iba a sacar un revólver del manguito.
– No llevo ningún arma -dijo Paquita con una sonrisa- ni creo necesitarla con usted. No me haga cambiar de opinión.
Le estrechó la mano, abrió la portezuela y se apeó del taxi. Antes de que Anthony pudiera hacer lo mismo para despedirla en la acera, ella ya había cruzado la cancela y desaparecía en la penumbra del jardín. Anthony entendió que allí no tenía nada más que hacer, dio al taxista la dirección del hotel y dedicó el resto del trayecto a meditar las palabras de Paquita. Su experiencia personal hasta el momento le había llevado a considerar el fascismo español como un movimiento sólido y sin fisuras. Ahora esta imagen se venía abajo por los argumentos de alguien de cuya veracidad no cabía dudar. A pesar de la arrogancia y la megalomanía de sus portavoces, la Falange era un grupo pequeño y marginal, cohesionado por la labia de su fundador y por un estado permanente de peligro físico que impedía a sus miembros hacer balance frío de la situación. Y aunque todo aquello no le afectaba personalmente, la conclusión produjo un profundo decaimiento en el inglés.