Capítulo 14

Al salir de la Dirección General de Seguridad, Anthony Whitelands se sorprendió al encontrarse en un lugar conocido, alegre y abarrotado de ciudadanos que iban de un lado a otro como a la carrera, espoleados por el frío. El cielo encapotado había adquirido un reflejo metálico y en el aire quieto que precede a los fenómenos naturales intensos, parecían lejanos los sonidos habituales del bullicio urbano. De todo lo cual Anthony, todavía bajo los efectos de la entrevista recién mantenida, apenas si se enteraba. Sabía que se enfrentaba a un dilema moral, pero estaba tan aturdido que no atinaba siquiera a discernir cuál era. Mientras se abría paso entre la multitud se preguntaba por la razón de que le hubieran detenido de un modo tan caprichoso. Sin duda algo sabían de sus movimientos y de sus conexiones en Madrid, pero de lo hablado era imposible deducir cuánto. Probablemente muy poco, o no habrían usado tantos circunloquios. Tal vez no sabían nada concreto y sólo trataban de sondearle. O de asustarle. O de prevenirle, pero ¿de qué? Del peligro que llevaba aparejada la proximidad de José Antonio Primo de Rivera. De ser así, conocían sus contactos esporádicos en casa del duque. ¿Quién podía haberles informado? En cuanto a José Antonio, siempre había desconfiado de aquel misterioso individuo, si bien el trato directo le había producido muy buena impresión. Lo importante, de todos modos, no era su valoración personal, sino el papel que desempeñaba en el asunto. ¿Conocía José Antonio los planes del duque? ¿Estaba en connivencia con él? Su aparente interés por Paquita, ¿era real o sólo encubría intereses de otra naturaleza? Y, en última instancia, ¿qué pintaba en aquel enredo un inglés experto en pintura española? Preguntas sin respuesta que, sin embargo, modificaban su percepción de la realidad: no podía seguir actuando como si no supiera nada; antes de dar el paso siguiente tenía que esclarecer algunos puntos, saber con exactitud dónde se metía. El sentido común indicaba a las claras el curso de acción más razonable: dejarlo todo y regresar a Inglaterra sin tardanza. Pero eso suponía desperdiciar una oportunidad única e irrepetible en el terreno profesional. Por el momento nada indicaba que hubiera una relación directa entre las explicaciones y las insinuaciones de la policía y la venta de un cuadro, cuya posible ilegalidad, si la había, sería de tipo administrativo, sin connotaciones políticas o de otro orden. Por lo demás, la ilegalidad en nada afectaba a una persona cuya intervención se limitaba a certificar la autenticidad de una obra de arte. Lo que sucediera luego no era cosa suya, y cuanto más averiguara, mayor sería el grado de participación en algo que no le concernía. El no tenía constancia de que se fuera a cometer un delito. Era un extranjero en un país donde reinaba el caos y, por añadidura, le amparaba el secreto profesional. Lo mejor era no hacer averiguaciones.

Por otra parte, otros apremios más prosaicos reclamaban su atención: tenía que acudir sin más dilación a la cita con el duque y justificar el retraso para que no fuera interpretado como una deserción precisamente cuando el trato había llegado a un punto tan decisivo, pero antes tenía que afeitarse, lavarse y cambiarse de ropa. Para colmo, empezaban a caer los primeros copos de nieve, que al posarse en el asfalto dejaban puntos negros.

Apretó el paso hasta llegar al hotel. En el felpudo se restregó los zapatos cuidadosamente para no ser reprendido por el recepcionista, que al advertir su presencia había adoptado la expresión grave de quien acaba de presenciar cómo un agente de la autoridad se lleva detenido a un cliente del establecimiento. Con aire distraído pidió la llave y preguntó si alguien había preguntado por él durante su breve ausencia.

– Pues a ver-respondió secamente el recepcionista-. Si usted solo da más trabajo que todos los clientes juntos.

A poco de irse, un hombre había telefoneado al hotel para preguntar si el señor inglés se encontraba allí o si había salido. Al decirle el recepcionista que había salido, el hombre había querido saber cuándo y si había dicho adonde se dirigía. El recepcionista dijo no saber nada; no quería comprometer a un cliente y menos aún meterse en líos. De todos modos, el otro pareció contrariado o alarmado o ambas cosas a la vez. No quiso dejar dicho ni su nombre ni el número de teléfono al que se le podía llamar, como le había propuesto el recepcionista. A la media hora escasa, una niña muy mona trajo una carta. Al decir esto, el recepcionista frunció el ceño: no le gustaba que una niña fuera al hotel con cartitas para un parroquiano y menos haber de mediar en la correspondencia. A Anthony no se le ocurrió una explicación satisfactoria y guardó silencio. Sin desarrugar el ceño, el recepcionista le entregó la carta.

Una vez en la habitación, abrió el sobre y leyó en una hoja de bloc este escueto mensaje: «¿Dónde se ha metido? Por el amor de Dios, llame al 36126.»

Como la habitación no disponía de teléfono, volvió a bajar a la recepción y pidió usar el teléfono general del hotel. El recepcionista señaló el aparato que había sobre el mostrador. Anthony habría preferido algo menos ostensible, pero para no despertar sospechas aceptó el ofrecimiento y marcó el número. Al instante respondió Paquita. El inglés se identificó y ella dijo con voz queda, como si temiera ser oída:

– ¿Desde dónde llama?

– Estoy en la recepción de mi hotel.

– Nos tenía muy inquietos con su tardanza. ¿Ha ocurrido algo?

– Sí, señor. Le pondré al corriente en la próxima reunión -dijo Anthony con forzada naturalidad de comerciante en el ejercicio de su profesión.

Hubo un silencio y luego ella dijo:

– No venga a casa. ¿Conoce el Cristo de Medinaceli?

– Sí, es una talla sevillana del siglo XVII.

– Me refiero a la iglesia.

– Sé dónde está.

– Pues vaya allí sin perder un instante y siéntese en uno de los últimos bancos de la derecha. Yo me reuniré con usted en cuanto pueda.

– Deme media hora para asearme y cambiarme de ropa. Voy hecho un pordiosero.

– Mejor, así no llamará la atención. Y no pierda tiempo en chiquilladas -dijo la joven, que había recuperado su habitual desenvoltura.

Simulando no advertir la expresión torcida del recepcionista, colgó el teléfono, le dio las gracias, subió de nuevo a la habitación, se puso las prendas de abrigo, cogió el paraguas, volvió a bajar, dejó la llave en el mostrador y salió.

Por la calle Huertas llegó muy pronto al lugar de la cita. La nieve había seguido cayendo y empezaba a cuajar allí donde los pasos de los viandantes no lo impedían. Ante la fachada ostentosa y sin armonía se detuvo un instante a recobrar el aliento y la serenidad. El corazón le latía aceleradamente por la carrera, por el riesgo y por la inminencia del encuentro con la enigmática marquesa de Cornellá. Desde la acera opuesta contempló la nutrida cola de devotos que sin dejarse amilanar por las inclemencias del tiempo habían acudido a rezar y a pedir alguna gracia. En el doliente tropel se mezclaban todas las edades y todas las clases sociales. Anthony apreció el acierto de Paquita al citarlo allí, donde nada ni nadie llamaba la atención. Cruzó la calle e instintivamente fue a colocarse al final de la cola para aguardar su turno con paciencia, pero en seguida comprendió lo inadecuado de su cívica conducta y optó por colarse a través de una puerta lateral, confiando en que su aspecto de extranjero excusara la pequeña transgresión. Para hacerlo hubo de atravesar el atrio donde se apiñaban ciegos, tullidos y una florista arrebujada en una manta negra para protegerse del frío y la nieve. Los plañidos y súplicas de los pedigüeños formaban un disonante y afligido coro. El inglés salvó sin contratiempo estos obstáculos y con alivio se encontró en el interior. Miles de cirios encendidos reflejaban su vacilante luz en el colorido chillón de las paredes. El aire cargado de olor a sudor, humo, incienso y cera derretida vibraba con el rumor constante de las plegarias. No le costó encontrar asiento en uno de los bancos convenidos, porque la mayoría de los fieles sólo querían acercarse al altar a depositar exvotos o a susurrar más de cerca su deprecación a la venerada imagen. La afluencia traslucía la zozobra imperante en la ciudad.

Por su interés en el arte español de la época, Anthony había examinado la talla en varias ocasiones y siempre le había producido un disgusto rayano en la repugnancia. Sin restar mérito artístico a la escultura, la actitud del personaje, su ropaje suntuoso y sobre todo su caballera de pelo natural le conferían aires de tenorio y de embaucador. Quizás era eso, había pensado entonces, lo que infundía confianza al vulgo: la divinidad encarnada en un chulo barriobajero. En sus tiempos de estudiante en Cambridge, había oído decir a un experto en la materia que el catolicismo de la contrarreforma había sido una rebelión del cristianismo meridional de los sentidos contra el cristianismo cerebral que propugnaban los hombres del Norte. En España se había impuesto un cristianismo de vírgenes bellas, con los ojos negros y los labios rojos abiertos en expresión de carnal dramatismo. El Cristo de los creyentes era el Cristo de los evangelios: un hombre mediterráneo que vive comiendo, bebiendo, charlando con los amigos y relacionándose con las mujeres, y que muere padeciendo tormentos físicos; y cuyas ideas van del bien al mal, del placer al dolor y de la vida a la muerte, sin sombra de dudas metafísicas ni razonamientos ambiguos. Aquélla era una religión de colores y olores, ropas vistosas, romerías, aguardiente, flores y canciones. En su momento, a Anthony, descreído por carácter y convicción, positivista por educación y receloso del menor atisbo de misticismo o sortilegio, la explicación le había parecido satisfactoria pero irrelevante.

Absorto en estas reflexiones, el suave roce de una mano enguantada en el antebrazo le hizo dar un respingo: por un instante pensó que la policía volvía a detenerle. Pero no era la policía quien le tocaba sino una mujer de luto con el rostro cubierto por un espeso velo de encaje. Con la otra mano sostenía un rosario de cuentas de azabache. Antes de oír su voz, Anthony supo que era Paquita.

– Vaya susto me ha dado -susurró-. Así no hay quien la reconozca.

– De eso se trata -respondió Paquita con un deje de picardía en la voz-, y usted tiene los nervios a flor de piel.

– No es para menos -dijo el inglés.

– Arrodíllese y podremos juntar más las cabezas -dijo ella.

Encorvados en el reclinatorio, con la frente casi apoyada en el pasamano, parecían dos ánimas beatas desgranando avemarías con fervorosa unción. Sintiendo en el costado el contacto del cuerpo de la joven, Anthony refirió a la marquesa su reciente experiencia en la Dirección General de Seguridad. Paquita escuchaba en silencio, asintiendo sigilosamente con la cabeza gacha.

– He mentido a la policía sin un motivo concreto -dijo el inglés al término de su relato-; por una simple corazonada he infringido la ley. Dígame que no he actuado equivocadamente.

– No, ha obrado usted bien -repuso ella tras una pausa-, y yo se lo agradezco. Ahora -añadió con deliberada lentitud, como si le costara dar con las palabras adecuadas-, ahora he de pedirle un gran favor.

– Dígame de qué se trata, y si está en mi mano…

– Lo está. Pero exige de su parte un enorme sacrificio -dijo ella-. El objeto que le mostramos ayer…

– ¿El Velázquez?

– Sí, ese cuadro. ¿Está usted convencido de su autenticidad?

– Oh, por supuesto, debo proceder a un examen más detenido… pero yo pondría la mano en el fuego…

– ¿Y si yo le dijera que es falso? -interrumpió la joven.

El inglés ahogó con dificultad un grito.

– ¡Cómo! ¿Falso?-exclamó conteniendo la voz y el sobresalto-. ¿Acaso le consta?

Sin perder su dramatismo, en la respuesta de la joven tintineó de nuevo el deje burlón.

– No. Yo creo que es auténtico. Éste es precisamente el favor que le estoy pidiendo: que diga taxativamente que es falso.

Anthony se quedó sin habla. Ella recuperó la gravedad Y dijo:

– Comprendo su estupor y su resistencia. Ya le he dicho que se trata de un enorme sacrificio. No he perdido el juicio y razones muy poderosas avalan mi ruego. Como es natural, usted querrá conocer estas razones y yo misma se las expondré en su momento. Pero todavía no puedo. Deberá actuar fiado sólo de mi palabra. Por supuesto, no puedo obligarle, ni a esto ni a nada. Sólo hacerle una súplica y jurarle en presencia de Dios Todopoderoso, en cuya casa estamos, que mi agradecimiento no tendrá límites, ni lo tendrá mi voluntad de corresponder a su generosidad. Grabe esto en su mente, Anthony Whitelands, no hay nada que yo no esté dispuesta a hacer para resarcirle de su sacrificio. Ayer, en el jardín de casa, le dije que mi vida estaba en sus manos. Hoy lo reitero con renovada fe. No diga nada y escúcheme bien. Esto es lo que debe hacer: esta tarde vaya a mi casa y dígale a mi padre que esta mañana no pudo acudir a la cita por un motivo cualquiera. No le cuente en modo alguno lo que me acaba de contar a mí. No mencione la Dirección General de Seguridad y menos aún a José Antonio. Limítese a decirle que el Velázquez es falso y en consecuencia no vale nada. Sea convincente: mi padre es confiado pero no tonto. No recela de usted como persona ni como experto, y le creerá si actúa con aplomo. Y ahora, discúlpeme, pero he de irme. Nadie de mi familia sabe que he venido y no quiero que se note mi ausencia. Usted quédese unos minutos. Aquí hay mucha gente, alguien podría reconocerle y no deben vernos juntos. Si esta tarde coincidimos en mi casa, como seguramente ocurrirá, compórtese como si no nos hubiéramos visto desde ayer. Y recuerde: estoy en sus manos.

Se santiguó, besó la cruz del rosario, lo guardó en el bolso, se incorporó, y salió con paso lánguido, dejando a Anthony sumido en un mar de confusiones.


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