Al abrir los postigos vio un cielo cubierto y una lluvia fina que humedecía los tejados; de repente recordó el nombre de aquel fenómeno en español: calabobos, un nombre adecuado a su persona. La resaca producida por los excesos de la víspera no le impedía percibir con nitidez lo dramático de su situación. El malestar físico y la angustia le produjeron náuseas. Le habría sentado bien comer algo sólido y tomarse un café bien cargado, pero descartó la idea porque se había quedado sin un céntimo y, sin pasaporte, no podía acudir a un banco. No le quedaba otra salida que acudir a la Embajada británica en busca de auxilio, por más que le avergonzara presentarse ante un displicente funcionario como el más inocente de los turistas.
Cobijándose de la lluvia bajo los aleros echó a andar por la calle del Prado, mientras iba pensando en la mejor manera de darse a conocer en la Embajada, careciendo como carecía de documentación acreditativa de su identidad. Bastaría con dar su nombre si algún funcionario conocía sus escritos sobre pintura española del Siglo de Oro; en caso contrario, se vería obligado a recurrir a sus amistades en el Foreign Office, si bien esta eventualidad le producía cierta inquietud, porque su amigo en el Foreign Office era un antiguo condiscípulo de Cambridge, en la actualidad el marido de Catherine, con quien le había estado engañando los últimos años y de la que, si la carta de ruptura ya había llegado a sus manos, cabía esperar una reacción airada o tal vez la confesión de su aventura amorosa. En cualquiera de ambos casos, invocar la autoridad de su amigo no parecía una buena idea. Por otra parte, la estancia de Anthony Whitelands en Madrid obedecía a un propósito que requería la máxima discreción. El inglés se preguntaba si la índole del encargo no le imponía un estricto secreto profesional y, por consiguiente, le imposibilitaba dar a conocer su presencia al servicio exterior de su país. Pero, si no le amparaba la Embajada, ¿cómo resolver una situación que se le antojaba desesperada? La única alternativa era contarle lo ocurrido al duque de la Igualada y ponerse bajo su protección. Claro que esta medida suponía perder toda respetabilidad y todo crédito a los ojos del duque y de su familia. Un color se le iba y otro le venía sólo con imaginar la expresión de Paquita cuando tuviera noticia de sus andanzas. Todo se conjuraba en su contra, pensó.
Había llegado a Neptuno cuando arreció la lluvia. No sabiendo dónde refugiarse, ganó en dos zancadas la escalera del Museo del Prado y se dirigió a la taquilla. Dado lo temprano de la hora y la escasez de visitantes, la taquillera lo reconoció y, con una amabilidad que en medio de su desamparo le resultó conmovedora, le dejó pasar sin pedirle una credencial que también le había sido robada. Ya bajo techo, y todavía irresoluto sobre el camino a seguir, dejó que sus pasos le llevaran una vez más a la sala de Velázquez. Iba a ver Las hilanderas, pero al pasar por delante de Menipo se detuvo en seco, conminado por la mirada de aquel personaje, mitad filósofo, mitad granuja. Siempre le había parecido extraña la elección del asunto por parte de Velázquez. En 1640 Velázquez pintó dos retratos, Menipo y Esopo, destinados competir en el favor del rey con dos retratos muy parecidos de Pedro Pablo Rubens, a la sazón en Madrid. Rubens pintó a Demócrito y a Heráclito, dos filósofos griegos de fama universal. Por el contrario, Velázquez eligió dos personajes de escasa relevancia, uno de ellos casi desconocido. Esopo era un fabulista y Menipo un filósofo cínico del que nada seguro ha llegado hasta nosotros, salvo lo que cuentan Luciano de Samosata y Diógenes Laercio. Según éstos, Menipo nació esclavo y se afilió a la secta de los cínicos, ganó mucho dinero por métodos de dudosa rectitud y en Tebas perdió cuanto tenía. La leyenda refiere que ascendió al Olimpo y descendió al Hades y en los dos lugares encontró lo mismo: corrupción, engaño y vileza. Velázquez lo pinta como un hombre enjuto, entrado en años, pero todavía lleno de energía, vestido de harapos, sin hogar ni posesiones materiales y sin más recursos que su inteligencia y su serenidad frente a las adversidades. Esopo, su pareja pictórica, sostiene un grueso libro en la mano derecha, en el que sin duda están escritas sus célebres aunque humildes fábulas. A Menipo también le acompaña un libro, pero está en el suelo, abierto y con una página rasgada, como si todo cuanto se hubiese escrito careciera de interés. ¿Qué habría querido decir Velázquez al elegir este personaje evanescente, siempre en camino hacia ninguna meta, salvo el incesante y reiterado desengaño? En aquellos años Velázquez era justamente lo contrario: un joven artista en busca del reconocimiento artístico y, sobre todo, del encumbramiento social. Tal vez pintó a Menipo como advertencia, para recordarse a sí mismo que al final del camino hacia la cumbre no nos espera la gloria, sino el desencanto.
Inspirado por este pensamiento, el inglés salió precipitadamente de la sala y del museo, decidido a resolver los problemas del modo más práctico. La lluvia había cesado y el sol asomaba entre las nubes. Sin vacilar se encaminó a casa del duque de la Igualada. En la Cibeles se hizo a un lado para dejar pasar a un nutrido grupo de obreros con gorra y mandil que se dirigía a una manifestación o un mitin, a juzgar por las pancartas y banderas que algunos llevaban enrolladas. Gracias a su aventajada estatura, Anthony pudo ver estacionados en la Gran Vía a unos jóvenes con camisa azul que contemplaban la escena con aire de desafío. Los obreros les lanzaban miradas rencorosas. Recordando lo sucedido la noche anterior en la peña taurina, Anthony se propuso evitar todo enfrentamiento y regresar a Londres sin tardanza una vez resuelto el asunto que le retenía en Madrid. Al mismo tiempo, la sensación de violencia y peligro le producía una excitación del todo insólita en un hombre que siempre se había tenido a sí mismo por metódico, previsor y pusilánime. Al despedirse de él, Paquita le había dicho que en momentos de tanta incertidumbre, cuando el azar preside la vida y la muerte de las personas, éstas se comportan con peculiar arrebato. Ahora comprendía el sentido de estas palabras y se preguntaba si la hermosa y enigmática joven no las había pronunciado para incitarle a dejarse llevar por sus impulsos, sin parar mientes en las consecuencias inmediatas o futuras.
Llegó a la mansión y tocó a la puerta con renovada energía. Como en la ocasión anterior, el incongruente mayordomo le abrió la puerta, le hizo pasar al vestíbulo y fue a avisar al señor duque. Éste acudió de inmediato y saludó al inglés con el tono afectuoso y natural de quien recibe a un amigo al que acaba de ver hace muy poco.
– Esta vez no le haré perder el tiempo -dijo, y dirigiéndose al mayordomo agregó-: Julián, avise al señorito Guillermo. Estaremos en mi despacho. Quiero que mi hijo esté presente -aclaró dirigiéndose a Anthony-, y lamento que mi otro hijo no pueda intervenir también en la operación. Tengo una concepción tradicional del patrimonio. Nunca consideré que mis fincas y mis bienes fueran realmente míos, sino parte de una cadena sucesoria de la que cada generación es un eslabón y, como tal, depositaría de ese patrimonio, que debe conservar, incrementar en la medida de lo posible y, llegado el momento, transmitir a la generación siguiente. Cuando se piensa así, la riqueza se convierte en una obligación y las satisfacciones que proporciona vienen compensadas por un sentimiento de responsabilidad que les quita buena parte de su atractivo. No diré que envidio a los pobres; el hombre feliz, que según el cuento no tenía camisa, no habría sobrevivido al invierno de Madrid. Le digo esto para que se haga cargo de la angustia con que me dispongo a liquidar una parte importante de mi hacienda.
Mientras hablaban habían llegado al despacho del duque, dónde éste le había dado cuenta de sus infortunios en la anterior reunión. Ahora una docena de cuadros se alineaban en el suelo, apoyados contra la pared.
– Mi hijo no tardará -dijo el prócer.
El inglés comprendió que las mujeres de la familia no intervendrían en las decisiones que allí se tomaran, lo que le contrarió ligeramente, porque en su experiencia, las mujeres eran más realistas a la hora de valorar el arte, quizá porque una íntima falta de orgullo familiar les permitía aceptar la necesaria componenda entre el valor estético de una obra, su valor sentimental y su valor como mercancía.
La entrada brusca de Guillermo del Valle interrumpió sus reflexiones. Se saludaron con fría cortesía y las miradas de ambos convergieron en el amo de la casa.
– Procedamos cuanto antes -dijo éste en el tono falsamente animoso de quien se dispone a ser intervenido quirúrgicamente-. Como ve, amigo Whitelands, con miras a facilitar su peritación, hemos reunido en el despacho las piezas más adecuadas a nuestros fines, según mi leal saber y entender. Son cuadros de tamaño medio, de temas decorativos, la mayoría de ellos firmados y autenticados. Écheles un vistazo y denos una primera impresión, tenga la bondad.
Anthony Whitelands limpió las lentes de sus gafas con el pañuelo y se acercó a los cuadros. El duque y su heredero permanecían a prudencial distancia, sin hacer ruido, con una expectación mal disimulada que le impedía concentrarse en un examen objetivo de las obras. De ningún modo quería defraudar las esperanzas de aquella familia noble y atribulada, a la que ya se sentía vinculado por varias razones; pero una primera impresión le hizo comprender que no iba a poder ofrecerles nada mejor que buenas palabras. Aunque su juicio ya estaba formado, se detuvo un rato delante de cada cuadro para descartar la remota posibilidad de que fuera una falsificación, para evaluar la calidad de la obra y examinar el estado de conservación de la pintura, todo lo cual no hizo más que reafirmarle en su opinión. Finalmente decidió afrontar la realidad sin dilación, porque también a él le invadía un creciente desasosiego, no sólo por la imposibilidad de colmar las esperanzas depositadas en su peritación, sino porque la idea de haber hecho en balde un viaje erizado de inconveniencias y probablemente de peligros reales le producía una creciente irritación contra sí mismo: nunca debería haber escuchado a un charlatán de la calaña de Pedro Teacher.
Estos sentimientos debieron de traducirse en su expresión cuando se volvió a su anfitrión, porque antes de abrir la boca dijo éste:
– ¿Tan malos le parecen?
– Oh, no. De ningún modo. Los cuadros conforman una espléndida colección. Y cada cuadro posee méritos propios, no me cabe duda al respecto. Mis reservas… mis reservas son de otra índole. No soy especialista en pintura española del siglo XIX, pero lo poco que sé me lleva a pensar que tal vez ése no pueda ser considerado su período más brillante. Es injusto, claro está, nada resiste la comparación con Velázquez, con Goya… Pero así son las cosas: fuera de España nombres de valía como los Madrazo, Darío de Regoyos, Eugenio Lucas y otros muchos, quedan eclipsados por las grandes figuras del pasado. Tal vez Fortuny, Sorolla… y poca cosa más…
– Sí, sí, entiendo lo que dice, amigo Whitelands -interrumpió discretamente el duque-, y estoy de acuerdo en todo, pero aun así, ¿cree usted que estas obras encontrarían comprador en Inglaterra? Y, en caso afirmativo, ¿a cuánto podría ascender el producto de la venta? No le pido cifras exactas, claro, sólo un cálculo aproximado.
Anthony carraspeó antes de decir entre dientes:
– Sinceramente, excelencia, yo no lo sé y no creo que nadie esté capacitado para hacer esta estimación de antemano. Ignoro quién puede estar interesado en este tipo de pintura fuera de aquí. Lo único factible, en mi opinión, es poner las obras en manos de una casa de subastas, como Christie's o Sotheby's. Pero esto, dada la situación…
El duque de la Igualada hizo un gesto amplio y benévolo.
– No se esfuerce, amigo Whitelands. Agradezco su delicadeza, pero creo haber entendido lo que trata de decirme. No es así como conseguiremos reunir un capital -ante el silencio de su interlocutor suspiró, sonrió con tristeza y añadió-: No importa. Dios proveerá. Lamento, créame, haberle hecho perder su valioso tiempo para nada, aunque su trabajo se le retribuirá como es debido. Y le prevengo: no tomaré en consideración una negativa por su parte: la amistad nunca debe interferir en los compromisos adquiridos, máxime si son de índole económica. Ustedes los ingleses han hecho de esta norma un auténtico dogma y esto los ha colocado a la cabeza del mundo civilizado. Pero ya tendremos ocasión de filosofar más adelante. Dejemos de lado este desgraciado asunto y vayamos a ver si ya está dispuesto el aperitivo. Contamos con usted para compartir nuestra modesta comida, como es natural.
Anthony Whitelands no contaba con esta invitación y al oírla creyó ver el cielo abierto, no sólo porque le brindaba la oportunidad de volver a ver a la encantadora Paquita, sino porque no había comido nada en todo el día y estaba a punto de desfallecer. Antes de aceptar, sin embargo, advirtió un gesto de contrariedad en el rostro de Guillermo del Valle. Era evidente que el joven heredero se sentía humillado por el juicio despreciativo de un extranjero sobre lo que él consideraba no sólo su legítimo patrimonio, sino el símbolo de la dignidad de su apellido.
– Papá -le oyó murmurar-, te recuerdo que hoy tenemos un invitado.
El duque miró a su hijo con reprobación y ternura y dijo:
– Ya lo sé, Guillermo, ya lo sé.
Se creyó en la obligación de intervenir el inglés a su pesar.
– En modo alguno quisiera…, precisamente tengo un compromiso…
– No mienta, señor Whitelands -repuso el duque-, y si miente, no mienta tan mal. Y tampoco haga caso a mi hijo. Todavía soy yo quien decide los comensales que se sientan a mi mesa. Ciertamente hoy tenemos un invitado, pero es persona de confianza, un buen amigo de la familia. Por lo demás, estoy convencido de que a él le agradará conocerle a usted, y a usted le resultará instructivo conocerle a él. Y no se hable más.
Tiró del cordón y a la entrada del mayordomo dijo:
– Julián, el señor se queda a comer. Y haga que, con el máximo cuidado, vuelvan a colocar los cuadros en su sitio.
Bien pensado, será mejor que yo supervise la operación. Guillermo, atiende a nuestro amigo.
Al salir el duque del gabinete se produjo un silencio tenso. Para salvar la situación, Anthony decidió abordar el tema sin rodeos.
– Lamento haberle decepcionado -dijo.
El joven Guillermo le dirigió una mirada hostil.
– En efecto -respondió-, me ha decepcionado, pero no por lo que usted cree. Yo nunca he tenido la intención de abandonar el país. Al contrario: éste es el momento de permanecer en nuestros puestos y empuñar las armas. No podemos dejar España en manos de los canallas. Pero me habría gustado ver a salvo a mi madre y a mis hermanas. Quizá también a mi padre: es un anciano y, a pesar suyo, una rémora. Ahora mi familia se convierte en un doble motivo de preocupación. Por ellos y porque cuando llegue el momento, tratarán de retenerme. Me consideran un niño, cuando ya tengo dieciocho años. Ahora, si me quedo, todo el mundo pensará que no es por decisión propia, sino por falta de medios, y esto me mortifica. Usted no lo entiende, porque no es español.
Después de decir esto se quedó aliviado, como si se hubiera quitado un peso de encima.