DOMINGO

10 de Septiembre

Es domingo por la tarde. Rebecka Martinsson está sentada en el suelo de la habitación en la casa de su abuela de Kurravaara, delante de la estufa de leña con una manta en los hombros y abrazándose las rodillas. De vez en cuando se estira para coger un trozo de leña de la caja de madera de la Empresa Azucarera Sueca. Tiene la mirada fija en el fuego y siente el cansancio en los músculos de su cuerpo. Durante el día de hoy ha sacado alfombras, mantas, edredones, colchones y almohadas para sacudirles el polvo y luego los ha dejado tendidos al aire libre. Ha fregado el suelo con lejía y ha limpiado las ventanas, ha lavado toda la loza y ha hecho un repaso a los armarios de la cocina. La planta de abajo la limpiará en otro momento pero ha dejado todas las ventanas abiertas de par en par para airear la casa entera. Ahora tiene encendido tanto el fuego de la cocina como la estufa de la habitación para eliminar los últimos resquicios de humedad. Con esto ha consagrado de sobra el día del Señor y ha podido descansar la cabeza. Ahora la mente reposa ante el fuego de un modo ancestral.


El inspector de policía Sven-Erik Stålnacke está sentado en la sala de estar con la tele encendida pero sin sonido, por si de pronto aparece un gato maullando fuera. No le importa, esta película ya la ha visto. Sale Tom Hanks, que se enamora de una sirena.

Desde que el gato se fue, la casa está vacía. Sven-Erik ha recorrido todas las cunetas posibles llamándolo suavemente por su nombre y está muy cansado. No por las caminatas, sino por haber agudizado tanto el oído y por insistir tanto, aun a sabiendas de que no valía la pena.

Y el pastor desaparecido sigue sin dar señales de vida. El sábado ya se había filtrado la noticia a los dos periódicos de la tarde y ambos dedicaban las páginas centrales a la desaparición. Había algún comentario del equipo de la Criminal de la Policía Nacional, pero ni una palabra de la psiquiatra que les había ayudado a elaborar un posible perfil. Uno de los periódicos había dado con un antiguo caso de los setenta en el que un loco de Florida asesinó a dos predicadores. A su vez, el homicida acabó asesinado por otro preso mientras limpiaba los lavabos, pero durante su estancia en la cárcel había presumido de haber cometido más crímenes por los que no había sido condenado. Gran imagen de Stefan Wikström con las palabras «pastor», «padre de cuatro hijos» y «esposa desesperada» a pie de foto. Por fortuna no decían nada de una posible malversación de fondos. Sven-Erik también observó que en ningún momento se mencionaba que Stefan Wikström estuviera en contra de las mujeres pastoras.

Evidentemente, no había recursos para vigilar a curas y pastores en general pero el ánimo de los compañeros decayó cuando leyeron en uno de los periódicos: «La policía: ¡No podemos protegerlos!» El diario sensacionalista Expressen daba consejos para quien se sintiera amenazado: «Busca compañía, rompe con tus hábitos, vuelve a casa por otro camino, cierra la puerta con llave, no aparques al lado de una furgoneta.»

Se trataba de un loco, por supuesto. Uno de esos que continuaría hasta que tuviese mala suerte.

Sven-Erik pensó en Manne. En cierto modo, las desapariciones eran peor que la muerte porque no se podía guardar luto por ellas, tenías que limitarte a sufrir la in-certidumbre. La cabeza se convertía en un pozo de escombros lleno de suposiciones atroces sobre lo que podía haber ocurrido.

Por Dios, Manne no dejaba de ser un gato. ¿Y si se hubiera tratado de su hija? Esa idea era demasiado grave como para sentirla de verdad.


El párroco Bertil Stensson está sentado en el sofá del salón con una copa de coñac en el alféizar que hay detrás de su cabeza. El brazo derecho descansa sobre el respaldo por detrás de la nuca de su mujer y con la mano izquierda le acaricia el pecho. Ella no aparta los ojos de la tele, donde están dando una vieja película de Tom Hanks, pero las comisuras de la boca se elevan en señal de aprobación. Bertil acaricia un pecho y, una cicatriz. Recuerda el nerviosismo de su esposa cuatro años antes cuando se lo extirparon. «Me gustaría ser atractiva a pesar de haber cumplido los sesenta», decía. Pero Bertil ha llegado a amar esa cicatriz más que al pecho que la precedía, como un recuerdo de que la vida es corta. Uno no se da cuenta de que el tiempo pasa tan deprisa y aquella cicatriz le otorga a las cosas sus proporciones pertinentes, le ayuda a mantener el equilibrio entre el trabajo y el tiempo libre, entre el deber y el amor. A veces ha pensado que le gustaría hacer sermones sobre la cicatriz pero, obviamente, no puede ser. Además tendría una inexplicable sensación de pasarse de la raya. Si gastaba aire y palabras en ella, perdería la fuerza que tenía en su vida. Es la cicatriz la que le hace el sermón a Bertil. Él no tiene ningún derecho a ser dueño de ese sermón y compartirlo con otros.

Era Mildred con quien hablaba cuatro años atrás, no con Stefan. Tampoco con el obispo, aunque fueran amigos desde hacía mucho tiempo. Quiere recordar que estaba llorando, que Mildred sabía escuchar, que sentía que podía confiar en ella.

Mildred lo volvió loco, pero ahora, sentado con la cicatriz de su esposa bajo el dedo índice, no es capaz de decir qué era lo que tanto lo provocaba. Qué más daba que fuera una rojilla y que no estuviera demasiado de acuerdo con algunas actividades que realizaba la parroquia.

Lo descalificaba como jefe y eso le molestaba. Nunca pedía permiso, nunca pedía consejo. Tenía serias dificultades para seguir el rebaño.

Casi da un respingo por la elección de sus propias palabras, «seguir el rebaño». Él no es esa clase de jefe, más bien se jacta de darles libertad y responsabilidad a sus empleados. Pero aun así, es el jefe.

A veces tuvo que hacérselo ver a Mildred, como en aquel funeral. Había un hombre que había dejado la iglesia, pero iba a las misas de Mildred los años previos a la enfermedad. Al final murió habiendo comunicado que quería que Mildred oficiara los funerales y ella hizo una ceremonia civil. Sin duda, Bertil podría haber pasado por alto aquella pequeña infracción, pero la denunció al sínodo diocesano y Mildred tuvo que ir a hablar con el obispo. En aquel momento a Bertil le había parecido lo más correcto. ¿Para qué tener normas si no se cumplían?

Cuando Mildred regresó al trabajo actuó con total normalidad y sin hacer referencia alguna a la conversación con el obispo, lo cual infundía a Bertil una tímida sensación de que quizá el obispo se había puesto de parte de la pastora, que le había terminado diciendo algo como que se había sentido obligado a hablar con ella y hacerle una observación porque Bertil le había insistido. Que en silencio hubieran considerado de acuerdo mutuo que Bertil se ofendía a las primeras de cambio, que temía por su liderazgo e incluso que quizá tenía un poco de envidia porque no le habían pedido a él que oficiara aquella misa.

No es habitual que la gente se ponga en serio a auto-valorarse, pero ante la cicatriz Bertil se siente como si se estuviera confesando.

Era cierto. Sí que había tenido envidia y había sentido cierta rabia por todo ese amor sin matices que recibía de tanta gente.

– La echo de menos -le dice Bertil a su esposa.

La echa de menos y llorará su pérdida durante mucho tiempo.

Su esposa no le pregunta de quién está hablando. Abandona la película y baja el volumen.

– Fui de muy poco apoyo el tiempo que estuvo trabajando aquí -continúa.

– En absoluto -discrepa su mujer-. Le diste libertad para que trabajara a su manera. Lograste mantenerla a ella y a Stefan dentro de la congregación al mismo tiempo y eso es toda una hazaña.

Los pastores peleones.

Bertil niega con la cabeza.

– Pues dale apoyo ahora -dice su mujer-. Ha dejado mucho a sus espaldas. Antes se podía ocupar sola de todo, pero a lo mejor ahora necesita tu ayuda más que nunca.

– ¿Cómo? -se ríe-. La mayoría de las mujeres del grupo Magdalena me ven como el enemigo.

Su esposa le sonríe.

– Pues quizá te toque apoyar y respaldar sin recibir amor a cambio, ni siquiera las gracias. El amor ya te lo doy yo, si quieres.

– Quizá deberíamos ir a la cama -propone el párroco.

«La loba», piensa cuando se sienta a hacer pis. Así lo habría querido Mildred, que destinara el dinero de la fundación a costear su vigilancia durante el invierno.

En cuanto se le ocurre la idea, el cuarto de baño parece electrificarse. Su mujer ya está en la cama y lo llama.

– Voy enseguida -responde Bertil sin atreverse a alzar demasiado la voz. La presencia es tan evidente y al mismo tiempo tan efímera.

«¿Qué quieres?», pregunta y Mildred se le acerca.

Típico de ella, justo ahora que está en el baño con los pantalones bajados.

«Me paso el día en la iglesia -dice-. Me podrías haber ido a ver allí.»

Y en ese instante lo entiende. El dinero de la fundación no alcanza, pero si vuelven a negociar el arriendo de caza… O si la asociación de cazadores lo empieza a pagar a precio de mercado o buscan a otro arrendatario y que el dinero vaya todo a la fundación.

Puede sentir la sonrisa de Mildred, que sabe lo que le está pidiendo. Todos los hombres se le tirarán encima, habrá broncas y saldrá en la prensa.

Pero ella sabe que lo puede hacer porque puede convencer al consejo parroquial.

«Lo haré -le dice Bertil-. No porque me parezca lo correcto. Lo hago por ti.»


Lisa Stöckel ha encendido una hoguera en el jardín de su casa. Los perros están dentro durmiendo en sus camas.

«Demonio de gángsteres», piensa con amor. Ahora tiene cuatro. Lo máximo que ha tenido son cinco.

Está Bruno, un macho vorsteh marrón al que todos se refieren con el apodo de el Alemán por su estilo comedido y su sobriedad un tanto militar. Cuando Lisa saca la mochila y los perros entienden que van a salir de excursión, suele armarse un alboroto tremendo en el recibidor. Empiezan a dar vueltas como una peonza ladrando, bailando, gimoteando y dando alaridos de alegría. Le dan unos empujones que casi la tiran al suelo, pisotean la bolsa y la miran con ojos como diciendo: «¿Podemos ir contigo? Seguro que sí. No te largarás sin nosotros, ¿verdad?»

Todos excepto el Alemán. Él se queda quieto como una estatua, aparentemente indiferente, pero si te agachas y miras con atención se le puede ver una ligera tiritona bajo la piel. Un temblor casi imperceptible de emoción contenida y si al final le resulta demasiado, si necesita una fuga de escape para sus emociones para no explotar, acaba dando unos golpecitos en el suelo con la pata, dos veces. Ésa es la señal de que está a tope.

Después está Majken, claro, su vieja labrador. Pero con ella ya no hace gran cosa. El pelo del hocico se le ha puesto gris y está cansada. Majken adora a los cachorros y los ha criado a todos. Los nuevos miembros de la manada han dormido junto a su vientre y ella les ha hecho de nueva madre. Y si no había ningún cachorrito al que cuidar, tenía preñez psicológica. Hasta hacía tan sólo dos años Lisa podía llegar a casa y encontrarse la cama totalmente deshecha. Entre las mantas y las almohadas solía aparecer Majken con sus cachorros imaginarios: una pelota de tenis, un zapato o, como una vez que la perra tuvo suerte, un peluche que había encontrado en el bosque.

Luego estaba Karelin, la gran perra cruce entre pastor alemán y terranova. Lisa la adoptó cuando tenía tres años, después de que el veterinario de Kiruna la llamara para preguntarle si la quería. La iban a sacrificar, pero el dueño le había dicho que prefería que le encontrasen un nuevo hogar. No podían tenerla en la ciudad. «Y yo me lo creo -le dijo el veterinario a Lisa-. Tendrías que haber visto cómo arrastraba la perra al amo.»

Y también Spy-Morris, un springer spaniel noruego y suyo tras el campeonato de perros de caza. Aquí fuera, con los otros bandidos y con Lisa que ni siquiera caza, su talento se echó a perder. Le gusta sentarse al lado de su ama para que le acaricie el pecho y suele ponerle la patita en la rodilla para que se acuerde de que existe. Un caballero amable y dulce con pelo de seda y rizado en las orejas como una doncella. Se marea mucho cuando va en coche.

Pero ahora están los cuatro dentro de casa mientras Lisa echa de todo en el fuego. Colchones y viejas mantas para los perros, libros y algunos muebles. Papeles, más papeles, cartas, fotos de antaño. La hoguera acaba creciendo. Lisa pierde la mirada entre las llamas.

Al final se hizo tan pesado amar a Mildred, ocultarse, no decir nada. Discutían. Montaban escenas al más puro estilo de Norén.


Se están peleando en la cocina de Lisa. Mildred cierra las ventanas.

«Eso es lo más importante -piensa Lisa-. Que nadie nos oiga.»

Lisa empieza a sacar todo lo que tiene dentro. Está harta de que las palabras sean siempre las mismas. Que si Mildred no la quiere, que si está cansada de ser su pasatiempo, de tanta hipocresía.

Lisa está de pie en medio de la cocina con ganas de empezar a tirar cosas. La desesperación le hace gritar y moverse de manera ampulosa. Nunca se había puesto así.

Y Mildred se agacha en el sofá con Spy-Morris al lado, que también permanece agachado. Mildred lo acaricia como quien consuela a un niño pequeño.

– Y ¿la congregación, qué? -pregunta-. ¿Y el grupo Magdalena? Si hiciéramos pública nuestra relación, se acabaría todo. Sería la prueba final de que no soy más que una loca que odia a los hombres. No puedo poner a prueba la paciencia de la gente por encima de sus límites.

– Así que prefieres sacrificarme a mí.

– No, ¿por qué tengo que sacrificar nada? Soy feliz. Te quiero, te lo puedo decir mil veces pero siempre estás como pidiendo pruebas que te lo demuestren.

– No se trata de pruebas, se trata de poder respirar. El amor verdadero se quiere dejar ver, pero ahí está el problema. Tú no quieres. No me amas. El grupo Magdalena no es más que tu puta excusa para marcar la distancia. A lo mejor a Erik le parece bien, pero a mí no. Búscate a otra amante, seguro que hay muchas que están dispuestas.

Mildred empieza a llorar. La boca intenta no doblegarse. Esconde la cara contra el perro y se seca las lágrimas con el reverso de la mano.

Lisa ha querido llevarla hasta allí. Le habría gustado pegarle, quería ver sus lágrimas y su dolor, pero aún no está satisfecha. Su propio dolor sigue hambriento.

– Deja de lloriquear -le dice con dureza-. No significa nada para mí.

– Ya pararé -promete Mildred como si fuera una niña. Tiene la voz quebrada y sigue secándose las lágrimas.

Y Lisa, que siempre se ha reprochado a sí misma su incapacidad de amar, la juzga:

– Te das pena a ti misma, eso es todo. Creo que hay algo mal en ti, te falta algo ahí dentro. Dices que amas, pero ¿quién puede abrir a otra persona y ver lo que eso significa? Yo lo podría abandonar todo, aguantarlo todo. Quiero casarme contigo. Pero tú… tú no puedes sentir amor. No puedes sentir dolor.

En ese momento Mildred levanta la mirada y observa una vela encendida en un candelabro de latón que hay en la mesa de la cocina. Pasa la mano por encima y la llama le empieza a quemar la carne de la palma.

– No sé cómo demostrar que te quiero -dice-. Pero te voy a demostrar que sí siento el dolor.

Cierra la boca en una mueca de sufrimiento. Los ojos le lloran. Un olor execrable llena la cocina.

Al final, después de lo que a Mildred le ha parecido una eternidad, Lisa le agarra la muñeca, le aparta la mano de la vela y ve con horror la quemadura chamuscada y carnosa que se ha provocado.

– Tienes que ir al hospital -dice.

Pero Mildred niega con la cabeza.

– No me dejes -le ruega.

Ahora Lisa también llora. Acompaña a Mildred hasta el coche, le pone el cinturón como si fuera una niña que no sabe hacerlo sola y vuelve a la cocina a buscar un paquete de espinacas congeladas.

Pasan semanas hasta que vuelven a discutir. A veces Mildred expone la parte interior de la mano vendada para que Lisa la vea, como por casualidad, para pasarse el pelo por detrás de la oreja o algo por el estilo. Es una muestra secreta de amor.


Ya ha oscurecido. Lisa deja de pensar en Mildred y se va al gallinero, donde las gallinas duermen sobre los palos, acurrucadas unas contra otras. Las saca de una en una. Levanta a la gallina del palo y la lleva hasta el final del jardín. La sujeta contra su cuerpo y el animal se siente seguro, sólo cloquea un poco, quedamente. Allí hay un tocón que servirá de tajo.

Rápidamente la agarra por las patas y la voltea contra el tocón para darle un golpe ensordecedor. Después coge el hacha justo por donde el mango entra en el cabezal de hierro, da un solo golpe, seco, lo bastante fuerte, justo en el blanco. Sujeta las patas mientras la gallina aletea las últimas veces y cierra los ojos para que no se le metan plumas ni porquería. En total son diez gallinas y un gallo. No los entierra porque los perros los desenterrarían de inmediato, así que los acaba tirando al contenedor de la basura.


Lars-Gunnar Vinsa vuelve al pueblo en la oscuridad de la noche con Nalle durmiendo en el asiento de al lado. Han pasado el día en el bosque de arándanos rojos. Los pensamientos le llenan la cabeza, vuelan por ella mezclándose con viejos recuerdos.

De pronto ve a Eva, la madre de Nalle, delante de él. Acaba de volver del trabajo después del turno de noche y fuera está todo oscuro, pero Eva no ha encendido las lámparas. Permanece inmóvil en las sombras pegada a la pared del recibidor.

Es un comportamiento tan extraño que Lars-Gunnar se ve obligado a preguntar:

– ¿Cómo estás?

Y ella responde:

– Aquí me muero, Lars-Gunnar. Lo siento, pero aquí me muero.

¿Qué debería haber hecho? Como si él no estuviera también muerto de cansancio. En el trabajo se pasaba las horas solucionando todo tipo de miserias día sí, día también, y volvía a casa para ocuparse de Nalle. Aun hoy no sabe a qué dedicaba ella los días. Las camas nunca estaban hechas y rarísima vez preparaba la cena. Una noche Lars-Gunnar se fue a dormir y le pidió que subiera con él, pero ella no quiso. A la mañana siguiente se había marchado. Sólo cogió el bolso. Ni siquiera le dejó una mísera carta. Lars-Gunnar tuvo que eliminar sus huellas de la casa, empaquetó sus trastos en cajas de cartón y las subió al desván.

A los seis meses lo llamó. Quería hablar con Nalle, pero él le dijo que no podía ser. Lo único que hubiera conseguido habría sido alterarlo. Le explicó que al principio Nalle la había estado buscando, había preguntado por ella y llorado su ausencia, pero ahora ya estaba mejor. Le contó cómo estaba el chico y le mandó dibujos por correo. Lars-Gunnar podía ver en la cara de la gente del pueblo que pensaban que era demasiado bueno, demasiado indulgente. Pero es que no le deseaba nada malo a Eva. ¿De qué serviría?

Y las señoras de los servicios sociales no paraban de insistir en que Nalle tenía que ir a vivir a una comunidad.

– Podría pasar algunas temporadas, así te descargas un poco.

Lars-Gunnar fue a ver una de aquellas dichosas comunidades, pero en cuanto uno cruzaba la puerta se deprimía. Por todo. Por aquella fealdad, por las señales de «institución» y «almacén para tarados, retrasados y lisiados» que manaban de cada trasto que había, por los objetos de decoración que habían hecho los internos, figuras de yeso y tablillas con perlas de plástico y cuadros horribles en marcos baratos. Y por el parloteo del personal y sus batas de algodón a rayas. Recuerda a una de ellas que no debía de medir más de metro cincuenta. Al verla pensó:

«¿Eres tú la que intercede si hay pelea?»

Nalle era grande, sin duda, pero no sabía defenderse.

– Jamás -les dijo Lars-Gunnar a las señoras de los servicios sociales.

Pero insistieron.

– Necesitas descansar un poco -le decían-. Tienes que pensar en ti mismo.

– No -respondía él-. ¿Por qué? ¿Por qué tengo que pensar en mí mismo? Yo pienso en mi hijo. Su madre pensaba en sí misma, así que decidme qué es lo bueno que hemos sacado de eso.


Ya están en casa. Lars-Gunnar aminora la marcha a medida que se acerca a la explanada de entrada. Echa un vistazo por el jardín aprovechando la claridad que ofrece la luna. En el maletero tiene la escopeta de caza. Está cargada. Si hay un coche patrulla en la explanada, pasará de largo; y si lo descubren, aún tendrá un minuto de tiempo antes de que arranquen el coche y salgan a la calzada. Bueno, mínimo treinta segundos. De sobra.

Pero en la explanada no hay nadie. En el resplandor de la luna se ve un búho haciendo un vuelo de reconocimiento a lo largo de la orilla. Lars-Gunnar aparca el coche e inclina su asiento hacia atrás todo lo que puede. No quiere despertar a Nalle, Seguro que se despierta en pocas horas y entonces ya entrarán en casa. Prefiere descansar un rato él también.


PATAS DORADAS

Patas Doradas abandona al trote su territorio. No se puede quedar en el límite del dominio de otra manada. Ni siquiera puede pasar por allí. Es extraordinariamente peligroso. Es una zona bien señalizada. Las marcas de olor recién hechas son como alambre de espinos entre los troncos de los árboles. A través de la hierba que aparece por debajo de la nieve hay un muro de olores. Han salpicado y han removido el suelo con las patas de atrás. Pero ella tiene que pasar, tiene que dirigirse hacia el norte.

La primera etapa del día va bien. Corre con el estómago vacío. Orina muy agachada, apretándose contra el suelo para que el olor no se extienda. Igual lo supera. Tiene el viento por detrás y eso es bueno.

A la mañana siguiente la detectan. A dos kilómetros detrás de ella hay cinco lobos hurgando en las huellas que ha dejado a su paso. Empieza la persecución. Se turnan para ir en cabeza y al cabo de poco rato establecen contacto visual.

Patas Doradas siente su aire. Ha cruzado un río y cuando se gira los ve al otro lado, apenas a un kilómetro corriente abajo.

Echa a galopar para salvar la vida. A los intrusos los matan inmediatamente. Lleva la boca abierta y la lengua, colgando, le va de un lado a otro. Sus largas patas la llevan a través de la nieve pero el camino que toma no está aplastado.

Las patas encuentran unas huellas de scooter que van en dirección correcta. Los lobos acortan distancia, pero no demasiado rápido.

De pronto, cuando apenas sólo quedan trescientos metros hasta ella, se paran. La han perseguido hasta fuera de su territorio y un poco más.

Se ha salvado.

Un kilómetro más y después se tumba. Come algo de nieve.

El hambre le roe el estómago como si fuera un campañol.


Continúa el viaje hacia el norte. Después, donde el mar Blanco separa la península de Cola de Carelia, tuerce hacia el noroeste.

El principio de la primavera es su séquito y se hace pesado correr.

Bosque. De cien años o más. Los árboles de hoja perenne a medio camino hasta el cielo, árboles desnudos y ásperos casi hasta arriba del todo y allí en la copa sus crujientes brazos forman un techo balanceante y verde. El sol apenas puede pasar a través de ellos y no tiene capacidad aún para deshacer la nieve. Sólo se ven unas manchas de luz y el goteo de la nieve que se deshace en la copa de los árboles. Es un goteo tintineante, un cascabeleo. Todo huele a primavera y a verano. Ahora se pueden hacer más cosas que simplemente sobrevivir. El ruido de los grandes pájaros del bosque, el zorro que abandona su madriguera más a menudo, los campañoles y los ratones que corren sobre la corteza que se ha formado por la noche. Y el repentino silencio cuando todo el bosque se queda quieto, desprende sus olores y se queda escuchando a la loba cuando pasa. Sólo el pico-negro continúa con su obstinado picoteo en un tronco. El goteo tampoco se para. La primavera no le tiene miedo al lobo.


Una larga ciénaga. El final del invierno es una corriente de agua debajo de un manto de nieve medio deshecha que al mínimo contacto se convierte en un charco de agua gris. Las patas se le hunden a cada paso. La loba puede continuar avanzando de noche gracias al aguante de la capa dura de nieve. Acampa de día en una hondonada o debajo de un abeto, siempre alerta, aun durmiendo.


La caza es diferente sin la manada. Coge liebres y otras presas menores, pero no es gran cosa para un lobo que camina todo el día.

La relación con los otros animales también es distinta. A los zorros y a los cuervos les gusta estar con la manada de lobos. El zorro come los restos de la manada. El lobo se mete en la madriguera del zorro y la hace suya. El cuervo limpia la mesa del lobo. El cuervo grita desde los árboles: «¡Aquí está el botín! ¡Aquí hay un ciervo en celo! ¡Está ocupado restregando los cuernos contra el tronco! ¡Cógelo, cógelo!» Un cuervo aburrido puede caer con un ruido sordo delante de un lobo dormido, picarle en la cabeza y apartarse hacia atrás dando saltitos. El lobo se percata de las formas ridículas y torpes del volador, ataca y el pájaro emprende el vuelo en el último segundo. Así se entretienen el uno al otro un buen rato, el negro y el gris.

Pero un lobo solitario no es un compañero de juegos. No desprecia bocado alguno, no le apetece jugar con pájaros y no comparte nada voluntariamente.

Una mañana sorprende a una zorra junto a la madriguera. En una ladera hay cavados varios agujeros, uno de los cuales está escondido debajo de una raíz que sale hacia afuera. Sólo las huellas y un poco de tierra descubren su situación. Por allí aparece la zorra. La loba ha notado el fuerte olor y ha desviado ligeramente su camino. Tiene el viento en contra en la parte inferior de la ladera y ve a la zorra asomar la cabeza y su delgado cuerpo. La loba se para, se queda como congelada allí donde está. La zorra tiene que salir un poco más pero en cuanto vuelva la cabeza hacia allí la descubrirá.

Da un salto como si fuera un felino y se oye un estrépito a través de los matojos y las ramas de la madera joven de un pino. Agarra a la zorra por la espalda, le rompe la columna. Se la come avariciosa, manteniendo el cuerpo aplastado contra el suelo con una pata mientras desgarra lo poco que ya queda.

Inmediatamente aparecen dos cornejas y cooperan entre sí para conseguir parte del botín. Una pone en juego su vida peligrosamente cerca para hacer que la persiga de manera que la compañera pueda robar un trozo a toda prisa. Intenta morderlas cuando vuelan por encima de su cabeza pero la pata no abandona el cuerpo de la zorra. Lo engulle todo, trota luego entre los diferentes hoyos y olfatea. Si la zorra ha tenido cachorros y no están demasiado lejos, los podría sacar, pero allí no hay nada.

Vuelve a su camino. Las patas de la loba solitaria se alejan sin parar.

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