VIERNES

8 de Septiembre

El inspector de policía, Sven-Erik Stålnacke, se despertó a las cuatro y media de la madrugada.

«Puto gato», fue lo primero que pensó.

Normalmente, Manne, el gato, lo despertaba a esta hora. Se concentraba unos instantes y pegaba un salto desde el suelo hasta la cama, aterrizando siempre en el vientre de Sven-Erik y con una contundencia sorprendente. Si Sven-Erik se limitaba a soltar un gruñido y a girarse de lado, Manne solía pasearse por su costado de arriba abajo como un alpinista en la cresta de una montaña. De vez en cuando maullaba con fuerza, lo cual quería decir o bien que quería comida o bien que quería salir afuera, casi siempre ambas cosas. De inmediato.

A veces Sven-Erik se negaba a salir de la cama, murmuraba algo así como «es plena noche, gato cabrón» y se escondía debajo del edredón. Entonces, los paseos por el cuerpo del amo pasaban a hacerse con las uñas cada vez más salidas, hasta que Manne se las clavaba directamente en el cuero cabelludo.

Tirar el gato al suelo o sacarlo del dormitorio y cerrar la puerta no solía ayudar demasiado, porque entonces Manne se ensañaba impetuosamente con los muebles más blandos y con las cortinas.

– Ese puto gato sabe latín -solía decir Sven-Erik-. Sabe que así lo sacaré fuera y eso era lo que quería desde el principio.

Era un hombre que infundía bastante respeto. Tenía unos antebrazos fuertes y las manos anchas. Algo en la cara y en la constitución transmitía sus años de tratar con desgracias humanas y buscabroncas en pleno viaje. Y consideraba que era divertido verse vencido por un gato.

Pero aquella madrugada Manne no fue a incordiarlo y aun así se despertó. Por la costumbre. Quizá por añoranza hacia aquel joven caballero a rayas que constantemente lo aterrorizaba con sus deseos y caprichos.

Se sentó apoyando todo el peso en el borde de la cama, consciente de que no podría dormirse otra vez. Hacía cuatro noches que el dichoso gato no pasaba por casa. Alguna vez había desaparecido una noche, a veces dos, lo cual no era preocupante, pero cuatro…

Bajó las escaleras y abrió la puerta de la calle. La noche se le mostraba gris como la lana porque ya se iba a hacer de día. Dio un largo silbido, fue a la cocina, cogió una lata de comida para gatos y salió otra vez al porche golpeándola con una cuchara. El gato no aparecía. Al final Sven-Erik se rindió, iba en calzoncillos y hacía frío.

«Así son las cosas -pensó-. Es lo que implica la libertad: el riesgo de que te atropellen o que te pille el zorro, antes o después.»

Puso café molido en la cafetera.

«Mejor así -pensó-. Mejor esto a que se pusiera enfermo, perdiera la fuerza y tuviera que llevarlo al veterinario. Habría sido un coñazo.»

La cafetera comenzó a emitir su gorgoteo y Sven-Erik subió al dormitorio para vestirse.

Quizá Manne se había instalado en casa de alguien, como ya había hecho en otras ocasiones. De pronto volvía a casa tras dos o tres días de ausencia sin ningunas ganas de comer y visiblemente bien alimentado y descansado. Seguro que le habría dado pena a alguna señora que lo había metido en casa, alguna jubilada que no tenía nada mejor que hacer que cocinarle salmón y darle nata líquida.

De golpe Sven-Erik sintió una rabia irracional hacia aquella persona desconocida que había dejado entrar y había cuidado de un gato que no le pertenecía. ¿Acaso no entendía esa persona que había un dueño preocupado preguntándose dónde se habría metido el gato? A Manne se le veía que no era callejero, con lo brillante que tenía el pelo y lo cariñoso que era. Debería haberle puesto un collar hacía mucho tiempo, pero es que le daba miedo que se quedara enganchado en algún sitio. Eso era lo que le había echado atrás: la imagen de Manne atrapado en la maleza muriéndose de hambre o colgado de un árbol.

Se preparó un desayuno consistente. Los años siguientes de haber roto con Hjördis sólo se tomaba un café y de pie, pero con el tiempo empezó a cuidarse un poco. Se sentó y con cierta apatía se puso a comer a grandes cucharadas un bol de cereales con yogur desnatado. La cafetera se había callado y la cocina olía a café recién preparado.

Se había hecho cargo de Manne cuando su hija se mudó a Luleå, pero no lo debería haber hecho. Ahora se daba cuenta. No era más que una molestia, una tremenda molestia.


Anna-Maria Mella estaba sentada a la mesa de la cocina tomándose el café de la mañana. Eran las siete. Jenny, Peter y Marcus seguían en la cama, pero Gustav estaba despierto. Estaba jugando en el dormitorio y andaba a gatas por encima de Robert.

Sobre la mesa tenía una copia del espantoso dibujo de Mildred ahorcada. Rebecka Martinsson también había sacado copias de algunos papeles, pero Anna-Maria no entendía ni jota de lo que ponía. Odiaba los números y las mates y todo eso.

– ¡Buenas!

Su hijo Marcus apareció por la cocina. ¡Vestido! Abrió la nevera. Tenía dieciséis años.

– Pero bueno… -dijo Anna-Maria mirando la hora-. ¿Hay fuego arriba o qué?

Marcus sonrió. Cogió el paquete de leche y los cereales y se sentó al lado de su madre.

– Tengo un examen -dijo mientras se metía una cucharada de copos en la boca-. No basta con salir de la cama y pirarse. Hay que cargar las pilas.

– ¿Quién eres tú? -dijo Anna-Maria-. ¿Qué has hecho con mi hijo?

«Será Hanna -pensó-. Dios la bendiga.»

Hanna era la novia de Marcus y por lo visto su ambición académica era contagiosa.

– Mola -dijo Marcus acercándose el dibujo de Mildred-. ¿Qué es?

– Nada -contestó Anna-Maria quitándole el dibujo y dándole la vuelta.

– No, en serio. ¡Déjame ver!

Cogió el dibujo otra vez.

– ¿Qué significa? -dijo señalando la tumba que se veía detrás del cuerpo colgado.

– Bueno, pues que va a morir y que la van a enterrar, me imagino.

– Ya lo veo, sí, pero ¿qué significa? ¿No lo ves?

Anna-Maria miró el dibujo.

– No.

– Es un símbolo -dijo Marcus.

– Es el montículo de una tumba con una cruz encima.

– ¡Pero fíjate! El contorno es el doble de grueso que en el resto del dibujo. Y la cruz se mete en la tierra y termina en forma de garfio.

Anna-Maria echó un vistazo. Tenía razón.

Se levantó y recogió los papeles resistiéndose al impulso de darle un beso a su hijo. Se limitó a removerle el pelo.

– ¡Suerte en el examen! -le dijo.

En el coche llamó a Sven-Erik.

– Sí -dijo él en cuanto hubo cogido su copia del dibujo-. Es una cruz que atraviesa un semicírculo y termina en forma de garfio.

– Tenemos que descubrir qué significa. ¿Quién sabe de eso?

– ¿Qué te han dicho los de la Científica?

– Supongo que el dibujo les llegará hoy y si hay huellas enteras las tendrán esta tarde, si no, dentro de unos días.

– Debe de haber algún catedrático de religión que sepa de símbolos -dijo Sven-Erik pensativo.

– ¡Eres más listo que el hambre! -exclamó Anna-Maria-. Que Fred Olsson busque a alguien y se lo enviamos por fax. Vete vistiendo, que ahora paso a buscarte.

– ¿Y eso?

– Tienes que acompañarme a Poikkijärvi, que tengo que hablar con Rebecka Martinsson, si es que todavía está allí.


Anna-Maria giró el volante hasta encarar su Ford Escort rojo hacia Poikkijärvi. Sven-Erik estaba a su lado presionando los pies contra el suelo por acto reflejo y maldiciendo en silencio que su compañera siempre tuviera que conducir como una delincuente juvenil.

– Rebecka Martinsson me pasó también algunas fotocopias -dijo-, pero no entiendo nada de lo que pone. O sea, es algo de economía, ya sabes…

– Y ¿por qué no sé lo preguntamos a los de Finanzas?

– Porque siempre están hasta el culo. Les preguntas algo y no te responden hasta al cabo de un mes. Mejor se lo preguntamos a ella directamente. Además, ya lo ha visto y sabe por qué nos lo dio.

– ¿De verdad crees que es una buena idea?

– ¿Tienes alguna sugerencia mejor?

– Pero ¿de verdad quieres que la metamos en esto?

Anna-Maria meneó impaciente la coleta.

– ¡Pero si fue ella quien me dio las fotocopias y las cartas! Y no la vamos a meter en nada. ¿Cuánto podemos tardar? Diez minutos de sus vacaciones.

Anna-Maria redujo rápidamente la velocidad y giró a la izquierda por la carretera de Jukkasjärvi, aceleró hasta noventa, volvió a frenar y giró a la derecha hacia Poikkijärvi. Sven-Erik mientras se agarraba a la puerta pensaba, por un lado, que se debería haber tomado una pastilla contra el mareo y, por otro y sin pretenderlo, en el gato, que odiaba ir en coche.

– Manne ha desaparecido -comentó mirando los abetos decorados por los rayos de sol que se iban quedando atrás, uno tras otro.

– Vaya -respondió Anna-Maria-. ¿Cuánto tiempo lleva fuera?

– Cuatro días. Nunca había tardado tanto en volver.

– Ya volverá -dijo ella-. Todavía hace calor, es normal que quiera estar fuera.

– No -replicó Sven-Erik con voz determinada-. Lo han atropellado. A ese gato ya no lo veo más.

Le habría gustado que Anna-Maria le contradijera, que protestara y que le asegurara que estaba equivocado. Él insistiría en su convencimiento de que el gato se había ido para siempre; así se desprendería de parte de la preocupación y la tristeza, con la esperanza y el consuelo que ella le diera. Pero Anna-Maria cambió de tema enseguida.

– Dejaremos el coche un poco apartado -dijo-. Supongo que no le apetece llamar tanto la atención.

– Oye, pero ¿qué está haciendo aquí? -preguntó Sven-Erik.

– No sé.

Anna-Maria estuvo a punto de decir que le parecía que Rebecka no se encontraba demasiado bien, pero se abstuvo porque entonces Sven-Erik seguro que la obligaría a prescindir de la visita. En este tipo de cosas él siempre era más débil que ella. Quizá se debía a que ella tenía críos en casa. Su instinto protector y de consideración los agotaba por completo allí.


Rebecka Martinsson abrió la puerta de la cabaña en la que se hospedaba y en cuanto vio a Anna-Maria y a Sven-Erik se le esbozaron dos hendiduras en el entrecejo.

Anna-Maria iba delante con un destello de entusiasmo en la mirada, como un setter que ha olido algo. Sven-Erik detrás; a él Rebecka no lo había vuelto a ver desde que estuvo en el hospital, haría dos años dentro de poco. El pelo fuerte que le crecía alrededor de las orejas había pasado de color gris oscuro a gris plateado y aún parecía que llevara un roedor muerto debajo de la nariz. Su mirada estaba más cortada, como si comprendiera que no eran bienvenidos.

«Aunque me hayan salvado la vida», pensó Rebecka.

Le empezaron a aparecer recuerdos como pañuelos de seda pasando por las manos de un mago. Sven-Erik al lado de la camilla en el hospital: «Entramos en su apartamento y comprendimos que teníamos que dar contigo. Las niñas están bien.»

«Recuerdo mejor lo de antes y lo de después -pensó Rebecka-. Antes y después. En realidad debería preguntarle a Sven-Erik qué se encontraron cuando entraron en la cabaña. Él me podría describir la escena de la sangre y los cuerpos.»

«Quieres oírle decir que tenías razón», le dijo una voz interior. «Que fue en defensa propia, que no tenías elección. Pregúntaselo, seguro que te dice lo que quieres oír.»

Entraron y tomaron asiento, Sven-Erik y Anna-Maria en la cama de Rebecka y ella en la única silla que había. En el pequeño radiador había una camiseta colgada, un par de calcetines y unas bragas justo encima de la pegatina de ei saa peittää.

Rebecka le lanzó una mirada furtiva y apesadumbrada a la ropa mojada, pero ¿qué iba a hacer? ¿Una bola y tirarla debajo de la cama? ¿O por la ventana, quizá?

– ¿Y bien? -dijo escueta, sin fuerzas para ser amable.

– Se trata de las fotocopias que me pasaste -le explicó Anna-Maria-. Hay unas cuantas que no entiendo.

Rebecka se cogió las rodillas.

«Pero ¿por qué? -pensó-. ¿Por qué hay que recordar las cosas? ¿Por qué hay que revolcarse en los recuerdos y machacarse una misma? ¿Quién puede garantizar que sirve de ayuda? ¿Quién puede asegurar que no te estás ahogando en la oscuridad?»

– Oye… -empezó.

Hablaba en voz baja. Sven-Erik observaba sus delgados dedos por encima de las rótulas.

– … tengo que pediros que os vayáis -continuó-. Os di las fotocopias y las cartas. Las conseguí cometiendo un delito y si sale a la luz perderé el empleo. Además, aquí la gente no sabe quién soy. Bueno, saben cómo me llamo, pero no que soy yo la que estuvo metida en lo que pasó en Jiekajärvi.

– Venga -le rogó Anna-Maria sin moverse del sitio, como si tuviera el trasero fundido con la cama, a pesar de que Sven-Erik hiciera ademán de ponerse en pie-. Tengo una mujer asesinada de la que preocuparme. Si alguien pregunta qué estábamos haciendo aquí di que estábamos buscando un perro desaparecido.

Rebecka se la quedó mirando.

– Ésa es buena -dijo despacio-. Dos policías de civil en busca de un perro desaparecido. Va siendo hora de que la Policía Nacional revise la distribución de los recursos.

– Puede ser mi perro -replicó Anna-Maria un tanto forzada.

Se quedaron callados unos segundos. Sven-Erik estaba muerto de incomodidad sentado al borde de la cama.

– Vamos a ver -dijo al final Rebecka alargando la mano para que le pasaran la carpeta.

– Es esto de aquí -dijo Anna-Maria sacando una hoja de la carpeta y señalando con el dedo.

– Son extractos de contabilidad -explicó Rebecka-. Este renglón está subrayado.

Rebecka señaló una cifra en una columna que llevaba por título 1930.

– Diecinueve treinta es una cuenta de ahorros, para cheques. Tiene un crédito de ciento setenta y nueve mil coronas para la cuenta setenta y seis diez. Son diferentes gastos personales. Pero está escrito a mano en bolígrafo aquí al margen «¿¿Formación??».

Rebecka se pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja.

– Y ¿esto de aquí? -peguntó Anna-Maria-. «Ver», ¿qué significa?

– Verificación, de los datos. Puede ser una factura u otra cosa que muestre de qué ha sido el gasto. Me da la impresión de que la mujer estaba intentando saber qué era el gasto este, por eso me lo llevé.

– Y ¿qué empresa es? -le preguntó Anna-Maria.

Rebecka se encogió de hombros y después señaló la esquina superior derecha de la hoja.

– El número de la organización empieza por ochenta y uno, así que es una fundación.

Sven-Erik asintió con la cabeza.

– La Fundación para el Cuidado de la Fauna Salvaje de la Congregación de Jukkasjärvi -dijo Anna-Maria al cabo de unos segundos-. Es una fundación que ella creó.

– No le quedaba claro este gasto de formación -dijo Rebecka.

Volvió a hacerse el silencio. Sven-Erik se espantaba una mosca que quería aterrizar encima de él todo el tiempo.

– Parece que esa mujer sacó de quicio a más de uno -dijo Rebecka.

Anna-Maria sonrió sin alegría.

– Hablé con uno de ellos ayer -le contó-. Odiaba a Mildred Nilsson porque su ex mujer vivió en su casa con los niños cuando lo abandonó.

Le contó a Rebecka lo de los gatos decapitados.

– Y nosotros no podemos hacer nada -dijo para terminar-. Esos gatos de la calle no representan ningún valor económico, así que no es delito de daños. Lo más probable es que ni siquiera tuvieran tiempo de sufrir, así que tampoco es maltrato animal. Hace que te sientas impotente, como si fueras de más provecho en la frutería del super. No sé, ¿a ti también te pasa?

Rebecka esbozó media sonrisa.

– Yo casi nunca trabajo con delitos -dijo esquiva-. Y cuando lo hago, son delitos económicos. Pero sí, eso de estar del lado de la parte sospechosa… A veces puedo sentir una especie de aversión hacia mí misma. Cuando tengo que representar a una persona que carece por completo de remordimientos. Te dices una y otra vez que «todo el mundo tiene derecho a una defensa» como excusa para ese…

No dijo la palabra «autodesprecio», sino que terminó la frase encogiéndose de hombros.

Anna-Maria se dio cuenta de que Rebecka Martinsson solía repetir mucho ese gesto. Quizá para desprenderse de pensamientos incómodos, como si fuera una manera de cortarles el paso. O quizá era como Marcus. Sus constantes encogimientos de hombros eran una forma de marcar distancia respecto al resto del mundo.

– Y ¿nunca te has planteado cambiar de lado? -le preguntó Sven-Erik-. Casi siempre están buscando ayudantes de fiscal; nadie se acaba quedando aquí arriba.

Rebecka sonrió un tanto forzada.

– Bueno, claro -dijo Sven-Erik y se le notó que se sentía como un idiota-, supongo que cobras tres veces más que un fiscal.

– No es eso -se excusó Rebecka-. Ahora mismo no estoy trabajando, propiamente dicho, así que el futuro es…

Volvió a encogerse de hombros.

– Pero me dijiste que estabas aquí por trabajo -replicó Anna-Maria.

– Bueno, de vez en cuando hago alguna cosita. Y como uno de los socios tenía que subir, le dije que quería acompañarlo.

«Está de baja», comprendió Anna-Maria.

Sven-Erik le lanzó una mirada de menos de un segundo en señal de que él también lo había entendido.

Rebecka se puso en pie para dar a entender que la conversación había llegado a su fin. Se despidieron.

Cuando Sven-Erik y Anna-Maria habían dado unos pocos pasos oyeron la voz de Rebecka Martinsson.

– Amenazas ilícitas -dijo.

Los dos policías se giraron. Rebecka estaba de pie en el porche de la caseta apoyada en uno de los postes que aguantaban el tejado, con el cuerpo un poco inclinado.

«Parece tan joven», pensó Anna-Maria. Dos años atrás tenía el aspecto de una joven promesa que iba a hacer carrera. Delgada, con ropa cara y un peinado de verdad, no con el pelo liso como Anna-Maria. Ahora Rebecka llevaba el pelo más largo y sin ningún peinado en especial, sino que también le caía liso. Vestía vaqueros y camiseta de manga corta, sin maquillaje y con la cadera asomando por la cintura del pantalón. Y esa postura cansada pero erguida apoyada contra el poste hizo que Anna-Maria se pusiera a pensar en esa clase de niños adultos con los que de vez en cuando se topaba en el trabajo. Criaturas que cuidaban de sus padres alcohólicos o mentalmente enfermos, preparaban la comida a sus hermanos, mantenían el tipo todo lo que podían y le mentían a los servicios sociales y a la policía.

– El hombre de los gatitos -continuó Rebecka-. Son amenazas ilícitas. Parece que con su actitud pretendía infundir miedo a su ex mujer. Según la ley no tienen por qué ser amenazas orales. Y ella tuvo miedo. Quizá podría ser un delito de intimidación. En función de qué otras cosas haya hecho, podría ser suficiente como base para una orden de alejamiento.


Cuando Sven-Erik Stålnacke y Anna-Maria Mella se alejaron por la carretera hacia el coche, se cruzaron con un Mercedes de color ocre. Dentro iban Lars-Gunnar y Nalle Vinsa. Lars-Gunnar les miró todo el tiempo que duró el encuentro y Sven-Erik levantó la mano para saludarlo, pues no hacía tantos años que Lars-Gunnar se había jubilado.

– Es verdad -dijo Sven-Erik siguiendo el Mercedes con la mirada mientras se metía en el aparcamiento del Bar-Restaurante Micke-. Vive aquí en el pueblo. Me pregunto cómo estará el chico.


El párroco Bertil Stensson estaba celebrando la misa de mediodía en la iglesia de Kiruna, como solía hacer cada quince días para que la gente de la ciudad pudiera celebrar la eucaristía durante la pausa de la comida. En total había unas veinte personas reunidas en la pequeña sala.

El vicario Stefan Wikström estaba sentado en la quinta fila al lado del pasillo y arrepintiéndose de haber ido.

Un recuerdo apareció en su memoria: su padre, párroco también, sentado en el sofá de la cocina de casa. Stefan está a su lado, con unos diez años, más o menos. El chico va hablando con algo en la mano, algo que le quiere enseñar, pero ahora no recuerda qué. Su padre sostiene el periódico delante de la cara como el velo del Santuario y, de pronto, el niño se echa a llorar. De fondo, voz suplicante de su madre: «Podrías hacerle caso un rato, te ha estado esperando todo el día.» Por el rabillo del ojo Stefan ve que su madre lleva puesto el delantal, así que debe de ser casi la hora de la cena. El padre baja el periódico irritado por la interrupción de la lectura, el único momento de descanso del día antes de cenar; también ofendido por las acusaciones.

El padre de Stefan llevaba varios años muerto y su pobre madre también, pero era exactamente así como el párroco le hacía sentir ahora mismo, como el niño irritante que sólo quiere llamar la atención.

Stefan había intentado librarse de la misa del mediodía. Una voz en su interior le había dicho con decisión: «¡No vayas!», pero aun así acabó yendo. Se había dicho a sí mismo que no iba por la presión del párroco Bertil Stensson, sino porque necesitaba la eucaristía.

Había imaginado que todo sería más fácil a partir de la muerte de Mildred, pero resultó ser lo contrario. El día a día se había hecho más difícil. Mucho más difícil.

«Es como lo del hijo pródigo», pensó.

Él había sido el hijo responsable y concienzudo que vivía en casa. Cuántas veces a lo largo de los años le había echado una mano a Bertil aceptando funerales aburridos, misas pesadas en hospitales y residencias de ancianos, haciéndole el trabajo de papeleo al párroco, ya que Bertil era desastroso en todo lo administrativo. Y abriéndole la iglesia a los jóvenes los viernes por la tarde.

Bertil Stensson era vanidoso. Había acaparado toda la colaboración con la iglesia de hielo en Jukkasjärvi. Las bodas y bautizos en la iglesia de hielo eran suyos y también había logrado hacerse cargo de cualquier evento que tuviera la más mínima posibilidad de salir en la prensa local, como por ejemplo el grupo de crisis tras el accidente de autocar en el que perdieron la vida siete adolescentes que habían ido a esquiar, o servicios religiosos encargados de manera especial para la causa sami. Entre una cita y otra, el párroco gustaba mucho de no hacer nada y era precisamente Stefan el que hacía que todo eso fuera posible, el que cubría los huecos y se ocupaba de todo lo que era necesario.

Mildred Nilsson había sido como el hijo pródigo. O mejor dicho, como el hijo pródigo debía ser mientras vivía en casa, antes de que la inquietud se lo llevara a tierras desconocidas. Desordenado e intranquilo debió de poner de los nervios a su padre, igual que Mildred.

Todo el mundo pensaba que él, Stefan, era el que menos soportaba a Mildred, pero estaban equivocados. Lo que ocurría era que Bertil había sido más hábil en esconder su rechazo.

Con ella en vida las cosas eran distintas. Todo lo que ella tocara implicaba bronca y desavenencias, y Bertil se alegraba y agradecía la presencia de Stefan, el chico de la casa. Stefan recordó cómo Bertil solía entrar en su despacho en el local de la congregación. Tenía una manera especial, un código que decía: eres mi elegido. Se plantaba en el umbral de la puerta como un búho, con su pelo espeso y plateado, su cuerpo rechoncho y con las gafas de leer subidas a la cabeza o en la punta de la nariz. Stefan solía levantar la mirada de los papeles mientras Bertil le miraba casi de manera imperceptible por encima del hombro, se metía en el despacho y cerraba la puerta tras de sí. Luego se desplomaba en el sillón de visitas que tenía Stefan con un suspiro de liberación. Y sonreía.

Algo hacía clic dentro de Stefan cada vez que aquello ocurría. Normalmente, el párroco no tenía ninguna tarea especial, podía tratarse de consejos para asuntos de poca importancia, pero daba la impresión de que lo que quería era estar tranquilo un rato. Todo el mundo acudía a Bertil y Bertil se escondía donde Stefan.

Pero después de la muerte de Mildred aquello cambió. Ella ya no estaba presente como una molesta costura en el zapato del párroco y de repente parecía que la lealtad de Stefan era la que empezaba a producir rozaduras. Ahora Bertil solía decir: «Tampoco hace falta ser tan formales» y «Seguro que Dios nos deja ser prácticos», palabras que había adoptado de Mildred.

Cuando Bertil hablaba de ella, era con un tono tan exageradamente positivo que Stefan se sentía físicamente mareado por todas las mentiras.

Bertil ya no iba a ver a Stefan a su despacho. El vicario se quedaba allí sentado incapaz de hacer nada, sufriendo y esperando.

A veces, el párroco pasaba por delante de la puerta abierta, pero ahora el código era otro, eran otras señales: pasos rápidos, una mirada furtiva al interior del despacho, un saludo con la cabeza, una sonrisa apresurada. Significaba «voy-justo-de-tiempo-cómo-va-eso», y antes de que Stefan siquiera pudiera corresponder, la sonrisa del párroco ya había desaparecido.

Antes siempre sabía dónde estaba el párroco. Ahora, en cambio, no tenía la menor idea. El personal administrativo le preguntaba a Stefan por Bertil y le miraban de forma rara cuando él, sonriendo forzado, sacudía la cabeza.

Era imposible superar a la difunta Mildred, que en tierra extraña se había convertido en la hija predilecta del padre.

La misa estaba a punto de terminar. Cantaron un salmo final y se marcharon con la bendición de Dios.

Stefan debería haberse ido inmediatamente. Directo a casa. Pero no pudo evitar que sus pies lo acercaran hasta donde estaba Bertil.

Éste hablaba con uno de los asistentes a la misa y le lanzó una mirada a Stefan por el rabillo del ojo sin dejarle entrar en la conversación y haciéndole esperar.

Qué mal se habían puesto las cosas. Si Bertil tan sólo lo hubiera saludado, Stefan podría haberle dado las gracias por la misa y haberse marchado, pero ahora estaba forzado a inventarse algún asunto.

Por fin, el hombre concluyó la conversación y se fue. Stefan se sintió obligado a explicar su presencia en la misa.

– Sentía que necesitaba la eucaristía -le dijo a Bertil, que asintió con la cabeza.

El mayordomo se llevó el vino y las hostias e intercambió una mirada con el párroco. Stefan los siguió hasta la sacristía y participó, sin que se lo propusieran, en la bendición del pan y del vino.

– ¿Te han dicho algo los del bufete de abogados? -preguntó al terminar la bendición-. Sobre la fundación para los lobos y eso…

Bertil se quitó el cuello del ritual, la estola y la casulla con cierto engorro.

– No sé -dijo-. Al final quizá no la disolvemos, a pesar de todo. Aún no me he decidido.

El párroco se tomó todo el tiempo del mundo para echar el vino en el canalillo de los líquidos sagrados y poner las hostias en el ciborio. Stefan hace rechinar los dientes.

– Pensaba que estábamos de acuerdo en que la parroquia no puede tener una fundación de ese tipo -dijo en voz baja.

«Y además es una decisión del consejo, no sólo tuya», pensó.

– Sí, sí, pero por el momento está ahí, quieras o no -respondió el párroco con cierta impaciencia que Stefan captó perfectamente en su suave tono de voz-. El tema de si quiero cubrir los gastos para proteger a la loba o invertir el dinero en formación, ya lo tocaremos a mediados de otoño.

– ¿Y el arriendo de caza?

Bertil dibujó una gran sonrisa.

– Vamos, ¿no nos pondremos tú y yo a discutir sobre esto? Es una decisión que tomará el consejo cuando llegue el momento oportuno.

El párroco le dio unas palmadas en el hombro a Stefan y se marchó.

– ¡Saluda a Kristin! -le dijo sin girarse.

A Stefan se le hizo un nudo en la garganta. Se miró las manos y sus dedos largos y rígidos, dedos de verdadero pianista, como solía decir su madre. Los últimos meses, cuando vivía en un apartamento de la residencia de ancianos y solía confundirlo con su padre, la murga de sus dedos de pianista terminaba por sacarle de quicio. Ella le agarraba las manos y le ordenaba al personal que las contemplara: «Mirad sus manos, sin ninguna marca de trabajo. Dedos de pianista, manos de escritorio.»

Saluda a Kristin.

Si se miraban las cosas tal y como eran en realidad, casarse con ella había sido el mayor error de su vida.

Stefan sintió que se endurecía por dentro, contra Bertil y contra su esposa.

«Llevo cargando con ellos demasiado tiempo -pensó-. Ya va siendo hora de que se termine.»

Su madre debió de entender lo de Kristin. Lo que le atrajo de ella fue precisamente el parecido que tenían las dos, el aspecto un tanto de muñeca, las formas agradables, el buen gusto.

Por supuesto que su madre se dio cuenta. «Muy personal», había comentado la madre haciendo referencia a la casa de Kristin el día que conoció a la novia de su hijo, cuando él estaba estudiando en Uppsala. «Agradable.» «Personal» y «agradable», dos buenas palabras a las que recurrir cuando no se podía decir «bonito y con estilo» sin mentir. Y recordó la sonrisa casi burlona de su madre cuando Kristin le enseñó sus adornos de siemprevivas y rosas secas.

No, Kristin era una niña que era más o menos buena en imitar y copiar a otros, pero nunca llegó a ser el tipo de esposa de pastor como lo fue su madre. Y menuda sorpresa se llevó la primera vez que fue a casa de la desordenada Mildred, cuando invitó a los compañeros y a sus familias a tomar el ponche navideño. La mezcla de gente, las familias de los pastores, Mildred, su marido paródicamente oprimido con la barba y el delantal y las tres mujeres que por el momento se habían refugiado en la casa rectoral de Poikkijärvi, había sido de lo más interesante. Una de las mujeres tenía dos hijos imposibles de aguantar.

Pero la casa de Mildred era como un cuadro de Carl Larsson. La misma levedad, acogedora pero nunca sobrecargada y con el estilo simple que había reinado en casa de Stefan durante toda su infancia. Stefan no había conseguido encajar aquel ambiente con Mildred. «¿Es ésta su casa?», pensó. Más bien se había esperado un caos bohemio con montones de artículos de revista guardados, estanterías de almacén y cojines y mantas orientales.

Recordó a Kristin tras aquel ponche: «¿Por qué no vivimos en la casa rectoral de Poikkijärvi? -le preguntó-. Es más grande, nos iría mejor a nosotros que tenemos hijos.»

Su madre bien había visto que aquel aire delicado de Kristin que lo atraía no era tan sólo delicado sino también muy desgarrado. Algo roto y afilado con lo que Stefan se haría daño tarde o temprano.

De repente le invadió una enérgica amargura hacia su madre.

«¿Por qué no dijo nada? -pensó-. Me debería haber avisado.»

Y Mildred. Mildred, que utilizaba a Kristin.

Recordó aquel día de principios de mayo que apareció con aquellas cartas en la mano.

Intentó expulsar a Mildred de la memoria, pero era igual de molesta ahora que entonces. Avanzaba a paso pesado, lo mismo que antes.


– Muy bien -dice Mildred y entra como un torbellino en el despacho de Stefan.

Es el 5 de mayo. Antes de dos meses ya estará muerta, pero ahora está más que viva. Tiene las mejillas y la nariz rojas como manzanas recién lustradas. Entra y cierra la puerta con el pie.

– ¡No, siéntate! -le dice a Bertil, que intenta levantarse del sillón de invitados con intención de escabullirse-. Quiero dirigirme a los dos.

«Dirigirme», ¿qué se puede decir ante un inicio de ese tipo? Sólo eso ya lo dice todo sobre cómo podía ser aquella mujer.

– He estado pensando en eso de la loba -comienza diciendo.

Bertil se pasa una pierna por encima de la otra y cruza los brazos en el pecho. Stefan se reclina sobre el respaldo de su silla alejándose de ella todo lo posible. Se sienten criticados y sermoneados ya antes de que les haya explicado lo que tiene en mente.

– La parroquia le alquila sus tierras a la asociación de cazadores de Poikkijärvi por mil coronas al año -continúa-. El contrato dura siete años y se prolonga automáticamente si nadie lo rescinde. Así ha funcionado desde mil novecientos cincuenta y siete. El párroco de entonces vivía en la casa del cura y le gustaba cazar.

– ¿Pero qué tiene eso que ver con…? -empieza Bertil.

– ¡Déjame terminar! En verdad, cualquiera puede entrar en la asociación, pero la junta directiva y el grupo de caza son los que le sacan más provecho al arriendo de las tierras. Y como por reglamento el equipo de caza no puede pasar de veinte miembros, nadie más puede entrar. En la práctica, la junta directiva no acepta a ningún socio nuevo hasta que fallezca uno antiguo. Y todos los de la junta son miembros del grupo de caza, así que son los mismos tíos en un sitio que en otro. En los últimos trece años no ha entrado ningún miembro nuevo.

Interrumpe el discurso y mira fijamente a Stefan.

– Excepto tú, claro. Te eligieron después de que Elis Wiss abandonara el grupo de manera voluntaria, hará seis años, ¿verdad?

Stefan no responde nada y es por la manera en que Mildred ha pronunciado la palabra «voluntaria» que siente que le hierve la sangre por dentro, pero deja que Mildred continúe hablando:

– Según el reglamento, sólo el grupo de caza tiene autorización para cazar con balas, así que al final se han adueñado de toda la caza de alces. Respecto al resto de la caza, ciertos miembros seleccionados pueden sacarse permisos para un día, pero todas las piezas que cazan se reparten entre los miembros activos de la asociación y es, ¡sorpresa!, la junta directiva la que decide cómo hay que hacer la repartición. Pero yo pienso lo siguiente: tanto la empresa LKAB como Yngve Bergqvist están interesados en el arriendo, LKAB por sus empleados e Yngve por el turismo. Así que podríamos aumentar considerablemente la tarifa, y me refiero a una suma realmente grande. Con ese dinero podríamos hacer una explotación forestal razonable porque, hablando en serio, ¿a qué se dedica Torbjörn Ylitalo? ¡Le hace recados al grupo de caza! Es que incluso le estamos poniendo un empleado gratis a ese club de machitos.

Torbjörn Ylitalo es el guarda forestal de la parroquia. También es uno de los veinte miembros del grupo de caza y representante de la asociación de cazadores. Stefan sabe que gran parte de la jornada laboral de Torbjörn consiste en planear la caza con Lars-Gunnar, que es el jefe del grupo, mantener los refugios de caza de la parroquia, las torres de vigía y los puestos de vigilancia.

– Conclusión -dice Mildred para terminar-. Tendríamos dinero para la explotación forestal pero, sobre todo, para la protección de la loba. La parroquia puede donar el arriendo a la fundación. La Dirección Nacional de Protección de la Naturaleza ya la ha marcado, pero hace falta más dinero para vigilarla.

– La verdad es que ni siquiera entiendo por qué sacas este tema a relucir conmigo y con Stefan -la interrumpe Bertil con voz muy tranquila-. Sea como sea, hacer cambios en el arriendo sería un tema que le toca tratar al consejo parroquial.

– Pues en mi opinión -responde Mildred- es un tema que le toca tratar a la congregación.

Se hace silencio en el despacho. Bertil asiente una vez con la cabeza y Stefan siente un dolor en el hombro izquierdo que le empieza a subir por el cuello.

Los dos entienden perfectamente a qué se refiere. Pueden ver claramente qué tono adoptará la discusión si le proponen el tema a la congregación y, por supuesto, a la prensa. El club de machitos que caza gratis en las tierras de la parroquia e incluso se queda con los animales que capturan otros.

Stefan pertenece al grupo de caza, con lo cual no se librará.

Pero el párroco también tiene motivos para cubrirle las espaldas al grupo de caza, pues le mantienen llena la nevera. Bertil siempre puede invitar a solomillo de alce o a ave salvaje. Y también le han hecho más favores, como la cabaña de madera, por ejemplo. Se la construyeron los miembros del equipo y se la mantienen como compensación por su aprobación silenciosa al reino que tienen en su poder.

Stefan piensa en su puesto en el equipo. No, lo siente como si fuera una piedra caliente y lisa en su bolsillo. Eso es lo que es: su amuleto secreto de la suerte. Todavía recuerda cuando le dieron el puesto. Bertil le pasaba el brazo por los hombros mientras lo presentaba a Torbjörn Ylitalo, el guarda forestal. «Stefan caza -dijo el párroco-, le parecería divertido tener un sitio en el equipo.» Y Torbjörn, señor feudal en el reino de la parroquia, asintió con la cabeza sin siquiera permitirse una mueca de desacuerdo. Dos meses después Elis Wiss renunció al puesto tras cuarenta y tres años. Stefan fue acogido entre los veinte.

– Es injusto -dice Mildred.

El párroco se levanta del sofá de invitados.

– Discutiré esto contigo cuando no actúes empujada por las emociones -le dice a Mildred.

Y se marcha dejando a Stefan a solas con ella.

– Ya veremos cómo lo hacemos -le comenta Mildred a Stefan-. Sólo de pensar en ello me emociono.

Y esboza una gran sonrisa.

Stefan la mira estupefacto. ¿De qué se ríe? ¿Es que no entiende que acaba de ponerse la etiqueta de imposible? ¿Que acaba de declarar una guerra sin igual? Es como si dentro de esta mujer ciertamente inteligente, porque lo es, tiene que reconocerlo, haya una idiota subnormal que no deja de decir estupideces. ¿Y ahora qué hace él? No puede irse sin más, es su propio despacho, así que se queda titubeando sentado donde está.

Y de pronto Mildred lo mira con seriedad, abre el bolso, saca tres sobres y se los da. Es la letra de su esposa.

Stefan se levanta y coge las cartas mientras siente una punzada en el diafragma. Kristin. ¡Kristin! Sabe de qué tipo de cartas se trata aun sin haberlas leído. Después se desploma de nuevo sobre la silla.

– Dos tienen un tono bastante desagradable -apunta Mildred.

Sí, ya se lo imagina. No es la primera vez, sino que más bien es la cantilena habitual de Kristin. Aunque presente algunas variaciones, siempre es la misma canción. Ya ha pasado por ello dos veces. Han llegado a un destino nuevo y Kristin dirige unos coros infantiles y participa en la escuela dominical, un pajarito encantador que canta todas las promesas del nuevo hogar en todos los tonos posibles. Pero cuando ha pasado el primer enamoramiento, tiene que llamarlo así, empieza el descontento de Kristin. Injusticias reales e imaginadas que va acumulando en un álbum de recuerdos, un período de jaquecas, visitas al médico y acusaciones que caen sobre Stefan, que no se toma en serio el malestar de su esposa. Después hay algo que chirría entre ella y algún empleado o algún miembro de la congregación y enseguida levanta el hacha de guerra en el pueblo. En el último sitio acabó montando un circo en toda regla, con el sindicato de por medio y uno de los administrativos de la oficina parroquial que quería que le consideraran el colapso psíquico como accidente laboral. Y Kristin, que se sentía acusada de manera injusta. Al final, el inevitable traslado. La primera vez fue con un crío, la segunda con tres. Ahora el mayor va al instituto, una etapa muy delicada.

– Tengo dos más del mismo estilo -dice Mildred.

Cuando se va, Stefan se queda sentado con las cartas en la mano derecha.

Tiene la sensación de que lo ha cazado como si fuera una perdiz, pero no está seguro de si está pensando en Mildred o en su propia mujer.


Måns Wenngren, el jefe de Rebecka Martinsson, estaba sentado en el sillón de su despacho haciéndolo chirriar. No se había dado cuenta hasta ahora de que cuando lo subía o bajaba hacía un ruido de lo más irritante, y mientras jugaba así, pensó en Rebecka por unos minutos. Después se le fue de la cabeza.

Tenía montones de cosas que hacer: llamadas de teléfono, correos por contestar y clientes a los que entretener. Sus abogados adjuntos habían empezado a dejarle notas y post-its amarillos con mensajitos en el asiento del sillón para que los viera. Pero sólo faltaba una hora para ir a comer, así que mejor posponerlo todo un poco más.

Solía definirse a sí mismo como inquieto y de fondo casi podía oír a su ex mujer diciendo: «Bueno, suena mejor que temperamental, infiel y con necesidad de huir de sí mismo.» Pero lo de inquieto era de lo más cierto. La intranquilidad se había apoderado de él ya en la cuna. Su madre solía contar cómo se pasaba las noches del primer año berreando hasta el amanecer. «Cuando aprendió a caminar se calmó un poco. Por un tiempo.»

Su hermano, tres años mayor, había contado infinidad de veces la historia de cuando vendían árboles de Navidad. Uno de los arrendatarios de la familia les había propuesto a Måns y a su hermano un trabajito extra como vendedores. Eran buenos chicos. Måns acababa de empezar el colegio, pero ya sabía contar, desde luego que sí, bien lo sabía su hermano. Y especialmente cuando se trataba de dinero.

Así que los dos renacuajos de siete y diez años se pusieron a vender árboles de Navidad. «Y Måns se sacaba un pastón, mucho más que el resto de nosotros», contaba su hermano. «No entendíamos cómo lo hacía porque por cada árbol se llevaba cuatro coronas de comisión, igual que los demás. Pero mientras nosotros estábamos allí quietos pelándonos de frío esperando a que se hicieran las cinco, Måns iba de un lado a otro y hablaba con los vejetes y las señoras que miraban lo que había por allí. Y si a alguien le parecía que el árbol era demasiado largo, él se ofrecía para cortarlo allí mismo, y nadie se le resistía a un chavalín con una sierra que era igual de grande que él. Y ahora viene lo mejor: a los pedazos de tronco serrados, les cortaba también las ramas, con las cuales hacía grandes ramos que luego vendía por cinco coronas y que iban directamente a su bolsillo. El arrendatario, ¿cómo coño se llamaba?, ¿era Mårtensson?, se ponía negro. Pero ¿qué le iba a hacer?»

Aquí el hermano hacía un alto en la historia y levantaba las cejas, lo cual lo decía todo sobre la impotencia del arrendatario frente a la astucia del hijo del propietario de las tierras. «Hombre de negocios -terminaba diciendo-, al fin y al cabo, hombre de negocios.»

Måns se había defendido contra esa etiqueta hasta llegado a la edad madura. «La abogacía no es lo mismo que un negocio» -decía siempre.

«Y una leche que no lo es -le replicaba su hermano-. Claro que lo es.»

Por su parte, su hermano se había pasado los primeros años de su vida adulta en el extranjero haciendo Dios sabe qué y otras cosas hasta que volvió a Suecia y asentó la cabeza y se licenció como trabajador social. Ahora era jefe de los servicios sociales en la ciudad de Kalmar.

Con el paso del tiempo, Måns había dejado de defenderse ante su hermano. ¿Por qué había que poner siempre excusas por el éxito alcanzado?

Ahora ya respondía con un «Por supuesto, negocios y pasta en el banco», y luego solía hablar del último éxito profesional que había conseguido, el último coche que se había comprado o, simplemente, el último teléfono móvil.

Måns podía captar el odio de su hermano a través de los ojos de su cuñada, aunque no lo entendía. Su hermano había llevado adelante su matrimonio. Sus hijos iban a verlo.

«Se acabó, voy a hacerlo», pensó y se levantó de la silla musical.


Maria Taube canturreó un adiós y colgó el teléfono. Malditos clientes que llamaban y empezaban a vomitar preguntas tan imprecisas que era imposible responderlas. Tardabas media hora sólo para intentar enterarte del motivo de la llamada.

Picaron a la puerta y antes de que pudiera responder, Måns ya asomaba la cabeza.

«¿De verdad no aprendiste nada en el internado de Lundsberg? -pensó irritada-. Como por ejemplo esperar a oír un “adelante”.»

Como si Måns le hubiera leído el pensamiento, tras la sonrisa, preguntó:

– ¿Tienes un minuto?

«¿Cuándo le respondieron por última vez con un no a esa pregunta?», pensó Maria invitándole con un gesto a sentarse en la silla de visitas y luego apretó el botón de restricción de llamadas entrantes.

Måns cerró la puerta, lo cual era una mala señal. La cabeza de Maria empezó a hurgar en la memoria en busca de algo que se le hubiera pasado por alto o que se le hubiera olvidado, algún cliente que tuviera motivos para estar descontento, pero no se le ocurrió nada. Eso era lo peor de este trabajo. Podía aguantar el estrés, la jerarquía y las horas extra, pero ese abismo de oscuridad que a veces se le abría bajo los pies… Como el fallo que había cometido Rebecka. Tan fácil echar a perder un puñado de millones.

Måns tomó asiento y paseó la mirada por el despacho mientras se repiqueteaba el muslo con los dedos.

– Bonito paisaje -sonrió burlón.

Al otro lado de la ventana se alzaba la fachada amarronada y sucia del edificio vecino. Maria se rió, pero no dijo nada.

«Suéltalo de una vez», pensó.

– ¿Cómo va con…?

Måns terminó la pregunta con un gesto hacia los montones de papel que había sobre la mesa.

– Bien -respondió Maria deteniéndose antes de ponerse a hablar sobre algo en lo que estuviera trabajando.

«No lo quiere saber», pensó para disuadirse a sí misma.

– Oye…, ¿sabes algo de Rebecka? -le preguntó Måns.

Los hombros de María Taube cayeron un centímetro.

– Sí.

– Torsten me dijo que se quedaba unos días más allí arriba.

– Sí.

– ¿Qué está haciendo?

Maria dudó.

– No lo sé muy bien.

– Vamos, Taube, no seas tan difícil. Sé que fuiste tú quien le propuso que subiera. Y, sinceramente, no me parece que fuera una idea demasiado brillante. Así que ahora quiero que me digas cómo está.

Hizo una pausa.

– Es que su puesto de trabajo está aquí.

– Pregúntaselo directamente a ella -le dijo Maria.

– No es tan fácil. La última vez que lo intenté montó todo un numerito, no sé si te acuerdas.

Maria recordó la imagen de Rebecka remando con fuerza para alejarse de la fiesta de la empresa. Estaba loca.

– No puedo hablar de Rebecka contigo. Ya los sabes. Se pondría furiosa.

– Y yo, ¿qué? -preguntó Måns.

Maria Taube sonrió dulcemente.

– Tú siempre estás mosqueado -dijo.

Måns esbozó media sonrisa, animado por aquella pequeña falta de respeto.

– Recuerdo cuando empezaste a trabajar para mí -comentó-. Buena y encantadora. Hacías lo que se te pedía.

– Lo sé -respondió Maria-. Hay que ver lo que este bufete hace con la gente…


Rebecka Martinsson y Nalle aparecieron delante de la puerta de Sivving Fjällborg como dos jornaleros. Éste los recibió como si los estuviera esperando y les invitó a bajar al cuarto de la caldera. Bella estaba durmiendo en una caja de madera preparada con mantas, con los cachorros amontonados junto a su vientre. Cuando los invitados entraron, se limitó a abrir un ojo y a golpear el suelo con la cola a modo de saludo.

Hacia la una del mediodía Rebecka había ido a buscar a Nalle a su casa. Su padre, Lars-Gunnar, le abrió y, al lado de su inmensa estatura que se erguía en el umbral de la puerta, Rebecka se había sentido como una chiquilla de cinco años que le pregunta al padre de su amiga si la dejan salir a jugar con ella.

Sivving preparó la cafetera y puso sobre la mesa tazas con dibujos de flores amarillas, de color naranja y marrón. Sirvió también unas tortas de pan en una cestita y sacó del frigorífico mantequilla salada y un paquete de salami.

En el sótano se estaba fresco. El olor a perro y café recién hecho se mezclaban con el suave aroma de la tierra y el cemento. Los rayos del sol entraban por la estrecha ventanilla que había junto al techo.

Sivving miró a Rebecka y pensó que debía de haber ido a buscar ropa al ropero de su abuela porque reconocía aquel anorak negro con copos blancos. Se preguntó si ella sabría que una vez perteneció a su madre. Probablemente no.

Y tampoco nadie le habría comentado jamás lo mucho que se parecía a ella. Tenía el mismo pelo, oscuro y largo, las mismas cejas marcadas, aquella forma de ojos un poco cuadrada, el iris de un color arena claro difícil de determinar y con el borde oscuro.

Los cachorros se despertaron. Grandes patas y orejas, colas como pequeñas hélices golpeaban y armaban ruido y alboroto contra el lateral de la caja de madera. Rebecka y Nalle se sentaron en el suelo y compartieron con ellos parte de sus bocadillos mientras Sivving recogía la mesa.

– No hay nada que huela tan bien -afirmó Rebecka apretando su nariz en la oreja de uno de los cachorros.

– Pues justo ése no está apalabrado -dijo Sivving-. ¿Te animas?

El cachorro mordisqueaba la mano de Rebecka con sus dientes afilados. Tenía el pelo de color chocolate y tan corto y suave que parecía piel de bebé. Las patas de atrás eran blancas de mitad para abajo.

Lo dejó en el cajón y se puso en pie.

– No puedo. Os espero fuera.

Había estado a punto de decir que trabajaba demasiado para tener perro.


Rebecka y Sivving cogían las patatas. Sivving iba por delante y estiraba los tallos con la mano sana y Rebecka le seguía con la azada.

– Remover y cavar -dijo Sivving- me resulta imposible. Si no, había pensado pedírselo a Lena, que sube este fin de semana con los niños.

Lena era su hija.

– Lo hago encantada -respondió Rebecka.

La azada entraba bien en la tierra arenosa y Rebecka podía recoger las patatas que se soltaban del tallo y quedaban enterradas.

Nalle correteaba por el césped con una pluma de urogallo que llevaba atada a un cordón y jugaba con los cachorros. De vez en cuando Rebecka y Sivving se incorporaban y echaban un vistazo hacia allí. Era imposible no sonreír. Nalle iba con el cordón en la mano tan por encima de la cabeza como le llegaba el brazo, pegando berridos. Corría levantando las rodillas mientras los perros lo seguían como una jauría con un desenfrenado espíritu de caza. Bella se había tumbado a un lado a calentarse con el sol del otoño y de vez en cuando levantaba la cabeza para atrapar algún tábano pesado o para echarle un ojo a los pequeñuelos.

«Es evidente que yo no soy normal -pensó Rebecka-. No consigo relacionarme con mis compañeros de trabajo, que son de mi misma edad, pero con un viejo y con un retrasado, entonces sí, siento que puedo ser yo misma.»

– Me acuerdo de cuando era pequeña -dijo-. Después de que los mayores recogierais las patatas, siempre hacíais fuego por la tarde y los niños podíamos asar las patatas que habían quedado enterradas.

– Carbonizadas por fuera, medio hechas por debajo de la piel y crudas por dentro. Ya me acuerdo, ya. Y de vosotros, cuando entrabais, llenos de hollín y de tierra de pies a cabeza.

Rebecka sonrió al recordarlo. Los crios habían aprendido a tenerle respeto al fuego porque no les dejaban tocarlo, pero la tarde después de la recogida de la patata era una excepción. Entonces el fuego era suyo. Eran ella, sus primos y Lena y Mats, los hijos de Sivving. Se sentaban a mirar las llamas rodeados por la oscuridad del otoño, removían un poco con palos y se sentían como indios en un libro de aventuras.

No volvían a casa de la abuela hasta las diez o las once, que ya era casi noche cerrada, felices y sucios. A esas horas los mayores ya habían tomado una sauna hacía rato y estaban haciendo la sobremesa. La abuela, Inga-Lill, la esposa de Affe, y Maj-Lis, la mujer de Sivving, tomaban té mientras que Sivving y el tío Affe estaban cada uno con su cerveza Tuborg. Rebecka aún se acordaba de los hombres que salían en la etiqueta. «Hvergang».

Ella y los demás niños eran lo bastante prudentes como para quedarse en el recibidor y no entrar en la cocina con medio campo de patatas encima.

– Ya llegan los cafres -decía Sivving riendo-. No puedo decir cuántos son porque el recibidor está más oscuro que una mina y tienen la piel negra como el carbón. Echaos a reír para que podamos contar las filas de dientes.

Y se reían. La abuela les sacaba toallas y luego bajaban corriendo a la sauna junto al río y aprovechaban el último calor que quedaba.


Cuando Anna-Maria Mella llegó, el representante de la asociación de cazadores de Poikkijärvi, Torbjörn Ylitalo, cortaba leña en el jardín de espaldas a ella y con cascos para protegerse los oídos, por lo que no se enteró de que tenía visita. Anna-Maria aprovechó la ocasión para echar un vistazo a su alrededor con más detalle.

Las ventanas tenían cortinas a cuadros pequeños y detrás había geranios bien cuidados, por lo que probablemente estaría casado. Los arriates estaban limpios de malas hierbas y no había ni una sola hoja caída en el césped. La valla de madera estaba pintada de rojo y las puntas de las tablillas eran blancas.

Anna-Maria pensó en la valla de su casa, llena de manchas verdes, y en la pintura plástica que estaba saltando en la fachada sur.

«El verano que viene tenemos que pintar», pensó.

Pero ¿no fue justo eso lo que pensó el otoño pasado?

La sierra circular de Torbjörn Ylitalo cortaba la leña con un berrido agudo y penetrante. Cuando tiró el último trozo a un lado y se agachó para coger otro tronco de un metro de largo, Anna-Maria aprovechó para pegar un grito.

El hombre se giró, se bajó los cascos protectores hasta el cuello y apagó la sierra. Torbjörn Ylitalo rondaba los sesenta. Era un poco gordo pero al mismo tiempo se le veía en forma. El poco pelo que le quedaba en la cabeza era igual de gris que la barba y estaba bien cortado. Después de quitarse las gafas protectoras, se abrió la chaqueta; de trabajo azul claro, se sacó unas gafas de sol Svennis; flexibles y sin montura y se las pinzó en su prominente nariz. Estaba quemado por el sol y curtido por el viento de cuello para arriba. Sus lóbulos eran grandes aletas de carne, pero Anna-Maria observó que la máquina de afeitar también había pasado por ellas.

«No como Sven-Erik», pensó.

De sus orejas había veces que brotaban puras escobas.


Se sentaron en la cocina. Anna-Maria aceptó el café después de que Torbjörn Ylitalo dijera que él de todas formas se iba a tomar uno.

Echó la cantidad justa en la cafetera y empezó a buscar algo torpemente dentro de la nevera. Pareció relajarse cuando Anna-Maria le dijo que no quería nada para comer.

– ¿Tienes vacaciones ahora de cara a la cacería del alce? -le preguntó Anna-Maria.

– No, pero tengo un horario bastante relajado, eso sí.

– Hmmm, eres el guarda forestal de la parroquia.

– Sí.

– Y representante de la asociación de cazadores, miembro del grupo de caza.

Asintió con la cabeza.

Hablaron un rato sobre caza y derivaron a la recolección de bayas.

Anna-Maria se sacó un bloc de notas y un bolígrafo del bolsillo interior de la chaqueta, que no se había quitado, y los dejó sobre la mesa.

– Como te he dicho fuera, se trata de Mildred Nilsson. Por lo que tengo entendido, tú y ella no congeniabais.

Torbjörn Ylitalo se la quedó mirando. No sonreía ni lo había hecho hasta el momento. Sin prisa le dio un trago al café, dejó la taza en la mesa y preguntó:

– ¿Quién ha dicho eso?

– ¿Era así?

– Qué puedo decir…, no me gusta hablar mal de los muertos, pero la verdad es que esa mujer sembraba discordia e irritación en todo el pueblo.

– ¿En qué sentido?

– Lo diré tal cual: ella odiaba a los hombres. Pienso francamente que quería que todas las mujeres del pueblo se separaran de sus maridos. Y en una situación así no se puede hacer gran cosa.

– ¿Estás casado?

– ¡Afirmativo!

– ¿Hizo Mildred algún intento para que ella te dejara?

– Con ella no. Pero con otras, sí.

– Entonces, ¿exactamente en qué diferíais Mildred y tú?

– Bueno, eso de fijar cupos en el equipo de caza era otra idea brillante de las suyas. ¿Más café?

Anna-Maria negó con la cabeza.

– O sea, un tercio mujeres. Ella decía que sería una condición para que nos alargaran el arrendamiento de las tierras.

– Y a ti te parecía una mala idea.

Hubo ahora un énfasis en su manera de hablar, que hasta el momento había sido bastante relajada.

– Es que la única a la que le parecía buena idea era a ella. Y yo no soy misógino, pero igual que hay que competir para obtener un puesto en una junta directiva de una empresa o un parlamento, para estar en nuestro grupo de caza hay que cumplir las mismas condiciones. Sería de lo más discriminatorio que pudieras entrar en el equipo sólo porque eres mujer. Y ¿cómo conseguirías que te respetaran? Y además, ¿qué problema hay en que los hombres se ocupen de la caza? A veces pienso que la caza es el último reducto de la civilización. Al menos que ése no nos lo toquen. Que yo no me puse a insistir como un loco para que me dejaran participar en su grupo femenino que leía la Biblia.

– Así que Mildred y tú estabais peleados por eso.

– Tanto como peleados… Ella sabía cuál era mi opinión.

– Magnus Lindmark asegura que habrías estado encantado de ponerle la escopeta en la boca.

Anna-Maria pensó unos segundos en si debería haber compartido aquel comentario pero, por otro lado, se lo tenía bien merecido, aquel desgraciado que se dedicaba a decapitar gatitos.

Torbjörn Ylitalo no pareció alterarse; incluso esbozó una mínima sonrisa por primera vez en toda la conversación. Una sonrisa cansada y casi imperceptible.

– Eso me suena más bien a sus propios deseos -dijo-. Pero Magnus no la mató. Ni yo tampoco.

Anna-Maria permaneció en silencio.

– Si la hubiese matado yo, le habría disparado y la habría enterrado bien en alguna ciénaga.

– ¿Sabías que quería anular vuestro arriendo?

– Sí, pero en la junta de la parroquia no había nadie de su lado, así que daba igual lo que quisiera.

Torbjörn Ylitalo se puso en pie.

– Oye, si no tienes más preguntas, tengo que seguir con la leña.

Anna-Maria también se levantó mientras Torbjörn retiraba las tazas.

Después cogió la cafetera y la metió en la nevera con el café aún caliente.

Anna-Maria se abstuvo de hacer comentarios y se despidieron en el jardín completamente tranquilos.


Anna-Maria Mella se marchó de la casa de Torbjörn Ylitalo y pensaba volver a casa de Erik Nilsson para preguntarle si sabía quién le había enviado el dibujo a su esposa.

Aparcó el coche junto a los postes de entrada de la valla de la casa rectoral. El buzón estaba con la tapa completamente levantada y rebosante de revistas y correo acumulado. En breve llegarían las lluvias y las facturas, la propaganda y las revistas se convertirían en un enorme amasijo de papel-maché. Anna-Maria ya había visto buzones llenos en otras ocasiones. Llaman los vecinos, el buzón tiene ese mismo aspecto, la policía acude al lugar y dentro encuentran la muerte, de una manera u otra.

Tomó aire. Primero tantearía la puerta, pues si el marido de la pastora estaba dentro, lo más probable es que no estuviera cerrada con llave. Si lo estaba, echaría un vistazo a través de las ventanas de la planta baja.

Subió al porche, que estaba moderadamente decorado con trabajos de ebanistería, pintado de color blanco, sillas de caña también blancas y grandes tiestos vidriados de color azul cuyo interior se había secado hasta hacerse una masa dura como el cemento, con restos marrones y crujientes de flores de verano.

En el mismo instante en que tocó la manilla de la puerta, ésta bajó y la puerta se abrió desde dentro. Anna-Maria no gritó; probablemente, no se movió ni un milimetro, pero por dentro dio un respingo y se le encogió el estómago.

Una mujer apareció en el umbral de la puerta y a punto estuvo de casi chocar con Anna-Maria a la vez que soltaba un grito de terror.

Rondaba los cuarenta y tenía unos ojos grandes y marrones decorados con unas cejas largas y tupidas. No era mucho más alta que Anna-Maria, es decir, era bajita, pero más delicada y fina de cuerpo. La mano que se llevó al pecho tenía los dedos largos y la muñeca delgada.

– Vaya -sonrió.

Anna-Maria se presentó.

– Estoy buscando a Erik Nilsson.

– Ah, ya -respondió la mujer-. No…, no está aquí.

Su voz pareció desvanecerse.

– Se ha mudado -dijo-. Como la casa rectoral pertenece a la parroquia… No es que nadie lo haya obligado a irse, pero… Perdón, me llamo Kristin Wikström.

Le alargó su delicada mano a Anna-Maria y después pareció algo cortada y como con la necesidad de explicar qué estaba haciendo allí.

– Mi marido Stefan Wikström se va a instalar aquí en la casa rectoral ahora que Mildred… Bueno, no sólo él, claro, yo y los niños también.

Se rió un poco.

– Erik Nilsson no se ha llevado los muebles ni pertenencias y no sabemos dónde está y…, bueno, he venido a echar un vistazo para saber cuánto hay que hacer.

– ¿Así que no sabéis dónde está Erik Nilsson?

Kristin Wikström negó con la cabeza.

– Y ¿tu marido? -le preguntó Anna-Maria.

– Él tampoco lo sabe.

– Ya, pero él dónde está.

A Kristin Wikström se le formaron unas cuantas arruguitas por encima del labio superior.

– ¿Qué quieres de él?

– Sólo hacerle algunas preguntas.

Kristin Wikström negó despacio con la cabeza.

– Me encantaría que lo dejaran tranquilo de una vez -dijo-. Ha pasado un verano muy duro, sin vacaciones, con la policía preguntando cada dos por tres. Igual que los periodistas; incluso llaman por la noche, ¿sabes?, y no nos atrevemos a desconectar el teléfono porque mi madre es muy mayor y está enferma. ¿Y si es ella la que llama? Aparte del miedo que tenemos todos de que haya un loco que… No nos atrevemos ni a dejar que los niños salgan solos. Me paso el día preocupada por Stefan.

«Pero no menciona la tristeza de haber perdido a una compañera», constató fríamente Anna-Maria.

– ¿Está en casa? -le preguntó sin pudor alguno.

Kristin Wikström suspiró cansada y miró a Anna-Maria como si fuera una niña a la que se acaba de decepcionar.

– La verdad es que no lo sé -contestó-. No soy ese tipo de mujer que tiene un control total sobre su marido todo el tiempo.

– Entonces probaré en la casa del cura de Jukkasjärvi y si no lo encuentro allí me acercaré a la ciudad -dijo Anna-Maria Mella esforzándose para no poner cara de impaciencia.


Kristin Wikström se queda de pie en el porche de la casa rectoral de Poikkijärvi mirando el Ford Escort rojo mientras se marcha. No le ha gustado esa mujer policía. De hecho, no le gusta nadie. Bueno, sí, le gusta Stefan. Le quiere. Y también a los niños. Ama a su familia.

Tiene un proyector metido en la cabeza que no le parece muy normal porque a veces sólo proyecta locuras, pero ahora siente que quiere cerrar los ojos para ver unas imágenes que le encantan. El sol de otoño le calienta la cara; aún están a finales de verano y por la temperatura que hace nadie diría que están en Kiruna. Ahora ese ca-lorcito va que ni pintado, porque las imágenes de la película son de la primavera pasada.

Los rayos del sol entran por la ventana y le calientan la piel. Los colores son tan suaves y tenues que parece que le brille una aureola alrededor del pelo. Está sentada en una silla en la cocina y Stefan está en otra a su lado. Se ha inclinado hacia delante y está con la cabeza sumergida en el regazo de su mujer. Ella le pasa las manos por el pelo y lo tranquiliza: «schh». Stefan llora. «Mildred -dice-. Ya casi no puedo más.» Lo único que quiere es vivir tranquilo. Tener paz en el trabajo y paz en el hogar, pero con Mildred inyectando su veneno en la congregación… Kristin le acaricia la cabeza y disfruta de ese momento sagrado. Stefan es tan fuerte. Nunca busca consuelo en su mujer, por lo que ahora ella disfruta de ser ese apoyo para él.

Algo le hace levantar la mirada. En la puerta está Benjamin, su hijo mayor. Dios, qué pinta tiene con ese pelo largo y los tejanos negros, ajustados y rotos. Él se queda mirando a sus padres con ojos salvajes pero sin decir nada. Su madre frunce el ceño para indicarle que se vaya. Sabe que Stefan no quiere que sus hijos lo vean así.

La película termina y Kristin se agarra a la barandilla. Ésta será su nueva casa. Si el marido de Mildred se cree que puede dejar sin más todos los muebles y que nadie se atreva a sacarlos, está muy equivocado.

Mientras se dirige al coche vuelve a reproducir las imágenes en su cabeza. Esta vez elimina la presencia de su hijo Benjamin.


Anna-Maria aparcó el coche en la explanada de la casa rectoral de Poikkijärvi y llamó a la puerta, pero no abrió nadie.

Cuando se dio la vuelta vio a un muchacho que se acercaba hasta allí. Tendría la edad de Marcus, quizá quince. Llevaba el pelo hasta los hombros y lo tenía negro, a juego con las líneas de los ojos, marcadas del mismo color. Llevaba una chaqueta de cuero también negra y pantalones ajustados con unos agujeros enormes en las rodillas.

– ¡Hola! -gritó Anna-Maria-. ¿Vives aquí? Estoy buscando a Stefan Wikström, ¿sabes si…?

No pudo decir más. Primero el chico se la quedó mirando y al cabo de un instante dio media vuelta y salió corriendo por el camino. Por un momento Anna-Maria pensó en ir tras él y cogerlo, pero enseguida cambió de opinión. ¿Para qué?

Se subió al coche otra vez y puso rumbo a la ciudad. Cuando cruzó el pueblo fue fijándose en si veía al chico de la ropa negra, pero no lo vio por ninguna parte.

¿Sería uno de los hijos de la familia del pastor? ¿O quizá alguien que se quería meter en la casa y que se sorprendió al encontrarse con otra persona?

También había otra cosa a la que le estaba dando vueltas.

La esposa de Stefan Wikström. Se llamaba Kristin Wikström.

Kristin.

Le sonaba el nombre.

Y entonces cayó en la cuenta. Se salió al arcén de la carretera y paró el coche. Luego se estiró para coger el montón de cartas dirigidas a Mildred que Fred Olsson había separado y que le parecían interesantes.

Dos de ellas estaban firmadas «Kristin».

Anna-Maria las leyó. Una llevaba fecha de marzo y estaba escrita a mano con letra esmerada:

«Déjanos en paz. Queremos vivir tranquilos. Mi marido necesita paz para trabajar. ¿Quieres que me ponga de rodillas? Lo hago. Y te lo ruego: déjanos en paz.»

La otra llevaba fecha de un mes más tarde. Se veía que la había escrito la misma persona, pero la letra era más ampulosa, los garfios de la g eran largos y algunas palabras estaban tachadas con descuido:

«A lo mejor te crees que no lo sabemos. Pero todo el mundo sabe que no buscaste trabajo en Kiruna simplemente por casualidad sólo un año después de que mi marido empezara aquí en la ciudad. Pero te lo aseguro, lo sabemos. Trabajas y colaboras con grupos y organizaciones cuyo único objetivo es ir contra él. Contaminas pozos con tu odio. ¡Y ese odio será tu propia medicina!»

«¿Qué hago ahora? -se preguntó Anna-Maria-. ¿Vuelvo y la presiono contra la pared?»

Llamó a Sven-Erik por el móvil.

– Mejor vamos a hablar con su marido -le propuso él-. A mí me va bien, ya que iba de camino al local de la congregación para que me dieran el libro de contabilidad de la fundación para la loba esa.


Stefan Wikström, sentado en su silla al otro lado del escritorio, suspiró profundamente. Sven-Erik Stålnacke se había adueñado del sillón de invitados y Anna-Maria estaba apoyada contra la puerta con los brazos cruzados.

«A veces es tan… poco pedagógica», pensó Sven-Erik mirando a su compañera.

En verdad debería haberse encargado de aquel tipo él solo, habría sido mucho mejor. A Anna-Maria no le gustaba el pastor y no se molestaba en disimularlo. Claro que Sven-Erik también había leído los informes sobre las peleas entre Stefan Wikström y Mildred, pero ahora estaban trabajando.

– Sí, reconozco las cartas -afirmó el pastor.

Tenía el codo izquierdo clavado en la mesa y se apoyaba la frente contra las puntas de los dedos y el pulgar.

– Mi mujer… a veces… a veces se pone mal. No es que esté enferma de la cabeza, pero es de lo más inestable. En realidad ésta no es ella.

Sven-Erik y Anna-Maria permanecieron callados.

– A veces ve fantasmas a plena luz del día. Ella nunca… ¿No creeréis que…?

Se soltó la frente y dio un golpe en la mesa con la palma de la mano.

– Si es así, es de lo más absurdo. Santo cielo, Mildred tenía docenas de enemigos.

– ¿Entre ellos tú? -le preguntó Anna-Maria.

– ¡En absoluto! ¿Yo también soy sospechoso? Mildred y yo discrepábamos en cuestiones básicas, eso es cierto, pero de ahí a que yo o la pobre Kristin tengamos algo que ver con su asesinato…

– Tampoco lo hemos insinuado -le subrayó Sven-Erik.

Frunció el ceño de una manera que Anna-Maria interpretó como una petición de que callara y escuchara.

– ¿Qué dijo Mildred de estas cartas? -preguntó Sven-Erik.

– Me informó de que las había recibido.

– ¿Por qué crees que las guardaba?

– No lo sé, yo guardo hasta las felicitaciones de Navidad que me mandan.

– ¿Alguien más está al corriente de esto?

– No, y estaría bien si pudiera seguir siendo así.

– O sea que Mildred no se lo contó a nadie.

– No, que yo sepa.

– ¿Le estabas agradecido?

Stefan Wikström pestañeó con fuerza.

– ¿Qué?

Casi parecía que se fuera a echar a reír. Agradecérselo. ¿Le podría agradecer algo a Mildred? ¡Sonaba ridículo! Pero ¿qué podía decir? Él no podía contar nada. Mildred todavía lo tenía atrapado en una jaula. Había puesto a su mujer como candado y había esperado que le mostrase su agradecimiento.

A mediados de mayo había cedido a la humillación y había ido a ver a Mildred para pedirle las cartas. La acompañó de paseo por la calle Skolgatan hacia el hospital, donde iba a visitar a alguien. Fue la peor época del año. No en su casa en Lund, evidentemente, sino en Kiruna. Las calles estaban llenas de gravilla y todo tipo de porquería que había surgido al derretirse la nieve. Ni una brizna verde, sólo suciedad y aquellos restos de gravilla.

Stefan había hablado por teléfono con su mujer, que estaba en Katrineholm en casa de su madre con los niños más pequeños. Por la voz se la oía más animada.


Stefan mira a Mildred, quien también parece contenta. Gira la cara hacia el sol y de vez en cuando respira hondo y con deleite para tomar aire. Debe de ser una bendición el hecho de no tener sentido de la belleza: la gravilla y la suciedad no te cambian el humor.

«Es bastante raro -piensa, y no sin cierta amargura-, que Kristin se ponga más contenta y recupere fuerzas alejándose de él un tiempo. Ésa no es la idea que él tiene del matrimonio, más bien piensa que ambos deben darse fuerzas y apoyo recíprocamente. De otra parte, ya hace tiempo que ha aceptado que Kristin no es el apoyo que le gustaría que fuera, pero ahora empieza a tener la sensación de que ella siente que él tampoco es suficiente.» «No sé, unos cuantos días más», le responde imprecisa a la pregunta de Stefan de cuándo volverá.

Mildred no le quiere dar las cartas.

– Puedes destrozarme la vida en cualquier momento -le dice él con una falsa sonrisa.

Ella se lo queda mirando.

– Entonces tendrás que acostumbrarte a confiar en mí -responde.

Stefan la mira y piensa que cuando caminan así, uno al lado del otro, se hace patente lo pequeñita que es. Sus dientes delanteros son anormalmente delgados. Se la mire como se la mire, parece un campañol.

– Voy a sacar el tema del arriendo de la asociación de cazadores de Poikkijärvi en el consejo parroquial. El arriendo vence esta Navidad. Si se lo arrendamos a alguien que pueda pagar…

Stefan Wikström no da crédito a lo que está oyendo.

– Así que la cosa va por ahí -dice y se extraña de lo tranquilo que suena-. ¡Me estás amenazando! Si voto a favor de que la asociación siga con el arriendo, les contarás lo de Kristin. Eso es caer bajo, Mildred. Ahora sí que estás sacando tu verdadero yo.

Siente que la boca adopta vida propia en su cara. Se retuerce en una mueca casi de lágrimas.

Mientras Kristin descanse un poco ya se sentirá equilibrada otra vez, pero si esto de las cartas sale a la luz… Stefan sabe que no lo podría soportar. Ya la oye acusando a la gente de hablar a sus espaldas. Así sólo conseguirá ponerse a la gente en contra y dentro de poco tendrá guerra en diferentes frentes al mismo tiempo y terminará por sucumbir.

– No -dice Mildred-. No te estoy a amenazando. No diré nada, pase lo que pase. Lo único que quiero es que tú…

– ¿Que te esté agradecido?

– … me complacieras en una única cosa -dice cansada.

– ¿Que fuera en contra de mi propia conciencia?

Es ahora cuando Mildred se enciende y muestra su yo más interior.

– ¡Venga, vamos! Como si se tratara de eso. Una cuestión de conciencia.


Sven-Erik Stålnacke repitió la pregunta que le había hecho:

– ¿Le estabas agradecido? Teniendo en cuenta que no erais muy buenos amigos, fue muy generoso por su parte no explicarle a nadie lo de las cartas.

– Sí -terminó por responder Stefan al cabo de un momento.

Sven-Erik asintió con un sonido gutural y Anna-Maria se separó de la puerta.

– Una cosa más -dijo Sven-Erik-. El libro de cuentas de la fundación para la loba, ¿lo tenéis aquí en el local de la congregación?

Los iris de Stefan Wisktröm se movieron intranquilos por el blanco de los ojos como peces de acuario en un cuenco.

– ¿Cómo?

– El libro de cuentas de la fundación, ¿está aquí?

– Sí.

– Nos gustaría verlo.

– ¿No necesitáis una especie de permiso del juez?

Anna-Maria y Sven-Erik intercambiaron una mirada y Sven-Erik se levantó.

– Disculpadme -dijo-. Necesito ir al baño, ¿por dónde…?

– A la izquierda, cruzas la puerta de la secretaría y la primera a la izquierda otra vez.

Sven-Erik desapareció en un segundo.

Anna-Maria sacó la copia del dibujo del cuerpo de Mildred ahorcado.

– Alguien le mandó esto a Mildred Nilsson, ¿lo habías visto antes?

Stefan Wikström cogió la hoja sin que le temblara la mano.

– No -afirmó.

Le devolvió el dibujo a la inspectora.

– ¿Tú no has recibido nada por el estilo?

– No.

– Y no tienes ni idea de quién se lo pudo haber enviado. ¿Nunca te dijo que lo había recibido?

– Mildred y yo no nos contábamos confidencias.

– Quizá podrías hacerme una lista de personas que se te ocurran con las que Mildred hablaba. Me refiero a gente de aquí de la parroquia o del local de la congregación.

Anna-Maria Mella lo miraba mientras iba apuntando nombres. Cruzaba los dedos para que Sven-Erik hiciera lo que tenía que hacer allí fuera lo más rápido posible.

– ¿Tienes hijos? -le preguntó.

– Sí, tres chicos.

– ¿Cuántos años tiene el mayor?

– Quince.

– ¿Qué aspecto tiene? ¿Se parece a ti?

De pronto la voz de Stefan Wikström se volvió un tanto lenta.

– Eso es muy difícil de decir. No se sabe qué cara tiene, debajo de todo ese pelo teñido y el maquillaje. Está en una… fase.

Levantó la mirada y sonrió. Anna-Maria comprendió que esa sonrisa de padre, esa pausa discursiva y la palabra «fase» eran recursos que usaba de manera rutinaria siempre que hablaba de su hijo.

De pronto la sonrisa de Stefan Wikström se desvaneció.

– ¿Por qué me preguntas por Benjamin?

Anna-Maria le cogió la lista de las manos.

– Gracias por la ayuda -le dijo antes de salir.


Sven-Erik Stålnacke salió del despacho de Stefan Wikström y se metió directo en la secretaría, donde trabajaban tres mujeres. Una de ellas estaba regando las flores de las ventanas y las otras dos estaban sentadas delante de sus ordenadores. Sven-Erik se acercó a una de ellas y se presentó. La mujer era más o menos de su edad, no llegaba a los sesenta. Le brillaba la punta de la nariz y tenía ojos bondadosos.

– Nos gustaría echar un vistazo al libro de cuentas de la fundación esa para la loba -dijo.

– Vale.

La mujer se fue hasta una estantería y volvió con una carpeta que estaba prácticamente vacía. Sven-Erik miró pensativo las pocas hojas que había dentro. Normalmente, a un registro de cuentas le corresponde un montón de papeles, recibos, columnas y facturas.

– ¿Esto es todo? -le preguntó incrédulo a la mujer.

– Sí. Apenas hay transacciones, son casi todo ingresos.

– ¿Me lo prestas un rato?

Ella sonrió.

– Quédatelo, sólo son copias impresas. Lo puedo imprimir todo de nuevo desde el ordenador.

– Oye -le dijo Sven-Erik bajando la voz-. Necesito preguntarte algo, ¿podemos…?

Hizo un gesto hacia la escalera.

La mujer lo acompañó.

– Hay un recibo de gastos de formación -dijo Sven-Erik-. Una cantidad bastante considerable…

– Sí -respondió la mujer-. Ya sé a cuál te refieres.

Se quedó pensando unos segundos, como si estuviera cogiendo carrerilla.

– Aquello no estuvo bien -dijo al final-. Mildred se enfadó muchísimo. Stefan y su familia se fueron de vacaciones a Estados Unidos a finales de mayo. Con dinero de la fundación.

– ¿Cómo pudo hacerlo?

– Él, Mildred y Bertil eran administradores de la fundación indistintamente. Así que no había problema. Supongo que pensó que nadie se daría cuenta, o igual lo hizo para provocarla, vete a saber.

– ¿Qué pasó?

La mujer se lo quedó mirando unos segundos.

– Nada -le respondió-. Supongo que hicieron un punto y aparte. Mildred dijo que Stefan había ido a visitar el parque de Yellowstone porque estaban llevando a cabo un proyecto con lobos, así que, bueno, por lo que yo sé no hubo bronca.

Sven-Erik le dio las gracias y mientras la mujer volvía a su puesto delante del ordenador, él se preguntaba si debía volver al despacho de Stefan para preguntarle sobre el viaje. Pero, bien mirado, no había prisa, ya hablarían de ello al día siguiente. Instintivamente sentía que necesitaba sopesar las cosas un poco y hasta entonces no había motivo para ir asustando a la gente.


– Ni se inmutó -le dijo Anna-Maria a Sven-Erik en el coche-. Cuando le enseñé el dibujo a Stefan Wikström se quedó como si nada. O no tiene ningún tipo de sentimientos o estaba procurando ocultarlos al cien por cien. Ya sabes de qué va, estás tan preocupado en aparentar que estás relajado que te olvidas incluso de que debes reaccionar de vez en cuando.

Sven-Erik asintió.

– Por lo menos se debería haber interesado un poco -continuó Anna-Maria-. Como mínimo mirarlo un poco. Yo habría reaccionado así. Me habría afectado si se hubiese tratado de alguien que me importaba. Y aunque no la conociera o no me gustara esa persona, habría sentido cierto cosquilleo. Me habría quedado mirando el dibujo un rato.

«Lo cierto es que no me ha respondido a lo último -pensó después-. Cuando le he preguntado si tenía idea de quién se lo podría haber enviado. Lo único que ha dicho es que Mildred y él no se hacían confidencias.»


Stefan Wikström se dirigió hacia la secretaría con una ligera sensación de mareo en el cuerpo. Debería irse a casa y cenar algo.

Las administrativas lo miraban con curiosidad.

– Han venido a hacer unas preguntas rutinarias sobre Mildred -les dijo.

Las tres asintieron con la cabeza, pero Stefan pudo ver que seguían con la curiosidad. Menuda frase. «Preguntas rutinarias.»

– ¿Han hablado con vosotras?

La mujer que había hablado con Sven-Erik respondió.

– Sí, el hombre ese tan grande me ha pedido el libro de cuentas.

Stefan se quedó petrificado.

– No se lo habrás dado, ¿verdad? No tienen derecho a…

– ¡Claro que se lo he dado! Allí no hay ningún secreto, ¿o sí?

La mujer se lo quedó mirando con dureza y Stefan sintió también las miradas de las demás mujeres. Al final dio media vuelta y volvió a su despacho con pasos apresurados.

El párroco podía decir lo que le diera la gana. Ahora Stefan tenía que hablar con él, así que llamó a Bertil al móvil.

El párroco estaba en el coche y a veces se cortaba el sonido.

Stefan le contó que la policía había ido a verle y que se habían llevado las cuentas de la fundación.

Bertil no parecía demasiado alterado. Stefan le dijo que como los dos estaban en la dirección de la fundación, formalmente no se había cometido ningún delito, pero aun así.

– Si sale en las noticias, ya sabemos cómo lo van a presentar. Nos etiquetarán de malversadores.

– Seguro que sale bien -dijo el párroco con calma-. Oye, voy a aparcar, hablamos luego.

Por su tranquilidad, Stefan comprendió que el párroco no le apoyaría si se hiciera público el viaje a Estados Unidos y nunca reconocería que se habían puesto de acuerdo al respecto. «En la fundación hay mucho dinero que en este momento no se está aprovechando», había salido una vez de la boca de Bertil, y después empezaron a hablar sobre algún viaje para mejorar la competencia. Eran los administradores de una fundación para el cuidado de la fauna salvaje, pero no tenían ni idea de lobos, así que decidieron que Stefan iría a Yellowstone y por algún motivo terminaron yendo también Kristin y los niños. Así fue como los sacó de Katrineholm.

Se daba por hecho que nadie le diría ni una palabra a Mildred de que el dinero venía de la fundación pero, evidentemente, alguien de la secretaría se fue de la lengua.

Mildred se le había encarado a la vuelta del viaje. Stefan intentó explicarle con sensatez lo necesario que era que algunos de los dirigentes de la fundación tuvieran conocimientos reales del tema. Además, como cazador y hombre de bosque, él era el más indicado. Podía ganarse un respeto y una comprensión que Mildred no lograría ni en mil años por mucho que se lo propusiera.

Stefan se esperaba un ataque de ira, incluso una pequena parte de él lo estaba deseando, pues le gustaba el contraste de la manifestación enrojecida de la pérdida de control contra el azul profundo de su propia calma y reflexión.

Pero, en vez de enfadarse, Mildred se había inclinado por encima de la mesa de Stefan con tanta gravedad que por un momento el pastor pensó que quizá estaba secretamente enferma de los riñones o del corazón. Volvió la cara en la que, debajo de la quemazón del sol de primavera, le asomaba la piel blanca en contraste con las dos esferas negras de los ojos. Era como un peluche ridículo con botones en los ojos que había tomado vida y que de pronto resultaba de lo más aterrador.

– Cuando hable sobre el arriendo en el consejo parroquial de cara a fin de año quiero que te quedes calladito, ¿te enteras? -le dijo-. Si no, la policía será la que decida si lo que has hecho está bien o mal.

Stefan intentó decirle que estaba siendo ridicula.

– Tú eliges -le contestó-. No pienso ser condescendiente contigo hasta la eternidad.

El pastor se la quedó mirando estupefacto. ¿Cuándo había sido condescendiente con él?

Stefan pensó en el párroco, luego pensó en su mujer, después en Mildred y por último en las miradas de las administrativas. De pronto tuvo la sensación de estar perdiendo el control de su propio aliento y empezó a jadear como un perro encerrado en un coche. Tenía que tranquilizarse.

«Puedo salir de ésta -pensó-. ¿Qué me está pasando?»

Ya de pequeño se había buscado amigos que lo presionaban y se aprovechaban de él. Primero sólo le hacían hacer recados y darles las golosinas, pero después le obligabán a pinchar ruedas y a tirar piedras para demostrar que el hijo del pastor no era un cagón. Y ahora de adulto parece que siempre busca a personas y situaciones en las que lo acaban tratando como porquería.

Cogió el teléfono. Sólo una llamada.


Lisa Stöckel está sentada en las escaleras de su casita de chocolate, «el examen final del pastelero drogadicto», como la suele llamar Mimmi. En breve se acercará hasta el bar. Últimamente cena allí cada día y a su hija no parece que le resulte extraño. En la cocina de Lisa sólo hay un plato hondo, una cuchara y un abrelatas para la comida de perro. Los perros mueven la cola en el borde del jardín mientras olfatean o mean en los groselleros. Tiene la impresión de que la miran extrañados al ver que no les pega ningún grito.

«Mead donde os dé la gana», piensa con media sonrisa en la cara.

La dureza del corazón del ser humano es algo curioso. Se parece a las plantas de los pies en verano. Puedes correr pisando piñas y grava, pero si se te hace una herida en el talón, es profunda.

La dureza siempre ha sido su fuerza motora. Sin embargo, ahora es su debilidad. Intenta encontrar las palabras adecuadas para hablar con Mimmi, pero es una tarea en vano. Todo lo que le tiene que decir se lo debería haber dicho hace tiempo y ahora ya es demasiado tarde.

Y ¿qué le habría dicho entonces? ¿La verdad? Poco probable. Se acuerda de cuando Mimmi tenía dieciséis años. Ella y Tommy ya llevaban separados muchos años. Él se pasaba los fines de semana empinando el codo, pero por fortuna era un buen estucador y cuando estaba con trabajo se limitaba a la cerveza, de lunes a jueves. Mimmi estaba preocupada, evidentemente, y era de la opinión de que Lisa debía hablar con él. Una vez le preguntó: «¿No te importa papá?», a lo que Lisa respondió con un sí, pero era mentira. Ella, que había decidido que las mentiras se habían terminado. A pesar de todo, Mimmi era Mimmi y sabía que Tommy no le importaba una mierda a Lisa. «¿Por qué diantre te casaste con papá?», le preguntó en otra ocasión, a lo que Lisa le dio a entender que no tenía la menor idea. Fue casi un descubrimiento aturdidor. No logró acordarse de lo que había pensado ni sentido cuando empezaron a quedar, se fueron a la cama, se prometieron y él le puso su sello de propiedad alrededor del dedo. Después llegó Mimmi. De pequeña fue una criatura adorable y, a la vez, las cadenas con las que Lisa se ató para siempre a Tommy. Al principio dudó de sus sentimientos de madre. ¿Qué tenía que sentir una madre por su hija? No lo sabía. «Daría mi vida por ella», pensó alguna vez mirando a Mimmi mientras dormía, pero eso no quería decir nada. Era como prometer viajes al extranjero si te tocaba el gordo de la lotería. Le era más fácil morir por su hija en la teoría que sentarse a leerle algo durante un cuarto de hora. La Mimmi dormida la llenaba de añoranza y de remordimientos de conciencia. La Mimmi despierta, con sus manitas recorriéndole la cara y metiéndose en sus mangas en busca de piel y proximidad, le daba escalofríos.

Siempre le había parecido imposible liberarse del matrimonio pero luego, una vez roto, se sorprendía de lo fácil que le había resultado. Era tan sencillo como hacer las maletas y mudarse. Las lágrimas y los gritos eran como aceite en el agua.

Con los perros nunca se complican las cosas. A ellos no les importa que su ama sea rara; son totalmente sinceros y siempre están contentos.

Como Nalle. Lisa no puede evitar sonreír cuando piensa en él. Lo puede ver en su nueva amiga, la Rebecka Martinsson esa. Cuando Lisa la vio por primera vez el martes por la tarde llevaba aquel abrigo largo y un chal brillante, seguramente de seda auténtica. Sería secretaria de algún gerifalte, o algo así. Y había algo, quizá una demora de un microsegundo, como si siempre se lo pensara antes de contestar, gesticular o sonreír. A Nalle no le importan esas cosas. Él se mete en el corazón de la gente sin pedir permiso. Sólo un día con Nalle, y ya Rebecka Martinsson aparecía con un anorak de los años setenta y el pelo recogido con una goma marrón, de esas que se llevan la mitad de la cabellera cuando te la quitas.

Y él no sabe mentir. Cada dos jueves Mimmi sirve té inglés en el bar y ya se ha convertido en una de esas cosas por las que las mujeres de la ciudad van hasta Poikkijärvi. También hay panecillos suecos recién hechos, con mermelada, y siete clases de galletas. El último jueves Mimmi soltó un grito con voz severa: «¿Quién le ha pegado un bocado a esta galleta?» Nalle, que estaba merendando tostadas y leche, levantó la mano con la velocidad de un relámpago y confesó directamente: «¡Yo!»

«Bendito Nalle», piensa Lisa.

Justo las mismas palabras que Mildred pronunció mil veces.

Mildred. Cuando la dureza de Lisa se agrietó, Mildred se coló por ella contaminándola entera.

Sólo han pasado tres meses desde aquella vez que estaban en el sofá cama de la cocina, como solían hacer bastante a menudo porque los perros ocupaban la cama y Mildred siempre decía: «No los eches, ¿no ves lo a gusto que están?»

En aquella época, a principios de junio, Mildred en realidad está hasta el cuello de trabajo. Terminan las escuelas, hay confirmaciones, fin de curso de grupos de niños, fin de curso de otros más mayores, fin de curso de los jóvenes y un montón de bodas. Lisa está tumbada de lado sobre el costado izquierdo apoyándose en el codo, y en la mano derecha sujeta un cigarrillo. Mildred está dormida, o quizá despierta; probablemente en un estado intermedio. Tiene la espalda cubierta de pelo, una capa de finísimo vello que le crece hacia abajo a lo largo de la columna. Para Lisa es una bendición extra que, tan loca como está por los perros, encuentre a una amada que tiene la espalda igual que la barriga de un cachorro. Quizá de lobo.

– ¿Qué tienes con esa loba? -le pregunta Lisa.

Mildred ha pasado una primavera de lobos en toda regla. Ha salido noventa segundos en el telediario hablando de la loba, el grupo Mil Tonos presentó un concierto para recaudar fondos para la fundación y ella incluso ha hecho sermones con el animal como tema.

Mildred se pone boca arriba y le coge el cigarrillo a Lisa, que empieza a dibujarle símbolos en la barriga.

– Vaya -exclama y se le nota que tiene que hacer un esfuerzo para responder a la pregunta-. Pues hay algo entre los lobos y las mujeres. Nos parecemos. Miro a esa loba y me hace pensar en para qué hemos sido creados. Los lobos son tremendamente resistentes. Piensa que habitan tanto zonas polares, con un frío de cincuenta grados bajo cero, como desiertos a cincuenta grados de calor. Son territoriales, marcan sus límites con dureza y deambulan libres y hasta donde quieren. Se ayudan entre ellos dentro de la manada, son leales, aman a sus crías por encima de todo. Son como nosotras.

– Tú no tienes crías -dice Lisa arrepintiéndose de inmediato, pero Mildred no se ofende.

– Os tengo a vosotros -se ríe-. Se atreven a irse cuando hace falta -dice Mildred continuando con su discurso-, se pelean y muerden si es necesario. Y están tan… vivos. Y son felices.

Saca el humo de una calada tratando de hacer anillos mientras piensa.

– Tiene que ver con mi fe -dice-. La Biblia está repleta de hombres que tienen esa gran misión que es más importante que todo lo demás, esposa e hijos y…, bueno, todo. Abraham y Jesús y… Mi padre seguía sus huellas en su labor de sacerdote, ¿sabes? Mi madre se tenía que hacer responsable de la casa, de las visitas al médico y de las felicitaciones de Navidad. Pero, para mí, Jesús es el que permite que las mujeres empiecen a pensar, que se opongan si es necesario, que sean como una loba. Y cuando me amargo tanto que me pondría a llorar, él me dice: «Vamos, es mejor que estés alegre.»

Lisa continúa dibujando sobre la barriga de Mildred y con el dedo índice le recorre los pechos y la cadera.

– Sabes que la odian, ¿no?

– ¿Quiénes? -pregunta Mildred.

– Los hombres del pueblo -responde Lisa-. Los del equipo de caza. Torbjörn Ylitalo. A principios de los ochenta lo juzgaron por caza ilegal. Le disparó a un lobo en la provincia de Dalarna. Su mujer es de allí.

Mildred se incorpora en el sofá cama.

– ¡Estás de broma!

– No, no bromeo. En realidad le tenían que haber retirado la licencia, pero ya sabes, Lars-Gunnar era policía, y es la policía la que decide esas cosas. Él tiró de contactos y al final… ¿Adónde vas?

Mildred se ha puesto en pie de un salto. Los perros aparecen corriendo pensando que van a salir pero Mildred no les hace el menor caso y se viste a toda prisa.

– ¿Adónde vas? -vuelve a preguntar Lisa.

– Mierda de club de machos -gruñe Mildred-. ¿Cómo has podido? ¿Cómo es que sabiendo esto no me has dicho nada antes?

Lisa se incorpora. Siempre lo ha sabido. Estaba casada con Tommy y él era amigo de Torbjörn Ylitalo. Se queda mirando a Mildred, que fracasa en el intento de ponerse el reloj de muñeca y se lo acaba metiendo en el bolsillo.

– Cazan gratis -resopla Mildred-. La parroquia se lo proporciona todo, no dejan pasar a nadie, mucho menos si es una mujer. Pero las mujeres trabajan, se encargan del resto y tienen que esperar su recompensa en el cielo. Estoy hasta el coño de que siempre sea así. Es una señal clarísima de cómo ve la Iglesia a los hombres y a las mujeres. ¡Pero que se jodan, hasta aquí hemos llegado!

– ¡Por Dios, qué manera de hablar!

Mildred se vuelve hacia Lisa.

– ¡Tú también deberías hablar así!


Magnus Lindmark estaba de pie junto a la ventana de la cocina a la caída del sol. Todavía no había encendido ninguna luz, por lo que los contornos y los objetos, tanto de dentro como de fuera, se habían vuelto ligeramente borrosos y empezaban a desvanecerse en la oscuridad cada vez más.

Aun así pudo distinguir claramente a Lars-Gunnar Vinsa, el jefe del grupo de caza, y a Torbjörn Ylitalo, el representante de la asociación de cazadores, cuando se acercaban por la carretera en dirección a su casa. Magnus se mantuvo oculto tras la cortina preguntándose qué coño querrían y por qué carajo no iban en coche. ¿Habrían aparcado lejos para hacer el último trozo caminando? ¿Por qué razón? Sintió que el cuerpo se le llenaba de incomodidad.

Fuera cual fuera el motivo de su visita, les diría que ahora no tenía tiempo. A diferencia de ellos, él sí que tenía un trabajo con el que cumplir. Sí, claro, Torbjörn Ylitalo era guarda forestal, pero no daba un palo al agua, nadie lo podía negar.

Desde que Anki se largó con los niños, no era habitual que Magnus Lindmark tuviera visitas. Por aquel entonces siempre le parecía un coñazo tener que estar con la familia de su esposa y los amigos de sus hijos. Él no era de fingir y sonreírle a la gente, así que al final sus cuñadas y los amigos de su mujer se marchaban en cuanto él llegaba a casa, lo cual le iba como anillo al dedo. No le entraba en la cabeza que la gente pudiera quedarse charlando de aquella manera durante horas. ¿Acaso no tenían nada que hacer?

Ya habían llegado al porche y llamaban a la puerta. El coche de Magnus estaba aparcado fuera, así que no podía hacer como si no estuviera en casa.

Torbjörn Ylitalo y Lars-Gunnar Vinsa entraron sin esperar a que Magnus les abriera y fueron directos a la cocina.

Lars-Gunnar miró a su alrededor y de pronto Magnus vio también el aspecto de su cocina.

– Está un poco… He estado muy ocupado -se excusó.

La pila rebosaba de fregaza mohosa y viejos cartones vacíos de leche. Detrás de la puerta había dos bolsas de papel llenas de latas, por el suelo se veía ropa que había tirado antes de meterse en la ducha y que debería haber llevado al lavadero, y la mesa estaba repleta de propaganda, correo, periódicos viejos y un plato con restos de leche ácida, seca y agrietada. En la encimera, al lado del microondas, había un motor de barco desmontado que algún día iba a arreglar.

Magnus les ofreció café, pero ninguno de los dos quería. Ni siquiera una cerveza. Magnus cogió una Pilsner, la quinta de la tarde.

Torbjörn fue directo al grano.

– ¿Qué le andas diciendo a la policía? -le preguntó.

– ¿A qué coño te refieres?

Torbjörn Ylitalo entornó los ojos y Lars-Gunnar cambió a una actitud mucho más agresiva.

– No te hagas el tonto, tío -le advirtió Tornbjörn-. Que me habría gustado pegarle un tiro a la cura esa.

– Bah, ¡chorradas! La poli esa es una bocazas, tiene…

No pudo decir más. Lars-Gunnar había dado un paso al frente y le soltó una bofetada que, bueno, era como el sopapo de un oso.

– ¡Estás muy jodido si crees que nos puedes mentir en la cara!

Magnus parpadeó y se llevó la mano a la mejilla ardiente.

– Qué cojones… -gimoteó.

– He dado la cara por ti -dijo Lars-Gunnar-. Eres un puto perdedor, siempre me lo has parecido, pero por no hacerle el feo a tu padre te metimos en el equipo. Y dejamos que te quedaras a pesar de tus gilipolleces.

Un atisbo de desafío brilló en los ojos de Magnus.

– ¿Qué pasa? ¿Acaso tú eres mejor persona? ¿Eres más bueno que yo o qué?

Ahora fue Torbjörn el que le dio un empujón en el pecho. Magnus se balanceó hacia atrás y se dio un golpe en el muslo contra la encimera.

– ¡Calla y escucha, chaval!

– He tenido mucha paciencia contigo -continuó Lars-Gunnar-, cuando saliste con tus amigos a disparar a las señales de tráfico para probar la escopeta nueva y aquella puta pelea en el puesto de caza hace dos años. No sabes beber y aun así bebes y acabas haciendo las sandeces más gordas que se te pasan por la cabeza.

– ¿Qué pelea? Joder, si fue el primo de Jimmy que…

Torbjörn le volvió a dar otro empujón en el pecho. A Magnus se le cayó la botella de cerveza, que se quedó derramando líquido por el suelo.

Lars-Gunnar se quitó el sudor de la frente con la mano. Le caían las gotas por los ojos y las mejillas.

– Y los putos gatos…

– Sí, tiene cojones -asintió Torbjörn.

Magnus soltó una especie de risita tonta de borracho.

– Joder, si no eran más que unos gatos…

Lars-Gunnar le golpeó la cara con el puño cerrado, justo por encima de la nariz. Magnus sintió como si se le abriera toda la cara. La sangre caliente le empezó a correr por la boca.

– ¡Vamos! -rugió Lars-Gunnar-. ¡Aquí, aquí!

Se señalaba la barbilla.

– ¡Venga! ¡Aquí! Ahora tienes la oportunidad de pelearte con un hombre de verdad. Cobarde maltratador de mierda. Eres una vergüenza. ¡Venga!

Puso los brazos como si fueran ganchos y animaba a Magnus al ataque mientras le enseñaba el mentón como anzuelo.

Magnus se tapaba la nariz ensangrentada con la mano derecha. La sangre le corría por dentro del puño de la camisa. Con la izquierda hacía gestos al aire en señal evasiva.

De pronto Lars-Gunnar se apoyó en la mesa de la cocina y se inclinó pesado sobre ella.

– Me voy fuera -le dijo a Torbjörn Ylitalo-. Antes de provocar una desgracia.

Al llegar cerca de la puerta se volvió hacia atrás.

– Puedes denunciarme si quieres -dijo-. Me da igual. Es justo lo que me espero de ti.

– Pero no lo harás -le advirtió Torbjörn cuando Lars-Gunnar hubo salido-. Y a partir de ahora manten la boca cerrada, ni una palabra sobre mí, ni sobre el equipo de caza, ¿te queda claro?

Magnus asintió con la cabeza.

– Si me entero de que has abierto otra vez el pico, me encargaré personalmente de que te arrepientas. ¿Te enteras?

Magnus asintió de nuevo. Mantenía la cara erguida para que dejara de sangrarle la nariz y en esa postura le bajaba por la garganta dejándole un sabor a hierro.

– El arriendo de caza se renueva a fin de año -siguió Torbjörn-. Si hay más peleas o estupideces…, quién sabe. No hay nada seguro en este mundo. Tienes tu sitio en el equipo, pero tendrás que comportarte.

Se quedaron callados unos segundos.

– Hala, procura ponerte un poco de hielo -dijo al final Torbjörn.

Después salió él también.

Lars-Gunnar estaba en el porche con las manos en la cabeza.

– Larguémonos -le dijo Torbjörn Ylitalo.

– Joder -dijo Lars-Gunnar Vinsa-. Mi padre pegaba a mi madre, ¿sabes? Me pongo como loco… Tendría que habérmelo cargado… A mi padre, quiero decir. ¿Sabes? Cuando terminé la academia de policía y me vine aquí otra vez intenté convencerla para que se divorciara de él, pero en los sesenta estabas obligado a hablar primero con el cura, y aquel cabrón la convenció para que se quedara con el viejo.

Torbjörn Ylitalo miró hacia el tupido prado que colindaba con el jardín de Magnus Lindmark.

– Vámonos -dijo.

Lars-Gunnar Vinsa se puso en pie con esfuerzo.

Pensaba en aquel cura, en su cabeza calva reluciente y en su cuello que parecía un montón de salchichas enroscadas. Joder. Su madre llevaba puesto el abrigo de vestir y tenía el bolso en el regazo. Lars-Gunnar estaba a su lado haciéndole compañía. El cura tenía todo el tiempo una media sonrisa, como si se tratara de una maldita broma. «Pobre vieja», le había dicho el cura, aunque ella acababa de cumplir los cincuenta e iba a vivir treinta años más. «¿No es mejor que se reconcilie con su marido?» Después de la visita su madre estuvo muy callada. «Ya está hecho», le dijo Lars-Gunnar, «ya has hablado con el cura, así que ya te puedes divorciar». Pero su madre negó con la cabeza. «Es más fácil ahora que tú y tus hermanos os habéis ido de casa», le respondió. «¿Cómo se las iba a arreglar él solo?»


Magnus Lindmark vio desaparecer a los dos hombres por la carretera. Abrió el congelador y rebuscó hasta encontrar una bolsa con carne picada, se tumbó en el sofá del comedor con otra cerveza y con la bolsa de carne sobre la nariz y encendió el televisor. Estaban dando un documental sobre enanos. Pobres desgraciados.


Rebecka Martinsson le compra un envase de comida a Mimmi. Va de camino a Kurravaara, donde quizá acabe pasando la noche. Con Nalle no le ha resultado desagradable ir allí y ahora quiere probarlo sola. Sabe perfectamente las sensaciones que tendrá cuando se tome la sauna y se bañe en el río. El agua fría y las piedras afiladas bajo los pies, la respiración acelerada de los primeros segundos, las rápidas brazadas hacia lo hondo y la inexplicable sensación de fundirse con todas sus edades anteriores. Se ha bañado en ese río y ha nadado en él con seis años, diez, trece, hasta que cambió de ciudad. Son las mismas grandes piedras, la misma orilla, el mismo vientecillo del atardecer de otoño que fluye como un río de aire sobre el río de agua. Es como una muñeca rusa que por fin reúne todas las piezas y puede juntar la de arriba con la de abajo en un giro, con la certeza de que incluso la más pequeña está resguardada en el centro.

Después cenará a solas en la cocina con el televisor encendido. Si le apetece, pondrá la radio mientras friega los platos. Quizá Sivving asome la cabeza cuando vea que hay luz.

– ¿Así que hoy has salido de aventura con Nalle?

Es Micke el que habla, el dueño del bar. Tiene ojos de buena persona, lo cual no acaba de encajar con los tatuajes de sus musculosos brazos, la barba y el aro en la oreja.

– Sí -le responde Rebecka.

– Genial. Mildred y él se iban a menudo juntos de excursión.

– Ah -asiente ella y piensa: «He hecho algo por ella.»

Mimmi aparece con el envase de comida para Rebecka.

– Mañana por la tarde -le comenta Micke-, ¿te gustaría trabajar aquí un rato? Es sábado, todo el mundo vuelve de vacaciones, han empezado las escuelas, habrá mucha gente. Cincuenta coronas la hora, entre ocho y una, más las propinas.

Rebecka se lo queda mirando asombrada.

– Hecho -dice tapando esa expresión relajada de su cara-. ¿Por qué no?

Y se marcha llena de alegría traviesa.


PATAS DORADAS

Noviembre. La luz del alba asoma gris y perezosa. Ha nevado durante la noche y todavía hay algunos copos de nieve planeando por el bosque silencioso. A lo lejos se oye el graznido de un cuervo.

Toda la manada está durmiendo cubierta de nieve en una pequeña hondonada sin que siquiera se les vean las orejas. Los cachorros, excepto uno, han sobrevivido al verano. Ahora ya son once miembros.

Patas Doradas se incorpora, se sacude la nieve y olfatea el aire. La nieve se ha posado como una manta sobre los viejos rastros de olor, ha barrido el aire y ha limpiado la tierra. Agudiza los sentidos. El ojo avizor. El oído despierto. Y hasta allí le llega el sonido de un alce levantándose de su acomodo nocturno y sacudiéndose también la nieve del cuerpo. Está a un kilómetro de distancia. El hambre se hace patente en forma de punzada en el estómago de la loba, que despierta al resto de la manada y les comunica con señales el hallazgo. Ahora son muchos y pueden cazar presas grandes.

El alce es un objetivo peligroso. Tienes las patas traseras muy fuertes y las pezuñas afiladas. De una coz puede romperle fácilmente la mandíbula como si fuera una rama, pero Patas Doradas es una cazadora hábil. Y atrevida.

La manada se pone en marcha y trota en dirección al alce. Enseguida encuentran el rastro. Con ladridos y mordiscos les ordenan a los cachorros, que ya tienen siete meses, que permanezcan detrás de la manada. Ya han empezado a cazar presas pequeñas, pero en esta cacería sólo podrán participar como espectadores. Saben que pasa algo grande y están temblando por la excitación contenida. Los mayores ahorran fuerzas. Lo único que dice que no se trata de un desplazamiento normal, sino el inicio de una ardua cacería, son los hocicos que de vez en cuando husmean el aire. Es más probable que fracasen a que salgan victoriosos, pero Patas Doradas avanza con pasos decididos. Tiene hambre. Últimamente está trabajando duro para la manada y no se atreve a dejarla para hacer sus excursiones como antes. Siente que en breve la expulsarán del grupo y quizá si un día se va, ya no la dejen volver. Su hermanastra, la hembra alfa, la mantiene a raya. Patas Doradas se acerca constantemente a la pareja dominante con las patas de atrás dobladas y la espalda curvada para mostrar su sometimiento. Camina con el culo pegado al suelo. Se arrastra y les lame las comisuras. Es la cazadora más diestra de la manada, pero eso ya no le sirve de mucho. Se las apañan sin ella y todos saben que tiene los días contados.

Físicamente, Patas Doradas es la superior. Es rápida y tiene las patas largas. Es la hembra de más tamaño de toda la manada, pero no tiene cabeza para el liderazgo. Le gusta apartarse de la manada y hacer excursiones por su propia cuenta. No le gustan los enfrentamientos y evita peleas y riñas agitando la cola e invitando a jugar en lugar de combatir. En cambio, su hermanastra se levanta tras el descanso y estira el cuerpo al mismo tiempo que pasea una mirada dura que dice: «¿Y bien? ¿Alguien tiene intención de plantarme cara hoy?» No tiene compromiso ni miedo ninguno. O te adaptas o te largas, y sus crías pronto lo aprenderán. No dudaría jamás en matar si se desatara una pelea. Con ella en la pareja líder, las manadas rivales tienen que andarse con mucho cuidado de entrar en su territorio. Su desasosiego hace que toda la manada se ponga en marcha para cazar o para desplazarse con el objetivo de ampliar el dominio.

El alce ya ha captado el olor de la manada. Es un macho joven. Los lobos oyen el crujido de las ramas que se parten cuando el animal acelera el paso por el bosque. Patas Doradas arranca a galope. La nieve que ha caído no es profunda, por lo que el riesgo de que el alce se distancie es grande. Patas Doradas se separa de los demás y hace un semicírculo para atajar.

Al cabo de dos kilómetros la manada alcanza al alce. Patas Doradas lo ha hecho detenerse y lanza pequeños ataques, pero siempre guardándose de la cornamenta y de las pezuñas. Los demás se agrupan alrededor del gran animal. El alce gira sobre sí mismo, dispuesto a defenderse del primero que se atreva a atacar de verdad. Al final es uno de los machos. Se le agarra con un mordisco a la pata trasera, pero el alce logra desprenderse de él. La herida es grande, se le desgarran músculos y tendones, mas el lobo no se retira lo bastante rápido y el alce le asesta una coz haciéndole rodar por la nieve. Cuando se incorpora cojea un poco. Se le han partido dos costillas. Los demás lobos retroceden algunos pasos y el alce sale corriendo. Desaparece entre la maleza con la pata sangrando.

Todavía le queda mucha energía, así que es mejor dejar que corra para que pierda sangre y se canse. Los lobos empiezan a perseguir a su presa, esta vez al trote, pues no hay prisa. Pronto alcanzarán otra vez al gran animal. El lobo herido les sigue el paso renqueando. Las próximas semanas su supervivencia dependerá por completo del éxito de los demás cuando vayan a cazar. Si la presa es demasiado pequeña, no habrá más que huesos cuando le llegue el turno de comer. Si tienen que desplazarse demasiado durante la cacería, no tendrá fuerzas para seguirles. Cuando la capa de nieve sea más profunda le costará avanzar por ella.

Al cabo de cinco kilómetros la manada ataca de nuevo. Ahora es Patas Doradas la que hace el trabajo duro. Se pone en cabeza en el galope mientras la distancia entre la manada y el alce se reduce rápidamente. Los demás la siguen tan de cerca que les roza las cabezas con las patas de atrás. Lo único que existe en ese momento es el gran animal. La sangre salpica en el hocico de la loba hasta que por fin le da alcance. Se cuelga de la pata trasera del alce. Es el momento más peligroso, pero no lo suelta y al instante siguiente hay otro lobo agarrado a la pata derecha. Otro miembro le coge rápidamente el puesto a Patas Doradas en cuanto ella suelta. Pega una corrida rápida hacia delante y atrapa al alce por la garganta. El gran animal cae de rodillas en la nieve, Patas Doradas le tira del cuello y el alce trata de reunir fuerzas para ponerse en pie otra vez. Levanta la cabeza al cielo. El macho dominante le clava los dientes en el morro y le baja la cabeza hasta el suelo. Patas Doradas consigue darle otro mordisco y finalmente le arranca la garganta.

La vida abandona rápidamente al alce y la sangre pinta la nieve de rojo. Los cachorros reciben la señal. Vía libre. Aparecen corriendo y se abalanzan sobre el animal moribundo. Por fin pueden compartir el triunfo de la caza y sacuden las patas y el hocico. Los lobos adultos abren al alce por la mitad con sus fuertes mandíbulas. El cuerpo inerte humea en el frío de la mañana.

En los árboles de encima se posan unos pájaros negros.

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