Sale todo en la prensa matutina y también hablan de ello en la radio. El pastor desaparecido ha sido encontrado en un lago con cadenas rodeándole el cuerpo. Tiene dos disparos: uno en el pecho y otro en la frente. Una ejecución en toda regla, según fuentes de la policía, que opina que ha sido más suerte que pericia haber encontrado el cuerpo.
Lisa está sentada a la mesa de la cocina. Ha cerrado el periódico, ha apagado la radio e intenta estarse quieta en la silla. En cuanto se mueve, algo como una ola se pone en marcha en su interior, una ola que pasa a través del cuerpo, que la pone en pie, que la hace ir de un lado a otro en su casa vacía, entrar en la sala de estar con sus librerías como si tuvieran la boca abierta y los alféizares vacíos de las ventanas. La hace volver a la cocina. No hay nada que fregar y los armarios están limpios, los cajones vacíos y no hay ningún papel, ni facturas por pagar. La hace entrar en el dormitorio. Esta noche ha dormido sin sábanas, simplemente se cubrió con un edredón y se quedó dormida, para su sorpresa. El edredón todavía está doblado a los pies de la cama con las almohadas encima. Su ropa no está.
Si se queda completamente quieta sentada, logra dominar su añoranza. Añoranza de llorar y de gritar. O de dolor. Añoranza de poner la mano sobre la plancha de la cocina cuando está al rojo vivo. Pronto será hora de irse. Se ha duchado y se ha puesto ropa limpia. El sujetador le roza por la falta de costumbre debajo de las axilas.
A los perros no se les engaña fácilmente. Van hacia ella moviendo la cola y se oye el ruido de sus uñas sobre el suelo, clicketi-clicketi-click. No se preocupan del rechazo de su tenso cuerpo. Aprietan el hocico contra su vientre. Lo presionan entre sus piernas, meten la cabeza debajo de sus manos exigiéndole que los acaricie. Y lo hace. Es un esfuerzo monstruoso desconectar lo máximo posible para acariciarlos, sentir el pelo suave y, debajo, el calor de la circulación de su sangre.
– A dormir -les ordena con voz extraña.
Y se tumban en su sitio. Enseguida vuelven y hacen ruido con las uñas.
A las siete y media se levanta. Enjuaga la taza de café y la pone en el escurridor de platos. Tiene un aspecto raro, como abandonada.
En la explanada los perros se obcecan con algo. Normalmente, saltan directamente al coche porque saben que significa un largo día en el bosque, pero ahora arman jaleo allí mismo. Karelin se va y mea sobre los arbustos de grosellas. El Alemán se sienta y la mira fijamente mientras ella les señala con la mano extendida la puerta del portaequipajes. Majken es la primera que se rinde. Va corriendo agazapada a través de la explanada con el rabo metido entre las patas. Karelin y el Alemán saltan después de ella.
A Spy-Morris nunca le apetece ir en coche y hoy menos que nunca. Lisa tiene que perseguirlo, maldice y da voces hasta que se para. Tiene que llevarlo al coche a rastras.
– Salta de una vez, joder -le chilla y le da una azotaina en el lomo.
Entonces salta dentro. Lo ha entendido. Todos lo entienden y la miran a través de la ventanilla. Ella se sienta en el parachoques completamente extenuada. Lo último que quiere hacer es pelearse con ellos, eso no lo tenía previsto.
Va al cementerio. Mientras, los perros se quedan dentro del coche. Baja hasta la tumba de Mildred que, como es habitual, está llena de flores, tarjetas, hasta fotografías que se han arrugado y cada vez son más gruesas por la humedad.
Las mujeres la cuidan.
Es cierto, debería haber llevado algo para ponerlo sobre la tumba. Pero ¿qué?
Intenta pensar en algo que decir. Un pensamiento. Mira fijamente el nombre de Mildred sobre la piedra gris mojada. Mildred, Mildred, Mildred. Introduce el nombre dentro de sí como si fuera un cuchillo.
«Mi Mildred -piensa después-. A ti que te tuve en mis brazos.»
Erik Nilsson ve a Lisa desde lejos. Está quieta, pasiva, como si pudiera ver a través de la piedra. Las otras mujeres siempre están de rodillas, mueven la tierra, arreglan, limpian y hablan con las otras visitas.
Va a bajar hasta la tumba pero se arrepiente por un momento. Suele ir allí entre semana por la mañana. Para tener su momento de paz. No tiene nada en contra del grupo Magdalena, pero ocupan la tumba de Mildred. No le queda sitio entre tantos desconsolados. Abarrotan el lugar con flores y velas, colocan piedras pequeñas en la lápida de la cabecera y lo que él le lleva desaparece entre todo lo que hay. Para los demás estará bien así, pertenecer al colectivo de desconsolados. Es un bálsamo para ellos ver que son tantos los que la echan de menos. Pero él… Es un pensamiento infantil, lo sabe, querer que la gente lo señale y diga: «Era su marido, es el que da más pena.»
Mildred le pasa por detrás.
– ¿Me acerco? -pregunta.
Pero ella no le responde. Mira fijamente a Lisa.
Erik Nilsson va directamente hacia ella. Carraspea de lejos para no asustarla. Parece muy ensimismada.
– Hola -la saluda suavemente.
No se habían vuelto a ver desde el funeral.
Ella lo saluda con la cabeza e intenta sonreír.
Él está a punto de decir: «Así que también tienes una reunión por la mañana aquí», o algo igual de absurdo que rompa el hielo entre ellos, pero se arrepiente y por el contrario dice muy serio:
– Sólo la teníamos de prestado. Es bien jodido no haberme dado cuenta cuando la tenía cerca de mí. A menudo me enfadaba con ella por lo que no me daba. Ahora desearía haber…, no sé…, haber aceptado lo que recibía con alegría en lugar de martirizarme por lo que no recibía.
La mira. Ella le devuelve la mirada sin expresar nada.
– No hago más que hablar -dice para cambiar de conversación.
Ella niega con la cabeza.
– No, no -consigue decir-. Sólo es que… no puedo…
– Siempre estaba tan ocupada. Siempre trabajando. Ahora que está muerta es cuando parece que tengamos tiempo el uno para el otro. Es como si se hubiera jubilado.
Mira a Mildred. Ella se ha agachado y lee las tarjetas que hay sobre la tumba. A veces sonríe abiertamente. Coge las pequeñas piedras que están sobre la lápida de la cabecera y las aprieta dentro de la mano. Una tras otra.
Él se queda callado. Espera a que Lisa quizá pregunte cómo le va, cómo se las arregla.
– Tengo que irme -dice ella-. Tengo a los perros en el coche.
Erik Nilsson la sigue con la mirada hasta que desaparece. Cuando se agacha para cambiar las flores del florero que está incrustado en la tierra, Mildred ya no está.
Lisa se sienta en el coche.
– Tumbaos -les dice a los perros que van detrás.
«Yo también me debería haber tumbado -piensa-. En lugar de estar dando vueltas por la casa sin parar esperando a Mildred. Aquella noche antes del solsticio.»
Es la víspera del solsticio de verano por la noche. Mildred ya está muerta. Lisa no lo sabe y va de un lado a otro sin parar. Toma café aunque no debería hacerlo siendo tan tarde.
Lisa sabe que Mildred ha celebrado una misa nocturna en Jukkasjärvi. Todo el tiempo ha estado pensando que después Mildred iría a verla, pero se está haciendo demasiado tarde. O Mildred se ha ido a casa a acostarse. A casa de su Erik. Lisa siente cómo se le encoge el estómago.
El amor es como una planta o un animal. Vive y se desarrolla. Nace, crece, envejece y muere. Dispara algunos extraños tiros. Hace un momento el amor hacia Mildred era una alegría vibrante. Los dedos pensaban en la piel de Mildred. La lengua pensaba en sus pezones. Ahora es igual de grande que antes, igual de fuerte pero en la oscuridad ha palidecido y es absorbente. Atrae todo lo que hay en Lisa. El amor hacia Mildred la agota y la entristece. Tal vez esté tan cansada por pensar en Mildred constantemente. En su cabeza no hay lugar para nada más. Mildred y otra vez Mildred. Dónde está, qué hace, qué ha dicho, a qué se ha referido con esto o con lo otro. La puede echar de menos un día entero sólo para pelearse con ella cuando por fin aparece. La herida en la mano de Mildred hace tiempo que ha cicatrizado. Es como si no la hubiera tenido nunca.
Lisa mira el reloj. Hace mucho rato que dieron las doce. Le pone la correa a Majken y baja hasta la carretera. Piensa acercarse al embarcadero para ver si la barca de Mildred está allí.
De camino pasa por delante de la casa de Lars-Gunnar y Nalle, y se da cuenta de que el coche no está en el jardín.
Después, cada día que pasa piensa en ello. Todo el tiempo. Que el coche de Lars-Gunnar no estaba aparcado en el jardín. Que Lars-Gunnar es lo único que Nalle tiene. Que nada puede hacer que Mildred vuelva a la vida.
Måns Wenngren llama por teléfono a Rebecka Martinsson y la despierta. Su voz es cálida y un poco ronca.
– ¡Arriba! -le ordena-. Tómate un café y un bocata. Dúchate y arréglate. Te vuelvo a llamar dentro de veinte minutos. Para entonces debes estar lista.
Esto ya ha pasado antes. Cuando estaba casado con Madelene y todavía le aguantaba sus periódicas agorafobias y sus pánicos y Dios sabe qué más, entonces la convencía hablándole de la visita al dentista, comidas familiares o de ir a comprar zapatos a los almacenes NK. No hay mal que… Ahora por lo menos se sabe la técnica.
Måns vuelve a llamar al cabo de veinte minutos. Rebecka responde como un obediente boy-scout. Ahora se sentará en el coche, irá a la ciudad y sacará dinero suficiente para pagar el alquiler de la cabaña de Poikkijärvi.
Cuando él la llama de nuevo le dice que vaya a Poikkijärvi, aparque delante del local de Micke y que lo llame desde allí.
– Muy bien -le dice Måns cuando ella lo llama-. Ahora falta un minuto y medio y después ya habrá pasado. Entra y paga. No necesitas decir ni una palabra si no quieres. Simplemente entrega el dinero. Cuando lo hayas hecho te sientas en el coche y me llamas otra vez, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -responde Rebecka como un niño. Está sentada dentro del coche mirando el restaurante. Allí está, blanco y desgastado a la luz clara del otoño. Se pregunta quién estará dentro. ¿Micke o Mimmi?
Lars-Gunnar abre los ojos. Stefan Wikström lo despierta siempre que sueña. Son sus gritos lastimosos, sus gemidos y sus lamentos mientras se hinca de rodillas allí, junto al lago, consciente de lo que va a ocurrir.
Ha dormido en el sillón de la sala de estar. Tiene la escopeta sobre las rodillas. Se levanta fatigado, con la espalda y los hombros entumecidos. Sube hasta la habitación de Nalle, que aún duerme profundamente.
Está bien claro que no se debería haber casado con Eva pero era un simple norteño, una presa fácil para una persona como ella.
Siempre ha sido de grandes dimensiones. Ya de niño era gordo. En aquellos tiempos los niños eran delgaduchos y volaban tras los balones de fútbol. Eran ligeros y rápidos y les tiraban bolas de nieve a los niños gordos, que se iban corriendo a sus casas todo lo deprisa que podían. A casa de su padre, que les pegaba con el cinturón si es que estaba de ese humor.
«Yo nunca le he levantado la mano a Nalle -piensa-. Nunca lo haría.»
Pero el joven gordito Lars-Gunnar creció y superó bastante bien la escuela a pesar de los hostigamientos. Estudió para policía y volvió a su tierra siendo otro hombre. No es fácil volver al pueblo de tu infancia y no caer en los mismos patrones que había antes, pero Lars-Gunnar había cambiado aquel año que pasó en la escuela de policías. Y con un policía no se juega. También había hecho nuevos amigos en la ciudad. Compañeros. Consiguió que le dejaran entrar en el grupo de caza y como no le molestaba trabajar y tenía capacidad para la planificación, enseguida se convirtió en jefe de grupo. Su intención era que fuera un puesto rotativo, pero nunca llegó a ser así. Lars-Gunnar piensa que seguramente era cómodo para los demás tener a alguien que planificara y organizara. En un rincón del alma es consciente de que nadie hubiera cuestionado su derecho a continuar como jefe de grupo. Aquello estaba bien, era bueno que te tuvieran respeto. Él se había ganado aquel respeto y no se había aprovechado de ello como muchos otros habrían hecho.
No, el problema era que había sido demasiado bueno. Había confiado en los demás, en Eva.
Es difícil no acusarse a sí mismo, pero había cumplido los cincuenta cuando la conoció. Había vivido solo durante todos aquellos años porque las mujeres no se le daban muy bien. Con ellas todavía era un poco torpe, consciente de su cuerpo demasiado grande. Y conoció a Eva, que inclinó la cabeza sobre su pecho. Su cabeza desapareció casi en su mano cuando él la atrajo hacia sí. «Mi señorita», solía decirle.
Después, cuando ya no le apetecía, se marchó, abandonándolo a él y al niño.
Apenas recuerda el paso de los meses desde que ella se fue. Eran como la oscuridad. Le parecía que en el pueblo todo el mundo lo miraba y se preguntaba qué dirían a sus espaldas.
Nalle se da la vuelta en sueños y la cama cruje debajo de él.
«Tengo que…», piensa Lars-Gunnar y se olvida de lo que estaba pensando.
Es difícil concentrarse. Pero el día a día, eso tiene que continuar. Ésa es la intención. El día a día de él y de Nalle. La vida que Lars-Gunnar ha creado para los dos.
«Tengo que ir a comprar -piensa-. Leche, pan y algo para los bocadillos. Se está acabando todo.»
Baja las escaleras y llama por teléfono a Mimmi.
– Voy a ir a la ciudad -le dice-. Nalle está durmiendo y no lo quiero despertar. Si va al bar, dale de desayunar, ¿vale?
– ¿Está ahí?
Anna-Maria Mella había llamado a los de la forense de Luleå. Era la asistente en autopsias Anna Granlund quien respondió pero Anna-Maria quería hablar con el médico jefe, Lars Pohjanen. Anna Granlund lo protegía como una madre cuida a su hijo enfermo. Mantenía la sala de autopsias en perfecto estado, le abría los cuerpos, sacaba los órganos, los volvía a poner en su sitio cuando él había acabado, los cosía y también escribía la mayor parte de los informes.
– No puede dejar de trabajar -le había dicho en alguna ocasión a Anna-Maria-. Esto al final es como un matrimonio, me he acostumbrado a él y no quiero a ningún otro.
Y Lars Pohjanen seguía adelante como podía. Respiraba como si fuera a través de una pajita. Sólo con hablar se quedaba sin aliento pues hacía unos años lo habían operado de cáncer de pulmón.
Anna-Maria se lo podía imaginar. Probablemente estuviera durmiendo en el sofá desgastado de los años setenta de la sala de personal. Con el cenicero en el suelo al lado de los viejos zuecos y la bata verde de operaciones a modo de manta.
– Sí, está aquí -respondió Anna Granlund-. Un momento.
La voz de Pohjanen afónica y oxidada al otro lado de la línea.
– Explícame -le exigió Anna-Maria Mella-. Sabes lo malísima que soy leyendo.
– No hay mucho que decir. Hmmm. Le han disparado en el pecho por delante. Después, desde muy cerca, en la frente. Tiene un efecto explosión en el agujero de salida en la cabeza.
Respiración larga y el sonido de la pajita.
– … la piel arrugada de tanta agua, pero no hinchada… aunque sabíais cuándo desapareció…
– La noche del viernes.
– Imagino que ha estado allí desde entonces. Tiene unas pocas heridas en las partes de la piel que no está cubierta por la ropa, en las manos y en la cara. Son los peces que han estado mordisqueando. No mucho más. ¿Habéis encontrado las balas?
– Todavía las están buscando. ¿No hubo pelea? ¿No hay otras heridas?
– No.
– ¿Por lo demás?
A Pohjanen le cambió la voz a un tono más irritado.
– Nada más, ya te lo he dicho. Deberías pedirle a alguien… que te lean el informe en voz alta.
– Me refería a ti.
– Ah, joder -respondió con un tono más suave-. Una mierda, como siempre.
Sven-Erik Stålnacke hablaba con la psiquiatra de la fiscalía sentado dentro del coche en el aparcamiento. Le gusta su voz. Desde el principio se había asido a aquella calidez. Y que hablaba despacio. La mayor parte de las mujeres de Kiruna hablaban jodidamente deprisa. Y bastante alto. Eran como metralletas. Uno no tenía ninguna posibilidad. Podía oír a Anna-Maria en su interior: «¿Ninguna posibilidad? Somos nosotras las que no tenemos posibilidad. Ninguna posibilidad de que nos deis una respuesta razonable en un tiempo prudencial. Una pregunta: “¿Cómo fue?” Y se hace el silencio. Y después del silencio y una deliberación interior llega el “Bien”. Después, apáñatelas para sacar algo más, por lo menos de Robert. O sea que tenemos que hablar por dos. Así que no tenéis posibilidad, ¿eh? Anda ya.»
Estaba escuchando la voz de la psiquiatra de la fiscalía y percibió un tono de humor a pesar de que la conversación era seria. Si hubiera tenido unos años menos…
– No -dijo ella-. No creo que sea una repetición. Mildred Nilsson estaba expuesta para que la vieran y el cuerpo de Stefan Wikström no estaba previsto que lo encontraran. Tampoco hubo una pelea que lo desencadenara todo. Es otro modo completamente distinto. También puede ser otra persona que no tenga nada que ver. Así que la respuesta a tu pregunta es no. Es muy improbable que a Stefan Wikström lo matara un asesino en serie con problemas psíquicos y que la muerte haya ocurrido por una reacción emocional y haya sido inspirada por Viktor Strandgård. O es alguien completamente distinto, o Mildred Nilsson y Stefan Wikström fueron asesinados porque había un motivo real.
– ¿Ah, sí?
– Sí, es decir, la muerte de Mildred es muy… emocional. Mientras que la de Stefan es más una…
– … ejecución.
– ¡Exacto! Es un poco como un crimen pasional, y estoy especulando, quiero que lo tengas en cuenta. Sólo intento comunicar la imagen emocional que tengo. ¿De acuerdo?
– Sí.
– Es decir, como un crimen pasional. El marido mata a su mujer en un ataque de ira y después mata a su amante a sangre fría.
– Pero no eran pareja -aclara Sven-Erik.
«Que sepamos», piensa.
– No quiero decir en absoluto que sea el marido. Sólo que…
Se queda callada.
– … no sé lo que quiero decir -añade-. Puede haber una relación. Puede que sea el mismo autor. Un psicópata. Claro que sí. Quizá. Pero no necesariamente. Y no en ese sentido de que tu interpretación de la realidad haya perdido todo enraizamiento con la misma.
Era el momento de colgar y eso fue lo que hizo Sven-Erik con una punzada de añoranza. Y Manne seguía sin aparecer.
Rebecka Martinsson entra en el local de Micke. Sólo hay tres personas desayunando. Hombres mayores que le echan una mirada como de tasación. Viva la hermosura. Siempre es bienvenida. Micke está fregando el suelo.
– Hola -saluda a Rebecka mientras recoge la mopa y el cubo-. Ven.
Rebecka lo acompaña hasta la cocina.
– Debes perdonarme -le dice él-. El sábado todo fue mal pero es que me quedé de piedra cuando Lars-Gunnar me explicó… ¿Fuiste tú la que mató a aquellos pastores de Jiekajärvi?
– Sí, aunque eran dos pastores y un…
– Ya lo sé. Un loco, ¿no? Escribieron sobre el asunto, aunque no dijeron cómo te llamabas. Tampoco escribieron los nombres de Thomas Söderberg ni de Vesa Larsson, pero aquí todos sabíamos quienes eran los pastores. Tiene que haber sido muy jodido.
Ella asiente con la cabeza. Tiene que haberlo sido.
– El sábado pensé que quizá era verdad lo que Lars-Gunnar dijo. Que estabas aquí para fisgonear. Te pregunté si eras periodista y me dijiste que no. Entonces pensé que quizás no fueras periodista pero que trabajabas para algún periódico de todas maneras. Pero no es así, ¿verdad?
– No. Primero llegué aquí por casualidad porque Torsten Karlsson y yo queríamos comer en algún sitio.
– ¿El tío que iba contigo la primera vez?
– Sí. Y además no son cosas que suelo explicarle a la gente. Todo aquello…, lo que pasó entonces. Bueno, y me quedé para estar tranquila y porque no me atrevía del todo a ir hasta Kurravaara. Tengo la casa de mi abuela allí y… pero luego fui allí con Nalle de todas formas. Es mi héroe.
Lo último lo dice con una sonrisa.
– He vuelto para pagar la cabaña -explica luego y saca el dinero.
Micke lo coge y le devuelve el cambio.
– Te he descontado lo de tu sueldo. ¿Qué dice tu otro jefe de que trabajes en negro en el restaurante?
Rebecka se echa a reír.
– Ah, ahí me tienes pillada.
– Deberías despedirte de Nalle… Pasarás por delante de su casa cuando salgas de aquí. Si coges a la derecha hacia la capilla…
– Ya sé, pero es una idea bastante mala. Su padre…
– Lars-Gunnar está en la ciudad y Nalle está solo en casa.
«En la vida -piensa Rebecka-. Hasta ahí podríamos llegar.»
– Salúdalo de mi parte -responde.
En el coche llama a Måns.
– Ya está hecho -le informa.
– ¡Ésa es mi chica!
De inmediato añade:
– Está bien, Martinsson. Ahora voy a una reunión. Nos llamamos.
Rebecka se queda sentada con el móvil en la mano.
«Måns Wenngren -piensa-. Es como las montañas. Llueve y es horrible. El viento sopla fuerte. Estás cansada con los zapatos mojados y no sabes ubicarte del todo. El mapa no quiere coincidir con la realidad. Y de pronto se abren las nubes. La ropa se seca con el viento y te sientas en las montañas mirando hacia abajo a un valle cubierto de sol. Vale la pena.»
Intenta llamar a Maria Taube pero no le responde y le envía un mensaje: «Todo bien. Llama.»
Se va por la carretera y sintoniza una emisora de la radio donde dan noticias de famosos.
En la salida hacia la capilla se encuentra con Nalle. Una punzada de añoranza y culpa la atraviesa de arriba abajo. Levanta la mano como saludo. En el espejo retrovisor ve cómo él responde al saludo con energía y de golpe echa a correr detrás del coche. No va deprisa pero no se rinde. De pronto ella ve que se cae. Y parece peligroso. Se ha caído en la cuneta.
Rebecka para el coche junto al arcén. Mira por el retrovisor. No ve que se levante. Entonces le entran las prisas. Sale del coche y va hasta allí corriendo.
– Nalle -grita-. ¡Nalle!
¿Y si se ha roto la cabeza contra una piedra?
Desde la cuneta le sonríe. Como un escarabajo patas arriba.
– ¡Becka! -la llama cuando aparece por encima de él.
«Claro que tengo que despedirme -piensa-. ¿Qué clase de persona soy?»
Él se levanta y ella lo limpia.
– Adiós, Nalle -le dice luego-. Ha sido muy divertido…
– Conmigo -la interrumpe mientras le tira del brazo como un niño-. ¡Conmigo!
Se da la vuelta y se va andando pesadamente por la carretera. Va hacia su casa.
– No, quiero decir, yo… -intenta explicarse ella.
Pero Nalle continúa su camino. Sin darse la vuelta. Confía en que ella lo siga.
Rebecka mira el coche. Está bien apartado en el arcén. Los otros transeúntes lo pueden ver bien. Puede acompañarlo un trozo. Va detrás de él.
– Espérame -le grita.
Lisa para el coche delante del consultorio veterinario. Los perros saben perfectamente dónde están. No es un sitio que les agrade. Se levantan todos y miran a través de las ventanillas. Tienen la boca abierta y respiran jadeando, con la lengua muy afuera. A el Alemán le empieza a salir caspa, como siempre que está nervioso. Una capa blanca aparece a través de la piel y se posa sobre el pelo marrón como si fuera nieve. Todos tienen el rabo pegado al vientre.
Lisa entra pero deja los perros dentro del coche.
«¿No vamos contigo? -preguntan con la mirada-. ¿Así que nos libramos de las inyecciones, la auscultación, los olores que nos asustan y los humillantes embudos blancos de plástico alrededor de la cabeza?»
Anette, la veterinaria, la recibe. Arreglan lo del pago, Anette se encarga del tema. Están las dos solas, no hay nadie más, tampoco en la sala de espera. Lisa se emociona por la consideración.
Lo único que pregunta Anette es:
– ¿Te los llevarás contigo?
Lisa niega con la cabeza. Lo cierto es que aún no ha pensado en ello. Apenas la idea la ha podido llevar hasta allí. Y aquí está. Habrá restos. Se quita el pensamiento de la cabeza de lo indigno que es aquello. Les debe algo más que eso.
– ¿Cómo lo hacemos? -pregunta Lisa-. ¿Los voy metiendo de uno en uno?
Anette la mira.
– Será demasiado para ti, creo yo. Los metemos todos a la vez y primero les damos algo para calmarlos.
Lisa se tambalea.
– ¡Quietos! -les ordena cuando abre la puerta de atrás del coche.
Les pone la correa para evitar que alguno se vaya corriendo.
Entra en la consulta del veterinario con los perros alrededor de las piernas. Pasa por la sala de espera y luego por el rincón por delante de la oficina y el consultorio.
Anette abre la puerta del quirófano.
Oye el jadeo y el ruido de sus pezuñas que estresadas repiquetean y resbalan en el suelo. Se lían las correas de uno y otro. Lisa estira e intenta deshacer el lío a la vez que sigue andando hacia aquella sala. «Venga, adentro.»
Por fin han llegado a la horrible sala con su horrible suelo de plástico de color rojo y las paredes marrones jaspeadas. Lisa se da un golpe en el muslo con la mesa negra de operaciones. Todas las pezuñas que han dejado el suelo arañado hacen que la suciedad se introduzca en el linóleo de manera que ya no se puede dejar limpio. Se ha creado como un sendero de color granate desde la puerta y alrededor de la mesa. En uno de los armarios de la pared hay pegado un cartel horrible con una niña en un mar de flores sujetando a un tierno cachorro en los brazos. El reloj de pared tiene un texto que se sale de la esfera entre las diez y las dos: «Ha llegado el momento.»
La puerta se cierra detrás de Anette.
Lisa les quita las correas.
– Empezaremos con Bruno -dice Lisa-. Como es el más tozudo será el último en acostarse. Ya lo sabes.
Anette asiente con la cabeza. Mientras Lisa acaricia a Bruno sobre las orejas y el pecho, Anette le pone una inyección con calmante en el músculo de la pata derecha delantera.
– ¿Eres mi niño bonito? -pregunta Lisa.
El perro la mira. Directamente a los ojos aunque no es natural en los perros. Después aparta rápidamente la mirada. Bruno es un perro que mantiene las formas. Al jefe de la manada no se le mira directamente a los ojos.
– Éste es un señor paciente -comenta Anette y le da una palmada cuando ha acabado.
Al cabo de poco rato Lisa está sentada allí. En el suelo debajo de la ventana. El radiador le arde en la espalda. Spy-Morris, Bruno, Karelin y Majken están medio dormidos en el suelo a su alrededor. Tiene la cabeza de Majken sobre uno de los muslos, Spy-Morris sobre el otro. Anette empuja a Bruno y a Karelin para acercarlos a Lisa de manera que llegue a todos.
No hay palabras. Sólo un desagradable dolor en la garganta. Sus cuerpos calientes entre sus manos.
«Cómo me habéis podido querer», piensa.
Ella que es tan desesperadamente dura por dentro. Pero el amor de los perros es sencillo. Corren por el bosque, están contentos, se tumban junto a ella y se dan calor unos a otros. Se tiran pedos y están a gusto.
Anette hace ruido con la afeitadora y les pone unas cánulas permanentes en las patas delanteras.
Pasa todo muy rápido. Demasiado rápido. Anette ya está preparada. Sólo queda lo último. ¿Dónde están los pensamientos de despedida? El dolor de garganta aumenta hasta un insoportable suplicio. Le duele todo. Lisa tiembla como si tuviera fiebre.
– Voy a ponérsela -informa Anette.
Y les pone la inyección letal.
Tarda medio minuto. Se quedan tumbados como antes. Las cabezas en su regazo. La espalda de Bruno contra el final de su espalda. La lengua de Majken se ha salido de la boca de una manera diferente a cuando duerme.
Lisa piensa en levantarse pero no puede.
El llanto está debajo de la piel de la cara y la cara intenta controlarlo. Es como una lucha. Los músculos pelean en contra. La boca y las cejas quieren volver a su posición natural, pero el llanto se retuerce hasta lograr salir. Al final explota con un gesto grotesco y sollozante. Salen lágrimas y mocos. Qué dolor tan insoportable. Las lágrimas han estado escondidas tras los ojos y es como haberle puesto la tapa a una cazuela y ahora cae el calor sobre la cara. Y sobre Spy-Morris.
De la garganta le sale un lamentoso gemido. Es tan feo. Es un uhu, uhu. Ella misma oye aquel grito horrible y reseco de vieja. Se pone a cuatro patas. Abraza a los perros. Sus movimientos son bruscos y poco delicados. Se arrastra entre ellos y mete los brazos debajo de sus cuerpos lánguidos. Les acaricia los párpados, los hocicos, las orejas y los vientres. Aprieta su cara contra sus cabezas.
El llanto es como una tormenta. Le corta y le desgasta el cuerpo. Se sorbe los mocos e intenta tragar. Pero es difícil tragar estando a cuatro patas con la cara hacia abajo. Al final le salen los mocos por la boca y se los aparta con la mano.
A la vez allí hay una voz. Otra Lisa que observa. Que dice: «¿Qué clase de persona eres? ¿Y Mimmi?»
Y el llanto cesa. Justo cuando pensaba que nunca se iba a detener.
Es extraño. Todo el verano ha sido una larga lista de cosas para hacer. Una tras otra las ha marcado como hechas. El llanto no estaba en la lista. Se apuntó allí él mismo. Ella no quería. Le tenía miedo. Miedo de ahogarse en él.
Y ahora, cuando ha llegado, primero era monstruoso, un tormento y una oscuridad insoportables. Pero después, después el llanto se ha convertido en un refugio, una habitación donde descansar, una sala de espera ante la siguiente cosa de la lista. Entonces, de pronto, una parte de ella quiere permanecer allí en el llanto y retrasar lo otro que tiene que ocurrir. Y entonces el llanto la abandona. Le dice: se ha acabado. Y simplemente se detiene.
Se levanta. Hay un lavabo. Se coge del canto y se ayuda a ponerse en pie. Por lo visto Anette ha abandonado la sala.
Tiene los ojos hinchados. Los siente como si fueran medias pelotas de tenis. Presiona sus dedos fríos sobre los párpados. Abre el grifo y se enjuaga la cara. Hay toallitas de papel en un portarrollos al lado del lavabo. Se seca y se suena pero evita mirarse en el espejo. El papel le rasca la nariz.
Mira hacia abajo, hacia los perros. Está tan cansada y ha llorado tanto que el sentimiento ya no es tan fuerte. La tristeza más profunda ya es sólo un recuerdo. Se agacha y los acaricia a todos de forma tranquila.
Después sale fuera. Anette está ocupada delante del ordenador en el despacho. Lisa se despide con un saludo ronco.
Sale al sol de septiembre, que pica e importuna. Las sombras están muy definidas. Alguna nube que pasa le da sombra a los ojos por unos segundos. Se sienta en el coche y baja la visera, arranca y atraviesa la ciudad antes de salir a la carretera de Noruega.
Durante el viaje no piensa en nada en absoluto, sólo en cómo transcurre la carretera, en los cambios de paisaje. El cielo azul intenso, trozos de nubes que se deshilachan en su rápido viaje sobre las cordilleras, aludes ásperos y definidos. Aparece el pantano Torneträsk, largo como una piedra blanca y opaca bordeado de un canto dorado.
Aparece cuando pasa Katterjåkk. Un gran camión. Lisa mantiene la velocidad alta. Se quita el cinturón.
Rebecka Martinsson acompañó a Nalle hasta el sótano de la casa. Bajaron por una escalera de piedra pintada de color verde que giraba y se metía por debajo de la casa. Abrió una puerta. En el interior había una habitación que se utilizaba como despensa, taller y trastero. Había muchas cosas por todas partes y humedad. El color blanco tenía algunas manchas negras y aquí y allá se había saltado la pintura. Había unos sencillos estantes con botes de mermelada, cajas con clavos y tornillos y todo tipo de chismes, botes de pintura, botes de aguarrás evaporado y pinceles que se habían secado, papel de lija, cubos, herramientas de electricidad y cables enredados. En las paredes que estaban libres había herramientas colgadas.
Nalle le pidió silencio cruzándose el dedo sobre la boca. La cogió de la mano y la llevó hacia una silla donde ella se sentó. Él se puso de rodillas en el suelo del sótano y repicó con las uñas.
Rebecka esperaba completamente en silencio.
Del bolsillo del pecho de la chaqueta sacó un paquete casi vacío de galletas María. Lo desarrugó, lo abrió y sacó una galleta a la que le rompió un trozo.
Y entonces apareció por el suelo un ratoncillo corriendo. Corría hacia Nalle formando una ese, se paró delante de sus rodillas y levantó las patas de delante. Era gris amarronado y no medía más de cuatro o cinco centímetros. Nalle le acercó el trozo de galleta. El ratón intentó llevárselo pero dado que Nalle no lo soltaba se quedó donde estaba y empezó a comer. Todo lo que se oía era unos pequeños ruidos al roer.
Nalle se volvió hacia Rebecka.
– El ratón -dijo en voz alta-. Pequeño.
Rebecka creía que se asustaría al oírlo hablar tan alto, pero el animalito siguió allí comiendo. Ella lo señaló con la cabeza y sonrió. Era una imagen extraña. Nalle tan grandote y el diminuto ratoncillo. Se preguntó cómo habría ocurrido. ¿Cómo pudo él sobreponerse a su miedo? ¿Pudo ser tan valiente como para quedarse sentado esperándolo? Quizá.
«Eres un chico muy especial», pensó.
Nalle alargó el dedo índice e intentó acariciar al ratón en el lomo, pero la inquietud superó al hambre y salió corriendo como una línea gris. Desapareció entre los trastos que había apoyados contra la pared.
Rebecka lo siguió con la mirada.
Tenía que irse. No podía dejar el coche allí parado demasiado tiempo.
Nalle dijo algo.
Lo miró.
– Ratón -dijo-. ¡Pequeño!
Se puso triste. Allí estaba ella, en un viejo sótano con un chaval con disminución psíquica. Se percató de que no se sentía tan cerca de una persona desde hacía una eternidad.
«¿Por qué no puedo? -se preguntó-. Que me guste la gente. Confiar en las personas. Pero en Nalle se puede confiar. Él mismo no se lo puede ni imaginar.»
– Adiós, Nalle -se despidió.
– Adiós -respondió él sin el menor rastro de tristeza en la voz.
Se levantó y subió la escalera de piedra de color verde. No oyó el coche que se paraba fuera. No oyó los pasos en el porche. En el mismo momento en que ella abría la puerta al recibidor, se abrió la de la calle. La enorme figura de Lars-Gunnar llenaba el hueco de la puerta impidiéndole el paso como una montaña. Ella lo miró directamente a los ojos y él le respondió a la mirada.
– ¡Qué cojones…! -dijo simplemente.
Los investigadores del lugar del crimen encontraron una bala de fusil a las nueve y media de la mañana. La desenterraron del suelo junto a la costa. Calibre 30-06.
A las diez y cuarto la policía había contrastado el registro de armas con el registro de automóviles. Todas las personas que eran propietarias de un vehículo privado de diesel y disponían de un arma de fuego.
Anna-Maria Mella estaba inclinada hacia atrás en su sillón de trabajo. Realmente era una cosa superlujosa. El respaldo se podía echar para atrás de tal manera que casi se quedaba tumbado como una cama. Como un sillón de dentista pero sin dentista.
El resultado fueron 473 personas. Le echó una ojeada a los nombres.
Y su vista recaía una y otra vez en uno que reconocía. Lars-Gunnar Vinsa.
Tenía un Mercedes diesel. Miró en el registro y vio que tenía a su nombre tres armas, dos de balas y una de perdigones. Una de las de balas era una Tikka. Calibre 30-06.
«Bueno, deberíamos hacer que vinieran todos los que tienen un arma del mismo calibre para hacer una prueba de disparo, pero quizá se podría hablar con él primero.»
Aunque no era muy agradable cuando se trataba de un antiguo compañero.
Miró el reloj. Las diez y media. Después de comer podría ir hasta allí con Sven-Erik.
Lars-Gunnar Vinsa mira a Rebecka Martinsson. A medio camino de la ciudad se percató de que se había dejado la cartera y dio la vuelta.
¿Qué jodida conspiración era todo aquello? Le había dicho a Mimmi que se iba fuera. ¿Y si había hablado con la abogada? No lo creía. Pero seguro que así era. Y se vino corriendo a fisgonear.
El móvil suena en las manos de la mujer. No contesta. Él mira sereno el teléfono que suena. Se quedan allí quietos. El teléfono suena una y otra vez.
Rebecka piensa que debe responder. Seguro que es Maria Taube. Pero no puede. Y como no contesta, de pronto lo ve escrito en la mirada del hombre. Lo sabe. Y él sabe que ella lo sabe.
La parálisis se pasa. El móvil cae al suelo. ¿Se lo ha apartado él de un manotazo? ¿Es ella quien lo ha tirado?
Él sigue en medio. Rebecka no puede salir. Siente en su interior un miedo demencial.
Se da la vuelta y sube las escaleras corriendo hasta el piso de arriba. Es estrecha y empinada. El papel de la pared está sucio de lo viejo que es. Con dibujo de flores. La pintura de los escalones es como un grueso vidrio. Sube los escalones a toda velocidad y a cuatro patas, como un cangrejo. No resbales ahora.
Oye a Lars-Gunnar tras de sí. Pesado. Es como correr hacia una trampa. ¿Adónde va? Tiene la puerta del baño justo enfrente y se mete dentro.
De alguna manera cierra la puerta y consigue que los dedos den la vuelta a la cerradura.
La manilla se mueve hacia abajo porque alguien la baja desde fuera.
Hay una ventana pero no le queda nada dentro que la haga intentar huir. Todo lo que le queda es miedo. Apenas puede aguantarse en pie. Se sienta descorazonada sobre la tapa del váter y empieza a temblar. El cuerpo es todo un calambre tembloroso. Se presiona el vientre con los codos y con las manos se sujeta la cara. Le tiemblan tan violentamente que involuntariamente se golpea a sí misma en la boca, la nariz, la barbilla. Los dedos están doblados como garras.
Al otro lado de la puerta se oye un ruido sordo y pesado, un estruendo. Aprieta los ojos. Las lágrimas empiezan a brotar. Quiere apretarse las manos contra las orejas pero no le responden, no hacen más que temblar y temblar.
– ¡Mamá! -grita cuando salta la puerta tras un fuerte golpe. Le cae en las rodillas. Siente dolor. Alguien la levanta por la ropa. No se atreve a abrir los ojos.
La coge por el cuello de la ropa. Ella gime.
– ¡Mamá, mamá!
Lars-Gunnar se oye gemir a sí mismo. ¡Aiti, äiti! Hace más de sesenta años desde que su padre estaba volteando a su madre en la cocina como si fuera un guante. Ha encerrado a Lars-Gunnar y a sus hermanos en la habitación. Él es el mayor. Las niñas pequeñas están sentadas en el sofá, pálidas y calladas. Él está junto a los hermanos medianos dando golpes en la puerta. Oyen el llanto y las oraciones de su madre, cosas que caen en el suelo, el padre que quiere la llave. La tiene enseguida. Dentro de poco Lars-Gunnar y sus hermanos recibirán una paliza y sus hermanas lo verán. La madre se quedará encerrada en la habitación. La correa se pondrá en marcha. Por alguna razón. Él no recuerda cuál. Había tantos motivos.
Le golpea la cabeza contra el lavabo. Ella se queda callada. El llanto infantil y la súplica de la madre: «¡Ala lyö! ¡Ala lyö!» también se callan en su cabeza. La suelta y ella se desploma en el suelo.
Cuando le da la vuelta lo mira con ojos grandes y mudos. Le cae sangre de la frente. Es como cuando se cayó en aquella acequia camino de Gällivare. Los ojos desorbitados. Y los temblores.
La coge por los pies y la arrastra hasta el pequeño distribuidor.
Nalle está en la escalera. Ve a Rebecka.
– ¿Qué? -pregunta gritando.
Es un grito alto e inquieto. Como de págalo rabero.
– ¿Qué?
– ¡No pasa nada, Nalle! -le grita Lars-Gunnar-. Vete de aquí.
Pero Nalle está asustado. No escucha. Sube unos peldaños. Mira a Rebecka allí tumbada. Grita: «¿Qué?»
– ¿Es que no oyes lo que te digo? -ruge Lars-Gunnar-. Vete de aquí.
Le suelta los pies a Rebecka y hace gestos con las manos para ahuyentarlo. Al final baja la escalera y saca a Nalle en volandas hasta el jardín. Cierra la puerta con llave.
Nalle se queda fuera. Oye como repite: «¿Qué, qué?» Con miedo y confusión en la voz. En su cabeza se lo puede imaginar andando por el porche completamente desconcertado.
Siente una ira inmensa contra la mujer que está en el piso de arriba. Es culpa suya. Los debería haber dejado en paz.
Sube la escalera de tres zancadas. Es como Mildred Nilsson. Los debería haber dejado en paz. A él y a Nalle y a todo el pueblo.
Lars-Gunnar está en el jardín tendiendo la ropa. Es a finales de mayo. Aún no hay hojas pero han empezado a salir algunos brotes en los parterres. Hace un día soleado y ventoso. Nalle cumplirá trece años en otoño. Hace seis que murió Eva.
Nalle corre de un lado a otro por el jardín. Siempre se entretiene él mismo. Pero uno no puede estar nunca solo. Lars-Gunnar echa en falta eso, poder estar tranquilo de vez en cuando.
El viento primaveral mueve y desgasta la colada de ropa blanca. Dentro de poco las sábanas y la ropa interior estarán como una fila de banderas ondulantes entre los abedules del jardín.
Detrás de Lars-Gunnar está la nueva pastora, Mildred Nilsson. Lo que habla. Por lo visto no va a acabar nunca. Lars-Gunnar duda cuando va a coger los calzoncillos que están un poco rotos. Tampoco quedan blancos del todo aunque estén limpios.
Y entonces piensa: «¿Qué cojones? ¿Por qué me voy a avergonzar delante de ella?»
Quiere que Nalle haga la confirmación en la iglesia.
– Oye -le responde él-. Hace un par de años vinieron unos cuantos de esos aleluyas aquí y querían rezar por él para que sanara. Los cogí de las orejas y los eché de mi casa. Yo no soy un hombre de iglesia.
– ¡Eso no lo haría nunca! -le responde ella con énfasis-. Bueno, quiero decir, seguro que rezaré por él pero te prometo que lo haré en casa y en silencio en mi propia habitación. Nunca rezaría por él de otra manera. De verdad que has sido bendecido con un crío bueno de verdad. No podría ser mejor.
Rebecka encoge las piernas. Las empuja hacia delante. Vuelve a encogerlas. Vuelve a empujar. Se arrastra de nuevo hacia el baño. No tiene fuerzas para levantarse. Se recoge tanto como puede en un rincón, lo más lejos posible. Lo oye que vuelve a subir la escalera.
«Para Mildred era la hostia de fácil decir que Nalle era una bendición», piensa Lars-Gunnar. Ella no necesitaba cuidarlo constantemente. Y no era ella quien tenía tras de sí un frustrado matrimonio por culpa del hijo que tuvieron. Tampoco tenía que preocuparse por su futuro. ¿Cómo se las arreglaría Nalle? Ni tendría que preocuparse por la pubertad de Nalle ni por su sexualidad. Y allí estaba él con las sábanas planchadas pensando en qué cojones podía hacer. No habría chica que lo quisiera. Tenía un montón de miedos metidos en la cabeza por si pudiera ser peligroso con aquellas apetencias que tenía.
Después de la visita de la pastora vinieron corriendo las mujeres. «Deja que el niño se confirme», dijeron. Y se ofrecieron para montar el banquete. Sería divertido para Nalle y si no era así no había más que poner fin a la fiesta. Incluso la prima de Lars-Gunnar, Lisa, vino a hablarle. Dijo que se encargaría del traje y así no tendría que gastarse el dinero.
Entonces fue cuando Lars-Gunnar se enfadó. Como si tuvieran algo que ver el traje o los regalos.
– ¡No es por el dinero! -rugió-. Siempre he pagado lo que le hiciera falta. Si hubiera querido ahorrarme el dinero, lo hubiera internado en algún sitio hace mucho tiempo. ¡Pues que se confirme!
Y pagó un traje y un reloj. Si hubiera que elegir dos cosas que fueran lo último que Nalle podía aprovechar en su vida, eran justo un traje y un reloj. Pero Lars-Gunnar no dijo nada al respecto. No le iban a llamar tacaño a sus espaldas.
Después hubo como un cambio. Fue como si la amistad de Mildred con el chico le quitara algo a Lars-Gunnar. La gente olvidó todo lo que él había hecho por su hijo. No es que pensara que había hecho cosas exageradas, pero la vida no le había resultado fácil. La brutalidad de su padre contra la familia, la traición de Eva, el peso de estar solo como padre de un niño deficiente mental. Podría haber hecho otra elección. Otra elección más fácil, pero estudió y volvió al pueblo. Se hizo alguien.
Eva lo echó al pozo cuando lo abandonó. Estaba en casa con Nalle con el sentimiento de que nadie lo quería. Con la vergüenza de sobrar.
Sin embargo, cuidó de Eva cuando estaba a punto de morir. Dejó que Nalle siguiera en casa y lo cuidó él mismo. Si se escuchaba hablar a Mildred Nilsson, parecía que él fuera uno de esos tipos con suerte que había tenido un chico tan bueno. «Claro, pero también es una responsabilidad muy grande. Mucha intranquilidad», le había dicho alguna de las mujeres. Y la contestación que recibió fue: «Los padres siempre sienten intranquilidad por sus hijos. Y él no tendrá que separarse de Nalle como tienen que hacerlo otros padres cuando los hijos crecen y los dejan.»
Un montón de mierda, eso es lo que era. De gente que no sabe para nada de lo que está hablando. Pero después no dijo nada más. ¿Cómo iba a hacerlos entender?
Fue lo mismo que le pasó a Eva. Desde que Mildred se fue a vivir allí y sacaba el tema de Eva, la gente decía: «Pobre», ¡refiriéndose a su mujer! A veces le entraban ganas de preguntar qué querían decir con aquello. Si creían que era tan jodido vivir con él que hasta había abandonado a su propio hijo.
Tuvo la sensación de que hablaban a sus espaldas.
Ya entonces se arrepintió de haber dejado que Nalle se confirmara, pero era demasiado tarde. No le podía prohibir que fuera a la iglesia con Mildred porque entonces quedaría como si tuviera celos de ella. Y a Nalle le gustaba aquello porque era incapaz de ver a través de Mildred.
Así que Lars-Gunnar consintió. Nalle tuvo una vida paralela a la que tenía con él. Pero ¿quién le lavaba la ropa, quién sentía la responsabilidad y la inquietud?
Y Mildred Nilsson. Lars-Gunnar piensa ahora que durante todo el tiempo él había sido su objetivo y Nalle sólo había sido un medio.
Ella se fue a vivir a la casa rectoral y organizó su mafia de mujeres. Hizo que se sintieran importantes y ellas permitieron ser lideradas como ocas parlanchínas.
Claro que le hizo un rincón para él. Le tenía envidia. Se podía decir que él tenía cierta posición en el pueblo. El jefe del grupo de caza. Y además había sido policía. Sabía escuchar a la gente y anteponía a los demás a sí mismo. Aquello le había aportado respeto y autoridad, pero aquello ella no lo podía permitir. Era como si se le hubiera metido dentro que le tenía que arrebatar todo cuanto él tuviera.
Entre ellos se había desatado una guerra que sólo ellos podían ver. Ella intentaba desacreditarlo y él se defendía cuanto podía pero nunca estuvo a gusto con aquel tipo de juego.
La mujer se ha arrastrado de nuevo hasta el baño. Está arrinconada entre la taza del váter y el lavabo, y tiene las manos sobre la cara como para protegerse. Él la coge por los pies y baja la escalera con ella a rastras. La cabeza golpea rítmicamente cada escalón. Dunc, dunc, dunc. Y fuera se oye el grito de Nalle: «¿Qué? ¿Qué?» El hombre no puede dejar de oírlo. Aquello tiene que acabar. Tiene que acabar de una vez por todas.
Recuerda el viaje a Mallorca. Fue una de las ocurrencias de Mildred. De pronto los Jóvenes de la Iglesia iban a salir de viaje al extranjero y Mildred quiso que Nalle los acompañara. Lars-Gunnar se había opuesto rotundamente y Mildred dijo que la parroquia iba a enviar personal extra para cuidar de Nalle. La congregación lo pagaría. «Y piensa lo que cuestan los jóvenes de esta edad en situación normal. Que si equipo de esquí, que si viajes, juegos de ordenador, cosas caras, ropa cara…», le había dicho ella. Y Lars-Gunnar lo entendió. «No se trata de dinero», le había respondido Lars-Gunnar, pero se dio cuenta de que a los ojos de la gente del pueblo parecería que sí se trataba de eso. Que no se lo permitía a Nalle, que Nalle tenía que pasar sin nada, que justo ahora que Nalle tenía la oportunidad de hacer algo divertido… Así que Lars-Gunnar tuvo que rendirse. Era cuestión de sacar la cartera y ya está. Y todos le dijeron que qué bien que Mildred miraba tanto por Nalle. Qué bien para el chico que ella hubiera ido a vivir allí.
Pero lo que quería Mildred era ver cómo se hundía.
Cuando le rompieron los cristales de las ventanas o cuando aquel loco de Magnus Lindmark prendió fuego a su cabaña, no lo denunció. Y entonces la gente habló. Justo como ella había previsto. La policía no puede hacer nada. Cuando realmente hacen falta, se quedan con los brazos caídos. Todas aquellas habladurías perjudicaban a Lars-Gunnar. Fue él el que tuvo que soportar la vergüenza de la duda.
Y después ella se marcó el objetivo de su posición en el grupo de caza.
Según los papeles podía ser que fueran tierras de la parroquia, pero el bosque es de él. Es él quien lo conoce. Cierto que el arriendo del coto ha sido bajo pero, en realidad, para ser justos, el grupo de caza debería cobrar por matar a los animales. Los alces ocasionan grandes estragos en los bosques.
La caza de alces en otoño, la planificación con los otros hombres, el plan del día al despuntar el alba. El sol aún no ha salido. Los perros están atados y tiran de las correas. Olfatean hacia la oscuridad gris del bosque. Allí, en alguna parte, está la presa. La caza durante el día, el aire otoñal y el ladrido de los perros a lo lejos, la hermandad cuando se recoge la caza, el esfuerzo cuando se descuartiza al animal en el matadero, la charla por la noche junto al fuego de la cabaña.
Le escribió una carta. No se atrevió a decírselo a la cara. Escribió que sabía que Torbjörn había sido condenado por caza ilegal y que no le había sido retirada la licencia de armas. Que fue Lars-Gunnar quien lo había arreglado todo. Que a él y a Torbjörn no se les podía permitir seguir cazando en tierras de la parroquia. «No sería sólo inoportuno sino sorprendente, teniendo en cuenta que la parroquia considera que se debe proteger a la loba», le escribió.
Nota la presión en el pecho cuando piensa en aquello. Iba a conseguir aislarlo de todo, eso era lo que quería. Hacer de él un jodido perdedor. Como Malte Alajärvi. Sin trabajo ni caza.
Había hablado con Torbjörn Ylitalo. «¿Qué cojones se puede hacer? -preguntó Torbjörn-. Puedo estar contento si no me echan del trabajo.» Lars-Gunnar se sintió como si se hubiera hundido en un hormiguero. Se podía ver a sí mismo dentro de unos años, envejeciendo en casa junto a Nalle. Sentados como dos tontos mirando la lotería de la tele.
No era justo. ¡Y lo de la licencia de armas! ¡Hacía ya casi veinte años! Era la excusa para hacerle daño.
«¿Por qué? -le había preguntad a Torbjörn-. ¿Qué quiere ella de mí?» Y Torbjörn se había encogido de hombros.
Después pasó una semana sin hablar con nadie. Una prueba de lo que iba a ser su vida de ahí en adelante. Por la noche bebía para poder dormir.
La noche antes del solsticio de verano estaba en la cocina celebrándolo. Bueno, «celebrando» no era la palabra adecuada. Más bien estaba cuidando de sí mismo, hablaba consigo mismo y bebía sin más compañía que él mismo. Al final se fue a acostar e intentó dormir. Era como si algo le diera golpes en el pecho. Algo que no sentía desde que era pequeño.
Después se sentó en el coche e intentó centrarse. Recuerda de alguna manera que se había ido a la cuneta cuando salía del jardín. Y entonces salió Nalle corriendo y en calzoncillos. Lars-Gunnar creía que hacía rato que dormía. Le llamó haciendo gestos con los brazos y Lars-Gunnar tuvo que parar el motor. «Puedes acompañarme -le dijo-. Pero tienes que ponerte algo.» «No, no»-le respondió Nalle sin dejar la manija de la puerta del coche. «Que no me voy. Ve a vestirte.»
Siente como una nube en la cabeza cuando intenta recordar. Iba a hablar con ella. Por sus cojones que lo iba a escuchar. Nalle se quedó dormido en el asiento de al lado.
Recuerda cómo daba los golpes. Que pensaba: «Ya basta. Ya basta.»
Ella no dejaba de hablar. Por mucho que él la golpeara. Resollaba y gemía. Respiraba. Le quitó los zapatos y los calcetines. Le metió los calcetines en la boca.
Seguía furioso cuando la llevó en brazos hasta la iglesia. La colgó de los tubos del órgano con una gruesa cadena. Mientras estaba allí en el coro pensó que no importaba nada en absoluto si aparecía alguien, si alguien lo veía.
Y entró Nalle. Se había despertado y entró con las botas en la iglesia. De pronto estaba allí en la entrada mirando a Lars-Gunnar y a Mildred con los ojos muy abiertos. No dijo nada.
Lars-Gunnar se sintió sobrio de golpe. Se enfadó con Nalle y de repente tuvo mucho miedo. Lo recuerda muy bien. Recuerda cómo se llevó a Nalle de allí hasta el coche. Se fueron y se quedaron en silencio. Nalle no dijo nada.
Lars-Gunnar esperaba cada día que vinieran. Pero no vino nadie. Bueno, sí, claro que vinieron a preguntar si había visto algo. O si sabía algo. Le preguntaban a él lo mismo que les preguntaron a los demás.
Pensó que se había puesto los guantes de trabajo. Estaban en el portaequipajes. La verdad es que no había pensado en lo de las huellas y esas cosas. Fue algo automático. Si se coge una herramienta como la palanqueta, uno se pone los guantes. Pura suerte. Pura suerte.
Y después todo siguió como siempre. Nalle no parecía recordar nada. Estaba como siempre. Lars-Gunnar también estaba como siempre y dormía por las noches.
«Dormía como un lirón», piensa ahora con aquella mujer a sus pies. Como un animal que se acuesta en un agujero y que sólo es cuestión de tiempo hasta que aparezca el cazador.
Cuando Stefan Wikström llamó, se lo notó en la voz. Que lo sabía. Sólo el hecho de llamar a Lars-Gunnar. ¿Por qué lo hizo? Se veían cuando cazaban pero él no tenía nada que ver con aquel miserable pastor. Y ahora lo llamaba. Le explicó que el párroco parecía dudar en cuanto al futuro de la caza. Quizá Bertil Stensson le podría proponer al párroco acabar con el arriendo del coto. Y hablaba de la caza del alce de una manera como… como si él tuviera algo que ver con aquel asunto.
Y cuando Stefan llamó se disolvió la niebla en la memoria de Lars-Gunnar. Recordó cuando estaba en el embarcadero esperando a Mildred. Tenía el pulso acelerado al máximo. Miró hacia la parroquia. Había alguien en el primer piso. No lo recordó hasta que Stefan Wikström lo llamó.
«¿Qué quería de mí?», pensaba ahora. «Quería poder sobre mí. Como Mildred.»
Lars-Gunnar y Stefan Wikström están en el coche de camino al lago. Lars-Gunnar ha dicho que quería sacar la barca antes de que llegara el frío y atar los remos con una cadena.
Stefan Wikström se queja como un crío de Bertil Stensson. Lars-Gunnar lo escucha sólo a medias. Es por lo del arriendo del coto de caza y que Bertil no valora el trabajo que hace Stefan en la parroquia. Y Lars-Gunnar tiene que seguir oyendo su insoportable e infantil conversación sobre la caza. Como si supiera de lo que habla. El chico al que le han hecho sitio en el grupo gracias al párroco.
Lars-Gunnar también se siente confuso con toda aquella cháchara. ¿Qué es lo que quiere el cura? Como un niño muestra su brazo arañado, así presentaba Stefan al párroco Bertil ante los ojos de Lars-Gunnar. Sopla y se te pasará el dolor.
No piensa dejar que aquel tipo lo aplaste. Está dispuesto a pagar por sus actos, pero no a Stefan Wikström. Nunca.
Stefan Wikström tiene fija la mirada en la parte de la carretera que se ve con las luces largas del coche. Se marea fácilmente. Tiene que mirar hacia delante.
Es un miedo que empieza a aparecer por dentro. Nota cómo se retuerce en el estómago como una delgada serpiente.
Hablan de todo. No de Mildred, pero se nota que ella está presente. Es casi como si fuera en el asiento de atrás.
Piensa en la noche antes del solsticio, cuando estaba en la ventana del dormitorio. Vio a alguien junto a la barca de Mildred. De pronto aquella persona dio unos pasos y desapareció detrás de una pequeña cabaña de madera que estaba en un terreno propiedad del municipio. No vio nada más. Claro que después estuvo pensando que había sido Lars-Gunnar y que llevaba algo en la mano.
Ni siquiera ahora piensa que estuvo mal no decir nada a la policía. Lars-Gunnar y él forman parte de los dieciocho hombres del grupo de caza. De esa forma él se convierte en el pastor de Lars-Gunnar. Lars-Gunnar pertenece a su manada. Un cura obedece otras leyes que los demás ciudadanos. Como sacerdote no puede levantar un dedo para acusar a Lars-Gunnar. Como sacerdote tiene que encontrar el momento adecuado en el que Lars-Gunnar esté preparado para hablar. Aquello todavía era un peso que llevaba encima. Y cedía. Lo dejaba en las manos de Dios. Rezaba: «Hágase tu voluntad.» Y añadía: «No siento que lo aceptes con agrado, ni que tu peso sea ligero de llevar.»
Han llegado y salen del coche. Le toca llevar la cadena. Lars-Gunnar le dice que vaya delante.
Empieza a andar por el sendero. Hay luz de luna.
Mildred va detrás de él. Lo nota.
Ha llegado junto al lago. Deja caer la cadena en el suelo. La mira.
Mildred sube hasta su oreja.
«¡Corre! -le dice-. ¡Corre!»
Pero no puede correr. Se queda allí parado esperando. Oye que llega Lars-Gunnar. Despacio toma forma a la luz de la luna. Y sí, lleva un arma.
Lars-Gunnar mira a Rebecka Martinsson. Después de bajar la escalera ha dejado de temblar. Está consciente y lo mira directamente a los ojos.
Rebecka Martinsson mira hacia arriba, al hombre. Aquella imagen ya la ha visto antes. El hombre que es un eclipse de sol. La cara está en la sombra. El sol entra por la ventana de la cocina. Tiene como una aureola alrededor de la cabeza. Es el pastor Thomas Söderberg. Le dice: «Te amaba tanto como a mi propia hija.» Dentro de poco le aplastará la cabeza.
Cuando el hombre se agacha ella lo agarra. Agarrarlo es mucho decir, con el dedo corazón e índice de la mano derecha le busca la costura del cuello del jersey. Con el propio peso de la mano lo acerca a ella.
– ¿Cómo puedes vivir con ello?
Él se deshace de sus dedos con suavidad.
«¿Vivir con qué? -piensa-. ¿Stefan Wikström?» Sentía más pena por aquella vez que mató a una hembra alce allá en Paksuniemi. Y de aquello hacía más de veinte años. En el momento que caía en el suelo aparecieron dos crías en la linde del bosque. Después desaparecieron entre los árboles otra vez. Durante mucho tiempo pensó en su error. Primero la hembra y después por no haber reaccionado a tiempo y haber matado a las crías también. Deberían haber sufrido una muerte dolorosa.
Abre la trampilla que hay en el suelo de la cocina y que va a un sótano cavado en la tierra. La agarra y la arrastra a través del agujero.
Nalle llama con la mano en la ventana de la cocina. Tiene su mirada incrédula entre los geranios de plástico.
En ese momento la mujer vuelve a la vida. Cuando ve el agujero en el suelo. Empieza a desasirse de él. Con la mano se coge de la pata de la mesa de la cocina y arrastra la mesa entera.
– Suéltame -le dice y le coge las manos con fuerza.
Ella lo araña en la cara. Se retuerce y hace fuerza. Una lucha muda y desesperada.
Él la levanta por los aires. Sus pies apenas rozan el suelo. De ella no sale ni una sola palabra. El grito está en sus ojos: «¡No! ¡No!»
La tira como si fuera una bolsa de basura y ella cae de espaldas. Ruidos y más ruidos, y luego todo queda en silencio. Él deja que la trampilla vuelva a caer en su sitio. Después, con las dos manos, agarra el aparador que está contra la pared sur y lo arrastra hasta ponerlo sobre la trampilla. Es pesado de cojones pero él tiene fuerza.
Abre los ojos. Le cuesta un momento darse cuenta de que había perdido el conocimiento pero no puede haber estado así mucho tiempo. Unos segundos. Oye cómo Lars-Gunnar arrastra algo pesado hasta la trampilla.
Abre los ojos como platos pero no ve nada. La oscuridad es total. Oye los pasos y el arrastre de cosas arriba. Se pone de rodillas. El brazo derecho le cuelga sin fuerza. De forma instintiva con la mano izquierda lo agarra a la altura del hombro y lo pone en su sitio. Se oye un ruido y un rayo de dolor sale del hombro, pasa por el brazo y llega hasta la espalda. Le duele todo menos la cara. Allí no siente nada. Intenta notarla con la mano. Está como dormida y algo le cuelga con sangre. ¿Es el labio? Cuando traga nota el sabor a hierro.
Se pone a cuatro patas y palpa el suelo de tierra bajo sus manos. La humedad le atraviesa los téjanos a la altura de las rodillas. Huele a cagada de ratas.
Y si muere allí, se la comerán las ratas.
Anda a gatas. Con la mano por delante está buscando la escalera. Por todas partes hay telarañas pegajosas que se le adhieren a la mano mientras va palpando. Algo hace ruido en la esquina. Es la escalera. Está de rodillas con las manos en un escalón un poco más arriba, como un perro manteniéndose en las patas de atrás. Escucha y espera.
Lars-Gunnar ha puesto el aparador encima de la trampilla. Se seca la frente con el dorso de la mano.
Nalle se ha callado con su «¿Qué?». Lars-Gunnar mira a través de la ventana. Nalle anda haciendo círculos en la explanada. Lars-Gunnar reconoce aquella forma de andar. Cuando Nalle tiene miedo o está triste puede ponerse a andar así. Puede tardar hasta media hora en tranquilizarlo. Es como si dejara de oír. La primera vez que lo hizo, Lars-Gunnar se sintió tan frustrado e impotente que al final le pegó. Aquel golpe todavía le hierve por dentro. Recuerda que se miró la mano con la que le había pegado y pensó en su propio padre. Y Nalle no mejoró, al contrario, empeoró. Ahora sabe que tiene que tener paciencia. Y tiempo.
Si hubiera habido tiempo.
Sale a la explanada. Lo intenta aunque sabe que no podrá ser:
– ¡Nalle!
Pero Nalle no oye nada. Sigue andando en círculos. Lars-Gunnar ha pensado en aquel momento mil veces. Pero en su pensamiento Nalle dormía apaciblemente. Lars-Gunnar y él han tenido un buen día. Quizá habían estado en el bosque. O habían ido en la motocicleta por al lado del río. Lars-Gunnar ha estado sentado un rato en la cama de Nalle. Nalle se ha quedado dormido y después…
Esto es demasiado. Mucho más jodido no podía haber sido. Se pasa la mano por la mejilla. Parece como si llorara.
Y ve a Mildred delante de él. Desde que pasó aquello ha ido acercándose hasta este momento. Se da cuenta ahora. El primer golpe. Entonces estaba lleno de ira contra ella. Pero después… después fue su propia vida la que golpeó y rompió totalmente. La colgó para que la pudieran ver todos.
Al coche. Allí está el fusil de caza. Está cargado. Ha estado así todo el verano. Le quita el seguro.
– Nalle -dice con voz ronca.
Se quiere despedir. Le gustaría hacerlo.
– Nalle -le dice a su niño ya mayor.
Ahora. Antes de que no pueda sujetar el arma. No puede estar allí cuando vengan. Y dejar que se lleven a Nalle.
Apoya el arma levantada contra el hombro. Apunta. Dispara. La primera bala le da en la espalda. El segundo disparo, en la cabeza.
Y entra en casa.
Le gustaría abrir la trampilla y matarla. ¿Qué es ella? Nada.
Pero tal y como está ahora no tiene fuerzas para quitar el aparador que ha puesto encima.
Se sienta pesadamente en el sofá.
Se levanta. Abre el reloj de pared y para el péndulo con la mano.
Se vuelve a sentar.
Se pone el cañón en la boca. Toda su vida ha sido un sufrimiento hasta donde alcanza su memoria. Será una liberación. Por fin habrá pasado.
Abajo en la oscuridad oye el disparo. Viene de fuera. Dos veces. Después se oye la puerta de la calle. Oye los pasos sobre el suelo de la cocina. Después el último disparo.
Algo antiguo despierta dentro de ella. Algo de antes.
Sube a gatas las escaleras para poder salir. Se da en la cabeza con la trampilla. Cae casi hasta abajo del todo pero vuelve.
Es imposible abrir la trampilla. La golpea con los puños. Le empieza a salir sangre de los nudillos. Se rompe las uñas.
Anna-Maria Mella entra en la explanada de Lars-Gunnar Vinsa a las tres y media de la tarde. Sven-Erik va sentado en el coche a su lado. Han ido callados todo el camino hasta Poikkijärvi. Les resulta desagradable decirle a un antiguo compañero que tienen que confiscarle el arma para hacer una prueba de disparo.
Anna-Maria conduce un poco demasiado deprisa, como siempre, y a punto está de pasar por encima del cuerpo que está tirado sobre la gravilla.
Sven-Erik maldice. Anna-Maria frena en seco y salen disparados del coche. Sven-Erik ya está de rodillas comprobando el pulso en uno de los lados del cuello. Un enjambre de moscas pesadas sale volando de la parte posterior de la cabeza ensangrentada. Niega con la cabeza y en silencio como respuesta a la pregunta muda de Anna-Maria.
– Es el chico de Lars-Gunnar -le dice.
Anna-Maria mira hacia la casa. No lleva arma. Joder.
– No hagas ninguna tontería -la advierte Sven-Erik-. Métete en el coche y pedimos refuerzos.
Los compañeros tardan una eternidad en aparecer, opina Anna-Maria.
– Trece minutos -le informa Sven-Erik, que mira el reloj.
Son Fred Olsson y Tommy Rantakyrö en un coche civil. Y cuatro compañeros con chalecos antibalas y monos negros.
Tommy Rantakyrö y Fred Olsson aparcan arriba en la colina y bajan corriendo agachados hasta el jardín de Lars-Gunnar. Sven Erik ha apartado el coche de Anna-Maria del ángulo de tiro desde la casa.
El otro coche de policía se para en el jardín. Se refugian detrás de él.
Alguien le da un megáfono a Sven-Erik Stålnacke.
– ¡Escucha, Lars-Gunnar! -grita-. Si estás dentro, haz el favor de salir para que podamos hablar.
No hay respuesta.
Anna-Maria encuentra la mirada de Sven-Erik y niega con la cabeza. No hay por qué esperar.
Los cuatro que llevan equipo protector entran. Dos por la puerta principal. Uno primero y el otro siguiéndole los pasos. Otros dos entran por una ventana de la parte de atrás.
Todo está en silencio, exceptuando el ruido de cristal que se rompe en la parte trasera de la casa. Los demás esperan. Un minuto. Dos.
Uno de ellos sale de nuevo a la entrada y hace señales con la mano. Vía libre.
El cuerpo de Lars-Gunnar está en el suelo delante del sofá de la cocina. La pared de detrás del sofá está salpicada con su sangre.
Sven-Erik y Tommy Rantakyrö apartan el aparador que está en medio sobre la trampilla.
– Ahí debajo hay alguien -grita Tommy Rantakyrö.
– Venga -dice alargando el brazo hacia dentro.
Pero la persona que está abajo no sale. Al final baja Tommy. Los demás le oyen decir:
– ¡Mierda! Así, ve con cuidado. ¿Te puedes levantar?
Ahora sale a través de la trampilla. Despacio. Los demás la ayudan. La cogen por los brazos. Entonces se queja un poco.
Anna-Maria no tarda nada en ver que se trata de Rebecka Martinsson.
Media cara de Rebecka tiene un color azul oscuro y está hinchada. Tiene una herida grande en la frente y el labio superior está roto. Le cuelga de un jirón de piel. «Era como una pizza combinada», diría Tommy Rantakyrö tiempo después.
Anna-Maria piensa más en los dientes. Los tiene tan apretados. Como si la mandíbula se hubiera quedado paralizada.
– Rebecka -le dice Anna-Maria-. ¿Qué…?
Pero Rebecka la aparta con el brazo. Anna-Maria ve que mira el suelo de la cocina antes de salir encorvada a través de la puerta.
Anna-Maria Mella, Sven-Erik Stålnacke y Tommy Rantakyrö la acompañan afuera.
El cielo se ha puesto gris. Las nubes cuelgan pesadas y preñadas de lluvia por encima de ellos.
Fred Olsson está fuera en el jardín.
Abre la boca pero no le sale ni una sola palabra cuando ve a Rebecka. Se la queda mirando con los ojos como platos.
Anna-Maria mira a Rebecka Martinsson. Está como un palo delante del cuerpo sin vida de Nalle. Hay algo en sus ojos. Instintivamente todos entienden que no es momento de tocarla. Está en su mundo.
– ¿Dónde coño están los enfermeros? -pregunta Anna-Maria.
– En camino -responde alguien.
Anna-Maria mira hacia arriba. Empieza a chispear. Tienen que poner algo sobre el cuerpo del jardín. Un toldo o algo así.
Rebecka da un paso hacia atrás. Mueve la mano delante de la cara como si intentara espantar algo.
Y echa a andar. Primero se dirige hacia la casa. Después se tambalea y se va hacia el río. Es como si llevara los ojos tapados y no supiera hacia adónde ir.
Y empieza a llover. Anna-Maria nota cómo llega el frío del otoño. Pasa por la explanada como un río de aire helado. La lluvia es intensa y fría. Mil agujas de hielo. Anna-Maria se sube la cremallera y la barbilla le queda por dentro de la chaqueta azul. Tiene que conseguir el toldo para tapar el cuerpo.
– Vigílala -le ordena a Tommy Rantakyrö señalando a Rebecka Martinsson, que sigue hacia delante tambaleándose-. No dejes que se acerque a las armas que hay dentro ni a las vuestras. Y no dejes tampoco que baje hasta el río.
Rebecka Martinsson atraviesa la explanada. Sobre la gravilla hay un chico grande muerto, muerto, muerto. Hace un momento estaba en el sótano con una galleta María en la mano y dándole de comer a un ratón.
Hace viento. El aire es un estruendo para sus oídos.
El cielo se llena de marcas de garras, profundos arañazos que a su vez se llenan de tinta negra. ¿Llueve? ¿Ha empezado a llover? Levanta las manos hacia el cielo para comprobar si se mojan. Se le bajan las mangas del abrigo y se le mojan las pequeñas muñecas, las manos como abedules desnudos. El pañuelo del cuello se le cae sobre la gravilla.
Tommy Rantakyrö corre detrás de Rebecka Martinsson.
– Oye -le dice-. No bajes hasta el río. Dentro de un momento llegará la ambulancia y…
No le escucha. Sigue adelante hacia la ribera. Aquello es desagradable. Ella es desagradable. Desagradables ojos abiertos en una cara de carne. No quiere quedarse a solas con ella.
– Sorry -le dice mientras la agarra del brazo-. No puedo… Sencillamente no puedes ir allí.
Algo salpica la tierra como una fruta podrida. Alguien la coge del brazo. Es el pastor Vesa Larsson. Ya no tiene cara. Sobre sus hombros hay una cabeza marrón de perro. Los ojos negros de perro la miran acusadores. Él tenía hijos. Y perros que no podían llorar.
– ¿Qué quieres de mí? -grita ella.
Y allí está el pastor Thomas Söderberg sacando niños muertos recién nacidos del pozo. Se agacha y los saca uno tras otro. Los coge boca abajo, de los talones o de los pequeños tobillos. Están desnudos y blancos. Su piel está blanda y llena de agua. Los tira a un gran montón que se hace cada vez más y más grande a sus pies.
Cuando se da la vuelta está cara a cara con su madre. Está muy guapa.
– No me toques con esos dedos -le dice a Rebecka-. ¿Lo entiendes? ¿Te das cuenta de lo que has hecho?
Anna-Maria ha conseguido una alfombra. La va a poner encima del hijo de Lars-Gunnar. No es fácil saber cómo quieren los forenses que hagas las cosas. Tiene también que acordonar la zona antes de que llegue todo el pueblo. Y la prensa. Joder, y mira que ponerse a llover. En medio de todo, cuando llama para lo del acordonamiento y avanza con la alfombra en brazos, echa de menos a Robert. Desea llorar esta noche en sus brazos. Porque todo es tan jodido y tan sin sentido.
Tommy Rantakyrö la llama y ella se da la vuelta.
– No puedo pararla -le dice gritando.
Está peleándose con Rebecka Martinsson en el césped. Ella intenta desasirse dando golpes a diestro y siniestro con los brazos. Se suelta y echa a correr hacia el río.
Sven-Erik Stålnacke y Fred Olsson van detrás de ella. Anna-Maria apenas tiene tiempo de reaccionar cuando Sven-Erik ya casi ha llegado. Fred Olsson está un paso más atrás. Detienen a Rebecka. Sus brazos son como serpientes mientras Sven-Erik intenta sujetarla.
– Tranquila -trata de calmarla Sven-Erik en voz baja-. Tranquila, tranquila.
Tommy Rantakyrö se pone la mano debajo de la nariz. Un hilillo de sangre se hace camino entre los dedos. Anna-Maria siempre tiene pañuelos de papel en los bolsillos. Siempre hay algo que limpiarle a Gustav. Helado, plátano, mocos. Le alcanza un pañuelo a Tommy.
– Ponla de espaldas -grita Fred Olsson-. Tenemos que esposarla.
– Aquí no se esposa a nadie, por mis cojones -responde Sven-Erik muy serio-. ¿Falta mucho para que llegue la ambulancia?
Lo último se lo grita a Anna-Maria y ella hace un gesto con la cabeza que significa que no lo sabe. Sven-Erik y Fred Olsson sujetan a Rebecka Martinsson cada uno de un brazo.
En ese momento llega por fin la ambulancia seguida de otro coche patrulla. Luces de colores y sirenas a través de la lluvia pesada y gris. Aquello es un caos.
Y en medio de todo Anna-Maria oye los gritos de Rebecka Martinsson.
Rebecka Martinsson grita.
Grita como una loca.
No puede parar.
PATAS DORADAS
Es negro como el diablo. Viene corriendo a través de un mar de flores de color rosa, las adelfillas. Las cápsulas blancas y peludas con la simiente vuelan como la nieve bajo el sol del otoño. Se para en seco. A cien metros de ella.
Su pecho es ancho. La cabeza también. Alrededor del cuello tiene un pelo largo, negro y fuerte. No es bello, pero grande. Igual que ella.
Se queda quieto por completo cuando ella se le acerca. Lo lleva oyendo desde ayer. Lo ha estado llamando para atraerlo. Le ha cantado. En la oscuridad le ha explicado que está completamente sola. Y ha venido. Por fin ha venido.
La felicidad le pica en las patas. Trota hacia él. Su cortejo no tiene reservas. Levanta las orejas y adopta la postura de declaración de amor. Se pavonea. El largo lomo es una S flexible. El rabo de él se mueve despacio, de un lado a otro, una y otra vez.
Se encuentran los hocicos. El hocico contra los genitales. El hocico debajo del rabo. Y de nuevo, hocico contra hocico. El pecho sacado y el cuello tieso. Todo es insoportablemente solemne. Patas Doradas expone todo lo que tiene ante él. «Si me quieres, aquí me tienes», le expresa de forma clara.
Y él le hace la señal. Pone una de las patas delanteras sobre la paletilla de ella. Después da un empujón hacia delante como si jugara.
Ella ya no puede contenerse. Recupera con toda su fuerza las ganas de jugar que ya había olvidado. Se aparta de él de un salto. Araña la tierra, que sale disparada detrás de ella. Acelera, se da la vuelta, vuelve corriendo y vuela hacia él de otro gran salto. Se da la vuelta. Baja la cabeza, arruga el hocico y enseña los dientes. Y se va.
Él la persigue y cuando consigue alcanzarla dan juntos una voltereta.
Están muy excitados. Juegan como dos locos. Al cabo de un rato se tumban y jadean.
Ella alarga el cuello perezosa y le lame la mandíbula.
El sol se pone entre los pinos. Las patas están cansadas y satisfechas.
Todo es ahora.