MARTES

5 de Septiembre

El inspector de policía Sven-Erik Stålnacke conducía de Fjällnäs a Kiruna. La gravilla repiqueteaba contra los bajos del coche y a su paso iba dejando una gran estela de polvo. A su izquierda, al girar para tomar la carretera de Nikka, se alzaba hasta el cielo la gigante masa de la montaña de Kebnekaise con su color azul helado.

«Es curioso que nunca te canses de verla», pensó.

Aun habiendo pasado los cincuenta seguía fascinándose con los cambios estacionales. El aire frío que cada otoño bajaba de la montaña recorriendo los valles desde los picos más altos. El retorno del sol al final del invierno. Las primeras gotas que caen de los tejados. Y el deshielo. Con los años era como si uno fuera empeorando. Era como si el cuerpo te pidiera una semana de vacaciones simplemente para sentarte a mirar la naturaleza.

«Y lo mismo con mi padre», pensó.

Durante los últimos años de su vida, probablemente los últimos quince, su padre había estado repitiendo siempre la misma tonadilla: «Éste será mi último verano. Este otoño ha sido el último de mi vida.»

Parecía que eso fuera lo que más temía de morir. No poder vivir otra primavera, otro verano luminoso, otro ardiente otoño. Que las estaciones llegaran y acabaran sin él.

Sven-Erik miró el reloj de reojo. La una y media. Faltaba media hora para la reunión con el fiscal, así que le daba tiempo de pasar por el Asador de Annie y comerse una hamburguesa.

Se imaginaba lo que quería el fiscal. Pronto haría tres meses que la pastora Mildred Nilsson había sido asesinada y aún no habían encontrado nada. El fiscal se había cansado. Y ¿quién podía reprobárselo?

Sin darse cuenta aumentó la presión sobre el pedal del acelerador. Tendría que haberle pedido consejo a Anna-Maria, ahora lo veía. Anna-Maria Mella era la jefa de su grupo. Estaba de baja por maternidad y mientras tanto Sven-Erik la sustituía. Lo que pasaba era que no consideraba correcto molestarla mientras estaba de baja. Le resultaba extraño. Cuando trabajaban juntos la sentía siempre muy cerca, pero fuera del trabajo no se le ocurría nada que decir. La echaba de menos, pero aun así sólo había ido a verla una vez, justo cuando el niño acababa de nacer. Ella había pasado por la comisaría a saludarlos en alguna que otra ocasión, pero siempre se le echaba encima el gallinero entero de administrativas cacareando a su alrededor, así que lo mejor era quedarse a un lado. A mediados de enero volvería de manera oficial.

La de puertas a las que habían llamado. Tenía que haber alguien que hubiera visto algo. Pasaron por Jukkasjärvi, donde encontraron a la pastora colgando del órgano del coro, y también por Poikkijärvi, el pueblo en el que vivía. Nada. Habían hecho una segunda ronda. Ni mu.

Resultaba muy extraño. Alguien la había matado a plena luz en la zona del museo local, junto al río. Y a piena luz el asesino había llevado el cuerpo a cuestas hasta la iglesia. Sin duda había sido en plena noche, pero había una claridad como si fuera pleno día.

Habían descubierto que era una pastora controvertida. Cuando Sven-Erik preguntó si tenía algún enemigo, varias de las mujeres activas de la parroquia se ofrecieron a responder: «Elige al hombre que prefieras.» Una mujer de la rectoría que tenía unas líneas muy marcadas a los lados de la boca había dicho casi explícitamente que la culpa la tenía la misma pastora. Ya había salido en los titulares de la prensa local estando viva. Hubo discusiones con el consejo parroquial cuando, en los locales de la parroquia, organizó cursos de defensa personal para mujeres. Bronca con el Ayuntamiento cuando su grupo de bibliología sólo para mujeres, llamado Magdalena, salió a la calle exigiendo que una tercera parte de las horas de las pistas de hielo del municipio quedaran reservadas para hockey femenino y para grupos de patinaje artístico. Y últimamente se había peleado con algunos cazadores y criadores de renos. Fue por la loba que se había instalado en los terrenos propiedad de la parroquia. Mildred Nilsson les había dicho que la parroquia tenía el deber de proteger al animal. En las páginas centrales del diario NSD habían sacado una foto suya y la de uno de sus opositores bajo los títulos de «Amiga de los lobos» y «Enemigo de los lobos».

Y en la casa rectoral de Poikkijärvi, al otro lado del río que bajaba de Jukkasjärvi, seguía su marido. Estaba de baja por enfermedad y sin capacidad para arreglar los temas de la herencia. Sven-Erik volvió a sentir el desagrado que le había invadido al hablar con el hombre. «Usted otra vez. ¿Nunca tiene suficiente?» Todas las conversaciones habían sido como reabrir un agujero en el hielo destrozando la nueva capa que se había formado durante la noche. El dolor volvía a surgir. Los ojos cansados de tanto llorar. Sin hijos con quien compartir el sufrimiento.

Aunque Sven-Erik tuviera hijos -una hija que vivía en Luleå-, sabía reconocer perfectamente aquella maldita soledad. Estaba divorciado y vivía solo. Pero, claro, tenía al gato y nadie había asesinado a su esposa ni la había colgado de una cadena.

Habían investigado todas las cartas de los muchos locos que se declaraban culpables del crimen, pero sin dar con nada, evidentemente. No eran más que desechos humanos que casualmente se veían invadidos por una febril exaltación cuando leían los titulares en la prensa.

Porque titulares no habían faltado. La televisión y los periódicos se volvieron como locos con el suceso. Mildred Nilsson fue asesinada en mitad de la sequía de noticias del verano y, además, no hacía ni dos años que otro líder religioso, Viktor Strandgård, figura prominente de la parroquia Fuente de Nuestra Fortaleza, había sido asesinado en Kiruna. Habían especulado sobre las similitudes, a pesar de que el asesino de Viktor Strandgård ya estuviera muerto. Aun así, el vínculo estaba establecido: un hombre de la Iglesia, una mujer de la Iglesia. Ambos asesinados con extrema brutalidad en sus respectivas parroquias. Los sacerdotes se expresaron en los medios a nivel nacional. ¿Se sentían amenazados? ¿Pensaban mudarse? ¿Era la roja ciudad de Kiruna un lugar peligroso para vivir siendo sacerdote? Los suplentes de verano de los periódicos llegaron en avión para revisar la investigación de la policía. Eran jóvenes y estaban ávidos de noticias: no se contentaban con un «por razones técnicas de la investigación… ningún comentario respecto a esta fase». El interés de la prensa había persistido durante dos semanas.

– Es como si tuvieras que darle la vuelta a los zapatos y sacudirlos antes de ponértelos -le había dicho Sven-Erik al comisario de la Criminal-. Porque puede que algún maldito periodista aparezca con la espada en ristre.

Pero como la policía no había solucionado nada, al final los buscadores de noticias se habían ido de la ciudad y dos personas que habían muerto aplastadas en un festival pasaron a ocupar el espacio mediático.

La policía se pasó todo el verano trabajando con la teoría del imitador. Que alguien se había dejado inspirar por la muerte de Viktor Strandgård. Al principio, la Policía Judicial se había mostrado muy escéptica a la hora de elaborar un perfil del presunto asesino. Por el momento nadie podía asegurar que se tratara de un asesino en serie. Ni tampoco era seguro que estuvieran buscando a un imitador. Pero las similitudes con el asesinato de Viktor Strandgård y la presión de los medios de comunicación hicieron que al final una psiquiatra del grupo de elaboración de perfiles de la Judicial interrumpiera sus vacaciones para ir hasta Kiruna.

Estuvo con los de la policía local una tarde a principios de julio. En total eran diez y pasaron la tarde sudando en la sala de reuniones. No querían arriesgarse a que alguien de fuera oyera lo que hablaban, así que mantuvieron todas las ventanas cerradas.

La psiquiatra judicial era una mujer que rondaba los cuarenta. Lo que le había chocado a Sven-Erik era que hablaba de locos, asesinos en masa y asesinos en serie con una calma y comprensión inauditas para él, casi con amor. Cuando ponía ejemplos de la realidad decía a menudo «el pobre hombre» o «tuvimos a un chico joven que…» o «por fortuna para él mismo fue detenido y juzgado». Y les habló de uno que después de estar unos cuantos años de internamiento psiquiátrico recibió el alta, con la medicación adecuada, vivía una vida planificada, trabajaba media jornada en una empresa de pinturas y tenía perro.

– Ni que decir tiene -les había dicho- que es tarea de la policía decidir con qué teoría vais a trabajar. Si vuestro asesino es un imitador, puedo daros una descripción aproximada, pero no es seguro que lo sea.

Hizo una presentación con PowerPoint y les animó a interrumpirla con preguntas.

– Es varón. Edad, entre quince y cincuenta. Sorry.

Esto último lo añadió al comprender las sonrisas que todos habían esbozado.

– Preferiríamos algo así como «veintitrés años y tres meses, trabaja repartiendo periódicos, vive con su madre y tiene un Volvo rojo» -bromeó alguien.

Ella le había seguido el hilo:

– Y calza un cuarenta y dos. Bueno, los imitadores son especiales en el sentido de que pueden debutar con delitos de una violencia brutal. Quiero decir que no tiene que haber sido necesariamente juzgado antes por otro delito con violencia de mayor gravedad. Lo digo a sabiendas de que habéis encontrado huellas pero no habéis dado con ninguna coincidencia en el registro.

Los presentes asintieron con la cabeza.

– Puede que aparezca en el registro de sospechosos o que haya sido juzgado por delitos menores, que son típicos de una persona que no conoce los límites. Vejaciones tipo manía persecutoria, insistentes llamadas telefónicas o quizá pequeños hurtos. Pero si se trata de un imitador habrá estado encerrado en su cuarto leyendo sobre el asesinato de Viktor Strandgård durante un año y medio. Es una ocupación apacible. Era el asesinato de otro autor y hasta el momento le bastaba con eso, pero a partir de ahora querrá leer sobre sí mismo.

– En realidad los asesinatos no se parecen -objetó alguien-. A Viktor Strandgård lo golpearon, lo apuñalaron, le sacaron los ojos y le cortaron las manos.

La psiquiatra asintió.

– Es cierto. Pero la explicación a eso puede ser que se trata de su primera vez. Apuñalar, cortar y hurgar con un cuchillo da más…, cómo decirlo…, más proximidad que un arma larga como la que parece que se ha utilizado en esta ocasión. Es otro límite que hay que rebasar. Quizá no le guste el contacto físico.

– Pero la llevó a cuestas hasta la iglesia.

– Sí, cuando ya había acabado con ella. Entonces ya no era nada, sólo un trozo de carne. Vale, vive solo o bien tiene acceso a un espacio totalmente privado, por ejemplo una habitación para sus aficiones en la que no puede entrar nadie, o un taller o, bueno, cualquier lugar que se pueda cerrar con llave. Allí tiene recortes de prensa, probablemente a la vista, preferiblemente colgados. Está aislado, pocos contactos sociales. No sería de extrañar que hubiera recurrido a algo físico para mantener a las demás personas alejadas, como una mala higiene, por ejemplo. Preguntad sobre eso si dais con algún sospechoso, preguntad si tiene amigos, aunque no los tendrá. Pero, lo dicho: no tiene por qué tratarse de un imitador. Puede que se trate de alguien que se ha visto superado por un ataque de ira puntual. Si tenemos la mala suerte de que nos caiga otro asesinato, tendremos que volver a vernos.

Sven-Erik interrumpió sus cavilaciones al cruzarse con un conductor que entrenaba a su perro sujetando la correa a través de la ventanilla y haciéndole correr junto al coche. Pudo ver que se trataba de un cruce de perro jämthund. El animal galopaba con la lengua colgando.

– Jodido maltratador de animales -murmuró mirando por el retrovisor.

Probablemente era un cazador de alces que quería poner en forma al perro para la temporada. Por un momento pensó en volver atrás para tener una charla con el dueño. Los tipos así no deberían poder tener animales. Seguro que el resto del año lo tenía encerrado en una jaula.

Pero no dio la vuelta. Acababa de hablar con un hombre que había incumplido la orden de alejamiento de su ex esposa y además se negaba a presentarse a declarar aunque había sido citado para ello.

«Todo el día de bronca -pensó Sven-Erik-. Desde que me levanto por la mañana hasta que me meto en la cama. ¿Dónde hay que poner el límite? Un buen día estás disfrutando de tu día libre y te pones a gritarle a la gente que tira el papel del helado al suelo.»

Pero la evocación del perro galopando e imaginarlo con las almohadillas de las patas hechas jirones le estuvo carcomiendo todo el camino hasta la ciudad.


Veinticinco minutos más tarde Sven-Erik Stålnacke entraba en el despacho del fiscal jefe Alf Björnfot. El fiscal, de sesenta años, estaba sentado en el borde de su escritorio con una criatura entre los brazos. El niño estiraba felizmente el cordoncillo de la lámpara fluorescente que asomaba por encima de la mesa.

– ¡Mira! -exclamó el fiscal cuando Sven-Erik entró por la puerta-. Aquí viene el tío Sven-Erik. Éste es Gustav, el chaval de Anna-Maria.

Esto último se lo dijo a Sven-Erik entornando sus ojos de miope. Gustav le había cogido las gafas y las usaba para golpear el cordón de la lámpara, que se balanceaba en todas direcciones.

En ese mismo instante entró la inspectora jefa Anna-Maria Mella. Saludó a Sven-Erik con un levantamiento de cejas y una fugaz media sonrisa en su cara de caballo. Como si se hubieran visto en la reunión habitual de la mañana, aunque en realidad hacía varios meses que no hablaban.

A Sven-Erik le sorprendió lo pequeña que la veía. Ya le había pasado antes, en otras ocasiones que habían estado separados un tiempo, como después de las vacaciones, por ejemplo. En su cabeza siempre se la imaginaba mucho más grande. Se le notaba que había estado de baja. Tenía un moreno de esos que no se pierden hasta bien entrado el oscuro invierno. Ya no se le veían las pecas porque el resto de la cara había tomado el mismo color. Su gran coleta estaba casi blanca, y en el nacimiento del pelo tenía marcas de haberse rascado varias picaduras de mosquito, pequeños puntitos marrones de sangre seca.

Tomaron asiento. El fiscal jefe detrás de su sobrecargado escritorio y Anna-Maria y Sven-Erik uno al lado del otro en el sofá de las visitas. El fiscal se expresó en pocas palabras. El caso del asesinato, de Mildred Nilsson se había estancado. Durante el verano había ocupado casi todos los recursos que tenía la policía, pero ahora ya no se le podía dar la misma prioridad.

– No hay vuelta de hoja -le dijo a modo de disculpa a Sven-Erik, que miraba insistentemente por la ventana-. No podemos seguir dedicando tantos medios a este caso a costa de suspender las investigaciones de otros asuntos. Al final se nos echará encima el Defensor del Pueblo.

Hizo una breve pausa y observó a Gustav, que se dedicaba a vaciar el contenido de la papelera y a repartir el tesoro por el suelo. Una caja vacía de porciones de tabaco picado, una piel de plátano, otra caja vacía de pastillas refrescantes Läkerol Special y algunas bolas de papel. Cuando la papelera se quedó vacía Gustav se quitó los zapatos y los metió dentro. El fiscal sonrió y continuó hablando.

Había convencido a Anna-Maria para que trabajara a media jornada hasta que empezara con la jornada completa después de Navidad. La idea era que Sven-Erik continuara como jefe de grupo y que Anna-Maria se dedicara al asesinato hasta entonces.

Se subió las gafas hasta el nacimiento del tabique nasal y recorrió la mesa con la mirada. Al final encontró el archivo de Mildred Nilsson y se lo pasó a Anna-Maria y a Sven-Erik.

Anna-Maria hojeó el contenido de la carpeta mientras Sven-Erik leía por encima de su hombro. Le invadió una pesadez interior, como si una gran tristeza lo llenara a medida que pasaban las páginas.

El fiscal le pidió que hiciera un resumen de la investigación.

Sven-Erik tiró de su espeso bigote durante unos segundos de concentración y luego explicó sin mayores digresiones que a la pastora Mildred Nilsson le habían quitado la vida la noche del 21 de junio. Había oficiado una misa nocturna en la iglesia de Jukkasjärvi que terminó a las doce menos cuarto y a la que asistieron once personas. Seis de ellas eran turistas que se alojaban en el hotel rural y la policía los había sacado de la cama a las cuatro de la mañana para interrogarlos. Las demás eran de Magdalena, el grupo de mujeres de la pastora.

– ¿El grupo de mujeres? -preguntó Anna-Maria apartando los ojos de la carpeta.

– Sí, tenía un grupo de bibliología compuesto únicamente de mujeres. Se hacían llamar grupo Magdalena. Una asociación de esas que se están poniendo de moda. Solían reunirse en la iglesia en la que Mildred Nilsson oficiaba la misa. Ha suscitado discordias en algunos sectores. Tanto sus detractores como ellas mismas lo dicen así.

Anna-Maria asintió con la cabeza y volvió a clavar la mirada en el expediente. Los ojos se le entornaron al llegar al informe de la autopsia y al dictamen de Pohjanen, el médico jefe.

– Quedó bien destrozada -dijo-. «Hundimiento craneal… fractura craneal múltiple… contusiones cerebrales bajo las zonas del cráneo afectadas… hemorragia entre las meninges…»

Se percató de las muecas de desagrado e incomodidad tanto en el fiscal como en Sven-Erik y siguió hojeando el texto en silencio.

Es decir, violencia grave poco convencional. La mayoría de las heridas medían unos tres centímetros de largo con tejido conjuntivo en los bordes. El tejido estaba destrozado. Pero había una herida más grande: «Marca alargada y morada con hinchazón en la sien izquierda… a tres centímetros por debajo y dos por delante del conducto auditivo se observa el límite posterior de la herida estampada…»

¿Herida estampada? ¿Qué comentaba el médico forense al respecto? Pasó algunas páginas.

«… la herida estampada y la herida alargada lateral de la sien izquierda inducen a pensar en un arma con forma similar a la de una palanqueta.»

Sven-Erik continuó con su explicación:

– Después de la misa, la pastora se cambió de ropa en la sacristía, cerró la iglesia con llave y bajó caminando hasta el embarcadero que hay junto al museo local, donde tenía amarrada su barca. Allí fue donde la atacaron. El asesino cargó con la pastora de vuelta a la iglesia. Abrió el portón y la subió al coro, le ató una cadena al cuello, sujetó el otro extremo en el órgano y la colgó del coro.

No mucho más tarde la descubrió una de las conserjes. Le habían entrado ganas de bajar al pueblo en bicicleta para coger flores para la iglesia.

Anna-Maria miró un momento a su hijo. Había descubierto la caja de papeles para triturar. Estaba rompiendo una hoja tras otra. Una felicidad inconcebible.

Anna-Maria aceleró la lectura. Numerosas fracturas en la mandíbula superior y el pómulo. Una pupila más dilatada que la otra. La izquierda, seis milímetros; la derecha, cuatro milímetros. La causa era la hinchazón cerebral. «El labio superior, muy hinchado. La parte derecha, de color azul morado; la incisión muestra una hemorragia de sangre oscura…» ¡Santo cielo! Pérdida de los incisivos superiores. «Abundante sangre y coágulos en la cavidad bucal. En la boca hay dos calcetines presionados contra la garganta.»

– Prácticamente sólo la golpeó en la cabeza -constató.

– Tenía dos heridas en el pecho -observó Sven-Erik.

– «Objeto similar a una palanqueta.»

– Probablemente era una palanqueta.

– Herida alargada en la sien izquierda. ¿Crees que es el primer golpe?

– Sí. Así que habrá que suponer que es diestro.

– O diestra.

– Sí. Pero el asesino cargó con el cuerpo un buen trozo. Desde el río hasta la iglesia.

– ¿Cómo sabemos que la llevó a cuestas? A lo mejor la puso en una carretilla o algo así.

– Saberlo, no lo sabemos; ya conoces a Pohjanen. Pero nos estuvo comentando la dirección en que salía la sangre. Primero le caía hacia abajo, hacia la espalda.

– Mientras estaba tumbada en el suelo boca arriba.

– Sí. Al final los de la Científica encontraron el sitio. No muy lejos del embarcadero donde solía amarrar la barca. A veces iba en barca. Como vivía al otro lado… En Poikkijärvi. Junto a la barca también encontraron sus zapatos.

– Y ¿después? Con la sangre, digo.

– Después hay rastros menos copiosos de sangre de las heridas de la cara y la cabeza en dirección hacia la coronilla.

– Vale -dijo Anna-Maria-. El asesino la carga al hombro de modo que la cabeza le cuelga hacia abajo.

– Podría ser la explicación. Y no es precisamente gimnasia para amas de casa.

– Yo podría con ella -señaló Anna-Maria-. Y también la podría colgar por encima del órgano. Era bastante pequeña.

«Sobre todo si estuviera como… enloquecida por la rabia», pensó.

Sven-Erik siguió hablando:

– Las últimas marcas de sangre van en dirección a los pies.

– Cuando la colgaron.

Sven-Erik asintió con la cabeza.

– ¿O sea que no estaba muerta?

– No del todo. Lo pone en el informe forense.

Anna-Maria hojeó el informe. Había una pequeña hemorragia en el cuello bajo las heridas producidas por la cadena. Según el médico forense Pohjanen, todo apuntaba a una muerte segura. Así que ya estaba medio muerta cuando la colgaron. Probablemente estaba inconsciente.

– Los calcetines en la boca… -empezó diciendo Anna-Maria.

– Eran los suyos -le aclaró Sven-Erik-. Los zapatos se quedaron en la costa y cuando la colgaron iba descalza.

– Eso lo he visto otras veces -intervino el fiscal-. Normalmente, pasa cuando alguien mata a alguien de esa manera. La víctima sufre espasmos y resuella. Es bastante desagradable. Y para acallar el resuello…

Se interrumpió. Le vino a la cabeza un caso de violencia de género que terminó en homicidio. La mujer acabó con media cortina del dormitorio en la garganta.

Anna-Maria estudió algunas de las fotografías. La cara destrozada. La boca sin dientes abierta de par en par.

«Y ¿las manos? -pensó-. ¿Los cantos de las manos? ¿Los brazos?»

– No hay heridas de defensa -constató.

El fiscal y Sven-Erik negaron con la cabeza.

– ¿Ni tampoco huellas dactilares completas? -preguntó Anna-Maria.

– No. Tenemos una huella parcial en uno de los calcetines.

Gustav se había puesto a arrancar las hojas que alcanzaba de un gran ficus que había en una maceta con bolas de arlita. Cuando Anna-Maria lo cogió para apartarlo soltó un berrido.

– Si te digo que no, es que no -le dijo Anna-Maria cuando intentó librarse de los brazos de su madre para volver al ficus.

El fiscal quiso decir algo, pero Gustav estaba aullando como una sirena. Anna-Maria intentó disuadirlo con las llaves del coche y el teléfono móvil, pero todo acabó en el suelo de un golpe. Gustav había empezado a deshojar el ficus y quería terminar la tarea. Anna-Maria lo cogió bajo el brazo y se puso en pie. Definitivamente, la reunión había terminado.

– Voy a poner un anuncio de «se regala» -dijo entre dientes-. O «se cambia»: «niño sano de año y medio por máquina de cortar el césped. Se estudiarán todas las ofertas».


Sven-Erik acompañó a Anna-Maria hasta el coche. Pudo comprobar que seguía con su destartalado Ford Escort. A Gustav se le pasaron las penas en cuanto su madre lo dejó en el suelo para que caminara solo. Primero se puso a correr tambaleante, pero atrevido, hacia una paloma que estaba picoteando restos junto a una basura. El pájaro alzó cansado el vuelo y Gustav centró su atención en la basura. Había un líquido rosáceo bajando por el borde de la papelera, parecía un vómito medio seco del sábado anterior. Anna-Maria cazó a Gustav justo antes de que llegara. Empezó a llorar como si le fuera la vida en ello. Anna-Maria lo sentó en la sillita infantil del coche y cerró la puerta. Desde dentro seguían sonando los gritos atenuados de su hijo.

Se volvió hacia Sven-Erik con una media sonrisa.

– Lo voy a dejar ahí y me voy a ir andando a casa -dijo.

– No me extraña que proteste si lo dejas sin merienda -bromeó Sven-Erik haciendo un gesto hacia la repulsiva papelera.

Anna-Maria levantó los hombros en un escalofrío simulado y después siguió un silencio de unos pocos segundos.

– Bueno -dijo Sven-Erik sonriendo-, por lo visto habrá que aguantarte otra vez.

– Sí, pobrecito -respondió ella, también con una sonrisa-. Se acabó la paz.

Y se puso seria.

– En la prensa decían que era una rojilla feminista, que organizaba cursos de defensa personal y cosas así. ¡Pero no había marcas de pelea!

– Lo sé -dijo Syen-Erik.

Arrugó el bigote en un gesto pensativo.

– A lo mejor no se esperaba que le pegaran -propuso-. Quizá lo conocía -dijo él sonriendo-. ¡O la conocía! -añadió.

Anna-Maria asintió pensativa. A su espalda, Sven-Erik veía los molinos de la central eólica de Peuravaara, uno de sus temas de discusión favoritos. A él le parecían bonitos, y a ella más feos que una paliza.

– Puede -dijo.

– A lo mejor tenía perro -observó Sven-Erik-. La Científica encontró dos pelos de perro en su ropa y ella no tenía mascota ninguna.

– ¿Qué clase de perro?

– No sé. Después del caso Helene de Hörby intentaron desarrollar los métodos de análisis. No se puede saber de qué raza se trata, pero si aparece algún sospechoso que tenga perro se puede comparar y determinar si el pelo es del mismo perro.

Los gritos del coche se hicieron más fuertes. Anna-Maria se sentó dentro y puso el motor en marcha. Se le debía de haber perforado el tubo de escape porque cuando empezó a acelerar sonó como una sierra eléctrica maltratada. Arrancó de golpe y se incorporó a la calle Hjalmar Lundbohmsvägen.

– ¡Joder, qué estilo tienes! -gritó Sven-Erik entre una nube de humo aceitoso.

Por la luna trasera del coche vio cómo Anna-Maria levantaba la mano para despedirse.


Rebecka Martinsson iba en el Saab de alquiler camino de Jukkasjärvi. A su lado, en el asiento del copiloto, estaba Torsten Karlsson con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados intentando descansar un poco antes de la reunión con el pastor religioso. De vez en cuando miraba por la ventana.

– Avísame si ves algo que valga la pena mirar -le dijo a Rebecka.

Ella esbozó media sonrisa.

«Todo -pensó-. Todo esto vale la pena mirarlo. El sol del atardecer entre los abetos, los insectos zumbando alrededor de las adelfillas de la cuneta, el asfalto agrietado por el frío, todo lo que está muerto y aplastado en la carretera…»

La reunión con los pastores de la diócesis de Kiruna estaba programada para la mañana del día siguiente, pero el pastor de Kiruna había llamado a Torsten.

– Si ves que vais a llegar el martes por la tarde, llámame -le dijo-, así os enseño dos de las iglesias más bonitas de toda Suecia. Kiruna y Jukkasjärvi.

– ¡Entonces subiremos el martes! -decidió Torsten efusivo-. Nos interesa mucho tenerlo de nuestro lado para el miércoles. Ponte algo bonito.

– Ponte algo bonito tú -le contestó Rebecka.

En el avión les tocó sentarse al lado de una mujer que enseguida entabló conversación con Torsten. Era corpulenta y llevaba una chaqueta holgada y del cuello le colgaba un collar de Kalevala de tamaño considerable. Cuando Torsten le contó que era la primera vez que iba a Kiruna, la mujer dio una palmada de entusiasmo. Después empezó a aconsejarle cosas que tenía que ir a ver.

– Llevo guía particular -le dijo Torsten señalando a Rebecka con la mirada.

La mujer la observó con una sonrisa.

– Vaya, así que tú ya has estado aquí antes.

– He nacido aquí.

La mujer la examinó de arriba abajo sin poder disimular un halo de desconfianza.

Rebecka se volvió para mirar por la ventanilla y dejó que Torsten continuara con la conversación. Le molestaba haberse sentido como una extraña, embutida en un traje de chaqueta gris y con zapatos de Bruno Magli.

«Es mi ciudad», pensó con cierto aire de rebeldía.

Justo en ese instante el avión giró y la ciudad se dejó ver sobre el terreno como un conjunto de edificaciones que se agarraban con tenacidad a la roca rica en hierro. A su alrededor no había más que montañas y ciénagas, bosques de baja altura y corrientes de agua. Rebecka respiró hondo.

En el aeropuerto volvió a sentirse como una extraña. De camino a la oficina de alquiler de coches ella y Torsten se habían encontrado con una manada de turistas que regresaban a casa. Desprendían un intenso olor a loción antimosquitos y sudor. El viento de las montañas y el sol de septiembre les habían curtido la piel. Estaban morenos y todos tenían pequeñas marcas blancas junto a los ojos de tanto entornarlos.

Rebecka sabía cómo se sentían. Pies doloridos y músculos cansados tras una semana en la montaña, satisfechos e incluso un poco indolentes. Llevaban anoraks de colores vivos y pantalones de color caqui muy prácticos. Ella, en cambio, llevaba abrigo y bufanda.

Cuando cruzaban el río, Torsten estiró la espalda y giró la cabeza para observar a unos pescadores con mosca.

– Pues sólo nos queda encomendarnos a los dioses para que lleguemos a buen puerto con este asunto -dijo.

– Seguro que sí -le respondió Rebecka-. Les vas a encantar.

– ¿De verdad lo crees? Siento no haber estado aquí antes. Joder, si es que nunca he estado más arriba de Gävle.

– Ya, ya, pero ahora estás contentísimo de estar aquí. Siempre has querido subir, ver el magnífico mundo de las montañas y visitar la mina. La próxima vez que tengas que venir tómate unos días de vacaciones y aprovechas para hacer un poco de turismo.

– Vale.

– Y olvídate de hacer el típico comentario de «cómo os lo montáis en invierno cuando el sol ni siquiera sale».

– Por supuesto.

– Aunque ellos mismos hagan esa broma.

– Sí, sí.

Rebecka aparcó el coche delante del campanario. No se veía al pastor por ninguna parte, así que bajaron caminando por el camino de grava hacia la casa rectoral. Era de madera pintada de color rojo y juntas blancas. Un poco más abajo de la casa fluía el río con el exiguo caudal característico de septiembre. Mientras Torsten intentaba ahuyentar los mosquitos, llamaron a la puerta pero nadie les abrió. Volvieron a llamar y al final se dieron la vuelta con intención de marcharse.

A través de la abertura de la valla que daba al cementerio apareció un hombre caminando. Les llamó mientras agitaba la mano en el aire. Cuando estuvo un poco más cerca pudieron distinguir su camisa de pastor.

– ¡Buenos días! -les dijo al llegar junto a ellos-. Vosotros debéis de ser los de Meijer & Ditzinger.

Le alargó la mano primero a Torsten Karlsson. Rebecka tomó una postura de secretaria a medio paso detrás de Torsten.

– Stefan Wikström -se presentó el sacerdote.

Rebecka se presentó sin especificar su cargo, dejándole así que se imaginara lo que le resultara más cómodo. Observó al pastor con atención. Rondaba los cuarenta, llevaba tejanos, zapatillas de deporte y camisa de sacerdote con alzacuellos blanco. Se hacía evidente que no volvía de ninguna ceremonia pero, aun así, llevaba la camisa. «Uno de esos curas las veinticuatro horas», pensó.

– Habíais quedado con Bertil Stensson, el párroco -continuó el sacerdote-. Lamentablemente, anoche le surgió un impedimento, así que me ha pedido que os reciba y os enseñe la iglesia.

Rebecka y Torsten le respondieron con amabilidad y lo siguieron hasta la pequeña iglesia roja de madera. El tejado desprendía olor a brea. Rebecka prefería mantenerse por detrás de los hombres siguiéndolos de cerca. El sacerdote se dirigía casi exclusivamente a Torsten cuando hablaba y éste entraba hábilmente en el juego sin girarse tampoco hacia Rebecka.

«Quizá sea verdad que al párroco le ha surgido un impedimento -pensó Rebecka-, pero también pudiera ser que hubiera decidido estar en contra de la oferta del bufete.»

Por dentro, la iglesia era sombría y el aire se notaba totalmente quieto. Torsten se rascaba veinte nuevas picaduras de mosquito.

Stefan Wikström les habló un poco acerca de la iglesia de madera, construida en el año 1700. Rebecka dejó libre el pensamiento en su cabeza. Ya conocía la historia del hermoso retablo y de los muertos que descansaban bajo el pavimento. De pronto se percató de que habían cambiado de tema y volvió a prestar atención.

– Allí. Delante del órgano -dijo Stefan Wikström señalando con el dedo.

Torsten levantó la vista y observó los tubos del órgano y el símbolo sami del sol que tenía en el centro.

– Tiene que haber sido un duro golpe para todos.

– ¿Un duro golpe? -preguntó Rebecka.

El sacerdote se la quedó mirando.

– Bueno, aquí es donde estaba colgando -dijo-. La compañera a la que asesinaron este verano.

Rebecka lo miró estupefacta.

– ¿Que asesinaron este verano? -repitió.

Se hizo una pausa desconcertante entre los tres.

– Sí, este verano -intentó de nuevo Stefan Wikström.

Torsten Karlsson tenía la mirada fija en Rebecka.

– No me digas que… -dijo.

Rebecka lo miró y negó con la cabeza con un gesto casi imperceptible.

– Este verano asesinaron a una pastora en Kiruna. Aquí dentro. ¿No lo sabías?

– No.

Torsten la observó intranquilo.

– Debes de ser la única persona en toda Suecia que… Daba por hecho que lo sabías. Salió en todos los periódicos…, en cada telediario…

Stefan Wikström seguía la conversación como en una partida de tenis de mesa.

– No he leído la prensa desde antes del verano -dijo Rebecka-. Ni tampoco he visto la televisión.

Torsten levantó las palmas de las manos como buscando ayuda.

– De veras creía que… -empezó diciendo-. Hostias, nadie…

Interrumpió la frase para mirar abochornado al sacerdote, éste le respondió con una sonrisa en señal de perdón por los pecados cometidos y Torsten continuó hablando:

– … nadie se habrá atrevido a contártelo. ¿Prefieres esperar fuera? O ¿quieres un vaso de agua?

Rebecka estuvo a punto de sonreír, pero cambió de idea sin tener claro qué cara poner.

– Estoy bien. Pero prefiero esperar fuera.

Dejó a los hombres dentro de la iglesia y salió hasta la escalinata de la entrada.

«Sin duda, debería sentir algo -pensó-. Quizá desmayarme.»

El sol de mediodía calentaba la pared del campanario. Le entraron ganas de apoyarse, pero se abstuvo pensando en la ropa. El olor a asfalto caliente se mezclaba con el del tejado recién restaurado con brea.

Se preguntaba si Torsten estaría explicándole a Stefan Wikström que ella era la que había matado al asesino de Viktor Strandgård. O quizá se estuviera inventando algo. Probablemente, haría lo que le pareciera más indicado de cara a los negocios. En la actualidad Rebecka era una chuchería en la bolsa social de las golosinas, donde estaba mezclada con anécdotas picantes y suculentos chismorreos. Si Stefan Wikström hubiera sido abogado, Torsten le habría contado la verdad. Le habría alargado la bolsa y le habría invitado a una Rebecka Martinsson. Pero los sacerdotes quizá no eran una especie tan chismosa como los abogados.

Salieron a su encuentro al cabo de diez minutos. El pastor les dio la mano a ambos y parecía como si no quisiera soltarlas.

– Es una pena que Bertil se haya tenido que marchar. Ha habido un accidente de tráfico y en esos casos no se puede uno negar. Si me dais un minuto, intento localizarle en el móvil.

Mientras Stefan Wikström telefoneaba al párroco, Rebecka y Torsten se intercambiaron una mirada. De modo que el párroco sí que estaba ocupado de verdad. Rebecka se preguntaba por qué Stefan Wikström estaba tan empeñado en que se encontraran con él antes de la reunión del día siguiente.

«Quiere algo -pensó-. ¿Qué será?»

Stefan Wikström se guardó el teléfono en el bolsillo de atrás con una sonrisa de disculpa.

– Lo siento -dijo-, ha saltado el contestador. Pero nos vemos mañana.

La despedida fue breve, puesto que tan sólo una noche los distaba del siguiente encuentro. Torsten le pidió un bolígrafo a Rebecka y se apuntó el título de un libro que el sacerdote le había recomendado, mostrando así gran interés.


Rebecka y Torsten cogieron el coche y se encaminaron de vuelta a la ciudad. Durante el viaje Rebecka le habló de Jukkasjärvi y del aspecto que tenía antes del gran boom turístico, cuando yacía adormilada junto al río. Sus habitantes desaparecían en silencio como los granos en un reloj de arena. El supermercado era todo un anticuario de la comida. Por el museo local se paseaba algún que otro turista puntual con un café rancio en una mano y en la otra un pastelito industrial de la casa Delicato, cuya cobertura habría adquirido el tono blanquecino de pasado. Las casas no se habían podido vender. Se quedaron allí ojerosas y en silencio, con goteras en los tejados y ratones correteando entre las paredes. Los prados acabaron totalmente cubiertos de maleza.

En cambio, ahora llegaban turistas de todos los rincones del mundo para dormir en el hotel de hielo entre pieles de reno, conducir moto de nieve a treinta grados bajo cero, montar en trineos tirados por perros o contraer matrimonio en la iglesia de hielo. Y si no era invierno, la gente iba para disfrutar de las saunas flotantes o para hacer rafting por el río.

– ¡Para! -gritó Torsten de repente-. ¡Podemos comer ahí!

A un lado de la carretera había un cartel formado por dos tablones de madera, uno encima de otro, y pintados a mano. Estaban cortados en forma de flecha y señalaban hacia la izquierda. Unas letras verdes sobre fondo blanco anunciaban: «habitaciones» y «comida hasta las 23 horas».

– No, no podemos -objetó Rebecka-. Por ahí se va a Poikkijärvi y allí no hay nada.

– Venga, vamos, Martinsson -reclamó Torsten mirando la carretera con expectación-. ¿Dónde está tu espíritu aventurero?

Rebecka suspiró como una madre paciente y giró por el camino que llevaba a Poikkijärvi.

– Aquí no hay nada -insistió-. Un cementerio, una capilla y unas pocas casas. Te apuesto a que ese cartel lleva ahí siglos y que quien lo colgó se fue al otro barrio a la semana siguiente.

– En cuanto lo confirmemos damos media vuelta y nos vamos a comer a la ciudad -dijo Torsten desenfadado.

Al poco rato la carretera asfaltada se convirtió en camino de grava. A su izquierda corría el río y se podía ver Jukkasjärvi al otro lado. La gravilla repicaba contra los bajos del coche. A ambos lados del camino había casas de madera, la mayoría de ellas pintadas de color rojo. Algunos jardines estaban decorados con flores medio marchitas dentro de neumáticos de tractor y molinos de miniatura; otros, con columpios y fosos de arena para críos. Los perros corrían hasta donde podían dentro del jardín ladrando al paso del coche. Rebecka podía sentir las miradas de los ojos que los observaban desde el interior de las viviendas. Un coche desconocido. ¿Quién podía ser? Torsten miraba a su alrededor como un niño feliz, hacía comentarios sobre las ampliaciones tan feas que tenían algunas casas y saludó a un hombre mayor que había parado de rastrillar hojas para observar a los dos extraños. Se cruzaron con un grupito de chavales que iban en bici y con un chico un poco mayor que iba en un ciclomotor con cajón de carga en la parte delantera.

– Ahí está -señaló Torsten.

El restaurante, un antiguo taller de coches reformado, quedaba al final del pueblo. El edificio tenía el aspecto ligero de una caja de cartón cuadrada y el revoque blanco sucio se había desconchado por varios sitios. En la parte larga de la caja había dos portones de garaje que daban al camino y estaban provistos de ventanas alargadas para que pudiera entrar más luz. En una de las paredes cortas había una ventana con reja metálica y una puerta de tamaño normal, y a ambos lados de ésta había una gran maceta de plástico con caléndulas de color amarillo fuego. Tanto los portones como la puerta y el marco exterior de las ventanas estaban pintados con pintura plástica de color marrón que se estaba descascarillando. En la otra pared corta, que era la trasera del restaurante, había varias máquinas quitanieves de color rojo pálido sobre la crecida hierba seca de otoño.

Al entrar con el coche en la explanada de grava, tres gallinas batieron las alas y salieron corriendo por detrás de una esquina. Contra la pared larga que miraba al río había apoyado un cartel de luces de neón con el texto «last stoper diner» y junto a la puerta había un cartel plegable de madera que decía «bar abierto». En la explanada había otros tres coches aparcados.

Al otro lado del camino se veían cinco cabañas y Rebecka se imaginó que eran las que se alquilaban.

Apagó el motor y en ese momento llegó el ciclomotor de carga con el que se habían cruzado un rato antes y aparcó el vehículo junto al edificio. El chico que lo llevaba, un muchacho grande y fuerte, se quedó titubeando unos minutos sentado en el sillín sin saber muy bien si bajar o no. Clavó la mirada en Rebecka y Torsten por debajo del canto del casco y se meció varias veces sobre el manillar. El robusto mentón se le movía de un lado a otro hasta que al final se bajó del ciclomotor y se dirigió hacia la puerta. Caminaba ligeramente inclinado hacia delante con la mirada clavada en el suelo y con los brazos formando un ángulo de noventa grados.

– Ahí llega el jefe de cocina -bromeó Torsten.

Rebecka soltó un «hmm», el sonido que empleaban los abogados asistentes para las bromas malas cuando no querían reírse pero tampoco quedarse callados ante un socio o un cliente.

El chico permanecía de pie en el umbral de la puerta.

«No es muy diferente a un gran oso con chaqueta verde», pensó Rebecka.

El chico se dio media vuelta y volvió al ciclomotor, se desabrochó el abrigo, lo extendió cuidadosamente sobre la plataforma de carga y lo dobló. Después se quitó el casco y lo colocó encima del abrigo con delicadeza extrema, como si fuera de cristal. Incluso retrocedió un paso para echar un vistazo a distancia, luego se acercó de nuevo y movió el casco apenas un milímetro. Seguía con la cabeza inclinada hacia delante y ligeramente ladeada. Miró a Rebecka y a Torsten por el rabillo del ojo mientras se frotaba el mentón. Rebecka calculó que aún no habría cumplido los veinte, pero no cabía duda de que seguía teniendo la mente de un niño.

– ¿Qué está haciendo? -susurró Torsten.

Rebecka sacudió la cabeza.

– Voy a entrar a preguntar si ya se puede cenar -dijo bajándose del coche.

Por la ventana con mosquitera verde que estaba abierta se podía oír de fondo la emisión de un programa deportivo, un murmullo de personas hablando y el tintineo de platos y cubiertos. Desde el río llegaba el rugido de un fueraborda. El aire, impregnado de un rico olor a comida, era un poco más frío. El frescor de la tarde pasaba con una brisa acariciando el musgo y las matas de arándanos.

«Es como en casa», pensó Rebecka mirando el bosque del otro lado del camino, una sala de columnas levantada por pinos jóvenes que salían de la tierra arenosa. Los rayos del sol se abrían paso por entre los troncos cobrizos hasta calentar la pinaza y las piedras recubiertas de musgo.

De pronto pudo verse a sí misma. Una chiquilla con jersey de fibra sintética que te electrizaba el pelo si te frotabas la cabeza con él y unos pantalones de pana alargados por abajo. Aparece corriendo en el lindero del bosque con una taza de cerámica llena hasta el borde de arándanos que acaba de coger. Se dirige al establo que se utiliza en verano donde está su abuela. En el suelo de cemento hay un pequeño fuego encendido echando humo. Es del tamaño perfecto, porque si se le pone demasiada paja las vacas empiezan a toser. Su abuela está ordeñando a Mansikka y le sujeta la cola con la frente apretada contra el costado del animal. La leche cae como inyectada en el cubo y las cadenas traquetean cuando las vacas se agachan para coger más paja.

– Bueno, Pikku-piika -le dice su abuela mientras aprieta rítmicamente las ubres-. ¿Dónde has estado todo el día?

– En el bosque -le contesta la pequeña Rebecka.

Le mete a su abuela unos cuantos arándanos en la boca. Hasta ahora Rebecka no se había dado cuenta de su propia hambre.

Torsten picó en la ventanilla del coche.

«Quiero quedarme aquí», pensó Rebecka sorprendiéndose a sí misma de su propia vehemencia.

Los terrones herbosos del bosque parecían cojines cubiertos con matas de arándano rojo de un reluciente color verde oscuro y hojas gruesas, y con otras de arándano azul aún de color verde pálido que poco a poco se iban tornando rojizas.

«Ven a tumbarte -susurraba el bosque-. Túmbate boca arriba y quédate mirando cómo se mecen las copas de los árboles con la fuerza del viento.»

Otro repiqueteo en la ventanilla. El corpulento chico seguía en la escalera cuando Rebecka entró en el local y ella le hizo un gesto de saludo con la cabeza.

Los dos garajes del antiguo taller se habían reformado y eran ahora un bar-restaurante. En el local había seis mesas de madera de pino barnizadas de color oscuro y dispuestas a lo largo de las paredes, pudiéndose sentar en cada una hasta siete personas al mismo tiempo si una se sentaba en una de las cabeceras. La alfombra sintética imitando mármol de color rojo coral hacía juego con el empapelado rosa, que tenía además una cenefa pintada a mano a lo largo de todas las paredes de la sala, pasando incluso por encima de las puertas batientes que daban a la cocina. En las tuberías que estaban a la vista y también eran de color de rosa, alguien había enrollado lianas de hiedra artificial en un intento de darle más ambiente al lugar. A la izquierda, detrás de la barra también barnizada de oscuro, había un hombre con delantal azul que secaba vasos y los apretujaba en el estante donde estaba la oferta del bar. Cuando Rebecka entró en el salón la saludó. Llevaba una barba corta de color castaño oscuro, un aro en la oreja derecha e iba con las mangas de la camiseta negra arremangadas, dejando ver unos fornidos músculos. En una de las mesas había tres hombres con un cestillo de pan delante esperando la comida con los cubiertos todavía enrollados en las servilletas de papel de color vino. Tenían las miradas clavadas en el fútbol de la tele, los puños en la cesta de pan y las gorras de trabajo apiladas en una de las sillas libres. Los tres llevaban camisa de franela y debajo camisetas con estampados de publicidad y cuellos desgastados. Uno de ellos llevaba pantalones de trabajo azules de tirantes con el logo de una empresa. Los otros dos se habían desabrochado los monos de trabajo y llevaban la parte superior colgando por detrás.

Una mujer sola de mediana edad mojaba trozos de pan en el plato de sopa. Le sonrió rápidamente a Rebecka y se apresuró a meterse el pan en la boca antes de que se le despedazara. A sus pies yacía dormido un labrador negro con canas blancas de vejez en el hocico. En la silla que tenía al lado colgaba un abrigo de color rosa Barbie indescriptiblemente desgastado. Llevaba el pelo muy corto y su peinado se podía describir, en el mejor de los casos, como práctico.

– ¿Te puedo ayudar en algo? -preguntó el tipo del aro en la oreja de detrás de la barra.

Rebecka se giró hacia él y apenas le dio tiempo a decir que sí cuando se batieron las puertas de la cocina al paso enérgico de una mujer de unos veintitantos años que aparecía con tres platos en las manos. Tenía el pelo largo y coloreado a mechas rubias, rojas y negras. Llevaba un piercing en la ceja y dos brillantes en la aleta de la nariz.

«Qué chica más guapa», pensó Rebecka.

– ¿Sí? -le dijo como exigiendo una reacción a Rebecka.

No esperó a que contestara sino que les sirvió los platos a los tres hombres que esperaban. Rebecka había estado a punto de preguntar si servían comida, pero la respuesta era evidente.

– En el cartel pone que tenéis habitaciones -oyó salir repentinamente de su propia boca-. ¿Cuánto cuestan?

El tipo del aro en la oreja la miró desconcertado.

– Mimmi -dijo el hombre-. Preguntan por las habitaciones.

La chica con el pelo de colores se giró hacia Rebecka secándose las manos en el delantal y quitándose un mechón sudado de la cara.

– Tenemos cabañas -dijo-. De esas pequeñas. Salen a doscientas setenta coronas la noche.

«¿Qué estoy haciendo? -se preguntó Rebecka. Y al instante siguiente pensó-: Quiero quedarme aquí. Yo sola.»

– Vale -respondió en voz baja-. Dentro de un momento voy a entrar a cenar con un acompañante. Si él también te pregunta por las habitaciones, le dices que sólo tienes sitio para mí.

Mimmi frunció el ceño.

– ¿Por qué iba a hacer eso? Es un mal negocio para nosotros.

– En absoluto. Si le dices que tienes sitio para él también, yo me echaré atrás y dormiremos los dos en el Palacio de Invierno del centro. Así que o un cliente o ninguno.

– ¿Te está costando librarte del tío o qué? -dijo sonriendo a medias el tipo del aro en la oreja.

Rebecka se encogió de hombros. Que pensaran lo que quisieran. Además, ¿qué les iba a decir?

Mimmi le respondió haciendo el mismo gesto con los hombros.

– Hecho -dijo-. Pero ¿vais a cenar los dos? ¿O le digo también que sólo hay comida para ti?


Torsten leyó el menú mientras Rebecka lo observaba desde el otro lado de la mesa. Tenía las mejillas sonrosadas de felicidad con las gafas de leer pinzadas lo más abajo que podía de la nariz sin que le tapara los orificios para la respiración y el pelo revuelto hacia un lado. Mimmi estaba inclinada sobre su hombro y le leía el menú en voz alta al tiempo que señalaba los platos con el dedo. Parecían el alumno y la profesora.

«Esto le encanta», pensó Rebecka.

Los hombres de brazos robustos y cuchillos enfundados respondieron con un sonido gutural cuando él entró por la puerta saludando alegremente. La hermosa Mimmi, con su exuberante pecho y su voz aguda, era tan radicalmente distinta a las complacientes chicas del club nocturno Sturecompagniet. El pensamiento de Torsten pasó luego a cosas menos profundas.

– Puedes elegir entre el plato del día o algo del congelador -informó Mimmi mientras señalaba una pizarra negra colgada en la pared donde ponía «asado de alce y risotto de setas y verduras»-. El plato del día lo puedes pedir con patatas, arroz o pasta, lo que prefieras.

En la carta señaló unos cuantos platos que aparecían en el apartado «del congelador»: lasaña, albóndigas, revoltillo de morcilla, revoltillo variado, reno asado, reno ahumado y carne estofada.

– Quizá un revoltillo de morcilla no estaría mal -le dijo entusiasmado a Rebecka.

La puerta se abrió y entró el chaval grande que había llegado con el ciclomotor de carga. Su enorme torso estaba embutido en una camisa planchada de algodón a rayas y abotonada hasta el cuello. Se quedó de pie en el umbral sin atreverse a mirar demasiado a los comensales del restaurante. Tenía la cabeza ligeramente ladeada de manera que su imponente barbilla apuntaba hacia la ventana estrecha, como si estuviera señalando un camino de huida.

– ¡Hombre, Nalle! -exclamó Mimmi abandonando las cavilaciones de Torsten sobre la comida-. ¡Qué guapo estás!

El corpulento muchacho le sonrió tímidamente y le echó una mirada fugaz.

– ¡Acércate para que te vea! -gritó la mujer del perro apartando el plato de sopa.

Rebecka se percató de lo que se parecían Mimmi y la mujer del perro. «Serán madre e hija», pensó.

El perro levantó la cabeza y dio dos golpes cansados con la cola. Después volvió a apoyar la cabeza para seguir con su siesta.

El chico se acercó a la mujer y ésta juntó las manos.

– ¡Qué elegante vienes! -le dijo-. ¡Feliz cumpleaños! ¡Qué camisa más bonita!

Nalle sonrió halagado y levantó la barbilla hacia el techo en una postura casi cómica que a Rebecka le hizo pensar en Rodolfo Valentino.

– Nueva -dijo.

– Sí, ya vemos que es nueva -respondió Mimmi.

– ¿Vas a ir a bailar, Nalle? -preguntó gritando uno de los hombres-. Mimmi, saca cinco envases de comida del congelador. Escógelos tú misma.

Nalle se señaló los pantalones.

– También -dijo.

Levantó los brazos y los separó del cuerpo para que todo el mundo pudiera verle bien los pantalones. Eran unos chinos de color gris y los llevaba sujetos con un cinturón militar.

– ¿También son nuevos? ¡Qué bonitos! -recalcaron las dos mujeres.

– Toma -dijo Mimmi separando la silla que había enfrente de la mujer del perro-. Tu padre no ha venido todavía, pero te puedes sentar aquí con Lisa a esperar hasta que venga.

– Tarta -dijo Nalle al sentarse.

– Por supuesto que te voy a servir tarta. Te creías que me había olvidado, ¿eh? ¡Después de la comida!

La mano de Mimmi se adelantó para acariciarle el pelo a toda prisa y luego se metió en la cocina.

Rebecka se inclinó sobre la mesa para hablarle a Torsten.

– Me voy a quedar a dormir aquí esta noche -dijo-. Me crié junto a este río, unos kilómetros más arriba, y me ha entrado nostalgia. Pero te llevaré en coche a la ciudad y mañana te paso a buscar otra vez.

– No hay problema -contestó Torsten ansioso de aventuras-. Yo también me puedo quedar.

– No creo que las camas de las habitaciones sean marca Hästens, precisamente -intentó disuadirlo Rebecka.

Mimmi salió con cinco envases de aluminio bajo el brazo.

– Habíamos pensado quedarnos a dormir aquí esta noche -le comentó Torsten cuando pasó por su lado-. ¿Tenéis habitaciones libres?

– Sorry -se lamentó Mimmi-. Nos queda una cabaña. Con cama de noventa.

– Está bien -le dijo Rebecka a Torsten-. Te llevo.

Torsten le sonrió. Bajo aquella sonrisa de socio de éxito y bien pagado había un chiquillo gordito con el que Rebecka no quería jugar, y como él pretendía aparentar que no le importaba, a ella le molestaba.


Cuando Rebecka regresó de la ciudad ya era casi de noche. El bosque perfilaba su contorno al contraste con el cielo azul oscuro. Aparcó entre los demás coches que había delante del bar y lo cerró con llave. Dentro del local se oían voces de hombres adultos y ruidos de cuando clavaban con fuerza los tenedores en la carne y arañaban la porcelana. La tele emitía un tono de fondo con la música de anuncios más que conocidos. El ciclomotor de carga de Nalle seguía en el mismo sitio. Rebecka deseó que estuviera pasando un buen cumpleaños allí dentro.

La cabaña en la que iba a dormir quedaba al otro lado de la carretera, junto al lindero del bosque. Una lámpara colgada encima de la puerta iluminaba el número cinco.

«Qué tranquilidad», pensó.

Fue hasta la puerta de la cabaña pero enseguida se dio la vuelta y se metió unos metros en el bosque. Las ramas permanecían quietas y observaban las estrellas del firmamento, que ya se habían empezado a encender. Sus largos mantos de terciopelo verde azulado se movían con suavidad sobre el musgo.

Rebecka se estiró en el suelo. Los abetos se inclinaban juntando las cabezas y emitían un sosegado susurro. Los últimos mosquitos del verano formaban un coro malvado y buscaban las partes de su cuerpo que pudieran alcanzar. A Rebecka no le importaba.

No se percató de que Mimmi había salido a tirar la basura.

A los pocos minutos volvía a estar en la cocina con Micke.

– Vale -dijo-, ahora sí que estamos en alerta de tarados.

Le contó que la huésped se había acostado, pero no en la cama de la cabaña, sino fuera, en el suelo.

– Qué curioso -dijo Micke.

Mimmi miró al cielo.

– Seguro que dentro de poco se da cuenta de que tiene sangre de chamán o de bruja, se va a vivir al bosque y se pone a preparar pócimas a base de hierbas y a bailar alrededor de un montón de piedras como los samis.


PATAS DORADAS

Es Pascua. La loba tiene tres años cuando la ve una persona por primera vez. Es al norte de Karelen, junto al río Vodla. La loba ha visto a seres humanos en varias ocasiones. Reconoce su penetrante olor y comprende qué hacen aquellos hombres en ese momento. Están pescando. Cuando tenía tan sólo un año y su cuerpo era más bien larguirucho, solía bajar al río a escondidas con el crepúsculo para devorar lo que los bípedos habían dejado a su paso: cabezas de pescado, tripas, rutilo y carpa dorada.

Volodja está pescando con red en el hielo. Su hermano ha hecho cuatro agujeros y van a echar tres redes. Volodja está de rodillas junto al segundo agujero preparado para coger el palo de madera que su hermano le va a pasar por debajo del hielo. Tiene las manos mojadas y le duelen del frío, y no se fía del hielo. Procura no alejarse demasiado de los esquís, porque si el hielo se resquebraja se podría tumbar sobre ellos y deslizarse hasta tierra firme. Alexander quiere echar las redes justo aquí porque es un buen sitio. Aquí es donde están los peces. El agua tiene corriente y Alexander ha agujereado con la barrena justo donde se hace hondo y el cauce del río baja a gran profundidad.

Pero es un lugar peligroso. Si sube el nivel del agua, el río se come el hielo por debajo. Volodja lo sabe. Un día puede haber una capa de tres palmos de grosor y al día siguiente no tener más de dos dedos.

No tiene elección. Ahora durante la Pascua ha ido a visitar a la familia de su hermano. Alexander, su esposa y sus dos hijas viven apretujados en la planta baja. La madre de Alexander y de Volodja vive en el piso de arriba. Alexander está atrapado por la responsabilidad que tiene sobre las mujeres; mientras Volodja lleva una vida errante trabajando para la compañía petrolífera Transneft. El invierno pasado estuvo en Siberia, en otoño en la bahía de Viborg y los últimos meses ha estado en los bosques del istmo de Carelia. Cuando su hermano le propuso salir a pescar en el hielo no pudo negarse. Si lo hubiese hecho, su hermano se habría ido solo y a la noche siguiente Volodja estaría sentado a la mesa cenando pez blanco que él no había ayudado a pescar.

Así es el ímpetu de Alexander. Consigue forzarse a sí mismo y a su hermano a salir al peligroso hielo. Una vez en el sitio parece que ya no está tan tenso. Casi se le escapa la sonrisa a pesar de estar con las manos metidas en el agujero y de tenerlas azuladas por el gélido frío. «Quizá esa rabia contenida quedaría mitigada si tuviera un hijo varón», piensa Volodja.

Justo en ese momento, cuando le pasa por la cabeza la idea de que el hijo que lleva dentro la esposa de su hermano podría ser un varón, justo entonces ve a la loba. Los está observando desde el lindero del bosque de la otra orilla. No está lejos. Tiene los ojos sesgados y las patas largas. Entre el pelo lanudo sobresalen unos mechones plateados. Parece que se cruzan las miradas. El hermano está de espaldas y no se da cuenta de nada. Las patas de la loba son realmente largas. Y doradas. La loba parece una reina y Volodja está ahí de rodillas delante de ella como el chico de pueblo que es, con los guantes mojados y un gorro de piel con orejeras medio torcido cubriéndole el pelo sudoroso de la cabeza.

Zjoltye nogi, dice. Patas doradas.

Pero sólo lo dice en su cabeza, sin mover los labios.

No le explica nada a su hermano. A lo mejor su hermano coge la escopeta que tienen apoyada en la mochila y le dispara.

Entonces Volodja tiene que apartar la mirada para desenganchar la red del palo y cuando levanta la vista de nuevo la loba ya no está.

Cuando Patas Doradas se ha adentrado trescientos metros en el bosque ya no se acuerda de los dos hombres en el hielo. No volverá a pensar en ellos nunca más. A los dos kilómetros se detiene y aulla hasta que recibe la respuesta de los demás miembros de la manada, que se encuentra a apenas diez kilómetros de distancia. Recupera la marcha y se pone a trotar. Ella es así, a menudo hace excursiones por su propia cuenta.

Volodja la recordará el resto de su vida. Cada vez que vuelva al lugar donde la vio se quedará mirando el lindero del bosque. Tres años más tarde conocerá a la mujer que será su esposa.

Cuando por primera vez descanse sobre sus brazos le contará la historia del lobo de las patas doradas.

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