MIÉRCOLES

6 de Septiembre

La reunión para hablar sobre la colaboración tanto jurídica como económica en una organización paraguas tuvo lugar en la casa de Bertil Stensson, el párroco. Los presentes eran Torsten Karlsson, copropietario del bufete de abogados Meijer & Ditzinger, Estocolmo; Rebecka Martinsson, abogada del mismo bufete; los pastores de las parroquias de Jukkasjärvi, Vittangi y Karesuando; los presidentes del consejo episcopal y de la diócesis; y el vicario Stefan Wikström. Rebecka Martinsson era la única mujer presente. La reunión había comenzado a las ocho y ya eran las diez menos cuarto. A las diez en punto tomarían café para poner fin al encuentro.

El comedor del párroco les sirvió de sala de conferencias provisional. El sol de septiembre entraba por los cristales irregulares, soplados y hechos a mano que conformaban las grandes ventanas, todas ellas divididas por un delgado parteluz. Había estanterías de libros que llegaban hasta el techo. En cambio, no se veía ningún objeto decorativo ni flores por ninguna parte. Por el contrario, los alféizares estaban repletos de piedras, unas suaves y redondas y otras ásperas, negras y con ojos rojizos centelleantes. Encima de las piedras había ramitas curiosamente retorcidas. En el césped y afuera, sobre el camino de grava, había montoncitos de hojas amarillas que hacían ruido al pisarlas y serbas caídas de las ramas.

Rebecka estaba sentada al lado del pastor Bertil Stensson mirándolo de vez en cuando. Era un hombre jovial, a sus sesenta años. Un padrino entrañable con pelo de gamberro de color plateado. Moreno del sol y una sonrisa cálida.

«Sonrisa profesional», pensó Rebecka. Le resultó casi cómico verlos a él y a Torsten sonriéndose uno al otro. Cualquiera que no los conociera los habría podido tomar por hermanos, o viejos amigos de la infancia. El pastor le había dado la mano a Torsten con firmeza y al mismo tiempo le había agarrado el antebrazo con la mano izquierda. Torsten se había mostrado encantador, le sonrió y luego se mesó el cabello.

Rebecka se preguntaba si habría sido el pastor quien llevó a casa las piedras y las ramas. Normalmente solían ser las mujeres quienes se dedicaban a ese tipo de cosas, yéndose de paseo por la costa y guardándose todas las piedras lisas que encontraban hasta que las pesadas chaquetas les arrastraban por el suelo.

Torsten había aprovechado bien las dos horas. Enseguida se deshizo de la americana y adoptó un tono mesuradamente informal y cercano. Ameno sin perder la seriedad ni llegar a ser descuidado. Les había servido el paquete como una cena de tres platos: de aperitivo una copa de zalamería, cosas que ya sabían, como que eran una de las parroquias más ricas del país. Y la más bonita. El primer plato consistía en algunos ejemplos de terrenos en los que la parroquia necesitaba competencias jurídicas que, bien mirado, eran todos: derecho civil, derecho de asociación, derecho laboral, derecho fiscal… Como plato principal les sirvió hechos, cifras y cálculos duros. Les mostró que sería mejor y más económico hacer un convenio con su empresa y así tener acceso a la competencia acumulada del bufete en los ámbitos jurídico y económico. Al mismo tiempo, les habló abiertamente de los contras, que aun siendo pocos y ligeros existían, y de esa manera logró darles una impresión fehaciente y honesta. Lo que tenían delante no era un mero vendedor de aspiradoras. Y ahora estaba en plena labor de hacerles tomar el postre, que concluía con un último ejemplo de cómo habían ayudado a otra parroquia.

La administración del cementerio de aquella parroquia costaba una suma desorbitada de dinero. Muchas iglesias y edificios que mantener, muchos céspedes que cortar, tumbas que cavar, caminitos que rastrillar y musgo que rascar de las piedras, qué sabía él, pero todo eso costaba dinero. Mucho dinero. En aquella parroquia habían tenido varios trabajadores o como quiera que se les llamara, es decir, mano de obra subvencionada por el Estado a través de la oficina de empleo. En cualquier caso, la parroquia no invertía más que una pequeña cantidad de su presupuesto en los sueldos de estas personas, por lo que no importaba mucho si los trabajadores no daban palo al agua. Pero luego los contratos pasaron a ser indefinidos y ahora le tocaba a la parroquia correr con todos los gastos. Había muchos trabajadores y la mayoría no es que se mataran a trabajar, si le permitían la expresión. Así que contrataron a más, pero la cultura del trabajo ya había pasado a ser la de no permitir que la gente nueva se esforzara demasiado y quien lo hacía acababa siendo marginado. De modo que al final resultaba de lo más difícil conseguir que se hiciera algo. Incluso se llegaron a dar casos de trabajadores que lograron obtener otro empleo de jornada completa mientras seguían a jornada completa en la iglesia. Y, de pronto, se habían independizado del Estado, la parroquia era autónoma y le tocaba encargarse de su propia economía como mejor pudiera. La solución consistió en ayudar a la parroquia a sacar a subasta la administración del cementerio. Lo mismo que habían estado haciendo muchos municipios durante los últimos quince años.

Torsten mencionó las cifras de dinero ahorrado cada año y observó cómo los presentes se intercambiaban miradas.

«Diana», pensó Rebecka.

– Y eso… -continuó Torsten-, eso que aún no he calculado el ahorro que le supondría a la iglesia tener menos trabajadores bajo su responsabilidad. Aparte de más monedas en la saca, también se gana más tiempo para la actividad central de la parroquia, para satisfacer de distintas maneras las necesidades espirituales de sus feligreses. La idea no es que los párrocos hagan de administrativos, pero a menudo se ven atrapados en cuestiones de ese tipo.

El pastor Bertil Stensson deslizó un papel delante de Rebecka.

«Nos habéis dado muchas cosas en las que pensar.»

«¿Ah, sí?», pensó Rebecka.

¿Qué quería? ¿Pretendía que se pasaran notitas como dos chavales en la escuela que le ocultan secretos a la profesora? Le sonrió y asintió ligeramente con la cabeza.

Torsten finalizó su disertación y respondió a algunas preguntas.

Bertil Stensson se puso en pie y anunció que el café se lo tomarían al sol.

– Los que vivimos aquí arriba tenemos que aprovechar -dijo-. No gastamos los muebles del jardín cada día, que digamos.

Hizo un gesto de barrido hacia el jardín y mientras la gente salía se llevó a Torsten y a Rebecka al salón. Torsten no podía irse sin ver su cuadro de Lars Levi Sunna. Rebecka Martinsson se percató de que el pastor le echó una mirada a Stefan Wikström que significaba: espera fuera con los demás.

– A mi parecer, esto es justo lo que nuestras parroquias requieren -le dijo el pastor a Torsten-. Pero os necesitaría ahora, no dentro de un año cuando todo esto pueda hacerse realidad.

Torsten observaba la pintura. Representaba una hembra de reno de mirada sosegada dándole de mamar a su cría. A través de la puerta del pasillo Rebecka podía ver a una mujer que había surgido de la nada sacando una bandeja con termos y tacitas de café que tintineaban al chocar entre ellas.

– Hemos pasado una época muy difícil en la parroquia -prosiguió el pastor-. Imagino que habéis oído hablar de la muerte de Mildred Nilsson.

Torsten y Rebecka asintieron.

– Tengo que designar a alguien para su puesto -dijo el párroco-. Y no es ningún secreto que ella y Stefan no congeniaban del todo. Stefan está en contra de las mujeres pastoras. Yo no comparto su idea, pero tengo que respetarla. Y Mildred era nuestra mayor feminista local, por así decirlo. No ha sido una labor fácil ser jefe de los dos. Sé que hay una mujer cualificada que solicitará el puesto cuando lo oferte. No tengo nada que objetarle, al contrario. Pero para mantener la paz laboral y la calma en la casa me gustaría darle el puesto a un hombre.

– ¿Menos cualificado? -preguntó Torsten.

– Sí. ¿Es posible?

Torsten se frotó la barbilla sin apartar la mirada del cuadro.

– Por supuesto -dijo tranquilo-. Pero si la mujer que solicita el puesto te demanda la tendrás que indemnizar.

– ¿Y tendré que contratarla?

– No, no. Una vez que el puesto esté cedido a otra persona no se la puede echar. Me puedo enterar de qué cantidad son las indemnizaciones que ha habido que pagar en casos de este tipo. Lo hago gratis.

– Supongo que querrá decir que tú lo haces gratis -le dijo el pastor a Rebecka soltando una carcajada.

Rebecka sonrió amablemente y el pastor se dirigió de nuevo a Torsten.

– Te lo agradecería enormemente -dijo serio-. Después… hay una cosa más. O dos.

– Dispara -le animó Torsten.

– Mildred creó una fundación. Tenemos una loba en los bosques de alrededor de Kiruna a la que le tenía mucha consideración. La labor de la fundación sería la de encargarse de mantener a la loba con vida. Remuneraciones a los samis, vigilancia por helicóptero en colaboración con la Dirección Nacional de Protección de la Naturaleza…

– ¿Sí?

– Quizá la fundación no tenga tanto respaldo en la parroquia como a ella le hubiera gustado. No es que estemos en contra de los lobos, pero queremos mantener un perfil apolítico. Todos, tanto los que odian a los lobos como los que los aman, deben sentirse en casa en la parroquia.

Rebecka miró por la ventana. Allí fuera estaba el presidente de la congregación mirándolos con curiosidad. Cuando bebía de la taza sujetaba el platito por debajo de la barbilla a modo de protección antigoteo. La camisa que llevaba era espantosa. En su día debió de ser beige, pero en algún momento debió de lavarla con un calcetín azul.

«Suerte que ha encontrado una corbata de mercadillo que le hace juego», pensó Rebecka.

– Queremos deshacer la fundación y utilizar los medios para otra actividad que cuadre mejor con la parroquia -comentó el pastor.

Torsten le prometió que remitiría el asunto a alguien que supiera sobre derecho de asociación.

– Y también hay una cuestión un tanto delicada. El marido de Mildred Nilsson sigue viviendo en la vicaría de Poikkijärvi. Me resulta terrible echarle de su casa, pero… bueno, es que necesitamos la vicaría para otras cosas.

– Entiendo, pero eso no debe ser una preocupación -dijo Torsten-. Rebecka, tú tenías intención de quedarte por aquí unos días, ¿no podrías echarle un vistazo al contrato de arrendamiento y hablar con…? ¿Cómo se llama el hombre?

– Erik. Erik Nilsson.

– Si te parece bien -le dijo Torsten a Rebecka-. Si no, puedo encargarme yo. Es una residencia para empleados, así que en el peor de los casos podemos pedirle al agente judicial que nos eche una mano.

El pastor hizo una leve mueca de desagrado.

– Y si se llega a tanto -añadió Torsten sereno-, siempre va bien tener un maldito abogado al que echarle las culpas.

– Yo me ocupo -dijo Rebecka.

– Erik tiene las llaves de Mildred -le comentó el pastor-. O sea, las llaves de la iglesia. Necesito recuperarlas.

– Sí -afirmó Rebecka.

– Entre otras, la llave de su caja de seguridad en la oficina de registro parroquial. Es como ésta.

Se sacó un manojo de llaves del bolsillo y le mostró una en concreto a Rebecka.

– Una caja de seguridad -observó Torsten.

– Para el dinero, las anotaciones de las conversaciones espirituales y, bueno, cosas de las que uno no se quiere deshacer -dijo el sacerdote-. Un pastor no está casi nunca en su despacho y por la casa rectoral pasa mucha gente.

Torsten no pudo reprimir su impulso de preguntar.

– ¿No la tiene la policía?

– No -dijo el pastor sin darle importancia-. No la han pedido. Mira, Bengt Grape ya va por el cuarto trozo de pastel. Vamos, si no, nos quedaremos sin nada.


Rebecka llevó a Torsten hasta el aeropuerto. Se veía un sol de veranillo de San Martín por encima de los abedules con manchas amarillas.

Torsten la miraba desde el lado del copiloto. Se preguntaba si habría habido algo entre ella y Måns. Ahora sí que se la veía enfadada: los hombros subidos hasta las orejas y la boca recta como una raya horizontal.

– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar aquí arriba? -le preguntó.

– No sé -respondió con vaguedad-. El fin de semana.

– Para saber qué le digo a Måns cuando vea que he perdido a su ayudante por el camino.

– No creo que te pregunte.

Hubo un silencio en el coche hasta que al final Rebecka no pudo aguantar más.

– Está claro que la policía no tiene ni puta idea de que esa caja de seguridad existe -exclamó.

La voz de Torsten se volvió exageradamente paciente.

– Se les habrá escapado -dijo-. Pero nosotros no vamos a hacer su trabajo. Nos dedicaremos al nuestro.

– La han asesinado -mencionó Rebecka en voz baja.

– Nuestra labor es resolver los problemas del cliente siempre que no sean ilegales. Y no es ilegal recuperar las llaves de la iglesia.

– Ya. Y de paso les ayudamos a calcular cuánto les puede costar hacer discriminación de género para que puedan seguir montando su club de viejos.

Torsten miró por la ventanilla.

– Y yo tengo que echar al marido de su casa -continuó Rebecka.

– Ya te dije que no hacía falta que lo hicieras tú.

«Venga ya -pensó Rebecka-. No me diste elección. Si no, te habrías encargado de que el agente judicial le diera la patada.»

Pisó el acelerador.

«Lo primero es el dinero -pensó-. Eso es lo más importante.»

– A veces me dan ganas de vomitar -dijo cansada.

– A veces va incluido en el trabajo -la consoló Torsten-. Después te limpias los zapatos y sigues adelante.


La inspectora de policía Anna-Maria Mella subió con el coche hasta la casa de Lisa Stöckel. Lisa era la presidenta del grupo Magdalena. Vivía en una casa solitaria en lo alto de una colina más allá de la capilla de Poikkijärvi. Detrás de la casa, la colina bajaba en picado, con tramos de gravilla, y al otro lado pasaba el río.

Al principio la casa era una cabaña sencilla construida en los sesenta. Más tarde la ampliaron y le pusieron marcos de ventana de color blanco y una escalinata de entrada con trabajos de ebanistería de lo más ostentoso. En la actualidad tenía el aspecto de una caja de zapatos marrón disfrazada de casita de chocolate. Al lado de la casa había una cabaña alargada en ruinas de color rojo, con el tejado de chapa y con una única ventana con cristal sencillo. Leñera, trastero y un viejo establo, aventuró Anna-Maria. Aquí debió de haber otra casa anteriormente. La echaron abajo y levantaron la cabaña. El establo lo dejaron intacto.

Condujo con cuidado por la explanada mientras tres perros se cruzaban por delante del coche sin dejar de ladrar. Alguna que otra gallina revoloteó hasta ponerse a salvo bajo un grosellero. Junto al poste de la valla había un gato inmóvil delante de un nido de musarañas preparado para salir disparado en cualquier momento. Únicamente un pequeño latigazo de irritación con la cola revelaba que se había percatado de la presencia del ruidoso Ford Escort.

Anna-Maria aparcó delante de la casa. Por la ventanilla podía observar las fauces de los perros que saltaban contra la puerta del coche. Las colas se agitaban de un lado a otro, pero aun así. Uno era realmente grande y, además, negro, de manera que Anna-Maria apagó el motor y se quedó sentada donde estaba.

Una mujer salió de la casa y se quedó de pie en la escalinata. Llevaba un abrigo acolchado de color rosa Barbie indescriptiblemente feo. Llamó a los perros.

– ¡Aquí!

Los animales se alejaron inmediatamente del coche y subieron los escalones a toda prisa. La mujer del abrigo les ordenó que se tumbaran y se acercó al coche mientras Anna-Maria se bajaba para presentarse.

Lisa Stöckel rondaba los cincuenta. No llevaba maquillaje y se le notaba el moreno de la cara. En los ojos tenía marquitas blancas que le habían quedado de tanto entornarlos durante el verano. Y el pelo muy corto, al límite de llevarlo a cepillo si se lo cortaba un milímetro más.

«Es guapa -pensó Anna-Maria-. Parece una chica vaquera. Si es que una puede imaginarse a una vaquera con ese abrigo rosa.»

El abrigo era realmente espantoso: estaba cubierto de pelo animal y tenía pequeños agujeros y jirones por los que salía el relleno.

Y tanto como «chica»… Anna-Maria conocía a varias mujeres de cincuenta que tenían cenas de chicas y que seguirían siendo chicas hasta la tumba, pero Lisa Stöckel no era ninguna chica. Había algo en sus ojos que a Anna-Maria le inspiraba una sensación de que quizá nunca había sido una chica, ni siquiera de pequeña.

Y también tenía una línea casi imperceptible que recorría la parte inferior del ojo, desde la comisura del párpado hasta el pómulo. Una sombra oscura por debajo del rabillo del ojo.

«Dolor -pensó Anna-Maria-. En el cuerpo o en el alma.»

Subieron juntas hacia la casa. Los perros estaban tumbados en el porche y gimoteaban con empeño por levantarse y saludar a la extraña.

– Quietos -ordenó Lisa Stöckel.

Se lo decía a los perros, pero Anna-Maria también cumplió la orden.

– ¿Te dan miedo los perros?

– No si sé que son buenos -respondió Anna-Maria mirando al grande de color negro.

Tenía la larga lengua colgando de la boca como una corbata y las patas como las de un león.

– Vale, hay otro en la cocina, pero ésa es buena como una ovejita. Y éstos también, sólo son como una pandilla de chavales de pueblo sin modales. Pasa, pasa.

Le abrió la puerta y Anna-Maria entró al recibidor.

– Malditos vándalos -le dijo Lisa Stöckel amorosa a los perros, y luego levantó el brazo y gritó-: ¡Fuera!

Los perros se incorporaron de un brinco y salieron disparados haciendo grandes marcas en la madera, bajaron la escalinata de un salto llenos de alegría y desaparecieron por la explanada.

Anna-Maria se quedó en el recibidor y miró a su alrededor. La mitad del suelo estaba ocupada por dos almohadas para perros y había también un gran cuenco de acero inoxidable lleno de agua, botas para la lluvia, botas de montaña, zapatillas de correr y otros zapatos de goretex. Apenas quedaba sitio para ella y Lisa. Las paredes estaban atestadas de ganchos y estantes donde había varias correas, guantes de trabajo, gorros y guantes de abrigo, un mono azul y demás. Anna-Maria se preguntaba dónde podía colgar la chaqueta, pues todos los ganchos estaban ocupados, igual que las perchas.

– Deja la chaqueta en la silla de la cocina -dijo Lisa Stöckel-. Si no, se te llenará de pelo. Ni se te ocurra quitarte los zapatos.

En el recibidor había una puerta que daba a una sala de estar y otra que daba a la cocina. En el salón había varias cajas de plátanos llenas de libros y en el suelo había más columnas de libros. La librería, de madera oscura de algún tipo y con vitrina de vidrio de colores, estaba pegada a uno de los laterales cortos, vacía y cubierta de polvo.

– ¿Te mudas? -preguntó Anna-Maria.

– No, sólo… Acabas teniendo tanta basura. Y los libros no hacen más que acumular polvo.

En la cocina había unos pesados muebles de madera de pino barnizada y amarillenta. En un sofá de estilo rústico estaba tumbado un labrador retriever negro que se despertó cuando las dos mujeres entraron y empezó a golpear el lateral con la cola a modo de saludo. Después dejó caer la cabeza de nuevo y siguió durmiendo.

Lisa presentó al perro como Majken.

– Cuéntame cómo era -le pidió Anna-Maria cuando estuvieron sentadas-. Tengo entendido que trabajabais juntas con el grupo Magdalena.

– Ya se lo conté a él… un hombre bastante grande con un bigote así.

Lisa Stöckel midió un palmo con la mano por delante del labio superior. Anna-Maria sonrió.

– Sven-Erik Stålnacke.

– Sí.

– ¿Puedes contármelo otra vez?

– ¿Por dónde empiezo?

– ¿Cómo os conocisteis?

Anna-Maria Mella prestó atención a la cara de Lisa Stöckel. Cuando la gente rebobinaba la memoria en busca de un acontecimiento en concreto, solía bajar la guardia, dando por sentado que no fueran a mentir sobre dicho suceso, claro. A veces se olvidaban por un momento de la persona que tenían sentada enfrente. En la cara de Lisa Stöckel se esbozó media sonrisa que no duró más que un instante. Por un momento hubo algo que se relajó. Le caía bien la pastora.

– Hace seis años. Acababa de mudarse a la vicaría y para el otoño se iba a encargar del catecismo para la confirmación de los jóvenes de aquí y de Jukkasjärvi. Y se puso en marcha como un perro de presa para localizar a todos los padres de los niños que no se habían apuntado. Se presentaba y les explicaba por qué creía que el catecismo era tan importante para la confirmación.

– ¿Por qué era importante? -preguntó Anna-Maria, a quien le parecía que no le había aportado una mierda cuando le tocó hacerla a ella, hacía cien años.

– Mildred concebía la parroquia como un punto de encuentro. No le importaba demasiado si la gente era creyente o no, eso quedaba entre ellos y Dios. Pero si lograba que fueran a la parroquia para bautizarse, confirmarse, casarse y otras festividades para que la gente pudiera encontrarse y se sintiera en la parroquia como en casa, como para ir allí si la vida les resultaba difícil en algún momento, pues… Y cuando la gente decía «pero si no se es creyente, no parece correcto confirmarse sólo por los regalos», ella respondía que a ver si no era genial recibir regalos, que a ningún joven le gustaba estudiar, ni en la escuela ni en la parroquia, pero era una cuestión de cultura general saber por qué celebramos la Navidad, la Semana Santa, la Pascua de Pentecostés, el Corpus Christi y saber enumerar a los evangelistas.

– Así que tú tenías un niño o una niña que…

– No, no. Bueno, sí, tengo una niña, pero ella se había confirmado hacía años. Trabaja en el bar del pueblo. No, se trataba del chico de mi primo, Nalle. Tiene una discapacidad mental y Lars-Gunnar no quería que se confirmara, así que ella fue a hablar con él. ¿Quieres café?

Anna-Maria aceptó.

– Tengo entendido que provocó a más de uno -dijo.

Lisa Stöckel se encogió de hombros.

– Ella era así… Siempre de frente. Sólo sabía poner la directa.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Anna-Maria.

– Me refiero a que nunca se andaba con remilgos, no había espacio para la diplomacia ni las buenas formas. Cuando algo le parecía mal iba a por ello de cara, así de sencillo.

«Como cuando se le puso en contra todo el equipo de conserjes», pensó Lisa.

Parpadeó, pero la imagen no se le iba de la cabeza así como así. Primero ve dos mariposas amarillas revoloteando en un baile la una con la otra alrededor de las flores. Después las ramas caídas de los abedules, que se balanceaban dulcemente de aquí para allá con la brisa que llegaba del arroyo de verano. Y luego la espalda de Mildred, su marcha militar por entre las lápidas. Ras, ras, ras por la gravilla.


Lisa va casi corriendo detrás de, Mildred sendero abajo por el cementerio de Poikkijärvi. Al fondo está el equipo de conserjes haciendo una pausa para el café. Hacen muchas pausas, casi todo el tiempo; en realidad sólo trabajan cuando el pastor está mirando, pero nadie se atreve a exigirles que cumplan con su labor. Quien tenga en contra a esta cuadrilla se arriesga a hacer las ceremonias de los funerales subido a un montón de tierra. O hacerlas gritando con una máquina cortacésped a dos metros de distancia. O predicar en iglesias heladas durante el invierno. El pastor no hace una mierda, el muy mamón. Tampoco tiene motivos, ellos tienen mejores cosas que hacer que dedicarse a hacerle la puñeta.

– No te pelees por eso, vamos -intenta Lisa.

– No me voy a pelear -dice Mildred.

Y lo dice en serio.

Mankan Kyrö es quien primero las ve. Él es el líder informal del grupo y al jefe de mantenimiento no le importa. Mankan es quien manda y es con él con quien Mildred no se va a pelear.

Va directa al grano mientras los demás escuchan con atención.

– La tumba del niño -dice-, ¿ya la habéis cavado?

– ¿A qué te refieres? -pregunta Mankan apático.

– Acabo de hablar con los padres. Me han dicho que habían escogido un sitio que tiene vistas al río, en la parte norte, allí arriba, y les has dicho que allí no.

Mankan Kyrö no dice nada. Suelta un gargajo enorme en el césped y mete la mano en el bolsillo de atrás para sacar la caja con porciones de tabaco.

– Les has dicho que las raíces del abedul partirían el ataúd y atravesarían el cuerpo del niño -continuó Mildred.

– ¿Acaso no es cierto?

– Eso pasa pongas donde pongas el ataúd y tú lo sabes. Lo que ocurre es que no te daba la gana de cavar allí arriba debajo del abedul porque hay piedras y mucha raíz. Muy pesado, simplemente. No me entra en la mollera que antepongas tu propia comodidad hasta el punto de que te parezca bien meterles esas imágenes en la cabeza a los padres de la criatura.

En ningún momento ha levantado la voz. El resto de la pandilla tiene la mirada fija en el suelo. Están avergonzados. Y odian a esa pastora que los deja en evidencia.

– Vale, vale, y ¿qué quieres que haga? -le pregunta Mankan Kyrö-. Ya hemos cavado una tumba y en un sitio mejor, si te digo la verdad, pero quizá deberíamos obligarles a enterrar a su hijo donde tú digas.

– En absoluto. Ahora ya es demasiado tarde, están más que disuadidos. Sólo quiero que sepas que si vuelve a pasar algo así…

Mankan está casi sonriendo. ¿Le va a amenazar?

– … no tendré consideración -dice para terminar y luego se va.

Lisa la persigue corriendo para no tener que oír los comentarios a su espalda. Ya se los imagina: si el marido de la pastora le diera lo que necesita en la cama, quizá se calmaría un poco.


– Entonces, ¿a quién provocaba? -preguntó Anna-Maria.

Lisa se encogió de hombros y puso en marcha la cafetera eléctrica.

– ¿Por dónde empiezo? Al director de la escuela de Jukkasjärvi por exigirle que tomara medidas para acabar con la marginación, a los de servicios sociales por mezclarse en su actividad.

– ¿Qué?

– Bueno, la vicaría siempre estaba llena de mujeres con hijos que habían dejado a sus maridos…

– Empezó una especie de fundación por la loba esa -dijo Anna-Maria-. Se creó un debate considerable al respecto.

– Hmmm, no tengo ni bollos ni leche, tendrás que tomártelo solo.

Lisa Stöckel puso una taza golpeada en el canto y con un estampado publicitario delante de Anna-Maria.

– El párroco y algunos pastores tampoco la soportaban.

– ¿Por qué?

– Bueno, por nosotras, las mujeres del grupo Magdalena, entre otras cosas. Somos casi doscientas personas en la organización y había no pocos que la admiraban sin estar apuntados; muchos hombres, de hecho, aunque alguna gente diga lo contrario. Con ella estudiábamos la Biblia, íbamos a las ceremonias en las que predicaba y hacíamos trabajo práctico.

– ¿Como qué?

– Un montón de cosas. El tema de la comida, por ejemplo. Estuvimos pensando qué se podía hacer de cara a las madres solteras. Les resultaba muy pesado estar siempre aisladas con los niños y todo el tiempo se les iba en cosas prácticas como trabajar, hacer la compra, limpiar, cocinar… y luego sólo les quedaba la tele. Así que ahora tenemos cena comunitaria en el local de lunes a miércoles y aquí en la vicaría jueves y viernes. De vez en cuando toca trabajar, se pagan veinte coronas por los adultos y quince por los niños. Las madres se liberan de tener que hacer la compra y de cocinar unas cuantas veces por semana. A veces hacen de canguro para otros niños a fin de que sus madres puedan ir al gimnasio o simplemente pasear tranquilamente por la ciudad. Mildred siempre pensaba en soluciones prácticas.

Lisa se rió y continuó.

– Era bastante arriesgado decirle que había algo que iba mal en la comunidad. Se lanzaba en picado como un lucio, «¿qué podemos hacer?». Antes de tener la respuesta ya estábamos trabajando. El grupo Magdalena era un puño de hierro. ¿A qué sacerdote no le hubiera gustado tener algo así a su alrededor?

– Así que los demás pastores tenían envidia…

Lisa se encogió de hombros.

– Has dicho que Magdalena era un grupo de hierro. ¿Ya no estáis juntas?

Lisa clavó la mirada en la mesa.

– Claro que sí.

Anna-Maria se quedó unos segundos esperando a que dijera algo más, pero Lisa Stöckel seguía obcecadamente callada.

– ¿Quiénes eran sus personas más cercanas? -preguntó Anna-Maria.

– Las del grupo Magdalena, me imagino.

– ¿Su marido?

El iris de su ojo hizo un movimiento y Anna-Maria lo captó. Ahí había algo.

«Lisa Stöckel, hay algo que no me estás contando», pensó.

– Obviamente -respondió Lisa Stöckel.

– ¿La habían amenazado o tenía miedo de algo?

– Probablemente tenía un tumor o algo apretándole la parte del cerebro donde se encuentra el miedo… No, no le temía a nada. Y amenazada… No más ahora, al final, que antes, siempre había alguien que le pinchaba las ruedas del coche o le rompía los cristales…

Lisa Stöckel le lanzó una mirada airada a Anna-Maria.

– Dejó de ir a la policía a poner denuncias hace mucho tiempo. Una molestia inútil, nunca se puede demostrar nada, por mucho que se sepa quién ha sido.

– Pero quizá podrías darme algunos nombres -dijo Anna-Maria.


Un cuarto de hora más tarde Anna-Maria se sentaba en su Ford Escort y daba por terminada la visita.

«¿Por qué quiere alguien deshacerse de todos sus libros?», pensó.

Lisa Stöckel estaba de pie junto a la ventana de la cocina observando el coche de Anna-Maria mientras desaparecía cuesta abajo tras una nube de aceite quemado. Después se sentó en el sofá al lado del labrador, que seguía durmiendo. Le acarició el cuello y el pecho igual que un perro lame a sus cachorros para tranquilizarlos hasta que el animal se despertó y volvió a dar unos pocos golpes de lealtad con la cola.

– ¿Qué te pasa, Majken? -preguntó Lisa-. Ya ni siquiera te levantas para saludar a la gente.

Las cuerdas vocales se le trabaron en un nudo de dolor y sintió que se le calentaban los párpados por debajo. Se le estaban acumulando las lágrimas, pero no pensaba dejarlas salir.

«Debe de estar sufriendo como nadie», pensó.

Se incorporó con ímpetu.

«¡Dios mío, Mildred! -pensó-. Perdóname. Por favor, perdóname. Intento… intento hacer lo correcto, pero tengo miedo.»

Necesitaba un poco de aire. De repente había sentido un mareo y salió corriendo a la escalinata a vomitar un poco.

Los perros acudieron al instante. Si ella no lo quería, ya se ocuparían ellos, pero los aparta con el pie.

Esa puta policía. Se le había metido directamente en la cabeza y había empezado a abrirla como un álbum de fotografías en el que Mildred aparecía en todas las páginas. Ya no tenía fuerzas para seguir viendo aquellas imágenes. Como la primera vez, hacía seis años. Recuerda que estaba de pie junto a las jaulas de los conejos. Era la hora de comer. Conejos blancos, grises, negros, con manchas… se apoyaban en las patas traseras y apretaban los hocicos contra la red metálica. Les repartía pienso y trozos arrugados de zanahoria y otras raíces comestibles en platitos de terracota. Sentía cierta lástima al pensar que pronto aquellos conejos estarían cocinándose en una cazuela, abajo en el bar.


De repente la tiene detrás, la pastora que acaba de mudarse a la vicaría. Es la primera vez que se ven y Lisa no la ha oído llegar. Mildred Nilsson es una mujer pequeña de su misma edad, rondando los cincuenta. Tiene la cara pequeña y pálida, y el pelo largo castaño oscuro. Lisa escuchará muchas veces a la gente llamarla insignificante, decir que «no es bonita pero…», y no lo entenderá nunca.

Algo pasa en su interior cuando estrecha aquella delgada mano que se le acerca. Tiene que ordenarle a su propia mano que la suelte. La pastora habla. Incluso la boca es pequeña, los labios finos como un arándano rojo, y mientras aquella pequeña boca sigue modulando palabras, los ojos le cantan una hermosa canción sobre otra cosa, algo que no tiene nada que ver.

Por primera vez en… -bueno, no recuerda desde cuándo- Lisa teme que la verdad le brote hacia el exterior haciéndose visible. Siente que le iría bien un espejo para controlarlo; ella, que lleva guardando secretos toda la vida y que conoce la verdad sobre ser la chica más guapa del pueblo. Se ha hartado de explicar lo que suponía oír constantemente «mira qué delantera» y cómo se iba inclinando hasta crear una mala postura para la espalda. Pero hay otras cosas, mil secretos ocultos.

Bengt, el primo de su padre, cuando ella tenía trece años. La agarra del pelo y se lo enrolla en la mano. Siente como si le fuera a arrancar toda la cabellera. «Cierra la boca», le dice al oído. La obliga a entrar en el baño. Le aplasta la frente contra los azulejos para que entienda que la cosa va en serio. Con la otra mano le desabrocha los tejanos mientras la familia sigue sentada en el salón.

No abrió la boca. Nunca le dijo nada a nadie. Se cortó el pelo.

O la última vez que probó el alcohol, el solsticio de verano de 1965. Apenas se mantenía consciente y ellos eran tres chicos que venían de la ciudad. Dos siguen viviendo en Kiruna, hace poco que se topó con uno de ellos en el hipermercado ICA Kupolen, pero se ha desprendido del recuerdo de aquella noche como quien tira una piedra a un pozo. Es como si lo hubiera soñado hace mucho tiempo.

Y aquí están los años con Tommy. Aquella vez que había estado empinando el codo con sus primos de Lannavaara a finales de septiembre. Mimmi no debía de tener más de tres o cuatro años. Aún no se había empezado a formar hielo. Le regalaron una fisga vieja, uno de esos arpones que se usan para pescar peces grandes, inservible, pero él no entendía que le estaban tomando el pelo todo el rato. De madrugada la había llamado para pedirle que lo fuera a buscar y ella fue a recogerlo con el coche. Trató de convencerle de que dejara la fisga, pero él se empeñó en meterla en el asiento de atrás. Fueron con la ventanilla bajada y la fisga asomando por un extremo mientras él reía y pegaba gritos a la oscuridad.

Cuando llegaron, apenas dos horas antes de amanecer, él decidió que iban a ir a pescar con la fisga. «Tienes que venir -le dijo-. Para remar y sujetar la linterna.» «La niña está durmiendo» -le dijo ella. «Exacto» -fue la respuesta. Dormiría por lo menos un par de horas más. Lisa intentó que se pusiera el salvavidas, sobre todo teniendo en cuenta que el agua estaba helada, pero no hubo manera.

– Joder, menudo ejemplar te has vuelto -dijo-. Por lo visto me he casado con Annika la perfecta, como el personaje de Elsa Beskow.

Aquello de Annika la perfecta a él le pareció gracioso y una vez en el agua lo fue repitiendo de vez en cuando a media voz para sí mismo: «Annika la perfecta», «Rema un poco hacia el saliente, Annika».

Y entonces se cayó al agua. Se oyó un plop y unos segundos más tarde estaba arañando la borda de la barca en busca de algo a lo que agarrarse. El agua helada y la noche oscura como el carbón. No gritaba ni nada por el estilo. Sólo respiraba resoplando por el esfuerzo.

Oh, aquel segundo, aquel instante en que pensó tan seriamente qué hacer. Bastaba un golpe de remo para alejarse un poco, para dejar que la barca se deslizara justo fuera de su alcance. Con todo aquel alcohol en la sangre, ¿cuánto tardaría? Quizá cinco minutos.

Después lo sacó del agua. No le fue fácil y por poco se cae ella también. Perdieron la fisga, probablemente se hundiera, o quizá se fue flotando en la oscuridad. Fuera como fuese, él estaba mosqueado por ello. Y con ella, cabreado, aunque le debiera la vida. Lisa pudo notarle las ganas que tenía de darle una bofetada.

Nunca le contó a nadie aquel frío deseo de verle morir, de verle ahogarse como un gatito en una bolsa de plástico.

Y ahora está aquí con la nueva pastora. Se siente de lo más extraña por dentro. Los ojos de la mujer se le han metido en el cuerpo.

Otro secreto para soltar en el pozo. Cae hasta el fondo y se queda allí titilante como una joya entre un montón de basura y desperdicios.


Pronto se cumplirían tres meses desde que su esposa fue hallada muerta. Erik Nilsson bajó de su Skoda delante de la vicaría. Aún hacía calor, a pesar de estar ya a principios de septiembre. El cielo se abría azul y libre de nubes, y la luz cortaba el aire como cuchillos recién afilados.

Volvía de hacer una visita al trabajo y se alegraba de haber pasado un rato con sus compañeros, que eran casi como una segunda familia. Pronto estaría oficialmente de vuelta y tendría otras cosas en las que pensar.

Echó un vistazo a las macetas que estaban alineadas en los escalones que subían al porche. La imagen de las flores secas y colgando por el borde le hizo pensar en que debería meterlas dentro de casa. En menos de lo que canta un gallo el césped del jardín estaría crujiendo por la escarcha y los tiestos se partirían por el frío.

De camino a casa había pasado por la tienda. Abrió con la llave, recogió las bolsas de la compra y empujó la manilla hacia abajo con el codo.

– ¡Mildred! -gritó en cuanto cruzó el umbral.

Y se quedó allí de pie. Silencio absoluto. El piso era doscientos ochenta metros cuadrados de puro silencio. Todo el planeta contenía el aliento. La casa estaba flotando como una nave vacía por un universo iluminado. Lo único que se oía era el chirrido de la Tierra rotando lentamente sobre su propio eje. ¿Por qué caprichos de la razón la estaba llamando?

Cuando vivía, él siempre sabía si ella estaba en casa o no. En cuanto ponía un pie al otro lado de la puerta. «Eso no tenía nada de extraño -solía decir-. Los bebés pueden percibir el olor de su madre aunque esté en otra habitación. De adulto no se pierde la capacidad. Simplemente, no queda englobado en nuestra consciencia, por eso se habla de intuición y del sexto sentido.»

A veces cuando llegaba a casa seguía teniendo aquella sensación de que Mildred se encontraba allí. Siempre en la habitación de al lado.

Dejó las bolsas en el suelo y se adentró en el silencio.

«Mildred», gritó en su cabeza.

En ese mismo instante llamaron al timbre de la puerta.

Era una mujer. Llevaba un abrigo largo que se estrechaba un poco en la cintura y botas altas con tacón. No era de por allí, aquél no era su ambiente, y no habría llamado mucho más la atención si se hubiera presentado en ropa interior. Se quitó el guante de la mano derecha y se la alargó para saludar mientras se presentaba como Rebecka Martinsson.

– Pasa -respondió él, mesándose inconscientemente la barba y el pelo.

– Gracias, pero no hace falta, sólo quería…

– Pasa -dijo otra vez mientras se volvía y entraba primero.

Le dijo que no se quitara los zapatos y la invitó a sentarse en la cocina. Estaba limpia y ordenada. Cuando Mildred estaba con vida, él siempre cocinaba y recogía, así que ¿por qué iba a dejar de hacerlo ahora? ¿Porque ella estaba muerta? De lo único que se abstenía era de tocar sus cosas. La chaquetilla roja todavía estaba hecha una bola encima del sofá de la cocina. Sus papeles y cartas seguían sobre la encimera.

– Bueno, pues… -dijo amablemente.

Sabía ser amable con las mujeres. Con el paso de los años, muchas se habían sentado a esa mesa. Algunas con un niño en el regazo y otro de pie al lado agarrado con fuerza al jersey de la madre. Había otras que no escapaban de ningún hombre sino de ellas mismas. No soportaban la soledad de un piso en Lombolo. Eran esa clase de mujeres que pasaban el tiempo en el porche fumando un cigarrillo tras otro pelándose de frío.

– El superior de tu mujer me ha pedido que venga a hablar contigo -dijo Rebecka Martinsson.

Erik Nilsson estaba a punto de sentarse, o quizá de ofrecerle café, pero tras el comentario se quedó de pie. Al ver que no decía nada, Rebecka continuó:

– Son dos cosas: por una parte, quiero las llaves del trabajo de Mildred, y por otra es sobre tu mudanza.

Erik miró por la ventana mientras ella seguía hablando. Ahora la que tenía un tono amable y sosegado era Rebecka. Le explicó que la vicaría era una vivienda para empleados y que la parroquia podría ayudarle a encontrar piso y buscar una empresa de mudanzas.

La respiración de Erik se hizo más pesada. Mantenía los labios apretados y cada vez que tomaba aire resoplaba con la nariz.

La miró con desprecio. Ella dejó caer la mirada sobre la mesa.

– Tiene cojones -dijo-. Tiene cojones la cosa. Es como para ponerse enfermo. ¿Es la esposa de Stefan Wikström, que ya no lo puede aguantar? Nunca soportó que Mildred tuviera la casa más grande.

– Mira, eso no lo sé. Yo…

Erik dio un golpe en la mesa con la palma de la mano.

– ¡Lo he perdido todo!

Hizo un gesto con el puño en el aire que daba a entender que se estaba intentando calmar para no perder el control de sí mismo.

– Espera -dijo.

Salió de la cocina y Rebecka oyó sus pasos al subir por la escalera y caminar por el piso superior. Al cabo de un rato volvió y soltó un manojo de llaves sobre la mesa como si fuera una bolsa con excremento de perro.

– ¿Algo más?

– La mudanza -respondió Rebecka con cierta inseguridad.

Ahora lo miró a los ojos.

– ¿Qué se siente? -preguntó Erik-. ¿Qué se siente debajo de esa ropa tan bonita con el trabajo que tienes?

Rebecka se levantó. Algo cambió en la expresión de su cara, algo fugaz, pero él ya lo había visto muchas otras veces allí en la vicaría: el tormento silencioso. Pudo leer la respuesta en sus ojos. La oyó igual de clara que si la hubiera pronunciado con palabras, como una zorra.

Rebecka recogió sus guantes de la mesa con movimientos rígidos, despacio, como si tuviera que contarlos para podérselos llevar. Uno, dos. Luego agarró el gran manojo de llaves.

Erik Nilsson suspiró profundamente y se pasó la mano por la cara.

– Perdóname -dijo-. Mildred me habría dado una patada en el culo. ¿Qué día es hoy?

Al ver que ella no decía nada continuó:

– Una semana; dentro de una semana me habré ido.

Ella asintió con la cabeza y Erik la acompañó hasta la puerta. Intentó pensar en algo que decir porque ya no le parecía oportuno ofrecerle café.

– Una semana -le dijo él a su espalda mientras salía.

Como si aquello la fuera a animar.


Rebecka salió de la casa tambaleándose. Bueno, era la sensación que tenía. No se tambaleaba en absoluto, las piernas y los pies la alejaban con pasos firmes.

«No soy nada -pensó-. Aquí dentro ya no queda nada. No hay persona, ni criterio, nada. Hago cualquier cosa que me pidan. Evidentemente. Los del bufete son lo único que tengo. Me digo a mí misma que no soporto la idea de volver, pero a la hora de la verdad no acepto quedarme fuera. Hago lo que haga falta, sea lo que sea, con tal de que no me den de lado.»

Miró hacia el buzón sin percatarse del Ford Escort rojo que subía por el camino de grava hasta que aminoró la marcha y entró por entre los postes de la valla.

El coche se detuvo.

Fue como un calambrazo para Rebecka.

La inspectora de policía Anna-Maria Mella bajó del vehículo. Se habían conocido tiempo atrás, cuando Rebecka era la abogada de Sanna Strandgård. Y fueron Anna-Maria Mella y su compañero Sven-Erik Stålnacke los que le salvaron la vida aquella noche.

Por aquel entonces Anna-Maria estaba embarazada, parecía un cubo geométrico, pero ahora estaba delgada. Aunque se había ensanchado de espaldas. Tenía un aspecto fuerte a pesar de ser tan bajita. Seguía llevando el pelo recogido en una gruesa cola que le caía por la espalda. Los dientes se veían perfilados en su morena cara de caballo. Era una policía poni.

– ¡Hola! -exclamó Anna-Maria Mella.

Después se quedó callada. Toda ella era un signo de interrogación.

– Yo… -empezó Rebecka, pero se quedó en blanco y lo intentó de nuevo-. Mi bufete tiene un asunto en marcha con las congregaciones de la Iglesia sueca. Hemos tenido una reunión de negocios y…, bueno, había algunas cositas relacionadas con la vicaría con las que necesitaban ayuda, y como ya estábamos aquí he aprovechado para ir a hablar con…

Terminó la frase señalando la casa con la cabeza.

– Pero no tiene nada que ver con… -preguntó Anna-Maria.

– No, cuando vine ni siquiera sabía que… no. ¿Niño o niña? -preguntó Rebecka mientras intentaba esbozar una mueca lo más parecida a una sonrisa.

– Niño. Justo se me acaba de terminar la baja por maternidad, así que estoy trabajando en el caso del asesinato de Mildred Nilsson.

Rebecka asintió con la cabeza y miró al cielo. Estaba totalmente vacío. El manojo de llaves le pesaba una tonelada en el bolsillo.

«¿Qué me pasa? -pensó-. No estoy enferma. No tengo ninguna enfermedad. Sólo soy una vaga. Vaga y además chiflada. No tengo nada que decir. Es como si el silencio me succionara hacia dentro.»

– Es extraño, el mundo en el que vivimos, ¿no te parece? -comentó Anna-Maria-. Primero Viktor Strandgård y ahora Mildred Nilsson.

Rebecka asintió de nuevo en silencio. Anna-Maria sonrió. No parecía incomodarle en absoluto el silencio de la otra, pero ahora esperó pacientemente a que Rebecka dijera algo.

– ¿Tú qué piensas? -soltó Rebecka-. ¿Crees que es alguien que tenía los recortes sobre la muerte de Viktor y que al final decide hacer algo él mismo?

– Quizá.

Anna-Maria miró un abeto. Oyó el correteo de una ardilla subiendo por el tronco pero sin lograr verla. Estaba al otro lado, llegó hasta la copa y empezó a hacer ruido por entre las ramas.

A lo mejor se trataba de algún loco que se había inspirado en la muerte de Viktor Strandgård. O quizá era alguien que la conocía, que sabía que había oficiado la misa en la iglesia, que sabía a qué hora terminaba y que iba a bajar al embarcadero. Ella no se defendió. Y ¿por qué la colgaron? Parecía un acto de la época medieval, cuando se decapitaba a la gente y luego empalaban las cabezas para escarmiento de los demás.

– Y tú ¿cómo estás? -se interesó Anna-Maria.

Rebecka respondió que bien. Sin más. Los meses siguientes habían sido duros, obviamente, pero había recibido ayuda y apoyo. Anna-Maria respondió que eso era bueno, muy bueno.

Miró a Rebecka. Recordó aquella noche cuando la policía fue hasta la cabaña en Jiekajärvi y la encontraron allí. Ella no había podido ir porque le habían empezado las contracciones, pero después soñó a menudo con eso. En el sueño iba cruzando la noche y la tormenta montada en una moto de nieve. Rebecka iba tumbada en el remolque y sangraba. La nieve le salpicaba la cara. Tenía miedo de chocar contra algo. Luego se quedaba encallada en mitad del frío. La moto rugía impotente. Solía despertarse de un sobresalto. Se quedaba tumbada mirando a Gustav mientras él respiraba profundamente dormido de espaldas entre ella y Robert. Totalmente a salvo, con los brazos doblados en ángulo recto hacia arriba, como hacen los bebés. «Todo va bien -solía pensar-. Todo va bien.»

«Y una mierda iba todo bien», pensó ahora.

– ¿Vuelves ya a Estocolmo o qué? -le preguntó.

– No, me he tomado unos días.

– Tenías la casa de tu abuela en Kurravaara, ¿verdad? ¿Estás instalada allí?

– No, yo… no. Estoy aquí, en el pueblo. Los del bar tienen unas cuantas cabañas.

– ¿Así que no has ido a Kurravaara?

– No.

Anna-Maria observó a Rebecka.

– Si quieres compañía, podemos ir juntas -dijo.

Rebecka rechazó agradecida la propuesta. Le explicó que, simplemente, no había tenido tiempo. Se despidieron, pero antes de separarse Anna-Maria dijo:

– Salvaste a aquellas niñas.

Rebecka asintió con la cabeza.

«Eso no me sirve de consuelo», pensó.

– ¿Qué fue de ellas? -preguntó-. Puse una denuncia en los servicios sociales por posibles abusos.

– Creo que aquel caso se quedó en nada -dijo Anna-Maria-. Después de aquello toda la familia se fue de la ciudad.

Rebecka pensó en las dos niñas, Sara y Lova. Carraspeó y tragó saliva intentando pensar en otra cosa.

– Todo esto le sale caro al Ayuntamiento -dijo Anna-Maria-. Las investigaciones cuestan dinero y llevar un proceso en la Audiencia Provincial también. Desde el punto de vista del niño valdría más que todo ese aparato fuera competencia directa del Estado, pero ahora mismo la mejor solución para el Ayuntamiento es que los problemas se vayan a otro lado. Joder, a veces he tenido que sacar a criaturas de un campo de batalla de cincuenta y dos metros cuadrados y después te enteras de que el Ayuntamiento les ha dado para la entrada de un piso para toda la familia en Örkelljunga.

Se quedó callada al darse cuenta de que había puesto la directa sólo porque Rebecka Martinsson parecía estar al límite.

Anna-Maria la siguió con la mirada mientras Rebecka continuaba bajando hacia el bar del pueblo. De pronto le entraron unas ganas enormes de ver a sus hijos. Robert estaba en casa con Gustav y ella quería pegar la nariz contra la suave piel de Gustav, sentir sus fuertes brazos de niño alrededor de su cuello.

Así que respiró hondo e irguió la espalda. Él seguía sobre el verdiblanco césped de otoño. La ardilla seguía en la copa del árbol al otro lado del camino. Le volvió a brotar la sonrisa, aunque en verdad nunca se le iba muy lejos. Ahora le tocaba entrar a hablar con Erik Nilsson, el marido de la pastora, y después ya podría volver a casa con su familia.


Rebecka Martinsson se dirigió al restaurante escuchando al bosque hablarle a la espalda. «Ven aquí -le decía-. Entra bien adentro. No tengo fin.»

Rebecka se podía imaginar el paseo:

Los delgadísimos pinos tienen el color del cobre martilleado. El viento en lo alto de las copas suena como el agua de un arroyo; el sonido de los pasos, el frufrú de las hojas secas, el crujido de las piñas picoteadas por los pájaros carpinteros. A veces parece que estés caminando por una suave alfombra de pinaza a lo largo de un sendero desgastado por el paso de los animales y no se oye nada más que las ramitas que se van partiendo bajo los pies.

Caminas y caminas. Primero los pensamientos que te acuden a la cabeza parecen un ovillo de hilo liado. Las ramas te arañan la cara o te rozan el pelo mientras los hilos van saliendo del ovillo uno tras otro. Se quedan enganchados en los árboles o se van volando con el viento hasta que, al final, la cabeza se vacía. Entonces sientes que empiezas a viajar por el bosque, por encima de un cenagal oloroso y humeante en el que se te hunden los pies entre los montículos de turba y el cuerpo se vuelve pegajoso. Subes por la ladera de un monte mientras te acaricia una ráfaga de viento. Los abedules enanos gatean incandescentes por el suelo. Luego te tumbas, y después cae la nieve.

De pronto se acuerda de cuando era niña. El ansia de adentrarse en aquel mundo infinito como un indio. El águila navega sobre su cabeza. En sus sueños llevaba una mochila cargada a la espalda y dormía al raso. Jussi, el perro de la abuela, siempre aparecía. A veces se desplazaba en canoa.

Se recordaba de pie en medio del bosque señalando con el dedo y preguntándole a su padre: «Si voy hacia allí, ¿adónde llegaría?», y él respondía con una nueva poesía en función de hacia dónde apuntara el dedo y de dónde se encontraban: «Tjalme.» «Latteluokta.» «Pasarías el río Rautasälven.» «Cruzarías Vistasvagge y el pico Drakryggen.»

Debe pararse. Tiene la sensación de estar viéndolos. Le resulta difícil recordar la cara real de su padre porque ha visto demasiadas fotografías suyas que han terminado por despojarla de sus propios recuerdos. La camisa sí que la reconoce. De algodón pero suave como la seda después de tantos lavados. Fondo blanco con rayas negras y rojas formando cuadros. El cuchillo en el cinturón de piel oscura y brillante y el mango hermosamente tallado en hueso. Ella no tenía ni siete años, de eso está segura. Gorro de material sintético de color azul, tejido a máquina, con dibujos de copos de nieve blancos, y en los pies unas buenas botas de invierno. Ella también lleva un cuchillito en el cinto. Es más por presumir que por otra cosa. Claro que lo ha utilizado, pero le gustaría usarlo para tallar algún trozo de madera, una figura, como Emil en Lönneberga, el personaje de Astrid Lindgren, pero es demasiado endeble. Si quiere hacer algo con el cuchillo, tiene que coger el de su padre. Es mucho mejor para hacer astillas o sacarle punta a las ramas para asar comida, o para tallar algo, aunque no le salga nada.

Rebecka desvió la mirada hacia el tacón derecho de sus botas altas de Lagerson.

«Sorry -le dijo al bosque-. De un tiempo a esta parte no llevo nunca la ropa adecuada.»


Micke Kiviniemi secaba la barra con la bayeta. Eran pasadas las cuatro de la tarde del martes. Su huésped, Rebecka Martinsson, estaba sentada sola a una de las mesas que tenían ventana, observando el río. Era la única mujer hospedada. Se acababa de tomar un plato de tiras de alce con salsa y puré de patatas con el salteado de setas de Mimmi, y ahora estaba con una copa de vino tinto mojando los labios de vez en cuando, inconsciente de las miradas que le echaban los solteros.

Los jóvenes solían ser los primeros en aparecer por el restaurante. Los sábados llegaban a las tres para cenar pronto, tomarse unas cervezas y matar el tiempo hasta que echaran algo bueno por la tele. Malte Alajärvi ya estaba de cháchara con Mimmi, como de costumbre. Le gustaba discutir con ella. El resto de la tropa llegaría más tarde a beber cerveza y mirar los deportes. Casi todos eran solteros que solían comer en el local de Micke, pero también aparecía alguna que otra pareja. Incluso algunas mujeres de la asociación y, a menudo, el personal de la oficina de turismo de Jukkasjärvi cogía la barca y cruzaba el río para comer algo.

– ¿Qué carajo es la cena del día? -se quejaba Malte señalando el menú-. Gno…

– Gnocchi -dijo Mimmi-. Son como trozos de pasta. Gnocchi con salsa de tomate y mozzarella. Y lo puedes pedir con carne asada o con pollo.

Se puso al lado de Malte y sacó el bloc de pedidos del delantal con un gesto demostrativo.

«Como si le hiciera falta -pensó Micke-. Puede tomar los pedidos de un grupo de doce personas de memoria. Increíble.»

Miró a Mimmi. Entre Rebecka Martinsson y Mimmi, Mimmi ganaba con diferencia abrumadora. Su madre, Lisa, también había sido una belleza cuando era joven, los viejos lo sabían bien. Y aún seguía siendo bonita, era difícil ocultarlo a pesar de que siempre fuera sin maquillar, con ropa impresentable y con el pelo cortado por ella misma. «A medianoche y con las tijeras de esquilar», como decía Mimmi. Pero mientras Lisa escondía su belleza tan bien como podía, Mimmi resaltaba la suya: el delantal ceñido a la cintura, el pelo a mechas que caía ondulante por debajo del pañuelo que le cubría la cabeza, jerseys ajustados y generosamente escotados y, cuando se inclinaba hacia delante para limpiar las mesas, quien quisiera podía echar un agradable vistazo al canal entre sus pechos, que se mecían suavemente atrapados por un sujetador con encaje. Siempre rojo, negro o lila. Por detrás, cuando se inclinaba, el tejano se le deslizaba hacia abajo de manera que uno podía contemplar el lagarto que asomaba tatuado en la parte superior de la nalga derecha.

Micke recordó cuando se conocieron. Ella había ido allí para ver a su madre y una tarde se ofreció para echar una mano. Había clientes que querían comer y su hermano no había aparecido, como era habitual, a pesar de que todo el tema de montar un bar había sido idea suya, y Micke estaba solo en el bar. Ella se ofreció para hacer algo de comer y servir las mesas. Aquella misma noche se corrió la voz. Los muchachos se habían metido en el baño para llamar a sus amigos por el móvil y avisarles. Todos fueron a ver a la chica nueva.

Y se quedó. «Por un tiempo», decía siempre Mimmi imprecisa cada vez que él intentaba sacar una respuesta en claro de hasta cuándo. Si intentaba explicarle que al negocio le iría bien saberlo para poder planear mejor de cara al futuro, ella cambiaba de tono.

– Pues entonces, no cuentes conmigo.

Más tarde, cuando acabaron en la cama, Micke se atrevió a preguntárselo otra vez. Cuánto tiempo se iba a quedar.

– Hasta que aparezca algo mejor -respondió ella con media sonrisa.

Y no eran pareja, eso Mimmi se lo había dejado bien claro. Por su parte, él ya había tenido varias novias. Incluso había estado viviendo con una de ellas durante una temporada, así que sabía lo que significaban aquellas palabras. Eres una bella persona, pero… no estoy preparada… Si ahora me enamorara de alguien, sería de ti… pero no puedo atarme. Eso simplemente significaba: No te quiero. Me sirves, de momento.

Mimmi lo había cambiado todo de arriba abajo. Empezó por echarle una mano para deshacerse del hermano, que ni trabajaba ni saldaba las deudas. Se dedicaba a aparecer con los amigos y emborracharse sin pagar nada. Una pandilla de losers que dejaban que el hermano fuera el rey por una noche siempre y cuando invitara a las copas.

– Las opciones son bien claras -le dijo Mimmi al hermano-. O desmantelas la empresa y te quedas con las deudas, o se la traspasas a Micke.

Y el hermano firmó. Con los ojos rojizos, el olor corporal que atravesaba la camiseta que no se había cambiado desde hacía días y el tono de voz huraño de alcohólico.

– Pero el cartel es mío -proclamó el hermano a la vez que apartaba el contrato con un movimiento brusco-. Tengo un montón de ideas -continuó dándose unos golpecitos en la cabeza.

– Te lo puedes llevar cuando quieras -le dijo Micke.

Pensó: «That’ll be the day.»

Le vino a la cabeza el día que su hermano encontró el cartel, un tablón norteamericano de segunda mano, «last stop diner», letras de neón blancas con fondo rojo. En aquel momento sintieron una alegría casi ridícula. ¿Qué le importó más tarde el cartel a Micke? A esas alturas ya tenía otros planes. Mimmi's era un buen nombre para el establecimiento, pero ella lo rechazó. Al final tuvo que ser Bar-Restaurante Micke.

– ¿Por qué tienes que hacer cosas tan raras?

Malte miró el menú con cara de angustia.

– No es raro -dijo Mimmi-. Es como patata rellena pero más pequeño.

– Patata rellena con tomate, ¿puede haber algo más raro? No, sácame algo del frigo, anda. Tráeme una lasaña.

Mimmi se metió en la cocina.

– ¡Y olvídate de la comida para conejos! -gritó Malte-. ¿Me oyes? ¡Nada de ensalada!

Micke se giró hacia Rebecka Martinsson.

– ¿Te quedas esta noche también? -le preguntó.

– Sí.

«¿Adónde quieres que vaya? -pensó-. ¿Dónde me meto? ¿Qué hago? Aquí por lo menos no me conoce nadie.»

– La pastora… -dijo al cabo de un momento-. La que murió.

– Mildred Nilsson.

– ¿Cómo era?

– De puta madre, en mi opinión. Ella y Mimmi son lo mejor que le ha pasado a este pueblo. Y a este sitio. Cuando abrí, aquí sólo venían tíos solteros entre dieciocho y ochenta y tres tacos. Pero desde que Mildred se vino a vivir aquí, las mujeres también aparecieron por el bar. Es como si le diera vida al pueblo.

– ¿La pastora les decía que fueran al bar?

Micke se rió.

– ¡A comer! Ella era así. Consideraba que las mujeres tenían que salir un poco y descansar de la cocina, así que en ocasiones se venían con sus maridos si no tenían ganas de cocinar. Y el ambiente cambió de manera brutal cuando comenzaron a venir las mujeres. Antes no había más que viejos refunfuñando todo el día.

– No es verdad -replicó Malte Alajärvi, que estaba atento a lo que decían.

– Lo hacías entonces y lo sigues haciendo ahora. Te sientas aquí a mirar el río y te quejas de Yngve Bergqvist y Jukkasjärvi y…

– Sí, pero es que el Yngve ese…

– Y te quejas de la comida y del gobierno y de que nunca dan nada bueno por la tele…

– ¡Joder, si no hay más que concursos!

– ¡… y de todo!

– Lo único que he dicho de Yngve Bergqvist es que es un puto embaucador que te intenta vender cualquier cosa en la que ponga «Arctic». Que si perros de arrastre Arctic, que si safari Arctic… y, claro, los japoneses pagan doscientas coronas de más por ir a una auténtica casa Arctic de mierda.

Micke miró a Rebecka.

– Lo que te decía.

Y luego se puso más serio.

– ¿Por qué lo preguntas? ¿No serás periodista?

– No, no, sólo por curiosidad. Como vivía aquí y eso… No, el abogado aquel que vino conmigo ayer, trabajo para él.

– ¿Le llevas el maletín y le reservas los billetes?

– Algo así.

Rebecka Martinsson miró la hora. Temía y casi deseaba que Anna-Maria Mella apareciera cabreada como una mona exigiéndole la llave de la caja de seguridad, pero lo más probable era que el marido de la pastora no le hubiera dicho nada. Quizá ni siquiera supiera de dónde eran las llaves. Todo ese asunto le parecía una mierda. Miró por la ventana. Fuera ya había empezado a oscurecer. Se oyó el ruido de un coche subiendo hasta la explanada de grava delante del restaurante.

Su móvil empezó a vibrar en el bolso. Rebuscó hasta encontrarlo y miró la pantalla: la centralita del bufete de abogados.

«Måns», pensó, y salió corriendo a la escalerita.

Era Maria Taube.

– ¿Cómo te va? -le preguntó.

– No sé -contestó Rebecka.

– He hablado con Torsten y me ha dicho que casi los tenéis en el saco.

– Hmmm…

– Y que te has quedado unos días para ocuparte de algunas cosillas.

Rebecka no dijo nada.

– ¿Has estado en…? ¿Cómo se llama el pueblo donde está la casa de tu abuela?

– Kurravaara. No.

– ¿Pasa algo?

– No, nada.

– Y ¿por qué no vas?

– No he tenido la oportunidad, sólo eso -respondió Rebecka-. He estado bastante ocupada ayudando a futuros clientes con un montón de mierda.

– No te enfades conmigo, cielo -dijo Maria con dulzura-. Haz el favor de contarme lo que pasa. ¿Qué mierda has tenido que resolver?

Rebecka se lo contó. De golpe se sintió tan cansada que le entraron ganas de sentarse en los escalones.

Maria suspiró al otro lado del teléfono.

– Joder con Torsten -dijo-. Voy a…

– Ni se te ocurra -replicó Rebecka-. Lo peor de todo es la caja de seguridad. Allí están los objetos personales de la pastora muerta. Puede haber cartas y… casi cualquier cosa. Si hay alguien que tiene derecho a tenerlo es su marido. Y la policía. Pueden ser pruebas, quién sabe.

– Supongo que su superior le pasará a la policía el material que sea de interés -aventuró Maria Taube.

– Puede -respondió Rebecka más relajada.

Hubo un momento de silencio. Rebecka daba patadas a la gravilla.

– Pero yo pensaba que habías subido para meterte en la boca del lobo -dijo al final Maria Taube-. Por eso acompañaste a Torsten allí arriba.

– Sí, sí.

– ¡Coño, Rebecka, a mí no me vengas con «sí, sí»! Soy tu amiga y te lo tengo que decir. Estás yendo hacia atrás. Si no te atreves a ir a la ciudad ni te atreves a ir a Kurrkavaara…

– Kurravaara.

– … y prefieres quedarte escondida en un bar de pueblo al lado del río, ¿dónde acabarás?

– No lo sé.

Maria Taube se quedó callada.

– No es tan sencillo -dijo al final Rebecka.

– ¿Te crees que lo considero fácil? Puedo subir a hacerte compañía, si quieres.

– No -la cortó Rebecka.

– Vale, ya lo he dicho. Y me he ofrecido.

– Y yo te lo agradezco, pero…

– No hace falta que me lo agradezcas. Ahora me tengo que poner a trabajar si quiero llegar a casa antes de medianoche. Por cierto, Måns ha preguntado por ti y que cómo estabas. La verdad es que creo que se preocupa. Oye, Rebecka, ¿recuerdas cuando ibas a la piscina con el cole? Si primero saltabas directamente desde el quinto trampolín, los demás ya no daban miedo. Ve a la Iglesia de Cristal a oír misa. Así lo peor ya estará hecho. ¿No me contaste en Navidad que Sanna, su familia y la familia de Thomas Söderberg se habían ido de Kiruna?

– No se lo explicarás, ¿verdad?

– ¿A quién?

– A Måns. Que he… qué sé yo.

– En absoluto. Te llamo, ¿vale?


Erik Nilsson está inmóvil sentado a la mesa de la cocina en la vicaría. Su esposa muerta está sentada al otro lado. No se atreve a decir nada durante un buen rato. Apenas se atreve a respirar. La menor palabra o movimiento y la realidad se resquebrajará y se partirá en mil pedazos.

Y si parpadea, cuando abra los ojos se habrá ido.

Mildred sonríe burlona.

«Mira que eres divertido -le dice-. Eres capaz de creer en el infinito del universo, que el tiempo es relativo, que puede darse la vuelta e ir hacia atrás.»

El reloj de la pared se ha parado. Las ventanas son espejos negros. ¿Cuántas veces ha invocado a su esposa muerta en los últimos tres meses? ¿Cuánto ha deseado que se deslizara por la oscuridad hasta su cama después de haberse acostado? ¿U oír su voz con el susurro del viento cruzando por entre los árboles?

«No te puedes quedar aquí, Erik», le dice.

Él asiente con la cabeza. Es que hay tanto… ¿Qué va a hacer con tantas cosas, libros, muebles? No sabe por dónde empezar. Es una barrera infranqueable. En cuanto piensa en ello le invade tal cansancio que tiene que tumbarse aunque sea en pleno día.

«Pues mándalo todo a paseo -dice ella-. Olvídate de los trastos. ¿Qué me va a importar a mí?»

Él sabe que es verdad. Los muebles son de la casa de sus suegros. Mildred era hija única de un pastor y sus padres murieron mientras ella estudiaba en la universidad.

Ella se niega ahora a compadecerse de él. Siempre ha sido así. Eso hace que siga enfadándose con ella en secreto. Ésa era la Mildred mala; no mala en el sentido de malvada, sino la Mildred que hacía daño, la que lo hería. «Si te quieres quedar conmigo, yo me alegro», le decía cuando estaba viva. «Pero eres una persona adulta. Elige tu propia vida.»

«¿Estaba bien aquello?», vuelve a pensar como tantas veces antes. «¿Se puede tener tanta falta de compromiso? Yo vivía su vida al completo. Claro, fue elección mía. Pero en el amor, ¿no hay que intentar encontrarse?»

Ahora Mildred deja caer la mirada sobre la mesa. Erik no puede ponerse a pensar otra vez en tener hijos, porque seguro que desaparece como una sombra a través de la pared. Tiene que animarse. De hecho, siempre ha tenido que animarse. La cocina está casi sumida en una oscuridad total.

Fue ella la que no quiso. Los primeros años hacían el amor por la noche, o de madrugada si él la despertaba, pero siempre con la luz apagada, y aún podía sentir la aversión rígida y oculta de ella si él quería hacer algo más que penetrarla. Al final se acabó por sí solo. Él dejó de acercársele y a ella no le importaba. A veces se abría la herida y acababan discutiendo. Él se quejaba de que no lo amaba y que su trabajo lo absorbía todo. Quería tener hijos y cuando se lo decía ella volvía las palmas hacia arriba: «¿Qué quieres de mí? Si no eres feliz, debes levantarte y marcharte.» Y él: ¿Adónde? ¿Con quién?» La tormenta siempre terminaba en calma y los días se sucedían con normalidad. Siempre, o casi siempre, eso era suficiente para él.

Mildred tiene su puntiagudo codo apoyado en el borde de la mesa. Con la uña del índice repica pensativa en la superficie lacada. Tiene esa expresión ensimismada y testaruda que se le pone siempre que le viene una idea a la cabeza.

Él está acostumbrado a cocinar para ella. Cuando llega tarde le saca de la nevera el plato cubierto con film de plástico y se lo calienta en el micro. Se encarga de que coma o incluso de que se dé un baño. Le dice que no siga con el hábito de enroscarse el pelo con el dedo si no quiere quedarse calva. Pero ahora no sabe qué debe hacer ni qué decir. Le quiere preguntar cómo está, cómo se siente allí en el otro lado.

«No lo sé -responde ella-. Pero me tira, con fuerza.»

Pues vaya, debería haber cerrado el pico en lugar de preguntar. Ella está aquí porque quiere algo. De repente Erik siente miedo de que desaparezca. Pof, sin más.

«Ayúdame -le dice él-. Ayúdame a salir de aquí.»

Se da cuenta de que él no es capaz de hacerlo por sí mismo. Y también percibe su ira, el odio secreto de la persona dependiente. Pero ahora ya da lo mismo. Se levanta y le pone la mano en la nuca para apretarle la cara contra su pecho.

«Nos largamos», dice ella al cabo de un rato.

El reloj marca las siete y cuarto cuando él, por última vez en su vida, cierra la puerta de la vicaría. Todo lo que se lleva le cabe en un par de bolsas de supermercado. Uno de los vecinos aparta ligeramente una cortina, se apoya en la ventana y observa con curiosidad mientras Erik coloca las bolsas en el asiento de atrás del coche.

Mildred se sienta al lado. Cuando el vehículo se desliza entre los postes de la valla de entrada, él se siente casi alegre, como el verano antes de casarse, cuando hicieron el viaje en coche por Irlanda. Mildred sigue con la media sonrisa en la cara.

Paran un momento delante del establecimiento de Micke. Sólo va a entregarle las llaves de la vicaría a la Rebecka Martinsson aquella.

Para su asombro, se la encuentra en la calle delante del local de Micke con el móvil en la mano pero sin hablar. Está con el brazo caído y cuando ella lo ve parece que le entren ganas de salir corriendo. Erik avanza poco a poco, con cuidado, casi suplicante, como si se estuviera acercando a un perro huraño.

– Venía a darte las llaves de la vicaría -dice-. Así se las puedes dar al pastor junto con las llaves del trabajo de Mildred y decirle que ya me he marchado.

Ella no dice nada. Coge las llaves sin preguntar sobre los muebles ni demás pertenencias. Simplemente, está allí, quieta, con el móvil en una mano y las llaves en la otra. A Erik le gustaría decir algo, quizá pedirle perdón, estrecharla entre sus brazos o acariciarle el pelo.

Pero Mildred se ha bajado del coche y lo llama de pie junto a la carretera.

«¡Vamos! -grita-. No puedes hacer nada por ella. Hay otra persona que la está ayudando.»

Así que se da la vuelta y se aleja pesadamente hasta llegar al coche.

En cuanto se sienta al volante se desvanece la tristeza que Rebecka Martinsson le había contagiado. El camino a la ciudad es oscuro y lleno de aventuras. Cuando aparca delante del Hotel Ferrum, Mildred continúa a su lado.

«Te he perdonado», le dice Erik.

Ella se mira las rodillas y niega con la cabeza.

«No te he pedido perdón», responde.


Son las dos de la madrugada y Rebecka Martinsson está durmiendo.

La curiosidad penetra por la ventana como una hiedra serpenteante y se arraiga en su corazón. Envía raíces y esquejes como metástasis por su cuerpo, se retuerce entre sus costillas e hila un capullo dentro de su tórax.

Cuando se despierta en mitad de la noche se ha convertido en una obsesión indómita. Por fin han cesado los ruidos del bar que llenaban aquella noche de otoño, pero hay una rama enfurecida dando latigazos al tejado de chapa de la cabaña. La luna está casi llena y su luz cadavérica atraviesa la ventana haciendo brillar el manojo de llaves que hay encima de la mesa.

Se levanta y se viste. No le hace falta encender la lámpara, le basta con la luz de la luna para ver la hora. Se queda pensando en Anna-Maria Mella. Le gusta esa policía. Es una mujer que ha escogido intentar hacer lo correcto.

Sale afuera. El viento sopla fuerte. Los abedules y los serbales se agitan salvajes a su alrededor y se oye como crujen los troncos.

Se sube al coche y se va.

Conduce hasta el cementerio, que no está lejos. Tampoco es muy grande, por lo que no tiene que buscar demasiado hasta encontrar la tumba de la pastora. Muchas flores; rosas y brezo. Mildred Nilsson. Y un espacio en blanco para su marido.

«Nació el mismo año que mamá -piensa Rebecka-. Mamá habría cumplido cincuenta y cinco en noviembre.»

Todo está en silencio pero Rebecka no puede oírlo. El viento sopla tan fuerte que le retumban los oídos.

Se queda allí de pie y observa la lápida durante un rato. Después vuelve al coche, que está aparcado justo delante del muro. En cuanto cierra la puerta se hace el silencio de verdad.

«¿Qué pensabas? -se pregunta a sí misma-. ¿Que la pastora estaría sentada sobre su tumba en presencia etérea y transparente señalando con la mano?»

Sin duda, eso habría facilitado las cosas, pero eso es decisión de ella.

De modo que el párroco quiere la llave de la caja de seguridad de Mildred Nilsson. ¿Qué hay ahí dentro? ¿Por qué nadie le ha mencionado lo de la caja a la policía? Quieren recuperar la llave de manera discreta. Se supone que es Rebecka quien lo tiene que hacer.

«Lo mismo me da -piensa-. Puedo hacer lo que me dé la gana.»


La inspectora de policía Anna-Maria Mella se despertó de madrugada. Era el café. Si se lo tomaba demasiado tarde se despertaba y se pasaba una hora dando vueltas en la cama antes de volver a conciliar el sueño. A veces prefería levantarse y le encantaba la sensación de paz y tranquilidad de ese momento. Toda la familia dormía y podía poner la radio en la cocina mientras tomaba una manzanilla o se ponía a doblar ropa o a hacer cualquier otra cosa y sumirse en sus pensamientos.

Bajó al sótano y puso la plancha a calentar mientras reproducía en su cabeza la conversación con el marido de la pastora.

Erik Nilsson: Mejor nos sentamos aquí en la cocina para poder echarle un ojo a tu coche.

Anna-Maria: ¿Y?

Erik Nilsson: Nuestros conocidos suelen aparcar abajo junto al bar, o por lo menos a cierta distancia de aquí. Si no, corres el riesgo de que te pinchen las ruedas o te lo rayen.

Anna-Maria: Vaya.

Erik Nilsson: Bah, no es muy grave pero hace un año… entonces pasaba muy a menudo.

Anna-Maria: ¿Lo habéis denunciado a la policía?

Erik Nilsson: No pueden hacer nada. Aunque sepas quién es, nunca hay pruebas, nunca hay nadie que haya visto nada. Supongo que la gente también tiene miedo. La próxima vez podría ser su cabaña la que arda en llamas.

Anna-Maria: ¿Os incendiaron la cabaña?

Erik Nilsson: Sí, fue un hombre de aquí del pueblo… O por lo menos creemos que fue él. Su mujer lo abandonó y estuvo viviendo aquí en la vicaría por una temporada.


«Qué considerado», pensó Anna-Maria. Erik Nilsson tenía la oportunidad de meterse con ella, pero se abstuvo. Podría haber dejado que la voz se le impregnara de amargura, quejarse de la pasividad de la policía y al final haberles hecho responsables de la muerte de su esposa.

Se puso a planchar una de las camisas de Robert que tenía los puños completamente desgastados. La tela humeaba al paso del metal y emanaba un agradable olor a algodón recién planchado.

Era evidente lo acostumbrado que estaba a hablar con mujeres, se le notaba. A veces Anna-Maria se despistaba y respondía a las preguntas que él le hacía, no para ganarse la confianza de aquel hombre, sino porque él lograba ganarse la de ella. Como cuando le preguntó por sus hijos. Erik sabía bien lo que era típico para sus edades y le preguntó si Gustav ya había aprendido a decir la palabra «no».

Anna-Maria: Depende. Si soy yo quien la dice, no lo entiende. Pero si la dice él…

Erik Nilsson suelta una carcajada, pero enseguida se pone serio otra vez.

Anna-Maria: Una gran casa.

Erik Nilsson (suspira): Sí, pero en realidad nunca ha sido un hogar. Es mitad vicaría, mitad hotel.

Anna-Maria: Pero ahora está vacía.

Erik Nilsson: Sí, el grupo Magdalena pensó que daría pie a mucho chismorreo. Ya sabes, el viudo de la pastora se consuela con las mujeres vulnerables. Supongo que tienen razón.

Anna-Maria: Te lo tengo que preguntar: ¿cómo os iba a ti y a tu esposa?

Erik Nilsson: ¿Es necesario?

Anna-Maria:…

Erik Nilsson: Bien. Respetaba enormemente a Mildred.

Anna-Maria:…

Erik Nilsson: No era una mujer del montón, ni tampoco una pastora cualquiera. Era tan increíblemente… apasionada en todo lo que hacía. Sentía de verdad que tenía una misión aquí en Kiruna y en el pueblo.

Anna-Maria: ¿De dónde era?

Erik Nilsson: Nació en Uppsalabo. Hija de un párroco. Nos conocimos cuando yo estudiaba física. Ella solía decir que luchaba contra la conformidad. «En cuanto muestras demasiada devoción, la parroquia designa un grupo de crisis.» Hablaba demasiado, demasiado rápido y con demasiados gritos, y casi se obsesionaba cuando se le ocurría una idea. Podía volverte loco. Deseé mil veces que hubiera sido una mujer más convencional, pero… (hace un gesto con la mano)… cuando te arrebatan a una persona así… no es sólo una pérdida para mí.


Se había dado una vuelta por la casa. El lado de Mildred junto a la cama doble estaba vacío. No había libros, ni despertador, ni Biblia.

De pronto sintió a Erik Nilsson de pie detrás de ella.

– Tenía habitación propia -dijo éste.

Era una habitación en la fachada corta de la casa. En la ventana no había flores sino una lámpara y algunos pájaros de cerámica. La cama individual seguía deshecha, tal como debió de dejarla ella, y había una bata roja de tejido nórdico tirada encima. Al lado, en el suelo, había una pila de libros. Anna-Maria había echado un vistazo a los títulos. Arriba del todo, la Biblia, seguida de Lenguaje para una fe adulta, Enciclopedia bíblica y algunos libros infantiles y juveniles. Anna-Maria conocía Winnie the Pooh y Anne en la Colina Verde. Debajo del todo, un puñado desordenado de artículos de prensa.

– Aquí no hay nada que ver -dijo Erik Nilsson cansado-. Aquí no os queda nada más que ver.


«Es extraño -pensó Anna-Maria mientras doblaba la ropa de los niños-. Era como si Erik Nilsson mantuviera viva a su mujer. El correo que llegaba a su nombre estaba sin abrir apilado sobre la mesa; en su mesita de noche todavía estaba su vaso de agua y al lado las gafas de leer. Por lo demás, estaba todo muy limpio y ordenado; simplemente, no era capaz de desprenderse de su esposa. Y era una casa bonita, como sacada de una revista de decoración. Y aun así, él le había dicho que no era un hogar sino “mitad vicaría, mitad hotel”. Y también le había dicho que “la respetaba”. Curioso.»


Rebecka condujo despacio hasta la ciudad. El asfalto de la carretera y el manto de hojas en descomposición absorbían la pálida y grisácea luz de la luna. Los árboles se inclinaban de un lado a otro al vaivén del viento, dando la impresión de que se estiraban hambrientos en pos de esa luz pobre pero sin llegar a alcanzarla. Seguían desnudos y negros, retorcidos y castigados poco antes del sueño del invierno.

Pasó por delante del local de la congregación. Era un edificio de poca altura construido con ladrillo blanco y madera barnizada de color oscuro. Subió por el camino de grava y aparcó detrás de la antigua tintorería.

Aún estaba a tiempo de echarse atrás. Pero no, no podía hacerlo.

«¿Qué es lo peor que puede pasar? -pensó-. Me pueden detener, ponerme una multa y me pueden echar de un trabajo que ya he perdido.»

A estas alturas le parecía que lo peor sería volver y echarse a dormir. Subirse al avión de vuelta a Estocolmo al día siguiente y seguir cruzando los dedos para que se le fuera ordenando la cabeza hasta poder trabajar de nuevo.

Pensó en su madre. El recuerdo emergió hasta la superficie con fuerza y veracidad, y casi podía verla al otro lado de la ventanilla: bien peinada, con el abrigo verde guisante que ella misma se había cosido, con cinturón ancho en la cintura y cuello de piel. Ese que escandalizaba a las vecinas cuando pasaba por delante. ¿Quién se creía que era? Y con las botas de tacón alto que no se había comprado en Kiruna sino en Luleå.

Es como un golpe de amor en el pecho. De pronto tiene siete años y alarga la mano para cogerse de su madre. Le sienta tan bien el abrigo… Y es tan bonita de cara… Una vez, cuando era aún más pequeña, le dijo: «Pareces una Barbie, mamá», y su madre se rió y la abrazó. Rebecka aprovechó para inspirar todos aquellos buenos aromas que emanaba de cerca. El pelo de su madre olía de una manera, el maquillaje de su cara de otra, y lo mismo el perfume de su cuello. Rebecka le volvió a decir en ocasiones posteriores: «Pareces una Barbie», sólo porque su madre se puso tan contenta aquella vez. Pero nunca volvió a mostrar la misma alegría. Era como si sólo funcionara la primera vez. «Para ya», la riñó al final.

Rebecka se quedó pensativa un rato. Había más, si se examinaba de cerca. Lo que las vecinas no veían: que los zapatos eran de baja calidad, que tenía las uñas partidas y mordisqueadas, que la mano que llevaba el cigarrillo a los labios mostraba un ligero temblor característico de las personas que tienen una deficiencia nerviosa.

Las pocas veces que Rebecka pensaba en ella, siempre la recordaba helada, con doble jersey de lana y calcetines gruesos, sentada a la mesa de formica que había en la cocina.

O como ahora, con los hombros un poco encogidos y sin espacio para un jersey grueso bajo el bonito abrigo. La mano que no sujeta el cigarrillo se esconde en el bolsillo. Su mirada busca en el coche y se fija en Rebecka. Tiene los ojos pequeños y analíticos, las comisuras de la boca hacia abajo. ¿Quién es ahora la loca?

«Yo no me he vuelto loca -pensó Rebecka-. Yo no soy como tú.»

Se bajó del coche y fue a paso rápido hasta el local de la congregación, casi corriendo para alejarse del recuerdo de aquella mujer del abrigo verde guisante.

Oportunamente, alguien había destrozado la lámpara que había encima de la puerta trasera del local. Rebecka probó las llaves del manojo. Podía haber una alarma conectada, o bien la variante barata, una alarma que sólo sonaba en la casa para disuadir a los ladrones, o bien una alarma real que estuviera conectada a una empresa de vigilancia.

«No pasa nada -se dijo a sí misma-. Si viene alguien, no serán las fuerzas especiales, sino algún vigilante cansado que aparecerá en coche y se parará delante de la puerta principal. Tiempo de sobra para salir pitando.»

De repente una llave entró en la cerradura. Rebecka la giró y se adentró en la oscuridad. Había silencio. No sonó ninguna alarma ni tampoco se oyó ningún pitido que indicara que tenía sesenta segundos para introducir un código. El local de la congregación era una casa construida respetando el nivel de la tierra, por lo que la puerta de atrás estaba en la planta de arriba y la puerta principal en la planta baja. La secretaría estaba en la planta superior, Rebecka lo sabía. No se preocupó de ir a hurtadillas.

«No hay nadie», se dijo.

Tuvo la sensación de que sus pasos hacían eco mientras se dirigía deprisa hacia la secretaría.

La habitación con las cajas de seguridad estaba dentro de las oficinas. El espacio era reducido y no tenía ventanas. Rebecka se vio obligada a encender la luz del techo.

El pulso se le aceleró un poco y torpemente probó una llave en las distintas cerraduras de las taquillas grises y sin nombre. Si aparecía alguien ahora, no tendría escapatoria. Intentó escuchar algún ruido procedente de la escalera o de la calle. Las llaves resonaban como las campanas de una iglesia.

Al probar la tercera taquilla la llave giró suavemente en la cerradura. Tenía que ser la de Mildred Nilsson. Rebecka la abrió y se quedó mirando. Era una caja de seguridad pequeña y no había gran cosa, pero aun así estaba casi llena. Había unas pocas cajas de cartón y algunas bolsitas de tela con joyas. Collares de perlas, anillos de oro con piedras y también pendientes. Había dos alianzas de boda lisas que parecían antiguas; alguna herencia. Una carpeta azul en la que había un montón de papeles. En la taquilla había también varias cartas. Las direcciones estaban escritas a mano y eran de letras diferentes.

«¿Qué hago ahora?», se preguntó Rebecka.

Intentó deducir qué cosas de la caja sabría identificar el párroco. ¿Echaría algo en falta?

Respiró hondo y después se sentó en el suelo para mirarlo todo y empezó a clasificarlo a su alrededor. La cabeza ya volvía a funcionarle como de costumbre, trabajaba con agilidad, recababa información y la ordenaba. Media hora más tarde Rebecka encendía la fotocopiadora de la secretaría.

Las cartas se las llevó tal como estaban. Quizá tuvieran huellas o partes de ellas, de manera que las guardó en una bolsa de plástico que encontró en un cajón.

Sacó copias de las hojas que había en la carpeta azul y las guardó junto con las cartas en la bolsa. Volvió a colocar la carpeta en la taquilla y la cerró, apagó la luz y se fue. Eran las tres y media de la mañana.


Anna-Maria Mella se despertó porque su hija Jenny le estaba tirando del brazo.

– Mamá, hay alguien que llama a la puerta.

Los niños sabían que estaba prohibido abrir a horas intempestivas. Como inspectora de policía en una ciudad pequeña podía recibir visitas de lo más variopintas y a horas intempestivas. Malhechores sensibleros que buscaban a la única confesora que tenían, o compañeros con cara seria y el motor del coche en marcha. A veces, en contadas ocasiones pero podía ocurrir, alguien que estuviera cabreado o colocado (por lo general, ambas cosas).

Anna-Maria se levantó, le dijo a Jenny que se acurrucara junto a Robert y bajó al recibidor. Llevaba el móvil en el bolsillo de la bata y ya había marcado el número de la central por si tenía que llamar. Primero miró a través de la mirilla y luego abrió la puerta.

Al otro lado estaba Rebecka Martinsson.

Anna-Maria le pidió que entrara y Rebecka se quedó en el umbral sin quitarse la chaqueta. No quiso té ni ninguna otra bebida.

– Estás investigando el asesinato de Mildred Nilsson -dijo-. Esto son cartas y copias de documentos personales suyos.

Le alargó una bolsa de plástico con los papeles y le explicó brevemente de dónde había sacado el material.

– Como comprenderás, no me iría muy bien que saliera a la luz que os he pasado todo este material. Si se te ocurre una explicación alternativa, te estaré más que agradecida. Si no, pues…

Se encogió de hombros.

– … tendré que apechugar -terminó con media sonrisa.

Anna-Maria echó un vistazo al interior de la bolsa.

– ¿Una caja de seguridad en la secretaría del párroco? -preguntó.

Rebecka asintió.

– ¿Por qué nadie le contó a la policía que…?

Se interrumpió y miró a Rebecka.

– ¡Gracias! -le dijo-. No explicaré de dónde lo he sacado.

Rebecka hizo ademán de marcharse.

– Hiciste lo correcto -dijo Anna-Maria-. Lo sabes, ¿verdad?

Era difícil saber si se refería a lo ocurrido hacía dos años en Jiekajärvi o si estaba hablando de las copias y las cartas de la bolsa.

Rebecka hizo un gesto con la cabeza. Podría estar asintiendo, pero también podría tratarse de un gesto de negación.

Al marcharse, Anna-Maria permaneció un rato en el recibidor con un deseo irreprimible de chillar. «La puta de oros», quería gritar. «¿Cómo cojones han podido dejar de darnos todo esto?»


Rebecka Martinsson está sentada sobre la cama de su cabaña. Puede distinguir perfectamente el contorno del respaldo de la silla delante del rectángulo gris de la ventana dibujado por la luz de la luna.

«Ahora -pensó-. Ahora debería llegar el pánico. Si alguien se entera de esto, estoy acabada. Me condenarán por allanamiento de morada y procedimiento arbitrario, nunca más me darán trabajo.»

Pero el pánico no quería aparecer, ni tampoco sensación alguna de arrepentimiento. Al contrario, se sentía con el corazón relajado.

«Acabaré de vigilante», pensó.

Se tumbó y se quedó mirando el techo. Se sentía animada, una especie de alegría loca. Podía oír a un ratón en la pared que hurgaba, mordisqueaba y corría de un lado a otro. Rebecka picó con los nudillos y se quedó quieto. Después se puso de nuevo en marcha.

Rebecka sonrió. Y se durmió. Con la ropa puesta y sin haberse cepillado los dientes.

Soñó.


Está sentada en los hombros de su padre. Es la época de los arándanos. Su padre carga a la espalda una especie de mochila hecha de corteza de abedul y, con la bolsa y Rebecka, el peso es considerable.

– No te inclines -le dice cuando Rebecka se estira para coger liqúenes de los troncos de los árboles.

Detrás de ellos va su abuela paterna. Chaqueta polar azul y bufanda gris. Cuando camina por el bosque tiene una forma de andar basada en el mínimo esfuerzo. No levanta el pie más de lo necesario. Una suerte de trotecillo ágil de pasos cortos. Llevan dos perros con ellos: Jussi, el cazador de alces, va detrás de la abuela; está entrado en años y procura ahorrar energías. Y Jacki, el más joven de los dos, un cruce indeterminado de perros spitz, corre de aquí para allá. Su hocico no tiene nunca suficiente, desaparece de la vista de todos y a veces lo oyen ladrar a un kilómetro de distancia.

Bien entrada la tarde está dormida junto al fuego mientras los mayores se han ido más allá a coger arándanos. Tiene la chaqueta Helly Hansen de su padre como almohada. El sol de la tarde calienta, pero las sombras son largas. Las llamas mantienen alejados a los mosquitos y los perros aparecen de vez en cuando para vigilarla. Le dan unos empujoncitos suaves en la cara para luego salir disparados otra vez antes de que siquiera le dé tiempo a acariciarlos ni pasarles el brazo por el cuello.


PATAS DORADAS

Finales de invierno. El sol se alza por encima de las copas de los árboles y calienta el bosque haciendo que las pesadas capas de nieve se deslicen de las ramas. Es una temporada engorrosa para cazar, puesto que durante el día la gruesa capa blanca se ablanda con el calor. Se hace difícil correr detrás de la presa, pero si la manada caza de noche a la luz de la luna o al alba, la capa de escarcha les hace heridas en las patas.

La hembra alfa entra en celo. Está inquieta e irritable, así que el que se le acerque tendrá que contar con llevarse un mordisco u otro escarmiento. Se detiene cerca de los machos subalternos y hace pis con la pata tan levantada que casi le cuesta mantener el equilibrio. Toda la manada se ve influenciada por su temperamento. Se oyen gruñidos y aullidos y se desatan pequeñas peleas constantemente entre los distintos miembros del grupo. Los lobos más jóvenes se pasean intranquilos por los exteriores de la zona de descanso. Cada dos por tres aparece un lobo adulto para ponerlos en su sitio. A la hora de la comida se respeta la jerarquía a rajatabla.

La loba alfa es hermanastra de Patas Doradas. Hace dos años desafió a la cabeza de la manada de entonces en esta misma época del año. La líder iba a entrar en celo y tenía que reafirmar su supremacía frente a las demás hembras. Se giró hacia la hermanastra de Patas Doradas, alargó su cabeza rayada, levantó los labios y le enseñó los dientes con un gruñido amenazador. Pero en lugar de retirarse asustada con la cola metida entre las patas, la hermanastra de Patas Doradas aceptó el desafío. Miró a la líder directamente a los ojos y erizó el pelo del lomo. La pelea se desató en la fracción de un segundo y terminó en menos de un minuto. La antigua líder salió perdiendo. Una mordedura profunda en el cuello y una oreja desgarrada fueron suficientes para que se retirara entre gemidos. La hermanastra de Patas Doradas alejó a la vieja hembra de la manada, y la manada tuvo una nueva hembra alfa.

Patas Doradas nunca se alzó contra la anterior líder, ni tampoco lo hace contra su hermanastra. Aun así, es como si ésta estuviera especialmente irritable con ella. En una ocasión agarra con sus fauces el hocico de Patas Doradas y la pasea ante la manada. Patas Doradas la obedece humildemente con el lomo encorvado y apartando la mirada. Los lobos más jóvenes se incorporan y comienzan a pasear intranquilos. Después, Patas Doradas le lame las comisuras de la boca a su hermanastra. No quiere pelearse ni desafiarla.

El plateado macho alfa es difícil de conquistar. En los tiempos de la antigua líder, la seguía durante semanas antes de que ella se decidiera a aparearse. Él le olfateaba el trasero y ponía en su sitio a los demás machos ante su mirada. Cada dos por tres se acercaba a donde estaba ella. Solía tocarla con la pata delantera como preguntando: «¿Ahora sí?»

El macho alfa se muestra apático y aparentemente sin interés por la hermanastra de Patas Doradas. Tiene siete años y no hay ningún miembro de la manada que muestre el más mínimo signo de intentar quitarle el puesto. En pocos años será mayor y más débil y tendrá que reafirmarse más a menudo, pero ahora puede tumbarse y dejar que el sol le caliente el pelaje mientras se lame las patas delanteras o atrapa un poco de nieve. La hermanastra de Patas Doradas lo corteja. Se pone de cuclillas y orina cerca de donde está para despertar su interés. Se le pasea por delante deseosa y con manchas de sangre donde le nace la cola. Finalmente, él se da por vencido y la cubre. Toda la manada suspira aliviada. La tensión en el grupo desaparece al instante.

Los dos cachorros de apenas un año despiertan a Patas Doradas con ganas de jugar. Ella se ha tumbado a dormitar bajo un abeto un poco alejado, pero ahora los cachorros se le echan encima. Uno se desploma con las patas delanteras sobre la nieve inclinando todo el cuerpo hacia delante de manera juguetona. El otro llega a la carrera y le salta por encima. Ella se incorpora de un brinco y empieza a perseguirlos. Los dos machos arman tanto jaleo que se oye el eco entre los árboles. Una ardilla espantada sale a toda prisa tronco arriba de un árbol como una raya roja. Patas Doradas alcanza a uno de los lobeznos y hace una doble voltereta sobre la nieve. Luego luchan un rato y después les toca a ellos perseguirla a ella. Sale rápida como un turón entre los árboles; a veces aminora el paso hasta que están a punto de atraparla y entonces vuelve a acelerar. No la cogen hasta que ella quiere.

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