VIERNES

1 de Septiembre

Rebecka Martinsson se bajó del barco-taxi y miró hacia la mansión de Lidö. El sol de mediodía iluminaba la fachada de color limón pálido, y los detalles y ornamentación de carpintería. El enorme patio estaba lleno de gente. Unas gaviotas de ninguna parte graznaban por encima de su cabeza. Pertinaces e irritantes.

«No sé cómo podéis», pensó.

Le dio demasiada propina al taxista. Era la compensación por haber sido monosilábica cuando él intentó entablar conversación.

– Así que van a celebrar una gran fiesta -dijo él señalando el hotel con la cabeza.

El bufete entero de abogados ya estaba allí. Casi doscientas personas pululaban de un lado a otro. Hablaban en grupitos. Se disolvían y continuaban su camino. Manos que se estrechaban y besos en la mejilla. Habían preparado una fila de grandes barbacoas. Unas cuantas personas vestidas de blanco servían un bufé de carne asada en una larga mesa cubierta con un mantel de lino. Se apresuraban desde la cocina hasta la mesa como ratones blancos con gorros de cocina ridículamente altos.

– Sí -respondió Rebecka colgándose al hombro el bolso con estampado de piel de cocodrilo-. Pero he sobrevivido a cosas peores.

Él soltó una carcajada y se marchó con un acelerón que hizo que la proa asomara por encima del agua. Un gato negro bajó silenciosamente del embarcadero de un salto y desapareció por entre la alta hierba.

Rebecka empezó a caminar. La isla estaba cansada después del verano. Pisoteada, reseca y desgastada.

«Por aquí se ha paseado mucha gente -pensó-. Familias con críos y mantas de picnic, marineros de agua dulce borrachos y bien vestidos.»

El césped estaba débil y se había puesto amarillo, y los árboles, cubiertos de polvo, se veían sedientos. Podía imaginarse el aspecto que tendría el bosque. Bajo las matas de arándanos y los heléchos debía de haber botellas, latas, condones usados y heces humanas a montones.

El caminito que subía al hotel era duro como el cemento. Como la columna agrietada de un lagarto prehistórico. Ella misma era un lagarto. Recién aterrizado en una nave espacial. Vestido con su traje de persona a punto de pasar la prueba de fuego: imitar el comportamiento humano. Mirar a los de su alrededor y hacer más o menos lo mismo, cruzando los dedos para que su disfraz no se le abriera por el cuello.

Ya casi había llegado a la explanada del jardín.

«Vamos, mujer -se dijo a sí misma-. Esto es pan comido.»


Después de haber matado a aquellos hombres en Kiruna continuó con su trabajo en el bufete de abogados Meijer & Ditzinger como de costumbre. Le parecía que todo iba bien. Pero en realidad todo había sido una mierda. No pensaba en la sangre ni en los cuerpos. Ahora, al mirar atrás hasta la época antes de que le dieran la baja, le costaba decir si en realidad llegó a pensar algo en algún momento. Creía que trabajaba pero, al final, no hacía más que pasar papeles de un montón a otro. Evidentemente, dormía mal. Y estaba como ausente. Podía tardar una eternidad en arreglarse por las mañanas para ir al trabajo. La catástrofe le llegó por la espalda. No pudo verlo hasta que se le vino encima. Fue por un sencillo caso de alquileres. El cliente quería saber el plazo de preaviso para finalizar el contrato de alquiler de un local. Ella le respondió con una santísima barbaridad. Tenía la carpeta con todos los contratos delante de las narices, pero no logró entender lo que allí se decía. El cliente, una compañía francesa de venta por correo, le había exigido al bufete una indemnización por daños y perjuicios.

Recordó a Måns Wenngren, su jefe, y la cara con que la había mirado. Enrojecido de ira tras su escritorio. Ella intentó dimitir, pero él no la dejó.

– Dañaría seriamente la imagen del bufete -le dijo-. Todo el mundo creería que se te ha instigado a dejar el puesto. Que dejamos de lado a una compañera con problemas psíq… que no se encuentra bien.

Aquella misma tarde salió tambaleándose del despacho. Y cuando estaba en la calle Birger Jarlsgatan, en la oscuridad del otoño, iluminada por los faros de los coches de lujo que pasaban a toda prisa, por los escaparates de las tiendas diseñados con estilo y por los bares de Stureplan, le invadió una fuerte sensación de que ya no podría volver a Meijer & Ditzinger. Sintió que lo único que quería era marcharse lo más lejos posible. Pero no fue así.

Le dieron la baja. Primero semanalmente y después cada mes. El médico le dijo que hiciera cosas que le resultaran divertidas. Si había algo que le gustara de su trabajo, era bueno que continuara haciéndolo.

Después de lo de Kiruna, el bufete empezó a tener muchos casos de juicios penales. El nombre y la cara de Rebecka no habían salido en los periódicos; en cambio, el nombre del bufete había aparecido con frecuencia en los medios. Los clientes llamaban al bufete diciendo que querían que los representara «la chica aquella que estuvo en Kiruna». Siempre obtenían la respuesta estándar de que el bufete les podía asignar un abogado penal de más experiencia, pero que la chica aquella podía estar presente también. De esa manera pusieron un pie en los grandes juicios que cubrían los medios. Durante esa época hubo dos violaciones en grupo, un homicidio con robo y un caso de cohecho.

Los socios le propusieron que continuara asistiendo a los juicios incluso estando de baja. Tampoco eran tan habituales. Y era una buena manera de seguir en contacto con el trabajo. Además, no tenía que prepararse nada. Hacer acto de presencia, ya está. Pero sólo si ella quería, claro.

Aceptó la propuesta porque no tenía otra opción. Había dejado el bufete en evidencia, les había hecho perder un cliente y, además, pagar la indemnización. Era imposible negarse. Estaba en deuda con ellos y asintió con una sonrisa.

En cualquier caso, los días que tenía que asistir a un juicio por lo menos se levantaba de la cama. Por norma general, las primeras miradas del jurado y del juez iban siempre dirigidas a los acusados, pero ahora ella era la gran atracción del circo. Clavaba la mirada en la mesa que tenía delante y les dejaba mirar. Malhechores, jueces, fiscales, procuradores. Casi podía oír lo que estaban pensando: «Así que es ella…»


Llegó a la explanada que había delante de la mansión. Aquí aparecía de pronto el césped verde y sano. Debían de haber usado los aspersores como locos con lo largo y seco que había sido el verano. El aroma de las últimas rosas silvestres del año se extendía como una capa que la brisa de la tarde llevaba tierra adentro. El aire era cálido y agradable. Las mujeres más jóvenes llevaban vestidos blancos sin mangas. Las que tenían algunos años más ocultaban los brazos bajo rebecas de algodón de IBlues y Max Mara. Los hombres habían dejado las corbatas en casa. Iban de un lado a otro vestidos con pantalón Gant llevando copas a las mujeres. Controlaban las ascuas de las barbacoas y hablaban como si fueran campesinos con el personal de cocina.

Rebecka paseó la mirada por la multitud. No veía a Maria Taube ni a Måns Wenngren por ninguna parte.

De pronto apareció uno de los socios a su encuentro, Erik Rydén. Toca sonreír.


– ¿Es ella?

Petra Wilhelmsson vio a Rebecka ascender por el caminito que subía hasta la mansión. A Petra la acababan de contratar en la empresa. Estaba apoyada en la barandilla del puente junto a la entrada. A un lado tenía a Johan Grill, también nuevo, y al otro estaba Krister Ahlberg, abogado penal que rondaba los treinta.

– Sí, es ella -confirmó Krister Ahlberg-. La Modesty Blaise de la empresa.

Vació su copa y la dejó en la barandilla con un leve golpe. Petra movió la cabeza de un lado a otro lentamente.

– Y pensar que ha matado a una persona -dijo.

– En realidad, a tres -rectificó Krister.

– ¡Dios, se me ponen los pelos de punta! ¡Mirad! -Y Petra mostró el brazo a los dos hombres que la acompañaban.

Krister Ahlberg y Johan Grill observaron con atención el brazo de su compañera. Era delgado y moreno. Unos pocos vellos delicados se habían vuelto casi blancos por el sol del verano.

– O sea, no porque sea chica -continuó Petra-, pero es que no tiene pinta de ser el tipo que…

– Es que tampoco lo era. Al final se derrumbó psicológicamente. Y no puede hacer su trabajo. A veces va a los juicios penales de más chicha. Y luego le toca a uno hacer el trabajo y quedarse en la oficina con el móvil encendido por si hay algo. Y mientras tanto ella haciéndose famosa.

– ¿Es famosa? -preguntó Johan Grill-. Nunca llegaron a escribir sobre ella, ¿no?

– No, pero en el mundillo de los abogados todos saben quién es. Ese mundillo en Suecia es muy pequeño, pronto te darás cuenta.

Krister Ahlberg separó un centímetro el pulgar del dedo índice de la mano derecha. Vio que la copa de Petra estaba vacía y pensó en ofrecerse para llenarla. Claro que entonces la dejaría a solas con Johan.

– Dios -exclamó Petra-, me pregunto cómo será matar a una persona.

– Te la voy a presentar -dijo Krister-. No estamos en el mismo departamento, pero hicimos juntos el curso de derecho mercantil. Esperemos unos minutos hasta que Erik Rydén la suelte.


Erik Rydén abrazó a Rebecka y le dio la bienvenida. Era un hombre rechoncho y enseguida entraba en calor con los deberes de anfitrión. De su cuerpo salía vapor como un hormiguero en pleno agosto emanando aromas de Chanel Pour Monsieur y alcohol. Rebecka le dio unos golpecitos en la espalda, de esos que se dan para que los niños eructen.

– Qué bien que hayas venido -dijo él con la sonrisa más amplia del mundo.

Le cogió la bolsa de viaje y se la cambió por una copa de champán y una llave de habitación. Rebecka miró el llavero. Era un trozo de madera pintado de rojo y blanco atado a la llave con un pequeño nudo marinero.

«Para cuando los huéspedes están borrachos y se les caen al agua», pensó.

Intercambiaron algunas palabras. Qué tiempo hace. Lo encargué para ti, Rebecka. Ella soltó una carcajada y le preguntó cómo iba todo. De puta madre, justo la semana pasada acababa de conseguir un gran cliente del mundo de la biotecnología. Iban a iniciar una fusión con una empresa norteamericana, así que ahora estaba a tope. Rebecka escuchaba y sonreía todo el tiempo. Entonces llegó un nuevo rezagado y Erik tuvo que proseguir con sus obligaciones de anfitrión.

Se le acercó un abogado del departamento de penales. La saludó como si fueran viejos conocidos. Rebecka buscó febrilmente su nombre en la memoria, pero había desaparecido como por arte de magia. Traía consigo a dos empleados nuevos, una chica y un chico. Él llevaba unas greñas rubias que contrastaban con el moreno de su piel, un moreno de esos que sólo se consiguen navegando a vela. Era un poco paticorto y ancho de espaldas. Mentón cuadrado y salido, y del jersey caro que llevaba arremangado salían dos fuertes antebrazos.

«Como un Popeye con estilo», pensó ella.

La chica también era rubia. Se sujetaba la melena con unas gafas de sol caras. La sonrisa le formaba dos hoyuelos en las mejillas. Una chaquetilla que conjuntaba bien con su jersey sin mangas colgaba del antebrazo de Popeye. La saludaron. La chica tenía voz de pito, como un mirlo. Se llamaba Petra. Popeye se llamaba Johan y de apellido algo bonito, pero Rebecka no logró retenerlo. En los últimos años siempre le pasaba. Antes tenía carpetas en la cabeza en las que podía organizar la información. Ahora ya no. Lo tenía todo manga por hombro y la mayoría de las cosas no le entraban. Rebecka sonrió y les apretó la mano con la fuerza justa. Les preguntó para quién trabajaban en el departamento. Si estaban a gusto. Sobre qué habían escrito la tesis y en qué tribunales habían estado. A ella no le preguntaron nada.

Rebecka continuó cruzándose con los grupos. Todo el mundo andaba con la cinta métrica preparada en el bolsillo. Se medían unos a otros. Se comparaban a sí mismos. Sueldo. Casa. Nombre. A quién conocían. Qué habían hecho en verano. Uno se estaba construyendo una casa en el municipio de Nacka. Otro andaba buscando un piso más grande ahora que había tenido el segundo hijo, preferiblemente en el lado bueno del barrio de Östermalm.

– Estoy para el arrastre -exclamó con una sonrisa feliz el que se estaba haciendo la casa.

Un hombre recién desemparejado se volvió hacia Rebecka.

– Lo cierto es que en mayo estuve allá arriba, por tu tierra -dijo-. Fui a esquiar, entre Abisko y Kebnekaise. Nos teníamos que levantar a las tres de la mañana y desplazarnos sobre una capa de hielo. Sin embargo, durante el día la nieve se deshacía tanto que te hundías, así que no se podía hacer otra cosa que tumbarte a disfrutar del sol de primavera.

De pronto el ambiente se hizo tenso. ¿Es que por fuerza tenía que hablarle de su tierra? Kiruna se entrometió en la conversación como un fantasma. Todos a la vez se pusieron a mencionar nombres de mil sitios en los que habían estado. Italia, la Toscana, padres en Jönköping y Legoland, pero Kiruna no quería desaparecer. Rebecka retomó su paseo y todos soltaron un suspiro de alivio.

Los abogados un poco mayores habían pasado las vacaciones en sus casas de veraneo de la costa oeste, en Escania o en el archipiélago de Estocolmo. Arne Eklöf había perdido a su madre y le contó sin recato a Rebecka cómo se había pasado el verano peleándose con lo del testamento.

– Tiene huevos -dijo-. Cuando Nuestro Señor llega con la muerte, aparece el diablo con los herederos. ¿Quieres más?

Señaló su copa con la cabeza. Ella rechazó la invitación, a lo que él respondió con una mirada casi enfurecida. Como si Rebecka hubiera rechazado nuevas posibles confidencias. Probablemente era lo que acababa de hacer. Él se encaminó hacia la mesa de la bebida y Rebecka se quedó donde estaba observándolo. Hablar con la gente le exigía un esfuerzo, pero estar allí sola con la copa vacía le resultaba una pesadilla. Como una pobre planta de interior que ni siquiera puede pedir agua.

«Podría ir al baño-pensó mientras miraba el reloj-. Y me puedo quedar allí siete minutos si no hay cola. Tres si hay alguien esperando.»

Miró a su alrededor en busca de un lugar donde dejar la copa. En ese mismo momento apareció Maria Taube a su lado. Le ofreció un pequeño cuenco con ensalada Waldorf.

– Come -le dijo-. Da angustia verte.

Rebecka aceptó la ensalada. Al mirar a Maria le vino a la cabeza el recuerdo de la pasada primavera. Un sol mordaz brillando al otro lado de las ventanas sucísimas de Rebecka. Pero tiene las persianas bajadas. Una mañana a mitad de semana Maria le hace una visita. Más tarde Rebecka se preguntará cómo es que le ha abierto la puerta. Se debería haber quedado escondida debajo del edredón.

Pero no. Se acerca a la puerta de la entrada. Apenas es consciente de que han llamado al timbre. Como ausente abre la cerradura de seguridad. Después gira el pestillo con la mano izquierda mientras con la derecha aprieta la manija hacia abajo. Tiene la cabeza totalmente desconectada. Igual que cuando te descubres a ti misma delante de la nevera abierta y te preguntas qué estás haciendo en la cocina.

Después pensará que quizá haya una personita inteligente en su interior. Una muchacha con botas de agua rojas y salvavidas. Una superviviente. Y que esa chiquilla ha reconocido aquel sonido de tacones repicando rápidos contra el suelo.

La chiquilla le dice a las manos y a los pies de Rebecka: «Shh, es Maria. No se lo digáis. Tan sólo sacadla de la cama y procurad que abra la puerta.»

Maria y Rebecka están sentadas en la cocina. Toman café sin nada para comer. Rebecka no dice gran cosa. Por otro lado, la montaña de fregaza que huele a ácido sobre la encimera, el montón de correo y propaganda y periódicos en la entrada, y la ropa arrugada y sudada que lleva puesta lo dicen todo.

Y sin motivo aparente le empiezan a temblar las manos. Tiene que dejar la taza en la mesa. Aletean sin sentido como dos gallinas decapitadas.

– No más café para mí -intenta bromear.

Suelta una carcajada, pero el resultado es más bien un estrépito inexpresivo.

Maria la mira a los ojos. Rebecka tiene la sensación de que lo sabe. Que a veces Rebecka sale al balcón y se queda mirando el asfalto duro que hay abajo. Y que a veces ni siquiera es capaz de bajar a la tienda. Que tiene que vivir con lo que haya en casa. Tomar té y comer pepinillos directamente del tarro.

– No soy psicóloga -dice Maria-, pero sé que la cosa empeora si no comes ni duermes. Y te tienes que vestir por las mañanas y salir de casa.

Rebecka esconde las manos debajo de la mesa.

– Creerás que me he vuelto loca.

– Por favor, mi familia es un hervidero de mujeres que están de los nervios. Se desmayan y pierden el conocimiento, tienen ataques de pánico e hipocondría constantemente. Y mi tía, ¿te he hablado de ella? Un día está ingresada y la tienen que ayudar a ponerse los pantalones y a la semana siguiente abre una guardería con pedagogía Montessori. Estoy más que acostumbrada.

Al día siguiente uno de los socios, Torsten Karlsson, le ofrece a Rebecka su casa de campo. Maria había trabajado para Torsten en derecho mercantil antes de cambiar de departamento y empezar con Rebecka a las órdenes de Måns Wenngren.

– Me harías un favor -dice Torsten-. Así no tengo que preocuparme por si han entrado a robar ni tener que ir allí sólo para regar. En realidad debería venderla. Pero eso también es un coñazo.

Naturalmente, debería haber rechazado la propuesta. Era evidente. Pero la chiquilla de las botas de agua rojas dijo que sí antes de que ella pudiera abrir la boca.


Rebecka picoteaba con desgana la ensalada Waldorf. Empezó con media nuez y ésta se agrandó en su boca como una ciruela. Masticaba sin parar, preparándose para tragársela. Maria la observaba.

– ¿Cómo estás? -le preguntó.

Rebecka sonrió. Tenía la lengua áspera.

– La verdad es que no tengo ni idea.

– Pero ¿estás lo bastante bien como para sentirte a gusto hoy aquí?

Rebecka se encogió de hombros.

«No -pensó-. Pero ¿qué voy a hacer? Pues esforzarme y venir. Si no, dentro de poco me veré sentada en una cabaña perdida, perseguida por las autoridades, con pánico a la gente, con alergia a la electricidad y con un montón de gatos haciéndoselo todo dentro de casa.»

– No sé -dijo-. Me siento como si la gente me mirara en el momento en que yo aparto la vista de ellos. Como si hablaran de mí cuando no estoy. En cuanto me acerco, la conversación empieza de cero, ¿me entiendes? Suena a «Tennis, anyone?» a lo desesperado en cuanto aparezco.

– Y es que es así -suelta Maria con una sonrisa-. Eres la Modesty Blaise particular del bufete. Y ahora te vas a la casa de campo de Torsten para aislarte todavía más y volverte aún más rara. ¿Cómo no van a hablar de ti?

Rebecka sonrió.

– Gracias, ahora me siento mucho mejor.

– Antes he visto que saludabas a Johan Grill y a Petra Wilhelmsson. ¿Qué te ha parecido miss Spinning? Seguro que es una chica muy agradable, pero me resulta difícil que me guste una persona que tiene el culo entre los omoplatos. Mi trasero es como un adolescente: se ha independizado de mí y quiere seguir su propio camino.

– Sí, cuando venías me ha parecido oír que ibas arrastrando algo por el césped.

Se quedaron calladas un momento mirando la vía marítima, donde un viejo barco de vela Fingal iba a motor.

– No te preocupes -dijo Maria-. Dentro de poco la gente estará borracha y entonces se te acercarán tambaleándose con ganas de hablar.

Se volvió hacia Rebecka, se inclinó hasta estar bien cerca y le dijo con voz balbuciente:

– «¿Qué se siente al matar a una persona?»


Måns Wenngren, el jefe de Rebecka y Maria, estaba a cierta distancia observándolas.

«Bien -pensó-. Bien hecho.»

Vio cómo Maria Taube conseguía hacer reír a Rebecka Martinsson. Maria gesticulaba expresivamente con las manos, girándolas y moviéndolas de un lado a otro, al mismo tiempo que subía y bajaba los hombros. Parecía un milagro que tuviera la copa bajo control. «Probablemente será el resultado de años de entrenamiento en una familia de bien.» Y la expresión de Rebecka se relajaba. A Måns le pareció que había recuperado los colores y que estaba más fuerte. Delgada como un palo, eso sí, pero siempre había estado así.

Torsten Karlsson estaba justo detrás de Måns echando un vistazo al surtido de las barbacoas. Estaba hambriento. Pinchos de cordero a la indonesia; pinchos de solomillo o colas de langostino adobado con especias de Cajún; pinchos de pescado del Caribe con jengibre y piña; pinchos de pollo con salvia y limón o a la asiática, con yogur marinado con jengibre, garam masala y pepino con cúrcuma; varios tipos de salsas y diferentes ensaladas como guarnición. Vinos blancos y tintos, cerveza y sidra. Seguramente ya sabía que en el bufete le llamaban «Karlsson en el tejado» por el personaje de Astrid Lindgren. Bajito y compacto, con el pelo negro saliendo de la cabeza como un cepillo. A Måns, en cambio, la ropa le sentaba bien. A él las mujeres nunca le dirían que era un encanto, ni que las hacía reír.

– Me han dicho que te has comprado un coche nuevo -dijo cazando una oliva de la ensalada de bulgur.

– Hmmm, un descapotable de la serie E, mint condition -respondió Måns mecánicamente-. ¿Cómo está?

Torsten Karlsson dudó por un momento de si Måns le preguntaba cómo estaba su propio coche. Alzó la vista, siguió la mirada de Måns y la clavó en Rebecka Martinsson y Maria Taube.

– Está viviendo en tu casa de campo -continuó Måns.

– No podía seguir encerrada en su pequeño apartamento. No parecía tener ningún sitio a donde ir. ¿Por qué no le preguntas directamente a ella? Es tu asistente.

– Porque te lo he preguntado a ti -soltó Måns con un bufido.

Torsten Karlsson levantó las manos en un gesto de «me rindo, no dispares».

– La verdad, no tengo ni idea -dijo-. No voy casi nunca a la cabaña. Y cuando voy, hablamos de otras cosas.

– ¿Ah, sí? ¿Como qué?

– Pues, bueno, como de arreglar la escalera con alquitrán, de pintura roja de Falun, de que va a enmasillar las ventanas. Siempre está haciendo algo. Una temporada estaba como obsesionada por el compostaje.

La mirada de Måns le instaba a seguir explicando. Interesada, casi entretenida. Torsten Karlsson se pasó los dedos por su pelo de cepillo negro.

– Santo cielo -siguió-. Primero empezó con la construcción. Compostaje en tres compartimentos para residuos de jardinería y orgánicos. Y, aparte, compró uno a prueba de ratas. Después construyó un compostaje rápido. Joder, casi me obligó a apuntarme cómo hay que alternar la hierba y la arena… Pura ciencia. Y luego, ¿te acuerdas de cuando tuvo que ir a aquel curso de impuestos para grupos de empresas en Malmoe?

– Sí, sí.

– Bueno, pues me llamó diciendo que no podía ir porque el compostaje estaba… Joder, cómo era, bueno, que estaba mal, le faltaba nitrógeno. Y que había ido a buscar residuos orgánicos a una guardería de por allí, pero que se habían humedecido. Así que tenía que quedarse en casa espolvoreando y horadando.

– ¿Horadando?

– Sí, me tocó subir y remover el compostaje con una vieja perforadora de hielo la semana que ella tenía que estar fuera. Y también descubrió el compostaje de los dueños anteriores metido en el bosque.

– ¿Sí?

– Allí dentro había de todo. Esqueletos de gato y botellas de vidrio rotas y mierdas así… Y le dio por limpiarlo. Detrás de la cabaña encontró un somier viejo de esos que tienen rejilla en lugar de tablas. Lo utilizó como un colador gigante. Echaba paladas de tierra encima y lo meneaba para que la tierra limpia se fuera filtrando. El momento perfecto para llevar allí a algunos clientes y presentarles a una de nuestras jóvenes promesas.

Måns se quedó mirando a Torsten Karlsson. Se imaginó a Rebecka con las mejillas sonrosadas y el pelo a un lado agitando con fuerza un somier de hierro en lo alto de una montaña de tierra y Torsten abajo, con unos clientes en traje oscuro y con los ojos abiertos de par en par.

Se echaron a reír a la vez y no podían parar. Torsten se secó las lagrimillas con el dorso de las manos.

– Pero ahora se ha calmado -dijo-. Ya no es tan… No sé… La última vez que subí me la encontré sentada en los escalones del porche con un libro y una taza de café.

– ¿Qué libro era? -le preguntó Måns.

Torsten Karlsson lo miró extrañado.

– No me fijé -contestó-. Habla con ella.

Måns agarró la copa de vino tinto.

– Voy a saludarla -dijo-. Pero ya sabes que soy de lo peor hablando con la gente. Y todavía más cuando se trata de mujeres.

Intentó reírse, pero ahora Torsten ni siquiera esbozó una sonrisa.

– Tienes que preguntarle cómo se encuentra.

Måns resopló sacando el aire por la nariz.

– Sí, sí, ya lo sé.

«Soy mejor en las relaciones cortas -pensó-. Clientes, taxistas, las cajeras del súper. Sin conflictos ni decepciones de tiempos pasados que parecen algas enredadas bajo la superficie.»


Cena de verano en la isla de Lidö. El sol rojizo se acuesta sobre los montes mullidos como una cascara dorada. Un crucero del archipiélago pasa en silencio por la vía marítima. Las cañas del agua juntan las cabezas crujiendo y susurrándose al oído. Las conversaciones y las risas de los invitados se deslizan por encima del agua.

El ágape estaba tan avanzado que los paquetes de cigarrillos ya habían aparecido por encima de las mesas. A la gente le apetecía estirar las piernas un rato antes del postre, así que las mesas se habían quedado un poco despejadas. Los jerseys y chaquetillas que antes habían permanecido atados a la cintura o colgados del hombro de la gente, estaban ahora tapando brazos refrescados por el cambio de temperatura. Había quien se acercaba al bufé de carne por tercera o cuarta vez y se quedaba hablando con los cocineros que le daban la vuelta a los pinchos del asador chisporroteante sobre el manto de ascuas. Algunos estaban bebiendo de lo lindo. Tenían que sujetarse a la barandilla mientras subían por la escalinata de la mansión de camino al lavabo. Gesticulaban con énfasis tirándose encima la ceniza del cigarrillo y hablaban a un volumen un decibelio demasiado alto. Uno de los socios insistió en ayudar cuando una de las camareras apareció con el postre. La liberó con autoridad y caballerosidad de una gran bandeja con tartaletas de crema de vainilla y grosella glaseada que se deslizaban de manera preocupante hasta topar con los cantos de la bandeja. La camarera esbozó una sonrisa forzada intercambiando una mirada con los cocineros que estaban ocupados en las barbacoas. Uno de ellos dejó lo que estaba haciendo y se fue rápidamente a la cocina a buscar las bandejas que faltaban.

Rebecka y Maria estaban sentadas sobre las rocas. La piedra desprendía el calor que había acumulado durante el día. Maria se rascaba una picadura de mosquito en el tobillo.

– Torsten sube a Kiruna la semana que viene -dijo-. ¿Te lo ha dicho?

– No.

– Es por la colaboración esa de la sociedad anónima Revision AB con el grupo Jansson. Ahora que la Iglesia sueca está separada del Estado, es interesante crear vínculos con un cliente así. La idea es venderles un paquete jurídico, con informe de cuentas y revisión incluidos, a las congregaciones de la Iglesia de todo el país. Ofrecerles ayuda con todo, del tipo «cómo deshacernos de Berit la fibromiálgica, cómo cerrar acuerdos favorables con nuevos proveedores», todo. No sé, pero creo que hay un plan para empezar a trabajar con un corredor de bolsa para que eche una mano en la administración de capital. En cualquier caso, Torsten subirá a Kiruna para vender nuestro producto a los representantes del consejo eclesiástico de Kiruna.

– ¿Ah, sí?

– Podrías acompañarlo. Ya sabes cómo es. Le sentaría de fábula un poco de compañía.

– No puedo ir a Kiruna -exclamó Rebecka.

– Ya sé que eso es lo que piensas, pero me pregunto por qué.

– No sé, yo…

– ¿Qué es lo peor que puede pasar? Quiero decir, si te cruzas con alguien que te reconoce. Y la casa de tu abuela, la echas de menos, ¿no es así?

Rebecka se quedó callada.

«No puedo ir, así de simple», pensó.

Maria respondió como si le hubiera leído el pensamiento.

– Igualmente, le diré a Torsten que te lo pregunte. Si tienes monstruos bajo la cama lo mejor que puedes hacer es encender la luz y mirar debajo.


Baile en la terraza de la mansión. Abba y Niklas Strömstedt en los altavoces. A través de las ventanas abiertas de la cocina del hotel se oye el ruido de la porcelana chocando entre sí y el chorro de agua con el que están enjuagando los platos antes de meterlos en el lavavajillas. El sol se ha puesto sobre el agua arrastrando consigo los velos rojos. Hay lamparillas colgando de los árboles. La gente se apiña en la barra del bar exterior.

Rebecka bajó hasta el muelle. Había bailado con su compañero de mesa pero al cabo de un rato decidió escabullirse. La oscuridad le pasaba el brazo por la espalda dándole cobijo.

«Ha ido bastante bien -se dijo-. Todo lo bien que podía ir.»

Se sentó en un banco de piedra junto al agua. Se oía el sonido de las olas que chocaban contra el embarcadero de hormigón. El olor a algas enmohecidas. Una lámpara se reflejaba en el brillo de la superficie negra.

Måns se había acercado a saludarla justo antes de que todos se sentaran a la mesa.

– ¿Cómo va, Martinsson? -le preguntó.

«¿Qué coño respondo?», pensó Rebecka.

La sonrisa de lobo de Måns y su manera de llamarla por el apellido era como una enorme señal de stop: se prohiben confianzas, lágrimas y sinceridad.

Así que la cabeza erguida, los pies en la tierra y un informe de cómo había pintado los marcos de las ventanas de la finca de Torsten con aceite de linaza. Después de Kiruna le había parecido que Måns se preocupaba por ella, pero cuando ya no pudo trabajar desapareció por completo.

«No eres nada -pensó-. Si no puedes trabajar.»

Unos pasos en el camino de grava la hicieron levantar la mirada. Al principio no pudo distinguir la cara, pero reconoció aquella voz tan fina. Era la chica nueva rubia. ¿Cómo se llamaba? Petra.


– Hola, Rebecka -dijo Petra como si se conocieran.

Se puso demasiado cerca. Rebecka logró resistir el instinto de levantarse, apartarla de un empujón y marcharse a toda prisa. Pero no podía comportarse así. De modo que se quedó donde estaba. El pie de la pierna que cruzaba por encima de la otra la delataba. Lo subía y lo bajaba por lo incómodo de la situación. Quería salir corriendo.

Petra se sentó a su lado con un jadeo.

– Dios, Åke ya me ha hecho bailar tres bailes seguidos. Ya sabes cómo son. Como trabajas para ellos se creen que eres su propiedad privada. He tenido que escaparme un rato.

Rebecka asintió con una especie de gruñido. En breve diría que tenía que ir al baño.

Petra giró el torso hacia Rebecka y ladeó ligeramente la cabeza.

– Me he enterado de lo que te ocurrió el año pasado. Tiene que haber sido terrible.

Rebecka se quedó callada.

«A ver -pensó con malicia-. Cuando la presa no quiere salir de la madriguera, hay que atraerla con algo. Ahora debería contarme alguna intimidad. Haces una pequeña confesión y la cambias como si fuera un cromo por el secreto de la otra persona.»

– Mi hermana tuvo una experiencia así de mala hace cinco años -continuó Petra al ver que Rebecka no decía nada-. Se encontró muerto al hijo de los vecinos. Se había ahogado en una acequia. Sólo tenía cuatro años. Después de aquello, mi hermana…

Acabó la frase haciendo un gesto impreciso con la mano.

– Vaya, conque estáis aquí.

Era Popeye. Se les acercó con un gin-tonic en cada mano. Le ofreció uno a Petra y tras un microsegundo de duda le ofreció el otro a Rebecka, aunque en realidad era para él.

«Todo un caballero», pensó la cansada Rebecka dejando la copa a su lado.

Miró a Popeye. Él se comía a Petra con la mirada. Petra miraba codiciosa a Rebecka. Popeye y Petra iban a comérsela viva y luego se aparearían.

Petra debió de presentir que Rebecka estaba a punto de huir, que pronto habría perdido la oportunidad. En una situación normal habría dejado que Rebecka se marchara pensando que ya se presentarían más ocasiones. Sin embargo, los combinados y las copas de vino con la cena le habían enturbiado el juicio.

Se inclinó hacia Rebecka con las mejillas brillantes y rosáceas y le preguntó:

– O sea, ¿qué se siente al matar a una persona?


Rebecka pasó deprisa entre el montón de gente embriagada. No, no quería bailar. No, gracias, no quería nada del bar. Llevaba el bolso colgado al hombro y se dirigía hacia el caminito que bajaba hasta el embarcadero.

Había sabido lidiar con Petra y Popeye: puso una cara pensativa, clavó la mirada a lo lejos, en la oscuridad del agua, y respondió: «Pues es terrible.»

¿Qué si no? ¿La verdad? «No tengo ni idea. No recuerdo nada.»

Quizá debería haberles hablado de aquellas patéticas conversaciones con el terapeuta. Rebecka sentada en las sesiones sin dejar de sonreír y al final a punto de romper a reír a carcajadas. ¿Qué podía hacer? Si es que no recuerda nada. El terapeuta no le devuelve la sonrisa. Esto no es para reírse. Y al final deciden hacer una pausa en la terapia. Rebecka puede volver más adelante.

Como no puede seguir con el trabajo, no lo llama. No se ve capaz. Se imagina la escena de estar allí sentada llorando porque no puede manejar su propia vida, y él, con cierta compasión, poniendo cara de «ya te lo dije».

No, Rebecka le contestó a Petra como una persona normal diciendo que era una sensación terrible pero que la vida continúa, por muy banal que pudiera sonar. Después pidió disculpas y se marchó. En esos momentos pensó que todo había salido bien pero cinco minutos más tarde le entró la rabia y ahora… Ahora estaba tan enfurecida que podría arrancar un árbol de cuajo. O quizá le diera por ponerse junto a la pared de la mansión y tirarla abajo de un empujón como si fuera de cartón. Ojalá los dos rubios no estuvieran todavía en el embarcadero, porque si seguían allí los echaría al agua de una patada.

De repente tenía a Måns pegado a la espalda. Luego, a su lado.

– ¿Qué tienes? ¿Ha pasado algo?

Rebecka no aminoró la marcha.

– Me largo. Uno de los chicos de la cocina me ha dicho que puedo coger una barca. Remaré hasta el otro lado.

Måns emitió un sonido de escepticismo.

– ¿Estás mal de la cabeza? No puedes remar en la oscuridad. ¿Cómo seguirás después? Mejor quédate, ¿qué te pasa?

Rebecka se paró justo donde empezaba el embarcadero, dio media vuelta y soltó un gruñido.

– ¿Qué coño crees tú? -le preguntó-. La gente me pregunta qué se siente al matar a una persona. ¿Cómo cojones se supone que lo voy a saber? No me paré a reflexionar para escribir una poesía según mis sensaciones. Yo… ¡Simplemente ocurrió!

– ¿Por qué estás enfadada conmigo? Yo no te lo he preguntado.

Rebecka amansó el tono de voz.

– No, Måns, tú no preguntas nada. De eso no se te puede acusar.

– ¿Qué demonios? -respondió, pero Rebecka ya se había puesto a caminar por el embarcadero.

Måns se apresuró a seguirla. Había tirado el bolso dentro de la barca y estaba desatando el amarre. Måns buscaba algo que decir.

– He hablado con Torsten -soltó-. Me ha dicho que había pensado pedirte que le acompañaras a Kiruna. Pero le he dicho que no te diga nada.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? He pensado que sería lo último que necesitas en este momento.

Rebecka contestó sin mirarlo.

– Quizá debería decidir yo misma lo que necesito y lo que no.

Comenzó a darse cuenta de que la gente más próxima empezaba a dirigir las antenas hacia donde estaban ella y Måns. Hacían ver que estaban ocupados bailando y charlando, pero era innegable que el murmullo había perdido fuerza. Quizá ya tenían tema de conversación para la semana siguiente en el trabajo.

Måns también parecía haberse dado cuenta de que habían bajado la voz.

– Bueno, sólo era por consideración, lo siento mucho.

– Vaya, así que por consideración. ¿Por eso me has hecho estar presente como una idiota en todos los juicios?

– Tampoco te pases -replicó Måns resoplando-. Tú misma dijiste que no te importaba. Me pareció una buena forma de que mantuvieras contacto con el trabajo. ¡Sal de la barca!

– ¡Como si tuviera elección! ¡Eso seguro que lo entiendes si te paras a pensar un minuto!

– Deja eso de los juicios. Sal de la barca y échate a dormir y ya hablaremos mañana cuando estés sobria.

Rebecka dio un paso hacia delante en la barca haciendo que se balanceara. Por un instante Måns creyó que se subiría al embarcadero y le soltaría una bofetada. Eso sí que habría sido bueno.

– ¿Cuando esté sobria? Eres… ¡eres realmente de lo que no hay!

Puso un pie en el embarcadero y empujó para alejarse. Måns se planteó agarrar la barca, pero eso también habría sido todo un numerito: sujetando la proa hasta caerse al agua. Como el señor Melker del cuento, que siempre se bañaba vestido. La barca empezó a alejarse.

– ¡Pues vete a Kiruna! -gritó sin importarle quién estuviera escuchando-. Por mí puedes hacer lo que te dé la santa gana.

La barca desapareció en la oscuridad. Se podían oír los remos traqueteando en los escálamos y el chapoteo de las palas cuando entraban en el agua.

Pero la voz de Rebecka aún estaba cerca y ahora había subido el tono.

– A ver si me dices si hay algo peor que esto.

A Måns aquella voz le resultaba familiar de cuando, en otros tiempos, había jaleo con Madelene. Primero su ira contenida, y él que no tenía la menor idea de dónde la había vuelto a fastidiar otra vez. Luego la bronca, siempre como la tormenta del siglo. Y después la voz de ella, que subía el tono un poco antes de romper en llanto. Entonces era el momento de una posible reconciliación, siempre y cuando estuviera dispuesto a pagar el precio: asumir toda la culpa. Con Madelene contaba con un viejo guión del que echaba mano: él le decía que era un gilipollas y Madelene se acurrucaba entre sus brazos con la cabeza apoyada contra su pecho hipando como una criatura.

Pero con Rebecka… La mente de Måns dio un patoso y embriagado paso dentro de su cabeza en busca de las palabras adecuadas, pero ya era demasiado tarde. Los golpes de remo sonaban cada vez más lejos.

Y un carajo se pondría a gritar que volviera. Ni en sueños.

De pronto Ulla Carle, una de las dos socias mujeres del gabinete, estaba justo a su espalda preguntándole qué había ocurrido.

– Pégame un tiro en la cabeza -dijo Måns y empezó a subir hacia el hotel. Fijó el rumbo hacia la barra exterior, coronada por guirnaldas de colores y linternas venecianas.

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