SÁBADO

9 de Septiembre

Anna-Maria Mella miraba a través de la ventana de su cocina. La vecina de enfrente limpiaba los alféizares por fuera. ¡Otra vez! Lo hacía una vez a la semana. Anna-Maria nunca había entrado en aquella casa pero se imaginaba que lo tendrían todo recogido, sin una mota de polvo y, además, todo decorado.

Qué diligencia la de los vecinos con la casa y el jardín. La eterna postura de cuclillas para recoger dientes de león, la minuciosa labor de quitar la nieve y ponerla en montones perfectos, la limpieza de los alféizares, los cambios de cortina… A veces llenaban a Anna-Maria de una incomprensible irritación, a veces de lástima y ahora de una especie de envidia. Tener toda la casa limpia y ordenada, eso sí que sería algo grande.

– Ya está limpiando los alféizares otra vez -le dijo a Robert.

Su marido respondió con un sonido gutural desde el fondo de las páginas de la sección deportiva y la taza de café. Gustav estaba sentado delante del armario de las cazuelas y sacaba todo lo que había dentro.

Anna-Maria sintió que le empezaba a invadir una ola de malestar. Hoy les tocaba hacer limpieza general, pero siempre era ella la que debía tomar la iniciativa, arremangarse y animar a los demás a ponerse en marcha. Marcus se había quedado a dormir en casa de Hanna, el muy listo. Anna-Maria debería estar contenta de que su hijo tuviera novia y amigos. Su peor pesadilla era que los críos les salieran raros y se quedaran aislados. ¡Pero aquella habitación suya!

– Hoy te toca a ti decirle a Marcus que tiene que ordenar su cuarto -le dijo a Robert-. Yo no tengo fuerzas para insistir.

– ¡Hola! -dijo al cabo de un momento-. ¿Existo o qué?

Robert levantó los ojos de la prensa.

– Por lo menos podrías responder. ¡Así sabría si me escuchas o no!

– Sí, se lo diré -respondió Robert-. ¿Por qué te pones así?

Anna-Maria dio un respingo.

– Perdona -se lamentó-. Es sólo que… Joder, la habitación de Marcus. Me da miedo. Te digo en serio que me parece peligroso entrar allí. Me he metido en habitaciones de toxicómanos que parecían sacadas de la revista Hogar Confortable comparadas con la de él.

Robert asintió serio con la cabeza.

– Restos peludos de manzana que hablan… -dijo.

– ¡Me dan miedo!

– … bailan colocados por los vapores de una piel de plátano fermentada. Tendremos que comprar unas jaulas de hámster para nuestros nuevos amigos.

Mejor aprovechar ahora…

– Si tú haces la cocina, yo empiezo arriba -propuso Anna-Maria.

Sería lo mejor. En la planta de arriba reinaba el caos. El suelo de su dormitorio estaba cubierto de ropa sucia, bolsas y maletas a medio deshacer de las últimas vacaciones que hicieron en coche. Los alféizares estaban llenos de insectos muertos y de pétalos de flores. El lavabo daba asco. Y las habitaciones de los críos…

Anna-Maria suspiró. Ordenar y limpiar no era el punto fuerte de Robert. Tardaría toda la vida en hacerlo. Mejor que se pusiera él a limpiar los fogones, poner el lavavajillas y aspirar la planta baja.

Todo aquello le causaba una profunda pena. Habían hablado mil veces de hacer la limpieza de la casa los jueves por la tarde en lugar del sábado. Así ya tendrían la casa limpia el viernes por la tarde de cara al fin de semana. El viernes podrían cenar algo rico y los días de descanso serían más largos. Así, podrían dedicar el sábado a algo más agradable y estarían todos juntos y serían tremendamente felices en una casa limpia.

Pero nunca lo hacían. El jueves estaban tan derrotados que eliminaban la limpieza de la lista. El viernes se hacían los ciegos ante todo el desorden, alquilaban una peli con la que Anna-Maria siempre terminaba durmiéndose y dedicaban el sábado a limpiar. Medio fin de semana al carajo. A veces no encontraban el momento hasta el domingo y entonces la limpieza solía empezar con uno de sus estallidos de rabia.

Por otro lado, todas aquellas cosas que no se acababan nunca, como los montones de ropa del lavadero… Era imposible, nunca daba abasto. O los repulsivos armarios; la última vez que metió la cabeza en el de Marcus para ayudarle a encontrar Dios sabe qué, levantó un montón de jerseys de lana y otros trapos y de pronto apareció un bicho alargado que se escabulló hacia las capas inferiores…

Prefería no pensar en ello. ¿Cuándo fue la última vez que apartó el lateral de la bañera? Los malditos cajones de la cocina llenos de trastos. ¿De dónde sacaban tiempo los demás? ¿Y las fuerzas?

Escuchó la melodía de su teléfono de trabajo en el recibidor. En la pantalla aparecía un número que no conocía y que empezaba por cero ocho, el prefijo de Estocolmo.

Era un hombre que se presentó como Christer Elsner, catedrático de historia de la religión. Se trataba del símbolo por el que le había preguntado la policía de Kiruna.

– ¿Sí? -dijo Anna-Maria.

– Lo siento, pero no he podido encontrar ese símbolo. Se parece al símbolo alquímico de experimento o prueba, pero es ese garfio que continúa hacia abajo atravesando el semicírculo lo que lo diferencia. A menudo el semicírculo representa lo imperfecto o a veces lo humano.

– Así que no existe -preguntó Anna-Maria decepcionada.

– Bueno, ahí ya pasamos a las cuestiones difíciles -dijo el catedrático-. ¿Qué existe? ¿Qué no existe? ¿Existe el Pato Donald?

– No -dijo Anna-Maria-. Sólo existe en la fantasía.

– ¿En tu cabeza?

– Sí. Y en la de otros, pero no en la realidad.

– Hmmm. Y ¿qué pasa con el amor?

Anna-Maria soltó una carcajada de sorpresa. Sentía como si algo agradable la empujara por dentro, animada por tener que pensar algo diferente por una vez.

– Eso ya es más complicado -dijo.

– No he conseguido encontrar el símbolo, pero, claro, estoy buscando en la Historia. Los símbolos aparecen en algún momento. Podría tratarse de uno nuevo. También hay muchos símbolos en ciertos géneros musicales, igual que algunas literaturas, como de fantasía y por el estilo.

– Y ¿quién sabe de eso?

– Los compositores de música. Respecto a los libros, hay una librería bien surtida de ciencia ficción y fantasía y esas cosas en Estocolmo. En la zona de Gamla Stan.

Terminaron la conversación, lo cual desanimó un tanto a Anna-Maria. Le habría gustado hablar un rato más pero, bien mirado, ¿qué le podría decir? Le habría gustado poderse convertir en su perro para que la sacara a pasear por el bosque y le hablara de sus últimas ideas y reflexiones. Muchos lo hacían con sus perros. Y Anna-Maria, convertida momentáneamente en perro, podría escucharlo todo sin sentirse presionada por tener que intervenir con respuestas inteligentes.

Volvió a la cocina. Robert no se había movido del sitio.

– Tengo que ir al trabajo -le dijo-. Vuelvo en una hora.

Por un instante pensó en si debía pedirle que empezara con la limpieza, pero al final se abstuvo. De todos modos él no lo haría; y si se lo pedía, cuando volviera a casa ella se enfadaría y se sentiría de lo más decepcionada al encontrárselo en la misma postura que cuando se había marchado.

Se despidió con un beso. Era mejor ser amigos.


Diez minutos más tarde Anna-Maria estaba en el trabajo. En su buzón había un fax del laboratorio en el que le comunicaban que habían encontrado un montón de huellas de Mildred Nilsson. Iban a continuar examinando el documento, lo cual les llevaría algunos días.

Llamó a información de números de teléfono y pidió el número de una tienda de ciencia ficción que había en algún sitio de Gamla Stan. El hombre que le atendía lo encontró de inmediato y le pasó la llamada.

Le contó a la mujer que contestó lo que estaba buscando y le hizo una descripción del símbolo.

– Sorry -dijo la dependienta-. Ahora mismo no me viene nada a la cabeza, pero si me mandas un dibujo por fax se lo preguntaré a alguno de mis clientes.

Anna-Maria le prometió que lo haría, le agradeció la ayuda y colgó.

En cuanto soltó el auricular, el teléfono empezó a sonar. Descolgó de nuevo.

Era Sven-Erik Stålnacke.

– Tienes que venir -le dijo-. Se trata del pastor Stefan Wikström.

– ¿Sí?

– Ha desaparecido.


Kristin Wikström lloraba sin parar en la cocina de la casa rectoral en Jukkasjärvi.

– ¡Toma! -le gritó a Sven-Erik Stålnacke-. Aquí tienes el pasaporte de Stefan. ¿Cómo podéis pedírmelo? Os estoy diciendo que no se ha ido. ¿Iba a dejar a su familia? Si es la persona más buena… Os digo que le ha pasado algo.

Tiró el pasaporte al suelo.

– Lo comprendo -dijo Sven-Erik-, pero aun así tenemos que seguir cierto orden. ¿Por qué no te sientas?

Era como si Kristin no oyera nada. Seguía yendo desesperada de un lado a otro de la cocina chocando contra los muebles y haciéndose daño. En el sofá había dos niños de cinco y diez años que construían algo con piezas de Lego sobre una base verde. No parecían demasiado preocupados por la alteración de su madre ni la presencia de Sven-Erik y Anna-Maria.

«Niños -pensó Anna-Maria-. Aguantan lo que sea.»

De repente tuvo la sensación de que sus problemas con Robert eran insignificantemente pequeños.

«¿Qué más da que yo limpie más que él?», pensó.

– ¿Qué voy a hacer? -gritó Kristin-. ¿Cómo voy a salir adelante?

– O sea que esta noche no ha dormido en casa -dijo Sven-Erik-. ¿Estás completamente segura?

– No ha usado la cama -gimoteó-. Siempre cambio las sábanas el viernes y su lado estaba intacto.

– A lo mejor llegó tarde y se quedó a dormir en el sofá -intentó Sven-Erik.

– ¡Estamos casados! ¿Por qué no iba a dormir conmigo?

Sven-Erik Stålnacke había bajado a la casa rectoral de Jukkasjärvi para preguntarle a Stefan Wisktröm acerca del viaje al extranjero que la familia Wikström se había costeado con dinero de la fundación y se había topado con los ojos abiertos de par en par de la esposa. «Estaba a punto de llamar a la policía», le había dicho.

Lo primero que hizo fue tomar prestada la llave de la iglesia y se fue corriendo hasta allí. Por fortuna no había ningún pastor colgando del coro y tal fue el alivio de Sven-Erik que casi tuvo que sentarse en uno de los bancos. Después, llamó a la jefatura para ordenar que otros agentes comprobaran las demás iglesias de la ciudad y luego llamó a Anna-Maria.

– Necesitamos los números de cuenta de tu marido, ¿los tienes?

– Pero ¿qué os pasa a vosotros? ¡Es que no me oís! Tenéis que salir a buscarlo. ¡Le ha pasado algo! Él nunca… A lo mejor está…

Se quedó callada mirando a sus dos hijos y después salió a toda prisa al jardín. Sven-Erik la siguió y Anna-Maria aprovechó la oportunidad para echar un vistazo por la casa.

Abrió rápidamente los cajones de la cocina, pero no halló ninguna cartera. Tampoco en los bolsillos de las chaquetas del recibidor, así que subió al piso de arriba.

Era tal y como había dicho Kristin: nadie había dormido esa noche en uno de los lados de la cama de matrimonio.

Desde el dormitorio se podía ver el embarcadero donde Mildred Nilsson tenía su barca. El sitio donde la asesinaron.

«Y había luz -pensó Anna-Maria-. Dos noches antes del solsticio de verano.»

Tampoco vio ningún reloj de pulsera sobre su mesita de noche.

Todo apuntaba a que se había llevado la cartera y el reloj.

Volvió abajo y se metió en lo que parecía ser el despacho de trabajo de Stefan. Intentó abrir los cajones del escritorio, pero estaban cerrados. Tras un momento de búsqueda encontró la llave detrás de unos libros de la estantería y pudo abrir. En los cajones no había gran cosa. Algunas cartas que ojeó un poco por encima, pero ninguna parecía tener nada que ver con él o con Mildred, ni tampoco eran de ninguna amante esporádica. Miró por la ventana y vio a Sven-Erik y Kristin hablando en el jardín. Bien.

En una situación normal, lo que habrían hecho habría sido esperar unos días, teniendo en cuenta que con frecuencia se trataba de desapariciones voluntarias.

«Un asesino en serie -pensó Anna-Maria-. Si lo encontramos muerto, eso será lo que tengamos ante nosotros. Entonces lo sabremos.»

Kristin Wikström se había sentado en un sofá del jardín mientras Sven-Erik le sonsacaba información de diversa índole: a quién podían llamar para que se ocupara de los niños; nombres de amigos y familiares de Stefan Wikström, quizá alguien sabía más que la esposa; si tenian segunda residencia; si sólo tenían el coche que estaba aparcado en el jardín…

– No -lloriqueó Kristin-. Su coche no está.

Tommy Rantakyrö llamó para informar de que habían mirado en todas las iglesias y capillas. En ninguna había ningún pastor muerto.

Un gran gato apareció paseándose seguro de sí mismo por el camino de grava que llevaba a la casa. Apenas le dedicó una mirada al extraño que había en el jardín y continuó sin cambiar de rumbo metiéndose por entre la alta hierba. Es posible que al caminar se agachara un poco y bajara la cola. Era de color gris oscuro. El pelo era largo y suave, y recordaba a un plumón. A Sven-Erik no le inspiraba ninguna confianza. Cabeza chafada y ojos amarillos. Si Manne se hubiera topado con un gatazo de ese calibre, no habría tenido la menor posibilidad.

Sven-Erik se imaginó por un momento a Manne recogiéndose como hacen los gatos, quizá en una cuneta o debajo de una casa, herido y debilitado. Al final sería presa fácil para un zorro o un perro de caza. Bastaba con partirle la columna, cric-crac.

Anna-Maria le tocó el hombro y se apartaron unos pasos. Kristin Wikström se quedó mirando al frente con el puño derecho pegado a la boca y mordiéndose el dedo índice.

– ¿Qué opinas?

– Demos la orden de búsqueda -dijo Sven-Erik mirando a Kristin Wikström-. Tengo un presentimiento muy malo. Por ahora, en territorio nacional y en la aduana. Miremos los vuelos, sus cuentas y su teléfono. Y hablaremos con sus compañeros de trabajo, amigos y familiares.

Anna-Maria asintió con la cabeza.

– Horas extra.

– Sí, pero ¿qué coño dirá el fiscal? Cuando la prensa se entere de esto, entonces…

Sven-Erik levantó las manos en un gesto de demanda de ayuda.

– Tenemos que preguntarle por las cartas -observó Anna-Maria-. Las que le escribió a Mildred.

– Pero no ahora -dijo Sven-Erik con decisión-. Cuando haya venido alguien a llevarse a los chicos.


Micke Kiviniemi paseó la mirada por el local desde su situación estratégica al otro lado de la barra. Rey en su reino, en su desordenado y ruidoso reino con olor a comida, humo, cerveza, aftershave y un ligero fondo de sudor. Sacaba cervezas una tras otra, intercalando de vez en cuando una copa de tinto o incluso blanco o una copa de whisky. Mimmi correteaba como un ratón de circo entre las mesas y reñía con cariño mientras pasaba la bayeta y anotaba los pedidos. Micke oía todos sus «cazuela de pollo o lasaña, es lo que hay».

La televisión estaba encendida en la esquina y detrás de la barra sonaba el equipo de música. Rebecka Martinsson estaba sudando en la cocina. Plato dentro, plato fuera del microondas sin parar, salía a la barra a recoger columnas de vasos sucios y los cambiaba por limpios. Era como estar en una buena película. Sentía los elementos fastidiosos muy lejos: hacienda, el banco, los lunes por la mañana cuando se despertaba con la sensación de estar cansada hasta los huesos y oía cómo las ratas revolvían en la basura.

Sólo con que Mimmi se hubiera puesto un poco celosa de que le hubiese dado trabajo a Rebecka Martinsson, habría sido perfecto. Pero le pareció bien, sin más. Micke se abstuvo de decir que estando Rebecka Martinsson los tíos del bar tendrían algo nuevo que mirar. Mimmi no habría dicho nada al respecto, pero daba la impresión de tener una cajita escondida en la que iba guardando los errores y excesos que él cometía, y que el día que estuviera llena haría las maletas y se largaría. Sin previo aviso. Sólo las chicas que se preocupaban avisaban.

Pero ahora su reino estaba lleno de vida como un hormiguero en primavera.

«Éste es un trabajo que puedo hacer», pensó Rebecka Martinsson dándole caña al chorro para enjuagar los platos antes de meter la cesta en el lavavajillas.

No había que pensar ni concentrarse en nada. Sólo debía cargar, cansarse y correr. Siempre a buen ritmo. No era consciente de la gran sonrisa que reinaba en su cara cada vez que salía con una torre de vasos limpios para dejárselos a Micke.

– ¿Todo bien? -le preguntaba él con otra sonrisa.

Notó que le estaba vibrando el teléfono en el bolsillo del delantal y lo sacó. Ni en broma podía ser Maria Taube. Cierto que trabajaba siempre, pero no un sábado por la noche. A esa hora estaba por ahí dejándose invitar a una copa.

El número de Måns aparecía en la pantalla y el corazón le dio un vuelco.

– Rebecka -gritó al contestar tapándose la otra oreja con la mano para poder oír algo.

– Måns -soltó Måns Wenngren al otro lado.

– Espera un momento -gritó-. Un segundo, que aquí hay mucho barullo.

Cruzó el bar con el teléfono levantado hacia Micke mientras le mostraba los dedos de la mano derecha y le decía en silencio, pero moviendo los labios con claridad, «cinco minutos». Micke aprobó asintiendo con la cabeza y Rebecka salió al patio de fuera. El aire fresco le puso de punta el vello de los brazos.

Ahora se dio cuenta de que al otro lado también había un bullicio considerable. Måns estaba en el bar, lo cual relajaba las cosas.

– Ya está, ya puedo hablar -dijo Rebecka.

– Yo también. ¿Dónde estás? -preguntó Måns.

– Delante del Bar-Restaurante Micke, en Poikkijärvi, un pueblo en las afueras de Kiruna. Y ¿tú?

– Delante del Spyan, un bar de pueblo en las afueras de la plaza de Stufeplan.

Rebecka se rió. Måns parecía contento y no tan negativo como de costumbre. Estaba borracho, pero Rebecka no le dio importancia. No habían hablado desde que se marchó remando de la fiesta en Lidö.

– ¿Estás de fiesta? -preguntó Måns.

– En realidad, no, estoy trabajando en negro.

«Ahora se pondrá como una moto -pensó-. O quizá no, había que probar.»

Y Måns soltó una risotada.

– ¿Ah, sí? ¿Haciendo qué?

– Me han dado un puesto de friegaplatos -dijo con un entusiasmo exagerado-. Me pagan cincuenta la hora, hoy me sacaré doscientas cincuenta. Y me han dicho que me puedo quedar con las propinas, pero no sé, los que entran en la cocina para echarle una moneda al friegaplatos no son muchos, así que creo que me han engañado un poco.

Måns se rió al otro lado. Un jo, jo con resoplido acabado con un ju, ju casi suplicante. Rebecka sabía que ese ju, ju era lo que acompañaba a su gesto de cuando se secaba los ojos.

– Joder, Martinsson -moqueó.

Mimmi asomó la cabeza por la puerta y miró a Rebecka con ojos que indicaban crisis.

– Oye, tengo que colgar -dijo Rebecka-. Si no, me rebajarán el sueldo.

– En ese caso aún les deberás dinero. ¿Cuándo vuelves?

– No lo sé.

– Tendré que subir a buscarte -dijo Måns-. No estás en tus cabales.

«Hazlo», pensó Rebecka.


A las once y media llegó Lars-Gunnar al bar. Nalle no iba con él. Se quedó de pie un instante y paseó la mirada por el local como el viento por la hierba. Su presencia impresionaba a todo el mundo. Algunas manos y cabezas se alzaron ligeramente a modo de saludo; algunas conversaciones pararon, frenaban para luego arrancar de nuevo; algunas caras se volvieron para mirar. Su presencia quedó registrada y luego se inclinó sobre la barra y le dijo a Micke:

– La Rebecka Martinsson ésa, ¿se ha largado?

– No -respondió Micke-. Esta noche está currando aquí.

Algo en Lars-Gunnar le hizo seguir hablando.

– Sólo por hoy. Hay mucha gente esta noche y aun así Mimmi está hasta el cuello.

Lars-Gunnar pasó su brazo de oso por encima de la barra y se llevó a Micke hacia la cocina.

– Ven, quiero hablar con ella y quiero que estés presente.

Mimmi y Micke tuvieron tiempo de intercambiar una mirada antes de que los dos hombres desaparecieran tras las puertas batientes.

«¿Qué pasa?», preguntaban los ojos de Mimmi.

«Yo qué sé», respondían los de Micke.

Viento sobre la hierba una vez más.

Rebecka Martinsson estaba en la cocina enjuagando platos.

– Vaya, Rebecka Martinsson -dijo Lars-Gunnar-. Acompáñanos a Micke y a mí a la parte de atrás para hablar un momento.

Salieron por la puerta trasera. La luna se reflejaba como escamas en el agua del río. De fondo se oía el ruido apagado del bar. El viento siseaba en las copas de los abetos.

– Quiero que le cuentes a Micke quién eres -dijo Lars-Gunnar Vinsa tranquilo.

– ¿Qué quieres saber? -dijo Rebecka-. Me llamo Rebecka Martinsson.

– Quizá deberías explicar qué haces aquí.

Rebecka miró a Lars-Gunnar. Si algo había aprendido en el trabajo era no empezar nunca a hablar así sin más.

– Creo que tienes algo en mente -dijo-. Habla tú.

– Eres de aquí. Bueno, no de aquí, sino de Kurravaara. Trabajas de abogada y fuiste tú la que se cargó a los tres pastores de Jiekajärvi hace dos años.

«Dos pastores y un chico enfermo», pensó ella.

Pero no lo corrigió, sino que permaneció callada.

– Creía que eras secretaria -intervino Micke.

– Como comprenderás, los que vivimos en el pueblo sentimos curiosidad -continuó Lars-Gunnar-. ¿Por qué una abogada se mete a trabajar en la cocina de un bar con una bandera falsa? Lo que ganes esta noche será lo que te cuesta normalmente una comida en la capital. Nos preguntamos por qué te cuelas aquí…, por qué metes las narices. ¿Sabes? A mí en realidad me da igual. Por mí, la gente es libre de hacer lo que quiera, pero me parecía que Micke tenía derecho a saberlo. Y además…

Apartó la vista y miró al río mientras expulsaba el aire. La seriedad invadió su cuerpo.

– … que utilizaras a Nalle, que tiene la cabeza de un niño. Y que tuvieras estómago para meterte escudándote en él.

Mimmi apareció en la puerta y Micke le lanzó una mirada que hizo que ella también saliera cerrando la puerta tras de sí.

– Me pareció reconocer tu nombre -prosiguió Lars-Gunnar-. Soy un antiguo policía, ¿sabes?, así que conozco muy bien esa historia de Jiekajärvi. Pero de pronto se me encendió la luz. Mataste a aquellas personas. Por lo menos a Vesa Larsson. Quizá al fiscal le pareció que no era como para dictar un auto de procesamiento, pero debes saber que para los policías eso no significa una mierda. El noventa por ciento de los casos en los que se sabe que hay un culpable, acaba en que ni siquiera se dictamina procedimiento. Puedes estar contenta. Librarte con un asesinato a la espalda, eso sí que tiene mérito. Y no sé qué estás haciendo aquí. Si le cogiste el gusto al tema con el asunto de Viktor Strandgård y estás jugando a detective privado por tu propia cuenta o si puede que estés trabajando para un periódico. En cualquier caso, se acabó la farsa.

Rebecka los miró.

«Obviamente, debería soltar un discurso», pensó. «Defenderme.»

¿Y decir qué? Que había tenido otras cosas en que pensar más que en ponerse una soga al cuello. Que ya no podía con el trabajo de abogada. Que pertenecía a este río. Que ella les salvó la vida a las hijas de Sanna Strandgård.

Se desató el delantal, se lo pasó a Micke y se dio la vuelta sin decir nada. No atravesó el bar sino que cruzó por delante del gallinero y la carretera hasta llegar a su cabaña.

«¡No corras!», se decía a sí misma pudiendo sentir sus miradas en la nuca.

Nadie la siguió para pedir explicaciones. Metió todas sus cosas en la maleta y el neceser, los tiró dentro del maletero del coche de alquiler y se marchó.

No derramó ni una lágrima.

«¿Qué más da? -pensó-. Son completamente insignificantes. Todo el mundo es insignificante. Nadie importa nada.»


PATAS DORADAS

Febrero con un frío que tira para atrás. Los días son cada vez más largos, pero el frío es como el puño duro de Dios. Todavía implacable. El sol no es más que un esbozo en el cielo y el aire como una placa de cristal. Bajo un grueso manto blanco, los ratones y campañoles encuentran sus caminitos. Los rumiantes van comiendo la corteza helada de los árboles. Adelgazan mientras esperan que llegue la primavera.

Pero ni el frío de cuarenta grados bajo cero, ni las tormentas de nieve que arrastran consigo todo el paisaje en una lenta ola blanca de exterminio, preocupan a la manada de lobos. Al contrario. Es la mejor época, el mejor clima. Hacen picnic con actividades bajo la nieve que cae. Hay comida de sobra, tienen un buen territorio y un buen grupo de caza. Ni calor aplastante ni insectos chupasangre.

A Patas Doradas se le ha acabado el tiempo. Los colmillos brillantes de la hembra alfa avisan de que es la hora.

Pronto. Pronto. Ya.

Patas Doradas lo ha intentado todo. Se ha arrastrado hasta las rodillas pidiendo que la dejaran quedarse, pero esta mañana de febrero es el día señalado. No la dejan acercarse a la familia. La hembra alfa muestra hostilidad. Sus fauces cortan el aire.

Patas Doradas no se marcha directamente y las horas pasan mientras ella se mantiene algo apartada de la manada. Espera una señal de que la dejan volver. Pero la loba alfa es inamovible y una y otra vez se levanta para echarla.

Uno de los machos, el hermano de Patas Doradas, le aparta la mirada. Ella siente el deseo de hurgar con el hocico en su pelo y de dormirse a su lado.

Los lobos jóvenes miran a Patas Doradas con la cola caída. Las patas amarillas de ella quieren salir de caza entre los antiguos abetos tras ellos, voltearse jugando, incorporarse de nuevo y dejarse cazar en la nieve.

Los lobeznos que pronto cumplirán un año, intrépidos, temerarios, todavía son cachorros. Comprenden lo suficiente de lo que está pasando como para mantenerse tranquilos y en su sitio. Gimotean inseguros. A Patas Doradas le gustaría dejarles una liebre herida entre las patas y mirar cómo la persiguen en una caza salvaje y, en su empeño, cómo se tropiezan unos con otros.

Hace un último intento y da un paso interrogante, pero esta vez la hembra alfa la ahuyenta hasta el linde del bosque, bajo los matojos desnudos y grises de los viejos abetos. Se queda allí debajo observando la manada y a la hembra alfa, que regresa tranquilamente junto a los demás.

Dormirá sola. Hasta hoy descansaba entre los sonidos de la manada, los ladridos y las cacerías en sus sueños, los rugidos, los suspiros, los pedos. En cambio ahora, sus oídos tendrán que seguir alerta mientras ella cae en un intranquilo sueño.

A partir de ahora nuevos olores le llenarán el hocico apartando los de los demás, los de sus hermanas y hermanos, parientes y familiares, cachorros y viejos.

Se pone en marcha en un lento trote. Los pasos van en una dirección, la añoranza hacia otra. Aquí ha vivido. Allí sobrevivirá.

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