LUNES

11 de Septiembre

– Es como si se lo hubiera tragado la tierra.

Anna-Maria Mella miró a sus compañeros. Estaban haciendo un repaso matinal con el fiscal y acababan de constatar que no tenían el menor rastro de Stefan Wikström, el pastor desaparecido.

Se hizo un silencio absoluto que duró seis segundos. El inspector Fred Olsson, el fiscal Alf Björnfot, Sven-Erik Stålnacke y el inspector Tommy Rantakyrö estaban desolados. Era lo peor que podía pasar, que la tierra se lo hubiera tragado. Enterrado en alguna parte.

Sven-Erik parecía afectado. Era el último que había llegado a la reunión con el fiscal, algo inusual en él. Llevaba una pequeña tirita en la barbilla, que tenía un color amarronado de sangre. La señal masculina de una mala mañana. Con las prisas, los pelos de la barba del cuello de debajo de la nuez se libraron de la hoja de afeitar y ahora sobresalían de la piel como troncos grises. Debajo de una de las comisuras de los labios había restos de espuma de afeitar seca, como si fuera masilla blanca.

– Bueno, de momento sólo es una desaparición -dijo el fiscal-. Era un servidor de la Iglesia y se enteró de que íbamos detrás de él por el asunto del viaje que hizo con su familia con dinero de la fundación para la loba. El miedo a que se pusiera su nombre en entredicho puede ser razón suficiente para desaparecer del mapa. Quizá vuelva a aparecer como el conejo del mago.

Estaban sentados alrededor de la mesa. Alf Björnfot los miró a todos. El grupo que tenía delante era difícil de motivar. Parecía que esperaran que apareciera el cuerpo del pastor junto con huellas y pruebas para que la investigación se pusiera de nuevo en marcha.

– ¿Qué sabemos respecto a la hora en que desapareció? -preguntó.

– Llamó a su mujer desde el móvil a las siete menos cinco el viernes por la tarde -respondió Fred Olsson-. Después tenía que estar en la iglesia con los jóvenes, les abrió el local y celebró la misa a las ocho y media. Desapareció de allí poco después de las diez y luego ya no lo vio nadie más.

– Y ¿el coche? -preguntó el fiscal.

– Está aparcado detrás del local de reuniones de la parroquia.

«Es una distancia muy corta -pensó Anna-Maria-. Del local de la iglesia para los jóvenes hasta la parte posterior de la casa de la congregación hay quizá cien metros.»

Recordó a una mujer desaparecida hacía unos cuantos años, madre de dos niños. Había salido afuera para dar de comer a los perros de la casa y desapareció. La frenética desesperación del marido y la seguridad con la que los demás afirmaban que no podía haber abandonado a sus hijos voluntariamente, hizo que la policía diera prioridad a aquella desaparición. La encontraron enterrada en el bosque detrás de la casa. El marido la había matado a golpes.

Y Anna-Maria había pensado lo mismo entonces. Tan poca distancia. Tan poca.

– El control de las conversaciones telefónicas, los e-mails y la cuenta corriente, ¿qué han dado? -preguntó el fiscal.

– Nada en especial -respondió Tommy Rantakyrö-. La llamada a su mujer fue la última que hizo. Por lo demás, había algunas llamadas de trabajo a algunos miembros de la congregación, al párroco, al jefe del grupo de caza sobre la cacería del alce, la hermana de la mujer… Aquí tengo una lista de las llamadas y también hemos anotado de qué trataban las conversaciones.

– Bien -exclamó Alf Björnfot alentador.

– ¿De qué hablaron la hermana y el párroco? -preguntó Anna-Maria.

– Con la hermana habló de que estaba intranquilo por su mujer. De que volviera a caer enferma.

– Ella fue la que le escribió aquella carta a Mildred Nilsson -aclaró Fred Olsson-. Parece que había sido el peor conflicto entre el matrimonio Wikström y Mildred Nilsson.

– Y ¿de qué hablaron Stefan Wikström y el párroco? -inquirió Anna-Maria.

– Pues la verdad es que se molestó cuando se lo pregunté -respondió Tommy Rantakyrö-. Pero me explicó que Stefan estaba preocupado porque nos habíamos llevado los libros de contabilidad de la fundación de la loba.

Una arruga apenas perceptible apareció en la frente del fiscal, pero no mencionó que el haber confiscado algo sin permiso era prevaricación. Por el contrario dijo:

– Lo que podría indicar que ha desaparecido voluntariamente. Que se ha alejado porque tiene miedo al escándalo. Esconder la cabeza en la arena es la reacción más habitual en estos casos, créeme. Uno se dice a sí mismo: «No entienden que lo que hacen es peor.» Normalmente han dejado de lado el sentido común.

– ¿Por qué no cogió el coche? -preguntó Anna-Maria-. ¿Se ha ido andando por estas tierras despobladas? A esa hora no pasaba ningún tren. Ni ningún avión tampoco.

– Y ¿en taxi? -preguntó el fiscal.

– No hubo ningún servicio -respondió Fred Olsson.

Anna-Maria miraba impresionada a Fred Olsson.

«Eres tozudo como un terrier», pensó.

– Bueno -dijo el fiscal-. Tommy, quiero que tú…

– Llame a las puertas de alrededor de la casa de la congregación y pregunte si alguien ha visto algo -le interrumpió Tommy resignado.

– Exacto -respondió el fiscal-. Y…

– … y que hable otra vez con los chicos de los Jóvenes de la Iglesia.

– ¡Bien! Fred Olsson te acompañará.

– Sven-Erik-continuó el fiscal-. Tú quizá podrías llamar a los que están elaborando el perfil del autor de los hechos, a ver qué dicen.

Sven-Erik asintió con la cabeza.

– ¿Cómo ha ido lo del dibujo? -preguntó el fiscal.

– Los del Laboratorio están en ello todavía -informó Anna-Maria-. Todavía no tienen nada.

– ¡Bien! Reunión mañana por la mañana si no surge nada antes -resumió el fiscal mientras cerraba de golpe las patillas de sus gafas y se las metía en el bolsillo del pecho.

Y con ello se acabó la reunión.


Antes de entrar en su despacho, Sven-Erik pasó a ver a Sonja, de la centralita.

– Oye, si alguien llama diciendo que ha encontrado un gato gris a rayas, dímelo -le dijo a la mujer.

– ¿Es Manne?

Sven-Erik asintió con la cabeza.

– Ya hace una semana -añadió-. Nunca ha estado fuera tanto tiempo.

– Tendremos los ojos abiertos -prometió Sonja-. Ya verás como vuelve. Aún hace calor. Seguro que está por ahí flirteando.

– Está castrado -respondió Sven-Erik sombrío.

– Bueno, se lo diré a las chicas -le aseguró ella.


La mujer que trabajaba en el grupo de la Policía Nacional que elaboraba perfiles contestó diciendo su propio número de teléfono. Parecía contenta cuando Sven-Erik se presentó. Demasiado joven para tener que ocuparse de aquella mierda.

– Supongo que has leído la prensa -dijo Sven-Erik.

– Sí. ¿Lo habéis encontrado?

– No, sigue desaparecido. Bueno, ¿qué crees?

– Pues… -respondió ella-. ¿Qué quieres decir?

Sven-Erik intentó poner sus pensamientos en claro.

– Quiero decir -precisó él- si admitimos lo que toda la prensa indica.

– Que Stefan Wikström ha sido asesinado y que se trata de un asesino en serie -añadió ella.

– Exacto. Aunque de todas formas es bastante raro.

Ella se quedó callada esperando a que Sven-Erik acabara de expresar su idea.

– Me refiero -continuó él- a que es raro que desaparezca. Si el asesino colgó a Mildred del órgano, ¿por qué no hizo lo mismo con Stefan Wikström?

– Quizá tenga que lavarlo. En Mildred Nilsson encontraron el pelo de un perro, ¿verdad? O que lo quiera tener un tiempo para sí mismo.

La mujer se quedó callada y parecía que estuviera pensando.

– Lo siento -dijo finalmente-. Cuando aparezca el cuerpo, si es que aparece, porque puede ser que haya desaparecido voluntariamente, hablaremos de nuevo. Miraremos a ver si se cumple algún patrón.

– De acuerdo -respondió Sven-Erik-. Puede ser voluntario. No era trigo limpio en lo referente a la fundación que tenía la parroquia. Y se dio cuenta de que íbamos detrás de esa historia un poco sucia.

– «¿Historia un poco sucia?»

– Sí, eran unas cien mil coronas. Y es bastante improbable que hubiera sido suficiente para una demanda judicial. Era un viaje de estudios que en realidad fue más un viaje privado de vacaciones.

– Así que ¿crees que no tenía motivos para huir por eso?

– En realidad, no.

– A ver si fue el acercamiento de la policía lo que lo asustó.

– ¿Qué quieres decir?

Ella se echó a reír y respondió con énfasis:

– ¡Nada!

Después volvió a adoptar una voz formal.

– Deseo que te vaya bien. Llámame si sale algo.

En cuanto colgó, Sven-Erik entendió lo que ella había querido decir. Si Stefan asesinó a Mildred…

Su cerebro se puso a protestar de inmediato.

«Imaginemos que fuera así -persistió Sven-Erik para sí mismo-. En ese caso la policía, cuando se le acercó, lo asustó y lo hizo huir. Quisiéramos lo que quisiéramos, aunque sólo fuera para pedir la hora.»


El teléfono de Anna-Maria empezó a sonar. Era la mujer de la librería de ciencia ficción.

– Tengo noticias sobre el dibujo -dijo sin más.

– ¿Sí?

– Uno de mis clientes lo conocía. Estaba en la portada de un libro que se llama The Gate. Está escrito por Michelle Moan, que es un seudónimo. El libro no está traducido al sueco. Yo no lo tengo pero puedo reservar un ejemplar para ti. ¿Quieres?

– ¡Sí! ¿De qué va?

– De la muerte. Es un libro sobre la muerte. Muy caro. Cincuenta y dos libras. Y además el envío. La verdad es que llamé a la editorial en Inglaterra.

– ¿Sí?

– Pregunté si habían tenido más pedidos desde Suecia. Algunos. Y uno en Kiruna.

Anna-Maria aguantó la respiración. Vivan los detectives aficionados.

– ¿Te dijeron algún nombre?

– Sí. Benjamin Wikström. También me dieron la dirección.

– No es necesario -gritó Anna-Maria en el auricular-. Gracias. Te llamaré.


Sven-Erik Stålnacke estaba al lado de Sonja en la centralita. No había podido evitar ir hasta ella a preguntarle.

– ¿Qué han dicho las chicas? ¿Alguna ha sabido algo del gato?

Ella negó con la cabeza.

De repente Tommy Rantakyrö apareció detrás de Sven-Erik.

– ¿Se te ha perdido el gato? -preguntó.

Sven-Erik respondió con un gruñido.

– Seguro que se ha ido a vivir con otro amo -aclaró Tommy desenfadado-. Tienes que saber que los gatos no se apegan a nadie, no son más que nuestras propias… proyec… Que guardan sus propios sentimientos, vaya. No pueden sentir afecto, está demostrado científicamente.

– ¿De qué coño estás hablando? -gruñó de nuevo Sven-Erik.

– Pues de la verdad -respondió Tommy sin hacer caso de las miradas de advertencia que le echaba Sonja-. Eso que hacen de restregarse contra las piernas y de retorcerse como hacen los gatos, pues lo hacen para marcarte con su olor porque eres una especie de comida, un lugar donde descansar que les pertenece. No son animales de manada.

– Bueno, ¿y qué? -respondió Sven-Erik-. De todas formas se sube a mi cama y se queda dormido como un crío.

– Porque allí está caliente. Para el gato tú no significas más que lo que significaría una esterilla eléctrica.

– Es que a ti te gustan los perros -intercedió Sonja para calmar el ambiente-. No puedes hablar de gatos para nada.

A Sven-Erik le dijo:

– A mí también me gustan los gatos.

En ese momento se abrió la puerta de cristal. Era Anna-Maria que llegaba corriendo. Agarró a Sven-Erik y se lo llevó hasta la recepción.

– Nos vamos a la casa parroquial de Jukkasjärvi -dijo a secas.


Kristin Wikström abrió la puerta en albornoz y zapatillas. Tenía un poco de maquillaje corrido debajo de los ojos. Llevaba el pelo rubio echado hacia atrás y por detrás se le veía despeinado y aplastado.

– Buscamos a Benjamin -dijo Anna-Maria-. Quisiéramos hablar un rato con él. ¿Está en casa?

– ¿Qué queréis?

– Hablar con él -respondió Anna-Maria-. ¿Está en casa?

El tono de voz de Kristin Wikström se hizo algo más alto.

– ¿Qué queréis de él? ¿De qué vais a hablar con él?

– Su padre ha desaparecido -respondió Sven-Erik pacientemente-. Tenemos que hacerle unas preguntas.

– No está en casa.

– ¿Sabes dónde está? -preguntó Anna-Maria.

– No. Deberíais buscar a Stefan. Es lo que los dos deberíais estar haciendo en este momento.

– ¿Podemos ver su habitación? -preguntó Anna-Maria.

La madre parpadeó cansada.

– No, ni hablar.

– Entonces pedimos disculpas por haberte molestado -añadió Sven-Erik amablemente mientras se llevaba a Anna-Maria hasta el coche.

Salieron de la explanada de la casa.

– ¡Joder! -exclamó Anna-Maria cuando pasaron entre los postes de la verja-. ¿Cómo puedo ser tan imbécil que vengo sin un permiso de registro?

– Para un poco más lejos y déjame bajar -dijo Sven-Erik-. Después te vas cagando leches a buscar el permiso de registro domiciliario y vuelves. Quiero controlarla a ver qué hace.

Anna-Maria paró el coche y Sven-Erik se bajó.

– Y date prisa -añadió.


Sven-Erik volvió a la casa de la congregación medio corriendo y se puso detrás de uno de los postes de la verja oculto tras un arbusto de serbal, desde donde podía ver la puerta de entrada y la chimenea.

«Si vuelve a salir humo, entro», pensó.

Al cabo de un cuarto de hora Kristin Wikström salió de la casa. Había cambiado el albornoz por tejanos y jersey. En la mano llevaba una bolsa y se dirigió hacia el contenedor de basura. En el mismo momento que levantaba la tapa volvió la cabeza y vio a Sven-Erik.

No había nada que hacer. Sven-Erik fue hacia ella rápidamente y alargó la mano.

– Muy bien -dijo-. Ahora dame eso.

Ella le dio la bolsa sin decir ni una palabra. Él se dio cuenta de que se había pasado un cepillo por el pelo y que se había puesto un poco de carmín en los labios. Empezaron a caerle las lágrimas. Nada de ademanes, apenas un cambio en la cara, sólo las lágrimas. Como si estuviera pelando cebollas.

Sven-Erik desató la bolsa. Dentro había recortes sobre Mildred Nilsson.

– Tranquila -le dijo atrayéndola hacia sí-. Tranquila y dime ahora donde está.

– En la escuela, dónde va estar -respondió ella.

Dejó que la abrazara y lloró en silencio contra su hombro.


– Pero, ¿qué quieres decir? -inquirió Sven-Erik cuando, con Anna-Maria, aparcaron el coche delante de la escuela de Högalid-. ¿Que podría haber matado a Mildred y a su padre?

– No quiero decir nada en absoluto. Pero tiene un libro con el mismo símbolo que había en el dibujo en el que se amenaza a Mildred. Probablemente lo haya dibujado él y, además, tenía un montón de recortes de prensa sobre su muerte.

La directora de la escuela de Högalid era una mujer encantadora de unos cincuenta años. Estaba rellenita, llevaba falda hasta las rodillas, americana azul oscuro y alrededor del cuello, a modo de adorno, lucía un pañuelo de colores alegres. Sven-Erik se puso contento de verla. Le gustaban las mujeres como aquélla, enérgicas.

Anna-Maria le explicó que querían que, con discreción, fueran a buscar a Benjamin Wikström. La directora cogió un horario de clases y después llamó al maestro que en aquel momento tenía la clase de Benjamin.

Mientras esperaban, la directora les preguntó qué ocurría.

– Creemos que quizá amenazara a Mildred Nilsson, la pastora que fue asesinada este verano, así que debemos hacerle unas cuantas preguntas.

La directora negó con la cabeza.

– Perdonad -dijo-, pero me cuesta creerlo. Benjamin y sus amigos parecen de lo más tranquilos. Pelo negro y cara blanca, ojos tiznados con maquillaje y, a veces, hay que ver que jerseys se ponen. El semestre pasado uno de los amigos de Benjamin llevaba un jersey con un esqueleto que comía recién nacidos.

Se echó a reír y se encogió de hombros como si le hubiera dado un escalofrío. Se puso seria cuando vio que Anna-Maria no sonreía en absoluto.

– De verdad que son buenos críos -continuó-. Benjamin lo pasó mal el año pasado cuando iba a octavo pero yo lo hubiera dejado cuidando a mis hijos. Si yo tuviera niños pequeños, quiero decir.

– ¿En qué sentido lo pasó mal el año pasado? -preguntó Sven-Erik.

– Le iba mal en la escuela y se volvió muy… Ellos quieren diferenciarse de los demás en su forma de vestir y esas cosas. A veces pienso que llevan por fuera su sentimiento de estar apartados del grupo. Es una decisión que toman ellos mismos, pero no se sentía bien. Tenía un montón de pequeñas heridas en los brazos y siempre estaba quitándose las costras. Era como una zona que no se curaba nunca pero después de Navidad se arreglaron las cosas. Además, empezó a salir con una chica y empezó a tocar en un grupo de música.

Sonrió.

– ¡Qué grupo, Dios mío! Tocaron una vez esta primavera aquí en la escuela. No sé cómo, se hicieron con la cabeza de un cerdo, la pusieron en el escenario y le fueron dando hachazos. Estaban de lo más felices.

– ¿Es bueno dibujando? -preguntó Sven-Erik.

– Sí -respondió la directora-. La verdad es que sí.

Llamaron a la puerta y entró Benjamin Wikström.

Anna-Maria y Sven-Erik se presentaron.

– Te queremos hacer unas cuantas preguntas -le informó Sven-Erik.

– Yo no hablo con vosotros -respondió Benjamin Wikström.

Anna-Maria Mella suspiró.

– En ese caso tengo que detenerte como sospechoso de amenaza ilegal. Tendrás que venir a la comisaría.

Bajó la vista y el pelo despeinado le cayó sobre la cara.

– Vale.


– Bueno -dijo Anna-Maria a Sven-Erik-. ¿Vamos a hablar con él?

Benjamin Wikström se encontraba en la sala de interrogatorios número uno. No había pronunciado ni una sola palabra desde que se lo llevaron. Sven-Erik y Anna-Maria fueron a buscarse café y una Coca-Cola para Benjamin Wikström.

El fiscal jefe, Alf Björnfot, fue corriendo hacia ellos por el pasillo.

– ¿A quién habéis detenido? -jadeó.

Le explicaron la detención.

– Quince -exclamó el fiscal-. La patria potestad debe estar presente. ¿Está aquí la madre?

Sven-Erik y Anna-Maria intercambiaron una rápida mirada.

– Haced que venga -añadió el fiscal-. Si quiere, dadle al chico algo de comer y poneos en contacto con Asuntos Sociales para que también manden a un representante. Luego me llamáis -ordenó el fiscal mientras desaparecía.

– ¡Yo no quiero ir! -suspiró Anna-Maria.

– La iré a buscar yo -respondió Sven-Erik Stålnacke.


Al cabo de una hora estaban todos en la sala de interrogatorios. A un lado de la mesa se sentaban Sven-Erik Stålnacke y Anna-Maria Mella. Al otro lado, Benjamin Wikström. Un trabajador social a su izquierda y a su derecha Kristin Wikström. Ésta tenía los ojos enrojecidos.

– ¿Le enviaste tú este dibujo a Mildred Nilsson? -preguntó Sven-Erik-. Dentro de un rato nos darán el resultado de las huellas dactilares. Así que si lo has enviado tú, es mejor que lo digas.

Benjamin Wikström, terco, seguía callado.

– ¡Dios mío! -exclamó Kristin-. Pero ¿qué es esto, Benjamin? ¿Cómo eres capaz de hacer algo así? ¡Es una barbaridad!

Las mejillas de Benjamin se endurecieron. Tenía la mirada baja, clavada en la mesa, y los brazos apretados contra el cuerpo.

– Quizá deberíamos hacer una pausa -intercedió el trabajador social rodeando con un brazo los hombros de Kristin.

Sven-Erik asintió con un gesto y apagó el magnetófono. Kristin Wikström, la trabajadora social y Sven-Erik salieron fuera.

– ¿Por qué no quieres hablar con nosotros? -preguntó Anna-Maria.

– Porque no entendéis nada -respondió Benjamin Wikström-. No entendéis nada de nada.

– Eso es lo que me dice constantemente mi hijo. Tiene tu misma edad. ¿Conocías a Mildred?

– No es la del dibujo. ¿Es que no lo entendéis? Es un autorretrato.

Anna-Maria miró el dibujo. Ella partía de la base de que era Mildred, aunque él también tenía el pelo oscuro y largo.

– ¡Eras amigo suyo! -exclamó Anna-Maria-. Por eso tenías los recortes.

– Ella sí que entendía las cosas. Ella sí.

Tras el velo de cabellos, cayeron unas lágrimas sobre la mesa.


Mildred y Benjamin están en el despacho de la casa de la congregación. Ella ha preparado té de Reina de los Prados con miel. Se lo ha regalado una de las mujeres del grupo Magdalena después de recogerlo y secarlo ella misma. Se ríen porque sabe a mierda.

Mildred le dio la confirmación a uno de los amigos de Benjamin y a través de ese amigo se conocieron.

The Gate está sobre la mesa de Mildred. Lo ha acabado de leer.

– ¿Qué te ha parecido?

El libro es gordo, mucho texto en inglés y también muchas imágenes en color.

Es sobre The Gate on the unbuilt house, to the world you create. La puerta de la casa sin construir, al mundo que tú creas. Te anima a que con ritos mentales crees el mundo en el que quieras vivir toda la eternidad. Es sobre el camino hacia allí. El suicidio. Colectivo o particular. La editorial inglesa ha sido denunciada por un grupo de padres de cuatro jóvenes que se quitaron la vida juntos la primavera de 1998.

– Me gusta la idea de crear tu propio cielo -dice ella.

Después Mildred le escucha. Le alcanza pañuelos cuando él llora y él llora cuando habla con Mildred. Es ese sentimiento de que ella se preocupaba lo que le provoca el llanto.

Habla de su padre. Seguro que en ello también hay un poco de revancha. Hablar con Mildred de él cuando sabe que él la aborrece.

– Me odia -exclama-. Y me es igual. Si me cortara el pelo y fuera por ahí con camisa y pantalones sin rotos, me portara bien en la escuela y fuera delegado de clase, seguro que tampoco estaría satisfecho. Lo sé.

Llaman a la puerta. Mildred frunce el cejo irritada. Cuando la lámpara roja está encendida…

Se abre la puerta y entra Stefan Wikström. Cierto, es su día libre.

– Así que estás aquí -le dice a Benjamin-. Coge tu chaqueta y vete inmediatamente al coche.

A Mildred le dice:

– Y tú, deja de meterte en los asuntos de mi familia. Se porta mal en la escuela. Se viste que a uno le entran ganas de vomitar. Avergüenza a la familia todo lo que puede, naturalmente respaldado por ti, que lo invitas a tomar el té cuando debería estar en la escuela. ¿Has oído lo que te he dicho? La chaqueta y al coche.

Le da unos golpecitos a su reloj de muñeca.

– En estos momentos tienes clase de sueco, te voy a llevar.

Benjamin sigue sentado donde está.

– Tu madre está en casa llorando. La tutora de tu clase nos llamó para saber dónde estabas. Estás acabando con la salud de tu madre. ¿Es eso lo que quieres?

– Benjamin quiere hablar -intercede Mildred-. A veces…

– ¡Se habla con la familia! -grita Stefan.

– ¡Vaya! -exclama Benjamin-. Pero si eres tú el que no contesta. Como ayer, cuando pregunté si podía ir con la familia de Kevin hasta la frontera y dijiste: «Cuando te cortes el pelo y te vistas como una persona normal, entonces te hablaré como a una persona normal.»

Benjamin se levanta y coge su chaqueta.

– Me voy a la escuela en bici. No hace falta que me lleves -añade dirigiéndose violentamente hacia la puerta.

– Esto es culpa tuya -dice Stefan señalando con el dedo a Mildred, que sigue con la taza de té en la mano.

– Das pena, Stefan -le responde ella-. Debes de sentirte muy solo.


– Lo vamos a soltar -le dice Anna-Maria al fiscal y a sus compañeros. Fue hasta la sala del café y le pidió a la trabajadora social que acompañara al chico y a su madre a casa.

Después se metió en su despacho.

Se sentía cansada y desanimada.

Sven-Erik pasó por allí y le preguntó si quería salir a comer con él.

– Pero si son las tres -respondió ella.

– ¿Es que ya has comido?

– No.

– Coge la chaqueta. Yo conduzco.

Ella sonrió.

– ¿Por qué vas a conducir tú?

Tommy Rantakyrö apareció por detrás de Sven-Erik.

– Tenéis que venir -les dijo.

Sven-Erik lo miró ceñudo.

– Contigo no hablo -respondió.

– ¿Por lo del gato? Estaba haciendo broma pero tenéis que venir a escuchar una cosa.


Siguieron a Tommy Rantakyrö a la sala de interrogatorios número dos. Allí estaban sentados una mujer y un hombre. Los dos con ropa de trabajo de monte. El hombre era bastante grande y apretaba en un puño una gorra verde de los almacenes de restos del ejército. La mujer era extremadamente delgada. Tenía profundos surcos sobre el labio y en la cara, como consecuencia de haber fumado durante muchos años. En la cabeza llevaba un pañuelo atado y en los tejanos se veían manchas de bayas. Los dos olían a humo y a repelente de mosquitos.

– ¿Podrían darme un vaso de agua? -pidió el hombre cuando entraron los tres policías.

– ¡Vale ya! -exclamó la mujer en un tono que indicaba que nada de lo que dijera o hiciera el hombre estaría bien.

– ¿Podéis repetir otra vez lo que me habéis dicho antes? -les pidió Tommy Rantakyrö.

– ¡Anda, explícaselo tú! -le dijo irritada la mujer a su marido mientras miraba estresada y esquiva a los policías, uno tras otro.

– Pues, estábamos al norte de Nedre Vuolusjärvi cogiendo bayas -explicó el hombre-. Mi cuñado tiene una cabaña allí arriba. Son unas tierras increíbles cuando es el tiempo de los camemoros, pero ahora había arándano rojo…

Miró hacia Tommy Rantakyrö, que estaba girando la mano para que el hombre fuera al grano.

– Bueno, por la noche oímos un ruido -dijo el hombre.

– Fue un grito -determinó la esposa.

– Sí, sí. A lo que iba. Y luego oímos un tiro.

– Y después otro tiro, -añadió la mujer.

– ¡Pues explícalo tú! -gritó el hombre irritado.

– Ni hablar. Ya te lo he dicho antes. Habla tú con la policía.

La mujer cerró la boca.

– Pues no es nada más que eso -resumió el hombre.

Sven-Erik parecía impresionado.

– ¿Cuándo ocurrió? -preguntó.

– La noche del viernes -respondió el hombre.

– Y hoy es lunes -recapituló Sven-Erik despacio-. ¿Por qué no habéis venido antes?

– Ya te dije que… -insistió la mujer.

– Sí, sí, pero cierra el pico -la interrumpió el marido.

– Le dije que teníamos que venir enseguida -le dijo la mujer a Sven-Erik-. Oh, Dios, cuando vi a aquel pastor en los periódicos. ¿Creéis que puede ser él?

– ¿Visteis algo? -continuó Sven-Erik.

– No. Ya nos habíamos acostado -respondió el hombre-. Oímos exactamente lo que os he explicado. Bueno, también oímos un coche, pero fue mucho más tarde. Hay una carretera que lleva a Laxforsen.

– ¿No pensasteis que podía ser algo serio? -preguntó Sven-Erik suavemente.

– Yo qué sé -dijo el hombre malhumorado-. Es época de caza de alces, así que no es nada raro que la gente dispare en el bosque.

La voz de Sven-Erik era paciente en exceso.

– Era en plena noche. En época de caza no se puede disparar a partir de una hora antes de que se ponga el sol. ¿Y quién fue quien gritó? ¿Era un alce?

– Ya dije que… -intentó explicar la mujer.

– Oye tú, los ruidos suenan jodidamente raros en el bosque -respondió el hombre, que parecía confuso-. Podría haber sido un zorro. O el ladrido de un corzo macho en celo. ¿No lo has oído nunca? Bueno, ya os lo hemos explicado. Así que igual nos podemos ir a casa.

Sven-Erik miró fijamente al hombre como si estuviera completamente loco.

– ¡Iros a casa! -gritó-. ¿Iros a casa? ¡Os vais a quedar aquí! Vamos a buscar un mapa y a inspeccionar la zona. Nos diréis de dónde venía el tiro. Vamos a ver si se trata de una bala o de un cartucho. Pensad qué tipo de grito era, si pudisteis distinguir alguna palabra. Y vamos a hablar también del ruido del coche. De dónde, a qué distancia, todo. Queremos saber exactamente a la hora que ocurrió. Y vamos a repasar todo esto muy cuidadosamente. Muchas veces. ¿Entendido?

La mujer miró suplicante a Sven-Erik:

– Le dije que debíamos ir a la policía de inmediato, pero una vez se pone a coger bayas, ya sabes.

– Sí, y mira lo que ha pasado. En el coche llevo arándanos rojos por un valor de tres mil billetes. De cualquier forma, tengo que llamar al chico para que venga a buscarlo. Joder, no puedo dejar que las bayas se echen a perder.

El pecho de Sven-Erik subía y bajaba.

– El coche era de gasoil -informó el hombre.

– ¿Me estás tomando el pelo? -le preguntó Sven-Erik.

– No, joder, uno sabe distinguirlos. La cabaña está un poco alejada de la carretera, pero aun así. Bueno, como ya he dicho, fue un rato después. No necesariamente tiene que ver con el disparo.


A las cuatro y cuarto, Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke salieron en helicóptero hacia el norte. Debajo de ellos serpenteaba el río Torneälven como una cinta de plata. Algunas nubes echaban su sombra por las laderas de las montañas y, aparte de eso, el sol lucía amarillo sobre el dorado del terreno.

– Se puede entender que quisieran seguir recogiendo bayas y no volver y estropear sus vacaciones -razonó Anna-Maria.

Sven-Erik asintió riéndose.

– ¿Qué le pasa a la gente?

Estudiaron el mapa.

– Si la cabaña está aquí, en la parte norte del lago, y el tiro vino desde la parte sur… -dijo Anna-Maria señalando.

– Él dijo que se oyó bastante cerca.

– Sí, y más abajo hay unas cuantas cabañas al lado de la costa. Además oyeron un coche. No pueden ser más de uno o dos kilómetros como máximo desde su casa.

Habían circundado una zona en el mapa. Al día siguiente la policía rastrearía el territorio junto a la milicia local.

El helicóptero iba perdiendo altura mientras volaba sobre el alargado lago Nedre Vuolusjärvi hacia el norte. Al rato, localizaron la cabaña donde había dormido la pareja que recogía bayas.

– Baja un poco más, a ver qué podemos ver -le gritó Anna-Maria al piloto.

Sven-Erik miraba con los prismáticos, pero Anna-Maria prefería no utilizarlos; Había muchos abedules y terreno pantanoso. El camino que seguía la orilla del lago llegaba casi a la parte norte del mismo. Vieron algún que otro reno que les miraba con cara de tonto y un alce hembra con cría que galopaban a través de la maleza.

A pesar de ello, Anna-Maria pensaba, miraba atentamente e intentaba ver algo más entre tanto abedul y demás vegetación. «Enterrar algo aquí no se hace en un abrir y cerrar de ojos, con tanta raíz y con tanta mierda.»

– Espera. Mira allí -dijo de pronto agarrando a Sven-Erik-. ¿Lo ves? Allí hay una barca, en la parte de debajo del cercado de renos. Vamos a mirar.


El lago tenía más de seis kilómetros de largo. Del bosque bajaba un camino hasta él y en el último tramo había una pasarela. La barca era blanca, de fibra. Estaba en tierra, bien arriba y boca abajo para que no se llenara de agua.

Entre los dos le dieron la vuelta a la barca.

– Completamente limpia -informó Sven-Erik.

– Demasiado limpia -respondió Anna-Maria.

Se inclinó más para mirar detenidamente el suelo de la barca. Levantó la vista hacia Sven-Erik y asintió, y éste se inclinó a su lado.

– Pues sí, esto es sangre -confirmó él.

Miraron hacia el lago, que estaba reluciente y tranquilo con la superficie algo ensortijada. Un colimbo volaba a ras del agua.

«Ahí abajo. Está en el lago», pensó Anna-Maria.

– Volvamos. Será mejor que no pisemos demasiado, que luego los de la Científica se enfadan. Que vengan Krister, Eriksson y Tintín. Si encuentran algo, haremos que venga un buzo. Evitemos el camino, podría haber huellas o algo más.

Anna-Maria miró el reloj.

– Tenemos tiempo antes de que se haga oscuro -dijo.


Eran más de las cuatro y media de la tarde cuando Anna-Maria Mella, Sven-Erik Stålnacke, Tommy Rantakyrö y Fred Olsson se reunieron en el lago. Esperaban a Krister Eriksson y a Tintín.

– Si está cerca, lo encontrará Tintín -dijo Fred Olsson.

– Aunque no es tan buena como Zack -replicó Tommy.

Tintín era una hembra negra de pastor alemán y era propiedad del inspector Krister Eriksson. Cuando éste se fue a vivir a Kiruna hacía cinco años, tenía a Zack, un macho de la misma raza con el pelo grueso beige y marrón, casi negro. Tenía la cabeza ancha, así que no era un perro de concurso y era perro de un solo amo. Sólo le hacía caso a Krister. Si alguien intentaba saludarlo o acariciarlo, giraba la cabeza indiferente.

– Es un honor trabajar con él -había comentado el mismo Krister hablando sobre el perro.

Una vez, el personal de salvamento de alta montaña le cantó a coro una canción de homenaje. Zack era el mejor perro que se había visto nunca en caso de alud y también era bueno buscando en otras situaciones. La única ocasión que se vio a Krister Eriksson en la sala de la comisaría donde se tomaba café, fue una vez en la que Zack invitó a tarta. O mejor dicho, cuando algún pariente agradecido o alguien a quien le había salvado la vida, invitó a tarta. De lo contrario, Krister Eriksson aprovechaba las pausas del café para pasear con el perro o para entrenarlo.

No era muy sociable. Quizá se debía a su aspecto. Según había oído Anna-Maria, cuando Krister era un adolescente un incendio le provocó las heridas que tenía. Ella nunca se lo preguntó. No era de ese tipo de gente.

Tenía la cara como un pergamino de color gris y rosa. Las orejas eran dos agujeros directamente en la cabeza y no tenía pelo, ni cejas ni pestañas. Nada.

De la nariz tampoco le quedaba mucho. Dos largas curvas directas al cráneo. Anna-Maria sabía que los compañeros le llamaban Michael Jackson.

Cuando Zack vivía, habían hecho bromas con el amo y el perro, como.que se sentaban juntos a tomar cerveza por la noche mientras miraban los deportes y que Zack era el que acertaba más resultados en las quinielas.

Desde que Krister tenía a Tintín, Anna-Maria no había oído nada. Probablemente continuaban las bromas como antes, pero dado que Tintín era una hembra, seguro que eran bromas demasiado fuertes para gastarlas cuando ella pudiera oírlas. «Será buena -solía decir Krister sobre Tintín-. Aún es un poco impaciente. Demasiado joven, pero cambiará.»

Krister Eriksson llegó al lugar diez minutos después que los otros. Tintín iba sentada en el asiento de delante, sujeta con un cinturón para perros. La soltó.

– ¿Han traído la barca? -preguntó.

Los demás asintieron con la cabeza. Un helicóptero la había puesto sobre el lago en la parte norte. Era de color naranja y con poca quilla, equipada con focos y ecosonda.

Krister Eriksson le puso a Tintín el chaleco salvavidas. La perra sabía exactamente lo que aquello significaba. Trabajo. Trabajo divertido. Se agitaba impaciente entre las piernas del amo, con la boca, abierta y expectante, y moviendo el hocico hacía todos lados.

Bajaron hasta la barca. Krister Eriksson hizo sentar a Tintín sobre la pequeña plataforma y de una patada se adentró en el agua. Los compañeros se quedaron mirando cómo se alejaban. Krister puso en marcha el motor y buscó el viento de proa. Al principio, Tintín, excitada, iba de un lado a otro, gimiendo y balanceándose hasta que al final se fue a sentar en la proa. Parecía como si estuviera pensando en otra cosa.

Pasaron cuarenta minutos. Tommy Rantakyrö se rascaba la cabeza. Tintín se había tumbado. La barca iba de un lado a otro sobre el lago. Trabajaba en dirección sur y los otros compañeros iban siguiéndole por la orilla.

– Joder, lo que tardan -se quejó Tommy Rantakyrö.

– Esos hombres con sus perros. En realidad esto debería ser cosa tuya -le dijo Sven-Erik a Anna-Maria.

– Vale ya -respondió Anna-Maria con un gruñido de aviso-. Además, el perro no era suyo.

– ¿De qué habláis? -se interesó Fred Olsson.

– De nada -contestó Anna-Maria.

– Ni hablar. Lo que se empieza, se acaba -exigió Tommy Rantakyrö.

– Ha empezado Sven-Erik -aclaró Anna-Maria-. Así que explícaselo tú. Arrástrame bien por el lodo.

– Bueno, pero pasó cuando tú vivías en Estocolmo -inició la historia Sven-Erik.

– Cuando iba a la escuela de policías.

– Pues nada, que Anna-Maria se fue a vivir con un tío tras una relación bastante corta.

– Habíamos vivido juntos dos meses y, en realidad, no llevábamos saliendo mucho más.

– Ahora corrígeme si me equivoco. Un día cuando ella llegó a casa vio en el suelo del dormitorio unos calzoncillos negros tipo tanga de piel.

– Y llevaban cierre porno -aclaró Anna-Maria-. Además tenían un agujero en la parte de delante. No hace falta pensar mucho rato en lo que tenía que salir por aquel agujero.

Hizo una pausa y observó a Fred Olsson y a Tommy Rantakyrö. No los había visto nunca tan divertidos y tan expectantes.

– Además, en el suelo había también una compresa.

– ¡Venga ya! -exclamó Tommy Rantakyrö.

– Yo estaba impactada -continuó Anna-Maria-. Quiero decir que, en realidad, ¿qué es lo que se sabe de una persona? Así que cuando Max volvió a casa y saludó desde el recibidor yo seguí sentada en el dormitorio. Dijo: «¿Qué pasa?» Señalé los gayumbos de piel y respondí: «Tenemos que hablar. De eso.» Y él apenas reaccionó. «Vale», me dijo, así con total indiferencia. «Se deben de haber caído del armario.» Y puso los gayumbos y la compresa encima del armario. Estaba impasible.

Anna-Maria se echó a reír.

– Eran unas bragas para perra. Su madre tenía un bóxer hembra que él solía cuidar y cuando estaba en celo le ponían aquellas pequeñas bragas con el agujero para el rabo y la compresa. Así de sencillo.

Las carcajadas de los tres hombres se fueron rodando por el lago y continuaron riéndose bastante rato después.

– Vaya historia -dijo apenas sin voz Tommy Rantakyrö mientras se secaba las lágrimas.

En ese momento Tintín se sentó en la barca.

– Mirad -les ordenó Sven-Erik Stålnacke.

– Como si alguno de nosotros tuviera ganas de dejar de mirar ahora -respondió Tommy Rantakyrö alargando el cuello.

Tintín se había levantado. Tenía el cuerpo tenso. El hocico señalaba hacia el interior del lago como si fuera una brújula. Krister Eriksson aminoró la marcha a la velocidad mínima que el timón exigía para dirigir la barca y la llevó hacia el lugar que señalaba el hocico de Tintín. La perra empezó a gemir y a ladrar, pisando la plataforma y rascando con las patas. El ladrido era cada vez más intenso y al final se asomó hacia el agua con la parte delantera del cuerpo. Cuando Krister Eriksson sacó la boya con el ancla de plomo para señalar el lugar, Tintín no pudo aguantarse y se lanzó al agua nadando alrededor de la boya, a la vez que ladraba y estornudaba agua.

Krister Eriksson la llamó y la cogió por el chaleco salvavidas. Por un momento pareció que él mismo iba a caerse al agua. En la barca, Tintín continuó gimiendo y aullando de alegría. Los policías oyeron la voz de Krister Eriksson a través del ruido del motor y los ladridos del perro.

– Muy bien, bonita. Bieeen.

Tintín saltó a tierra chorreando y se sacudió todo lo que pudo, con lo que los policías acabaron bien duchados.

Krister Eriksson le dijo unas palabras de elogio a la vez que le acariciaba la cabeza. Sólo se quedó quieta un segundo, después salió corriendo a dar una vuelta en el bosque y ladró para resaltar lo buena que era en su trabajo. Sus ladridos se oyeron desde distintos lugares.

– ¿Tenías intención de que saltara al agua? -preguntó Tommy Rantakyrö.

Krister Eriksson negó con la cabeza.

– Es que estaba con muchas ganas y lo ha conseguido. Ha encontrado lo que quería y eso tiene que ser una sensación muy positiva para ella, así que no se la puede regañar por haberse tirado al agua, pero…

Miró en la dirección de donde venían los ladridos de la perra con una mezcla de enorme orgullo y reflexión.

– Es muy buena -exclamó Tommy impresionado.

Los demás asintieron. La última vez que habían visto a Tintín había localizado en el bosque a una mujer demente senil de setenta y seis años, en las afueras de Kaalasjärvi. Era una zona muy grande para la búsqueda y Krister Eriksson iba en un cuatro por cuatro a poca velocidad por viejos caminos de tierra. Sobre el capó, había sujetado una alfombra de baño para que Tintín no se resbalara. La perra había ido sentada como una esfinge sobre el capó con el hocico al viento. Un espectáculo impresionante.

Pocas veces se tenía una conversación tan larga como aquella con Krister Eriksson. Tintín volvió de su vuelta de alardeo y hasta ella se sintió a gusto con aquel compañerismo que había surgido en el grupo. Incluso se dio una vuelta entre los policías y hasta le olió los pantalones a Sven-Erik.

Aquel momento pasó.

– Bueno, pues ya estamos listos -dijo Krister casi huraño. Luego llamó a la perra y le quitó el chaleco.

Está oscureciendo.

– Vamos a llamar a los de la Científica y a los buzos -informó Sven-Erik-. Que vengan en cuanto amanezca mañana.

Se sentía a la vez contento y triste. Lo peor había ocurrido. Un pastor de la parroquia había sido asesinado, se podía dar por hecho. Pero, de otra parte, allí abajo había un cuerpo. Había huellas en la barca y seguro que también en el camino. Sabía que habí,a sido un coche de gasoil y ahora tenían algo con lo que trabajar de nuevo.

Miró a sus compañeros y notó que aquella electricidad estaba en todos ellos.

– Que vengan esta noche -ordenó Anna-Maria-. Por lo menos que lo intenten en la oscuridad. Quiero sacarlo ya.


Måns Wenngren estaba en el club Grodan mirando el móvil. Se había estado diciendo todo el día que no llamaría a Rebecka Martinsson, pero ya no recordaba por qué no debía hacerlo.

La llamaría y le preguntaría, sin darle importancia, cómo le iba con el trabajo negro.

Tenía los mismos pensamientos que cuando era un quinceañero. Qué aspecto tendría su cara en el momento en que la penetrara.

«¡Joder, tío!», se dijo a sí mismo mientras marcaba el número.

Contestó a la tercera señal. Parecía cansada. Le preguntó como sin darle importancia por el nuevo trabajo, según lo que había pensado hacer.

– No muy bien -respondió ella.

Y le contó toda la historia sobre cómo había sido acusada de fisgonear por el padre de Nalle.

– Ha sido bastante agradable no tener que ser «la mujer que mató a tres hombres» -dijo-. No lo mantuve en secreto pero tampoco había motivo para explicarlo. Lo peor es que me fui sin pagar la cuenta.

– Seguro que se puede hacer un giro o algo así-dijo Måns.

Rebecka se echó a reír.

– No lo creo.

– ¿Quieres que me encargue yo?

– No.

«No, claro. Yo sé hacerlo sola», pensó él.

– Pues ve allí a pagar y ya está -le dijo.

– Sí.

– No has hecho nada malo. No tienes por qué arrodillarte.

– No.

– Aunque se haya hecho algo mal no hay por qué arrodillarse -continuó Måns.

Se quedó callada un momento.

– Es difícil hablar contigo, Martinsson -le dijo Måns.

«Modérate -se dijo Rebecka a sí misma-. Deja de comportarte como una psicótica.»

– Perdona.

– Deja todo eso de lado de momento -dijo Måns-. Mañana por la mañana te llamo y te animo. Ir a pagar una cuenta a un chiringuito no te va a ser difícil. ¿Te acuerdas de aquella vez que tú sola te tuviste que hacer cargo de Axling Import?

– Hmmm.

– Te llamo mañana.

«Seguro que no llama. ¿Por qué iba a hacerlo?», pensó al colgar.


Los buzos de los servicios de rescate encontraron el cuerpo de Stefan Wikström en el lago a las diez y cinco de la noche. Lo sacaron del agua con una camilla hecha de red, pero era pesado. Una cadena de hierro le envolvía el cuerpo. Tenía la piel completamente blanca y porosa, como puesto a remojo y lavado varias veces. Tenía un par de agujeros de un centímetro cada uno en la frente y en el pecho.


PATAS DORADAS

Principios de mayo. Las hojas que han estado debajo de la nieve han sido prensadas hasta convertirse en una corteza marrón sobre el suelo. Aquí y allá asoma tímidamente algo verde. El aire cálido viene del sur y se ven bandadas de pájaros constantemente.

La loba aún está en movimiento. A veces se ve dominada por una gran soledad. Entonces, levanta el cuello hacia el cielo y deja que salga todo.

A cincuenta kilómetros de Sodankylä hay un pueblo con el contenedor de basura destapado. Se pasea por allí un rato, encuentra algunos restos y desentierra alguna que otra rata gorda aterrada. Se llena el estómago hasta arriba.

En las afueras del pueblo hay un perro de Karelia, un macho para la caza del oso, atado a una cadena. Cuando la loba sale del linde del bosque y se le acerca, no se pone a ladrar como un poseso ni tampoco le entra miedo ni intenta esconderse. Se queda callado esperándola.

Es cierto que el olor de la gente la asusta, pero hace tiempo que está sola y aquel perro sin miedo le sirve. Vuelve a verlo tres días seguidos al anochecer. Se atreve hasta llegar a rozarlo. Huele y se deja oler. Se cortejan uno al otro y luego vuelve a la linde del bosque. Se queda quieta y mira al macho. Espera a que él la siga.

Y el perro tira de la cadena. Durante el día ha dejado de comer.

Cuando la loba vuelve por cuarta noche consecutiva ya no está. Ella se queda quieta en la linde un rato. Después se mete trotando en el bosque y continúa su camino.


La nieve ha desaparecido por completo. Sale vapor de la tierra y tiembla de deseos de vida. Todo resucita, chirría, chasquea y suena por doquier. Las hojas estallan en los doloridos árboles. El verano llega de fuera como una invencible ola verde.

Continúa veinte kilómetros hacia el norte por la orilla del río Torneälven y pasa por el puente para personas que hay en Muonio.

Poco después, otra persona se arrodilla ante su vista por segunda vez en la vida. Ella está en el bosque de abedules con la lengua colgando. No se siente las patas. Los árboles que tiene por encima forman una borrosa niebla.

La persona arrodillada es una investigadora de lobos de la Dirección Nacional de Protección de la Naturaleza.

– Eres tan bonita -le dice la investigadora y le acaricia el cuerpo, sus largas patas doradas.

– Sí que es bonita -conviene el veterinario.

Le da una inyección de vitaminas, le controla los dientes y le dobla con cuidado las articulaciones.

– Tres años, quizá cuatro -adivina-. Alta jerarquía, nada de roña, nada.

– Una auténtica princesa -dice la investigadora y le pone en el cuello un emisor de radio, una extraña joya para una realeza.

El helicóptero sigue en marcha. El suelo tiene tanta agua que el piloto no se ha atrevido a apagar el motor por si se hunde y no puede levantar el vuelo.

El veterinario le da a la loba otra inyección antes de dejarla marchar.

Los científicos se levantan sintiéndola aún entre sus manos. La piel gruesa y sana. La lana pegada al cuerpo y después el grueso y largo pelo en la parte exterior. Las pesadas patas.

Cuando han emprendido el vuelo ven cómo se pone en pie un poco tambaleante.

La investigadora envía un pensamiento al poder, una oración para que la protejan.

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