Capítulo 21

Sigurdur Óli terminó por fin su búsqueda en el sótano esa tarde sin averiguar nada más sobre otros posibles inquilinos de la casa de verano de Benjamín. Le daba igual. Estaba contento de poder escapar de aquel trabajo en el sótano. Cuando llegó a casa, Bergthóra le estaba esperando. Había comprado vino tinto y estaba en la cocina probándolo. Sacó otro vaso y se lo dio a él.

– Yo no soy como Erlendur -dijo Sigurdur Óli-. No me digas nunca algo tan horrible.

– Pero te gustaría ser como él -replicó Bergthóra.

Estaba preparando un plato de pasta y había encendido velas en la mesa del comedor. «Bonito ambiente para una ejecución», pensó Sigurdur Óli.

– Todos los hombres desean ser como él -repitió Bergthóra.

– Pero bueno, ¿por qué dices eso?

– Solos e independientes.

– Eso no es cierto. No te puedes imaginar la vida tan asquerosa que lleva Erlendur.

– Por lo menos tengo que llegar al fondo de nuestra relación -empezó Bergthóra, echando vino tinto en el vaso de Sigurdur Óli.

– Pues muy bien, vayamos al fondo de nuestra relación.

Sigurdur Óli no conocía a una mujer más pragmática que Bergthóra. Aquélla no sería una charla sobre el papel del amor en sus vidas.

– Llevamos juntos ¿cuántos?: tres, cuatro años, y no pasa nada nuevo. Nada en absoluto. Pones cara de tonto en cuanto empiezo a hablar de cualquier cosa que pueda sonar a compromiso. Incluso seguimos teniendo cuentas separadas en el banco. Una boda religiosa parece estar descartada; no sé si pensar en otro tipo de boda. Ni siquiera estamos inscritos como pareja de hecho. Para ti, los hijos están tan lejos como otro sistema solar. Y una se pregunta, ¿qué queda?

No había la menor huella de ira en las palabras de Bergthóra. Sólo estaba buscando sentido a su relación e intentando comprender hacia dónde se dirigía. Sigurdur Óli decidió aprovechar la situación antes de llegar a una situación incómoda. Había tenido tiempo de sobra para reflexionar sobre el tema mientras se dedicaba a rebuscar en el sótano.

– Quedamos nosotros -dijo Sigurdur Óli-. Nosotros dos.

Había cogido un CD que metió en el aparato de música y puso una canción que no se le había ido de la cabeza desde que Bergthóra empezó a acosarle con nuevos compromisos. Marianne Faithfull acometió la canción de Lucy Jordán, un ama de casa que, a los treinta y siete años, soñaba con irse a París en un deportivo descapotable, el viento cálido en sus cabellos.

– Hemos hablado suficiente de eso -dijo Sigurdur Óli.

– ¿De qué? -preguntó Bergthóra.

– De nuestro viaje.

– ¿A Francia?

– Sí.

– Sigurdur…

– Iremos a París y alquilaremos un deportivo -dijo Sigurdur Óli.


Erlendur estaba en medio de una espantosa tormenta de nieve y no podía ver más allá de sus ojos. La nieve le golpeaba hiriéndole la cara, y el frío y la oscuridad le rodeaban. Intentaba luchar contra la tormenta pero no conseguía avanzar, se dio la vuelta a favor del viento y se quedó quieto aguantando mientras la tormenta descargaba sobre su espalda. Sabía que moriría y no podía hacer nada para evitarlo.

El teléfono empezó a sonar, y sonó sin interrupción penetrando en la tormenta de nieve hasta que de pronto aclaró, el rugido cesó y él despertó en la butaca del salón de su casa. El teléfono del escritorio sonaba con un estrépito creciente sin concederle tregua.

Se levantó con los miembros agarrotados, e iba a responder cuando el teléfono dejó de sonar. Se quedó al lado del aparato esperando que volviera a empezar pero no sucedió nada. El teléfono era viejo y no indicaba los números, de modo que no tenía ni la menor idea de quién intentaba localizarle. Pensó que se trataría de algún vendedor a distancia intentando colocarle una aspiradora, con una tostadora de regalo. Pero dio gracias en silencio por haberle sacado de la ventisca.

Fue a la cocina. Eran las ocho de la tarde. Intentaba alejar de la casa la luz de la primavera corriendo las cortinas, pero la luz conseguía escurrirse y penetrar en forma de rayos cargados de motas de polvo, que iluminaban la penumbra del apartamento. La primavera y el verano no eran las estaciones favoritas de Erlendur. Demasiada claridad. Todo demasiado fácil. Prefería el invierno duro y oscuro. No encontró nada comestible y se sentó a la mesa de la cocina con la barbilla sobre las manos.

Estaba aún aturdido por el sueño. Había vuelto de su visita a Eva Lind al hospital hacia las seis, se sentó en su sillón y se quedó dormido; recordaba la horrible tormenta y cómo se había puesto de espaldas a la ventisca a esperar la muerte. Había soñado muchas veces aquello en diferentes versiones. Pero era siempre la misma nieve helada y sin tregua que penetraba hasta la médula de los huesos. Sabía cómo habría continuado el sueño si el teléfono no le hubiera sacado del sopor.

El teléfono empezó a sonar otra vez, y Erlendur pensó si debía o no responder. Pero se levantó de la silla, fue a la sala y levantó el auricular.

– ¿Erlendur?

– Sí -respondió Erlendur, y carraspeó.

Enseguida reconoció la voz.

– Aquí Jim, de la embajada. Perdona que te llame a tu casa.

– ¿Eras tú quien llamaba antes?

– ¿Antes? No. Ésta es la primera vez. La cuestión es que estuve hablando con Edward Hunter y pensé que tenía que ponerme en contacto contigo enseguida.

– Bien, ¿hay algo nuevo?

– Es él quien trabaja en este caso para ti, y sólo me apetecía saber cómo iban las cosas. Acaba de llamar a Estados Unidos, de revisar su diario y de hablar con algunas personas, y cree saber quién dio el soplo del robo del almacén.

– ¿Quién fue?

– No me lo dijo. Me pidió que te avisara y dijo que te esperaba.

– ¿Esta noche?

– Sí, no, bueno… o mañana por la mañana. Quizá mejor mañana. Ya se iba a dormir. Se acuesta temprano.

– ¿Era un islandés el que dio el soplo?

– Él te lo dirá. Buenas noches y disculpa la molestia.

Jim colgó y él hizo lo mismo.

Estaba aún al lado del teléfono cuando empezó a sonar de nuevo. Era Skarphédinn, desde la colina.

– Llegaremos al esqueleto mañana -le dijo sin rodeos.

– Ya era hora -apuntó Erlendur-. ¿Me llamaste tú antes?

– Sí, ¿acabas de llegar?

– Sí -mintió Erlendur-. ¿Habéis encontrado algo de interés?

– No, nada, pero quería decirte que…, buenas noches, hasta luego, eehh, permíteme que te ayude, bueno… que, esto, ¿dónde estábamos?

– Estabas diciéndome que mañana llegaréis al esqueleto.

– Sí, a lo largo de la tarde, espero. No hemos encontrado nada que indique cómo llegó el cadáver ahí dentro. A lo mejor encontramos algo debajo de los huesos.

– Nos vemos mañana.

– Hasta mañana.

Erlendur colgó. No estaba aún completamente despierto. Pensó en Eva Lind y en si percibiría algo de lo que le decía. Y pensó en Halldóra y en el odio que alimentaba después de todos aquellos años. Y pensó por millonésima vez cómo habría sido su propia vida, y la de todos, si no se hubiera marchado. Nunca llegaba a conclusión alguna.

Se quedó mirando al infinito sin ver nada en especial. Algunos rayos del sol vespertino penetraban por las cortinas de las ventanas hasta la sala, abrían heridas luminosas en la oscuridad y llegaban hasta él. Miró las cortinas. Eran gruesas y de terciopelo y llegaban hasta el suelo. Unas cortinas verdes y tupidas para mantener alejada la luz de primavera.

Buenas noches.

Hasta luego.

Permíteme que te ayude…

Erlendur miró el verde oscuro de las cortinas.

Torcida.

Verde.

¿Qué quería decir Skarphédinn…?

Erlendur se puso en pie de un salto y cogió el teléfono. No recordaba el número del móvil de Skarphédinn y en su desesperación llamó a Información y se lo dieron. Entonces llamó al arqueólogo.

– Skarphédinn. ¿Skarphédinn? -gritó al teléfono.

– ¿Sí? ¿Eres tú otra vez?

– ¿A quién estabas dando las buenas noches antes? ¿A quién ibas a ayudar?

– ¿Cómo?

– ¿Con quién estabas hablando?

– ¿Con quién? ¿Por qué estás tan excitado?

– Vale. ¿Quién está ahí arriba contigo?

– Te refieres a quién estaba saludando.

– Esto no es un videoteléfono. No puedo verte. Oí que le deseabas buenas noches a alguien. ¿Quién está ahí contigo?

– No está conmigo. La mujer pasaba por… espera, está allí, donde los arbustos.

– ¿Los arbustos? ¿Te refieres a los groselleros? ¿La mujer está donde los groselleros?

– Sí.

– ¿Qué aspecto tiene?

– Es… ¿La conoces? ¿Quién es esa mujer? ¿Por qué te has puesto tan nervioso?

– ¿Qué aspecto tiene? -repitió Erlendur, intentando tranquilizarse.

– Tranquilo, hombre.

– ¿Qué edad tiene?

– ¿Su edad?

– ¿Cuántos años calculas que tiene?

– Pues como setenta. No, quizá se acerque a los ochenta. Es difícil decirlo.

– ¿Cómo va vestida?

– ¿Cómo va vestida? Lleva un abrigo largo, verde, hasta los pies. Tiene más o menos mi misma estatura. Y es coja.

– ¿Coja?

– Cojea. Pero es algo más que eso. De alguna forma está, no sé…

– ¿Qué? ¡Qué! ¿Qué estás intentando decirme?

– No sé cómo describirlo…, esto…, es como si estuviera torcida.

Erlendur dejó el teléfono y echó a correr hacia la noche primaveral y olvidó decirle a Skarphédinn que retuviera a la mujer en la colina, costara lo que costase.


Grímur volvió al cabo de algunos días de que hubieran visto a Dave por última vez.

Había llegado el otoño con un gélido viento del norte y una capa de nieve sobre la tierra. La colina estaba a considerable altura sobre el nivel del mar y el invierno llegaba allí antes que al llano donde Reykjavik empezaba a adoptar cierto aspecto de ciudad. Símon y Tómas iban a Reykjavik en el autobús del colegio por las mañanas y regresaban por la tarde. Su madre iba todos los días a su trabajo en Gufunes. Allí se ocupaba de las vacas lecheras y realizaba tareas domésticas diversas. Se iba antes que los chicos y volvía antes de que regresaran del colegio.

Mikkelína se quedaba en casa todo el día y se aburría tremendamente en soledad. Cuando su madre volvía del trabajo, no podía refrenar su alegría, que aumentaba aún más cuando Símon y Tómas aparecían a la carrera y echaban los libros escolares a un rincón.

Dave era un huésped habitual del hogar. La madre y Dave iban entendiéndose cada vez mejor y pasaban largos ratos sentados a la mesa de la cocina, y pedían a los chicos y a Mikkelína que les dejaran en paz. En ocasiones, cuando querían estar del todo solos, entraban en el dormitorio y cerraban la puerta.

Símon veía a veces a Dave acariciar a su madre en la mejilla o cogerle un mechón de pelo que se le había caído sobre el rostro y volver a ponérselo en su sitio. O le acariciaba la mano. También salían a dar largos paseos por la orilla del Reynisvatn y por las colinas, y algunos días fueron incluso hasta el valle de Mosfell y la cascada de Helgufoss. En esas ocasiones llevaban provisiones, pues una excursión así podía llevar el día entero. A veces iban también los niños, y Dave se cargaba a Mikkelína a la espalda como si fuera una pluma. Él decía que iban de «picnic», y a Símon y Tómas les parecía una palabra muy divertida y la repetían imitándole y cacareaban «picnic, picnic, picnic», jugando a las gallinas.

Algunas veces, Dave y la madre mantenían conversaciones muy serias durante un picnic, o en la cocina, y también en la habitación, una vez que Símon abrió la puerta. Estaban sentados en el borde de la cama y Dave le cogía la mano, y miraron a la puerta y sonrieron. Símon no sabía de qué estaban hablando, pero no podía ser nada divertido porque conocía el gesto de su madre cuando no se encontraba bien.

Y todo terminó un frío día de otoño.

Grímur llegó a casa una mañana temprano, cuando la madre ya se había marchado a Gufunes y Símon y Tómas iban de camino al autobús del colegio. Hacía un frío helador en la colina, y distinguieron a Grímur cuando subía hacia la casa a grandes zancadas, bien envuelto en su andrajosa chaqueta para protegerse del viento del norte. No les prestó atención alguna. No se le veía la cara en la penumbra otoñal, pero Símon imaginó su gesto duro y frío cuando avanzaba hacia ellos. Los chicos llevaban varios días esperando su vuelta. Su madre les había dicho que le iban a soltar y que volvería a casa y que podían irse haciendo a la idea de que se quedaría allí.

Símon y Tómas, viendo a Grímur dirigirse hacia la casa, se miraron. Los dos pensaron lo mismo. Mikkelína estaba sola… Se despertaba cuando su madre y sus hermanos se levantaban, pero volvía a dormirse. Estaría sola cuando apareciera Grímur. ¿Cómo reaccionaría su padre al darse cuenta de que sólo estaba allí Mikkelína, a quien siempre había odiado?

El autobús del colegio ya había llegado y tocó dos veces la bocina para avisarles. El conductor vio a los niños en la colina pero al cabo se marchó y desapareció carretera abajo. Los chicos no se movían del sitio y no decían ni una palabra, pero se pusieron en marcha lentamente hacia la casa.

No querían dejar a Mikkelína sola.

Símon pensó en ir corriendo a buscar a su madre, o en enviar a Tómas, pero recapacitó, porque no había ninguna prisa; su madre podía pasar en paz un último día. Vieron a Grímur entrar en la casa y cerrar la puerta, y echaron a correr hacía allí. No sabían lo que se encontrarían al entrar. Lo único en que pensaban era en Mikkelína durmiendo en la cama de matrimonio, donde no debía estar bajo ninguna circunstancia.

Abrieron la puerta con mucho cuidado y entraron, Símon delante y Tómas detrás, muy pegado a él y cogido de la mano. Entraron en la cocina y lo vieron de pie al lado del fregadero. Les daba la espalda. Sorbió por la nariz y escupió en la pila. Había encendido la lámpara que había sobre la mesa y sólo se distinguía su silueta.

– ¿Dónde está vuestra madre? -preguntó sin volverse.

Símon concluyó que se había dado cuenta de su presencia desde el camino de la colina y les había oído entrar.

– Está trabajando -dijo Símon.

– ¿Trabajando? ¿Dónde? ¿Dónde está trabajando? -preguntó de nuevo Grímur.

– En la vaquería de Gufunes -dijo Símon.

– ¿No sabía que yo volvía hoy?

Grímur se volvió hacia ellos y entró en el cono de luz. Los hermanos le miraron fijamente al salir de la penumbra después de todo aquel largo tiempo, desde la primavera pasada, y abrieron los ojos como platos al ver su rostro a la pálida luz. Algo le había pasado. Tenía una mejilla totalmente cubierta por una quemadura que le llegaba hasta el ojo, que estaba medio cerrado porque el párpado se había pegado a la piel.

Grímur sonrió.

– ¿No está guapo vuestro padre?

Los hermanos miraron fijamente aquel rostro deformado.

– Preparan café y luego te lo echan encima.

Fue hacia ellos.

– No porque quieran que hables. Lo saben todo, porque alguien se lo ha contado. No es por eso por lo que te echan encima el café hirviendo. No es por eso por lo que te destruyen el rostro.

Los muchachos no comprendían lo que pasaba.

– Vete a buscar a tu madre -ordenó Grímur mirando a Tómas, que se protegía detrás de su hermano-. Ve a la maldita granja y tráete a la vaca esa.

Símon notó un movimiento en la entrada del dormitorio pero no se atrevió a mirar directamente. Mikkelína se había levantado. Ya había empezado a apoyarse en una pierna y a avanzar, pero no se atrevía a entrar a la cocina.

– ¡Fuera! -gritó Grímur-. ¡Ya!

Tómas se hizo un ovillo. Símon no sabía a ciencia cierta si su hermano conocía el camino. Tómas había acompañado a su madre a la vaquería una o dos veces a lo largo del verano, pero ahora no había buena luz y hacia frío, y aún era muy pequeño.

– Iré yo -dijo Símon.

– Tú no te mueves de aquí -bramó Grímur furioso-. ¡Lárgate ya! -le gritó a Tómas.

El pequeño se apartó de Símon y abrió la puerta y salió al frío, cerrando con mucho cuidado.

– Ven, mi querido Símon, siéntate aquí a mi lado -dijo Grímur; su furia parecía haberse esfumado.

Símon entró temeroso en la cocina y se sentó en una silla. Volvió a notar movimiento en el pasillo del dormitorio. Confiaba en que Mikkelína no asomase por allí. Había un cuartito en el pasillo, y pensó que podría llegar hasta allí sin que Grímur se percatara de su presencia.

– ¿No has echado de menos a tu papaíto? -dijo Grímur, sentándose delante de Símon.

Símon no apartaba los ojos de la quemadura. Dijo que sí con la cabeza.

– ¿A qué os habéis dedicado este verano? -preguntó Grímur.

Símon le miró fijamente sin decir una sola palabra. No sabía cuándo tenía que empezar a mentir. No podía hablar de Dave; sus visitas y sus misteriosos encuentros con su madre, los paseos, los picnics. No podía contar que todos dormían juntos en la cama grande, ni los grandes cambios que había experimentado su madre desde la marcha de Grímur, y todo gracias a Dave. Le había insuflado nuevas ganas de vivir. No podía decirle que su madre se acicalaba por las mañanas. Ni de cómo había cambiado su aspecto. Cómo su gesto se había ido volviendo más bello con cada día que pasaba con Dave.

– Bueno, ¿nada? -dijo Grímur-. ¿No ha pasado nada en todo el verano?

– El, el… el tiempo ha sido estupendo -dijo Símon desconcertado, sin apartar los ojos de la quemadura.

– Así que buen tiempo, Símon. Hizo buen tiempo -dijo Grímur-. Y tú estuviste jugando en la colina y donde los barracones. ¿Conociste a alguien de los barracones?

– No -respondió Símon a toda prisa-. A nadie.

Grímur sonrió.

– Este verano has aprendido a mentir. Hay que ver lo deprisa que se aprende a mentir. ¿Aprendiste a mentir este verano, Símon?

El labio inferior de Símon se había puesto a temblar. Un movimiento involuntario que era incapaz de dominar.

– Sólo a uno -dijo-. Pero no le conozco bien.

– Así que conoces sólo a uno. Vaya, hombre. No se debe mentir nunca, Símon. Si uno miente como tú, se encontrará en dificultades y hasta puede acarrear problemas a los demás.

– Sí -dijo Símon confiando que aquello acabara ya, confiando en que Mikkelína asomase por allí y les interrumpiera.

Pensó en decirle a Grímur que Mikkelína estaba en el pasillo y que había dormido en su cama.

– ¿A quién conociste en los barracones? -preguntó Grímur.

Símon notó que las cosas se iban poniendo cada vez peor.

– Sólo a uno -respondió.

– Sólo a uno -repitió Grímur pasándose la mano por la mejilla y rascándose suavemente la herida con el dedo índice-. ¿Y quién es? Me alegro de que no sea más que uno.

– No lo sé. A veces va a pescar al lago. A veces nos da las truchas.

– ¿Y es bueno contigo y con tu hermano?

– No lo sé -dijo Símon, aunque Dave era el mejor hombre que había conocido nunca.

En comparación con Grímur, Dave era un ángel enviado por el cielo para salvar a su madre. ¿Dónde estaría Dave? Ojalá Dave estuviera allí. Pensó en Tómas, pasando frío camino de Gufunes, y en su madre que ni siquiera sabía que Grímur había regresado a la colina. Y pensó en Mikkelína, en el pasillo.

– ¿Venía mucho por aquí?

– No, sólo de vez en cuando.

– ¿Venía por aquí antes de que rne metieran en chirona? Chirona, Símon, significa «cárcel». Y que te metan en la cárcel no quiere decir que seas culpable de nada feo, es sencillamente que te meten en la cárcel. En chirona. Y no se lo pensaron dos veces. Hablaron muchísimo de dar un escarmiento. Los islandeses no deben robar al ejército. Qué cosa tan terrible. Así que tenían que condenarme a algo gordo, y a toda prisa. Para que a los otros no se les ocurriera imitarme y ponerse a robar ellos también. ¿Comprendes? Todos tenían que aprender de mis errores. Pero todos roban. No sólo yo. Todos hacen lo mismo y todos están sacándose sus buenos dineros. ¿Venía ése por aquí antes de que me metieran en chirona?

– ¿Quién?

– El militar ese. ¿Venía por aquí antes de que me metieran en chirona? Ese que es el único que conoces.

– A veces pescaba en el lago antes de que te fueras.

– ¿Y le regalaba a vuestra madre las truchas que pescaba?

– Sí.

– ¿Pescaba muchas truchas?

– A veces. Pero no era un buen pescador. Se quedaba fumando en la orilla del lago. Tú pescas mucho más. También con red. Tú pescas muchísimo con red.

– Y cuando le regalaba las truchas a tu madre, ¿se quedaba un rato por aquí? ¿Entraba a tomar café? ¿Se sentaba aquí, a la mesa?

– No -dijo Símon, pensando si la mentira que estaba contando era una mentira demasiado evidente, pero no lo sabía.

Estaba asustado y nervioso y el labio le temblaba aunque se había puesto un dedo encima e intentaba contestar como creía que Grímur querría que contestara, pero al mismo tiempo procurando no perjudicar a su madre diciendo algo que a lo mejor Grímur prefiriera no saber. Símon estaba conociendo una nueva faceta de Grímur. Nunca había hablado con él tanto tiempo hasta entonces, y aquello le había cogido completamente desprevenido. Símon estaba en dificultades. No sabía exactamente qué era lo que Grímur quería saber, pero él haría todo lo posible por proteger a su madre.

– ¿Nunca entró en casa? -preguntó Grímur; su voz había cambiado, ya no era suave y melosa, sino dura y decidida.

– Sólo dos veces, o así.

– ¿Y qué hizo entonces?

– Pues nada.

– Ya, vaya. ¿Estás mintiendo otra vez? ¿Es eso? ¿Me estás mintiendo otra vez? Llego a casa después de aguantar muchos meses de humillaciones, y lo único que me encuentro son mentiras. ¿Vas a volver a mentirme?

Las preguntas herían a Símon como latigazos.

– ¿Qué hacías en la cárcel? -preguntó Símon vacilante, con la débil esperanza de poder hablar de otra cosa que no fuera de Dave y su madre.

¿Por qué no venía Dave? ¿No sabía que Grímur ya había salido de la cárcel? ¿No habían hablado de eso en sus encuentros ocultos, cuando Dave le acariciaba la mano y le arreglaba el pelo?

– ¿En la cárcel? -dijo Grímur, y su voz volvió a cambiar, volvió a ser suave y melosa-. En la cárcel escuchaba historias. Toda clase de historias. Se oyen tantas cosas y se desea oír tantas cosas, porque no va a verte nadie y uno nunca tiene noticias de su casa, pero llegan a la cárcel, porque en la cárcel siempre están entrando hombres y porque uno conoce bien a los guardias, que también le cuentan a uno algunas cosillas. Y uno tiene un montonazo de tiempo para darle vueltas y más vueltas a una historia.

En el pasillo se oyó un débil crujido de las maderas del suelo y Grímur calló, pero continuó como si no hubiera pasado nada.

– Claro que todavía eres muy pequeño; espera, ¿qué edad tienes exactamente, Símon?

– Tengo catorce años, y pronto cumpliré quince.

– De modo que ya estás haciéndote un adulto, así que quizá comprendas de lo que estoy hablando. Uno oye hablar de todas esas chicas islandesas que se dejan montar por los soldados. Es como si fueran incapaces de contenerse en cuanto ven a un hombre de uniforme, y además oye uno lo caballerosos que son, que les abren la puerta para que pasen ellas delante, que son de lo más amables, que les gusta bailar con ellas, que nunca se emborrachan, que tienen cigarrillos y café y quizá más cosas, y que vienen de ciudades a las que a ellas les encantaría ir. Y nosotros, Símon, nosotros no somos más que unos palurdos. Simples labriegos, Símon, que no interesan a las chicas. Por eso me apetece saber algo más de ese militar que pesca en el lago; porque tú, Símon, me has decepcionado.

Símon miró a Grímur y fue como si de pronto perdiera todas las fuerzas del cuerpo.

– He oído tantas cosas sobre ese militar de la colina, y tú dices que ni siquiera le conoces. A menos, naturalmente, que me estés mintiendo, y eso no me gusta ni un pelo; mentirle a tu padre cuando hay un soldado que viene por aquí todos los días y da paseos con mi mujer durante todo el verano. ¿No sabes nada de eso?

Símon calló.

– ¿No sabes nada de eso? -repitió Grímur.

– A veces se iban a dar un paseo -dijo Símon, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

– Vaya -dijo Grímur-. Sabía que seguíamos siendo amigos. ¿Y tú les acompañabas?

Aquello no acababa nunca. Grímur le miraba con su rostro quemado y con un ojo medio cerrado. Símon tuvo la sensación de que no podría seguir resistiendo mucho tiempo.

– A veces íbamos al lago y él llevaba comida. Como la que tenías tú a veces en las latas esas que se abren con una llavecita.

– ¿Y besaba a tu madre a la orilla del lago?

– No -dijo Símon, feliz por no tener que responder con una mentira: nunca había visto a Dave y a su madre besarse.

– ¿Y qué hacían, entonces? ¿Se cogían de la mano? ¿Y tú qué hacías? ¿Por qué le permitías a ese hombre que fuera a pasear con tu madre a la orilla del lago? ¿No se te pasó por la cabeza siquiera que a mí podría no gustarme? ¿Nunca se te pasó eso por la cabeza?

– No -respondió Símon.

– Nadie pensaba en mí en esos paseos. ¿No es eso?

– No -dijo Símon.

Grímur se inclinó hacia delante en el cono de luz y la roja quemadura se advirtió mucho mejor.

– ¿Y cómo se llama ese hombre que roba las familias a otros y a todos les parece tan bien y nadie hace nada?

Símon volvió a callar.

– El que me echó encima el café, Símon, el que me hizo esto en la cara, ¿sabes cómo se llama?

– No -dijo Símon tan bajo que casi no se le oyó.

– Él no fue a la cárcel aunque me quemó. ¿Qué te parece? Como si esos militares fueran intocables, todos-. ¿Tú crees que son intocables?

– No -dijo Símon.

– ¿Ha engordado tu madre este verano? -preguntó Grímur como si se le hubiera venido alguna idea nueva ¡i la cabeza-. No porque sea una vaca de la vaquería, Símon, sino por haber ido de excursión con el soldado de los barracones. ¿Tú crees que ha engordado algo este verano?

– No -respondió.

– Pues a mí me parece probable que sí. Pero ya lo veremos. Ese hombre que me tiró el café encima, ¿sabes cómo se llama?

– No -respondió Símon.

– Estaba equivocado, no sé de dónde habría sacado la idea, de que yo no era bueno con tu madre. Que le hacía cosas feas. Tú sabes que algunas veces no he tenido más remedio que escarmentarla. Ese hombre lo sabía, pero no lo comprendía. No comprendía que las tías como tu madre necesitan saber quién manda, con quién están casadas y cómo tienen que comportarse. Él era incapaz de comprender que a veces uno tiene que darles una buena torta. Me dijo cosas horribles. Gracias al trato con mis amigos de los barracones, comprendí lo que decía, y resulta que él estaba furioso conmigo por culpa de tu madre.

Símon no apartaba los ojos de la quemadura.

– Ese hombre, Símon, se llama Dave. Ahora no me mientas más; ese militar que es tan bueno con tu madre que lleva siéndolo durante la primavera y el verano entero y hasta bien entrado el otoño, ¿a lo mejor se llama Dave?

Símon se quedó pensativo sin apartar sus ojos de la cicatriz.

– Ellos se encargarán de él -dijo Grímur.

– ¿Ellos se encargarán de él? -Símon no sabía a qué se refería Grímur, pero no podía ser nada bueno.

– ¿Está la rata en el pasillo? -preguntó Grímur señalando con la cabeza en dirección a la puerta del pasillo.

– ¿Qué? -Símon no acababa de entender a qué se refería.

– La tonta. ¿Crees que nos está escuchando?

– No sé dónde está Mikkelína -dijo Símon; era una verdad a medias.

– ¿Se llama Dave, Símon?

– Puede que sí -dijo Símon con prudencia.

– ¿Puede que sí? No estás seguro. ¿Cómo le llamas, Símon? Cuando hablas con él o quizá cuando te acaricia y te mima, ¿cómo le llamas entonces?

– Pero no me acaricia…

– ¿Cómo se llama?

– Dave -dijo Símon.

– ¡Dave! Muchas gracias, Símon.

Grímur se echó hacia atrás y desapareció de la luz. Su voz volvió a enronquecerse.

– Porque he oído decir que se tiraba a tu madre.

En ese momento se abrió la puerta y la madre entró con Tómas a rastras, y la fría corriente de aire que entró con ellos le provocó a Símon un escalofrío por la sudorosa espalda.

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