Capítulo 11

Se había tomado la decisión de que Erlendur, Sigurdur Óli y Elinborg fueran los únicos encargados de la investigación del Caso de los Huesos, como se denominó en los medios de comunicación. El director general de policía no quería que se dedicara más personal a la investigación, pues ésta no se hallaba en la lista de prioridades. La investigación de un caso de tráfico de drogas era más urgente, y en esos momentos apenas había tiempo y medios humanos, y el ministro no estaba dispuesto a dedicar más gente a investigaciones históricas, tal como lo expresó Hrólfur, el director general. Tampoco estaba del todo claro si realmente se trataba de un caso penal.

Al día siguiente por la mañana Erlendur se pasó por el hospital antes de ir al trabajo, y estuvo dos horas junto a su hija. Su estado no había cambiado. No vio por ningún lado a la madre. Estuvo largo rato sentado en silencio contemplando el rostro flaco y huesudo de su hija, y recordando. Intentaba recuperar las horas pasadas con ella cuando era pequeña. Eva Lind tenía tres años cuando Halldóra y él se separaron, y él seguía recordándola dormida entre los dos en la cama. Se negaba a dormir en la suya, aunque estuviera en el mismo dormitorio porque el apartamento era pequeño, de un solo dormitorio, salón y cocina. Trepaba a la cama y se dejaba caer en el hueco y se acurrucaba entre los dos.

Recordaba cuando apareció en la puerta de su casa, bien entrada en la adolescencia, decidida a recuperar a su padre. Halldóra le había impedido a Erlendur todo contacto con los hijos. Siempre que intentaba verlos, lo cubría de reproches, y él llegó a pensar que todo cuanto le decía era efectivamente cierto. Poco a poco dejó de ir a verlos. Cuando Eva Lind apareció en la puerta, a pesar de no haberla visto en muchos años, el rostro y el gesto le resultaron familiares. Era el gesto de la familia el que veía en su rostro.

– ¿Vas a invitarme a entrar? -dijo ella después de un rato con la mirada clavada en él.

Vestía una chaqueta de cuero negra, pantalones vaqueros deshilachados y llevaba los labios pintados de negro. Las uñas, también de negro. Fumaba expulsando el humo por la nariz.

Tenía un aspecto juvenil, casi inocente.

Vaciló. No sabía qué estaba pasando. Y la invitó a entrar.

– Mamá se puso furiosa cuando le dije que iba a venir a verte -dijo ella pasando delante de él, envuelta en una nube de humo, y luego se acomodó en su butaca-. Dijo que eras un cabrón. Siempre nos lo ha dicho. A Sindri y a mí. El maldito cabrón de vuestro padre. Y luego: sois exactamente iguales que él, unos malditos cabrones del demonio.

Eva Lind rió. Buscó un cenicero para apagar el cigarrillo, pero fue él quien le quitó la colilla y la apagó.

– ¿Por qué…? -empezó, pero no consiguió terminar la frase.

– Simplemente, quería verte -dijo ella-. Quería ver qué demonios de pinta tienes.

– ¿Y qué pinta tengo? -preguntó.

Ella lo miró.

– De cabrón -respondió ella.

– Entonces no somos tan diferentes -dijo él.

La estuvo mirando un buen rato, y tuvo la sensación de que le sonreía.


Cuando Erlendur llegó a la oficina, Elinborg y Sigurdur Óli acudieron a su despacho y dijeron que no habían sacado nada en claro de su charla con los actuales propietarios de la casa de verano de Róbert Sigurdsson. No habían visto a ninguna vieja torcida en toda la colina. La esposa de Róbert había muerto hacía diez años. Tuvieron dos hijos. Uno de ellos, el varón, murió más o menos en la misma época, a los sesenta y el otro, una mujer de setenta años de edad, esperaba la visita de Elinborg.

– ¿Y qué hay de Róbert, podemos sacarle algo más? -preguntó Erlendur.

– Róbert falleció anoche -dijo Elinborg, y su voz dejaba traslucir su remordimiento-. Con su vida cumplida. En serio. Creo que él mismo tenía la sensación de que ya había vivido suficiente. Un pobre muerto de hambre. Eso fue lo que dijo. Dios mío, no me gustaría nada agonizar así en un hospital.

– Escribió un breve mensaje en una pequeña agenda justo antes de morir -dijo Sigurdur Óli-. «Ella me mató.»

– Vaya, qué gracioso -dijo Elinborg-. Me aburre.

– No tendrás que seguir viéndole más por hoy -dijo Erlendur, señalando con la cabeza a Sigurdur Óli-. Pienso mandarlo al sótano de Benjamín, el propietario de la casa de veraneo, a excavar en busca de pistas.

– ¿Y qué crees que encontraremos allí? -le preguntó Sigurdur Óli.

La sonrisa burlona se le había helado en los labios.

– Tiene que haber constancia de que alquilara la casa. Es imposible que no lo hiciera. Necesitamos los nombres de quienes vivían allí. No parece probable que el padrón municipal vaya a dárnoslos. Cuando obtengamos los nombres podremos compararlos con la lista de personas desaparecidas y comprobar si alguna de ellas sigue con vida. Y luego tenemos que ir haciendo exclusiones por sexo y edad en cuanto salga a la luz el esqueleto.

– Róbert habló de tres hijos -recordó Elinborg-. Alguno de ellos debe de seguir con vida.

– De manera que lo que tenemos es esto -dijo Erlendur- y no es demasiado: en una residencia de veraneo de Grafarholt vivía una familia de cinco personas, un matrimonio con tres hijos, en torno a los años de la guerra. Son las únicas personas de quienes sabemos que han vivido en la casa, aunque otros también podrían haber estado allí. A primera vista, esa gente no parece haberse empadronado en este domicilio. Mientras no sepamos algo más, podemos imaginar que es alguno de ellos quien está allí enterrado, o bien alguien relacionado con la familia. Y alguien también relacionado con ellos, la mujer de que habló Róbert, estuvo asimismo allí…

– Muchas veces y después y estaba torcida -interrumpió Elinborg-. Lo de torcida, ¿no significará que estaba coja?

– ¿No habría escrito coja, entonces? -dijo Sigurdur Óli.

– ¿Qué fue de esa casa? -preguntó Elinborg-. No queda ni rastro de ella allí arriba.

– Quizá tú puedas encontrarnos esa información en el sótano, o hablando con la sobrina de Benjamín -dijo Erlendur a Sigurdur Óli-. Se me olvidó por completo preguntárselo.

– No necesitamos nada más que los nombres de esas personas para compararlos con las listas de personas desaparecidas en esa época, y ya lo tenemos. ¿No está suficientemente claro? -dijo Sigurdur Óli.

– No tiene que ser necesariamente así -dijo Erlendur.

– ¿A qué te refieres?

– Sólo hablas de las personas desaparecidas que figuran en nuestras listas.

– ¿De qué otras desapariciones tendría que hablar?

– De las que no figuran en ninguna lista. No podemos confiar en que todo el mundo dé aviso cuando alguien desaparece de su vida. Alguien se va a vivir al campo y no se le vuelve a ver. Alguien huye del país y con el tiempo se le olvida. Y además están los que se pierden en la montaña y desaparecen. Si tenemos una lista de las personas que se dijo que habrían desaparecido en la montaña por esa zona, tendremos que repasarla también.

– Creo que podemos estar de acuerdo en que éste no es uno de esos casos -dijo Sigurdur Óli como si tuviera la última palabra; ya empezaba a poner de los nervios a Erlendur-. Queda excluido que este hombre, o quien sea que yace allí, haya muerto a la intemperie. Alguien lo enterró intencionadamente.

– Eso es exactamente a lo que me refiero -dijo Erlendur, muy leído en todo lo relacionado con historias de personas perdidas en los páramos-. Alguien va de viaje por el páramo. Es pleno invierno y han anunciado mal tiempo. Intentan hacerle desistir. No atiende a los consejos, piensa que sabrá apañárselas. Lo más asombroso de las historias sobre las personas que desaparecen en el campo es que no escucharon los consejos de nadie. Es como si algo los arrastrara a la muerte. Se dice que están destinados a morir. Como si quisieran precipitar su destino. Pero no. Esa persona cree que sabrá apañárselas. Pero cuando llega el mal tiempo, es mucho peor de lo que se había imaginado. Pierde la orientación. Se extravía. Acaba por perecer enterrado en la nieve, muere de frío. Para entonces se ha alejado muchísimo del camino que pretendía seguir. Por eso no lo encuentran nunca. Se le da por desaparecido.

Elinborg y Sigurdur Óli se miraron uno a otra, sin saber a ciencia cierta de qué estaba hablando Erlendur.

– Lo que os estoy explicando es una desaparición islandesa típica, y nosotros podemos entenderlas, porque vivimos en este país y sabemos cómo empiezan de repente las ventiscas y la historia de ese hombre que se repite a intervalos sin que eso se ponga en duda. Así es Islandia, se piensa, y sacudes la cabeza. Naturalmente, antes sucedía mucho más, cuando la gente solía desplazarse de un lugar a otro a pie. Se han escrito montones de libros al respecto; no soy el único interesado en el tema. Las formas de viajar no cambiaron, en realidad, hasta los últimos sesenta o setenta años. La gente desaparecía, y aunque los demás no se quedaran tranquilos, nadie se ponía a pensar en cualquier otra explicación. Sólo en circunstancias excepcionales la policía o los jueces pensaban que valía la pena investigar el asunto con más detalle.

– ¿Qué quieres decir? -dijo Sigurdur Óli.

– ¿A qué viene esta conferencia? -dijo Elinborg.

– ¿Y si alguno de esos hombres o mujeres nunca se adentró en el páramo?

– ¿Y? -preguntó Elinborg.

– ¿Y si su gente dice que éste o aquél se adentraron en el páramo, o querían ir a otra granja o a pescar en el lago y no se volvió a saber nada de ellos? Se organiza una búsqueda pero no se les encuentra y el asunto deja de mencionarse.

– ¿De forma que todos los de la casa están confabulados para matar a ese hombre? -preguntó Sigurdur Óli, sin mucha confianza en la teoría de Erlendur.

– ¿Por qué no? -dijo Erlendur.

– De manera que lo acuchillan y lo apalean y le pegan un tiro y lo entierran -añadió Elinborg.

– Hasta que Reykjavik crece tanto que ya no puede seguir tranquilo en su tumba -dijo Erlendur.

Sigurdur Óli y Elinborg se miraron, y luego de nuevo a Erlendur.

– Benjamín tenía una novia que desapareció de forma misteriosa -dijo Erlendur- en la época en que estaban construyendo la casa. Se dijo que se había tirado al mar, pero el caso es que Benjamín no volvió a ser nunca el mismo después de aquello. Parece que tenía planes para renovar el comercio en Reykjavik, pero todo se vino abajo cuando la mujer desapareció, y con el tiempo se le fueron yendo de las manos sus florecientes negocios.

– De modo que ella no desapareció, de acuerdo con esta nueva teoría tuya -interrumpió Sigurdur Óli.

– Sí, sí que desapareció.

– Pero él la asesinó.

– Me resulta difícil imaginarlo -dijo Erlendur-. He leído las cartas que le escribió y tengo la sensación de que nunca habría podido hacer nada parecido.

– Entonces se trata de celos -dijo Elinborg, aficionada a las novelas rosas-. La mató por celos. Debía de amarla de verdad. La enterró allí arriba y no volvió por el lugar. Se acabó.

– A lo que yo le estoy dando vueltas es a lo siguiente -dijo Erlendur-: ¿No es una reacción excesiva para un hombre joven perder todo interés por la vida, aunque se muera su amor? Incluso si ella se hubiera suicidado. Tengo entendido que Benjamín no volvió a salir a la calle desde su desaparición. ¿Tal vez hay gato encerrado?

– ¿No tendría guardado un mechón del pelo de ella? -pensó Elinborg en voz alta, y Erlendur creyó que seguía con la cabeza en sus novelitas-. Quizás en un marco de fotos, o en un guardapelo -prosiguió-. Si es que la amaba tanto.

– ¿Un mechón de pelo? -preguntó Sigurdur Óli, boquiabierto.

– Siempre es igual de lento -dijo Erlendur, que imaginaba lo que estaba pensando Elinborg.

– ¿Qué mechón? -dijo Sigurdur Óli.

– Eso la excluiría a ella, aunque no sirviera de más.

– ¿A quién? -dijo Sigurdur Óli. Dirigió su mirada al uno y luego a la otra, ya con la boca cerrada-. ¿Estáis hablando de una prueba de ADN?

– Y luego la mujer de la colina -dijo Elinborg-. No estaría nada mal encontrarla.

– La mujer verde -exclamó Erlendur como hablándose a sí mismo.

– Erlendur… -dijo Sigurdur Óli.

– Sí.

– Naturalmente, no puede ser verde.

– Sigurdur Óli…

– Sí.

– ¿Te crees que soy tonto?

En ese momento sonó el teléfono de la mesa de Erlendur. Era Skarphédinn, el arqueólogo.

– Ya estamos cerca -dijo Skarphédinn-. En cosa de dos días llegaremos al esqueleto.

– ¡Dos días! -exclamó Erlendur.

– Más o menos. Todavía no hemos encontrado nada que se pueda considerar un arma. Quizá pienses que vamos con demasiadas precauciones, pero creo que es mejor hacerlo bien. ¿Quieres venir a echar un vistazo?

– Sí, ahora mismo iba a verte -dijo Erlendur.

– A lo mejor puedes comprarnos unas pastas por el camino -dijo Skarphédinn, y Erlendur vio ante sus ojos sus colmillos amarillentos.

– ¿Pastas? -exclamó con aspereza.

– Unos bollitos -dijo Skarphédinn.

Erlendur colgó y le dijo a Elinborg que lo acompañara a Grafarholt, y a Sigurdur Óli que fuera a casa de Benjamín e intentara encontrar algo sobre la residencia de veraneo que construía el comerciante pero por la que pareció perder el interés una vez que su vida sucumbió a la miseria.


En el camino hacia Grafarholt, Erlendur seguía pensando en desapariciones y en personas que se extraviaban en las tormentas, y recordó los relatos de la desaparición de Jón Austmadur, que murió en el páramo, en Blöndugil, allá por 1780. Su caballo había sido degollado y no se encontró el menor rastro de él, excepto una mano en un guante de lana azul.


En todas las pesadillas de Símon, su padre era el monstruo.

Así había sido desde sus primeros recuerdos. Temía a aquel monstruo más que a cualquier otra cosa en el mundo, y cuando este le ponía la mano encima a su madre, lo único que Símon deseaba era ayudarla. Veía ante sí la batalla ineludible como en un libro de aventuras, cuando el caballero acometía al dragón que escupía fuego; pero en sus pesadillas, Símon jamás salía vencedor.

El monstruo de las pesadillas de Símon se llamaba Grímur. Nunca era su padre ni su papá, sino Grímur.

Símon estaba despierto cuando Grímur se coló como un ladrón en la cabaña de Siglufjördur y le susurró a su madre que iba a matar a Mikkelína en la montaña. Vio el terror de su madre, cuando pareció perder el control sobre sí misma y se golpeó contra la cabecera de la cama y se desmayó. Aquello contuvo a Grímur. Vio a Grímur intentando hacerla volver en sí a base de golpecitos. Olió el agrio hedor que despedía y enterró más la cabeza en la manta, tan asustado que rogó a Jesús que se lo llevara al cielo.

Ya no oyó el resto de lo que Grímur decía, sólo los lamentos de ella. Reprimidos como los de un animal herido, se mezclaban con las maldiciones de Grímur. Abrió una rendija de los párpados y vio a Mikkelína mirando fijamente la oscuridad con los ojos abiertos de par en par, con un terror insuperable.

Símon había dejado de rezar a Dios y había dejado de hablar con Jesús, su mejor hermano, aunque su madre le decía que nunca perdiera la fe. Símon había dejado de contarle esas cosas a su madre porque notó que a ella no le gustaba lo que apenas deducía. Nadie, y Dios menos que nadie, ayudaría a su madre a derrotar a Grímur. Dios era el omnisciente y omnipotente creador de cielos y tierra y había creado a Grímur igual que a todos los demás, había insuflado vida al monstruo y le permitía arrojarse sobre su madre y arrastrarla por el suelo de la cocina agarrada del pelo y escupirle. Y en ocasiones, Grímur se arrojaba sobre Mikkelína, la maldita imbécil, y la golpeaba y se burlaba de ella, y otras veces se arrojaba sobre Símon y le daba patadas o le golpeaba con tanta fuerza que estaba a punto de arrancarle los dientes de arriba, y le hacía escupir sangre.

Jesús, el mejor hermano. El mejor amigo de los niños.

Grímur estaba equivocado al pensar que Mikkelína era imbécil. Símon creía que era mucho más lista que todos los demás juntos. Y no decía palabra. Él estaba seguro de que podía hablar pero no quería. Estaba seguro de que había optado por el silencio por miedo a Grímur, un miedo igual que el suyo e incluso mayor, porque Grímur hablaba a veces de ella y decía que la iba a arrojar al vertedero con su carrito porque era una asquerosa de la peor especie y estaba ya harto de ver cómo se comía lo que él llevaba al hogar sin trabajar lo más mínimo en la casa y que no era más que una carga. Y añadía que aquella idiota convertía a la familia entera y también a él en el hazmerreír de todo el mundo.

Grímur hacía todo lo posible para que Mikkelína le oyera con toda claridad, y cuando su madre intentaba débilmente protegerla de aquellos ataques, él se reía. Mikkelína no protestaba por nada, ni siquiera cuando él la emprendía contra ella y la llamaba de todo, pues no quería que su madre tuviese que sufrir en su lugar. Símon lo veía en sus ojos, la relación entre los dos siempre había sido muy estrecha, mucho más que la existente entre Mikkelína y el pequeño Tómas, retraído y solitario.

Mikkelína no era imbécil. Su madre hacía ejercicios con ella cuando Grímur no las veía. Le daba masajes en las piernas. Levantaba su mano inútil, retorcida y doblada hacia dentro, y le untaba el costado tullido con un aceite que preparaba con hierbas de la colina. Mikkelína podría llegar a caminar algún día, y su madre la sostenía y daba pasitos con ella arriba y abajo, y le daba ánimos, y la alentaba a avanzar.

Hablaba con Mikkelína como si estuviera bien de la cabeza, y les decía a Símon y Tómas que hicieran lo mismo. La llevaba consigo y ambas hacían cosas juntas cuando Grímur salía. Mikkelína y ella se entendían muy bien. Y sus hermanos también la entendían. Cada movimiento y cada gesto. No necesitaban palabras, que Mikkelína conocía, aunque no las usara. Su madre le había enseñado a leer y lo único que le gustaba más que salir a tomar el sol era leer o que alguien lo hiciera en voz alta.

Pero un día del verano siguiente al estallido de la guerra, cuando los ingleses llegaron a la colina Mikkelína habló. Símon volvía a casa con ella en brazos, después de tomar el sol un rato. Iba a dejarla en su cama de la cocina, porque había empezado a atardecer y a refrescar en la colina y Mikkelína, que había estado desusadamente animada durante el día, mirándolo todo, sacó la lengua feliz y contenta y dejó escapar un sonido que hizo que a su madre se le cayera un plato que estaba metiendo en el armario de la cocina, y se rompió. Su madre olvidó por un instante el miedo que la habría dominado en circunstancias normales, se dio la vuelta y la miró.

– EMAAEMAAAA -repitió Mikkelína.

– ¡Mikkelína! -exclamó la madre.

– EMAAEMAAAA -gritó Mikkelína, agitando la cabeza con enorme alegría por su hazaña.

La madre se acercó a ella lentamente,como si no pudiera dar crédito a sus oídos, observando tan fijamente a su hija que Símon creyó ver lágrimas en sus ojos.

– Emaaemaaaa -dijo Mikkelína.

Su madre la cogió en brazos, la dejó cuidadosamente en su camita de la cocina y le acarició la cabeza. Era la primera vez que Símon veía llorar a su madre. Daba igual lo que le hiciera Grímur, nunca lloraba. Gritaba de dolor y pedía ayuda, y le suplicaba que parase o aguantaba la violencia en silencio, pero Símon nunca la había visto llorar. Pensó que debía de sentirse triste y la abrazó, pero ella le dijo que no se preocupara. Que aquello era lo mejor que le había podido suceder en la vida. Se dio cuenta de que lloraba por lo que le había ocurrido a Mikkelína, pero también porque hablaba y aquello la había hecho más feliz de lo que se había permitido nunca a sí misma.

Pasaron dos años más y Mikkelína fue aumentando constantemente su vocabulario; se atrevía a hacer frases enteras, con el rostro enrojecido, sacando la lengua y agitando la cabeza a un lado y otro en un esfuerzo convulsivo, hasta que daba la sensación de que se le iba a desprender del cuerpo. Grímur no lo sabía. Mikkelína se negaba a hacerlo en su presencia y su madre prefería no desvelar el secreto por no despertar la atención del marido, ni siquiera ante su triunfo. Las dos aparentaban que todo seguía igual. Que nada había cambiado. Símon oyó algunas veces a su madre hablar con vacilación con Grímur sobre llevar a la niña a una terapia. Se movería mejor y sería más fuerte con la edad, seguro que aprendería. Sabía leer y le enseñarían a escribir.

– Es tonta -replicó Grímur-. Lo contrario es impensable. Y deja de hablarme de ella.

De manera que olvidó el asunto, porque ella hacía todo lo que Grímur le ordenaba, y nunca hubo terapia alguna para Mikkelína excepto la que le proporcionaban su madre y Símon y Tómas sacándola al sol y jugando con ella.

Símon no quería tener mucho trato con Grímur; evitaba a su padre todo cuanto podía, pero a veces se veía obligado a acompañarlo. Cuando Símon se fue haciendo mayor, Grímur le hacía cada vez más encargos y se lo llevaba consigo a Reykjavik de excursión para cargar con las compras colina arriba. El viaje a la ciudad les llevaba unas dos horas, bajando a Grafarvogur, cruzando el puente del Ellidaá y siguiendo la orilla de la bahía hasta Laugarnes. A veces pasaban también por la ladera de Háaleiti y bajaban por el Sogamýri. Símon se mantenía cuatro o cinco pasos detrás de Grímur, quien no le dirigía la palabra ni se preocupaba de él hasta que le hacía cargar con las compras y lo empujaba de vuelta. El viaje de vuelta duraba entre tres y cuatro horas, según el peso que Símon se viera forzado a acarrear. A veces, Grímur se quedaba en la ciudad y no aparecía por la colina durante dos días.

Entonces reinaba en casa algo parecido a la alegría.

En sus excursiones a Reykjavik, Símon descubrió algo que necesitó cierto tiempo para asimilar, y que nunca llegó a comprender plenamente. En casa, Grímur era taciturno, irritable y violento. No toleraba que se le dirigiera la palabra. Utilizaba muchos tacos al hablar y acostumbraba a insultar a sus hijos y a su mujer; les hacía satisfacer cada uno de sus caprichos, y ay de ellos si no lo hacían. Pero al relacionarse con los demás, parecía que el monstruo hubiera cambiado de piel y se hubiera convertido en otra persona. En las primeras excursiones Símon pensó que vería a Grímur tal como se comportaba en casa, dedicándose a soltarle improperios a la gente y peleándose. Pero no fue así; más bien sucedió todo lo contrario. De repente, quería agradar a todos. Hablaba encantado con el tendero y hacía reverencias y cedía el paso cuando entraba alguien en la tienda y los trataba de usted. Incluso sonreía. Saludaba con un apretón de manos. A veces se encontraba con alguien a quien conocía de tiempo atrás y reía a carcajadas, con una risa alegre en vez de aquella risa extraña, seca y ronca que emitía en ocasiones cuando ultrajaba a su madre. Los hombres señalaban a Símon, y Grímur le ponía una mano encima de la cabeza y decía que era hijo suyo, sí, y qué grande estaba ya. Símon se inclinaba al principio, como esperando un golpe, y Grímur hacía broma.

Símon necesitó tiempo para comprender la duplicidad de su padre. No conocía aquella faceta suya. No entendía cómo podía ser de una forma en casa y de otra completamente distinta en cuanto ponía un pie fuera. No comprendía cómo Grímur podía adular y mostrarse humilde, hacer reverencias y tratar de usted a los demás si él era más poderoso que los cielos y tenía una autoridad ilimitada sobre la vida y la muerte. Cuando Símon habló de estas cosas con su madre, ella sacudió cansinamente la cabeza y le dijo, como siempre, que tuviera cuidado de no hacerle enfadar. Porque no importaba que fuera Símon, Tómas o Mikkelína quien hiciera saltar la chispa: Grímur siempre la tomaría contra ella.

A veces pasaban meses entre una agresión y otra, incluso un año, pero no cesaban, y en ocasiones el intervalo era menor. Semanas. Su virulencia variaba. Era un golpe que llegaba de la nada, en ocasiones una cólera incontrolable; entonces arrojaba a la madre al suelo y la emprendía a patadas.

No era sólo la violencia física la maldición que se cernía sobre la familia y el hogar. Sus insultos podían tener el mismo efecto que un latigazo en el rostro. Despreciaba a Mikkelína, esa miserable inválida. Se burlaba de Tómas porque seguía mojando las sábanas por las noches. Y Símon era un vago de mil demonios. Todos intentaban cerrar los oídos.

A Grímur le daba igual que sus hijos lo viesen arremeter contra su madre, denigrarla con palabras que herían como navajas.

En los intervalos se preocupaba de ellos poco o nada. En general, hacía como si no existieran. En ocasiones se ponía a jugar con los chicos, e incluso dejaba ganar a Tómas. Algunas veces, los domingos, se iban todos a dar un paseo a pie hasta Reykjavik y les compraba golosinas. Unas cuantas veces, dejó incluso que los acompañara Mikkelína, y les organizaba el transporte en el camión del carbón para que no tuvieran que cargarla colina arriba. En aquellas excursiones, infrecuentes, ya que podía transcurrir un largo tiempo de una a otra, Símon veía a su padre casi como un ser humano. Casi como un padre.

En las escasas ocasiones en que Símon no veía a su padre como un déspota, le parecía misterioso e incomprensible. Era capaz de sentarse a la mesa de la cocina y tomar café y observar a Tómas jugar en el suelo, y pasaba la palma de la mano por la superficie de la mesa y le pedía a Símon, que iba a salir de casa cruzando la cocina, que le diera más café. En una ocasión, mientras éste le echaba el café en la taza, dijo:

– Me pongo tan furioso cuando lo pienso…

Símon se detuvo con la cafetera en las manos y se quedó en silencio a su lado.

– Me pongo furioso -dijo pasando la mano por la mesa.

Símon retrocedió despacio y depositó la cafetera sobre el fogón.

– Me pongo tan furioso cuando veo a Tómas jugando en el suelo -continuó-. Yo no era mucho mayor que él.

Símon nunca se había imaginado a su padre más joven que él mismo, no concebía que hubiera sido distinto. Ahora, de repente, se convertía en un niño igual que Tómas, y Símon contempló una imagen completamente diferente de su padre.

– Tómas y tú sois amigos, ¿verdad?

Símon asintió.

– ¿No es verdad? -repitió.

Símon dijo que sí.

Su padre seguía pasando la mano por la superficie de la mesa.

– Nosotros también éramos amigos.

Y luego dijo:

– Era una mujer. Me enviaron para allá. A la misma edad que Tómas. Estuve allí muchos años.

Volvió a callar.

– Y su marido.

Dejó de pasar la mano por la mesa y apretó el puño.

– Malditos monstruos. Malditos monstruos del demonio.

Símon retrocedió despacio, alejándose de él. Y entonces pareció que su padre se calmaba de nuevo.

– Ni yo mismo lo entiendo -dijo-. Y es superior a mí.

Terminó el café, se puso en pie, entró en su dormitorio y cerró la puerta. Al pasar levantó a Tómas del suelo y se lo llevó consigo.

Símon percibió un cambio en su madre al pasar los años, y él mismo fue haciéndose mayor y madurando, a medida que su sentido de la responsabilidad aumentaba. Ella no cambió con la misma rapidez que Grímur cuando sufría aquella transformación repentina y parecía un ser humano; al contrario: el cambio de su madre fue extraordinariamente gradual y sutil y se produjo a lo largo de un prolongado período de tiempo que duró muchos años; y gracias a que su sensibilidad era mayor de lo habitual, Símon advirtió el significado de aquel cambio. Si persistía en cambiar, tanto o más peligroso sería para ella misma, quizá tanto como Grímur, e inevitablemente, Símon tendría que intervenir de una forma u otra antes de que fuera demasiado tarde. Mikkelína era demasiado débil y Tómas demasiado pequeño. Sólo él podía ayudarla.

Símon no comprendía plenamente lo que anunciaba aquel cambio, pero sus presentimientos se habían hecho más fuertes desde que Mikkelína pronunció su primera palabra. El progreso de Mikkelína alegró indeciblemente a su madre; por un instante fue como si se hubiera aliviado de su pesadumbre, y sonreía y la abrazaba a ella y a los dos chicos, y enseñaba a hablar a la niña y se alegraba con sus más mínimos progresos.

Pero al cabo volvió a su estado de ánimo habitual, recobrando la pesadumbre, más angustiosa aún que antes. A veces se sentaba en el borde de la cama, en el dormitorio, con la mirada perdida en el infinito, y así pasaba las horas una vez que había acabado de limpiar la casa para que no se viera ni una mota de suciedad en ninguna parte. Miraba al infinito con cierta desventura silenciosa, con los ojos medio cerrados, con un gesto de tan infinita tristeza, tan infinitamente sola en el mundo…

Una vez, un día que Grímur la había golpeado en el rostro y se había marchado como una exhalación, Símon se acercó a ella; tenía el cuchillo de trinchar en una mano, y la otra con la palma hacia arriba, y se pasaba la hoja lentamente por la muñeca. Cuando se dio cuenta de su presencia, sonrió levantando lentamente un lado de la boca y volvió a dejar el cuchillo en el cajón.

– ¿Qué hacías con el cuchillo? -preguntó Símon.

– Ver si corta bien. A tu padre le gusta que los cuchillos estén bien afilados.

– Es completamente distinto en la ciudad -dijo Símon-. Allí no es malo.

– Lo sé.

– Allí está contento y sonríe.

– Sí.

– ¿Por qué no es así en casa, con nosotros?

– No lo sé.

– ¿Por qué es tan malo en casa?

– No lo sé. Se siente mal.

– Ojalá fuera distinto. Ojalá estuviera muerto.

Su madre lo miró.

– Eso no. No hables como él. No pienses eso. Tú no eres como él y no lo serás nunca. Ni tú ni Tómas. Nunca. ¡Entérate! Te prohibo pensar en eso. No seas así.

Símon miró a su madre.

– Háblame del papá de Mikkelína -dijo.

Algunas veces, Símon la había oído hablar de él a Mikkelína, y se imaginaba cómo sería el mundo de su madre si aquel hombre no hubiera muerto. Se imaginaba que él mismo era hijo de aquel hombre, se imaginaba una vida de familia en la que su padre no era un monstruo sino un amigo y un compañero que trataba con cariño a sus hijos.

– Murió -dijo su madre, y en su voz se adivinaba cierto tono de reproche-. Y ya basta del tema.

– Pero él era distinto -dijo Símon-. Tú serías distinta.

– ¿Si él no se hubiera ido? ¿Si Mikkelína no hubiera enfermado? ¿Si yo no hubiera conocido a tu padre? ¿De qué sirve pensar así?

– ¿Por qué es tan malo?

Se lo había preguntado ya muchas veces, y en ocasiones ella le respondía y en otras se limitaba a callar como si llevara años buscando una respuesta a esa pregunta sin conseguir atisbarla. Miraba al infinito como si Símon no estuviera a su lado, como si estuviera sola hablando consigo misma, triste, cansada, lejana, como si nada de lo que dijera pudiera tener ya la menor importancia.

– No lo sé. Sólo sé que no es culpa nuestra. No es culpa nuestra. Es algo que lleva dentro. Al principio me culpaba a mí misma. Buscaba algo que yo pudiera haber hecho mal para provocar su enfado, e intentaba corregirme. Pero nunca supe lo que era: daba igual lo que yo hiciera, no servía de nada. Hace mucho que he dejado de culparme a mí misma y no quiero que ni tú ni Tómas ni Mikkelína penséis que si él se comporta como lo hace es por culpa vuestra. Aunque os insulte y os chille toda clase de barbaridades. No es culpa vuestra. -Miró a Símon-. La poca autoridad que tiene él en este mundo la tiene sobre nosotros, y no está dispuesto a perderla. No quiere perderla nunca jamás.

Símon miró el cajón donde estaba guardado el cuchillo de trinchar.

– ¿No hay nada que podamos hacer?

– No.

– ¿Qué pensabas hacer con el cuchillo?

– Ya te lo he dicho. Comprobar si estaba bien afilado. A él le gusta tenerlos bien afilados.

Símon perdonó la mentira a su madre, porque sabía que, como siempre, estaba intentando protegerlo, cuidarlo, procurando que su vida se viera afectada lo menos posible por aquel espantoso mundo familiar.

Cuando Grímur llegó a casa esa tarde, sucio de carbón de arriba abajo, estaba de un buen humor que no era habitual en él y se puso a hablar con su mujer de algo que había oído en Reykjavik. Se sentó en el taburete de la cocina, exigió su café y dijo que habían estado hablando de ella mientras transportaban el carbón, y que la gente decía que ella era uno de aquéllos.

Uno de aquellos niños del fin del mundo engendrados en el gasómetro.

Ella le dio la espalda a Grímur y preparó café sin decir ni una palabra. Símon estaba sentado a la mesa de la cocina. Tómas y Mikkelína se encontraban fuera.

– ¡En el gasómetro!

Y Grímur rió con una risa asquerosa y ronca. De vez en cuando tosía y escupía saliva negra de carbón, y tenía los ojos rodeados de negro, y también la boca y las orejas.

– ¡En la orgía del fin del mundo en el maldito gasómetro! -gritó.

– Eso no es cierto -dijo ella en voz baja.

Símon se sobresaltó porque nunca, en ninguna ocasión, estando él presente, su madre había contradicho a Grímur. La miró fijamente y sintió un escalofrío entre la piel y la carne.

– Follaron y jodieron toda la noche porque creían que el mundo se iba a acabar, y así te engendraron a ti, pobrecilla.

– Eso es mentira -dijo ella con más decisión que antes, sin levantar la mirada de la pila del fregadero.

Se dio la vuelta hacia Grímur y dobló la cabeza sobre el pecho, levantando los hombros como si quisiera ocultarse entre ellos.

Grímur había dejado de reír.

– ¿Me estás llamando mentiroso?

– No -respondió ella-, pero no es verdad. Es un error.

Grímur se puso en pie.

– Así que es un error -repitió las palabras de su mujer.

– Sé cuándo se construyó el gasómetro. Yo nací antes.

– No es lo que me han dicho a mí. Me dijeron que tu madre era una puta y tu padre un borracho, y que cuando naciste te echaron en un cubo de basura.

El cajón del cuchillo estaba abierto y ella se quedó mirándolo. Símon lo observó. Ella miró a Símon y de nuevo el cuchillo. Y él tuvo por primera vez la sensación de que sería capaz de usarlo.

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