Skarphédinn había hecho montar un gran toldo blanco sobre la zona de excavación, y cuando Erlendur entró allí procedente del sol primaveral, vio que el trabajo avanzaba de forma increíblemente lenta. Se había excavado la parte superior de la pared de tierra en una extensión de diez metros cuadrados, y el esqueleto estaba en un lado del solar de construcción. El brazo se elevaba por encima de la cuadrícula de los huesos, igual que antes, y había dos personas de rodillas con pincelitos y cucharillas en las manos, escarbando la tierra y recogiéndola con palitas.
– ¿No es demasiado minucioso todo esto? -preguntó Erlendur cuando Skarphédinn se acercó y le saludó-. Así no acabaréis nunca.
– En una excavación como ésta, toda precaución es poca -dijo Skarphédinn, tan solemne como siempre e igual de orgulloso de que su gente hubiera conseguido siempre buenos resultados usando sus métodos-. Y de todos, tú tendrías que entenderlo mejor que nadie -añadió.
– ¿No estarás utilizando esto como un campo de prácticas?
– ¿Como un campo de prácticas?
– Para arqueólogos. ¿No es ésa la asignatura que enseñas en la universidad?
– Mira, escucha, Erlendur. Trabajamos con precisión. No se puede hacer de otro modo.
– Quizá no haya prisa ninguna -dijo Erlendur.
– Y todo se explicará -dijo Skarphédinn pasándose la lengua por los colmillos.
– Tengo entendido que el forense está de vacaciones en España -dijo Erlendur-. Se supone que volverá dentro de unos días. No hay más remedio que esperar, así que aún tenemos tiempo suficiente.
– ¿Quién sería el enterrado? -se preguntó Elinborg.
– Aún no podemos decir si se trata de un hombre o de una mujer, de un joven o de un viejo -dijo Skarphédinn-. Y quizá no sea asunto nuestro decirlo. Pero creo que no queda duda alguna de que aquí se cometió un asesinato.
– ¿Podría tratarse de una mujer joven y embarazada? -preguntó Erlendur.
– Pronto lo comprobaremos.
– ¿Pronto? -dijo Erlendur-. No con estos métodos.
– La paciencia es una virtud, Erlendur -dijo Skarphédinn.
Erlendur iba a decirle dónde podía metérsela, cuando Elinborg se le adelantó.
– El crimen no tiene por qué estar relacionado con este lugar -dijo de pronto.
Estaba de acuerdo con casi todo lo expuesto por Sigurdur Óli el día anterior, cuando se puso a criticar a Erlendur porque le daba la sensación de que éste se aferraba a la primera idea que se le había venido a la cabeza: que la persona allí enterrada había vivido en la colina o en alguna de las casas de veraneo de los alrededores. A juicio de Sigurdur Óli, no tenía demasiado sentido limitarse a una casa concreta, por mucho que hubiera estado allí cerca, ni a la gente que pudiera haber vivido en ella. Erlendur se había ido al hospital cuando Sigurdur Óli expresó sus críticas, pero decidió sopesar su idea.
– Podrían haberle matado, digamos, en la zona oeste de la ciudad, y luego subirlo hasta aquí arriba -prosiguió-. No está nada claro que el crimen se haya cometido aquí mismo, en la colina. Ayer estuve hablando con Sigurdur Óli sobre el asunto.
Erlendur metió las manos hasta el fondo de los bolsillos de su abrigo, encontró el encendedor y un paquete de cigarrillos. Skarphédinn lo miró con ojos críticos.
– Dentro de la tienda no se puede fumar -dijo enfadado.
– Pues salgamos -resolvió Erlendur.
Salieron del entoldado y antes de hablar Erlendur se encendió un cigarrillo.
– Naturalmente, Sigurdur Óli y tú tenéis razón -dijo-. No podemos afirmar con certeza que el crimen, si se trata de un crimen, porque aún no lo sabemos, se cometiera en este lugar. Creo -prosiguió exhalando una espesa nubécula de humo- que tenemos tres teorías igual de válidas. En primer lugar, que se trata de la novia de Benjamín Knudsen, que desapareció estando embarazada y todos creyeron que se había tirado al mar. Por un motivo u otro, quizá por celos, como dices tú, mató a la chica y la escondió aquí, en su casa de verano, y luego se desentendió de ella por completo. Una segunda posibilidad es que se trate de alguien asesinado en Reykjavik, en Keflavik, o tal vez en Akranes, al otro lado de la bahía; en todo caso, en algún lugar cercano a la capital. Que lo trajeran aquí y se olvidaran de él. En tercer lugar, existe la posibilidad de que aquí en la colina viviera gente y que fueran ellos quienes cometieran el crimen y enterraran al muerto a las puertas de la casa, precisamente porque allí no podía entrar nadie. A lo mejor era un viajero, o un huésped, quizás uno de los ingleses que se instalaron por aquí durante la guerra y que construyeron los barracones del otro lado de la colina, o uno de los americanos que los relevaron, quizás alguien de la casa.
Erlendur dejó caer la colilla y la apagó con el pie.
– Personalmente, aunque no puedo explicarlo con un mínimo de precisión, ésta me parece la teoría más probable. La teoría de la novia de Benjamín sería la más sencilla, si podemos relacionar a la muchacha con estos huesos. La segunda teoría nos plantea quizá los problemas más serios, pues entonces estaríamos hablando de una desaparición en una zona muy grande y muy poblada, y que se produjo hace un montón de años. A ese respecto, todo queda abierto.
– Si resulta que entre los huesos se encuentran los de un feto, ¿no habremos encontrado la respuesta? -dijo Elinborg.
– Sería una solución muy simple, como te digo. ¿Qué sabemos en definitiva del embarazo? -preguntó Erlendur.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Sabemos algo del embarazo?
– ¿Quieres decir que quizá Benjamín mintió? ¿Qué la chica no estaba embarazada?
– No lo sé. Puede que se tratara efectivamente de un embarazo, pero que él no fuera el padre.
– ¿Quieres decir que ella lo engañó?
– Podemos darle todas las vueltas que queramos al asunto y no acabar, hay que esperar a que los arqueólogos nos proporcionen algo palpable.
– ¿Qué pudo pasarle a esa persona? -suspiró Elinborg recordando los huesos allí enterrados.
– A lo mejor se lo tenía merecido -dijo Erlendur.
– ¿Cómo?
– Confiemos en que quien recibió este trato no fuera un inocente.
Su mente volvió a Eva Lind. ¿Se merecía ella estar en una cama de la UCI, más muerta que viva? ¿Quizá la culpa era de él? ¿Se podía culpar a alguien que no fuera ella misma? ¿No era por su propia culpa por lo que le había sucedido aquello? ¿No era cosa suya, no se debía todo a su maldita drogadicción? ¿O él también tenía alguna responsabilidad? Su hija estaba convencida de que así era y se lo había dicho muchas veces, cuando pensaba que no era justo con ella.
– No deberías habernos abandonado nunca -le espetó en una ocasión-. Me miras con desprecio. Tú no eres mejor. ¡Tú también eres un pobre desgraciado!
– Yo nunca te miro con desprecio -repuso él, pero sus palabras no llegaron a oídos de su hija.
– Me desprecias como si fuera una mierda -gritó ella-. Como si tú fueras más que yo. Como si fueras más listo y mejor que yo. ¡Como si fueras mejor que mamá, Sindri y yo! Nos dejas tirados, pero eres un tipo estupendo y nos desprecias. Como si fueras… como si fueras un cabrón de dios todopoderoso.
– Yo intenté…
– ¡Tú no intentaste una puta mierda! ¿Qué intentaste tú? Nada. Nada de nada. Te largaste como un miserable.
– Yo nunca te he despreciado -objetó-. Estás equivocada. No comprendo por qué lo dices.
– Claro que sí. Claro que me desprecias. Por eso te fuiste. Porque no somos importantes. Tan asquerosamente poco importantes que no nos aguantabas. ¡Pregúntale a mamá! Ella lo sabe muy bien. Ella dice que todo es culpa tuya. Absolutamente todo. Culpa tuya. También que yo sea como soy. ¿Qué te parece eso, señor dios cabrón todopoderoso?
– Lo que dice tu madre no es justo. Está amargada y enfurecida y…
– ¡Amargada y enfurecida! Si supieras lo espantosamente enfurecida y amargada que está y cuánto te odia, lo mismo que a sus hijos, porque tú no te largaste por su culpa, cabrona de virgen María, sino por la nuestra. De Sindri y mía. ¡Entérate, gilipollas de mierda! ¡Entérate, gilipollas de mierda…!
– Erlendur…
– ¿Qué?
– ¿Te pasa algo?
– No, no. Todo va bien.
– Voy a ver a la hija de Róbert -dijo Elinborg moviendo una mano delante de los ojos de Erlendur, como si lo sacara de un trance-. ¿Vas tú a la embajada británica?
– Sí.
– Le diremos al médico de distrito que venga a echar un vistazo a los huesos en cuanto salgan a la superficie. Skarphédinn no entiende ni papa. Cada vez me recuerda más a uno de esos tipos tan raros de los cuentos de los hermanos Grimm.