Capítulo 18

No pudo conciliar el sueño durante la noche; durmió superficialmente y tuvo pesadillas. No podía quitarse de la cabeza lo que le había dicho aquella mujer bajita y de pelo ralo la noche anterior en la UCI. Él no tenía fe alguna en que los médiums pudieran actuar de mensajeros de la otra vida, y no creía que fueran capaces de ver nada que los demás no vieran. En cambio, estaba convencido de que eran todos unos farsantes, muy hábiles en sacar información a la gente y deducir de su forma de comportarse, e incluso de su forma de vestir, algo que a base de mucho sentido común les permitía llegar a unas conclusiones que en la mitad de los casos podían ser verdaderas y en la otra mitad falsas; simple cuestión de cálculo de probabilidades. Erlendur arremetió contra todas esas cosas como pura superchería en cierta ocasión en que salió el tema en la comisaría, para frustración de Elinborg. Ella creía en los médiums y en la vida después de la muerte, y por algún motivo había expuesto sus ideas directa y abiertamente. A lo mejor porque él era del campo. Resultó un pésimo cálculo. Él no estaba abierto en absoluto a lo sobrenatural. Pero había algo en la forma de comportarse de aquella mujer del hospital, y en lo que dijo, que no se le iba de la cabeza y que le había alterado el sueño.

Recibió una llamada telefónica de Jim, el secretario de la embajada, a primera hora de la mañana.

– Hablé con los de la embajada americana y me remitieron a Hunter. Quise ahorrarte trámites y hablé personalmente con él. Espero no haber hecho algo indebido.

– Te lo agradezco -dijo Erlendur con voz adormilada.

– Hunter vive en Kópavogur.

– ¿Desde la guerra?

– Eso no lo sé, por desgracia.

– Pero el bueno de Hunter sigue aquí -dijo Erlendur, frotándose los ojos.

– Sí, ha vivido aquí todo este tiempo -dijo Jim, pidiendo disculpas por si le había despertado: no era ésa su intención, en absoluto, creía que todos los islandeses se levantaban muy temprano en primavera, él también lo hacía, aquella claridad permanente de la primavera no daba tregua.

Edward Hunter había sido coronel del ejército norteamericano en Islandia durante la guerra, y fue uno de los pocos de aquellos militares que no se marcharon al concluir la contienda. Jim pudo localizarlo sin demasiada dificultad buscando a los militares del ejército de ocupación, británicos o norteamericanos, que aún seguían con vida, pero no eran muchos, según los datos del Ministerio del Interior británico. La mayor parte de los soldados ingleses que estuvieron en Islandia perdieron la vida durante la guerra, en África e Italia, o en el frente occidental, en la invasión de Normandía de 1944. Sólo un número muy reducido de los militares norteamericanos fueron a primera línea, y la mayoría completaron su servicio militar en el país hasta el final de la guerra. Algunos se quedaron allí, se casaron y con el tiempo se convirtieron en ciudadanos islandeses. Entre ellos estaba Edward Hunter.

– Y, oye, ¿está casado con una islandesa? -quiso saber Erlendur.

– Acabo de hablar con él -dijo Jim con su acento inglés, como si no hubiera oído la pregunta-. Te está esperando. El coronel Hunter sirvió durante un tiempo en la policía militar, aquí en Reykjavik, y recuerda algunas, cómo lo llamáis, mermas, de las que estará encantado de hablar contigo. En el cuartel de intendencia de la colina. ¿Lo expresé bien? Mermas.

– Estupenda palabra -dijo Erlendur, intentando mostrar interés-. ¿Qué clase de mermas?

– Él mismo te lo dirá. Deberías pedirle más detalles al respecto. Yo voy a seguir buscando a militares que murieran o desaparecieran aquí.

Se despidieron y Erlendur fue a la cocina, descalzo, a preparar café. Continuaba aún sumido en sombríos pensamientos. ¿Era una médium capaz de decir en qué lugar entre la vida y la muerte se hallaba alguien? No tenía la más mínima fe en ello, pero pensó que si aquello podía conceder, de alguna forma, algún alivio a quienes experimentaban la pérdida de un ser querido, él no iba a criticarlo. Daba igual de dónde procediera el consuelo.

El café estaba hirviendo y se quemó la lengua al beber el primer sorbo. Hizo lo posible por no pensar en lo que le había mantenido ocupada la cabeza durante la noche y aquella mañana y consiguió calmarse.

Más o menos.


De camino a casa de Hunter, Elinborg le contó la información que había obtenido de Bára sobre la novia de Benjamín, incluyendo que cuando desapareció llevaba puesto un abrigo verde. A Elinborg le había parecido interesante, pero Erlendur no gastó más palabras sobre el asunto y dijo de modo un tanto brusco que no creía en fantasmas. Elinborg tuvo la clara sensación de que no quería seguir hablando de esas cosas.

Edward Hunter, antiguo coronel del ejército estadounidense, parecía más un islandés que un norteamericano cuando recibió a Erlendur y Elinborg en su casa unifamiliar de Kópavogur, vestido con una chaqueta islandesa de lana, y con barba blanca y algo rala. Iba despeinado y sus facciones eran duras, aunque cuando los saludó con un apretón de manos pareció amable y educado; les pidió que le llamaran Ed. A Erlendur le recordó a Jim. Les dijo que su esposa estaba en Estados Unidos, donde vivía su hija. Él iba cada vez menos.

Les indicó que pasaran a una amplia sala y, al mirar alrededor, Erlendur pensó que no quedaba mucho de la vida militar; en la estancia destacaban dos grandes cuadros de paisajes islandeses, tallas islandesas y fotos familiares enmarcadas. Nada que recordara a Erlendur la vida militar o la guerra mundial.

Ed les estaba esperando, pues tenía ya listo café y té y un plato con pastas, y tras una charla intrascendente, de cortesía, que aburrió a los tres, el viejo militar cobró ánimos y preguntó en qué podía ayudarles. Hablaba un islandés prácticamente impecable, y era lacónico y conciso, como si la disciplina militar le hubiera despojado de todo lo superfluo hacía muchísimo tiempo.

– Jim, de la embajada británica, nos dijo que habías servido en el país durante la guerra, también en la policía militar, y que interviniste en algunos asuntos del campamento de intendencia que estaba donde se encuentra ahora el campo de golf de Grafarholt.

– Sí, ahora suelo ir a jugar allí al golf -dijo Hunter-. Vi las noticias de los huesos de la colina y Jim me dijo que pensabais que podía tratarse de uno de nuestros soldados, de los que estuvieron aquí durante la guerra, un inglés o un americano.

– ¿Sucedió algo en ese campamento de intendencia? -preguntó Erlendur.

– Robaron -dijo Hunter-. Sucedía en casi todos los almacenes de intendencia. A lo mejor vosotros lo llamáis merma. Un grupo de militares robaba provisiones y las vendía en Reykjavik. Empezó a muy pequeña escala pero fue creciendo sin parar en cuanto los ladrones ganaron confianza, y al final acabó convirtiéndose en un auténtico negocio. El jefe del almacén participaba en el asunto. A todos los juzgaron. Se los llevaron de aquí. Lo recuerdo con precisión. Escribía un diario que repasé cuando Jim habló conmigo. El recuerdo de todo aquel asunto de los robos me volvió a la cabeza al momento. Además llamé a un amigo de esos años, Phil, que era mi superior. Estuvimos recordando el caso.

– ¿Cómo se descubrió el robo? -preguntó Elinborg.

– La avaricia los traicionó. Las mermas se habían hecho enormes y era difícil mantenerlas en secreto, y salieron a la superficie algunas cosas que delataban que allí estaba pasando algo muy raro.

– ¿Y qué clase de hombres eran los que participaban?

Erlendur sacó unos cigarrillos y Hunter asintió para indicarle que no le molestaba que fumara. Elinborg lo miró con gesto de reproche.

– Soldados rasos. La mayoría. El de mayor graduación era el jefe del almacén. Y había por lo menos un islandés. Un hombre que vivía en la colina, allí mismo. Al otro lado del almacén.

– ¿Recuerdas cómo se llamaba?

– No. Vivía con su familia en una casucha sin pintar. Allí encontramos mucha mercancía procedente del almacén de intendencia. Según el diario tenía tres hijos, entre ellos una inválida, una niña. Los otros eran dos niños. Su madre…

Hunter calló.

– ¿Qué pasaba con la madre? -dijo Elinborg-. Ibas a decir algo sobre la madre.

– Creo que no tuvo ni una semana buena en su vida.

Hunter calló de nuevo y se quedó pensativo como si estuviera intentando despertar recuerdos de aquella época tan lejana, cuando estaba investigando unos robos y llegó a una casa islandesa en la colina y apareció una mujer que parecía ya harta de tanta violencia. Saltaba a la vista que estaba sometida a una violencia permanente y sistemática, una violencia tanto psicológica como física.

Apenas se dio cuenta de su presencia cuando entró en la casa con otros cuatro miembros de la policía militar. Enseguida vio a la niña inválida acostada en un catre miserable en la cocina, y a los dos niños de pie junto al catre, pegados uno al otro, sin moverse, mirando llenos de miedo a los militares que entraban en tromba allí. Vio al marido levantarse de un salto de la mesa de la cocina. No habían anunciado su visita y era evidente que no les esperaba. Pero se dieron cuenta de que no era un tipo duro. Aquel hombre no les causaría mayor problema.

Luego vio a la mujer. Aquello era muy a principios de la primavera y el interior de la casa estaba a oscuras, y necesitó un momento para acostumbrarse a la penumbra. La mujer estaba oculta en el pequeño zaguán de una habitación. Al principio creyó que se trataba de uno de los ladrones que intentaba escapar. Se dirigió velozmente al pasillo mientras sacaba su pistola de la funda que llevaba al costado. Gritó y apuntó con la pistola hacia la oscuridad. La niña inválida empezó a chillar. Los dos chicos corrieron hacia él gritando algo que no comprendió. Y de la oscuridad surgió aquella mujer, a la que no podría olvidar durante el resto de su vida.

Comprendió enseguida por qué estaba oculta. Tenía la cara tumefacta, el labio superior hinchado y uno de los ojos tan inflamado que no podía abrirlo del todo; le miraba muerta de miedo con el otro y se inclinaba sin querer. Como si pensara que iba a golpearla. Llevaba un vestido andrajoso encima de otro vestido, las piernas desnudas y los calcetines y los zapatos rotos. El pelo sucio le caía sobre los hombros en espesos mechones. Le pareció que cojeaba. Era el ser humano más desdichado que había visto en su vida.

La miró mientras ella intentaba calmar a los niños, y comprendió que intentaba ocultar su aspecto físico.

Estaba ocultando su vergüenza.

Los niños guardaban silencio. El mayor de los chicos se acurrucó junto a su madre. Él dirigió la mirada al marido, se dirigió hacia él y le asestó una estruendosa bofetada.

– Eso es lo que ocurrió -dijo Hunter cuando concluyó el relato-. No pude contenerme. No sé lo que pasó. No sé lo que me pasó. En realidad era algo incomprensible. Uno estaba entrenado, entendéis, para enfrentarse a cualquier cosa. Entrenado para conservar la calma, sucediera lo que sucediera. Era muy importante, en todo momento, no perder nunca el dominio de uno mismo, os lo podéis imaginar, con la guerra y todo eso. Pero cuando vi a aquella mujer…, cuando vi lo que había tenido que sufrir, me imaginé su vida en manos de ese hombre y algo se me rompió por dentro. Sucedió algo ante lo que fui incapaz de controlarme.

Hunter calló.

– Pasé dos años en la policía de Baltimore antes del comienzo de la guerra. Por entonces no se le llamaba violencia doméstica, pero era exactamente lo mismo. Allí lo conocí y siempre me ha parecido algo repugnante. Así que enseguida me di cuenta de lo que pasaba en aquella casa, y además él nos había estado robando… y, bueno, el hombre fue condenado de acuerdo con vuestras leyes -dijo como queriendo sacudirse de encima el recuerdo de la mujer de la colina-. Creo que la sentencia no fue dura. Al cabo de unos meses volvió a su casa para seguir pegándole a la pobre mujer.

– Así que consideras que se trataba de un caso muy grave de violencia doméstica -dijo Erlendur.

– De lo peor. Daba horror ver a aquella mujer -dijo Hunter-. Auténtico horror. Es como te lo cuento. Enseguida vi lo que pasaba allí. Intenté hablar con ella, pero no comprendía ni una palabra de inglés. Le hablé de ella a la policía islandesa, pero dijeron que no podían hacer mucho. Y no han cambiado demasiado las cosas al respecto, creo yo.

– No recordarás los nombres de esa gente, ¿verdad? -preguntó Elinborg-. ¿Los apuntaste en el diario?

– No, pero tendrían que estar en vuestros informes policiales. Y además, él trabajaba en el almacén. Naturalmente, tiene que haber listas de los empleados islandeses que trabajaron en la colina. Aunque a lo mejor hace ya demasiado tiempo.

– ¿Y qué pasó con los militares -preguntó Erlendur- que fueron juzgados por tus jueces?

– Tuvieron que pasar un tiempo en una prisión militar. El robo en intendencia era un delito común pero muy serio. Más tarde los enviaron a primera línea. Eso era una especie de condena a muerte.

– Y acabasteis con todos.

– De eso no tengo ni idea. Las mermas terminaron. El cuartel de intendencia volvió a marchar como tenía que marchar. El caso estaba solucionado.

– ¿Así que no crees que nada de esto guarde relación con los huesos?

– Sobre eso no puedo decir nada.

– ¿No recuerdas que hubiera desaparecido alguno de vuestros soldados, o de los ingleses?

– ¿Te refieres a deserciones?

– No. Desapariciones no resueltas. Por lo de los huesos. Por saber quién puede ser. Si tal vez sea un soldado americano del almacén de intendencia.

– Pues no tengo ni la menor idea. Ni idea.

Siguieron charlando con Hunter un buen rato más. Él parecía disfrutar de su conversación con ellos. Parecía pasarlo bien rememorando aquellos tiempos lejanos, armado siempre de su valioso diario, y enseguida se pusieron a hablar de los años de la guerra en Islandia y de la influencia que tuvo la presencia del ejército, hasta que Erlendur volvió a la realidad. No podían seguir perdiendo el tiempo de aquella forma. Se puso en pie y Elinborg lo imitó, y dio sus más encarecidas gracias en nombre de los dos.

Hunter se levantó también y los acompañó a la puerta.

– ¿Cómo descubristeis el robo? -preguntó Erlendur en la puerta.

– ¿Que cómo lo descubrimos? -repitió Hunter.

– ¿Qué os puso sobre la pista?

– Sí, te comprendo. Una llamada telefónica. Llamaron al cuartel general de la policía e informaron de un considerable robo de bienes del almacén.

– ¿Quién os dio el soplo?

– Nunca llegamos a saberlo, me temo. Nunca supimos quién había sido.


Símon estaba al lado de su madre mirando pasmado al militar, que se dio la vuelta con un extraño gesto de furia y asombro, atravesó la cocina y sin previo aviso le arreó a Grímur tal bofetada que lo hizo caer al suelo.

Los tres que había en la puerta no se movieron. Símon no podía creer a sus propios ojos. Miró a Tómas, que estaba atónito ante lo que sucedía, y luego a Mikkelína, muerta de miedo y con los ojos fijos en Grímur, que yacía en el suelo. Miró entonces a su madre y vio lágrimas en sus ojos.

Habían pillado a Grímur desprevenido. Habían oído dos jeeps acercándose a la casa, y la madre huyó al pasillo para que nadie la viera. Para que nadie viera su aspecto, su ojo hinchado y su labio roto. Grímur ni siquiera se levantó de la mesa, como si no tuviera la más mínima preocupación de que pudiera descubrirse su participación en los robos. Esperaba a sus amigos con un cargamento que pensaban esconder en la casa. Por la tarde irían a la ciudad a venderlo. Grímur acumulaba dinero y había empezado a hablar de irse de la colina, de comprar una casa, incluso un coche, cuando estaba de especial buen humor.

Los militares se lo llevaron. Lo metieron en uno de los jeeps y se lo llevaron de la colina. El que estaba al mando, el hombre que le había pegado a Grímur, se despidió de su madre con un apretón de manos, y se fue en el otro jeep.

Pronto volvió el silencio a la casa. La madre seguía en la puerta del pasillo como si aún no hubiera comprendido del todo la agresión. Se pasaba la mano lentamente por los ojos y miraba con fijeza algo que tan sólo ella veía. Nunca habían visto a Grímur en el suelo, derribado por un golpe, ni a nadie gritarle a Grímur. Nunca le habían visto tan impotente. No comprendían lo que había sucedido. Cómo había sucedido. Por qué Grímur no se lanzó contra el militar para darle una paliza. Los chicos se miraban uno al otro. El silencio en la casa era asfixiante. Miraron a su madre y de repente se oyó un sonido extraño que hacía Mikkelína. Estaba medio sentada en su cama y había empezado a soltar risitas, que crecían y se convertían en auténtica risa que al principio intentó reprimir hasta que rió con todas sus fuerzas. Símon sonrió y también se echó a reír, y Tómas los imitó y al poco estaban los tres riendo con una risa incontrolable y convulsiva, cuyo eco se repetía por toda la casa y salía a la colina, bañada en el sol de primavera.

Unas dos horas más tarde llegó un camión del ejército y vació la casa de las mercancías robadas por Grímur y sus compinches. Los chicos miraron el camión cuando se iba y corrieron por la colina y lo vieron entrar en el campamento, donde lo descargaron.

Símon no sabía exactamente lo que había sucedido, y no estaba seguro de que su madre lo supiera tampoco; pero a Grímur le cayó una pena de prisión y no volvió a casa. Al principio, nada cambió en la colina. Era como si no se dieran cuenta cabal de que Grímur no estaba ni estaría por un tiempo. Su madre seguía con sus labores como siempre había hecho y no dudaba en utilizar el dinero ilícitamente ganado para su manutención. Luego buscó trabajo en la granja de Gufunes, que estaba a media hora a pie de la casa.

Los niños sacaban a Mikkelína al sol siempre que había ocasión. A veces se la llevaban con ellos hasta Reynisvatn a pescar truchas. Si pescaban algo, su madre freía las truchas en la sartén convirtiéndolas en un manjar exquisito. Así transcurrieron varias semanas. Poco a poco se fueron soltando las ataduras que Grímur mantenía sobre ellos incluso en los ratos que no estaba en casa. Era más fácil despertar por la mañana, el día pasaba veloz sin problemas y las noches transcurrían en paz y tranquilidad, algo que les resultaba desconocido pero tan agradable que se quedaban despiertos hasta muy tarde, charlando y jugando hasta caerse de sueño.

Pero la ausencia de Grímur dejaba su huella, sobre todo en la madre. Un día, cuando ya se había dado cuenta plenamente de que Grímur no volvería de inmediato, lavó la cama de matrimonio por arriba y por abajo. Siguió con el desván, lo aireó y le quitó el polvo y la suciedad. También sacó al aire libre las camas y las sacudió, les puso sábanas nuevas, lavó a sus chicos uno tras otro con jabón verde y agua caliente de una gran tinaja que puso en el suelo de la cocina, y finalmente se lavó ella misma el pelo y la cara, en la que aún se veían las señales de las palizas de Grímur, y todo el cuerpo, de modo minucioso y cuidadoso. Titubeante, cogió el espejo y se miró en él. Se pasó la mano por el ojo y el labio. Había adelgazado y su gesto era áspero, los dientes algo inclinados hacia delante, los ojos hundidos y la nariz, que se había roto una vez, tenía una curva invisible.

Cuando se acercaba la medianoche metía a los niños en su cama hasta que los cuatro se quedaban dormidos. Los niños dormían muy pegaditos a su madre, Mikkelína al lado derecho y los dos niños al izquierdo, felices y contentos.

No fue a ver a Grímur a la prisión. Ni mencionaron su nombre durante todo el tiempo que estuvo fuera.

Una mañana, poco después de que se llevaran a Grímur, apareció en la colina Dave, el soldado, con su caña de pescar, pasó por delante de la casa, saludó a Símon y continuó hasta el Hafravatn. Símon le siguió disimuladamente y se tumbó a una distancia prudencial para observarle. Dave pasó todo el día en el lago con la misma tranquilidad que la otra vez, sin que pareciera importarle lo más mínimo cobrar una pieza o no. Tres truchas picaron su anzuelo.

Más tarde regresó por la colina, al atardecer, y se detuvo al lado de la casa con sus tres truchas. Estaba como titubeante, pensó Símon observándolo desde la ventana de la cocina, procurando que no le viera. Finalmente el soldado pareció decidirse y llamó.

Su madre se miró en el espejo y se arregló el pelo. Era como si supiera que les visitaría de nuevo. Estaba dispuesta a recibirle cuando lo hiciera.

Abrió la puerta y Dave sonrió, dijo algo incomprensible y le ofreció el pescado. Ella lo cogió y le pidió que entrara. Él avanzó con vacilación y al encontrarse en la cocina pareció un poco perdido. Saludó con un movimiento de la cabeza a los niños y a Mikkelína, que se estiró y echó atrás la cabeza para observar a aquel soldado que había llegado nada menos que hasta el interior de su casa, vestido con su uniforme y una extraña gorra en la cabeza que parecía más bien una barca boca abajo; el soldado recordó de pronto que no se había quitado la gorra y se la arrancó rápidamente de la cabeza, nervioso. No era especialmente alto pero tampoco bajo, probablemente ya había cumplido los treinta, era delgado, con manos bonitas que daban vueltas a la barca volcada como si la estuviera retorciendo después de lavarla.

Ella le indicó que tomara asiento y él se sentó, con los chicos a su lado, mientras la madre servía café, café de verdad, del almacén de intendencia, café robado que los militares no habían encontrado. Dave ya conocía a Símon y supo que el segundo se llamaba Tómas; eran nombres que no le costaba ningún esfuerzo pronunciar. Mikkelína le pareció un nombre curioso y lo repitió una vez tras otra de una forma tan extraña que les hizo reír. Dijo que se llamaba David Welch y que era de Estados Unidos, de la ciudad de Brooklyn. Era soldado raso. Los otros no lo entendieron.

– A private -dijo él, y ellos se limitaron a mirarle.

Bebió un sorbito de café y pareció gustarle mucho. La madre se sentó a un extremo de la mesa, enfrente de él.

– I understand your husband is in jail -dijo él-. For stealing.

No obtuvo reacción alguna.

Miró a los chicos y sacó un papelito del bolsillo del pecho y lo movió entre los dedos como si no estuviera seguro de lo que tenía que hacer. Luego pasó la nota a la madre por encima de la mesa de la cocina. Ella cogió la nota, la abrió y leyó lo que ponía. Miró al hombre con gesto de asombro y luego otra vez la nota, como si no supiera del todo lo que tenía que hacer con ella. Luego la plegó y se la metió en el bolsillo del delantal.

Tómas le pidió a David que volviera a pronunciar el nombre de Mikkelína, y cuando lo hizo rompieron a reír todos de nuevo, y las carcajadas de Mikkelína superaban las de los demás en su fresca alegría.

David Welch convirtió en costumbre sus visitas a la casa de la colina durante todo aquel verano, y se hizo amigo de los niños y de su madre. Pescaba en los dos lagos y les regalaba lo que pescaba, y les llevaba igualmente algunas cosillas del almacén, que les resultaban de mucha utilidad. Jugaba con los niños, que le tenían especial aprecio, y siempre llevaba consigo el librito de bolsillo para hacerse comprender en islandés. Les resultaba de lo más divertido oírle pronunciar las palabras islandesas de una manera incorrecta. Su seriedad no guardaba relación con lo que decía ni con la forma en que lo hacía; su islandés era como el de un niño de tres años.

Pero aprendía con rapidez y cada vez les resultaba más fácil comprenderle, y cada vez le era más fácil a él entender lo que le decían. Los chicos le enseñaron dónde estaban los mejores sitios para pescar, y le acompañaban a pasear por la colina y a dar la vuelta al lago, orgullosos, y aprendían de él palabras inglesas y letras de canciones populares norteamericanas que conocían de haberlas oído cuando sonaban en el campamento.

Desarrolló una relación muy especial con Mikkelína. No tardó mucho en ganársela por completo, y empezó a sacarla cuando hacía buen tiempo y a intentar que adquiriese más fuerza. Repetía lo que le hacía su madre: la ponía a hacer ejercicios de brazos y piernas, la sostenía para que caminara y la ayudaba a realizar toda clase de ejercicios físicos. Un día apareció acompañado de un médico del ejército para ver a Mikkelína. El médico la examinó detenidamente y le hizo realizar varios ejercicios. Le iluminó los ojos y la garganta con una linterna, le giró la cabeza y le tocó el cuello y fue bajando por la columna. Luego extendió unos bloques de formas diversas, y le mandó que los metiera en los agujeros correspondientes. Le llevó sólo un instante. Le informaron de que había enfermado cuando tenía tres años de edad y que oía todo lo que le decían, aunque apenas hablaba. Le contaron que sabía leer y que su madre le estaba enseñando a escribir. El médico movió la cabeza para indicar que comprendía. Habló largo rato con Dave después del examen, y cuando se hubo marchado Dave les explicó que Mikkelína no tenía ningún retraso mental. Para ellos no se trataba de ninguna novedad. Añadió que con tiempo, los ejercicios adecuados y mucho esfuerzo, Mikkelína podría llegar a caminar sin ayuda.

– ¡Caminar! -La madre se dejó caer lentamente sobre la silla de la cocina.

– E incluso a hablar perfectamente -añadió Dave-. ¿Nunca la ha visto un médico?

– No lo comprendo -suspiró ella.

– She is okay -dijo Dave-. Just give her time.

Ella no le escuchaba.

– Es un hombre horrible -dijo de repente, y sus hijos prestaron toda su atención, pues nunca la habían oído hablar de Grímur como en ese momento-. Un hombre horrible -prosiguió-. Un alma mezquina y maldita que no merece vivir. No sé por qué se les deja vivir a los hombres como él. No sé por qué existen hombres como él. No lo comprendo. ¿Por qué se les deja que hagan su voluntad? ¿Cómo puede haber hombres así? ¿Qué es lo que los convierte en monstruos? ¿Por qué se les permite comportarse como bestias año tras año y agredir a sus hijos y humillarlos y agredirme a mí y golpearme hasta que llego a desear la muerte y pienso en la forma de…?

Dejó escapar un profundo suspiro y se sentó al lado de Mikkelína.

– Una se avergüenza de ser la víctima de un hombre así y se abandona a una total soledad e impide a todos que se acerquen, incluso a sus propios hijos, porque una no quiere que nadie mueva un dedo, y menos que nadie ellos. Y allí se queda esperando el próximo ataque, que llegará sin aviso alguno, y está llena de odio hacia algo que no comprende, y la vida entera se convierte en la espera del siguiente ataque, ¿cuándo llegará, cuánto daño le hará, cuál será el motivo, cómo evitarlo? Porque cuanto más satisfago sus caprichos, tanto más asco siente él por mí. Cuanta más sumisión y temor le muestro, tanto más odio descarga él sobre mí. Y si me muestro indócil, entonces ya tiene un motivo para matarme a golpes. No hay forma de hacerlo bien. No hay forma. Hasta que lo único en que piensa una es en que todo acabe, da igual cómo. Sólo en que acabe.

Un silencio sepulcral reinaba en la casa. Mikkelína estaba tumbada inmóvil en su cama, y los chicos pegados a su madre. Escuchaban cada una de sus palabras conteniendo la respiración. Ella jamás había abierto la más mínima puertecita que permitiera ver la tortura en que se había estado debatiendo durante más tiempo del que podía recordar.

– Todo irá bien -repitió Dave.

– Yo te ayudaré -dijo Símon con solemnidad.

Ella le miró.

– Lo sé, Símon -dijo-. Siempre lo he sabido, mi pobrecito Símon.

Transcurrieron días y Dave pasaba todas sus horas libres en la colina con la familia, y ratos cada vez más largos con la madre, en la casa o paseando por el Reynisvatn y el Hafravatn. Los chicos querían estar más rato con él, pero había dejado de llevárselos a pescar y tenía menos tiempo para Mikkelína. A los niños no les importaba, pues se daban cuenta del cambio que se había producido en su madre y lo relacionaban con Dave, y se alegraban por ella.

Seis meses después de la detención de Grímur por la policía militar, un bonito día de otoño, Símon vio a Dave y a su madre a lo lejos, que volvían paseando hacia la casa. Caminaban muy juntos y le pareció que iban cogidos de la mano. Cuando se acercaron se soltaron las manos y aumentaron la distancia entre ellos, y Símon comprendió que no querían que nadie los viese así.

– ¿Qué pensáis hacer Dave y tú? -preguntó Símon a su madre una tarde de otoño, cuando la oscuridad había caído ya sobre la colina.

Estaban sentados en la cocina. Tómas y Mikkelína estaban jugando. Dave había pasado el día con ellos pero ya había regresado al almacén. La pregunta había estado en el aire todo el verano. Los niños habían hablado del asunto entre ellos y habían imaginado una multitud de posibilidades, que siempre acababan otorgando a Dave el papel de padre y echando a Grímur, a quien no querían volver a ver nunca más.

– ¿Qué quieres decir con eso de qué pensamos hacer? -preguntó la madre.

– Cuando él vuelva -dijo Símon.

Mikkelína y Tómas dejaron de jugar y se quedaron mirándole.

– Hay tiempo de sobra para pensar en eso -dijo su madre-. De momento no va a regresar.

– Pero ¿qué piensas hacer tú?

Mikkelína y Símon miraron a su madre.

Ella miró a Símon y luego a Mikkelína y Tómas.

– Él nos ayudará -respondió ella.

– ¿Quién? -dijo Símon.

– Dave. Él piensa ayudarnos.

Símon miró a su madre intentando comprender lo que pasaba por su cabeza.

– ¿Qué piensa hacer?

Ella le miró directamente a los ojos.

– Dave conoce a los hombres como él. Sabe cómo librarse de ellos.

– ¿Qué piensa hacer? -repitió Símon.

– No os preocupéis de eso -respondió su madre.

– ¿Va a librarnos de él?

– Sí.

– ¿Cómo?

– No lo sé. Dice que lo mejor es que sepamos lo menos posible, y yo ni siquiera debería deciros lo que os estoy diciendo. No sé lo que piensa hacer. A lo mejor hablar con él. Asustarle para que nos deje en paz. Tiene amigos en el ejército que le ayudarán si es necesario.

– ¿Y qué pasará si Dave se marcha? -preguntó Símon.

– ¿Si se marcha?

– Si se va de aquí -dijo Símon-. No estará siempre aquí. Es un soldado. Siempre se llevan a los soldados y traen a otros nuevos a los barracones. ¿Qué pasa si se marcha? ¿Qué haremos entonces?

Ella miró a su hijo.

– Ya encontraremos una solución -dijo en voz baja-. Ya la encontraremos.

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