Capítulo 28

– ¿No os apetece conocer a Símon? -preguntó Mikkelína. Sus ojos estaban empañados de lágrimas.

– ¿A Símon? -dijo Erlendur, que no sabía de qué les estaba hablando. Entonces se acordó. Recordó al hombre que había ido a recogerla a la colina-. ¿Te refieres a tu hijo?

– No, a mi hijo no, a mi hermano -precisó Mikkelína-. A mi hermano Símon.

– ¿Vive?

– Sí. Vive.

– Entonces tendremos que hablar con él -dijo Erlendur.

– No servirá de mucho -dijo Mikkelína con una sonrisa-. Pero iremos a verle. Le gustan las visitas.

– Pero ¿no piensas seguir con lo que nos estabas contando? -preguntó Elinborg-. ¿Qué clase de bestia era ese hombre? No puedo creer que alguien sea capaz de comportarse así.

Erlendur la miró

Mikkelína se levantó.

– Os lo contaré por el camino. Vamos a ver a Símon.


– ¡Símon! -gritó la madre.

– Deja a mamá en paz -chilló Símon con voz temblorosa, y antes de que pudieran darse cuenta le había clavado la tijera hasta el fondo a Grímur en el pecho.

Símon retiró la mano. El mango de las tijeras sobresalía del pecho. Grímur miró a su hijo con ojos de asombro, como si no acabara de entender lo que había sucedido. Se fijó en las tijeras y pareció incapaz de moverse. Miró de nuevo a Símon.

– ¿Me matas tú? -gimió, cayendo de rodillas.

La sangre empezó a salir por la herida y alcanzó el suelo, y él fue cayendo poco a poco hacia atrás hasta quedar tendido.

La madre apretaba al niño contra su pecho llena de silencioso espanto. Mikkelína estaba inmóvil a su lado. Tómas seguía quieto en el mismo sitio en que se le había caído el plato. Símon empezó a temblar, en pie al lado de su madre. Grímur no se movía.

Un silencio sepulcral se adueñó de la casa.

Hasta que la madre dejó escapar un lacerante grito de agonía.


Mikkelína calló.

– No sé si el niño nació muerto o si mamá lo había apretado con tanta fuerza que se asfixió en sus brazos. Lo parió mucho antes de que hubiera llegado a término. Lo esperaba para la primavera pero era todavía invierno. No le oímos hacer ruido alguno. Mamá no llegó a limpiarle la boca y la nariz y le enterró el rostro en su ropa manteniéndole abrazado, por miedo a que se lo quitara.

Erlendur torció hacia la entrada de una casa unifamiliar normal y corriente, siguiendo las indicaciones de Mikkelína.

– ¿No habría sobrevivido al invierno? -preguntó Erlendur-. Me refiero a su marido. ¿Ésos eran los planes que se había hecho ella?

– Quizá -dijo Mikkelína-. Llevaba tres meses envenenándole. No era suficiente.

Erlendur se detuvo en la entrada de la casa y apagó el motor.

– ¿Habéis oído hablar de la hebefrenia? -preguntó abriendo la puerta.


La madre miraba fijamente al niño muerto en sus brazos, meciéndose adelante y atrás con fuertes gemidos.

Símon no parecía darse cuenta de su presencia y tenía clavados los ojos en el cuerpo de su padre, incapaz de creer lo que estaba viendo. Un gran charco de sangre había empezado a formarse debajo de él. Símon temblaba como una hoja.

Mikkelína intentaba consolar a su madre, pero era de todo punto imposible. Tómas pasó por delante de ellos y entró en el dormitorio y cerró la puerta, todo sin decir una sola palabra. Sin mostrar reacción alguna.

Así pasó un buen rato.

Mikkelína consiguió calmar a su madre. Ésta volvió en sí, calló y miró a su alrededor. Vio a Grímur tumbado en medio de su sangre, junto a ella, a Símon, temblando como una hoja, y el gesto de angustia de Mikkelína. Entonces se puso a lavar al niño con el agua caliente a fondo, con mucho cuidado, con movimientos lentos y delicados, como si supiese lo que había que hacer sin necesidad de pensar en los detalles. Dejó al niño en el colchón, se puso en pie y abrazó a Símon, que seguía sin moverse del sitio, y el niño cesó de temblar y se echó a llorar con profundos sollozos. Lo llevó hasta una silla y le hizo sentarse de espaldas al cadáver. Fue hacia Grímur y sacó las tijeras de la herida y las echó al fregadero.

Luego se sentó en una silla, exhausta tras el parto.

Les explicó lo que tenían que hacer. Dieron la vuelta a Grímur, lo colocaron sobre una manta y arrastraron el cuerpo hacia la entrada. Se alejaron un buen trecho de la casa y Símon se aprestó a excavar un hoyo. Durante el día había aclarado el tiempo, pero ahora volvía a llover, una fría y espesa lluvia de invierno. La tierra no estaba demasiado helada. Símon utilizó un hacha para romper el hielo y a las dos horas de cavar arrastraron el cadáver hasta allí y lo dejaron al borde del agujero. Pasaron la manta por encima de la fosa, dejaron caer el cuerpo y tiraron de la manta. El cuerpo cayó en el agujero de tal forma que el brazo izquierdo se quedó levantado, pero ni Símon ni su madre tuvieron valor para tocarlo.

La madre regresó a la casa arrastrando los pies y cogió al niño, lo sacó a la fría lluvia y lo puso encima del cadáver.

Estaba a punto de hacer la señal de la cruz sobre la tumba, pero se detuvo.

– No existe -dijo.

Luego empezó a echar paletadas de tierra al agujero. Símon estaba al lado de la tumba viendo caer la húmeda tierra negra sobre los cuerpos, que desaparecían poco a poco. Mikkelína se había puesto a ordenar la cocina. A Tómas no se le veía por ningún sitio.

Había ya una gruesa capa de tierra en la tumba cuando Símon creyó ver, de pronto, que Grímur se movía. Se sobresaltó y miró a su madre, que no se había percatado de nada, y luego miró fijamente la tumba y vio con insoportable espanto que él, con el rostro medio cubierto de tierra, se movía.

Abrió los ojos.

Símon era incapaz de moverse.

Grímur le miraba fijamente desde la tumba.

Símon gritó tan fuerte que su madre dejó de echar tierra. Miró a Símon y luego a la tumba, y vio que Grímur seguía con vida. Estaba en el borde mismo de la fosa. La lluvia caía sobre ellos con violencia y le limpiaba a Grímur la tierra del rostro. Las miradas de ambos se cruzaron por un instante, hasta que Grímur movió los labios.

– ¡Hazlo!

Y volvió a cerrar los ojos.

La madre miró a Símon, luego a la tumba. Cogió la pala y siguió echando tierra como si nada hubiera pasado.

– Mamá -gimió Símon.

– Vete a casa, Símon -dijo la madre-. Ya se acabó. Vete a casa a ayudar a Mikkelína. Por favor, Símon. Vete a casa.

Símon miró a su madre doblada sobre la pala, empapada de la fría lluvia, acabando de llenar la fosa. Y se dirigió a la casa en silencio.


– Es posible que Tómas pensara que todo era culpa suya -dijo Mikkelína-. Nunca habló de ello, no quiso hablar con nosotros. Se encerró en sí mismo por completo. En el momento en que mamá le gritó y él dejó caer el cuenco al suelo, se puso en marcha una serie de acontecimientos que transformó nuestra vida y causó la muerte de su padre.

Estaban sentados en una limpia salita aguardando a Símon. Les habían dicho que estaba dando un paseo por el barrio pero le esperaban de un momento a otro.

– Una gente de lo más amable -dijo Mikkelína-. No podría estar en un sitio mejor.

– ¿Nadie echó de menos a Grímur, o…? -dijo Elinborg.

– Mamá limpió la casa de arriba abajo y cuatro días después denunció que su marido se había ido a pie a Selfoss, por el páramo de Hellisheidi, y no había vuelto a saber nada de él desde entonces. Nadie sabía de su embarazo, o al menos nunca le preguntaron. Enviaron equipos de búsqueda al páramo pero, naturalmente, no le encontraron.

– ¿Qué iba a hacer él en Selfoss?

– Mamá nunca tuvo que dar más explicaciones -dijo Mikkelína-. Nadie pidió que explicara el motivo de los viajes de su marido. Era un ex presidiario. Un ladrón. ¿Qué les importaba lo que fuera a hacer en Selfoss? A nadie le importaba lo más mínimo. Ni lo más mínimo. Había muchas otras cosas en las que pensar. El mismo día que mamá denunció la desaparición, los soldados americanos mataron a un islandés a tiros.

Mikkelína sonrió débilmente.

– Pasaron varios días. Luego, semanas. Nunca apareció. Se le declaró muerto. Perdido. Una desaparición de lo más habitual en Islandia.

Suspiró.

– Fue por Símon por quien más lloró mamá.


Cuando todo hubo terminado, en la casa reinaba un silencio extraño.

La madre estaba sentada a la mesa de la cocina, aún empapada por aquel diluvio, con los ojos perdidos en el infinito, las manos llenas de tierra sobre la mesa, sin prestar atención alguna a los niños. Mikkelína estaba sentada junto a ella y le acariciaba los brazos. Tómas seguía en el dormitorio y no apareció. Símon estaba en mitad de la cocina mirando hacia la lluvia, y las lágrimas le corrían por las mejillas. Miró luego a su madre y a Mikkelína y de nuevo por la ventana, desde donde se veían los groselleros. Luego salió.

Estaba mojado y helado y temblando en medio de la lluvia cuando llegó hasta el arbusto, se detuvo a su lado y acarició sus ramas desnudas. Después miró hacia el cielo, enfrentándose a la lluvia. El firmamento estaba negro y en la distancia se oían truenos.

– Lo sé -dijo Símon-. No se podía hacer otra cosa.

Calló y bajó la cabeza y la lluvia chorreó sobre él.

– Ha sido tan difícil. Ha sido tan difícil y tan horrible, tanto tiempo. No sé por qué era así. No sé por qué tuve que matarle.

– ¿Con quién hablas, Símon? -preguntó su madre, que había salido y había llegado hasta él y le abrazaba.

– Soy un asesino -dijo Símon-. Yo le maté.

– No a mis ojos, Símon. Tú nunca podrás ser un asesino a mis ojos. No más que yo. A lo mejor se trata del destino que se labró él mismo. Lo peor que puede suceder es que te eches la culpa a ti en su lugar, una vez que está muerto.

– Pero yo le maté, mamá.

– Porque no podías hacer ninguna otra cosa. Tienes que entenderlo, Símon.

– Pero me siento tan mal.

– Lo sé, Símon. Lo sé.

– Me siento tan mal.

Ella miró los arbustos.

– En otoño, estos arbustos volverán a dar grosellas, y todo irá bien. Créeme, Símon. Todo irá bien.

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