Llegado el momento de la verdad, resultó que Höskuldur Thórarinsson no sabía mucho del asunto. Sólo lo que le habían contado pero, como suele suceder con los sabelotodos, aparentaba saber más, y dio vueltas y revueltas hasta que Erlendur se cansó de oírle y se despidió, de forma un tanto brusca.
Elinborg había localizado a la hermana de la novia de Benjamín y cuando salieron de casa de Höskuldur le dijo a Erlendur que iba a hablar con ella. Erlendur asintió y dijo que él iría a la Biblioteca Nacional e intentaría encontrar noticias de prensa sobre el cometa Halley.
– ¿Qué piensas de lo que nos contó Höskuldur? -preguntó Erlendur cuando estuvieron de nuevo sentados en el coche.
– Eso del gasómetro no tiene pies ni cabeza -respondió Elinborg-. Será interesante ver lo que encuentras al respecto. Lo que dijo sobre los chismorreos es totalmente cierto, en cambio. Tenemos una gran afición a hablar mal del prójimo. Pero no nos confirman si Benjamín fue o no un asesino.
– Sí, bueno, pero ¿cómo dice el refrán? Cuando el río suena, agua lleva.
– Un refrán -refunfuñó Elinborg-. Le preguntaré a la hermana. Dime otra cosa. ¿Cómo sigue Eva Lind?
– Está en la cama y parece plácidamente dormida. El médico dice que tengo que hablarle.
– ¿Hablarle?
– Cree que puede oír mi voz aunque esté en coma, y que es bueno para ella.
– ¿Y de qué le hablas?
– Todavía de nada -dijo Erlendur-. No tengo ni idea de qué decirle.
La hermana reconoció las habladurías pero rechazó con énfasis que cualquiera de ellas tuviese una pizca de verdad. Se llamaba Bára y era bastante más joven que la hermana desaparecida, vivía en una gran casa unifamiliar del elegante barrio de Grafarvogur, estaba casada con un comerciante al por mayor muy bien situado, y parecía muy rica, como dejaban ver los imponentes interiores, las espléndidas joyas y la arrogancia que mostraba hacia una desconocida como aquella inspectora de policía que había entrado hasta su salón. Elinborg, que le había contado por teléfono a grandes rasgos qué era lo que deseaba, pensó que aquella mujer nunca en su vida había tenido preocupaciones por culpa del dinero, que siempre habría podido permitirse lo que le apeteciera y que nunca había tenido que tratar con nadie que no perteneciera a su misma clase social. Probablemente hacía mucho tiempo que no tenía que preocuparse por nada. Se le ocurrió pensar que aquélla también habría sido la existencia que se le presentaba a su hermana cuando desapareció.
– Mi hermana estaba tremendamente enamorada de Benjamín, lo que en realidad jamás logré comprender. Para mí, era de una sosez terrible. De buena familia, eso ni se discute. Los Knudsen son una de las familias más antiguas de Reykjavik. Pero él no era nada interesante.
Elinborg sonrió. No sabía a qué se refería. Bára se dio cuenta.
– Un soñador. Rara vez tenía los pies en la tierra, con sus grandes ideas sobre una revolución del comercio, que realmente acabó por producirse, y hace ya mucho tiempo, aunque a él no le resultara de ninguna utilidad. Y se llevaba bien con la gente vulgar. Sus sirvientas no tenían ni que tratarle de usted. Aunque ahora hace mucho que nadie se trata de usted en este país. Ya no quedan buenas maneras. Ni tampoco sirvientas.
Bára quitó con la mano el imaginario polvo de la mesa del salón. Elinborg observó los enormes cuadros colgados en un extremo del elegante salón, que representaban a los esposos en dos pinturas separadas. El hombre parecía un tanto abatido y cansado, incluso distraído. En cambio Bára aparecía con una sonrisita aduladora marcada en sus fuertes rasgos, y Elinborg no pudo menos que pensar que la triunfadora en aquel matrimonio era ella. Sintió lástima por él.
– Pero si piensas que fue él quien mató a mi hermana, estás completamente equivocada -dijo Bára-. Esos huesos de los que hablas no son de ella.
– ¿Cómo estás tan segura?
– Porque lo sé. Benjamín jamás le habría hecho daño a una mosca. Era así. Un autentico gallina. Un soñador, como he dicho. Se pudo comprobar también cuando desapareció ella. Se convirtió en nada, el pobre hombre. Dejo de atender a sus negocios. Dejo de asistir a fiestas. Dejo de hacerlo todo. Nunca se recuperó. Mamá le devolvió las cartas de amor que le había enviado a mi hermana. Había leído algunas, dijo que eran muy hermosas.
– ¿Estabas muy unida a tu hermana?
– No, no puedo decir que lo estuviera Que va. Yo era mucho más pequeña. Según recuerdo, ella era bastante mas adulta. Mi madre decía siempre que era como nuestro padre. Excéntrica y muy difícil. Melancólica. Hizo lo mismo que él.
Fue como si a Bára se le hubiera escapado la ultima frase sin querer.
– ¿Lo mismo? -dijo Elinborg.
– Sí -dijo Bára disgustada-. Lo mismo. Se suicidó -añadió como si fuera con ella-. Pero él no se limitó a desaparecer como ella. Que va. Se colgó en el comedor del gancho de la gran araña de cristal. A la vista de todos. No se preocupó ni lo más mínimo por la familia.
– Debió de ser difícil para vosotras -dijo Elinborg, por decir algo.
La señora Bára la miró con gesto de reproche, sentada como estaba enfrente de ella, como recriminándola por haber revivido aquel recuerdo.
– Sobre todo para ella. Se tenían mucho cariño. Eso marca, claro. Pobre chica.
Su voz pareció delatar compasión, pero tan sólo duró un instante.
– ¿Cuándo sucedió…?
– Unos años antes de que ella desapareciera -dijo Bára.
Y de pronto Elinborg tuvo la sensación de que estaba intentando ocultar algo. Que aquella frase estaba muy estudiada. Desprovista de cualquier sentimiento. Pero tal vez aquella mujer fuera así, y ya está. Presuntuosa, insensible y cargante.
– Hay que reconocer que Benjamín se portó bien con ella -continuó Bára-. Le escribía cartas de amor y cosas de ésas. En esa época, los novios acostumbraban a dar largos paseos a pie por Reykjavik. Lo suyo fue un cortejo habitual. Se conocieron en el hotel Borg, que por entonces era el lugar para las citas, y se visitaban en sus casas respectivas, daban paseos y hacían excursiones, y las cosas fueron sucediendo poco a poco, como sucede en todas partes con los jóvenes. Él pidió su mano y creo que faltaban algo más de dos semanas para la boda cuando ella desapareció.
– Tengo entendido que la gente decía que se había tirado al mar -dijo Elinborg.
– Sí, la gente insistía en eso. La buscaron por todo Reykjavik. Un montón de personas participaron en la búsqueda pero no encontraron ni rastro de ella, ni el menor rastro. Mi madre me lo contó. Mi hermana salió de nuestra casa por la mañana. Iba de compras y fue a varias tiendas, claro que no había tantas como ahora, pero no compró nada. Fue a ver a Benjamín a la tienda, salió y no se la volvió a ver. Él dijo que habían tenido una discusión. Por eso se culpaba a sí mismo de lo que pasó, y se lo tomó todo de una forma terrible.
– ¿Por qué en el mar?
– Algunos dijeron que habían visto a una mujer dirigirse a la playa, donde ahora termina la calle Tryggvagata. Llevaba un abrigo parecido al de mi hermana. Eran de estatura parecida. Y eso era todo.
– ¿Cuál fue el motivo de la discusión?
– Cualquier tontería. Algo relativo a los preparativos de la boda, según dijo Benjamín.
– Pero tú piensas que hubo algo más.
– No tengo ni idea.
– Y excluyes por completo que sean suyos los huesos de la colina.
– Lo excluyo. Sí. No tengo argumentos. No puedo demostrarlo. Pero me parece total y absolutamente absurdo. No puedo ni imaginarlo.
– ¿Sabes algo de la gente que alquiló la residencia de veraneo de Benjamín en Grafarholt? ¿De las personas que pudieron vivir allí durante los años de la guerra? Quizá se trate de una familia de cinco personas, un matrimonio con tres hijos. ¿Tienes alguna idea?
– No, pero sé que durante todos los años de la guerra hubo gente en la casa, a consecuencia del problema de la vivienda que había por entonces.
– ¿Conservas algo de tu hermana, como un mechón de pelo, por ejemplo? ¿Tal vez en un guardapelos?
– No, pero Benjamín sí que tenía un mechón. Yo estaba delante cuando ella se lo cortó. Le había pedido un recuerdo antes de ir a pasar dos semanas de veraneo en el norte, en Fljót, donde tenemos parientes.
Elinborg telefoneó a Sigurdur Óli en cuanto entró en su coche. Éste acababa de salir del sótano de Benjamín tras un día largo y pesado, y ella le pidió que tuviera los ojos bien abiertos por si encontraba un mechón de pelo de la novia de Benjamín. Podría estar metido en un guardapelos bonito, añadió. Oyó suspirar a Sigurdur Óli.
– No seas así -dijo Elinborg-. Podemos aclarar el caso si encontramos el mechón de pelo. Así de simple.
Apagó el teléfono y se dispuso a marcharse, cuando una idea atravesó su cabeza y apagó el motor. Reflexionó un instante y se mordió el labio inferior, insegura. Y tomó la decisión.
Bára se extrañó al verla de nuevo cuando abrió la puerta.
– ¿Te has dejado algo? -preguntó.
– No, sólo una pregunta -dijo Elinborg vacilante-. Me marcho enseguida.
– Bueno, ¿de qué se trata? -preguntó Bára con impaciencia.
– Dijiste que tu hermana llevaba un abrigo el día que desapareció.
– Sí, ¿y qué?
– ¿Cómo era ese abrigo?
– ¿Cómo era? Un abrigo normal y corriente que le compró mi madre.
– Lo que quiero decir -aclaró Elinborg- es ¿de qué color era? ¿Lo sabes?
– ¿El abrigo?
– Sí.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Bueno, simple curiosidad -dijo Elinborg, que no quería entrar en más explicaciones.
– No lo recuerdo -dijo Bára.
– No, claro -dijo Elinborg-. Lo entiendo. Gracias y disculpa las molestias.
– Pero mi madre dijo que era verde.
Cambiaron muchas cosas en esos extraños tiempos.
Tómas había dejado de mojar las sábanas por la noche. Había dejado de enfurecer a su padre y por algún motivo que a Símon se le escapaba por completo, Grímur había comenzado a mostrar más atención que antes a su hermano pequeño. Quizá Grímur había cambiado desde que llegaron los soldados. O quizás era Tómas el que estaba cambiando.
Su madre nunca hablaba del gasómetro con el que Grímur la fastidiaba constantemente, hasta el punto de que ya casi se había aburrido de usarlo. Pobre bastarda, le decía, la llamaba «gasera», y hablaba del gran depósito donde se dedicaron a hacer toda clase de aberraciones la noche en que iba a ser destruida la Tierra, porque cuando el cometa chocara la haría pedazos. Símon no comprendía nada de todo aquello pero notaba que su madre se tomaba el asunto como algo muy personal. Aquellas palabras le dolían tanto como los golpes que le asestaba.
Una vez, al ir con Grímur a la ciudad, pasaron delante del gasómetro y Grímur señaló el gran depósito, rió y dijo que allí era donde habían engendrado a su madre. Y entonces rió todavía más. El gasómetro era uno de las mayores construcciones de Reykjavik y Símon se quedó extasiado. Decidió preguntarle a su madre sobre su relación con aquel gran depósito, que le despertaba una curiosidad incontrolable.
– No escuches las tonterías que dice -respondió ella-. Deberías saber cómo es. No hay que hacer caso de nada de lo que dice. No le hagas ni caso.
– Pero ¿qué sucedió en el gasómetro?
– Nada, que yo sepa. Es todo una invención suya. No sé dónde puede haber oído esas tonterías.
– Pero ¿dónde están tu madre y tu padre?
Ella calló y miró a su hijo. Durante toda su vida había luchado con aquella pregunta y ahora su hijo, en su inocencia, acababa de plantearla directamente y ella no tenía la menor idea de qué contestarle. No sabía quiénes eran sus padres, nunca lo había sabido. Cuando era más joven había hecho algunas indagaciones pero sin llegar a nada. Cuando intentaba recordar sus primeros años, se veía en una inclusa de Reykjavik, y cuando creció supo que no era hija ni hermana de nadie, y que estaba a cargo del municipio. Pensó muchas veces en aquellas palabras, pero hasta mucho más tarde no comprendió lo que significaban. Un día se la llevaron de la inclusa y fue a parar a casa de un matrimonio de edad, como una especie de asistenta domiciliaria, y cuando tuvo edad se colocó de sirvienta en casa del comerciante. Aquélla había sido toda su vida hasta que conoció a Grímur. Por eso siempre había echado de menos tener padres, un refugio, una familia, tíos y tías, y abuelos y abuelas, y hermanos y hermanas, y cuando paso de adolescente a mujer se preguntaba a menudo quienes serían sus padres. No sabía dónde buscar la respuesta.
Imaginó que habían perecido en un accidente. Aquello le servía de consuelo, porque no podía ni imaginar que hubieran abandonado a su hija. Se dijo que le habían salvado la vida pero ellos habían muerto. Incluso que habían sacrificado sus vidas por ella. Siempre pensó en ellos así. Como héroes que lucharon por sus propias vidas y por la de su hija. No podía ni imaginar que sus padres siguieran con vida. Era impensable.
Cuando conoció al marinero, el padre de Mikkelína, le convenció de que la ayudara a buscar la respuesta, y fueron de oficina en oficina pero en ningún sitio podía encontrarse dato alguno sobre ella excepto que era huérfana; su primera inscripción en el registro no mencionaba a los padres. La habían inscrito como huérfana. No hubo forma de encontrar su certificado de nacimiento. Fue con el marinero a ver a la familia de acogida y preguntaron a su madre adoptiva si recordaba algo, pero no fue capaz de darles una respuesta «Pagaron para que te acogiéramos -les dijo-. Un dinero que no nos venía nada mal.» Nunca había preguntado por el origen de la muchacha
Hacia ya muchos años que había dejado de hacerse preguntas sobre sus padres, cuando Grimur apareció un día asegurando que había descubierto quienes eran sus padres y como la habían engendrado, y ella le miró a los ojos cuando habló de la orgía del gasómetro.
Miro a Símon y todos aquellos pensamientos del pasado volvieron a su mente, estuvo a punto de decir algo importante pero se contuvo y le dijo que no estuviera siempre preguntando esas cosas.
La guerra rugía por el mundo y había llegado incluso a lo alto de la colina, al lado opuesto, donde los soldados ingleses habían empezado a construir casas con forma de pan que se llamaban barracones. Símon no comprendía la palabra. Se dedicaban a la «intendencia».
A veces iba con Tómas al otro lado de la colina a ver lo que hacían los soldados. Éstos llevaron allí maderas, grandes cabrios para los tejados, chapas de cinc y material para vallas, rollos de alambre de espino y sacos de cemento, y una hormigonera y un buldózer para socavar la tierra donde iban a levantar los barracones. Y construyeron un bunker de hormigón abierto hacia el oeste, hacia Grafarvogur, y un día los hermanos vieron a los ingleses subiendo un gran cañón colina arriba. El tubo del cañón se elevaba muchos metros en el aire; metieron el cañón en el bunker, y asomaba inmenso por una abertura, dispuesto a bombardear al enemigo, los alemanes, que habían empezado la guerra y mataban a todo el que pillaban, incluso a niños pequeños como ellos.
Los soldados levantaron una valla alrededor de los barracones, que eran ocho y se construyeron en un abrir y cerrar de ojos, y colocaron un portón y un cartel que decía, en islandés, que quedaba terminantemente prohibida la entrada a toda persona no autorizada. Al lado había una caseta en donde mañana y noche había un soldado con un fusil. Los soldados no prestaban ninguna atención a los chicos, que tenían la precaución de mantenerse a una distancia prudente. Cuando hacía buen tiempo y lucía el sol, Símon y Tómas llevaban a su hermana al otro lado de la colina y la tumbaban sobre el musgo para que viera lo que estaban construyendo los soldados y para enseñarle el cañón que sobresalía del bunker. Mikkelína miraba todo lo que se ofrecía a sus ojos en silencio y pensativa, y Símon tuvo la sensación de que lo que veía le daba miedo. Los soldados y el gran cañón.
Los soldados vestían uniformes de color verde musgo con correajes, y fuertes botas negras que se ataban hasta las pantorrillas, y a veces un casco en la cabeza, y fusiles y pistolas en fundas sujetas al cinturón. Cuando hacía calor, se quitaban las guerreras y las camisas y trabajan al sol, desnudos de cintura para arriba. A veces había maniobras en la colina, y entonces los soldados se escondían, salían corriendo y se tiraban al suelo disparando sus armas. Por las noches llegaban desde el campamento ruidos y música. A veces, la música salía de un aparato que chirriaba, y la canción tenía un sonido metálico. Otras veces eran ellos quienes entonaban en plena noche canciones de su patria, Inglaterra, y Grímur decía que era una gran potencia.
Le contaron a su madre todo lo que pasaba al otro lado de la colina, y no mostró demasiado interés en ello. Pero una vez la llevaron hasta lo alto de la colina, donde se pasó un buen rato mirando el campamento de los ingleses, y cuando volvió a casa habló de complicaciones y peligros y prohibió a los chicos que rondaran por donde estaban los soldados, porque nunca se sabía lo que podía pasar con gente armada, y no quería que les sucediera nada.
Al cabo de un tiempo, llegaron al campamento de intendencia los americanos, y casi todos los ingleses se fueron. Grímur dijo que los habían enviado a todos a la muerte, y que los yanquis se lo pasarían muy bien en Islandia y que no tenían de qué preocuparse.
Grímur dejó el transporte de carbón y empezó a trabajar para los yanquis de la colina, porque allí había dinero y trabajo de sobra. Un día iba caminando por la colina, preguntó si necesitaban a alguien en el campamento de intendencia y sin ningún problema le dieron un puesto en el almacén y la cantina. A partir de entonces cambió considerablemente la disponibilidad de alimentos en su casa. Grímur llevó un día una lata roja con una llavecita. Levantó el metal de la tapa con la llave y volcó cuidadosamente el contenido hasta que un pedazo de carne color rosa cayó sobre el plato, rodeado de una gelatina transparente que temblaba y estaba deliciosamente salada.
– Jamón -dijo Grímur-. Llegado directamente de los Estados Unidos.
Símon no había comido nada tan bueno en toda su vida.
Al principio no se paró a pensar cómo llegaba hasta su mesa aquella comida nueva, pero se dio cuenta del gesto de preocupación de su madre cuando Grímur llegó una vez con una caja entera de latas y la escondió por la casa. Después las llevaba a Reykjavik en un saco, y cuando volvía contaba las coronas y los céntimos en la mesa de la cocina, y se le veía inusualmente alegre. No estaba tan enfadado con su madre. Dejó de hablar del gasómetro. Le acariciaba la cabeza a Tómas.
Las mercancías inundaban la casa: había cigarrillos americanos y exquisitos alimentos enlatados, e incluso medias de nailon que según su madre era el máximo deseo de las mujeres de Reykjavik.
Todo permanecía tan sólo un tiempo breve en la casa. En una ocasión, Grímur apareció con un paquetito que olía maravillosamente; Símon jamás había olido nada que se le pareciera. Grímur abrió el paquete y dejó que lo probaran, y dijo que era goma de mascar que los yanquis se pasaban el rato masticando a horas y a deshoras, como las vacas. No había que tragárselo, sino que al cabo de un rato tenías que escupirlo y coger una laminita nueva. Símon y Tómas, y hasta Mikkelína, que también recibió su porción de aromático chicle, rumiaban como si les fuera la vida en ello, y luego lo escupían y cogían otro.
– Se llama gum -dijo Grímur.
Grímur aprendió enseguida a arreglárselas en inglés, se hizo amigo de los militares y, en ocasiones, cuando los soldados estaban de permiso, los invitaba a su casa, y entonces tenían que llevar a Mikkelína al trastero, y los chicos se tenían que peinar bien y su madre se ponía el mejor vestido que tenía, y se arreglaba lo mejor posible. Llegaban entonces los soldados, que eran amables y se presentaban saludando con un apretón de manos y regalando caramelos a los chicos. Se sentaban a charlar y bebían a morro de las botellas. Se despedían y se iban en un jeep militar y todo volvía a quedar tranquilo en casa, donde jamás recibían visitas.
Lo más habitual era que los soldados fueran directamente a Reykjavik y volvieran por la noche cantando felices y contentos, y entonces se oían gritos y llamadas por la colina, y en una o dos ocasiones creyeron oír el disparo de un arma, aunque no del gran cañón, porque si se disparaba era que los malditos nazis habían llegado a Reykjavik dispuestos a matar a todo el mundo en un abrir y cerrar de ojos, según Grímur. Muchas veces iba a la ciudad con los soldados y se divertía con ellos y volvía a la casa de la colina cantando alguna de las canciones más populares de América. Símon nunca había oído a Grímur cantar hasta ese verano.
Y una vez, Símon fue testigo de algo asombroso.
Uno de los soldados americanos fue cierto día al otro lado de la colina con una caña de pescar y se detuvo en el lago Reynisvatn y se puso a pescar truchas. Y luego fue colina abajo con la caña nada menos que hasta el Hafravatn, donde pasó la mayor parte del día. Esto sucedía un bonito día de verano, y él iba tranquila y pausadamente por la orilla lanzando el sedal cuando le parecía bien. No parecía estar pescando por codicia, más bien parecía disfrutar de la vida junto al lago con aquel tiempo tan bueno. Se sentaba, fumaba y tomaba el sol.
Hacia las tres pareció cansarse y recogió la caña y un pequeño morral de pesca, metió dentro las tres truchas que había pescado y se alejó del lago con su tranquilidad acostumbrada y subió la colina, pero en vez de pasar delante de la casa se detuvo y le dijo algo incomprensible a Símon, que había seguido sus caminatas y ya estaba ante la casa.
– Are your parents in? -preguntó el soldado, sonriente y dirigiéndose hacia la entrada.
La puerta estaba abierta como siempre que hacía buen tiempo.
Tómas había llevado a Mikkelína al sol, detrás de la casa, y permanecía tumbado a su lado. Su madre estaba dentro, dedicada a las tareas domésticas.
Símon no comprendió al soldado.
– You don’t understand me? -dijo el soldado-. My name is Dave. I'm an American.
Comprendió que se llamaba Dave y asintió con la cabeza. Dave le acercó su zurrón, lo abrió, sacó las tres truchas y las puso en el suelo.
– I want you to have this. You understand? Keep them. They should be great.
Símon miró a Dave sin comprender. Dave sonrió mostrando sus dientes blancos. Era delgado y de baja estatura, el rostro huesudo, pelo oscuro y espeso, peinado a un lado.
– Your mother, is she in? -preguntó-. Or your father?
Símon no dio señal alguna de comprenderle. Dave se desabrochó el botón del bolsillo delantero de la guerrera y sacó un librito negro, y pasó las páginas hasta encontrar el lugar adecuado. Se acercó a Símon y señaló con un dedo un pasaje del libro.
– Can you read? -preguntó.
Símon leyó la frase que le señalaba. Estaba en islandés y era comprensible, y después estaba en extranjero, el idioma en el que no entendía nada. Dave leyó la frase islandesa en voz alta, esforzándose por hacerlo bien.
– Me llamo Dave -dijo-. My name is Dave -repitió en inglés.
Luego le dio la vuelta al libro y lo acercó a Símon, que leyó en voz alta.
– Me llamo… Símon -dijo con una sonrisa.
Dave también sonrió, y su sonrisa fue aún más amplia. Buscó otra frase del libro y se la enseñó a Símon.
– «¿Cómo está usted, señorita?» -leyó Símon.
– Yes, but not miss, just you -dijo Dave riendo.
Pero Símon no le entendió. Dave encontró en el libro una palabra y se la enseñó.
– «Madre» -leyó Símon en voz alta.
Y Dave le señaló con el dedo y asintió con la cabeza.
– ¿Dónde está? -preguntó en islandés.
Y Símon comprendió que estaba preguntando por su madre. Le hizo señas de que le siguiera y entró con él en la casa y llegó hasta la cocina, donde estaba su madre sentada a la mesa grande, remendando calcetines. Vio entrar a Símon y le sonrió, pero cuando vio a Dave detrás de él, la sonrisa se congeló en sus labios, los calcetines se le cayeron de las manos y se puso en pie de un salto tan brusco que volcó el taburete.
– Sorry -dijo el americano-. Please, I'm so sorry. I didn’t want to scare you. Please.
La madre de Símon había retrocedido hasta la pila del fregadero y tenía la mirada clavada en el suelo, como si no se atreviera a levantar los ojos.
– Llévatelo, Símon -dijo.
– Please, I will go -dijo Dave-. It's okay. I'm sorry. I'm going. Please, I.…
– Llévatelo, Símon -repitió su madre.
Al principio, Símon no alcanzó a comprender su reacción y se quedó mirando a uno y otro alternativamente, y vio a Dave retroceder y desaparecer de la cocina y salir al patio.
– ¿Por qué me has hecho esto? -le dijo a Símon-. Traer un hombre a casa. ¿Qué significa esto?
– Perdóname -dijo Símon-. Creía que no era nada malo. Se llama Dave.
– ¿Y qué quería ese hombre?
– Quería regalarnos su pescado -dijo Símon-. Lo pescó en el lago. Pensé que no era nada malo. Sólo quería darnos el pescado.
– Dios mío, qué susto. Cielo santo, qué susto me he llevado. No lo vuelvas a hacer nunca más. ¡Nunca! ¿Dónde están Mikkelína y Tómas?
– En la parte de atrás.
– ¿Están bien?
– ¿Que si están bien? Sí. Mikkelína quería salir al sol.
– No vuelvas a hacerlo nunca más -repitió, y salió a ocuparse de Mikkelína-. ¡Escúchame bien! Nunca más.
Dio la vuelta a la esquina y se dirigió al lado sur de la casa, y vio al militar al lado de Tómas y Mikkelína, mirando a la chica con cara de asombro. Mikkelína estaba retorcida, alargando la cabeza hacia el sol para ver quién era aquel que los miraba desde arriba. Vislumbró la cara del soldado entre los rayos de sol. El soldado miró a la madre y luego a Mikkelína, acurrucada en la hierba con Tómas.
– I… -dijo Dave, y se interrumpió-. I didn’t know -dijo-. I'm sorry. Really I am. This is none of my business. I'm sorry.
Y luego dio media vuelta y se marchó a paso rápido y ellos se quedaron mirándole hasta que desapareció detrás de la colina.
– ¿Va todo bien? -preguntó la madre, poniéndose en cuclillas al lado de los pequeños.
Se quedó más tranquila en cuanto el soldado se hubo ido, aunque no parecía tener intención de hacerles ningún daño. Levantó a Mikkelína, la metió en casa y la acostó en su cama de la cocina. Los mayores la siguieron.
– Dave no es malo -dijo Símon-. Es distinto.
– Se llama Dave -dijo su madre con la mente en otro sitio-. Dave -repitió-. ¿No es lo mismo que David, si fuera islandés? -se dijo a sí misma, más que hablando con sus hijos.
Y entonces sucedió lo que a Símon le pareció tan asombroso.
Sonrió.
Tómas siempre había sido silencioso y solitario, de carácter frágil, tímido y callado. El invierno anterior y ese mismo verano, fue como si Grímur hubiera visto en él, aunque no en Símon, algo que despertara su interés. Lo trataba como a una persona importante y se sentaba a hablar con él en la habitación, y cuando Símon preguntaba a su hermano de qué habían estado hablando, Tómas no decía nada pero Símon no se rendía y le sacaba que habían estado hablando de Mikkelína.
– ¿Y de qué hablaba contigo sobre Mikkelína? -preguntó Símon.
– De nada -dijo Tómas.
– De algo hablaríais, ¿de qué? -dijo Símon.
– De nada, de verdad -dijo Tómas, pero su cara delataba que estaba intentando ocultarle algo a su hermano.
– Dímelo.
– No quiero. No quiero que hable conmigo. No quiero.
– ¿No quieres que tu padre hable contigo? ¿Quieres decir que no quieres que te diga lo que te dice? ¿Eso es lo que quieres decir?
– No quiero nada -dijo Tómas-. Y deja de hablar conmigo.
Así transcurrieron semanas y meses, y Grímur demostraba de distintas formas lo contento que estaba con su hijo menor.
Símon nunca oía sus conversaciones, pero consiguió enterarse de lo que estaban tramando una tarde, ya muy avanzado el verano. Grímur se estaba preparando para ir a Reykjavik con mercancías del almacén de intendencia. Estaba esperando a un soldado llamado Mike, que le iba a ayudar. A Mike le habían prestado un jeep, que llenarían de mercancías para vender en la ciudad. La madre estaba preparando la comida, también procedente de la intendencia. Mikkelína estaba acostada en su cama.
Símon se dio cuenta de que Grímur empujaba a Tómas en dirección a Mikkelína, y que le susurraba algo al oído y sonreía, como cuando se dedicaba a fastidiar a los niños con comentarios hirientes. Su madre parecía no percatarse de lo que estaba sucediendo, hasta que Tómas se acercó a Mikkelína, se detuvo delante de ella, empujado por Grímur, y le dijo:
– Marrana.
Luego, Tómas volvió con Grímur, y Grímur rió y le dio una palmadita en el cuello.
Símon miró a su madre, que estaba en el fregadero. Tenía que haberlo oído, pero no se movió y al principio su única reacción fue aparentar que aquello no tenía demasiada importancia. Pero vio que tenía en una mano un cuchillito de pelar patatas, y que los nudillos se le ponían blancos por la fuerza con que agarraba el mango. Finalmente se dio la vuelta despacio, con el cuchillo en la mano, y miró fijamente a Grímur.
– No hagas eso -dijo con voz temblorosa.
Grímur la miró y dibujó una sonrisa de burla.
– ¿Yo? -dijo Grímur-. ¿Que no haga qué? ¿Qué estás diciendo? Yo no hago nada. Ha sido el chico. Mi Tómas.
La madre dio un paso en dirección a Grímur, aún con el cuchillo levantado.
– Deja a Tómas en paz.
Grímur se puso en pie.
– ¿Piensas hacer algo con ese cuchillo?
– No le hagas eso -dijo la madre.
Pero Símon notó que ella empezaba a retroceder. Oyó el jeep detenerse delante de la casa.
– Ya está aquí -exclamó Símon-. Ya está aquí Mike.
Grímur miró por la ventana de la cocina y luego de nuevo a su esposa, y aquello alivió por un instante la tensión. La madre soltó el cuchillo. Mike apareció en la puerta. Grímur sonrió.
Cuando regresó por la noche, se abalanzó violentamente contra su esposa. Por la mañana ésta tenía un ojo amoratado y cojeaba. Los niños oyeron sordos gemidos cuando Grímur arremetía contra ella. Tómas fue a gatas hasta la cama de Símon y miró a su hermano en medio de la noche, completamente destrozado, cubriéndose la boca con la mano como queriendo borrar aquello.
– … perdona, yo no quería, perdona, perdona, perdona…