Hacia la hora de la cena, los arqueólogos aparecieron ataviados con forros polares y anoraks, con sus cucharas y sus palas, vallaron un área grande por encima del esqueleto y se pusieron a arrancar con mucho cuidado la vegetación. Aún había tanta luz como en pleno día, el sol no quería ponerse antes de las diez. Eran cuatro hombres y dos mujeres y trabajaban con tranquilidad y profesionalidad, examinando cuidadosamente cada paletada extraída. Se podían apreciar alteraciones en la tierra de la zona en cuanto la sacaban del suelo. El tiempo y los trabajos que se estaban llevando a cabo se habían encargado de ello.
Elinborg localizó a un geólogo de la facultad de Geología de la universidad, que se mostró más que dispuesto a ayudar a la policía, dejó todo lo que estaba haciendo y apareció en el solar justo media hora después de que Elinborg cortara la comunicación telefónica con él. Andaba por los cuarenta, era moreno de pelo, delgado y de voz inusualmente grave, doctor por una universidad parisina. Elinborg lo condujo hasta el talud. La policía lo había cubierto con un toldo para que no siguiera cubriendo de polvo a visitantes y viandantes, e hizo pasar al geólogo por debajo.
Un gran fluorescente iluminaba y arrojaba sombras lúgubres sobre el lugar de reposo del esqueleto. El geólogo no se dio ninguna prisa. Observó la pared, cogió un puñado de tierra y lo desmenuzó con la mano. Comparó el estrato de tierra que rodeaba al esqueleto por arriba y por abajo y examinó la compactación de la tierra que contenía los huesos. Explicó que ya lo habían llamado una vez por un homicidio, pidiéndole que analizara un pedazo de tierra que se hallaba en la escena del crimen, y había sido todo un éxito. A continuación se dedicó a contarle a Elinborg que había publicaciones científicas sobre criminología y geología, una especie de geología forense, si entendía lo que quería decir.
Ella escuchó aquel torrente de palabras hasta que perdió la paciencia.
– ¿Cuánto tiempo lleva enterrado? -preguntó.
– No es fácil decirlo -respondió el geólogo con voz grave, y adoptó pose de científico-. No demasiado.
– ¿Qué quiere decir «no demasiado» tiempo en geología? -preguntó Elinborg-. ¿Mil años? ¿Diez?
El geólogo la miró.
– No es fácil decirlo -repitió.
– ¿Qué puedes decir con seguridad? -preguntó Elinborg-. Calculado en años.
– No es fácil decirlo.
– ¿Así que no es fácil decir nada?
El geólogo miró a Elinborg y sonrió.
– Perdona, estaba pensando. ¿Qué quieres saber?
– ¿Cuánto tiempo?
– ¿Cómo?
– Cuánto lleva eso aquí -suspiró Elinborg.
– Yo adelantaría que entre cincuenta y setenta años. Tendré que hacer exámenes más precisos, pero eso es lo que me parece más probable. La compactación de la tierra… Queda completamente descartado que sea un hombre de la colonización, que esto sea un túmulo pagano.
– Ya lo sabemos -dijo Elinborg-; hay restos de ropa…
– Esta línea verde de aquí -explicó el geólogo señalando una capa de tierra de color verdoso en la parte inferior de la pared- es lodo de la edad de hielo. Estas líneas que aparecen a intervalos regulares -continuó señalando más arriba en la pared- son estratos de ceniza volcánica. El de más arriba es de finales del siglo quince. Es la capa más espesa de ceniza volcánica que hay en la región de Reykjavik desde la colonización. Y luego hay capas más antiguas, de los volcanes Hekla y Katla. Con eso nos remontamos muchos miles de años en el tiempo. Hay poco hasta la roca, como puedes ver aquí -dijo, indicando una gran piedra en el foso-. Eso es dolerita de Reykjavik, un tipo de roca que aparece por toda la región que se extiende alrededor de la ciudad.
Miró a Elinborg.
– En comparación con toda esta historia, ha pasado una millonésima de segundo desde que cavaron esa tumba.
Los arqueólogos dejaron de trabajar hacia las nueve y media y Skarphédinn informó a Erlendur de que volverían al día siguiente por la mañana, temprano. No habían encontrado nada especial en la tierra y sólo habían comenzado a retirar la capa de vegetación de encima. Erlendur preguntó si no podrían acelerar un poco los trabajos pero Skarphédinn lo miró con desprecio y preguntó a su vez si quería destruir las pruebas. Siguieron de acuerdo en que no había urgencia vital en llegar hasta los huesos.
Erlendur habló con la madre de Tóti, y con el mismo Tóti, sobre los huesos que había encontrado. El muchacho estaba orgullosísimo de la atención que le prestaban. Siempre igual, suspiró su madre. Que su hijo tuviera que encontrar el esqueleto de un hombre en pleno campo…
– Éste ha sido mi mejor cumpleaños -le dijo Tóti a Erlendur-. Ever.
Erlendur y Sigurdur Óli le hicieron al estudiante de medicina un par de preguntas sobre los huesos. Él les explicó que había estado mirando a la niña pero que tardó un rato en darse cuenta de que lo que estaba mordisqueando era un hueso. Cuando lo miró más detenidamente comprobó que se trataba de una costilla rota.
– ¿Cómo supiste tan pronto que era un hueso humano? -preguntó Erlendur-. Podía haber sido de oveja, por ejemplo.
– Sí, ¿no habría sido más probable que perteneciera a una oveja? -terció Sigurdur Óli, un urbanita que no tenía la menor idea de los animales domésticos islandeses.
– No había duda posible -dijo el estudiante de medicina-. He intervenido en autopsias y no había forma de equivocarse.
– ¿Puedes decirnos cuánto tiempo estuvieron los huesos en la tierra? -preguntó Erlendur.
Tenía que esperar a los resultados del geólogo al que había llamado Elinborg, y también los del arqueólogo y el forense, pero le pareció que no se perdía nada por oír la opinión del estudiante.
– Examiné la tierra y a la vista del grado de putrefacción quizás estemos hablando de setenta años. No mucho más. Pero claro, yo no soy ningún experto.
– No, claro -dijo Erlendur-. El arqueólogo pensaba lo mismo y él tampoco es un experto. -Se volvió hacia Sigurdur Óli-. Tenemos que examinar las desapariciones de personas en esa época, quizás en torno a mil novecientos treinta o cuarenta. Incluso antes. A ver lo que encontramos.
Apagaron el fluorescente del entoldado. Los periodistas se habían marchado. El hallazgo de huesos fue la noticia principal en los informativos vespertinos. La televisión mostró imágenes de Erlendur y su gente en el fondo del foso y una cadena mostró el momento en que su reportero intentó que Erlendur dijera algo pero él le hizo señales de que se fuera y aquél tuvo que marcharse.
La calma había vuelto a instalarse en el barrio. Los martillazos se acallaron. Los que estaban trabajando en las casas a medio construir se habían ido. Quienes ya vivían allí estaban metiéndose en la cama. Ya no se oían gritos de niños. El joven estudiante de medicina también había regresado a casa con su hermanito. Dos policías, en un coche, estaban encargados de vigilar el terreno durante la noche. Elinborg y Sigurdur Óli se habían vuelto a sus casas. Los especialistas de la policía científica habían estado colaborando con los arqueólogos pero ya se habían marchado.
Erlendur, de pie junto al hoyo bañado en el sol del atardecer, miró hacia el norte, a Mosfellsdalur, Kollafjórdur y el monte Esja, las casas de Kjalarnes. Vio los coches por la carretera de Vesturland, bajo el monte Úlfarsfell, avanzando en dirección al centro de Reykjavik. Oyó un coche que subía hasta el hoyo; de él se apeó un hombre de edad semejante a la suya, en torno a la cincuentena, grueso, vestido con cazadora azul y gorra de visera. Cerró de golpe la puerta del coche y miró a Erlendur y el coche de policía, el desorden que reinaba en la excavación y la lona que ocultaba el esqueleto.
– ¿Eres de Hacienda? -preguntó con brusquedad, caminando hacia Erlendur.
– ¿De Hacienda? -repitió Erlendur.
– No dejáis a nadie en paz -dijo el hombre-. ¿Llevas un mandamiento, o…?
– ¿Es tuya esta parcela? -preguntó Erlendur.
– ¿Tú quién eres? ¿Y ese toldo? ¿Qué pasa aquí?
Erlendur le explicó lo sucedido. Aquel hombre, que dijo llamarse Jón, era contratista de obras y propietario de la parcela, pero estaba en bancarrota y acosado por los inspectores de Hacienda. Llevaban un tiempo sin trabajar en el solar, pero él iba allí con regularidad a comprobar si la obra había sufrido algún daño; los niños de los barrios nuevos eran unos bichos que echaban a correr hacia sus casas y desaparecían a toda velocidad como sabandijas. No había oído ni leído nada sobre el hallazgo de huesos y estaba mirando la excavación, desesperado, mientras Erlendur le explicaba los métodos de la policía y los arqueólogos.
– Yo no sé nada de eso, y los albañiles no vieron los huesos. ¿Es una tumba de esas antiguas? -preguntó Jón.
– Aún no lo sabemos -contestó Erlendur, no demasiado dispuesto a darle más detalles-. ¿Sabes algo de ese terreno que hay al este de aquí? -preguntó, señalando con el dedo en dirección a los groselleros.
– Sólo sé que es buen terreno agrícola -respondió Jón-. No creo que me apeteciera ver a Reykjavik extendiéndose hasta ahí arriba.
– A lo mejor es vegetación silvestre -especuló Erlendur-. ¿Tienes idea de si los groselleros crecen silvestres en Islandia?
– ¿Los groselleros? Ni idea. Nunca he oído tal cosa.
Charlaron un rato hasta que Jón se despidió y se marchó. Por lo que le había contado, Erlendur coligió que estaba perdiendo sus tierras a manos de los acreedores. Albergaba alguna esperanza si conseguía librarse de otro préstamo más.
Erlendur decidió marcharse a casa él también. El sol del atardecer teñía el horizonte del oeste de un bello color rojo que se extendía desde el mar y llegaba hasta la costa. Había empezado a refrescar.
Entró en la zona de la excavación y examinó la oscura turba. Restregó la tierra con un pie y paseó despacio por la zona, nada seguro de si estaría alterándola. Nadie lo aguardaba en casa, pensó dando una patada en la tierra. No tenía familia que lo esperase, ni esposa que le dijera cómo había pasado el día. Ni hijos que le contaran cómo habían ido los estudios. Solamente un televisor, un sillón, una alfombra medio rota, envoltorios de comida rápida en la cocina y las paredes llenas de libros que leía en soledad. Muchos de ellos trataban de personas desaparecidas en Islandia, de viajeros perdidos en los páramos y muertos en las montañas.
De pronto encontró resistencia en la tierra. Era como una piedrecilla que sobresalía del suelo. Le dio unos golpecitos con el pie, pero seguía firme. Se inclinó y se puso a escarbar con la mano la tierra que la cubría, aunque Skarphédinn le había dicho que no tocara nada mientras los arqueólogos estaban fuera. Erlendur tiró con desgana de la piedra pero no consiguió sacarla.
Cavó más hondo, y tenía las manos completamente embarradas cuando encontró otra punta de piedra del mismo tipo y finalmente una tercera, una cuarta y una quinta. Erlendur se arrodilló y esparció la tierra en todas direcciones. El objeto se veía con mayor claridad, y al cabo fijó la mirada en lo que según todo su saber y entender era una mano. Los huesos de cinco dedos y de la palma de la mano, que sobresalían de la tierra. Se puso en pie lentamente.
Los cinco dedos señalaban hacia arriba, separados unos de otros como si el que yacía allí abajo hubiera levantado el brazo para coger algo o para defenderse, quizá pidiendo clemencia. Erlendur estaba medio aturdido. Los huesos se extendían hacia él desde la tierra como pidiendo compasión, y en el frescor del anochecer le recorrió un escalofrío.
Vivo, pensó Erlendur. Dirigió sus ojos hacia los groselleros.
– ¿Estabas vivo? -preguntó con fuerte voz.
Su teléfono móvil sonó en ese mismo instante. Necesitó un tiempo para darse cuenta de que el timbre rompía la quietud del anochecer, tan profundamente estaba enfrascado en sus pensamientos; pero sacó el teléfono del bolsillo del abrigo y lo abrió. Al principio no oyó más que un ronquido sordo.
– Ayúdame -dijo una voz que reconoció enseguida-. Please.
Y la comunicación se cortó.