Capítulo 9

– Tenéis que darme algo con lo que pueda trabajar -les dijo Karen-. Me parecéis una pareja encantadora con mucho potencial, pero no hay nada. Ni peleas, ni besos… y mucho menos toqueteos. No hay nada interesante que grabar. Ya sabéis cómo es Geoff. Habéis quedado los penúltimos en los votos y eso significa que corréis el riesgo de que os echen. Creo que, si queréis seguir en el programa, tenéis que darnos algo. De lo contrario, os marcharéis.

– Gracias por decírnoslo -agradeció Aurelia.

Estaba haciendo todo lo posible por aceptar la información sin sentirse afectada por ello, pero era difícil no sentirse más románticamente inepta de lo habitual. Allí estaba, fracasando en una relación fingida. Si no podía hacerlo cuando no era real, ¿cómo iba a encontrar un hombre y enamorarse?

– Creo que os gustáis -dijo Karen-. Quizás deberíais pensar en eso y dejar de preocuparos por las cámaras.

Aurelia asintió. Sabía que muchas parejas no tenían ningún problema por estar rodeados de cámaras, pero ella siempre era consciente de que las tenía delante y tenía miedo de cómo saldría en pantalla, miedo de lo que la gente pensaría y diría. Después del estreno del programa, su madre había llamado para criticarla y no había sido algo agradable. No le gustó ni la ropa que se había puesto, ni el pelo, ni lo que había dicho. Y tampoco le gustó lo joven que era Stephen, aunque había reconocido que no se podía hacer nada al respecto, ya que no había sido Aurelia la que lo había elegido.

Lo único positivo de todo era que, gracias al programa, no tenía que ir a visitar a su madre tan a menudo.

– Tengo que volver a la oficina -dijo Karen-. Por favor, no digáis nada. No debería deciros nada, pero quería hacerlo.

– No diremos nada -prometió Stephen-. Lo haremos mejor la próxima vez.

Aurelia esperó hasta que la ayudante de producción se marchó y después se giró hacia él.

– Supongo que ya está. Lo de los gemelos nos ayudó las primeras semanas, pero ya no está funcionando.

¿O era ella la que fallaba? Pero ésa no era una conversación que quisiera mantener con Stephen.

Estaban sentados en la hierba de un gran parque del centro del pueblo. La parte en directo del programa se había emitido la noche antes y ahora tenían unos días libres que, para Aurelia, significaban volver al trabajo.

– No estoy preparado para que esto termine -dijo Stephen-. ¿Quieres salir del programa?

– No, pero no somos como tu hermano y Lani. ¿Quieres hacer el Fire Poi para conseguir más votos?

– Preferiría salir del programa indemne -contestó con una sonrisa-, pero podríamos hacer algo.

– Lo que yo debería hacer es enfrentarme a mi madre. Me asusta mucho más que Geoff.

Stephen la miró con unos ojos azules cargados de preocupación.

– ¿Por qué te asusta?

– Asustar no es la palabra adecuada. Cuando estoy con ella, me siento mal. Me siento culpable. Como si siempre lo hiciera todo mal. Cuando era pequeña, estábamos solas y éramos como un equipo. Lo hacíamos todo juntas, pero entonces algo cambió. No estoy segura de cuándo fue exactamente, pero un buen día de pronto, en lugar de salir con mis amigas, tuve que volver a casa para estar con ella. En el instituto no salí con ningún chico; en parte por mí, que era una empollona y nada guapa, pero en parte por ella. Cuando me pedían salir, siempre tenía un montón de razones por las que no podía ir.

– ¿Porque te quería para ella sola?

Aurelia vaciló.

– No estoy segura. Aunque siempre está quejándose de que ni estoy casada ni tengo hijos, no estoy segura de que se alegrara si fuera así. Cree que tengo la responsabilidad de cuidar de ella.

– ¿Está enferma?

– No. Trabaja, pero cree que tengo que pagarle casi todos sus gastos. Es como si solo existiera para servirle. No le gusta que tenga una vida y de algún modo yo se lo he permitido. Habla sobre todo lo que hizo por mí y me dice una y otra vez que debería estarle agradecida. Y lo estoy. Pero, ¿cuándo voy a tener yo una vida?

Stephen se inclinó hacia ella y le tomó las manos.

– Ahora. Ahora tendrás una vida. Cuanto más le dejes que te haga esto, más difícil será alejarte. ¿No quieres más?

Lo que quería era alguien que la mirara como él la estaba mirando ahora. Con preocupación y cariño. Con una intensidad que hizo que le temblaran los dedos.

Pero debía de estar deshidratada o algo así, porque era Stephen, un chico lo suficientemente joven como para ser su hermano. No había nada en él que debiera hacerla temblar o verlo como más que un amigo. ¡Era prácticamente un adolescente!

– Quiero más. Quiero lo que quieren la mayoría de las mujeres. Quiero un marido e hijos.

– Eso no pasará hasta que estés dispuesta a hacerle frente a tu madre. Así que, ¿qué es más grande? ¿El miedo que le tienes o cuánto deseas tus sueños? Porque ahí está la clave.

En cuestión de minutos, él había logrado decir todo lo que ella llevaba cinco años pensando.

– Tienes razón -le susurró-. Tengo que enfrentarme a ella -lo miró y se mordió el labio-. Pero… ¿tiene que ser hoy?

Stephen se rio.

– No.

– Bien, porque tengo que trabajar un poco con mi coraje.

– Entonces, ¿no estás preparada para salir del concurso aún?

Ella sacudió la cabeza. Solo una semana más con Stephen sería algo maravilloso. Era alguien con quien podía hablar, alguien con quien se sentía… segura. Probablemente a él esa descripción no le gustaría, pero para ella significaba un mundo.

– Entonces tendremos que trabajar para darle algo a la cámara -añadió moviéndose hacia ella-. Sugiero que empecemos con esto.

Antes de saber de qué estaba hablando, Stephen la había tomado en sus brazos y estaba besándola.

Aurelia no supo qué la impresionó más; si el beso, o el hecho de que estuvieran fuera, en mitad del parque, donde cualquier podía verlos. Y, además, ella no había besado nunca a nadie a la luz del día; sus escasos besos siempre los había dado por la noche.

No pudo protestar. No, cuando él tenía una mano sobre su hombro y la otra sobre su muslo. No, cuando podía sentir el calor de su cuerpo y cómo le latía el corazón. No, cuando era tan agradable tener sus labios sobre los suyos.

Tímidamente, alzó un brazo y lo posó sobre su hombro. Despacio, muy despacio, ladeó la cabeza y se acercó más a él… quería más que un simple beso.

Y entonces sucedió. En algún rincón muy dentro de ella, un pequeño espacio frío y vacío recobró vida. ¡Y se sintió poderosa! En lugar de preguntarse qué pensaría todo el mundo, se vio pensando en todo lo que deseaba. En lugar de reprimirse y asustarse, se recostó contra él y acarició sus labios con su lengua.

Stephen respondió envolviéndola en sus brazos, tumbándola sobre la hierba y besándola con una intensidad que le robó el aliento.

Ella saboreó la calidez que la invadió y sintió cómo sus miembros, que tanto tiempo llevaban aletargados, fueron despertando. En ese momento no le importó que él fuera nueve años más joven, o que ella no hubiera tenido una cita en seis años. En los brazos de Stephen, y con el sol iluminándolos, era una mujer, él era un hombre, y todo era perfecto.


Dakota cruzó las oficinas de producción en busca de Finn. Hacía días que no lo veía y se sentía mal por su última conversación. A decir verdad, debería ser él el que estuviera buscándola a ella, pero prefería no esperar a que eso pasara. Le gustaba Finn y quería asegurarse de que seguían siendo amigos.

Lo encontró en uno de los despachos vacíos trabajando con un documento lleno de cifras y una calculadora.

– Hola -le dijo al apoyarse contra el marco de la puerta-. ¿Qué tal?

Él alzó la mirada.

– Las cosas van bien -sonrió-. He hablado con tu jefe sobre la escuela de aviación.

– ¿Y qué tal ha ido?

– Genial. Tenía mucha información sobre cómo crear un negocio no lucrativo. Hará falta mucho dinero, pero me ha dado ideas para empezar.

– Pareces emocionado.

– Lo estoy. Llevo un tiempo dándole vueltas a la idea, pero nunca había pensado que pudiera hacerse realidad.

– ¿Ves lo que pasa cuando uno sale de Alaska?

– Sí, ya lo veo. Tengo muchas cosas en la cabeza: mi negocio, los gemelos y ese maldito programa, pero estoy pensando que quiero tomarme en serio lo de la escuela de aviación. No sé por dónde empezar, pero sé que es importante.

Se le veía feliz y no tan preocupado por sus hermanos. Por lo menos, no tanto como antes. La idea de la escuela de aviación tenía interesantes consecuencias. Como él había mencionado antes, en South Salmon no había muchos niños de ciudad y eso significaba que Finn tendría que pensar en mudarse. Tal vez Fool’s Gold estaba en su lista.

– Me preguntaba si te apetecería venir a cenar. Tengo otra receta de pollo muy buena.

Él se levantó, se sacudió las manos contra los vaqueros y se balanceó sobre sus talones.

– Gracias por la invitación, pero voy a tener que pasar.

– Ah., vale… claro.

La negativa la sorprendió, pero se dijo que no se lo tomara como algo personal, que no podía saber todo lo que estaba pasando en la vida de Finn. Decir «no» no era un rechazo personal, aunque por mucha experiencia que tenía en el terreno de la psicología, no pudo evitar sentirse dolida.

– Supongo que ya nos veremos por ahí -le dijo ella.

– Dakota, espera.

Se dio la vuelta para mirarlo.

– No es buena idea… que estemos juntos. Esto no puede ir a ninguna parte.

¿Estaba dejándola? Ni siquiera habían estado saliendo técnicamente, así que, ¿cómo podía dejarla?

– No esperaba que fuera a ninguna parte -le respondió ella, haciendo todo lo posible por mantener la voz firme. ¡Con la esperanza que tenía de que él se mudara allí!-. Sé que vas a volver a Alaska y que yo me quedaré aquí, pero solo estábamos divirtiéndonos.

– Creía que querrías algo más serio.

– ¿Qué te ha dado esa idea?

Él se encogió de hombros y ella pasó de estar dolida a estar furiosa.

– Tenía las cosas muy claras así que, por favor, no te preocupes por mis sentimientos.

– No lo haré.

– Bien.

La furia de Dakota iba en aumento. Quería gritar o tirarle algo.

– Que pases buena noche -le dijo apretando los dientes y se marchó.

Una vez fuera, se puso en camino hacia casa, pero cambió de dirección y se dirigió al bar de Jo. Sin duda, esa noche merecía un margarita. Bebería tequila, se tomaría una ensalada y vería la televisión. Después, cuando estuviera en su casa, se daría un baño, se metería en la cama y en ningún momento dejaría de recordarse que Finn Andersson era un cretino y que estaba mejor habiéndose librado de él.

Y entonces, cuando pasaran unos días, tal vez empezaría a creérselo.


La invitación de Nevada a cenar llegó en el momento perfecto. Dakota agradeció la oportunidad de salir de su casa y pasar algo de tiempo con sus hermanas. Tres bistecs a la brasa y una botella de vino tinto después, ya se sentía mucho mejor. Odió tener que romper el agradable momento, pero sabía que había llegado el momento de hablar.

Sus hermanas estaban tiradas en el sofá rojo, tenían la chimenea encendida y de fondo se oía la banda sonora de Mamma Mia. Montana ya se había burlado de su hermana por la elección, así que Dakota no se molestó en hacerlo también, aunque sí que esperó a que terminara la canción sobre el dinero antes de sacar el tema de la infertilidad.

– Tengo que contaros una cosa -dijo aprovechando el breve silencio entre canción y canción.

– Ya sabemos que estás acostándote con Finn -le dijo Montana-. No sé si quiero saber o no los detalles. Por un lado, por lo menos una de las tres está comiéndose un rosco. Por otro, no me gustaría que me recordaran lo patética que soy. Es una decisión difícil.

– Yo no quiero saberlo -dijo Nevada-. No quiero un recordatorio de lo que me estoy perdiendo.

Tendría que acabar diciéndoles que Finn la había dejado, pero no era algo de lo que quisiera hablar esa noche. Sin embargo, sí que tenía que encontrar un modo de explicarles que probablemente jamás tendría hijos. Por lo menos, no del modo tradicional.

Montana se incorporó y la miró.

– ¿Qué pasa?

– ¿Qué es? -preguntó Nevada casi al mismo tiempo.

Era como si le estuvieran leyendo la mente; una de las únicas verdades de ser trilliza.

– El otoño pasado fui a ver a la doctora Galloway -no había razón de explicar quién era esa doctora ya que las tres iban a su consulta, como suponía que hacían casi todas las mujeres del pueblo-. El dolor de mi menstruación era cada vez peor, me hizo unas pruebas y resultó que había algunos problemas -siguió explicándoselo todo-. Ahora mismo tengo más probabilidades de que me caiga un rayo que de quedarme embarazada de la manera tradicional -dijo con tono animado-. Ni siquiera podría ayudarme una operación. Estoy pensando en probar con la lotería porque lo del rayo no me suena muy divertido.

Nevada y Montana se movieron como si fueran una sola persona. Cruzaron el salón y se pusieron de cuclillas delante de su sillón.

– ¿Estás bien?

– ¿Por qué no nos lo has contado?

– ¿Podemos hacer algo? ¿Donar algo?

– ¿Mejorará con el tiempo?

– ¿Por eso quieres adoptar?

Las preguntas se solaparon unas encima de otras, pero a Dakota no le importó. Lo único importante era que el amor de sus hermanas estaba arropándola, arropando su alma.

– Estoy muy bien -les respondió-. En serio. Estoy perfectamente.

– No me lo creo -dijo Nevada-. ¿Cómo puede ser? Siempre has querido tener hijos. Muchos.

– Y por eso voy a adoptar. Estoy en la lista. Podrían llamarme cualquier día.

Lo cual era una exageración. Hasta el momento, su experiencia con la adopción había sido nefasta, pero podía cambiar. Se negaba a perder la esperanza.

Montana la abrazó.

– Hay otros modos de quedarse embarazada, ¿no?

– Necesitaría mucha ayuda si quisiera tener a mi propio hijo.

– ¿Te has dado por vencida? -le preguntó Montana.

– ¿Sobre tener hijos? No. Tendré un hijo -no sabía cómo, pero sabía que sucedería.

– Esto no cambia nada -le dijo Nevada-. Eres genial, inteligente y preciosa y con una gran personalidad. Cualquier hombre sería afortunado de tenerte.

Agradeció ese voto de confianza, sobre todo porque sabía que Nevada no se veía nada atractiva, lo cual era un interesante cisma mental: si Nevada creía que ella era muy guapa y las dos eran idénticas, ¿cómo no podía admitir que ella también lo era? Tal vez ése debería haber sido el tema principal de su tesis.

– Los hombres parecen estar ciegos -dijo Montana-. Es irritante.

– ¿Quién te ha gustado que no haya sentido nada por ti? -preguntó Dakota.

– Ahora mismo no se me ocurre nadie, pero seguro que me ha pasado -se sentó sobre la alfombra y apoyó la barbilla en las manos-. ¿Qué nos pasa? ¿Por qué no podemos encontrar un tipo del que nos enamoremos? Todo el mundo tiene una relación, incluso mamá está pensando en salir con alguien. Pero aquí estamos nosotras… solas.

Montana miró a Dakota.

– Lo siento. No pretendía desviarme del tema. Podemos seguir hablando de lo de los niños.

Dakota se rio.

– Me parece bien haberlo zanjado ya. Y en cuanto al tema de los hombres, no tengo respuesta.

– No la necesitas. Tú tienes a Finn.

No tanto como ellas pensaban…

– Pero está aquí de manera temporal. En cuanto logre que sus hermanos vuelvan a casa o él comprenda que ha llegado el momento de dejarlos tranquilos, volverá a South Salmon.

– ¿Y qué pasa con las relaciones a larga distancia? -preguntó Montana.

Dakota sacudió la cabeza.

– Finn y yo queremos cosas distintas. Está cansado de ser responsable y yo quiero algo serio. Es más, me ha dicho que le preocupa que me vincule demasiado a él, así que no creo que vayamos a seguir viéndonos.

Sus dos hermanas la miraron.

– Capullo -farfulló Montana-. Me caía bien. ¿Por qué todos los hombres tienen que comportarse como unos cretinos?

– Max no es un cretino -dijo Nevada.

– ¿Te acostarías con Max? Podría ser mi padre y aunque es muy simpático y todo eso… em… ¡Es mi jefe!

– Los romances entre secretaria y jefes son muy populares -dijo Dakota con voz jocosa-. ¿Qué me dices de ese momento: «señorita Jones, está usted preciosa»? Podría ser divertido.

– No quiero acostarme con Max. ¡Jamás!

Nevada miró a Dakota.

– Espero que se decida pronto porque tanta indecisión me agota.

Dakota suspiró y se recostó en su sillón.

– A mí también.

– Os estoy ignorando.

Nevada se rio.

– Todas encontraremos a alguien -les dijo Dakota a sus hermanas-. Estadísticamente, tiene que pasar.

– Me encantan las matemáticas como a la que más -apuntó Nevada-, pero no me siento muy cómoda cuando se aplican a la vida amorosa.

– Podrías irte a South Salmon con Finn -sugirió Montana.

Dakota negó con la cabeza.

– Primero, no me lo ha pedido -le había dejado claro que no quería verla en los próximos días, así que mucho menos en los próximos veinte años-. Segundo, yo no quiero. Estoy segura de que es un lugar maravilloso, pero mi vida está aquí. Adoro Fool’s Gold. Mi familia está aquí. Mi historia, mis amigos. Este es mi sitio. Cuando termine el programa de Geoff, voy a volver al trabajo y desarrollaré el plan de estudios para el programa que quiero empezar.

También estaba pensando en abrir una consulta privada a tiempo parcial.

– ¡Más pierde él! -dijo Nevada firmemente-. Creía que era listo, pero me equivoqué.

– Ojalá tuviera un perro al que le gustara morder a la gente -dijo Montana arrugando la nariz-. Un perro muy grande, que diera miedo y mordiera mucho. A lo mejor puedo entrenar a alguno para que muerda.

Dakota se inclinó hacia delante y las abrazó.

– Os quiero -susurró.

– Nosotras también te queremos.

Tenía suerte, se recordó. Pasara lo que pasara, jamás tendría que verse sola. Había gente a la que le importaba, gente que siempre estaría a su lado. Y con el tiempo, porque se negaba a perder la esperanza… tendría un hijo. Y con eso le bastaría.

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