Capítulo 6

Dakota no podía recordar la última vez que había tenido tanto frío. Aunque el calendario decía que estaban a mitad de primavera, un frente polar había tocado la zona haciendo que la temperatura cayera varios grados y depositando una capa de nieve en las montañas.

Se abrochó la chaqueta y deseó haberse llevado los guantes. Por desgracia, ya había guardado casi todas las prendas de invierno y tendría que conformarse con ponerse encima capas y capas de ropa. La espesa manta de nubes tampoco ayudaba, pensó mientras miraba al grisáceo cielo.

Oyó a alguien decir su nombre y se dio la vuelta. Montana la saludaba mientras corría por la calle, y parecía ir muy calentita con su abrigo. Un colorido gorro de punto le cubría la cabeza y llevaba manoplas a juego.

– Parece que tienes frío -le dijo su hermana-. ¿Por qué no llevas algo de más abrigo?

– Lo tengo todo guardado.

Montana sonrió.

– A veces es mejor dejar las cosas para más tarde.

– Eso parece.

– Se supone que subirán las temperaturas en unos días.

– Qué suerte tengo.

Montana se acercó y se agarraron del brazo.

– Nos daremos calor corporal -señaló al lago-. ¿Qué está pasando?

– Estamos grabando una cita.

– ¿En exteriores? ¿Van a hacer que los concursantes estén en el agua cuando casi está helando?

– A alguien se le olvidó consultar el tiempo y lo peor de todo es que es una de las parejas más mayores. Se suponía que iban a tener un picnic romántico. He oído que el chico de sonido se queja de que no puede entender nada; entre lo fuerte que sopla el viento y cómo les castañetean los dientes, no se oye mucha conversación.

Montana miró la pequeña barca que había en mitad de las oscuras aguas.

– La televisión no es como yo pensaba.

– Grabar segmentos lleva mucho tiempo. Cuando se vayan de aquí, no les echaré de menos.

– Entiendo por qué. Oye, no hay música. ¿La añaden después?

– Probablemente -Dakota tembló de frío-. Las siguientes citas son fuera del pueblo. Stephen y Aurelia irán a Las Vegas y se suponía que Sasha y Lani iban a ir a San Diego, pero Geoff se ha asustado con el precio de las habitaciones, así que es probable que se queden aquí.

– Son los gemelos, ¿verdad? -preguntó Montana-. Son guapísimos.

– Un poco jóvenes para ti, ¿no? -dijo Dakota secamente.

– Oh, ya lo sé. No me interesan. Solo digo que es muy agradable mirarlos.

Dakota se rio.

– Se permite mirar, pero que no te vea Finn. Está decidido a llevarse a sus hermanos a casa.

– ¿Cómo lleva el plan?

– No muy bien, pero no porque no lo esté intentando.

Finn era un hombre decidido, además de muchas otras cosas, pero eso no iba a compartirlo con Montana. Lo último que necesitaba era que sus hermanas especularan sobre su vida privada porque, aunque no lo hicieran con mala intención, no podría soportarlo.

– Entonces, ¿va a quedarse?

– Sospecho que hasta el final.

– Pobre chico -Montana miró a su izquierda y le dio un codazo a Dakota-. ¿Es él?

Dakota se giró y vio a Finn caminando hacia ellas. Vestía una cazadora de cuero y, aunque no llevaba ni gorro ni guantes, no parecía tener el más mínimo frío. Probablemente porque, comparado con la fría primavera de South Salmon, esas temperaturas para él serían suaves.

– Es él. No me avergüences.

Montana le soltó el brazo.

– ¿Cuándo he hecho yo eso?

– No tenemos tiempo suficiente para que empiece a hacer la lista.

Su hermana empezó a decir algo, pero por suerte se calló antes de que Finn estuviera lo suficientemente cerca.

– ¿De quién ha sido la idea? -preguntó él-. Hace demasiado frío para que estén en el lago. ¿Quién planea estas cosas?

Dakota hizo lo que pudo por no sonreír.

– Finn, te presento a mi hermana Montana. Montana, él es Finn. Sus dos hermanos están en el programa.

Finn las miró a las dos.

– Lo siento, estaba distraído. Encantado de conocerte -le dijo a Montana y le estrechó la mano.

– Lo mismo digo. No parece que lo estés pasando bien.

– ¿Tan obvio es? Bueno, qué más da. No creo que quiera que respondas -las miró de nuevo-. Sois idénticas, ¿verdad? Mis hermanos son gemelos idénticos y siempre han dicho que tienen una relación que yo no puedo entender. ¿Es verdad?

– Lo siento -contestó Montana-, pero sí. Es algo extraño ser idéntico a otra persona. Siempre sabes qué está pensando y no me puedo imaginar la vida de otro modo.

– Imaginaba que dirías eso. Dakota me dijo lo mismo.

– ¿Pero no querías creerme? -preguntó Dakota, no segura de sí debería enfadarse o no.

Finn la miró.

– Te creí, pero quería que estuvieras equivocada.

– Por lo menos es sincero -dijo Montana-. El último hombre sincero del mundo.

– No digas eso. No podría soportar tanta presión -miró a Dakota-. He oído que mañana vamos a Las Vegas.

– ¿Has estado allí alguna vez? -no le parecía que fuera una ciudad que pudiera gustarle a Finn.

– No. No me va, aunque seguro que a Stephen le encantará -suspiró-. ¡Maldito programa!

– Todo se solucionará -le dijo.

– ¿Puedes decirme cuándo para poder estar deseando que llegue ese momento?

– Ojalá lo supiera.

Se giró hacia Montana.

– Ha sido un placer conocerte.

– Lo mismo digo.

Finn se despidió y se marchó.

Dakota lo vio alejarse. Le gustaba cómo se movía y esa sencilla seguridad en sí mismo que tenía. Y aunque se sentía mal porque estuviera tan preocupado por sus hermanos, había una parte de ella que estaba deseando estar con él en Las Vegas. Había estado allí con sus amigas un par de veces y había sido divertido, así que podía imaginarse cómo sería esa ciudad con un hombre como Finn.

– Interesante -dijo Montana-. Muy, muy interesante. ¿Qué tal el sexo?

Dakota casi se atragantó.

– ¿Cómo dices? ¿Qué clase de pregunta es ésa?

– Una muy obvia. No intentes fingir que no ha pasado nada. Te conozco. Finn y tú os habéis acostado. No voy a preguntarte por los detalles, solo quiero saber cómo estuvo.

– Yo… eh… -Dakota tragó saliva. Sabía muy bien que no debía fingir para librarse de decir la verdad, no con una de sus hermanas.

– Bien. Sí, he estado con Finn. Fue genial -sonrió-. Mejor que genial.

– ¿Vas a repetirlo? -preguntó Montana.

– La posibilidad está sobre la mesa. Me gustaría.

Montana la observó.

– ¿Va en serio?

– No. Por muy tentada que me viera, no puede ser. Finn no va a quedarse aquí, prácticamente vive en otro planeta y mi vida está aquí. Además, ninguno de los dos está buscando nada importante ni duradero. Así que estaremos bien.

– Espero que tengas razón, porque a veces cuando las cosas van muy bien encontramos lo único que fingimos no estar buscando.


– ¿Qué quieres decir con que la mercancía ha llegado antes? ¿Trescientas ochenta cajas? ¿Estás diciéndome que hay trescientas ochenta cajas en nuestro almacén? -preguntó Finn.

– No son cajas -contestó su socio-. Son cajones de madera. ¡Malditos cajones de madera! ¿Qué va a construir? ¿Un arca?

Eso no podía estar pasando, pensó Finn. No podía ser. Ahora no. No, mientras estuviera allí.

Uno de sus mayores clientes había decidido construir un barco a mano. Lo había encargado de Dios sabía dónde y había hecho que le enviaran las piezas a South Salmon. Ahora tenían que llevarlos hasta su propiedad, a quinientos kilómetros al norte.

Cuando Finn se había enterado, había pensado que se trataría de una docena de cajas como mucho, pero al parecer, se había equivocado.

– El peso está anotado en el lateral de cada cajón -dijo Bill-. Estamos hablando de entre tres y cuatro cajones por viaje, en el mejor de los casos. ¿Quieres echar las cuentas?

Finn maldijo. ¿Cien viajes?

– No es posible. Tenemos más clientes.

– Está dispuesto a pagar. Finn, no podemos perder a este tipo. Hace que salgamos adelante durante el invierno.

Su socio tenía razón. La mayor parte de su trabajo llegaba entre abril y octubre, pero ¿cien viajes?

– Ya he corrido la voz y tenemos los aviones, pero lo que necesitamos son pilotos. Tienes que volver.

Finn miró el avión de Aerolíneas Suroeste; los pasajeros ya estaban embarcando. Stephen y la devora jóvenes iban a Las Vegas y él tenía que estar allí para asegurarse de que todo iba bien. No confiaba en esa mujer, ni en Geoff ni en nadie relacionado con el programa… a excepción de Dakota. Igual que él, ella solo hacía lo que tenía que hacer.

– No puedo. Sasha y Stephen me necesitan.

– Tonterías. Tienen veintiún años. Estarán bien solos. Tú tienes que estar aquí, Finn. Vuelve.

Había sido responsable de sus hermanos desde hacía ocho años y ahora no podía abandonarlos sin más.

– ¿A quién has llamado? ¿Has probado con Spencer? Es un buen piloto y suele estar disponible en esta época del año.

Hubo un largo silencio antes de que Bill volviera a hablar.

– Bueno, ¿ésa es tu respuesta? ¿Que contrate a otro?

Finn dio la espalda al resto de pasajeros y bajó la voz.

– ¿Cuántas veces has necesitado que te cubra? Antes de casarte, ¿cuántas veces tenías una cita ardiente en Anchorage o querías ir detrás de turistas solitarias en Juneau? Siempre accedí a todo lo que me pediste. Ahora yo estoy pidiéndote que me des un respiro. Volveré cuando pueda y, hasta entonces, tú tendrás que ocuparte.

– De acuerdo -respondió Bill enfadado-. Pero será mejor que vuelvas pronto o habrá problemas.

– Lo haré -contestó Finn preguntándose si estaría diciendo la verdad.

Cerró el teléfono y se lo metió en el bolsillo antes de unirse a la fila de pasajeros que esperaban a embarcar. La culpa batallaba con la furia en su interior. Y para empeorar las cosas, iba a viajar en un vuelo comercial. Odiaba volar cuando él no estaba al mando, pero en aquella ocasión, los billetes a Las Vegas habían sido más baratos que alquilar un avión y Geoff estaba intentando ahorrar dinero.

Finn subió al avión y metió su bolsa en el primer compartimento superior.

– Señor, tal vez quiera llevarla con usted -dijo la azafata-. Así estará más cerca de su asiento.

– De acuerdo -farfulló Finn.

Agarró la bolsa y siguió avanzando por el pasillo. Cuando vio a Dakota con un asiento vacío a su lado, se detuvo. Seguro que ahí ya no quedaba sitio para su bolsa. Maldiciendo, pasó por encima de los pies de Dakota, ocupó el asiento central y metió la bolsa en el hueco donde deberían ir sus pies.

– Dime que no es un vuelo de cinco horas -gruñó.

– Esta mañana no estás muy contento, ¿no? ¿Por qué estás tan gruñón?

Él se recostó en su asiento y cerró los ojos.

– ¿«Gruñón» es el término técnico? ¿Estás preguntándomelo como psicóloga?

– ¿Quieres que lo haga?

– A lo mejor podríamos saltamos la charla terapéutica y pasar directamente al tratamiento de electroshock -miles de voltios de electricidad recorriéndole el cuerpo lo pondrían todo en perspectiva, pensó.

Dakota le tocó el brazo.

– ¿En serio? ¿Tan malo es? ¿No estás sacando las cosas de quicio?

– A ver… Acabo de hablar con mi socio y tenemos un reparto con el que no contábamos de casi cuatrocientos cajones de madera que hay que llevar a varios cientos de kilómetros. En cada avión podemos llevar unos cuatro cajones. Debería estar allí ayudando, y en cambio estoy aquí en un avión que no piloto yo y rumbo a Las Vegas. ¿Por qué?, te preguntarás. Porque mis hermanos han decidido dejar los estudios en el último semestre. Mientras hablamos, Sasha está planeando destruir su vida al mudarse a Hollywood y Stephen está a punto de ser devorado por una mujer mayor. Tú me dirás… ¿estoy sacando las cosas de quicio o no?

Ella arrugó la boca, como conteniendo una sonrisa, y él estrechó la mirada.

– Esto no es divertido.

– Es un poco divertido. Si no te estuviera pasando a ti, también te parecería divertido.

– Déjame.

– Lo siento -le dijo ella-. Me tomaré esto más en serio, te lo prometo. No puedo ayudarte con tus problemas de trabajo, aunque la buena noticia es que tienes mucho trabajo. ¿Tu socio va a contratar a otro piloto?

– Tiene que hacerlo, aunque seguro que yo corro con los gastos. Yo también se lo haría a él.

– Podrías irte a casa. No tienes por qué estar aquí.

– Sí. Alguien tiene que cuidar de ellos -vaciló y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los oía-. Hace años, cuando nuestros padres murieron, fue un desastre. Hubo un accidente de avión y los medios se involucraron. Había periodistas por todas partes, éramos la noticia de la semana, al menos en Alaska. Hay quien incluso nos envió dinero para ayudamos.

Dakota lo miró.

– Me da la sensación de que odiaste que pasara eso.

– Sí. Sabía que era algo temporal, pero Sasha no lo entendió así. Quiere ser famoso porque cree que el hecho de importarle al mundo lo mantendrá protegido. Ahora tiene veintiún años, pero ese chico de trece que perdió a sus padres no se fue nunca. Stephen, por su parte, se deja llevar, supongo que para asegurarse de que Sasha está bien. Sé que técnicamente son adultos, pero vivieron en un pueblo pequeño hasta que fueron a la facultad. No saben nada de este mundo. Son demasiado confiados y no saben cómo protegerse. Tengo que estar a su lado.

– Lo siento -dijo Dakota poniendo la mano sobre la suya-. No lo sabía.

Él se encogió de hombros.

– Tengo que dejarles libertad, pero así no. No, cuando están tratando con gente como Geoff.

– Estoy de acuerdo, pero has de ser consciente de que en algún momento tendrás que darles libertad. En algún momento tendrás que confiar en ellos y confiar en que toman las decisiones correctas.

– Puede que tengas razón, pero hoy no -miró a su alrededor-. ¿La has visto?

– ¿A quién?

– A la devora jóvenes que quiere destruir a mi hermano. La que dijiste que se quedaría embarazada para atraparlo -quería pensar que la chica habría perdido el avión, pero no tenía tanta suerte.

Dakota abrió los ojos de par en par.

– Ah, sí, Aurelia está en el avión. Es más, está sentada justo delante de nosotros. Si hubieras prestado atención, te habrías dado cuenta -le dio un codazo-. Y yo nunca he dicho que fuera a quedarse embarazada. Oh, mira -señaló-. Ahí está tu hermano. Va a sentarse a su lado. A lo mejor él puede explicar por qué eres tan idiota.

Finn casi lamentó lo que había dicho. Casi. Estaba seguro de que en circunstancias normales, Aurelia sería una mujer absolutamente decente, pero no podía confiar en una mujer que había entrado en un programa de televisión para encontrar a un hombre. ¿Quién hacía eso? Era demasiado mayor para Stephen y él haría todo lo posible para mantenerlos alejados.

Se asomó por la ventanilla.

– ¿Cuándo sale el vuelo?

– Te juro que si piensas pasarte toda la hora preguntando si ya hemos llegado, dejaré caer en tu entrepierna algo que pese mucho.

A pesar de todo lo que estaba pasando y de lo furioso que estaba, Finn se rio.

– De acuerdo, tú ganas. Me comportaré.

– ¿Puedes ponerlo por escrito?

– Claro.

Ella se acomodó en su asiento y le agarró la mano.

– Qué mentiroso eres.

– A lo mejor no.

– Lo creeré cuando lo vea. Bueno, dime, ¿qué estarías haciendo ahora si estuvieras en Alaska? ¿Volando?

– Probablemente.

– Ahora estás en un avión. Es prácticamente lo mismo.

Entrelazaron los dedos.

– No es lo mismo. Cuando tú eres el piloto, tú estás al mando.

– Podríamos preguntarle a la azafata si pueden darte un par de alas de ésas que les dan a los niños. Podrías colgártelas de la camiseta. Así te sentirías mejor.

– Te crees muy graciosa, ¿verdad, guapita?

– Soy muy graciosa.

– Dejémoslo en guapita. Por ahora lo dejaremos ahí.

Ella sonrió.

– Podré vivir con ello.


Aurelia nunca había estado en Las Vegas. Había visto la ciudad por televisión y en las películas, pero la vida real era mucho, mucho, mejor. El trayecto en avión se le había hecho muy largo y había querido hundirse en su asiento. Las crueles críticas de Finn sobre ella y por qué estaba en el programa la habían hecho sentirse horrible y se había pasado todo el viaje reprendiéndose a sí misma por no enfrentarse a su madre. Porque era ella la razón por la que estaba metida en esa situación.

Ahora que habían llegado al enorme aeropuerto de Las Vegas, estaba decidida a desprenderse de sus malos sentimientos y a disfrutar la experiencia. Tal vez no volvería nunca allí y quería poder recordarlo todo.

Stephen estaba a su lado mientras esperaban a recoger su equipaje. Geoff les había dicho que prepararan ropa para salir una noche por la ciudad, que sería al día siguiente, y esa tarde los grabarían en el casino.

Cuando la cinta transportadora comenzó a moverse, vio a Finn y a Dakota dirigiéndose a la parada de taxis. Como ellos no saldrían en televisión, habían podido llevar un equipaje más ligero y les había bastado con una bolsa. Ella había tenido que pedir unos vestidos bonitos a algunas compañeras del trabajo esperando que uno de ellos le sirviera para la noche de la cena.

Vio a Finn posar la mano sobre la espalda baja de Dakota. Fue un gesto simple, educado, pero uno que hizo que deseara tener un hombre en su vida. Alguien que estuviera a su lado, igual que ella estaría al suyo. Alguien a quien le importara.

– Señálame tu maleta y te la bajaré -dijo Stephen.

Ella asintió.

Qué chico más dulce, pensó. Aunque demasiado joven. Eso era lo que quería decirle a Finn, que ya sabía que su hermano y ella solo podían ser amigos. Pero temía que si se lo decía a Stephen, él actuara de manera diferente y Geoff se diera cuenta. Ella no quería que la echaran del programa demasiado pronto, porque cuanto más tiempo estuviera dentro, menos tendría que enfrentarse a su madre. Por extraño que pareciera, cuanto más tiempo pasaba con Stephen, más fuerte se sentía.

Vio su maleta y Stephen la recogió de la cinta. Ya tenía la suya. Karen, una de las asistentes de producción, les dijo que fueran a la limusina. El chico de la cámara ya estaba esperándolos.

– No estés tan asustada -le dijo Stephen en voz baja-. Se van a pensar que no quieres estar conmigo.

– Eso no es verdad -respondió ella haciendo todo lo posible por no recordar las horribles palabras de Finn.

– ¿Porque soy la persona que llevas esperando toda tu vida?

Ella sonrió.

– Siempre he deseado desesperadamente a alguien que pudiera distinguir a Hilary Duff de Lindsay Lohan.

Él le guiñó un ojo.

– Lo sabía.

Seguían mirándose al entrar en la limusina.

Nunca se le había dado bien hablar con los hombres, y mucho menos flirtear, pero Stephen se lo ponía muy fácil. Tal vez porque sabía que estaba a salvo a su lado. Era… agradable, un buen chico. Quizá no eran unos adjetivos que a él le gustaran mucho, pero para ella era suficiente.

Salieron del aeropuerto y se dirigieron hacia la Strip, la calle principal de la ciudad. Podía ver todos los hoteles alzándose al cielo, con sus distintas alturas y formas perfilándose contra las rojizas montañas. Según se acercaban, fue distinguiendo las distintas estructuras: la gran pirámide del Luxor, la Torre Eiffel delante del Hotel París y la vasta extensión que ocupaba el César Palace.

– ¿Sabes dónde nos alojamos? -preguntó ella.

– Ahí.

Stephen señaló a la derecha. Según doblaban una curva, Aurelia vio las altas torres del Hotel Venecia. La limusina se detuvo junto a la entrada cubierta y les abrieron la puerta.

Apenas fue consciente de que las cámaras estaban filmándolo todo, pero aun así no podía prestarles atención. No, cuando había tanto que ver.

Entraron en un impresionante vestíbulo con un techo pintado. Cada centímetro de aquel lugar era una belleza, desde los enormes ramos de flores hasta las columnas doradas. Incluso las alfombras.

Había gente por todas partes. Podía oír distintos idiomas a su alrededor y en el ambiente flotaba un aroma con una suave fragancia cítrica.

– Ya estáis registrados -le dijo Geoff y le dio las llaves-. Tenéis habitaciones contiguas. Si decidís hacer algo interesante, llamadnos a alguno. Querremos estar presentes.

Aurelia sintió cómo se le salieron los ojos de las órbitas. ¿Que lo llamaran? ¿Si alguno de los concursantes quería tener sexo, él quería grabarlo?

– No creo que eso vaya a pasar -murmuró ella.

Geoff suspiró.

– Yo tampoco. Aun así, si os emborracháis demasiado, puede que tengamos suerte.

Y con eso, se marchó.

Aurelia estaba en el centro del vestíbulo. La multitud se movía a su alrededor, como si ella no estuviera allí… Nada extraño… Se había pasado gran parte de su vida siendo invisible.

– ¿Preparada para ir a las habitaciones? -le preguntó Stephen-. Geoff ha dicho que ya estamos registrados.

Ella alzó su llave.

Él miró el número.

– Estamos el uno al lado del otro. Genial. Podemos enviamos mensajes cifrados por la pared.

Ella lo miró a los ojos y se dijo que era una suerte que Stephen fuera tan buen chico. ¡Habría sido insoportable vivir todo eso al lado de un cretino!

– ¿Conoces algún código? -preguntó ella.

– No, pero podríamos aprender uno. O inventarnos uno. Se te dan bien los números, ¿verdad?

Ella sonrió.

– Pensaré en ello.

Fueron hacia los ascensores y el cámara se subió a uno distinto, dejándolos a los dos solos unos minutos.

Cuando llegaron a su planta, fueron a las habitaciones. Más que una al lado de la otra, estaban una frente a la otra, pero aun así bastante cerca. Allí los esperaba otro cámara.

– ¿Con quién quieres entrar? -le preguntó ella.

Él se encogió de hombros.

– Vamos a tu habitación. Stephen, ve con ella.

¡Como si fueran a compartir habitación! Se sonrojó ante la idea y abrió la puerta.

Aurelia no había viajado mucho y rara vez se había alojado en un hotel; no obstante, sabía cómo era una habitación normal y aquélla, desde luego, no lo era.

A su derecha tenía un precioso baño hecho de mármol y cristal equipado con una ducha y una gran bañera, dos lavabos, un armario y muchos espejos. Era como el plato de una película o algo sacado de un cuento de hadas. Después del baño estaba la zona del dormitorio, con la diferencia de que era más que un dormitorio. Tenía una cama gigante con preciosas sábanas y grandes mesillas de noche. Detrás, tres escalones conducían a un salón situado en un nivel inferior. Unos ventanales que iban de suelo a techo ofrecían una vista de un barco pirata flotando frente a la Isla del Tesoro.

Dio una vuelta sobre sí misma para ver toda la habitación y miró a Stephen.

– No lo entiendo. Ésta no puede ser mi habitación. ¡Es preciosa! -se rio-. Dime que nunca tenemos que irnos.

– Si ganamos mucho dinero abajo, podremos quedarnos todo el tiempo que quieras.

Aurelia sonrió.

– Me gustaría.

Quedaron en verse en media hora y bajar al casino. Aurelia se puso los rulos y rezó por que le quedara bien el peinado. Se enfundó unos vaqueros blancos y una blusa de seda color turquesa que se había comprado de rebajas hacía un año.

Normalmente no se gastaba mucho dinero en ropa informal, casi todo su presupuesto para vestuario lo invertía en trajes para trabajar, y lo que no se gastaba iba a parar a la cuenta de ahorro de su madre. Pero la camisa era tan preciosa que no había podido resistirse.

Después de colocar sus nuevos cosméticos sobre la encimera de mármol, se aplicó cuidadosamente la hidratante y después el corrector. El fondo de maquillaje se deslizó sobre su piel con tanta suavidad como le había prometido la dependienta. En los ojos se aplicó una discreta sombra color topo y después de la máscara de pestañas, les llegó el tumo al colorete y al brillo de labios. El último paso fue quitarse los rulos y peinarse con los dedos. Se echó el pelo hacia delante y se roció laca. Después, echó la cabeza hacia atrás y comprobó el aspecto que tenía.

En un cuarto de baño lleno de espejos, no había forma de escapar a la realidad, pero en esa ocasión la realidad no fue tan mala. Se miró desde distintos ángulos.

Jamás sería una mujer impactante, pero por una vez en su vida se vio guapa. Por lo menos, se sintió guapa, y con eso le bastaba.

Apenas se había calzado cuando Stephen llamó a la puerta. Recogió su bolso y fue a recibirlo.

– Hola -le dijo.

– Hola -él se detuvo en seco antes de añadir-: ¡Vaya! Estás genial.

– Gracias.

Era consciente del cámara que Stephen tenía detrás del hombro y por un momento deseó que pudieran estar los dos solos, que una pequeña parte del tiempo que pasaban juntos fuera real. Pero no lo era. Eso no podía dejar de recordárselo.

– ¿Qué quieres hacer primero? -le preguntó Stephen-. ¿Máquinas tragaperras, blackjack o prefieres la ruleta?

– Nunca he jugado. ¿Qué sugieres?

Mientras hablaban iban hacia los ascensores. Stephen pulsó el botón y las puertas se abrieron inmediatamente. Al entrar, ella sintió su mano en la parte baja de su espalda.

No es nada, se dijo. Los hombres hacían eso todo el tiempo; precisamente acababa de ver a Finn hacerlo con Dakota. Pero no pudo evitar sentir esa caricia y la seda de su blusa pareció intensificar el calor de la mano de él. Cuando el ascensor comenzó a descender, se sintió un poco mareada y se dijo que era por el movimiento vertical, no por nada más.

Salieron del ascensor y se adentraron en la locura. Allí todo era diversión, ruido y color. Aurelia no sabía dónde mirar primero.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó Stephen señalando al Grand Lux Café.

– Tal vez luego -respondió. Ahora mismo estaba demasiado emocionada como para comer. ¡Había mucho que ver!

Una pareja mayor pasó por delante de ellos.

– ¿No te encanta ver a una familia viajando junta, George? -le preguntó la mujer al marido-. Mira, se ha traído a su hermano pequeño a Las Vegas. ¿No es una cosa muy bonita?

Aurelia se apartó de Stephen. No sabía si él habría oído o no el comentario. El cámara estaba enfocando a los ancianos, así que sabía que ese momento saldría en el programa.

Comenzó a caminar sin saber dónde ir. La humillación hacía que le ardieran las mejillas y le robó el placer que le suponía estar allí. Pensó en correr detrás de la pareja y contarles qué estaba pasando, pero ¿de qué serviría?

Stephen la siguió.

– ¿Estás bien?

Obviamente, él no había oído nada, aún no. Y recordarse que solo eran amigos no la hacía sentir mejor.

Se detuvo en mitad del casino y lo miró. ¡Qué agradable era!, pensó. Un buen chico. Pero no había forma de…

– Disculpen, ¿qué están haciendo?

Aurelia y Stephen se giraron hacia el musculoso hombre del traje oscuro que llevaba una chapa informando de que pertenecía al personal de seguridad. La expresión de su rostro les decía que se tomaba muy en serio su trabajo.

Señaló al tipo de la cámara.

– No pueden filmar aquí.

– Estamos grabando un reality show -dijo Stephen-. ¿No ha hablado la productora con ustedes?

– No -el guardia de seguridad se movió hacia la cámara-. Apague eso o lo apagaré yo.

– Iré a buscar a Geoff -dijo el cámara y prácticamente salió corriendo.

– ¿Va a volver o tengo que salir detrás de él?

Aurelia no sabía si el guardia estaba hablándoles a ellos o no. Al parecer, no importó. Sacó un intercomunicador del bolsillo de su chaqueta y habló por él.

– Nos vamos -dijo ella agarrando a Stephen de la mano.

Stephen miró al tipo de seguridad, con su furioso rostro, y asintió.

– No creo que nos gustara estar en la cárcel.

Se dieron la vuelta y no pasó nada mientras subían por una escalera mecánica.

Respiró hondo.

– ¿Estás bien? Parecía que ibas a desmayarte -le dijo Stephen.

– Estaba aterrorizada -admitió-. No me puedo creer que Geoff nos haya traído aquí sin pedir permiso al hotel. No me sorprende que no nos dejen grabar. No saben qué vamos a hacer con las imágenes. Podría ser una estafa o un truco para hacer trampas con las tragaperras.

Tenía más que decir, pero de pronto no pudo hablar. Stephen estaba detrás de ella y, sin previo aviso, le puso una mano sobre la cadera y la llevó hacia él.

Aurelia hizo lo que pudo por no inmutarse, gritar de sorpresa no era apropiado. Además, ella había sido la que lo había agarrado de la mano para alejarse del guardia de seguridad, aunque eso era diferente. No podía explicar por qué, pero sabía que era distinto.

Cuando llegaron al siguiente piso, bajaron de la escalera y fue como si hubieran entrado en otro mundo.

Sobre ellos, el techo estaba pintado de color cielo con nubes que casi parecían flotar. Estaban en el hotel, pero perfectamente era como si estuvieran en la calle. Había tiendas, restaurantes y…

– ¡Mira! -dijo señalando hacia las pequeñas barcas que flotaban en el canal-. Góndolas.

– ¿Quieres subir? Vamos, será divertido.

No había demasiada cola, así que en cuestión de minutos ya estaban subiendo a la góndola. Se bamboleó en el agua, pero Aurelia logró sentarse sin caerse. Stephen se sentó a su lado.

No había mucho espacio, así que él estaba cerca. Lo suficientemente cerca como para que ella sintiera la suavidad de su camisa contra su mano y la presión de su muslo contra el suyo.

– ¿Alguna vez habías hecho algo así? -preguntó él mirando a su alrededor.

– No.

Nunca. Ni en sueños.

La gente que pasaba caminando se detenía a saludarlos. La música resonaba en el techo y reverberaba a su alrededor. Mientras, ella podía ver las tiendas cuyos nombres antes solo había visto en las revistas. Todo era perfecto.

Y entonces Stephen la rodeó con su brazo y fue incluso mejor.

Cuando doblaron una esquina, un hombre estaba esperando con una cámara. Les dijo que sonrieran, y les tomó una foto. Al terminar el paseo, fueron a ver la imagen digital mostrada en una pantalla de ordenador.

– Estás preciosa -le dijo Stephen.

Aurelia sabía que estaba siendo amable, pero de todos modos le gustó cómo había salido la foto. Los dos estaban mirando a la cámara con sonrisas sinceras. Estaban el uno apoyado en el otro y parecían una auténtica pareja… si no se tenía en cuenta la diferencia de edad.

– Nos llevamos dos -dijo él y las pagó.

– Debería pagarlas yo.

– ¿Por qué?

Porque ella ganaba más que él, porque él seguía estudiando y aquello no era una cita… Pero no quería decir eso, así que simplemente dijo:

– Gracias.

– ¿Tienes hambre? -preguntó Stephen, señalando a uno de los restaurantes.

– Sí.

– Bien. Yo también.

Aún no había anochecido y no había mucha gente, de modo que inmediatamente los sentaron en una pequeña mesa situada en una esquina junto a una planta. A pesar de ser un espacio abierto, resultaba muy acogedor y discreto. Íntimo.

El camarero les dio la carta.

Aunque estaba hambrienta, Aurelia no podía pensar en comer, así que simplemente pidió una ligera ensalada y té helado. Stephen optó por pizza y un refresco.

– Ya sabes por qué decidí participar en el programa, pero ¿por qué lo hiciste tú? -preguntó ella.

Stephen jugueteaba con su tenedor.

– Por muchas razones. Quería salir de South Salmon y ésta me parecía una buena forma de hacerlo.

– ¿Una buena forma? Dejaste la facultad en el último semestre. ¿Qué sentido tiene?

Stephen puso los ojos en blanco, pero Aurelia insistió.

– Tener estudios no puede hacerte daño. ¿Qué harás cuando termine el programa?

Stephen soltó el tenedor y se inclinó hacia ella.

– No quiero volar.

– No lo entiendo. ¿Quieres volver a Alaska conduciendo?

Él se rio.

– No. Quiero decir que no quiero ser piloto como mi hermano. No quiero entrar en el negocio familiar.

– Ah -ella sabía mucho sobre eso. A pesar de tener casi treinta años, nunca había podido complacer a su madre-. ¿Es eso lo que quiere Finn? ¿Espera que entres en el negocio familiar?

– Se da por hecho.

– ¿Le has dicho lo que piensas?

– No. A él eso no le importa.

Aurelia sacudió la cabeza.

– Estás hablando de un hombre que ha volado miles de kilómetros para asegurarse de que sus hermanos están bien. Creo que le importas mucho.

– Eso es distinto. Quiere que esté en casa para controlarme. Si le dijera que quiero ser ingeniero, me subiría hasta una altura de tres mil metros y me echaría del avión de una patada.

– Ahora estás hablando como un crío.

– ¡Ey! ¿Por qué dices eso?

– Fíjate en lo que haces. No estás dispuesto a sentarte a hablar con Finn y, por eso, has huido. ¿Te parece algo maduro?

– Se supone que tienes que estar de mi parte.

– Soy una tercera parte desinteresada -«desinteresada» tal vez no era la palabra más apropiada. Por mucha vergüenza que le diera, estaba más que interesada en Stephen. ¿Por qué no podía tener treinta años en lugar de veinte?

¡Qué cruel era la vida!

– Además -continuó-, si te falta un semestre para graduarte, él ya sabrá en qué quieres especializarte.

– Eso no le importa siempre que vuelva a casa -sacudió la cabeza-. Cuando nuestros padres murieron, las cosas fueron mal y Finn se ocupó de nosotros. Ahora no puede quitarse ese papel de encima y cree que seguimos siendo unos niños que lo necesitan.

– Deberías hablar con él. ¿Por qué no iba a alegrarse de que fueras ingeniero? Es una buena profesión.

– Lo conozco de siempre, Aurelia. Tendrás que fiarte de mí. Finn jamás lo aprobaría.

Ella quiso discutir ese punto, pero no lo hizo. Después de todo, había mucha gente que le diría que se enfrentara a su madre. Desde fuera parecía muy sencillo, pero por dentro todo era distinto. No podía superar la culpabilidad que la invadía cada vez que lo intentaba. Era como si a su madre le hubieran dado un manual de instrucciones sobre cómo manipularla y hubiera memorizado cada página.

Stephen había sido una de las pocas personas que habían aceptado sus limitaciones.

– Confío en ti.

De repente, alguien gritó sus nombres y Stephen y ella se giraron hacia el sonido que hacían varias personas que iban corriendo. Una de las asistentes de producción corría hacia ellos.

– ¡Aquí estáis! -dijo Karen con la respiración entrecortada-. Hemos estado buscándoos por todas partes. Geoff está furioso. Nos vamos a casa. Tenéis que venir ahora mismo.

Aurelia miró a Stephen, que se encogió de hombros.

– Supongo que podremos comer algo en el aeropuerto.

– Deprisa. Tenemos que llegar al aeropuerto. Geoff está furioso porque no ha habido una cita.

Aurelia y Stephen salieron del restaurante y, mientras seguían a la asistente de producción, él se acercó para decirle a ella:

– Geoff se equivoca -le susurró-. Sí que ha habido una cita y lo he pasado genial.

En su interior, Aurelia sintió cómo el corazón le dio un vuelco.

– Yo también.

Stephen le sonrió y le agarró la mano.

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