Tomar la decisión había sido sencillo, pensó Dakota a la mañana siguiente. Los preparativos, por otro lado, amenazaban con asfixiarla. Apenas había dormido. Cada vez que había cerrado los ojos, se le había ocurrido otra cosa más que tenía que hacer. De nada le había servido poner una libreta y un boli sobre la mesilla.
Aún no eran las ocho y ya estaba agotada. Tenía listas de todo lo que tenía que comprar y de las personas a las que tenía que llamar. Lo último que le quedaba por decidir era cómo ir a Los Ángeles, donde le entregarían a la niña: en avión o en coche.
Aunque volar era lo más rápido, tenía que enfrentarse a la realidad de viajar con un bebé de seis meses al que no conocía. ¿Y si se pasaba todo el trayecto llorando? No sabría qué hacer. Por eso conducir tenía más sentido de no ser porque serían unas ocho horas de camino y eso supondría demasiado para la bebé.
En cuestión de minutos llamaría a su madre; quería contarle la buena noticia a Denise y pedirle consejo sobre el tema del transporte. Mientras tanto, podía revisar su lista de la compra. No solo necesitaría pañales, sino también leche en polvo. Sabía que cambiar de leche podía provocarle problemas estomacales al bebé así que, por suerte, la persona que viajaba con la pequeña llevaría leche de sobra.
Fue a hacer la llamada, pero antes de poder levantar el teléfono, alguien llamó a la puerta. Cambió de dirección y fue a abrir; allí se encontró a Finn, de pie en su pequeño porche. Llevaba café para llevar, uno en cada mano.
– ¿Qué haces aquí? Es muy temprano.
Le dio el café.
– Desnatada, ¿verdad?
– Sí, gracias -ella dio un paso atrás y sacudió la cabeza-. Lo siento, estoy un poco aturdida esta mañana. ¿Qué haces aquí?
– Vas a quedarte con el bebé.
– ¿Cómo lo sabes?
Él sonrió.
– Te conozco. Me dijiste que no podías tener hijos, pero te gustan los niños. Ante la oportunidad de poder adoptar, sabía que lo harías sin dudarlo.
– Tienes razón.
Entró en la casa.
– No sé qué estoy haciendo. Apenas he dormido y tengo un montón de cosas por hacer.
Él la siguió hasta la cocina.
– Claro, es normal. La mayoría de la gente tiene nueve meses para planear qué hacer con un bebé. Tú, ¿cuánto tiempo has tenido? ¿Nueve horas?
¡Cuánta razón tenía!
No podía evitar estar sorprendida por verlo allí después del modo en que se había marchado la noche anterior.
– Estoy haciendo listas y en un rato llamaré a mi madre. Ha tenido seis hijos, así que si alguien sabe qué hacer, ésa es ella.
– ¿Has elegido un nombre?
Ella sonrió.
– Estaba pensando en Hannah. Es el nombre que se me vino a la cabeza en cuanto vi su foto.
– Hannah Hendrix. Me gusta.
– A mí también. Todo es muy surrealista. Ni siquiera sé qué pensar.
– Todo saldrá bien, lo harás muy bien.
– Eso no puedes saberlo.
– Claro que sí. Eres de esas personas que se preocupan por los demás y, ¿no me dices siempre que los niños necesitan saber que están protegidos, que estás a su lado? -le sonrió-. Me alegro mucho por ti, Dakota.
Su apoyo fue algo inesperado, pero agradable. Tanto que pudo haber llorado de no ser porque estaba decidida a no perder el control.
– Para ser alguien que no quiere tener familia, eres muy sensible y comprensivo.
– Que no se corra la voz. Tengo una reputación que mantener. ¿Cómo vas a ir a Los Ángeles?
– ¿Para recoger a Hannah? Aún no lo he decidido. Por eso quería hablar con mi madre. Volar es más rápido, pero me da miedo ir en avión con un bebé al que no conozco. Según eso, ir en coche tiene más sentido, pero es demasiado largo. Podría asustarse.
– Vamos en avión. Alquilaré uno. Llega a la terminal internacional, ¿verdad?
– Sí, pero no puedes llevarme hasta Los Ángeles.
– ¿Por qué no? ¿Es que no te fías de mí?
Su preocupación no era su habilidad para volar, estaba segura de que era muy bueno.
– ¿No es muy caro alquilar un avión?
– No es para tanto. Costará más que un vuelo comercial, pero voy a alquilar uno de cuatro plazas. Será más rápido que un coche y más que un vuelo comercial porque te evitas tener que estar en el aeropuerto dos horas antes y pasar por los controles de seguridad. Aterrizaremos en un aeropuerto para aviones privados que hay al este del aeropuerto de Los Ángeles y desde ahí tomaremos el autobús de enlace con la terminal internacional.
– Me parece perfecto -dijo ella aliviada por tener el problema resuelto-. Gracias. ¿Cómo pago el avión? ¿Quieres mi número de tarjeta?
– Ya nos ocuparemos de eso más tarde. Deja que vaya a preparar el alquiler.
Decidieron a qué hora saldrían y Finn la besó suavemente.
– Felicidades.
– Gracias por todo.
– Me alegra poder ayudar.
Cuando se marchó, Dakota se quedó en mitad de la habitación con su café en la mano. Seguía sorprendida por su oferta, aunque muy agradecida. No entendía por qué Finn quería involucrarse de ese modo, pero sabía que era mejor no preguntar.
Miró el reloj y supo que había llegado el momento de llamar a su madre. Solo tenía un día para reorganizar su vida porque en menos de cuarenta y ocho horas, sería madre.
Al mediodía, su casa estaba llena de buenos deseos. Dakota había llamado a su madre y Denise había llamado a sus otras hijas, además de a la mayoría de la gente que conocía en Fool’s Gold.
Nevada y Montana habían sido las primeras en aparecer por allí. Después había llegado su madre, seguida de Liz, Jo y Charity con su bebé recién nacido. Marsha, la alcaldesa, llegó con Alice, la jefa de policía. Amigos y vecinos abarrotaban la casa de Dakota.
Ya había impreso las fotografías de Hannah que le había enviado la agencia y estaban pasando de mano en mano.
– ¿Estás nerviosa? -le preguntó Montana-. Yo estaría aterrorizada. Los perros se llevan lo mejor de mis habilidades maternales. No estoy segura de que pudiera hacer más.
– Estoy aterrorizada -admitió Dakota-. ¿Y si lo estropeo todo? ¿Y si no le gusto a la niña? ¿Y si quiere volver a Kazajistán?
– La buena noticia es que no sabe hablar -le dijo Nevada-. Así que no puede decirte que se quiere marchar.
– Es un consuelo -murmuró Dakota.
Su madre se sentó con ella en el sofá y la rodeó con un brazo.
– Todo saldrá bien. Al principio será difícil, pero aprenderás rápido. Tu hija te adorará y tú la adorarás a ella.
– Eso no puedes saberlo -le dijo Dakota, sintiendo el pánico.
– Claro que sí. Te lo garantizo. Y lo mejor de todo es que por fin voy a tener una nieta.
Nevada sonrió.
– No es que no adore a mis nietos, pero me muero por comprar algo rosa y lleno de volantes. Por favor, no conviertas a mi única nieta en un chicazo, te lo suplico.
– Haré lo que pueda.
Miró a su alrededor. La mayoría de las mujeres habían llevado comida para la improvisada reunión y algunas incluso le habían preparado cacerolas para que tuviera comida para toda la semana. Así era la vida allí. Todo el mundo cuidaba de los demás.
Una Pia muy embarazada y su marido, Raúl, el jefe de Dakota, se acercaron a ella.
– Te me has adelantado. Aquí estoy, me faltan dos meses para dar a luz y tú vas a tener a tu bebé primero -le dijo bromeando mientras la abrazaba.
– Enhorabuena -añadió Raúl besándola en la mejilla-. ¿Cómo lo llevas?
– Estoy aterrorizada. Tengo que ir de compras, necesito pañales y una cuna y un cambiador -sabía que había más cosas, pero no se le ocurría qué. Uno de esos libros de bebés la ayudaría. ¿No tenían listas de las cosas necesarias?-. ¿Hay cosas que no se necesitan cuando el bebé tiene seis meses?
– No te preocupes -le dijo su madre-. Yo iré a comprar contigo. Me aseguraré de que tengas todo lo que necesitas para el vuelo. Dame la llave de casa y para cuando vuelvas mañana, lo tendrás todo aquí.
Si cualquier otra persona le hubiera dicho eso, no le habría creído. Pero se trataba de su madre y Denise sabía cómo hacer las cosas. No se podía ser madre de seis hijos y no ser una experta en organización.
– Gracias -le susurró y la abrazó-. No podría pasar por esto sin ti.
Las emociones amenazaban con abrumarla. Nada de aquello le parecía real, pero estaba sucediendo. ¡Iba a tener un bebé! Un hijo propio. A pesar de su cuerpo estropeado, tendría su propia familia.
Al mirar a su alrededor y ver a todos sus amigos y familia, que lo habían dejado todo para desearle lo mejor, se dio cuenta de que se equivocaba. No es que fuera a tener su propia familia; siempre había tenido una familia. Lo que tendría ahora sería una maravillosa e inesperada bendición.
Dakota nunca había viajado en un avión pequeño, pero volar en algo del tamaño de una lata de sardinas no era nada comparado con el hecho de ir a convertirse en madre de una niña de seis meses a la que no había visto en su vida.
Mientras Finn los llevaba al suroeste en dirección a Los Ángeles, hojeó desesperadamente el libro que se había comprado el día antes. Los autores de Qué esperar el primer año se merecían algún premio y tal vez una casa en la playa. Gracias a ellos, por lo menos sabía por dónde empezar.
– Pañales -murmuró.
– ¿Estás bien? -le preguntó Finn.
– No. Ayer Pia estuvo hablándome sobre las distintas clases de pañales. Creía que era una tontería y me burlé de ella, pero ¿qué sé yo sobre pañales? No puedo recordar la última vez que cambié a un bebé y cuando hice de canguro en el instituto siempre cuidé de niños mayores.
Lo miró, intentando respirar a pesar del pánico que la invadía.
– Esto es una locura. ¿Qué hace esa gente dejándome con una niña pequeña? ¿No deberían haberme investigado más? ¿No deberían haberme sometido a alguna especie de evaluación práctica? No sé qué leche darle ni cómo distribuir las tomas. Y las tomas son muy importantes, ¿sabes?
– Cálmate -le dijo Finn con voz suave-. Lo de los pañales no es tan difícil. Yo cambiaba a mis hermanos cuando eran pequeños. El hecho de que sean de usar y tirar lo hace muy sencillo.
– Claro. Hace veinte años eran sencillos, ahora las cosas podrían haber cambiado.
– ¿Crees que ahora es más difícil cambiar un pañal que hace veinte años? No me parece una buena estrategia de marketing.
Ella sintió presión en el pecho. Se dijo que no pasaba nada, pero le costaba más y más respirar.
– No emplees la lógica conmigo. ¿De verdad quieres que me ponga histérica? Porque puedo hacerlo.
– No lo dudo. Dakota, vas a tener que confiar en ti misma. Y en cuanto a lo de la leche y las tomas, quien haya cuidado de Hannah te dará esa información. ¿Qué te dijeron cuando te llamaron?
– No mucho. Oíste casi toda la conversación.
– ¿No te habían hecho otras entrevistas antes?
– Sí. Unas cuantas. Rellené formularios y charlamos y vinieron a Fool’s Gold para conocer mi modo de vida. El proceso fue muy largo.
– Entonces te han investigado a fondo. Si confían en ti, deberías intentar confiar tú también.
– De acuerdo -respiró hondo-. Podría funcionar.
– Recuerda, tu madre te ayudará. Y también tus hermanas y tus amigos. Puedes pedirme lo que quieras.
Ella agarró el libro contra su pecho.
– ¿Podrías dar la vuelta, por favor?
– Todo menos eso. Sabes que quieres a este bebé.
Tenía razón. Seguro que sería duro al principio, pero aprendería. Las madres habían aprendido durante miles de años y ella tenía una inteligencia que estaba por encima de la media. Eso tendría que ayudarla de algún modo.
Abrió el libro e intentó leer, pero las palabras estaban borrosas. Las ilustraciones la asustaban y las listas hacían que quisiera ponerse a gritar.
– Necesito más tiempo. ¿No puedo tener más tiempo?
– Aterrizaremos en unos cuarenta minutos. ¿Es suficiente?
Ella lo miró.
– No tiene gracia.
– No intentaba ser gracioso -conectó el micrófono y estableció comunicación con la torre de control.
Dakota no sabía mucho sobre aviación, pero comprobó que Finn le había dicho la verdad porque, al mirar por la ventanilla, vio Los Ángeles extendiéndose ante ellos.
Podía hacerlo, se dijo. Quería hacerlo. Miró las notas que su madre le había dado. Sabía que tenía lo necesario, aunque no supiera para qué servía todo. Estaba preparada a que Hannah estuviera cansada y de mal humor. Tenía mantas y pañales y animales de peluche en la bolsita. También, varias mudas de ropa de distintas tallas, por si la niña se mojaba la ropa.
Finn le había prometido ayudarla con los primeros cambios de pañales y en la terminal habría un aseo familiar donde podrían cambiar a la niña. Todo saldría bien. Lo único que tenía que hacer era no dejar de repetírselo.
Según lo prometido, cuarenta minutos después, el avión se detuvo. Finn agarró la bolsa de los pañales y salió del avión. Dakota lo siguió. Se sentía algo mareada y si el corazón le latía con más fuerza, se le saldría del pecho y eso no sería nada agradable.
Finn explicó a los encargados que solo estarían allí alrededor de una hora mientras Dakota comprobaba el estado del vuelo procedente de Europa. Hannah y su cuidadora ya estarían recogiendo el equipaje.
Tomaron el autobús que los transportó hasta la terminal internacional del aeropuerto de Los Ángeles. Finn llevaba la bolsa de la bebé colgada de un hombro y a Dakota agarrada de la mano. Ella se aferró a él con fuerza, consciente de que probablemente resultaba patética, pero sin importarle lo más mínimo.
La planta principal de la terminal estaba abarrotada de gente esperando a sus familiares y amigos. Gente de distintos países hablando en distintos idiomas. No estaba segura de cómo encontrar a la mujer con la que debían reunirse.
– Ojalá me hubieran enviado una fotografía de ella. Eso habría simplificado las cosas.
– ¿Dakota Hendrix?
Dakota se giró y vio a una monja con el pelo canoso y sosteniendo a una bebé llorando. La niña era la misma de las fotografías. Tenía el rostro colorado y era mucho más pequeña de lo que Dakota se había imaginado.
– Soy Dakota -susurró.
– Soy la hermana Mary y ésta es tu niña.
Instintivamente, Dakota extendió los brazos y tomó a la pequeña. Hannah no protestó. Por el contrario, se acurrucó en sus brazos y la miró con unos oscuros ojos marrones.
Llevaba una chaquetita rosa con una camiseta debajo, ambas arrugadas y con algunas manchas. No le sorprendía, dado el largo viaje que había hecho. Tenía su pelo oscuro cortado con un estilo tazón nada favorecedor, pero era una preciosidad.
Sus mejillas eran sonrojadas y su boca se movía como si estuviera tomando energía para echarse a llorar. Incluso a través de la ropa, pudo sentir su calidez.
Finn las llevó hasta un rincón relativamente tranquilo de la terminal y mientras el gentío bullía a su alrededor, la hermana Mary comprobaba la identificación de Dakota. Ambas firmaron un documento y ahí terminó todo.
– Alguien de la agencia te llamará en unos días para concertar una cita contigo -dijo la hermana Mary-. ¿Ya le has puesto un nombre?
– Hannah.
– Un nombre precioso -respondió la monja-. Ha tenido un viaje difícil. Tiene algunas décimas de fiebre y habrá que mirarle los oídos. Creo que tiene infección -le dio un bote de Tylenol infantil-. Es todo lo que tenemos. El dinero está muy limitado. Hay muchos niños y muy pocos recursos. Tiene que tomar otra dosis dentro de una hora.
Hannah había cerrado los ojos. Dakota la miró, dividida entre la belleza de su hija y el miedo a que estuviera enferma.
– ¿Es pequeña para su edad?
– No, comparada con algunos de los otros niños. He traído un bote de la leche que toma, unos cuantos pañales y su ropa -la monja miró el reloj-. Lo lamento, pero tengo que tomar un avión.
– Sí, por supuesto -dijo Dakota-. Por favor, márchese tranquila. Llevaré a Hannah al médico lo antes posible.
– Tienes todos los números de la agencia -le dijo la hermana Mary mientras le daba una pequeña maleta a Finn-. Llama a cualquier hora, ya sea del día o de la noche.
– Gracias.
Finn le estrechó la mano y, cuando la monja se había ido, se giró hacia Dakota.
– ¿Estás bien?
– No. ¿Has oído lo que ha dicho? Hannah podría estar enferma -la bebé tenía los ojos cerrados; su respiración era constante, pero estaba muy colorada. A Dakota le ardieron los dedos cuando le acarició las mejillas-. Tengo que llevarla a un médico.
– ¿Quieres hacerlo aquí o prefieres volver a casa?
– Llevémosla a casa -miró el reloj.
De todos modos, había pedido cita con el pediatra para esa misma tarde a última hora. Mejor ocuparse de todo allí, en casa.
Volvieron por donde habían ido y Finn solo tardó unos minutos en hablar con la torre de control y recibir permiso para despegar. Menos de una hora después de haber aterrizado, ya estaban de nuevo en el aire.
En esa ocasión, ella se sentó detrás del asiento del copiloto con Hannah a su lado, sentada en una sillita de coche y con el cinturón abrochado. Dakota la observaba nerviosa, contando cada bocanada de aire que la niña tomaba.
– ¿Estás bien? -le preguntó Finn.
– Intento no ponerme histérica.
– Se pondrá bien.
– Eso espero -no apartaba la mirada de su hija-. Es tan pequeña… -demasiado pequeña-. Sé que viene de una parte muy pobre del mundo, que el orfanato no tiene ni dinero ni recursos. Sabía que podría haber problemas, ya me habían advertido de ello.
Cuando había enviado la solicitud, había acudido a varias reuniones en las que le habían mostrado vídeos de los distintos orfanatos con los que trabajaba la agencia. Además, había hablado con otros padres. Le habían hablando de los niños que eran pequeños para su edad, pero que después crecían a su ritmo normal. Habían despejado cualquier dificultad inicial.
Ahora, mientras palpaba la ardiente mejilla de su niña, tenía los ojos llenos de lágrimas.
– No quiero que le pase nada.
– La llevarás al médico. Solo serán unas horas.
Ella asintió porque le era imposible hablar. Su hija podía estar muy enferma y no tenía forma de hacerla sentir mejor. Ni medicinas ni experiencia sobre cómo hacer un cataplasma.
– ¿Sabes lo que es un cataplasma? -le preguntó a Finn.
– No, ¿por qué?
– Pensé que podría servir.
– Dakota, tienes que relajarte. No te preocupes hasta que haya una razón real para hacerlo, ¿de acuerdo? Vas a necesitar energía para cuidar de Hannah una vez que empiece a gatear por todas partes.
– Espero que tengas razón -respondió con una voz ronca y fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba llorando.
Se tapó la cara con las manos y se echó a llorar con fuerza. Un par de segundos después, Hannah se despertó y empezó a llorar también. La bebé se tocaba las orejas, como si le dolieran.
– No pasa nada -dijo Dakota enseguida-. No pasa nada, cielo. Tengo tu medicina aquí.
Sacó el Tylenol y midió la dosis. Por suerte, el avión se mantenía absolutamente estable y en ese momento lo agradeció.
– Estás salvándome la vida -le dijo a Finn-. No podría haber hecho esto sola. No sé cómo agradecértelo.
– No pienses en eso ahora.
Ella asintió y le ofreció a Hannah la cucharita, pero la pequeña giró la cabeza.
– Vamos, cielo. Tómate la medicina, está muy rica. Te hará sentir mejor.
Después de ofrecérsela varias veces, Dakota tocó la nariz de la niña y le acarició las mejillas. Hannah separó los labios y Dakota aprovechó para introducirle la medicina, que la pequeña tragó sin problema.
Pero lo que fuera que le pasaba necesitaba más que una simple medicina. O la niña estaba cansada o tal vez asustada. Después de todo, estaba rodeada de extraños. Fuera la razón que fuera, no paraba de llorar y su cuerpo se sacudía con cada sollozo. Dakota intentó mecer la silla del coche y le frotó la barriguita. También le cantó, pero no sirvió de nada.
Durante el resto del vuelo y el trayecto en coche hasta el pediatra, Hannah estuvo gritando y ese sonido hizo que a Dakota se le encogiera el alma. No sabía qué hacer y sabía que esa ignorancia podía poner en peligro la vida de un bebé. ¿En qué había estado pensando la agencia al entregarle un bebé a ella?
Por fin aparcaron frente a la consulta del pediatra. Sacó a Hannah del coche, la envolvió en una manta y la llevó hasta la sala de espera seguida por Finn.
Dakota, que también estaba llorando, apenas pudo decir su nombre. La recepcionista las miró a los dos y señaló una puerta a la izquierda.
– Vivian les acompañará a una sala.
– De acuerdo. Gracias.
Dakota miró a Finn.
– No sé cómo agradecértelo -dijo por encima del llanto del bebé-. No tienes que esperar. Llamaré a mi madre y ella vendrá a por mí.
Finn le acarició la mejilla.
– Ve. Esperaré aquí. No voy a dejarte sola. Tengo que ver cómo termina todo.
– Eres un buen hombre. De verdad. Hablaré con alguien para que te pongan una placa en el pueblo.
Él esbozó una pequeña sonrisa.
– Pero que no sea demasiado grande. Que tenga clase.
A pesar de todo, ella logró sonreír; después se dio la vuelta y siguió a la enfermera hasta la sala de exploraciones.