Capítulo 20

Montañas cubiertas de árboles se extendían más lejos de lo que Finn alcanzaba a ver. El cielo era azul y el sol brillaba a pesar de ser más de las nueve de la noche. En esa época del año, las zonas del norte de Alaska llegaban a tener veinte horas de luz.

Ya había realizado dos vuelos en las últimas veinticuatro horas. Cuando volviera a South Salmon descansaría un poco y empezaría de nuevo. Había muchos encargos y se lo debía a Bill. Su socio había sido muy comprensivo durante su ausencia.

Los mandos del avión le eran algo de lo más familiar; no tenía que pensar para volar porque era innato en él. Estar en el aire y desafiar a la gravedad eran algo tan natural como respirar.

En la distancia vio nubes de tormenta que podrían suponer un problema, pero se conocía el clima y el cielo. Las nubes se quedarían al oeste.

A pesar del zumbido del motor, había un relativo silencio. Una sensación de paz. No había nadie sentado a su lado y nadie lo esperaba cuando aterrizara. Podía hacer lo que quisiera y cuando quisiera. Por fin tenía la libertad que tanto había anhelado durante los últimos ocho años.

Según se acercaba al aeropuerto de South Salmon, informó de su posición y se preparó para aterrizar. Cuando las ruedas tocaron suelo, viró el avión hacia los hangares que Bill y él poseían. Su compañero estaba allí, junto al edificio principal.

Bill era un tipo alto y delgado que acababa de cumplir los cuarenta. Sus padres habían trabajado juntos en el negocio y habían vivido mucho juntos.

– ¿Qué tal ha ido? Has estado volando muchas horas.

Finn le entregó la carpeta que contenía los recibos de entrega firmados, además del registro del avión.

– Ahora voy a descansar un poco. Volveré sobre las cuatro.

Las cuatro de la mañana, quería decir. En verano, los tumos comenzaban muy temprano porque querían aprovechar la luz del sol todo lo posible. Volar era mucho más sencillo cuando podías verlo todo.

– ¿Estás adaptándote bien?

– Claro, ¿por qué lo preguntas?

– No eres el mismo. No sé si es que echas de menos algo o a alguien, o si es por el hecho de que tus hermanos se hayan ido. Hay mucho trabajo nuevo, Finn. Un par de contratos y más gente interesada en firmar. Quiero que les eches un vistazo, pero si no vas a estar aquí, tendré que contratar nuevos pilotos y puede que me traiga a mi primo. ¿Quieres que te compre tu parte? Podría pagarte la mitad en metálico y el resto mediante un préstamo bancario. Si no estás seguro, éste es el momento de decírmelo.

Vender el negocio… No podía decir que no lo hubiera pensado. Tres meses atrás habría jurado que no quería salir de South Salmon, pero ahora ya no estaba tan seguro. Sus hermanos se habían marchado y no volverían allí, y él tenía nuevas ideas sobre lo que quería hacer con su vida.

Y también estaba Dakota. La echaba de menos. Por mucho que lo enfurecía y que se preguntara si lo habría engañado, quería estar con ella. Quería verla y abrazarla y reírse con ella. Quería ver a Hannah crecer y convertirse en una jovencita de ojos brillantes y preciosa sonrisa.

Y en cuanto al bebé… No, no podía pensar en ello. La idea lo abrumaba. Desde que sus padres murieron, se había jurado que cuando sus hermanos fueran independientes, él haría todas las cosas que había echado en falta y que se había perdido. Iría a donde quisiera, haría lo que quisiera. Sería libre. No quería volver a tener obligaciones porque cuando era joven y el resto de los chicos habían estado yendo a fiestas y saliendo con chicas, él había estado revisando deberes, haciendo la colada y aprendiendo a cocinar. Había tenido que trabajar y ser padre y madre a la vez.

– ¿Finn?

Finn miró a su socio.

– Perdona.

– Estabas en otra parte.

– En el pasado.

– En cuanto a lo del negocio… ¿podrías decirme algo a finales de semana?

– El viernes -le prometió.

Bill asintió y se marchó.

Pero Finn se quedó donde estaba pensando en Dakota y en cómo tendría que ser padre y madre de dos bebés. Lo de la adopción era algo que ella había buscado, pero lo del bebé era tan inesperado para ella como lo había sido para él.

Estaba seguro de que había hablado en serio al decirle que era libre de marcharse, que no esperaba nada de él. Seguro que redactaría uno de esos acuerdos en los que renunciaba a recibir ayuda económica porque no quería que se sintiera atrapado, lo cual debería haberlo alegrado. Habían hecho falta ocho años, pero por fin estaba donde quería estar: siendo libre, y pudiendo ir a cualquier parte y hacer cualquier cosa. Si además le vendía el negocio a Bill, tendría más libertad y más dinero. La vida no podía ser mejor.


– Estoy bien -insistió Dakota-. Absolutamente bien.

Sus hermanas estaban mirándola, como si no se hubieran quedado muy convencidas. Tal vez sus palabras habrían sido un poco más creíbles si no hubiera tenido los ojos hinchados y rojos de llorar. Durante el día lograba ser fuerte, pero en cuanto caía la noche y se veía sola, perdía el valor.

– No estás bien y es normal -le dijo Nevada-. Le dijiste a Finn que lo amabas y él se ha marchado sin decir nada mientras tú te quedas aquí embarazada de su bebé y sola.

– Gracias por recordármelo -murmuró Dakota-. Ahora me siento patética.

– Pues no lo hagas -le dijo Montana-. Has sufrido mucho, pero eres fuerte y lo superarás.

Sus hermanas se miraron.

– ¿Qué pasa?

Estaban en el bar de Jo viendo Súper Modelo. Denise había insistido en que Hannah se quedara a pasar la noche con ella, probablemente para que las hermanas pudieran pasar un rato juntas, y ya que la niña adoraba a su abuela, no había visto problema alguno en ello.

– Debe de ser muy fuerte enterarte de pronto de que vas a ser padre -dijo Montana cautelosamente, como si se esperara que Dakota se lanzara a por ella.

– Lo sé.

– Seguro que necesita un poco de tiempo. Tú necesitaste tiempo.

– Estaba dispuesta a darle tiempo, pero se marchó. Siguió aquí después de que se fueran sus hermanos hasta que le dije que lo quería y que estaba embarazada. Esa misma noche se largó sin decir nada.

Nunca antes se había sentido tan abandonada. Lo más parecido a la sensación que la invadía ahora era la que había tenido cuando su padre murió. Eso también había sido inesperado y después solo había quedado ausencia y dolor.

– Es muy típico de un hombre marcharse así -dijo Nevada-. Ahora ya sabes que es de esa clase.

– ¿Qué clase?

– De los que desaparecen para no tener que hacer frente a las responsabilidades. Solo se preocupa de sí mismo.

Dakota sacudió la cabeza.

– Eso no es justo. Finn no hace eso. Ha pasado los últimos ocho años criando a sus hermanos y tuvo que renunciar a todo para cuidar de ellos.

– Pues mira cómo le ha salido.

– ¿Qué quieres decir? Son unos chicos geniales.

– Uno de ellos quiere ser actor y el otro está saliendo con una mujer que casi le dobla la edad.

– Eso no es verdad.

– ¿Sasha no quiere ser actor? ¿No se ha mudado a Los Ángeles y ha abandonado la carrera a solo un semestre de terminarla?

– Sí, pero…

Nevada se encogió de hombros.

– Estás mejor sin él.

– No, no es verdad. No tiene nada de malo que Sasha quiera seguir sus sueños. Tal vez debería haber terminado la carrera, pero puede hacerlo más adelante. Y en cuanto a Aurelia, es nueve años mayor que Stephen, como sabes muy bien. Es dulce y están muy bien juntos. Stephen volverá a la universidad y está estudiando Ingeniería, como tú.

Estaba cada vez más furiosa e indignada.

– ¿A qué viene ser tan críticas? Finn es un buen hombre y lo ha demostrado una y otra vez. No me arrepiento de nuestra relación y no necesito oír estos comentarios sobre sus hermanos y él.

Nevada levantó su copa y sonrió.

– Solo quería comprobarlo.

– ¿Comprobar qué?

– Que lo quieres, que no te alegra que se haya ido por mucho que intentas disimularlo. ¿Por qué no luchas por lo que quieres?

– ¿Luchar? No puedo forzarlo a estar conmigo.

– No, pero hay un mundo entre forzarlo y no hacer nada.

Nevada asintió.

– Cuando querías entrar en ese programa especial de postgrado, ¿te limitaste a presentar tu solicitud y esperaste a ver qué pasaba? No. Acosaste al jefe de departamento para que te aceptasen hasta que casi tuvo que ponerte una orden de alejamiento. Cuando necesitaste una clase de niños para hacer tu tesis, llamaste a las puertas de un montón de profesores hasta que diste con lo que necesitabas. Cuando descubriste que no podías tener hijos, adoptaste una niña. Haces cosas, Dakota. Te mueves, por muy discreta que seas. Siempre has actuado, así que, ¿por qué ahora tienes una actitud tan pasiva?

Se sintió halagada y reprendida al mismo tiempo.

– No estoy siendo pasiva. Solo estoy dándole tiempo a Finn para que decida lo que quiere hacer.

– ¿Y qué pasa con lo que quieres tú? ¿Eso no es importante?

– Claro, pero…

– Nada de peros. Recuerda lo que dijo el maestro Yoda: «No existe el intentar, existe el hacer».

– Puedes quedarte ahí sentada y esperar a que se decida -dijo Nevada-, o puedes tomar las riendas de tu destino. Sé que estás asustada.

– No estoy asustada.

Sus hermanas la miraron enarcando las cejas.

– De acuerdo, un poco asustada -admitió.

No pensaba que Finn fuera a alejarse de su hijo, sabía que con el tiempo aparecería y querría formar parte de su vida. Sería un gran padre, pero ¿le interesaría ser un marido?

– La gente del programa me parecía estúpida, desesperada y sentía lástima por ellos. Pero solo estaban buscando el amor, y eso es algo que quiere casi todo el mundo. Por lo menos, ellos hicieron algo. ¿Qué he hecho yo?

Medio se esperaba que sus hermanas la defendieran, pero se quedaron en silencio. ¡Eso sí que era comunicación!, pensó algo dolida. Y entonces se recordó que no importaba lo que la gente pensara de Finn y de ella. Ellos eran los únicos que importaban.

Sabía lo que quería, quería un final feliz con el hombre al que amaba. Quería casarse con él y criar a sus hijos a su lado. Quería una casa llena de niños y perros, con un gato o dos y un pequeño campo de fútbol. Quería un poco de lo que habían tenido sus padres.

Pero, ¿qué quería Finn? Sabía que acabaría diciéndoselo, pero darle ese tiempo que necesitaba ¿era ser madura o tener miedo?

Le había dicho que lo amaba y que estaba embarazada, pero no había tenido oportunidad de contarle el resto. De decirle cómo veía su futuro juntos y que ser responsable no era algo tan malo. Había muchas recompensas maravillosas.

– No voy a esperar -dijo y se levantó-. Me voy a South Salmon a hablar con él.

– Sale un avión con destino a Alaska a las seis de la mañana desde Sacramento -le dijo Nevada-. Hace escala en Seattle -se sacó un papel del bolsillo y se lo entregó-. He hecho una reserva antes. Puedes pagarlo al llegar al aeropuerto.

Dakota no podía creérselo.

– ¿Habíais planeado esto?

– Y también hemos discutido con mamá sobre quién se quedará con Hannah mañana por la noche.

Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero por primera vez en días, no fueron lágrimas de tristeza. Abrazó a sus hermanas.

– Os quiero.

– Y nosotras a ti. Dile a Finn que si es un idiota, enviaremos a nuestros tres hermanos a buscarlo. Podrá correr, pero no podrá esconderse para siempre.

Dakota se rio.

Montana la besó en la mejilla.

– Nos ocuparemos de todo aquí. No te preocupes. Tú ve y encuentra a Finn y tráelo hasta aquí.


– ¿Lo echamos a suertes? -preguntó Bill.

Finn estaba mirando por la ventana del despacho. La primera tormenta ya había pasado, pero venía una segunda, más grande y dirigiéndose a South Salmon.

Las tormentas allí no eran como en los otros estados.

Eran mucho menos educadas y mucho más destructivas. Por lo general, todos los vuelos quedaban cancelados, pero habían recibido una llamada de un padre desesperado diciendo que su hijo estaba enfermo y que necesitaba un avión inmediatamente. Los aviones médicos estaban atendiendo otras llamadas y nadie más podía llegar hasta allí.

Ahora había unas enormes nubes negras surcando el cielo, junto con un fuerte viento y relámpagos. Volar con ese tiempo era como desafiar a Dios.

– Iré yo -dijo Finn dirigiéndose ya hacia uno de los aviones-. Avisa a la familia por radio y di que estaré allí en unas tres horas. Un poco más, tal vez.

– No puedes rodear la tormenta -era demasiado grande como para rodearla.

– Lo sé.

Bill lo agarró del brazo.

– Finn, espera. Vamos a esperar unas horas.

– ¿Ese niño tiene unas horas?

– No, pero…

– Ese niño no va a morir mientras yo esté de guardia.

– No les debes nada.

Pero tenía que intentarlo. Eso era lo que ese trabajo significaba para él: a veces tenías que correr un riesgo.

Fue hasta el avión y realizó la rutina de comprobación con más cautela y detenimiento que nunca. Lo último que necesitaba era un problema mecánico que complicara una situación ya de por sí difícil.

Cuando estuvo listo para despegar, el viento bramaba y empezaron a caer las primeras gotas.

El problema no era salir de allí porque se alejaría de la tormenta, sino llegar a Anchorage.

Seis horas después, sabía que moriría. Los padres y el niño estaban en el avión; el hombre sentado a su lado y la mujer junto a su hijo. Los vientos eran tan fuertes que el avión parecía estar quieto en lugar de avanzando. Se sacudían y en alguna ocasión una ráfaga de viento los hizo descender bastantes metros.

– Voy a vomitar -gritó la madre.

– Las bolsas están junto al asiento.

No podía parar a mostrárselo. No, cuando todas sus vidas dependían de que los sacara de allí a salvo.

Aunque era por la tarde, el cielo estaba negro como la noche y la única iluminación provenía de los relámpagos. El viento rugía como un monstruo que quería atraparlos y Finn tenía la sensación de que en esa ocasión la tormenta ganaría.

Sin quererlo, se vio arrastrado mentalmente a otro vuelo muy parecido a ése. Un vuelo que había cambiado su vida.

Había habido una tormenta, oscura y poderosa. Los truenos los habían asaltado y uno se había acercado tanto a ellos que Finn recordaba haber sentido su calor. Él pilotaba y su padre iba de copiloto. El viento había bramado y los había lanzado como si fueran una pelota de béisbol.

Y entonces un trueno había caído en el motor y el avión había caído desde el cielo como si fuera una piedra.

No había podido controlar el descenso; todo había estado demasiado oscuro como para saber dónde aterrizar, suponiendo que hubiera habido algún punto más seguro que el bosque donde se habían estrellado. Finn no recordaba mucho del impacto. Se había despertado y se había encontrado tendido en el suelo, bajo la lluvia.

Sus padres estaban inconscientes y los había atendido lo mejor que pudo antes de salir a buscar ayuda. Para cuando habían regresado, ya habían muerto.

Un trueno cayó junto al avión devolviendo a Finn al presente. La madre gritó. El niño seguro que estaba aterrorizado, aunque demasiado enfermo como para emitir ningún sonido. Junto a Finn, el padre se aferraba al asiento.

Nadie preguntó si iban a morir, aunque él estaba seguro de que lo estaban pensando. Y probablemente estarían rezando. Finn esperaba oír una voz que le dijera que debería haber esperado, que no había merecido la pena… y entonces lo sintió. Fue como si sus padres estuvieran allí con él, ayudándolo. Como si alguien estuviera tomando el control del avión, guiando sus manos.

Sin saber qué otra cosa hacer, escuchó al silencio, giró a la izquierda, después a la derecha, esquivando los truenos y al viento, encontrando la zona más calmada de la tormenta. Descendió un poco cuando esas fuerzas invisibles así se lo indicaron, viró a la izquierda y volvió a subir.

Durante la siguiente hora pilotó como nunca antes lo había hecho y poco a poco el poder de la tormenta fue desvaneciéndose. A ochenta kilómetros de Anchorage vio el primer rayo de luz y oyó una voz desde la torre de control.

Aterrizaron menos de treinta minutos después. Una ambulancia estaba esperándolos para llevarse al niño al hospital. En el último segundo, el padre se volvió hacia él.

– No sé cómo agradecértelo -le dijo estrechándole la mano-. Creía que íbamos a morir. Nos has salvado. Lo has salvado.

Finn se quedó junto al avión y vio el sol abrirse paso entre las nubes. Automáticamente, comprobó el avión. Todo estaba bien, ni una sola señal que indicara lo que acababan de vivir. Volvió a entrar sabiendo que lo que fuera que estaba buscando, no estaba allí.

Tal vez habían sido sus padres, o tal vez alguna otra cosa. Volar era como navegar: si un hombre lo hacía mucho, experimentaba cosas que no se podían explicar. Por la razón que fuera, había sobrevivido la noche del accidente. Siempre había pensado que había sido para poder criar a sus hermanos, pero tal vez había habido otro propósito. Tal vez se había salvado para poder encontrar a Dakota.

La amaba. Tener que pasar por una experiencia casi mortal para descubrirlo lo convertía en un idiota, pero podría vivir con ello… siempre que pudiera tener la oportunidad de contárselo.

La amaba. Quería casarse con ella y tener muchos hijos. ¡Tenía que llamar a Hamilton y decirle que quería comprar su negocio! Después, le diría a Bill que le vendía su parte. Pero lo más importante era volver a Fool’s Gold y decirle a Dakota lo mucho que la amaba y cuánto deseaba estar con ella.

Sacó su móvil y llamó a Bill.

– He estado muy preocupado -le dijo su compañero-. ¿Es que no has podido llamar? ¿He tenido que enterarme por la torre de control?

– Ya te estoy llamando.

– Llevas diez minutos en tierra. ¿Qué has estado haciendo? ¿Comprando?

Finn se rio.

– Metiendo a mis pasajeros en la ambulancia. Mira, Bill, me voy. Puedes comprar mi parte del negocio. Tengo que volver a Fool’s Gold ahora mismo.

– Es por esa mujer, ¿verdad?

Finn pensó en Dakota y sonrió.

– Sí. Tengo que pensar cómo convencerla para que se case conmigo.

Hubo una pausa y Bill dijo:

– Se va a alegrar mucho de oír eso.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque la tengo justo a mi lado. Y si su sonrisa sirve de algo, entonces te diré que sí. Acepta.


Dakota utilizó unos prismáticos para ver el cielo. Bill le había dicho en qué dirección mirar y cuando vio la diminuta silueta de un avión, comenzó a saltar.

Cuando Finn aterrizó, ella ya estaba corriendo hacia él. Se reunieron en la hierba, junto a la pista, y aunque Dakota tenía miles de cosas que decirle, ahora mismo lo único que quería era estar en sus brazos. Cuando lo estuvo, se besaron y se sintieron mejor que nunca.

– Te quiero -le dijo él-. Os quiero, Dakota. A ti, a Hannah y al bebé que llevas dentro. Debería habértelo dicho antes.

Estaba tan feliz que pensaba que ni le hacía falta respirar.

– Necesitabas tiempo.

– Me asusté y me marché, pero quiero casarme contigo. Quiero que seamos una familia.

– ¿Aunque eso suponga mucha responsabilidad?

Él asintió y volvió a besarla.

– ¿A quién intento engañar? Nací para ser responsable.

– Eras un chico salvaje y rebelde.

– Lo fui durante quince minutos, pero ahora quiero estar contigo.

Qué palabras más bellas e increíbles, pensó ella. Unas palabras perfectas provenientes del hombre perfecto.

– Yo también te quiero -le susurró.

– ¿Te casarás conmigo?

– Sí.

– ¿Viviremos en Fool’s Gold?

Quería que Finn fuera feliz.

– Tu vida está aquí.

– No, no lo está. Voy a venderle la mitad de mi negocio a Bill. Mis hermanos no lo quieren y puedo usar el dinero para comprar la empresa de Hamilton. Mi sitio está donde tú estás y eso es Fool’s Gold.

Dakota se echó a sus brazos.

– Hannah se pondrá feliz. Te ha echado de menos.

– Yo a ella también -le tocó el vientre-. Y pronto tendrá un hermanito o hermanita a los que mandar.

– Un día tendrás que enseñarnos Alaska -le dijo.

– Lo haré, pero ahora mismo estoy preparado para irme a casa.


* * *
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