Capítulo 10

Finn encontró a Sasha y a Lani jugando al voleibol en el parque. Su hermano se había recuperado de las quemaduras leves y parecía estar bien. Sasha lo vio y lo saludó, pero no dejó de jugar.

Después de mirarlos unos minutos, se alejó. Era sábado por la tarde de un cálido día de primavera. La mayor parte del pueblo había salido a pasear y a hacer recados.

Vio a padres con niños pequeños y a ancianas paseando a sus perros. Había niños por todas partes y los restaurantes y cafeterías habían colocado mesas fuera para aprovecharse del buen tiempo.

Dos de las parejas del programa estaban fuera, en el Lago Tahoe, o eso creía. Ese día no había grabaciones en el pueblo.

Paseó por el parque y recordó que Stephen le había dicho que Aurelia y él irían a tomar un picnic junto al lago. Veinte minutos después, los encontró en una manta bajo la sombra de un árbol. Aurelia estaba sentada con las piernas cruzadas y Stephen tumbado boca abajo, mirándola. Había intensidad en sus ojos, como si estuvieran hablando de algo serio.

Finn vaciló, dividido entre la educada actitud de no querer molestarlos y el deseo de interponerse entre una mujer mayor y sofisticada y su hermano. Entonces Aurelia lo vio y lo saludó indicándole que se acercara.

– ¿Qué tal? -preguntó sin pisar la manta. No se sentía cómodo sentándose.

Stephen se incorporó.

– Bien. Estábamos hablando.

– Tengo una madre demasiado opresiva -admitió Aurelia-. Estamos hablando de cómo voy a enfrentarme a ella y a decirle que me deje tranquila -arrugó la nariz-. Aunque no soy tan valiente. Me siento valiente hasta que la veo y entonces me vengo abajo -miró a Finn-. ¿Alguna sugerencia para reunir valor a la vez que te enfrentas a tus demonios internos? Y no es que mi madre sea un demonio, sino que se cree que tiene motivos para arruinarme la vida.

A Finn le estaba costando seguir la conversación.

– Seguro que todo saldrá bien.

Stephen se rio.

– La típica respuesta masculina a un problema emocional. Ante la duda, distánciate y sal corriendo.

– Tú no estás corriendo -dijo Finn-. ¿Por qué?

– Porque me gusta Aurelia. Tenemos mucho en común. Somos los callados y los tranquilos de la familia, nos gustan las mismas películas y nos gusta leer.

– Yo he terminado la universidad, pero tú no -dijo Aurelia con una sonrisa-. Oh, espera… Eso cuenta como diferencia.

Su jocoso comentario sorprendió a Finn.

– ¿Estás de mi parte en el tema de los estudios? -preguntó él incrédulo.

– Creo que es tener muy poca vista pasar hasta el último semestre y abandonar -en lugar de mirar a Stephen, Aurelia lo miró a él-. Stephen ha estado especializándose en ingeniería.

– Lo sé -respondió. No lo comprendía. Era como si ella pensara que esas palabras eran importantes. Era el hermano mayor de Stephen. ¡Claro que sabía lo que estaba estudiando!

Stephen le lanzó una mirada que la hizo callar y, cuando ella agachó la cabeza, él alargó una mano y le acarició el brazo.

Finn estaba allí de pie, sintiéndose como si sobrara. Había algo que no entendía y eso le hacía sentirse incómodo… lo cual le llevó a echar de menos a Dakota. Ella lo habría entendido y habría controlado la situación. Siempre lo hacía.

– Yo… eh… tengo que irme -dijo rápidamente-. Pasadlo bien, chicos.

Se marchó corriendo, sin saber dónde ir, sabiendo solo que tenía que alejarse de allí.

¿Qué pasaba con esos dos? Y en cuanto al apoyo de Aurelia a la idea de que Stephen terminara los estudios, no sabía si lo hacía porque era buena persona, tal como le había dicho Dakota, o porque eso formaba parte de un papel.

Siguió caminando. El parque estaba lleno de residentes y turistas. Los niños les daban pan a los patos junto al estanque y entre ellos vio a alguien con el pelo rubio y una silueta familiar. ¡Dakota!

Se giró hacia ella y frunció el ceño al verla mejor. No. No era Dakota, era una de sus hermanas paseando a varios perros. Se quedó sin moverse hasta que ella se alejó y en ese momento sonó su teléfono.

Miró la pantalla y reconoció el número de Bill.

– ¿Qué tal va todo?

– Genial. El nuevo chico es un piloto alucinante. Hace su trabajo y se va casa, no da ningún problema. Me gusta. Ya hemos repartido sesenta cajones.

– Qué rápido -dijo Finn sorprendido de que las cosas fueran tan bien.

– ¡Y que lo digas! Si este chico quiere quedarse más tiempo, puedes estar allí todo el tiempo que quieras.

– Es bueno saberlo. No me gustaba la idea de dejarte con tanto trabajo.

– Ahora tengo mucha ayuda -le dijo Bill-. Bueno, tengo que colgar. Ya hablamos luego.

Finn escuchó a su compañero colgar y se quedó en medio del parque pensando que no tenía nada que hacer durante el resto del día. Miró a su alrededor. Todo el mundo tenía algún lugar adonde ir, todo el mundo tenía alguien con quien estar. A excepción de con sus hermanos, la única persona con la que él quería estar era Dakota, pero el problema era que la última vez que la había visto, se había comportado como un cretino.

Y no había sido por ella, sino por él. Quería decirle que había actuado así porque sabía que la relación no duraría y solo intentaba protegerla, pero eso lo habría convertido en un mentiroso. La realidad era que se había sentido cada vez más unido a ella y que eso lo había aterrorizado. Por eso había actuado así, había reaccionado así. Por eso la había rechazado.

Y ahora tenía que hacer frente a las consecuencias.

Sabía que, tanto si ella lo perdonaba como si no, tenía que disculparse y por eso echó a andar en dirección a su casa.

Cuando llegó a la puerta delantera, llamó y esperó. Si no estaba en casa, volvería más tarde.

La puerta se abrió unos segundos más tarde y Dakota enarcó las cejas al verlo allí, pero no dijo nada. Llevaba unos vaqueros y una camiseta y estaba descalza. Tenía su melena rubia enmarañada, pero estaba guapa. Más que guapa. Estaba sexy y eso lo enfureció.

– Lo mejor es que sea el primero en hablar.

Ella apoyó un hombro contra el marco de la puerta.

– Me parece buena idea.

– Tengo una excusa para haberme comportado como un cretino.

– Estoy deseando oírla.

Se aclaró la voz.

– ¿Bastaría con decir que soy un hombre?

– Probablemente no.

Había merecido la pena intentarlo…

– Estaba frustrado y furioso por lo de mis hermanos y, por otro lado, estaba empezando a sentir algo por ti. Esto último no debería haber pasado. Sabes que me marcharé y sé que me marcharé.

– Y por eso optaste por la respuesta más madura.

– Lo siento. No te merecías eso. Me equivoqué.

Ella dio un paso atrás.

– Venga, pasa.

– ¿Así de fácil?

– Ha sido una buena disculpa. Te creo.

Él entró en la casa y ella cerró la puerta.

– Finn, lo he pasado muy bien contigo. Me gusta hablar contigo y el sexo es genial -sonrió-. Pero no dejes que eso último se te suba a la cabeza.

– No lo haré -prometió, aunque le habría gustado disfrutar del halago por un segundo al menos.

La sonrisa de Dakota se desvaneció.

– Tengo muy claro que tu estancia aquí es temporal y, cuando te marches, te echaré de menos. A pesar de eso, no voy a volverme loca ni intentaré convencerte para que te quedes.

– Lo sé. No debería haber dicho todo eso. Yo también te echaré de menos.

– Después de haber dejado claro cuánto vamos a echarnos de menos el uno al otro, ¿sigues queriendo pasar algo de tiempo conmigo mientras estás aquí?

Finn no había tenido muchas citas en los últimos ocho años porque después de la muerte de sus padres no había tenido mucho tiempo. Por eso no sabía si la actitud tan directa de Dakota era porque era una mujer madura o una mujer muy especial. Sin embargo, tenía la sensación de que era lo último.

– Me gustaría verte todo lo posible. Y si quieres suplicarme que me quede, tampoco me importaría.

Ella se rio.

– Tú y tu ego. Seguro que eso te encantaría. Tú en tu avión, preparado para partir, y yo llorando en la pista. Muy de los años cuarenta y del protagonista yéndose a la guerra.

– Me gustan las películas de guerra.

– Deja que me calce -cruzó el salón y se puso sus sandalias-. Te enseñaré el pueblo y después puedes quedarte a cenar. Y si tienes suerte, hasta podría utilizarte para practicar algo de sexo.

– Si hay algo que pueda hacer para fomentar esa última parte, dímelo.

– Seguro que hay algo -respondió ella con una sonrisa-. Deja que piense en ello.


Dakota pasó la tarde mostrándole el pueblo a Finn. Fueron a la librería de Morgan, se tomaron un café en el Starbucks y vieron los últimos minutos de un partido de la Pequeña Liga. Alrededor de las cinco, se pusieron camino a su casa.

– ¿Quieres que compremos comida para llevar? -preguntó él.

– Aún tengo los ingredientes para esa receta de pollo -respondió ella disfrutando de la suave brisa y de la sensación de la mano de Finn en la suya.

– ¿Quién te ha enseñado a cocinar? ¿Tu madre?

– Ajá. Es una gran cocinera. Siempre hemos celebrado grandes cenas familiares a las que teníamos que acudir siempre, pasara lo que pasara. Cuando era adolescente, odiaba esa regla, pero ahora me encanta.

– Parece que tienes una familia muy unida.

Ella lo miró.

– Y por lo que me has contado, parece que tú también la tenías.

– No era lo mismo. Papá y yo siempre estábamos volando por alguna parte, así que no comíamos todos juntos muchas veces. Pero tienes razón. Estábamos muy unidos.

Habían llegado a la casa y entraron. Mientras él elegía la música, ella preparó el pollo para meterlo al horno. Después, agarró una botella de vino y se reunió con él en el salón.

Se sentaron juntos en el sofá.

– ¿Cuántos años tenías cuando aprendiste a pilotar?

– Siete u ocho. Papá empezó a llevarme con él cuando tenía cuatro. Me dejaba los mandos y decidí estudiar para ser piloto cuando tenía diez. Hay mucha teoría, pero la aprobé sin problema.

– ¿Por qué te gusta tanto?

– En parte se debe a haber crecido en Alaska. Allí hay muchos lugares a los que solo puedes acceder en barco o en avión. Algunos de los pueblos del extremo norte solo son accesibles en avión.

– O en trineo -dijo ella en broma.

– Un trineo solo funciona en invierno -posó una mano sobre la pierna de ella-. Cada día es distinto en ese trabajo. Un cargamento distinto, un clima distinto y un destino distinto. Me gusta ayudar a la gente que depende de mí. Me gusta la libertad. Y me gusta ser mi propio jefe.

– Podrías ser tu propio jefe en cualquier parte.

– Podría. Por mucho que me guste Alaska, no soy de esos tipos que no pueden imaginarse viviendo en otra parte. Hay cosas que me gustan de las ciudades, o de las ciudades no tan grandes. Pero la tradición juega un papel importante en esto. Mi abuelo levantó el negocio y desde entonces ha estado en la familia. A veces hay un socio y a veces estamos nosotros solos.

Dakota sabía de qué estaba hablando.

– Mi familia fue una de las primeras que se establecieron aquí. Estar en un sitio desde el principio hace que te sientas como una pequeña parte de la historia.

– Exacto. No sé qué va a pasar con la empresa. A Sasha no le interesa volar y siempre pensé que Stephen se haría cargo, pero ahora lo dudo. Bill, mi socio, tiene un hermano más pequeño y un primo. Los dos quieren estar dentro. Ahora mismo están trabajando para otra empresa de transportes y por eso no ha podido contratarlos mientras yo estoy aquí.

Se inclinó hacia delante y agarró su copa de vino.

– A veces pienso en venderlo. En tomar el dinero y empezar de cero en otro lugar. Antes era importante para mí estar en South Salmon, por mis hermanos.

– Y ahora ya no lo es tanto, ¿no?

Él asintió.

Dakota se dijo que no debía sacar demasiadas conclusiones de la conversación; Finn estaba charlando, simplemente. Y el hecho de que no estuviera decidido a seguir en Alaska para siempre no cambiaba la situación. Le había dejado claro en varias ocasiones que no se quedaría en Fool’s Gold y cuando un hombre hablaba así, estaba diciendo la verdad. No era un mensaje cifrado que en realidad quisiera decir: «esfuérzate más en hacerme cambiar de opinión».

Pero había una parte de ella que quería que fuera así, lo cual la convertía en una tonta y a ella no le gustaba ser una tonta.

– No tienes que tomar la decisión hoy. Aunque no te quedes en South Salmon, hay otros lugares en Alaska.

Él la miró.

– ¿Intentando asegurarte de que no cambio de opinión con respecto a lo de marcharme?

Dakota se rio.

– Jamás lo haría.

Él también se rio.

– Espero.

Soltó su copa de vino y la llevó hacia sí. Ella se acercó de buena gana y disfrutó de la sensación de estar tan cerca de él. Como siempre, la mezcla de fortaleza y ternura la excitó. Ese hombre podía hacer que se derritiera sin ni siquiera proponérselo. ¡Qué injusto era todo!

Él la besó suavemente.

– ¿La cena está en el horno?

– Ajá.

– ¿Cuánto tiempo tenemos?

Dakota miró el reloj.

– Unos quince minutos. Iba a preparar una ensalada.

– O podrías pasar los próximos quince minutos aquí conmigo.

Lo rodeó con los brazos y lo acercó.

– La ensalada está sobreestimada.

Se besaron de nuevo y ella abrió la boca para recibir las sensuales caricias de su lengua. El deseo fue en aumento. Finn posó una mano sobre su rodilla y fue subiéndola hasta que sus dedos tocaron su pecho.

Se le endurecieron los pezones y entonces se desató el placer. Entre las piernas, ya estaba inflamada y húmeda.

¿Tanta hambre tenían? ¿No podía sacar el pollo del horno y terminar de cocinarlo más tarde?

Se apartó ligeramente y en ese momento el teléfono los interrumpió. Finn alargó la mano y le entregó el auricular.

Ella se incorporó.

– ¿Diga?

– ¿Dakota Hendrix? -preguntó una mujer.

– Sí.

– Soy Patricia Lee. Hablamos hace unos meses sobre su solicitud de adopción.

– ¿Qué? ¡Oh, sí! Ya lo recuerdo -la agencia internacional se había dado prisa en aprobar su solicitud. A diferencia de las otras con las que había probado, a ésa en particular no le había importado que fuera soltera.

– He oído lo que pasó con aquel pequeño y lo lamento mucho. No sé si se lo dijeron, pero hubo una confusión con la documentación.

A Dakota le habían dicho lo mismo, aunque nunca había estado segura de si había sido verdad o si la agencia había preferido enviar al niño con una pareja casada. Fuera como fuese, era extraño recibir esa llamada tratándose de un sábado por la noche.

– Claro que sí. Quedé muy decepcionada.

– Entonces, ¿sigue interesada en adoptar?

– Por supuesto.

– Esperaba que lo dijera. Tenemos una niña. Tiene seis meses y es adorable. Me preguntaba si estaría interesada.

Dakota sintió una ráfaga de sangre subiéndole de pronto a la cabeza y se preguntó si iría a desmayarse.

– ¿En serio? ¿Tienen un bebé para mí?

– Sí. Ahora mismo estoy enviándole el informe por correo electrónico. Hay unas cuantas fotografías. Me preguntaba si podría llamarme cuando las haya visto. Mañana regresa una de nuestros ayudantes y, si está usted interesada, pueden traer a la niña en ese mismo vuelo. De lo contrario, tendría que esperar un par de meses más para tenerla con usted. Sé que es algo muy apresurado, así que si quiere esperar, lo entenderé. Su decisión no afectará en absoluto al estado de su solicitud.

A Dakota le daba vueltas la cabeza. Estaban ofreciéndole lo que siempre había querido, la oportunidad de tener su propia familia. Y un bebé de seis meses, ¡qué pequeño! Sabía algo sobre los problemas de desarrollo de un niño criado en un orfanato y cuanto más pequeño fuera el bebé dado en adopción, mejor se solventarían esos problemas. El pequeño que le habían ofrecido la última vez tenía cinco años.

– ¿Cuándo tiene que saberlo?

– En las próximas horas -respondió Patricia-. Lamento haberla avisado con tan poco tiempo. Nuestro contacto tiene que volver a casa por una emergencia familiar y siempre intentamos enviar a cada niño con un adulto de acompañante. Pero, una vez más, depende de usted. No queremos presionarla. Si no está preparada, llamaremos a la siguiente familia que esté en la lista.

Dakota entró en la cocina, agarró un boli y un bloc de notas adhesivas y se sentó en la mesa de la cocina.

– Deme su número. Veré el informe y la llamaré en una hora.

– Gracias -dijo Patricia.

Dakota anotó la información y colgó. Se quedó sentada en la cocina. Sabía que los pies le llegaban al suelo, pero tenía la sensación de estar volando. Volando y temblando y a punto de echarse a llorar. Aún debía de estar respirando porque estaba consciente, pero no podía sentir su cuerpo.

En alguna parte oyó un pitido. Finn entró en la cocina y sacó la olla del horno. Después, se giró hacia ella.

– ¿Vas a adoptar un bebé? -le preguntó asombrado.

Ella asintió, aún incapaz de centrarse.

– Sí. Tienen una niña para mí. Es de Kazajistán. Tiene seis meses y me han enviado un informe sobre ella. Tengo que ir a mirarlo al ordenador.

Se levantó, aunque no podía recordar dónde tenía el ordenador. No podía estar pasando, ¿verdad? Se rio.

– ¡Voy a tener una niña!

– Sé que querías hijos… -a Finn se le apagó la voz-. Bueno, tienes mucho que hacer. Será mejor que me vaya.

– ¿Qué?

¡Adiós a la cena romántica!, pensó ella con tristeza.

Y adiós a Finn. Le había dejado claro que no quería tener familia.

– Gracias. Tengo que tomar una decisión enseguida.

– No hay problema -se giró para marcharse y se detuvo-. ¿Me contarás lo que hayas decidido?

– Por supuesto.

– Bien.

Lo vio alejarse y, por un momento, la invadió la tristeza. Pero esa tristeza se desvaneció enseguida, en cuanto encendió el portátil. Tardó una eternidad en arrancar, pero cuando por fin abrió el archivo, vio la fotografía.

¡Y lo supo!

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