Capítulo 2

Finn se dijo que gritando no conseguiría nada. Sus hermanos eran técnicamente adultos, aunque lo cierto era que, por mucho que fueran mayores de edad, eran unos idiotas.

Entró en la diminuta habitación de motel compuesta por dos camas, una cómoda, una televisión destartalada y la puerta que daba a un baño igual de pequeño.

– Es bonita -dijo mirando a su alrededor-. Me gusta lo que habéis hecho con este sitio.

Sasha volteó los ojos y se dejó caer en la cama.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– He venido a buscaros.

Los gemelos intercambiaron miradas de sorpresa.

Finn sacudió la cabeza.

– ¿De verdad creíais que mandarme un e-mail diciéndome que habéis dejado los estudios para venir aquí es suficiente? ¿Creíais que yo diría: «No pasa nada, divertíos. ¡Qué más da si abandonáis la facultad en el último semestre!»?

– Te dijimos que estábamos bien -le recordó Sasha.

– Sí, lo hicisteis y os lo agradezco.

Al no haber demasiados moteles en Fool’s Gold, localizar a los gemelos había sido relativamente sencillo. Finn sabía que andarían cortos de dinero y eso había eliminado los mejores sitios. El gerente del motel los había reconocido inmediatamente y no le había importado darle a Finn su número de habitación.

Stephen lo miraba con cautela, pero no dijo nada. Siempre había sido el más callado de los gemelos. A pesar de que eran casi exactamente iguales, tenían personalidades muy distintas. Sasha era extrovertido, impulsivo y distraído. Stephen era más callado y, por lo general, pensaba antes de actuar. Finn podía entender que Sasha quisiera irse a California, ¿pero Stephen?

«Cálmate», se recordó. Conversar con ellos le llevaría más lejos que ponerse a gritar. Sin embargo, cuando abrió la boca, se vio gritando desde la primera palabra.

– ¿En qué demonios estabais pensando? -dijo cerrando la puerta de un golpe y plantando las manos sobre sus caderas-. Os faltaba un semestre para terminar. ¡Solo uno! Podríais haber terminado las clases y haberos graduado para después obtener una licenciatura, algo que nadie podría haberos arrebatado. Pero, ¿pensasteis en eso? ¡Claro que no! En lugar de eso, os largasteis, os marchasteis antes de terminar. ¿Y para qué? ¿Para participar en un ridículo programa?

Los gemelos se miraron.

– El programa no es ridículo. No, para nosotros.

– ¿Porque sois profesionales? ¿Sabéis lo que estáis haciendo? -los miró a los dos-. Quiero encerraros en esta maldita habitación hasta que os deis cuenta de lo estúpidos que estáis siendo.

Stephen asintió lentamente.

– Por eso no te dijimos nada hasta después de llegar aquí, Finn. No queríamos hacerte daño ni asustarte, pero estás atándonos demasiado.

Ésas fueron unas palabras que Finn no quería oír.

– ¿Por qué no podíais terminar la facultad? Eso era lo único que quería. Hacer que terminarais vuestros estudios.

– ¿Habría terminado todo ahí? -le preguntó Sasha-. Eso ya lo has dicho antes. Que lo único que teníamos que hacer era terminar el instituto y que entonces nos dejarías tranquilos. Pero no lo hiciste. Ahí estabas, presionándonos para que fuéramos a la universidad, controlando nuestras notas y nuestras clases.

Finn sintió su ira aumentar.

– ¿Y qué tiene eso de malo? ¿Es malo que quiera que tengáis una buena vida?

– Quieres que tengamos tu vida -dijo Sasha mirándolo-. Te agradecemos todo lo que has hecho, nos importas, pero ya no podemos hacer lo que tú quieras.

– Tenéis veintiún años. Sois unos críos.

– No es verdad -dijo Stephen-, pero tú no dejas de decirlo.

– Tal vez mi actitud tenga algo que ver con vuestros actos.

– O tal vez se trate de ti -le contestó Stephen-. Nunca has confiado en nosotros. Nunca nos has dado una oportunidad de demostrar lo que podíamos hacer solos.

Finn quería soltar un puñetazo contra una pared.

– Quizá porque sabía que haríais algo así. ¿En qué estabais pensando?

– Tenemos que tomar nuestras propias decisiones -dijo Stephen testarudamente.

– No, cuando son así de malas.

Finn notaba cómo se le escapaba el control de la conversación, y la sensación fue a peor cuando los gemelos intercambiaron una mirada, la misma mirada que decía que se estaban comunicando en silencio, de un modo que él jamás entendería.

– No puedes hacemos volver -dijo Stephen en voz baja-. Nos quedamos. Vamos a salir en el programa.

– ¿Y después qué? -preguntó Finn.

– Yo me iré a Hollywood para trabajar en la televisión y en el cine -dijo Sasha.

Eso no era nuevo. Sasha llevaba años soñando con la fama.

– ¿Y tú? -le preguntó a Stephen-. ¿Quieres ser modelo publicitario?

– No.

– Pues entonces, vuelve a casa.

– No vamos a volver a casa -le contestó Stephen, sonando extrañamente decidido y maduro-. Déjalo ya, Finn. Hemos hecho todo lo que querías y ya estamos preparados para continuar solos.

Pero no era así y eso mataba a Finn. Eran demasiado jóvenes. Si no estaba cerca, ¿cómo podría mantenerlos a salvo? Haría lo que fuera para protegerlos. Por un momento se le pasó por la cabeza emplear la fuerza física para que lo obedecieran, pero ¿qué? No podría mantenerlos atados todo el viaje de vuelta. La idea de secuestrarlos no era nada agradable, y sospechaba que lo acusarían de delito mayor en cuanto cruzara la frontera del estado.

Además, llevarlos de vuelta a Alaska no serviría de nada si no querían quedarse allí ni terminar los estudios.

– ¿No podéis hacerlo en junio? ¿Después de graduaros?

Los gemelos sacudieron la cabeza.

– No queremos hacerte daño -le dijo Stephen-. De verdad que te agradecemos lo que has hecho, pero ya es hora de que nos dejes movemos solos. Estaremos bien.

¡Sí, claro! No eran más que unos niños jugando a ser adultos. Creían que lo sabían todo. Creían que el mundo era justo y que la vida era fácil. Y él, lo único que quería era protegerlos de sí mismos. ¿Por qué tenía que ser tan difícil?

Tenía que haber otro modo, pensó al salir de la habitación del motel dando un portazo. Tenía que encontrar a alguien con quien pudiera razonar o, por lo menos, a quien pudiera amenazar.


– Geoff Spielberg, no hay parentesco -dijo el desaliñado hombre de pelo largo cuando Finn se acercó-. ¿Vienes de parte del pueblo, verdad? Es por la energía de más. La luz es como las exmujeres. Te secan hasta que les dejas. Necesitamos más potencia.

Finn miró al delgado hombre que tenía delante. Geoff apenas llegaría a los treinta, llevaba una camiseta que debería haber tirado dos años atrás y unos vaqueros totalmente deshilachados. No se ajustaba exactamente a la imagen que tenía de un ejecutivo de televisión.

Estaban en mitad de la plaza del pueblo, rodeados por cuerdas y cables. Se habían colgado los focos en los árboles y sobre plataformas y había unas pequeñas caravanas alineadas en la calle. Los camiones cargaban suficientes baños portátiles como para una feria estatal y había mesas y sillas junto a una gran carpa con un bufé.

– ¿Eres el productor del programa?

– Sí. ¿Qué tiene que ver eso con la corriente? ¿Pueden devolvérmela hoy? La necesito hoy.

– No vengo en representación del pueblo.

Geoff gruñó.

– Pues lárgate y deja de molestarme.

Sin levantar la mirada de su teléfono móvil de última generación, el productor se dirigió hacia una de las caravanas aparcadas en la calle.

Finn lo siguió.

– Quiero hablar sobre mis hermanos. Intentan entrar en el programa.

– Ya hemos cerrado el casting. Todo se anunciará mañana. Seguro que tus hermanos son geniales y, si no salen en este programa, saldrán en otro -sonó aburrido, como si esas palabras las hubiera dicho miles de veces.

– No quiero que salgan en el programa -dijo Finn.

Geoff alzó la vista del teléfono.

– ¿Qué? Todo el mundo quiere salir en la tele.

– Yo, no. Y ellos, no.

– Entonces, ¿por qué han participado en las audiciones?

– Quieren estar en el programa, pero yo no quiero.

La expresión de Geoff volvió a mostrar desinterés.

– ¿Son mayores de dieciocho?

– Sí.

– Entonces no es mi problema. Lo siento -hizo ademán de abrir la puerta de la caravana, pero Finn le bloqueó el paso.

– No quiero que salgan en el programa -repitió.

Geoff suspiró.

– ¿Cómo se llaman?

Finn se lo dijo.

Geoff ojeó los archivos que llevaba en el teléfono y sacudió la cabeza.

– ¿Estarás de broma, verdad? ¿Los gemelos? Van a entrar. Solo serían mejor para nuestra audiencia si fueran chicas con las tetas grandes. A los telespectadores les van a encantar.

La noticia fue decepcionante, pero no le supuso ninguna sorpresa.

– Dime qué puedo hacer para hacerte cambiar de opinión. Te pagaré.

Geoff se rio.

– No es suficiente. Mira, lamento que no estés contento, pero lo superarás. Además, podrían hacerse famosos. ¿No sería divertido?

– Tendrían que volver a estudiar.

El teléfono volvió a captar la atención de Geoff.

– ¡Ajá! -murmuró mientras leía un email-. Sí… eh… puedes concertar una cita con mi secretaria.

– O podría convencerte aquí mismo. ¿Te gusta pasear, Geoff? ¿Quieres poder seguir haciéndolo?

Geoff apenas lo miró.

– Seguro que podrías darme una buena paliza, pero mis abogados son mucho más duros que tus músculos. No te gustará la cárcel.

– Y a ti no te gustará la cama de un hospital.

Geoff lo miró.

– ¿Lo dices en serio?

– ¿A ti qué te parece? Estamos hablando de mis hermanos y no pienso dejar que estropeen sus vidas por el programa.

A Finn no le gustaba amenazar a nadie, pero lo más importante era asegurarse de que Stephen y Sasha terminaban sus estudios. Haría lo que tenía que hacer y, si eso implicaba aplastar físicamente a Geoff, lo haría.

Geoff se metió el teléfono en el bolsillo.

– Mira, entiendo tu postura, pero tienes que entender la mía. Ya están dentro del programa. Tengo casi cuarenta personas trabajando para mí aquí, y un contrato con cada uno de ellos. Tengo una responsabilidad para con ellos y para con mi jefe. Aquí hay mucho dinero en juego.

– No me importa el dinero.

– A ti no, hombre de la montaña -gruñó Geoff-. Son adultos, pueden hacer lo que quieran. No puedes evitar que lo hagan. Supongamos que los echo del programa, ¿después qué? ¿Van a Los Ángeles? Por lo menos, mientras estén aquí, sabrás dónde están y qué están haciendo, ¿no?

A Finn no le gustó la lógica de su argumento, pero la agradeció.

– Puede que sí.

Geoff asintió varias veces.

– Es mejor que estén aquí donde puedes tenerlos vigilados.

– No vivo aquí.

– ¿Dónde vives?

– En Alaska.

Geoff arrugó la nariz, como si acabara de oler excremento de perro.

– ¿Pescas o algo así?

– Piloto aviones.

Inmediatamente, al rezongón productor se le iluminó la cara.

– ¿Aviones que llevan gente? ¿Aviones de verdad?

– Sí.

– ¡Genial! Necesito un piloto. Estamos planeando un viaje a Las Vegas y empleamos vuelos comerciales para abaratar costes, pero hay otros lugares, tal vez Tahoe y San Francisco. Si alquilara un avión, ¿podrías pilotarlo?

– Puede.

– Eso te daría una razón para seguir aquí y vigilar a tus chicos.

– Hermanos.

– Bueno, qué más da. Serás personal de producción -Geoff se llevó una mano al pecho-. Tengo familia. Sé lo que es preocuparse por alguien.

Finn dudaba que a Geoff le preocupara algo o alguien más que él.

– ¿Estaría allí mientras grabáis?

– Siempre que no causes problemas. También tenemos a una chica del pueblo trabajando con nosotros -se encogió de hombros-. Denny, Darlene. Lo que sea.

– Dakota -dijo Finn secamente.

– Eso. Puedes ir con ella. Está aquí para asegurarse de que no le hacemos daño a su preciado pueblo -volteó los ojos-. Te juro que lo próximo que haga se grabará en una zona salvaje y silvestre. Los osos no van por ahí con exigencias, ¿sabes? Es mucho más sencillo que todo esto. Bueno, ¿qué me dices?

Lo que Finn quería decir era «no». No quería quedarse allí mientras filmaban su programa, quería que sus hermanos volvieran a clase y quería regresar a South Salmon para recuperar su vida, pero algo se interponía en su camino: el hecho de que sus hermanos no volverían a casa hasta que todo eso terminara. Podía elegir entre acceder o alejarse y, si se alejaba, ¿cómo podía asegurarse de que Geoff y todos los demás no engañarían a sus hermanos?

– Me quedaré. Volaré a donde quieras.

– Bien. Habla con esa tal Dakota. Ella se ocupará de ti.

Finn se preguntó qué pensaría la chica por el hecho de tener que trabajar con él.

– De todos modos, puede que a los gemelos se les expulse del programa pronto -dijo Geoff abriendo la puerta de la caravana.

– No tendré tanta suerte.


Dakota se dirigía a casa de su madre. La mañana aún era fría, con un brillante cielo azul y las montañas al este. La primavera había llegado justo a su tiempo, todos los árboles estaban cargados de hojas y narcisos, y azafranes y tulipanes flanqueaban casi todos los caminos. Aunque aún no eran las diez, había mucha gente por la calle, tanto residentes como turistas. Fool’s Gold era la clase de lugar donde era más fácil ir caminando ahí donde quisieras. Las aceras eran anchas y siempre se respetaba a los peatones.

Se giró hacia la calle en la que había crecido. Sus padres habían comprado esa casa poco después de casarse y en ella habían crecido sus seis hijos. Dakota había compartido habitación con sus dos hermanas incluso después de que sus hermanos mayores se mudaran de casa y quedaran habitaciones libres.

Habían cambiado las ventanas y el tejado hacía unos años. La pintura era color crema en lugar de verde y los árboles estaban más altos, pero aparte de eso, poco más había cambiado. Aun con sus seis hijos independizados, Denise seguía teniendo la casa.

Su madre le había dicho que pasaría gran parte de la semana trabajando en el jardín y, cómo no, al abrir el portón encontró a Denise Hendrix arrodillada sobre una alfombrilla amarilla excavando enérgicamente. Había restos de plantas esparcidas por el césped junto a las camas de flores. La mujer llevaba vaqueros, una chaqueta de capucha sobre una camiseta rosa y un gran sombrero de paja.

– Hola, mamá.

Denise alzó la mirada y sonrió.

– Hola, cariño. ¿Habíamos quedado?

– No. Pasaba por aquí.

– ¡Ah, bien! -su madre se levantó y se estiró-. No lo entiendo. El otoño pasado limpié el jardín. ¿Por qué tengo que limpiarlo otra vez en primavera? ¿Qué hacen mis plantas durante todo el invierno? ¿Cómo se puede estropear todo tan deprisa?

Dakota abrazó a su madre y le dio un beso en la mejilla.

– Estás hablando con la persona equivocada. No se me da bien la jardinería.

– A ninguno se os da bien. Está claro que he fracasado como madre -dijo suspirando con actitud teatrera.

Denise se había casado con Ralph Hendrix siendo muy joven; el suyo había sido un amor a primera vista, seguido por una rápida boda. Había tenido tres hijos en cinco años seguidos por las trillizas. Dakota recordaba una casa abarrotada y repleta de risas. Siempre habían estado muy unidos, y aún más tras la muerte de su padre hacía ya casi once años.

El inesperado fallecimiento de Ralph había hundido a Denise, pero no había podido acabar con ella. Había salido adelante, sobre todo por el bien de sus hijos, y había seguido con su vida. Era guapa, una mujer llena de vida que no aparentaba ni cincuenta años.

Entraron en la cocina por la puerta de atrás. La habían remodelado hacía años y siempre había sido el centro de su hogar. Denise era una mujer de lo más tradicional.

– A lo mejor deberías contratar un jardinero -le dijo Dakota mientras sacaba dos vasos del armario.

Su madre sacó una jarra de té helado de la nevera y Dakota echó hielos en los vasos antes de abrir el tarro de las galletas. El olor a galletas de chocolate recién hechas la embriagó. Se sentaron en la mesa de la cocina.

– Jamás me fiaría de un jardinero -dijo Denise sentada frente a su hija-. Debería arrancarlo todo y cubrirlo de cemento. Sería lo más sencillo.

– A ti nunca te ha gustado lo sencillo. Te encantan las flores.

– No siempre -sirvió el té-. ¿Cómo va el programa?

– Mañana anunciarán los participantes.

Los oscuros ojos de su madre se iluminaron de diversión.

– ¿Estarás en la lista?

– Lo dudo. No tendría nada que ver con esto si la alcaldesa no me hubiera suplicado que colaborara.

– Todos tenemos una responsabilidad civil.

– Lo sé. Por eso estoy haciendo lo correcto. ¿No podrías habernos educado para que no nos importaran los demás? Me habría ido mejor así.

– Son diez semanas, Dakota. Sobrevivirás.

– Tal vez, pero no me gustará.

Su madre frunció los labios.

– Ah, ahí está esa madurez que siempre me hace sentir orgullosa.

Estaba bien bromear, pensó Dakota, porque las cosas estaban a punto de ponerse muy serias.

Había pospuesto esa conversación durante varios meses, pero sabía que había llegado el momento de aclararlo. No lo había hecho por mantener un secreto, sino por no preocupar a su madre, que ya había sufrido bastante.

Sin embargo, tenía que hacerlo. Había llegado el momento.

Tomó una galleta, pero no la probó.

– Mamá, tengo que decirte algo.

La expresión de Denise no cambió, pero Dakota notó cómo se tensó.

– ¿Qué?

– Ni estoy enferma ni me estoy muriendo ni me van a arrestar.

Dakota respiró hondo. Se fijó en las pepitas de chocolate y en los bordes desiguales de las galletas porque era más sencillo que mirar a la persona que más quería en el mundo.

– ¿Recuerdas que en Navidad te hablé de adoptar?

Su madre suspiró.

– Sí, y aunque me parece maravilloso, es un poco prematuro. ¿Cómo sabes que no vas a encontrar a un hombre fabuloso y casarte y tener hijos a la antigua?

Era algo sobre lo que habían hablado docenas de veces y, a pesar de la opinión de su madre, Dakota había seguido adelante con los trámites y la agencia con la que había contactado ya estaba estudiando su caso.

– Ya sabes que la menstruación siempre me ha resultado muy dolorosa -al contrario de lo que les sucedía a sus hermanas.

– Sí, y fuimos al médico varias veces para tratarlo.

Su médico siempre le había dicho que todo iba bien, pero se había equivocado.

– El otoño pasado la cosa empeoró. Fui a mi ginecóloga y me hizo unas pruebas -finalmente alzó la mirada y miró a su madre-. Tengo el síndrome de ovarios poliquísticos y endometriosis pélvica.

– ¿Qué? Sé lo que es la endometriosis, pero ¿y lo otro? -parecía muy preocupada.

Dakota sonrió.

– No te pongas así. No es para asustarse ni nada contagioso. Es un desequilibrio hormonal. Estoy mejorando bajando de peso y haciendo ejercicio. Además, tomo unas cuantas hormonas. Todo esto puede hacer que me resulte difícil quedarme embarazada.

Denise frunció el ceño.

– De acuerdo -dijo lentamente-. ¿Y la endometriosis pélvica? ¿Qué significa eso? ¿Quistes?

– Algo así. La doctora Galloway se ha sorprendido de que tenga las dos cosas, pero puede pasar. Lo ha solucionado para que no tenga más dolores.

Su madre se inclinó hacia ella.

– ¿Qué estás diciendo? ¿Te han operado? ¿Has estado en el hospital?

– No. Fue un tratamiento ambulatorio. No pasó nada.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– Porque no era importante.

Dakota tragó saliva. Había tenido la precaución de que nadie se enterara al no querer escuchar muestras de compasión, palabras que no hicieran más que empeorar las cosas.

Pero habían pasado semanas, meses, y ese viejo cliché sobre que el tiempo lo curaba todo era casi verdad. No estaba curada del todo, pero ya podía decir la verdad en alto… después de haber estado practicando en su pequeña casa alquilada durante varios días.

Se forzó a mirar a su madre a los ojos.

– El tema de los ovarios poliquísticos está bajo control. Voy a tener una vida larga y sana. Pero tener esos dos problemas a la vez hace que vaya a ser muy poco probable que me quede embarazada a la antigua, como tú dices. La doctora Galloway dice que la probabilidad es de un uno por ciento.

A Denise le temblaba la boca y las lágrimas se acumularon en sus ojos.

– No -susurró-. No, cielo, no.

Dakota casi se esperaba una recriminación, algún «¿por qué no me lo has dicho antes?». Pero, por el contrario, su madre se levantó y la abrazó como si no fuera a soltarla nunca.

La calidez de ese familiar abrazo llegó hasta lo más hondo de Dakota, hasta lugares que desconocía que tuviera.

– Lo siento -le dijo su madre besándole la mejilla-. ¿Has dicho que te enteraste el otoño pasado?

Dakota asintió.

– Tus hermanas me dijeron que te notaban inquieta, preocupada por algo. Creímos que era por un hombre, pero era esto, ¿verdad?

Dakota volvió a asentir. Se había ido directa al trabajo después de descubrir lo que le pasaba y se había echado a llorar delante de su jefe. Aunque no le había contado la razón, no se había mostrado exactamente sutil.

– No me sorprende que te lo hayas guardado. Siempre has sido de las que piensan mucho las cosas antes de hablarlas.

Volvieron a sentarse a la mesa.

– Ojalá pudiera solucionar esto -admitió Denise-. Ojalá hubiera hecho más cuando empezaste a tener estos problemas de adolescente. ¡Me siento tan culpable!

– No lo hagas. Es una de esas cosas que pasan.

Denise respiró hondo y Dakota pudo ver determinación en los ojos de su madre.

– Estás sana y fuerte y lo superarás. Como has dicho, se pueden hacer cosas. Cuando te cases, tu marido y tú podréis decidir qué hacer -se detuvo-. Por eso vas a adoptar. Quieres estar segura de que tendrás hijos.

– Sí. Cuando me enteré de todo esto, sentí como si estuviera rota por dentro.

– No estás rota.

– Mi cabeza lo sabe, pero mi corazón no está tan seguro de ello. ¿Y si no me caso nunca?

– Te casarás.

– Mamá, tengo veintiocho años y nunca he estado enamorada. ¿No te parece extraño?

– Has estado ocupada. Tenías un doctorado antes de cumplir los veinticinco. Te supuso un esfuerzo tremendo.

– Lo sé, pero… -siempre había querido tener un hombre en su vida, pero no había logrado encontrarlo. Ahora ya ni siquiera buscaba a un don Perfecto, se conformaba con un tipo que fuera razonablemente decente y que no saliera corriendo y gritando en mitad de la noche al verla-. No quiero esperar más. Puedo ser madre soltera perfectamente. Y no estaré sola… no aquí, en este pueblo, con mi familia.

– No, no estarías sola, pero tener hijos hará que te resulte complicado encontrar un buen hombre.

– Si conozco a alguien que no nos acepte ni a mí ni a mi hijo adoptado, entonces ese hombre no es el adecuado.

– He criado a unos hijos maravillosos.

Dakota se rio.

Denise se inclinó hacia ella y añadió:

– Pues vamos allá con la adopción. ¿Ya has empezado a mirar? ¿Necesitas ayuda?

Dakota se vio invadida por numerosas emociones y, de todas ellas, la más poderosa fue la gratitud. Pasara lo que pasara, siempre podría contar con su madre.

– No podía pasar por esto sin ti. Adoptar siendo madre soltera no es fácil. He contactado con una agencia que trabaja exclusivamente con niños de Kazajistán.

– Ni siquiera sé dónde está ese lugar.

– Kazajistán es el noveno país más grande del mundo y el país más grande completamente rodeado de tierra -se encogió de hombros-. He investigado un poco.

– Ya lo veo.

– Rusia está al norte, China al sureste. He rellanado el papeleo y estoy preparada para esperar.

Su madre se quedó boquiabierta.

– ¡Vas a tener un hijo!

– No. A finales de enero, después de terminar con el papeleo y de que me investigaran, me llamaron y me dijeron que tenían un niño para mí. Pero al día siguiente me llamaron para decirme que había sido un error y que se iría con otra familia. Con una pareja.

Respiró hondo para evitar llorar. Lo lógico era que el cuerpo terminara quedándose sin existencias de lágrimas, pero ella ya tenía bastante experiencia como para saber que eso nunca llegaba a pasar.

– No sé si fue un error de verdad o si prefieren parejas y por eso no me lo entregaron. Sigo en la lista de espera y la directora de la agencia jura que acabaré teniendo un hijo.

Su madre se recostó en la silla.

– No puedo creerme que hayas pasado por todo esto tú sola.

– No podía hablar de ello con nadie. Al principio me sentía demasiado frágil como para hablar del tema y después tuve miedo de que si lo contaba, fuera a gafar la adopción. No fue por ti, mamá.

– ¿Cómo ha podido ser? -preguntó Denise-. Soy prácticamente perfecta, y aun así…

Por segunda vez, Dakota se rio. Era agradable volver a tener algo por lo que reírse. Habían pasado meses durante los que nada la había hecho feliz.

Dakota le acarició un brazo.

– Lo llevo bien la mayoría de los días, aunque hay veces que me cuesta levantarme de la cama. Tal vez si hubiera tenido una relación, no me habría sentido tan difícil de amar.

– Eso no es verdad, tú no eres así. Eres preciosa, inteligente y divertida. Cualquier hombre tendría suerte de tenerte.

– Eso es lo que me digo. Al parecer, todo el género masculino está loco y es estúpido.

– Así es. Encontrarás a alguien.

– No estoy tan segura. No puedo culpar mi ausencia de vida amorosa a la escasez de hombres que hay por aquí. No del todo. Tampoco salí con nadie cuando estuve en la universidad -se encogió de hombros-. No se lo he contado a nadie, mamá. En unos días hablaré con Nevada y Montana. Si no te importa, he pensado que tú se lo cuentes después a mis hermanos -Denise lo explicaría todo de un modo sencillo y resultaría mucho menos embarazoso para ella.

Su madre asintió. Una vez que sus hermanas lo supieran, querrían correr en su ayuda, pero no serviría de nada. Su cuerpo era así, diferente.

– ¿Aún sigues en la lista para tener un bebé de Kazajistán?

– Sí. Me llamarán. Soy positiva.

– Eso es importante. Sé que no te encanta eso de trabajar en el reality show, pero es una buena distracción.

– Es una locura. ¿En qué estaban pensando? A la alcaldesa le aterroriza que vaya a pasar algo malo. Ya sabes cuánto adora este lugar.

– Todos lo adoramos -dijo Denise con gesto ausente-. Que no te hayas enamorado aún no significa que no vayas a hacerlo. Amar a alguien y que te amen es un regalo. Relájate y sucederá.

Dakota esperaba que tuviera razón. Se inclinó hacia su madre.

– Tuviste mucha suerte con papá. A lo mejor es algo genético, como cantar bien.

Su madre sonrió.

– ¿Quieres decir que debería salir con alguien? Oh, por favor, soy demasiado vieja.

– Lo dudo.

– Es una idea interesante, pero no ahora -se levantó y fue a la nevera-. Bueno, ¿qué puedo prepararte para comer? ¿Un sándwich de beicon, tomate y lechuga? Creo que también tengo algún quiche congelado.

Dakota pensó en decirle que su problema no era uno que se solucionara con comida, pero su madre no la escucharía. Denise era una madre de lo más tradicional.

– Un sándwich está bien -respondió, sabiendo que no era el sándwich lo que la haría sentirse bien, sino el poder dar todo el amor que llevaba en su interior.


Dakota iba a reunirse con sus hermanas en el bar de Jo y llegó un poco pronto, sobre todo porque su casa le había parecido demasiado silenciosa y su única compañía allí habían sido sus pensamientos.

Fue hacia la barra, preparada para pedir un martini con una gota de limón, y se dio cuenta de que Finn Andersson estaba allí en mitad de la sala. Parecía algo confuso.

«¡Pobre chico!», pensó mientras avanzaba hacia él. El bar de Jo no era exactamente el lugar al que un hombre iba al final de un duro día.

Hasta hacía muy poco, la mayoría de los establecimientos eran regentados por mujeres.

Jo era una preciosa treintañera. Había llegado al pueblo hacía años, había comprado el local y lo había convertido en un lugar en el que las mujeres se sentían a gusto. Las luces eran favorecedoras, los taburetes tenían respaldo y ganchos para colgar los bolsos y las enormes pantallas de televisión emitían Súper Modelo y programas femeninos en general. Siempre había música. Esa noche sonaban éxitos de los ochenta.

Los hombres tenían su lugar allí: una pequeña sala en la parte trasera con una mesa de billar. Pero sin estar previamente preparado, ver el bar de Jo podía suponer un gran impacto para un hombre normal.

– No pasa nada -dijo Dakota mientras conducía a Finn hacia la barra-. Te acostumbrarás.

Él sacudió la cabeza como si intentara aclararse la vista.

– ¿Son rosas las paredes?

– Malva. Un color de lo más favorecedor.

– Es un bar -miró a su alrededor-. O creía que era un bar.

– Aquí en Fool’s Gold hacemos las cosas un poco distintas. Es un bar que sirve principalmente a mujeres. Aunque los hombres son bienvenidos. Vamos. Siéntate. Te invito a una copa.

– ¿Llevará una sombrillita dentro?

Ella se rio.

– A Jo no le gusta poner sombrillitas en las bebidas.

– Supongo que eso ya es algo.

La siguió y se sentó. El taburete acolchado parecía un poco pequeño para su cuerpo, pero no se quejó.

– Nunca había estado en un lugar así -admitió mirándola.

– Somos únicos. Ya habrás oído lo de la escasez de hombres, ¿no?

– Eso es lo que atrajo a mis hermanos a venir hasta aquí.

– Muchos de los empleos que suelen desarrollar los hombres, aquí los desarrollan las mujeres: casi todos los bomberos, los policías, el jefe de policía y, claro, la alcaldesa.

– Interesante.

Jo se acercó.

– ¿Qué vais a tomar? -les preguntó Jo con una picara mirada.

– He quedado con mis hermanas -se apresuró a decir Dakota-. He rescatado a Finn. Es su primera vez aquí.

– Por lo general, os servimos en la parte trasera -le dijo Jo-, pero ya que estás con Dakota puedes quedarte aquí.

Finn frunció el ceño.

– Estás de broma, ¿verdad?

Jo sonrió y se dirigió a Dakota.

– ¿Lo de siempre?

– Por favor.

Jo se apartó.

Finn miró a Dakota.

– ¿No va a servirme nada?

– Va a traerte una cerveza.

– ¿Y si no quiero cerveza, qué?

– ¿No quieres?

– Claro, pero… -volvió a sacudir la cabeza.

Dakota contuvo una carcajada.

– Te acostumbrarás, no te preocupes. Jo es un encanto, aunque le gusta vacilar un poco a la gente.

– Querrás decir a los hombres. Le gusta vacilar a los hombres.

– Todo el mundo necesita una afición. Bueno, ¿y cómo van las cosas? ¿Ya has convencido a tus hermanos de que se vayan?

La expresión de Finn se tensó.

– No. Están decididos a hacerlo. Solidaridad entre hermanos.

– Siento que las cosas no estén saliendo como querías, pero no me sorprende. Y tienes razón con eso de la solidaridad. Soy trilliza y mis hermanas y yo siempre nos protegíamos las unas a las otras -pensó en la conversación que tendría con ellas después-. Y aún lo hacemos.

– ¿Trillizas idénticas?

– Ajá. Era divertido cuando éramos pequeñas. Ahora es menos emocionante que te confundan con otra persona e intentamos diferenciamos todo lo posible -ladeó la cabeza-. Ahora que lo pienso, vernos diferentes ha ido siendo más fácil según hemos ido creciendo y hemos empezado a desarrollar nuestro propio estilo -miró su jersey azul y sus vaqueros-. Eso, suponiendo que se pueda llamar «estilo».

Jo apareció con su martini con una gota de limón y una cerveza. Le guiñó un ojo a Finn y se dio la vuelta.

– Voy a ignorarla -murmuró él.

– Seguro que será lo mejor -Dakota dio un sorbo a su copa-. ¿Y ahora qué? Si tus hermanos se quedan, ¿volverás a Alaska?

– No. He hablado con Geoff -dio un trago a su cerveza-. Lo he amenazado y él me ha amenazado a mí. Me dijo que Sasha y Stephen van a entrar en el programa y me he ofrecido a trabajar como su piloto para transportar a los participantes y esas cosas. Así que me quedo aquí.

Dakota se dijo que tener a un hombre alto, guapo y atento en el pueblo no significaba nada; que cualquier placer que le produjera estar sentada a su lado era natural y le habría pasado lo mismo con cualquier otra persona. En absoluto estaba impresionada por el ángulo de su barbilla, por las arruguitas de sus ojos cuando sonreía o por cómo le sentaba esa sencilla camisa.

– ¿Eres piloto?

Él asintió con gesto ausente.

– Tengo una empresa de transportes en South Salmon -levantó su cerveza-. Preferiría dejarlos inconscientes y llevármelos a casa, pero voy a hacer todo lo posible por contenerme.

– Piensa en esto como en una experiencia enriquecedora.

– Preferiría no hacerlo.

Ella sonrió.

– Pobrecito. ¿Tienes donde quedarte estas semanas? Eh… quiero decir… si no quieres alojarte en un hotel, puedo recomendarte algún piso de alquiler o… -dio un trago.

Finn se giró hacia Dakota y clavó sus ojos en ella.

Fue una mirada intensa que hizo que la recorriera un cosquilleo. Un suave cosquilleo.

– Tengo un sitio, gracias.

– De nada. Yo… he… creo que tus hermanos van a estar mucho tiempo dentro del programa.

– Eso es lo que me temo. Tengo mi vida en Alaska y Bill, mi socio, se va a poner hecho una furia cuando le diga que tengo que quedarme -se pasó una mano por su oscuro pelo-. Es inicio de primavera, dentro de seis semanas tendremos la época de más trabajo. Para entonces tengo que estar de vuelta. Espero que ya hayan entrado en razón.

Dakota quería darle esperanzas, pero sabía que mentir no serviría de nada.

– No lo sé. Depende de lo mucho que estén divirtiéndose. Podrían echarlos pronto.

– Y después se marcharían a Los Ángeles -se estremeció-. Eso es lo que dijo Geoff. Por lo menos aquí puedo tenerlos vigilados. Estos chicos son como una patada en el trasero. ¿Tienes hijos?

– No -dio un trago a su copa intentando cambiar de tema-. ¿Sois solo tres hermanos?

– Sí. Nuestros padres murieron en un accidente de avión.

– Lo siento.

– Fue hace mucho tiempo. Hemos estado solos mucho tiempo. Mis hermanos eran geniales de pequeños e intentaban ser responsables. ¿Qué demonios ha pasado?

Ella lo miró a los ojos.

– No te lo tomes como algo personal. Has hecho un gran trabajo con ellos.

– Está claro que no.

Dakota le tocó un brazo y pudo sentir calor a través del algodón de su camisa. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había tenido a un hombre en su cama… y eso había que cambiarlo.

– Esto es un punto de luz en sus vidas. Están probándose, están viendo cuáles son sus límites, pero tú estarás aquí para ayudarlos -apartó la mano despacio y esperó a que se disipara esa sensación de calor.

Pero no fue así.

– No me pedirán ayuda -farfulló él, al parecer, nada afectado por la caricia de Dakota, lo cual resultaba irritante.

– Puede que sí. Además, debería enorgullecerte el hecho de que estén tan satisfechos con sus vidas como para arriesgarse a decepcionarte. No les preocupa perder tu amor ni tu apoyo.

El hombre de mirada colérica que había conocido esa mañana volvió.

– Eres una persona demasiado alegre, ¿no? Lo sabes, ¿verdad?

Ella se rio.

– La verdad es que soy bastante normal en la escala de la felicidad. Creo que eres un cínico.

– Eso es verdad -se acabó su cerveza y dejó unos billetes sobre la barra-. Gracias por escuchar.

– De nada.

Se levantó.

– Supongo que nos veremos en el programa.

– Allí estaré.

Se miraron y, durante un segundo, ella pensó que podría acercarse y besarla. Su boca estaba más que preparada para ello, pero Finn no hizo nada. Se limitó a esbozar una mínima sonrisa y se marchó.

Dakota lo vio salir y no pudo evitar fijarse en su bonito trasero. ¡Vaya con los hombres de South Salmon! ¡Qué bien se criaban!, pensó mientras alzaba su vaso hacia el norte.

Se dijo que era positivo encontrar a Finn atractivo, ya que no había tenido un pensamiento sexual desde el último otoño, cuando su ginecóloga le había hablado de su incapacidad para tener hijos. Así que pensar en él debía de suponer que estaba curándose.

Habría sido mejor que Finn la hubiera besado, pero por el momento se conformaría con lo que tenía.

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