Epsilon Draconis

Keith no había visto a Cristal volver al hangar, pero cuando alzó la vista ahí estaba, acercándose, con las transparentes piernas llevándole sobre los prados de hierba y trébol. Sus andares eran fluidos, hermosos, dándole el aspecto de moverse a cámara lenta aunque iba a velocidad normal. El toque de aguamarina, el único color de su cuerpo transparente, atraía la atención.

Keith pensó en levantarse, pero en vez de eso se limitó a mirar al hombre transparente, con el sol brillando sobre su cuerpo y la cabeza en forma de huevo.

—Bienvenido —dijo Keith.

Cristal asintió.

—Lo sé, lo sé. Estás asustado. Lo escondes bien, pero te preguntas durante cuánto tiempo más te mantendré aquí. No mucho, te lo prometo. Pero hay algo más que quiero explorar contigo antes de que te vayas.

Keith alzó las cejas, y Cristal se sentó, reclinándose contra un árbol cercano. De lo que fuera que estuviera hecho su cuerpo, no era cristal. Su torso tubular no ampliaba los diseños de la corteza al otro lado. Más bien se veían sólo con una ligera distorsión.

—Estás enfadado —dijo Cristal, con sencillez.

Keith negó con la cabeza.

—No, no lo estoy. Me has tratado bien hasta ahora.

Sonó la risa de campanillas de viento.

—No, no. No digo que estés enfadado conmigo. Quiero decir que estás enfadado en general. Hay algo dentro de ti, algo muy profundo, que ha endurecido tu corazón.

Keith desvió la mirada.

—Tengo razón, ¿verdad? —dijo Cristal—. Algo que te ha afectado mucho.

Silencio.

—Por favor —dijo Cristal—. Compártelo conmigo.

—Fue hace mucho tiempo —dijo Keith—. Yo… debería haberlo superado, lo sé, pero…

—Pero todavía no ha cicatrizado, ¿verdad? ¿Qué es? ¿Qué te cambió tanto?

Keith suspiró, y miró alrededor. Todo era tan hermoso, tan tranquilo. No podía recordar la última vez que se había sentado sobre la hierba entre árboles simplemente para disfrutar del entorno, sólo para… relajarse.

—Tiene que ver con la muerte de Saul Ben-Abraham —dijo Keith.

—Muerte —repitió Cristal, como si Keith hubiera usado otra palabra desconocida como «quijotesco». Sacudió su transparente cabeza—. ¿Cuántos años tenía cuando murió?

—Murió hace ahora dieciocho años. Debía tener veintisiete.

—Un parpadeo —dijo Cristal.

Hubo silencio entre los dos durante un momento; Keith recordó su reacción cuando Cristal consideró de manera similar sus dos décadas de matrimonio. Pero Cristal tenía razón esta vez. Keith asintió.

—¿Cómo murió Saul?—preguntó Cristal.

—Fue… Fue un accidente. Al menos eso es lo que decidió el HuGo. Pero, bueno, yo siempre pensé que lo habían barrido bajo la alfombra. Ya sabes: que lo habían suprimido deliberadamente. Saul y yo estábamos viviendo en Tau Ceti IV. Él era astrónomo; yo un sociólogo con una beca posdoctoral, estudiando a los colonos de allí. Éramos amigos desde que éramos estudiantes; habíamos compartido habitación en la UBC. Y teníamos mucho en común. A los dos nos gustaba jugar a balonmano y al go, los dos actuábamos en el teatro estudiantil, los dos teníamos los mismos gustos en música. Sea como sea, Saul descubrió el atajo de Tau Ceti, y enviamos una pequeña sonda a través hacia Atajo Primordial. New Beijing era principalmente una colonia agrícola por aquel entonces, no el sitio bullicioso que es ahora. Aún no había adquirido el apodo de New Beijing, claro. Era sólo «la colonia Silvanus»; Silvanus es el nombre del cuarto planeta de Tau Ceti. En fin, no tenían muchos sociólogos, de modo que acabé encargado de averiguar qué efecto tendría el descubrimiento de la red de atajos sobre la cultura humana. Y entonces apareció la nave waldahud. Se tuvo que montar a toda prisa un equipo de primer contacto; incluso con hiperpropulsión, la gente de la Tierra tardaría seis meses en acudir. Saul y yo acabamos formando parte del grupo que subió a encontrarse con la nave, y…

La voz de Keith se apagó, y él cerró los ojos y movió levemente la cabeza.

—¿Sí?—preguntó Cristal.

—Dijeron que fue un accidente. Dijeron que fue un malentendido. Cuando estuvimos cara a cara con los waldahudin por primera vez, Saul llevaba una cámara holográfica. No la apuntó a los cerdos, por supuesto; nadie podía ser tan estúpido. Sencillamente la sujetaba al costado, y la puso en marcha con el pulgar —Keith dio un largo y ruidoso suspiro—. Dijeron que parecía un arma tradicional waldahud, algo en su forma básica. Pensaron que Saul estaba a punto de dispararles. Uno de los cerdos sí que tenía un arma, y disparó a Saul. Justo en la cara. Su cabeza explotó a mi lado. Quedé… quedé cubierto de… —Keith desvió la mirada y guardó silencio un largo momento—. Lo mataron. El mejor amigo que nunca tuve, y lo mataron.

Miró al suelo, arrancó unos cuantos tréboles de cuatro hojas, los miró un momento, y luego los tiró.

Estuvieron unos instantes en silencio. Los grillos chirriaban y los pájaros cantaban. Finalmente, Cristal dijo:

—Debe ser difícil llevar eso dentro.

Keith no dijo nada.

—¿Lo sabe Rissa?

—Lo sabe, sí. Ya estábamos casados por entonces; había venido a Silvanus a tratar de averiguar por qué no había vida nativa, a pesar de tener aparentemente todas las condiciones para ello, de acuerdo con nuestros modelos evolucionistas. Pero yo apenas hablo de lo que le pasó a Saul, con ella ni con nadie. No creo en cargar a los demás con mi sufrimiento. Todos tienen que lidiar con sus propios problemas.

—De modo que te lo guardas.

Keith se encogió de hombros.

—Intento conseguir un cierto estoicismo, un cierto control emocional.

—Admirable —dijo Cristal.

Keith se sorprendió.

—¿Eso crees?

—Yo pienso igual. Sé que no es frecuente, eso sí. La mayoría de la gente vive, si me perdonas la broma, vidas transparentes —Cristal señaló con un gesto su propio cuerpo transparente—. Su cara privada es su cara pública. ¿Por qué eres distinto?

Keith se encogió de hombros.

—No lo sé. Siempre he sido así —se detuvo de nuevo, pensando durante largo rato. Y luego:

—Cuando tenía unos nueve años, había un matón en mi vecindario. Un grandullón de unos trece o catorce años. Solía agarrar a los chicos y tirarlos a un espino del parque. Todos pateaban y gritaban y lloraban cuando lo hacía, y él parecía disfrutar con ello. Un día vino a por mí, me cogió cuando jugaba a la pelota, o algo así. Me agarró, me llevó al espino, y me tiró. No luché. No hubiera servido de nada; él tenía dos veces mi tamaño y no había manera de escapar. Y tampoco grité ni lloré. Me tiró allí y yo simplemente me quedé allí. Tenía arañazos y cortes, pero no dije nada. Él me miró durante cosa de diez segundos y luego dijo: «Lansing, tienes pelotas». Y nunca volvió a tocarme.

—¿De modo que tu internalización es un mecanismo de supervivencia? —preguntó Cristal.

Keith se encogió de hombros.

—Se trata de soportar lo que tienes que soportar.

—¿Pero no sabes de dónde lo has sacado?

—No —dijo Keith. Y un momento después—: Bueno, en realidad, sí, supongo que lo sé. Mis padres discutían mucho, y tenían el genio corto. Nunca sabías cuándo a uno de ellos se le iba a cruzar un cable. En público, en privado, no había diferencia. Ni siquiera podías estar hablando tranquilamente sin arriesgarse a que alguno de los dos explotara. Cenábamos en familia todas las noches, pero yo siempre estaba callado, esperando que pudiéramos terminar, aunque fuera una vez, sin que hubiera problemas, sin que uno de ellos se fuera de la mesa, o gritara, o dijera alguna crueldad.

Keith hizo otra pausa.

—Para ser justos, había otros factores en la relación entre mis padres que yo no entendía de niño. Habían empezado como una familia en la que ambos trabajaban, pero la automatización empezó a eliminar más y más trabajos con los años; esto era mucho antes de que ilegalizaran la inteligencia artificial genuina. El gobierno canadiense cambió las leyes de impuestos de manera que los impuestos para el segundo asalariado de una familia fueran del ciento diez por ciento. La idea era que el trabajo se distribuyera entre cuantas más familias mejor. Papá ganaba menos que mamá, de modo que él fue quien dejó de trabajar. Estoy seguro de que eso tenía mucho que ver con su ira. Pero todo lo que yo sabía era que mis padres estaban haciendo pagar su ira y frustración en todos los que tenían cerca, y aunque yo era sólo un crío, juré que nunca haría eso.

Cristal estaba interesadísimo.

—Asombroso —dijo—. Todo tiene sentido.

—¿El qué?—preguntó Keith.

—Tú.

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