Eta Draconis

Cristal miró a Keith, y Keith miró a Cristal. Algo en la apariencia del ser dijo a Keith que ésta sería su última conversación.

—Mencionaste durante tu discurso de presentación que tu Commonwealth está formada actualmente por tres mundos —dijo Cristal.

Keith asintió.

—Así es —dijo—. La Tierra, Rehbollo y Flatland.

Cristal ladeó la cabeza.

—Hay, de hecho, sólo siete mil mundos con vida nativa en todo el universo durante tu época, y esos pocos mundos están dispersos entre los miles de millones de galaxias. La Vía Láctea tiene más que el resto: en tu época hay un total de trece especies inteligentes en ella.

—Llevaré la cuenta —dijo Keith, sonriendo—. No me rendiré hasta que no las hayamos encontrado a todas.

Cristal negó con la cabeza.

—Las encontraréis a todas al final, por cierto… Cuando estén listas para ello. La posibilidad que ofrecen los atajos de facilitar el viaje interestelar no es sólo un efecto secundario de su envío de estrellas al pasado. Más bien es una parte integral del plan. Pero también lo es la válvula de seguridad que mantiene los sectores del espacio aislados unos de otros hasta que sus habitantes nativos lleguen por sí mismos al viaje espacial. Por supuesto, si uno tiene la llave adecuada puede, como yo, viajar a través de cualquier atajo, incluso los que parecen estar desactivados. Esto también es importante, porque nosotros, los constructores de los atajos, necesitaremos usarlos mucho. Pero su modo de funcionar sin la llave está diseñado para impulsar una comunidad interestelar, para crear el futuro pacífico y cooperativo que va en interés de todos —Cristal hizo una pausa, y cuando volvió a hablar su tono era un poco triste—. Aun así, no podrás llevar la cuenta de cuántas especies te quedan por descubrir. Cuando te envíe de vuelta, borraré tus recuerdos del tiempo que has pasado aquí.

El corazón de Keith aleteó.

—No hagas eso.

—Me temo que debo hacerlo. Tenemos una política de aislamiento.

—¿Haces… haces esto a menudo? ¿Traer a gente del pasado?

—No por costumbre, no, pero, en fin, eres un caso especial. Soy un caso especial.

—¿En qué sentido?

—Fui uno de los primeros en convertirme en inmortal.

—Inmortal —la voz de Keith se apagó.

—¿No lo había dicho? Oh, sí. No sólo vas a vivir mucho tiempo; vas a vivir para siempre.

—Inmortal —dijo Keith de nuevo. Intentó pensar en una palabra mejor, pero no pudo, de modo que sólo dijo—: Hala.

—Pero, como he dicho, tú… Yo… Somos un caso especial de inmortalidad.

—¿De qué modo?

—Hay, de hecho, sólo tres seres humanos más viejos que yo en todo el universo. Al parecer tuve un… ¿Cómo lo llamas? Un «enchufe» que me consiguió enseguida los tratamientos para la inmortalidad.

—Rissa estaba trabajando en investigación de senescencia; supongo que acabó siendo la codesarrolladora de la técnica de inmortalidad.

—Ah, eso debió ser —dijo Cristal.

—¿No te acuerdas?

—No, y ahí está el problema. Verás, al principio, cuando se inventó la inmortalidad, actuaba permitiendo que las células se dividieran un número infinito de veces, en lugar de sucumbir a la muerte celular programada.

—El límite de Hayflick —dijo Keith, que se lo sabía al dedillo por sus conversaciones con Rissa.

—¿Perdón?

—El límite de Hayflick. El fenómeno que limita el número de veces que una célula se divide.

—Ah, sí —dijo Cristal—. Bien, pues lo superaron. Y también superaron la limitación que decía que uno nacía con un número finito de células cerebrales, que no eran reemplazadas normalmente. Una de las claves de la inmortalidad fue permitir que el cerebro creara constantemente nuevas células a medida que las viejas se agotaban, de manera que…

—De manera que si las células son reemplazadas —los ojos de Keith se abrieron mucho—, entonces los recuerdos almacenados por las células originales se pierden.

Cristal asintió con su lisa cabeza.

—Exactamente. Por supuesto, ahora almacenamos viejos recuerdos en matrices de leptones. Podemos recordar una cantidad infinita de cosas. No es sólo que tenga acceso a millones de libros, es que realmente recuerdo los contenidos de los millones de libros que he leído a lo largo de los años. Pero yo me convertí en inmortal antes de que tal almacenaje fuera posible. Mis recuerdos antiguos, todo lo de mis primeros doscientos años de vida, han desaparecido.

—Uno de mis mejores amigos —dijo Keith— es un ib llamado Rombo. Los ibs mueren cuando sus recuerdos antiguos son borrados; los nuevos recuerdos sobreescriben sus rutinas autonómicas básicas, matándolos.

Cristal asintió.

—Tiene una cierta elegancia —dijo—. Es muy difícil vivir sin saber quién eres, sin recordar tu pasado.

—Por eso te decepcionó que yo solamente tuviera cuarenta y seis años.

—Exacto. Eso quiere decir que hay siglo y medio de mi vida del que no me puedes contar nada. Quizá algún día pueda localizar otra versión mía de… ¿cuál sería?… De más o menos el año 2250 de tu calendario —hizo una pausa—. Aun así, tú recuerdas las partes cruciales. Recuerdas mi infancia física, recuerdas a mis padres. Hasta que hablé contigo, no estaba seguro de haber tenido padres biológicos. Recuerdas mi primer amor. Yo perdí todo eso hace un tiempo increíblemente largo. Y aun así, esas experiencias formaron mi comportamiento, establecieron las bases de mi personalidad, el núcleo de las redes neurales de mi mente, los fundamentos de lo que soy —Cristal hizo una pausa—. Me he preguntado durante milenios por qué actúo como lo hago, por qué a veces me torturo con pensamientos desagradables, por qué interactúo con otros como un constructor de puentes o un pacificador, por qué reprimo mis sentimientos. Y tú me lo has dicho: yo fui una vez, hace mucho, un niño triste, un hijo mediano, un niño estoico. Había habido un horizonte en mi pasado, una curva pasada la cual no podía ver. Tú la has eliminado. Lo que me has dado no tiene precio —Cristal se detuvo, y luego su tono se hizo más animado—. Te lo agradezco desde el fondo de mi corazón infinitamente regenerable.

Keith rió, con un ruido como el gañido de una foca, y el otro Keith rió también, como campanillas de viento, y luego cada uno se rió del sonido que emitía el otro.

—Me temo que es hora de que vuelvas a casa —dijo Cristal.

Keith asintió.

Cristal guardó silencio un momento, y luego dijo:

—He evitado darte consejos, Keith. No me corresponde, y, francamente, nos separan diez mil millones de años. Somos, en muchos aspectos, personas distintas. Lo que a mi me conviene, ahora, en este estadio de mi vida, puede que no sea lo que a ti te conviene. Pero te debo… Por lo que me has dado, te debo muchísimo, y me gustaría pagarte con una pequeña sugerencia.

Keith ladeó la cabeza, esperó.

Cristal abrió sus brazos transparentes.

—He visto la caída y auge de la moral sexual humana a través de los eones, Keith. He visto conceder sexo tan libremente como una sonrisa, y lo he visto protegido como si fuese más precioso que la paz. He conocido a gente que ha permanecido célibe durante mil millones de años, y a otros que han tenido más de un millón de parejas. He visto sexo entre parejas de diferentes especies en el mismo mundo, y entre otras que evolucionaron en mundos diferentes. Algunas personas que conozco se han hecho extraer los genitales para evitar la cuestión del sexo. Otros se han convertido en auténticos hermafroditas, capaces de sexo procreativo con ellos mismos. Otros han cambiado de género; tengo un amigo que cambia de masculino a femenino cada mil años, como un reloj. Ha habido épocas en las que los humanos aceptaron la homosexualidad, la heterosexualidad, el incesto, múltiples cónyuges simultáneos, la prostitución, el bestialismo, y el sadomasoquismo, y ha habido épocas en las que se renegó de todas esas cosas. He visto contratos matrimoniales con fechas de caducidad, y he visto matrimonios durar cinco mil millones de años. Y tú, amigo mío, vivirás para ver todas esas cosas también. Pero a través de todo ello, hay una constante para la gente de conciencia, para la gente como tú y yo: si haces daño a alguien a quien quieres, te sientes culpable.

Cristal inclinó la cabeza.

—No recuerdo a Clarissa. No la recuerdo en absoluto. No tengo ni idea de qué le pasó. Si ella también se convirtió en inmortal quizá todavía exista, y quizá pueda encontrarla. He amado a un millar de humanos con los años; un número ridículo para los estándares de mucha gente, pero suficiente para mí. Pero no hay duda de que Rissa debió ser muy, muy especial para nosotros; está claro por el modo en que hablas de ella.

Cristal hizo una pausa, y Keith tuvo la inquietante sensación de que los ojos invisibles en el liso huevo transparente de su cabeza buscaban la verdad en los suyos.

—Puedo leerte, Keith. Cuando me dijiste antes que cambiara de tema, era obvio qué escondías, en qué estabas pensando —un compás de espera; incluso el simulacro de bosque a su alrededor guardó silencio—. No le hagas daño, Keith. Sólo te harás daño a ti mismo.

—¿Ésa es tu sugerencia?

Cristal alzó ligeramente los hombros.

—Ésa es.

Keith se mantuvo un rato en silencio. Luego:

—¿Cómo la recordaré? Has dicho que ibas a borrar todos mis recuerdos de este encuentro.

—Dejaré intacto ese pensamiento. Seguirás sin recordarme, y pensarás que proviene de ti mismo… Lo cual hará, por supuesto, en cierto modo.

Keith pensó durante un rato cuál podría ser la respuesta adecuada. Finalmente, dijo:

—Gracias.

Cristal asintió. Y luego, con tristeza, dijo:

—Es hora de que te vayas.

Hubo un momento incómodo en el que se quedaron de pie, mirándose. Keith empezó a ofrecer su mano, pero luego la dejó caer al costado. Después, tras un momento de duda, se lanzó hacia delante y abrazó a Cristal. Para su asombro, el hombre transparente era blando y cálido. El abrazo duró sólo unos segundos.

—Quizá algún día nos encontraremos de nuevo —dijo Keith, retrocediendo un paso—. Si alguna vez te apetece visitar el siglo XXI…

—Quizá lo haga. Estamos a punto de empezar algo muy, muy grande aquí. Te dije al principio que el destino del universo no estaba claro, y que yo, me refiero a ti, también, claro, tengo un papel clave en ello. Dejé de ser sociólogo hace siglos. Como habrás imaginado, he tenido miles de carreras a lo largo de los milenios, y ahora soy un… un físico, podrías decir. Mi nuevo trabajo acabará necesitando un viaje al pasado.

—Entonces recuerda nuestro nombre completo, por el amor de Dios —dijo Keith—. Estoy en la guía de la Commonwealth, pero nunca me encontrarás si lo olvidas.

—No —dijo Cristal—. Esta vez te prometo que no te olvidaré, ni las partes del pasado que has compartido conmigo —hizo una pausa—. Adiós, amigo mío.

La simulación del bosque, junto con su sol inmóvil, su luna diurna, y sus tréboles de cuatro hojas, desapareció, revelando el interior cúbico del hangar. Keith empezó a caminar hacia su cápsula de viaje.

Cristal se quedó de pie en el hangar cuando se abrió al espacio. Más magia; no necesitaba traje espacial. Keith pulsó una tecla y su cápsula se movió hacia la noche, con la nebulosa rosada de seis dedos que una vez había sido Sol manchando el cielo a su izquierda, y el dragón color azul aciano alejándose tras él. Pilotó la cápsula hacia el punto invisible del atajo, y al hacer contacto sintió un leve picor por dentro de su cráneo. Había estado pensando en… en algo…

Ya no recordaba el qué.

Oh, bueno. El anillo de radiación Soderstrom pasó sobre la cápsula de proa a popa, y la visión de Keith se llenó del cielo de Tau Ceti, con Grand Central Station a su derecha, extraña en la mortecina luz roja de la recién llegada estrella enana.

Como siempre hacía cuando venía aquí, Keith se entretuvo unos segundos localizando Boötes, y luego Sol. Asintió una vez y sonrió. Siempre aliviaba ver que el viejo colega no había ido a nova…

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