XXIII

Keith siempre había pensado que Grand Central Station parecía cuatro platos dispuestos en un cuadrado, pero hoy, por alguna razón, le recordó a un trébol de cuatro hojas flotando entre las estrellas. Cada una de las hojas, o de los platos, era de un kilómetro de diámetro y ochenta metros de espesor, convirtiendo la estación en la mayor estructura manufacturada en el espacio de la Commonwealth. Al igual que el mucho más pequeño disco central de Starplex, el perímetro de los platos estaba cuajado de puertas de muelles de atraque, muchas de ellas con los logos de compañías comerciales de la Tierra. El ordenador de la cápsula de Keith recibió instrucciones para atracar del controlador de tráfico de Grand Central, y le dirigió hacia un anillo de atraque junto a una gran puerta espacial corrugada, con el símbolo amarillo de la Compañía de la Bahía de Hudson, que cumplía su quinto siglo de existencia.

Keith miró a través del casco transparente de la cápsula. Por el cielo flotaban restos de naves. Había grúas llevando fragmentos al interior de los hangares. Uno de los cuatro platos de la estación estaba completamente a oscuras, como si hubiera recibido un fuerte impacto durante la batalla.

Una vez atracada su cápsula, Keith entró en la estación. A diferencia de Starplex, que era un recurso de la Commonwealth, Grand Central pertenecía enteramente a los terrestres, y sus zonas comunes se mantenían en condiciones terrestres.

Un adjunto esperaba para recibir a Keith. Tenía un brazo roto. Probablemente había ocurrido durante la batalla con los waldahudin, ya que la red de soldadura ósea que llevaba se usaba sólo las setenta y dos horas de después de la lesión. El adjunto le llevó a la lujosa oficina de Petra Kenyatta, Premier del gobierno humano de la provincia de Tau Ceti.

Kenyatta, una mujer africana de unos cincuenta años, se levantó para saludar a Keith.

—Hola, doctor Lansing —dijo, ofreciendo su mano derecha.

Keith se la estrechó. La presa de ella era firme, casi dolorosa.

—Señora.

—Siéntese, por favor.

—Gracias —en cuanto Keith se sentó en la silla (una silla humana normal, no-metamorfoseable), la puerta se abrió de nuevo y entró otra mujer, ésta de apariencia nórdica y algo más joven que Kenyatta.

—¿Conoce a la Comisario Amundsen? —dijo la premier—. Está a cargo de las fuerzas policiales de las Naciones Unidas aquí en Tau Ceti.

Keith se medio levantó de su silla.

—Comisario.

—Por supuesto —dijo Amundsen, sentándose a su vez—, «fuerzas policiales» es un eufemismo. Las llamamos así frente a los aliens.

El estómago de Keith se hizo un nudo.

—Los refuerzos vienen de camino desde Sol y Epsilon Indi —dijo Amundsen—. Estaremos listos para marchar sobre Rehbollo en cuanto lleguen.

—¿Marchar sobre Rehbollo? —dijo Keith, alarmado.

—Así es —dijo la comisario—, vamos a patear a esos cerdos de aquí hasta Andrómeda.

Keith movió la cabeza.

—Pero ahora se ha terminado. Un ataque por sorpresa sólo funciona una vez. No van a volver.

—De este modo nos aseguraremos —dijo Kenyatta.

—Las Naciones Unidas no pueden haber accedido a esto —dijo Keith.

—Las Naciones Unidas no, claro —dijo Amundsen—. Los delfines no tienen los redaños necesarios. Pero estamos seguros de que el HuGo lo aprobará.

Keith miró a Kenyatta.

—Sería un error llevar esto a una escalada, Premier. Los waldahudin saben cómo destruir un atajo.

Los ojos color zafiro de Amundsen se abrieron mucho.

—Repita eso.

—Podrían aislarnos del resto de la galaxia, y sólo necesitan una nave pasando hacia Tau Ceti para hacerlo.

—¿Cuál es la técnica?

—Yo… no tengo ni idea. Pero me han asegurado que funciona.

—Razón de más para destruirlos —dijo Kenyatta.

—¿Cómo les sorprendieron? —preguntó la Comisario Amundsen—. Aquí en Tau Ceti enviaron una enorme nave nodriza a través del atajo, que empezó a lanzar cazas en cuanto llegó. Por lo que dijo la doctora Cervantes cuando estuvo aquí, enviaron naves individuales a por Starplex. ¿Cómo es que no se dieron cuenta cuando llegó la primera?

—La estrella recién emergida estaba entre nosotros y el atajo.

—¿Quién ordenó que la nave fuera a esa posición? —preguntó Amundsen.

Keith no contestó enseguida.

—Fui yo. Yo doy todas las órdenes a bordo de Starplex. Estábamos realizando investigaciones astronómicas, y tuve que mover la nave para facilitarlas. Asumo toda la responsabilidad.

—No hay de qué preocuparse —dijo Amundsen, sonriendo como una calavera—. Se lo haremos pagar a los cerdos.

—No los llame así —manifestó Keith, sorprendiéndose a sí mismo.

—¿Qué?

—No use ese nombre para ellos. Son waldahudin —consiguió decir la palabra como un ladrido, con el acento y aspereza perfectos.

Amundsen pareció sorprendida.

—¿Sabe cómo nos llaman a nosotros? —preguntó.

Keith negó levemente con la cabeza.

—Gargtelkin —dijo ella—. «Los que copulan fuera de temporada.»

Keith reprimió una sonrisa. Luego se puso serio.

—No podemos ir a la guerra contra ellos.

—Ellos empezaron.

Él pensó en su hermana mayor y su hermano pequeño. Pensó en una vieja película en blanco y negro con un duelo de himnos, la Marseillaise triunfando sobre Wacht am Rhein. Y sobre todo pensó en la visión de la joven Vía Láctea, recogida en la palma de su mano.

—No —dijo sencillamente.

—¿Qué quiere decir con «no»? —saltó Amundsen—. Empezaron ellos.

—Quiero decir que eso no cambia nada. Nada lo hace. Hay seres hechos de materia oscura. Hay atajos en el espacio intergaláctico. Hay estrellas que están volviendo desde el futuro. ¿Y a ustedes les preocupa quién empezó? No importa. Terminémoslo. Terminémoslo aquí y ahora.

—Eso es exactamente de lo que estamos hablando —dijo la Premier Kenyatta—. De terminarlo de una vez por todas. De patear a los cerdos en su peludo trasero.

Keith negó con la cabeza. Crisis de mediana edad, para todos ellos, humanos y waldahudin.

—Déjeme ir a Rehbollo. Déjeme hablar con la Reina Trath. Se supone que soy un diplomático. Déjeme ir y hablar de la paz. Déjeme tender un puente.

—Ha muerto gente —dijo Amundsen—. Aquí en Tau Ceti, seres humanos han muerto.

Keith pensó en Saul Ben-Abraham. No en la horrible imagen que normalmente le venía a la mente, el cráneo de Saul abriéndose como una flor ante sus ojos, sino más bien en Saul vivo, con una enorme sonrisa partiéndole la oscura barba y una cerveza casera en la mano. Saul Ben-Abraham nunca quiso la guerra. Fue a la nave alienígena buscando paz y amistad.

¿Y qué pasaría con el otro Saul? Saul Lansing-Cervantes, incapaz de afinar cualquier canción, con su ridícula perilla, shortstop de uno de los equipos de béisbol del campus de Harvard, adicto al chocolate, y licenciado en físicas, del tipo que reclutarían para piloto de hiperpropulsión si había una guerra.

—Han muerto humanos antes, y no hemos buscado venganza —dijo Keith.

Rombo tenía razón. Déjelo estar, había dicho. Olvídelo todo. Keith sintió que el desagradable sentimiento que había acarreado durante dieciocho años le abandonaba. Miró a las dos mujeres.

—Por los que han muerto, y por los que morirán si hay una guerra, tenemos que apagar el fuego antes de que sea tarde.

Keith volvió a su cápsula de viaje, salió de Grand Central, y volvió al atajo.

Había pasado horas discutiendo con la Comisario Amundsen y la Premier Kenyatta. Pero no se rindió. Éste era el molino de viento que había estado buscando. Esta era la batalla en la que merecía la pena luchar, la batalla por la paz.

¿Un sueño imposible?

Pensó en la vida llena de maravillas de su tatarabuelo. Coches y aviones, láseres y aterrizajes en la luna.

Y en su propia vida llena de maravillas.

Y en todas las maravillas por venir.

Nada era imposible, ni siquiera la paz. Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.

Suficientemente avanzada. Las especies podían crecer, entrar en estado de madurez. Estaba listo para ello. Al menos, él estaba listo.

Otros debían estarlo también.

Borman, Lovell y Anders habían recogido la Tierra en sus manos. Sólo un cuarto de siglo más tarde, el mismo mundo había empezado a desarmarse. Einstein no vivió para verlo, pero su sueño imposible de encerrar de nuevo al genio nuclear en su lámpara se había hecho realidad.

Y ahora tanto humanos como waldahudin habían recogido en sus manos la galaxia. Una galaxia que Keith, y seguramente otros, vivirían para ver girar sobre su eje una y otra vez.

Habría paz entre las especies. Se aseguraría de ello. Después de todo, ¿qué mejor trabajo había para un hijo mediano con miles de millones de años por delante?

La cápsula de Keith tocó el atajo, el halo púrpura pasó sobre el casco esférico, y emergió de vuelta cerca de la estrella verde.

Starplex estaba justo delante, un gigantesco diamante plata y cobre contra el fondo estrellado. Keith vio que la puerta espacial del muelle de atraque siete estaba abierta, y la cuña broncínea que era la Rum Runner estaba aterrizando, lo que quería decir que Jag y Morrolargo debían haber vuelto con noticias de su búsqueda del bebé darmat. Con el corazón latiéndole aceleradamente, Keith activó la secuencia de atraque preprogramada de su cápsula.

Keith corrió hacia el puente. Aunque había estado fuera poco tiempo, sentía la necesidad de abrazar a Rissa, que estaba allí usando su consola aunque era el turno delta. La estrechó fuertemente durante algunos segundos, sintiendo su calidez. Copa rodó amablemente lejos de la estación de trabajo del director en caso de que Keith quisiera usarla, pero Keith hizo un gesto al ib para que volviera a ella, y él se sentó en una de las sillas de la galería de observadores.

En cuanto lo hizo se abrió la puerta delantera del puente y Jag anadeó al interior.

—El bebé está atrapado —dijo mientras iba al puesto de físicas, que estaba libre—. Está atrapado en una órbita baja alrededor de una estrella que emergió por el mismo atajo que él.

—¿Llamó por radio? —preguntó Rissa—. ¿Hubo alguna respuesta?

—Ninguna —contestó Jag—, pero la estrella crea muchísimo ruido. Nuestro mensaje o la respuesta pudieron haberse perdido.

—Sería como intentar oír un susurro durante un huracán —dijo Keith, moviendo la cabeza—. Prácticamente imposible.

—Especialmente —dijo Morrolargo, asomando por la piscina de estribor del puente— si el darmat está muerto.

Keith miró al delfín a la cara, luego asintió.

—Buena observación. ¿Cómo podemos saber si algo así está todavía vivo?

Rissa frunció el ceño.

—Ninguno de nosotros sobreviviría ni cinco segundos cerca de una estrella sin un montón de protección o pantallas de fuerza extrafuertes. El bebé va desnudo.

—Es aún peor —dijo Jag—. Esa cosa es negra. Aunque la materia-efecto es transparente a la radiación electromagnética, el polvo de materia normal que lo atraviesa no refleja ninguna cantidad apreciable del calor o la luz de la estrella. La cría puede estar cociéndose.

—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Keith.

—Primero —dijo Jag— deberíamos ponerla a la sombra, construir un parasol reflectante que pudiera colocarse entre el darmat y la estrella.

—¿Podría hacerlo aquí nuestro laboratorio de Nanotecnología? —preguntó Keith—. Normalmente haría que lo construyeran en New Beijing y nos lo enviaran por el atajo, pero vi el estado en que estaban cuando fui a la reunión.

Había un joven Nativo Americano en OpIn.

—Tendría que confirmarlo con Lianne para estar seguro —dijo—, pero me parece que podríamos conseguirlo. No será fácil, desde luego. El parasol tendrá que tener más de cien mil kilómetros de anchura. Incluso al espesor de una molécula, es un montón de material.

—Pónganse al trabajo —dijo Keith—. ¿Cuánto tardarán?

—Seis horas, si tenemos suerte —dijo el joven—. Doce si no.

—Pero incluso si protegemos al bebé, ¿luego qué? —dijo Rissa—. Estará todavía atrapado.

Keith miró a Jag.

—¿Podríamos usar el parasol como una vela solar, y hacer que el viento solar lo alejara de la estrella?

Jag resopló.

—¿Diez elevado a treinta y siete kilos? Ni hablar.

—Vale, vale. Entonces —dijo Keith—, ¿y si protegemos al bebé con algún tipo de escudo de fuerza, y detonamos la estrella para que vaya a nova, y…?

Jag estaba ladrando en staccato; risa waldahud.

—Su imaginación es desaforada, Lansing. Oh, ha habido algún trabajo teórico sobre reacciones nova controladas, yo mismo he explorado un poco esa área, pero no podemos construir ningún escudo que proteja al bebé de una estrella yendo a nova a sólo cuarenta millones de kilómetros de distancia.

Keith no se dejó detener.

—Vale, entonces a ver esto: imaginemos que empujamos la nueva estrella de vuelta por el atajo. Cuando pase por el atajo, su tirón gravitacional desaparecerá, y el bebé quedará libre.

—La estrella se está alejando del atajo, no está yendo hacia él —dijo Jag—. No podemos mover el atajo, y si tuviéramos la capacidad de hacer dar la vuelta a una estrella, también tendríamos la capacidad de sacar a un objeto del tamaño de Júpiter de una órbita baja alrededor de la estrella. Pero no la tenemos —Jag miró en torno a la sala—. ¿Alguna otra brillante idea?

—Sí —dijo Keith, tras un momento. Miró directamente a Jag—. ¡Desde luego que sí!

Cuando Keith terminó de hablar, Jag quedó boquiabierto durante unos momentos, mostrando sus dos translúcidas placas dentales blancoazuladas. Finalmente ladró en tono atenuado.

—Yo… Sabía que tales cosas eran posibles, pero nunca se ha intentado en una escala semejante ni mucho menos.

Keith asintió.

—Comprendido. Pero a menos que tenga una sugerencia mejor…

—Bueno —dijo la voz de Brooklyn de Jag—, podríamos dejar al bebé darmat en órbita alrededor de la estrella. Asumiendo que siga vivo, una vez pongamos en su sitio el parasol, podría, teóricamente, vivir el resto de su vida (sea lo larga que sea) en órbita baja alrededor de la estrella. Pero si su plan no funciona, el bebé darmat morirá —la voz de Jag bajó de volumen—. Ya sé, Lansing, que siempre estoy buscando la gloria. Y ya que el papel que me asigna en su propuesta es crucial, sin duda conseguiría considerable gloria si tuviéramos éxito. Pero lo cierto es que la decisión no nos corresponde a nosotros. Normalmente, pediría el permiso del… del paciente, antes de intentar algo tan arriesgado como esto, pero no es posible en este caso, por el ruido de radio. De modo que sugiero que hagamos lo que tanto su especie como la mía hacen en estas circunstancias: preguntar al pariente más cercano.

Keith lo pensó, y luego asintió lentamente.

—Tiene razón, por supuesto. Yo estaba contemplando la visión general, el hecho de que si lo conseguimos sería estupendo para nuestras relaciones con los darmats. Maldición, a veces puedo portarme como un auténtico cerdo.

—No pasa nada —dijo Jag de buen humor, eligiendo no hacer caso de la desafortunada elección de frase de Keith—. Los rumores dicen que va a tener usted mucho tiempo para conseguir mejores modales.

Keith habló al micro.

—Starplex a Ojo de Gato. Starplex a Ojo de Gato.

El incongruente acento francés; Keith medio esperaba que la cosa dijera bonjour.

—Hola, Starplex. Está mal preguntar, pero…

Keith sonrió.

—Sí, tenemos noticias de vuestro hijo. Lo hemos localizado. Pero está en órbita baja alrededor de una estrella azul. Es incapaz de salir de allí por sus propios medios.

—Malo —dijo Ojo de Gato—. Malo.

Keith asintió.

—Pero tenemos un plan que quizá, repito, quizá, nos permita rescatarlo.

—Bueno —dijo Ojo de Gato.

—El plan es muy arriesgado.

—Cuantifica.

Keith miró a Jag, que levantó sus cuatro hombros.

—No puedo —dijo el humano—. Nunca hemos hecho algo así a esta escala antes. De hecho, sólo recientemente supe que era teóricamente posible. Podría funcionar, o podría no hacerlo, y no tengo manera de saber la probabilidad de cada caso.

—¿Mejor idea disponible?

—No. No, de hecho, es nuestra única idea.

—Describe plan.

Keith lo hizo, al menos tanto de él como el limitado vocabulario que habían establecido permitía.

—Difícil —dijo Ojo de Gato.

—Sí.

Hubo un largo período de silencio en la frecuencia usada por Ojo de Gato, pero mucho tráfico en los demás canales; la comunidad darmat discutía sus opciones.

Finalmente, Ojo de Gato habló de nuevo.

—Intenta, pero… pero… Doscientos dieciocho menos uno es mucho menos que doscientos diecisiete.

Keith tragó saliva.

—Lo sé.

La PDQ (con la físico cetácea Frentemellada) y la Rum Runner (con Jag y Morrolargo a bordo) fueron por el atajo al sector que contenía al bebé darmat. Trabajando en tándem, las dos naves desplegaron el parasol, del espesor de una molécula. Habían instalado motores a reacción en el marco del parasol, que disparaban en la dirección opuesta a la estrella azul para evitar que el viento solar se lo llevara. Una vez el bebé estuvo en la sombra, la temperatura de la superficie que encaraba la estrella empezó a bajar rápidamente.

Luego, 112 boyas construidas a toda prisa, cada una de ellas formada por el casco hueco de un watson con equipo especial instalado dentro, salieron por el atajo desde Starplex. Las dos naves-sonda usaron sus rayos tractores para disponerlas en órbitas imbricadas alrededor del bebé.

En una de sus altas y delgadas pantallas a bordo de la Rum Runner, Jag mostró un mapa hiperespacial mostrando el vertiginoso pozo de gravedad local con la estrella en el fondo. Las paredes del pozo eran casi perpendiculares tan cerca de la estrella; empezaban a inclinarse justo antes de encontrar al darmat en órbita. El bebé creaba un segundo pozo más pequeño.

Una vez las boyas estuvieron en posición, la PDQ se marchó, pasando junto al atajo sin atravesarlo, y continuando en esa dirección durante medio día. Finalmente todos estuvieron alineados en pulcra fila india. A un extremo estaba la Rum Runner. Seguía el bebé darmat. Cuarenta millones de kilómetros más lejos estaba la ígnea estrella azul. Trescientos millones de kilómetros más allá estaba el atajo, y a mil millones de kilómetros estaba la PDQ; Frentemellada estaba ahora a setenta y dos minutos luz de la estrella, lo bastante lejos como para que su espacio local fuera razonablemente plano.

—¿Listo? —ladró Jag a Morrolargo, en el tanque del piloto de la Rum Runner.

—Listo —ladró el delfín en waldahudar.

Jag tocó un control, y la red de boyas que rodeaba al bebé cobró vida. Cada boya contenía un generador de gravedad artificial, alimentado por la energía solar de la misma estrella contra la que estaba luchando. Despacio, al unísono, las boyas aumentaron sus emisiones, e igualmente despacio, un área empezó a aplanarse en uno de los muros del empinado pozo de gravedad de la estrella.

—Con cuidado —susurró Jag, vigilando su mapa hiperespacial—. Con cuidado.

El área siguió haciéndose más y más plana. Había que tener mucho cuidado para no aplanar el pozo de gravedad del darmat: si los efectos de la propia masa del bebé eran eliminados (era, al fin y al cabo, lo que lo mantenía unido), perdería cohesión, y se expandiría como un globo.

La emisión de las boyas siguió aumentando y la curvatura del espaciotiempo siguió disminuyendo, hasta, hasta…

La curvatura desapareció, como una meseta surgiendo de un lado del pozo. Era como si el darmat estuviera en el espacio interestelar, no a un tiro de piedra de una estrella.

—Aislamiento completo —dijo Jag—. Ahora saquémoslo de ahí.

—Activando hipermotores —dijo Morrolargo.

Las boyas de antigravedad se dispusieron como puntos en una esfera alrededor del bebé, pero ahora, con sus generadores individuales de hipercampo activados, la esfera pareció recubrirse de espejo, como una gota de mercurio flotando en el espacio. En cuestión de segundos, el globo se encogió hasta la nada y desapareció.

Las boyas estaban preprogramadas para alejar al bebé darmat de la estrella azul tan rápidamente como fuera posible. La PDQ esperaba cerca del punto por el que el darmat debería emerger del hiperespacio, lo bastante lejos de la estrella como para que el campo de hiperpropulsión se colapsara sin dificultades.

La Rum Runner se dirigió al mismo sitio, viajando con los propulsores. Al pasar cerca del atajo, llegó un mensaje de Frentemellada, desplazado hacia el azul a causa de la aceleración de la Rum Runner hacia su nave.

—PDQ a Morrolargo y Jag. Llegado el bebé darmat; asomó a espacio normal justo frente a mis ojos. Colapso de campo hiperpropulsor sin problemas fue. Pero bebé aún signos de vida no muestra, y responde no a mis saludos.

El pelaje de Jag se movió pensativamente. Nadie había sabido con seguridad si el bebé sobreviviría sin protección durante su breve trayecto por el hiperespacio. Incluso de haber estado vivo antes, el viaje podría haberlo matado. Enloquecedoramente, no había manera de saberlo.

La técnica de aplanamiento del espacio era arriesgada. En lugar de usarla ellos para que Morrolargo pudiera conectar la hiperpropulsión de la Rum Runner, volaron hacia su cita con la PDQ sólo con los reactores. Para matar el tiempo, y para no pensar en el destino del bebé, Jag se puso a charlar con Morrolargo que, para ser justos, estaba pilotando la nave en una línea absolutamente recta.

—A ustedes los delfines —dijo Jag— les gustan los humanos.

—Casi todos —dijo Morrolargo en agudo waldahudar.

Dejó que los controles de pilotaje se despegaran de sus aletas y puso la nave en automático.

—¿Por qué? —ladró Jag secamente—. He leído historia terrestre. Contaminaron los océanos en los que nadaban ustedes, les capturaron y pusieron en tanques, les atraparon en redes de pesca.

—Ninguno de ellos me ha hecho eso a mí —dijo Morrolargo.

—No, pero…

—Es la diferencia: generalizamos no. Concretos humanos malos hicieron concretas cosas malas; esos humanos no nos gustan. Pero al resto de la humanidad juzgamos uno a uno.

—Pero sin duda una vez descubrieron que eran ustedes inteligentes, les debieron tratar mejor.

—Humanos descubrieron que inteligentes éramos antes de que descubriéramos que inteligentes eran.

—¿Qué? —dijo Jag—. Pero debía ser obvio. Habían construido ciudades y carreteras, y…

—Vimos nada de eso.

—No, supongo que no. Pero navegaban en barcos, construían redes, llevaban ropas.

—Nada de eso tenía sentido para nosotros. Teníamos de tales cosas no concepto; nada con que comparar. Moluscos generan concha; humanos tienen ropas de tela. La cubierta del molusco es más fuerte. ¿Juzgar debíamos al molusco más inteligente? Dices que humanos construyen cosas. No teníamos concepto de construir. No sabíamos que hicieron los barcos. Pensamos que quizá los barcos vivos estaban, o habían estado vivos. Algunos sabían a madera, otros lanzaban productos químicos al agua, como hacen las cosas vivas. ¿Un éxito, cabalgar a lomos de barcos? Pensamos que humanos eran como rémoras para el tiburón.

—Pero…

—Ellos nuestra inteligencia no veían. Nos miraban de frente y no la veían. Y mirábamos a ellos y no la veíamos.

—Pero después de que descubrieran su inteligencia, y ustedes la suya, debieron ustedes darse cuenta de que les habían estado maltratando.

—Sí, algunos en el pasado nos maltrataron. Los humanos sí generalizan, se culparon a ellos mismos. Aprendido he desde entonces que el concepto de culpa ancestral, de pecado original, es para muchas de sus creencias el centro. Hubo casos en tribunal humano para determinar compensación para delfines. Esto tenía no sentido para nosotros.

—Pero ahora ustedes se llevan bien con los humanos, algo que mi gente tiene problemas para conseguir. ¿Cómo lo hacen?

Morrolargo ladró:

—Acepta sus debilidades, acoge sus virtudes.

Jag guardó silencio.

Finalmente, la Rum Runner llegó a su destino, a mil trescientos millones de kilómetros de la estrella, y a mil millones de kilómetros del atajo. Jag y Frentemellada se pusieron de acuerdo por radio sobre por qué trayectoria exacta iban a lanzar al bebé darmat, y luego activaron de nuevo las boyas gravitatorias, empujando y tirando del ser del tamaño de un planeta que, como planeaban, empezó a caer hacia la estrella, deslizándose por el pozo de gravedad del que acababan de sacarlo. Pero esta vez el atajo quedaba entre el darmat y la estrella; esta vez, si todo iba bien, el bebé tocaría el atajo, su aproximación algo acelerada por la atracción gravitatoria de la estrella.

Aun con los propulsores a toda potencia, a las boyas les costó más de un día llevar al darmat a las cercanías del atajo. Frentemellada lanzó un watson a través para avisarles de que, si todo iba bien, el bebé estaba a punto de emerger por su lado.

Cuando se acercaron al atajo, las boyas lucharon para frenar al bebé de manera que pasara despacio por el portal. Todo el rescate sería en vano si el darmat salía lanzado hacia la estrella verde cercana a Starplex. En cuanto lo frenaron hasta una velocidad razonable, ajustaron la trayectoria del bebé de modo que atravesara la esfera de taquiones con el rumbo exacto requerido.

Primero pasaron por el atajo algunas de las boyas gravitatorias, y luego, por fin, el bebé lo tocó. El punto empezó a ensancharse más y más, envolviendo al darmat, los labios púrpura primero rodeando, y luego tragándose, a la gigantesca esfera negra. Jag se preguntó qué estaría pasando por la mente del darmat durante la travesía, asumiendo que siguiera vivo.

Y si estaba vivo, y en algún momento recobrara la consciencia o lo que pasara por ello, entonces, se preguntó Jag, ¿qué pasaría si era presa del pánico? ¿Qué pasaría si no podía comprender que se encontraba mitad en un sector del espacio y mitad en otro? Podría detenerse a mitad de camino. Y si la bestia moría así, a mitad de camino por el atajo, podría no haber manera de sacarla. La abertura del atajo se ajustaba apretadamente al cuerpo que lo atravesaba, de modo que no podía haber un uso coordinado de generadores de gravedad por ambos lados. Y eso querría decir que la Rum Runner y la PDQ podrían quedarse atrapados allí para siempre, en el extremo del brazo de Perseo, a decenas de miles de años luz de cualquiera de sus mundos natales.

El darmat se estaba deformando un poco al moverse a través de la abertura, con la periferia del atajo presionando sobre él. La presión era normal, y el efecto en naves rígidas era despreciable, pero el darmat estaba formado sobre todo por gas; gas exótico de quarks-efecto, sí, pero gas. Jag temió que el bebé fuera partido en dos, de manera similar a su proceso reproductivo normal, pero posiblemente letal si ocurría inesperadamente. Pero parecía que el núcleo de la criatura era lo suficientemente sólido como para que el atajo no lo partiera del todo.

Finalmente el darmat completó la travesía. El atajo se colapso hasta su existencia adimensional habitual. Jag quería que Morrolargo atravesara inmediatamente el atajo para que pudieran ver el resultado de sus esfuerzos. Pero tanto ellos como Frentemellada a bordo de la PDQ tenían que esperar unas horas para estar seguros de que el darmat se había alejado lo bastante del atajo como para que una colisión, o simplemente el estrés causado por su enorme gravedad, no destruiría sus naves cuando asomaran por el otro lado.

Finalmente, después de que una sonda les indicara que podían pasar con seguridad, Morrolargo programó el ordenador para que los llevara a casa. La Rum Runner avanzó. El atajo se expandió, y pasaron al otro lado.

A Jag le costó unos instantes comprender lo que estaba viendo. El bebé estaba allí, sin duda. Y también Starplex. Pero Starplex estaba rodeada de darmats por todas partes, y la nave parecía muerta, con todas las luces apagadas.

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