Se trata de un ave que no puede conciliar ni amoldar su modo de vida al nuestro. No podría por su propia naturaleza, no podría ni aunque le diésemos la oportunidad, lo cual no hacemos. Para la grulla chilladora no hay más libertad que la libertad sin trabas, no hay más vida que la suya propia. Sin mansedumbre, sin una señal de humildad, se ha negado a aceptar nuestra idea de cómo debiera ser el mundo. Si lográsemos preservar la naturaleza virgen que aún sobrevive, no sería ninguna honra para nosotros. La gloria correspondería a esta ave cuyo tenaz vigor la ha mantenido viva frente a circunstancias cada vez más adversas y aparentemente insuperables.
ROBERT PORTER ALLEN
ERAN APROXIMADAMENTE dos minutos en el lado tequila del amanecer. Era tan temprano que los azulejos aún no habían empezado a limpiarse los dientes. Homero aludía en La Odisea a «la aurora de rosados dedos». Homero, que era ciego y no tenía editor, aludía una y otra vez a la «aurora de rosados dedos». Muy pronto, empezó la aurora a considerarse a sí misma de rosados dedos: esa vieja doctrina de la vida imitando al arte.
Dedos (y pulgares) rosados tamborileaban suavemente, como un profesor Juillard de un club de jazz, sobre la mesa de la Norteamérica del amanecer.
Se aventuró por las ventanas del barracón la primera luz. Las vaqueras se revolvieron suavemente en sus camas. Emitieron ruiditos soñolientos, como gritos de amor de pastelillos de ángel.
Heather soñaba con su madre diabética, que andaba siempre amenazando suicidarse con barritas de caramelo si Heather no volvía a casa. Casi inaudiblemente, susurraba Heather en su almohada. Jody se soñaba otra vez en el instituto, haciendo un examen de matemáticas. Recordaba que no había estudiado, y empezó a sudar de desazón y miedo. Mary soñaba que subía al cielo en una balsa salvavidas de goma. Mary llevaba en el sueño aletas en los pies. Mary despertaría desconcertada. Elaine soñaba con el origen de su infección de vesícula. Tenía los pezones erectos. Sonreía LuAnn soñaba el sueño de casi todas las noches, aquél en el que su novio, las dilatadas pupilas tan negras como pelotas de golf musulmanas, se acercaba a ella con una aguja goteante. En la vida real, ella había despertado unas horas después del pinchazo. Dos años más tarde, aún no había llegado su novio. LuAnn estaba al borde del chillido. Debbie soñaba que podía volar, y Big Red roncaba enérgicamente, soñando que había encontrado cantidad de dinero en el suelo, a su alrededor. Linda se soñaba en la cama con Kym. Despertó y descubrió que era cierto. Volvió a su litera a toda prisa. Justo a tiempo. El saco de brotes de peyote que había bajo la cabeza de Delores la cantaba despierta, como cada mañana. La capataz se estiró y se frotó los ojos. Pronto recorrería a zancadas el pasillo chasqueando su látigo. No hacían falta despertadores en el Rosa de Goma. Además, una radio despertador no habría tocado más que polcas.
Del edificio principal llegó flotando el mágico aroma del café. Donna, a quien correspondía el turno, había empezado ya el desayuno. Arriba, socias, arriba. Tenían que ordeñar cabras y había aves que… vigilar.
Plap. Plap plap plap. Descalzos pies de vaqueras empezaron a golpear el linóleo. Pies de uñas pintadas y pies con ampollas, pies que olían a limpio y pies fermentando en mermelada de pelotillas, tiernos pies, despellejados pies, pies que habían atisbado indecisos en zapaterías y pies que se habían enamorado del suelo del gimnasio en el baile de fin de curso, pies a gogó, pies de lecciones de ballet la mañana del sábado, pies rosados, pies amarillentos, pies arqueados, pies planos, pies masajeados, pies olvidados, pies playa, pies culebra, pies cosquilleados por papá, pies enrojecidos por botas demasiado prietas, pies que atraían fragmentos de cristal y astillas y pies que se imaginaban nubes. Plap plap. Pies descalzos que pisaban el linóleo y se alineaban juvenilmente ante las mesitas (en las que no había ni un pie libre), ante las ventanas (qué tiempo hacía al pie) o salían hacia el cagadero (a exactamente noventa y dos pies del barracón).
Plap. Plap. Escucha. Podían oírse más plaps en aquel amanecer estival. Sonaron plaps en pueblos y ciudades donde no caminaban vaqueras descalzas. El autor habla ahora del plap y plap de periódicos matutinos, enrollados y apretados, plapeando contra los porches mientras los repartidores demostraban su incierta puntería.
Innumerables periódicos aterrizaban con innumerables plaps en innumerables porches, llevando a innumerables lectores noticias deportivas, historietas y horóscopos y, aquella mañana concreta, la primera notificación pública de lo que muchos considerarían un desastre ecológico estremecedor. Los distintos periódicos presentaban la noticia de formas diversas. Quizás el titular del Post-Dispatch de San Luís, sucinto como era, lo explicaba mejor. Decía: NUESTRAS GRULLAS CHILLADORAS ESTÁN DESAPARECIENDO.
HACE UNOS quinientos mil años, el continente norteamericano consiguió por fin acumular suficiente valor para barrer el último de los glaciales de su vestíbulo. Desaparecido el hielo, llamó el continente norteamericano a los decoradores y les mandó crear un medio digno de una nueva vida salvaje y elegante. «La hierba está de moda», proclamaron los decoradores, y empezaron a montar un paisaje de inmensas praderas, mares interiores y húmedas sabanas. Un ave de los pantanos, primitiva, prepleistocénica, fijó un ojo amarillo en los interminables acres de vegetación marismeñados, ondulante hierba y aguas sin profundidad y decidió que le gustaba la nueva decoración lo suficiente como para un traslado. De hecho, a este ave le gustó tanto la nueva decoración que lanzó un chillido. Así, inspirada por su entorno, evolucionó hasta convertirse en la grulla chilladora.
El chillido era de primera calidad, desde luego. Combinaba gran dimensión y belleza majestuosa en una especie de tímida arrogancia, produciendo un efecto total que no ha igualado jamás ave alguna ni antes ni después. Las señales negrosatinadas de su cuerpo deslumbradoramente blanco estaban económica y perfectamente emplazadas; su corona rubí y las manchas de su buche (que en realidad era piel roja sin pluma alguna) le proporcionaban cierto efecto especial sin ser pulgares. Su ahusada silueta y sus graciosas curvas habían de inspirar a artistas y diseñadores aún por nacer. Su voz poderosa podía alzar escalofríos por la columna vertebral de un predador a un kilómetro de distancia; el sordo orgullo con que realizaba sus tareas diarias inventaba la palabra dignidad para los diccionarios zoológicos. De costa a costa y del Ártico al centro de México, la grulla chilladora fue sin duda el Bardo Supremo de Norteamérica durante la edad de oro de la hierba.
Las cosas cambian. Hasta la hierba pasa de moda. Al final del pleistoceno, la moda pasó a los árboles. El bosque fue penetrando gradualmente en las praderas y se hundió el agua. El habitat de la grulla, no sanforizado, empezó a experimentar un implacable encogimiento. La grulla de los arenales, prima hermana más simple y más pequeña que la chilladora, realizó los ajustes necesarios adaptándose complaciente a un mundo menos herboso y acuático. Pero no nuestra ave. La grulla chilladora practicó la ciencia de lo particular; estimuló lo singular frente a lo general; encarnó la excepción y no la regla. ¡Al diablo el compromiso! Sabía lo que quería y eso le bastaba. A diferencia de los grupos de escasa integridad, incluido el hombre, optó la chilladora por calidad en vez de cantidad, rechazando la idea de que cualquier cosa sea mejor que nada. Sobreviviría según sus propias condiciones, o no sobreviviría. Y de hecho, disminuyó en número y alcance, aferrándose desafiante a confines en eterno achicamiento. El número de grullas chilladoras se había reducido a menos de dos mil antes incluso de que la civilización asentara sus duros y pulidos zapatos sobre nuestras costas.
Aun así, dos mil chilladoras eran dos mil chilladoras (suficiente fuerza plumosa para eclipsar cualquier espectáculo del distrito nocturno del país de los pájaros) y el censo de grullas podría haberse mantenido aproximadamente en esa cifra si la civilización no hubiese decidido hacerle a América del Norte el favor de invitarse a cenar. Entre la civilización y las grullas chilladoras hubo un inmediato y perdurable choque de personalidad. En el equipaje del proceso civilizador llegaban la agricultura, el deporte del tiro con arma de fuego, la recolección de huevos, la industrialización, la expansión urbana, la contaminación, la aviación, los sondeos petrolíferos, las operaciones militares, los incendios y el cuerpo de ingenieros del ejército, cuyos infatigables castorcillos caqui habrían de transformar las corrientes de agua naturales de Norteamérica en alcantarillas industriales. Esto, con los predadores, los cambios climáticos y los huracanes, era demasiado para la superinocente chilladora. Después de 1918, en que un labrador de Louisiana llamado Alcie Daigle mató dos grullas que estaban comiendo el arroz desparramado junto a su majadora (¡Que afilados picos tijereteen tus testículos día tras día, Alcie Daigle, en los ardientes campos de arroz de los infiernos!) quedaron sólo dos bandadas de grullas chilladoras en el mundo. Pronto quedó sólo una. En septiembre de 1941, esta bandada, acosada sin tregua tenía sólo quince ejemplares. Quince, date cuenta, quince. Se alzó música de extinción al fondo.
Desde su fundación en 1905, la Sociedad Audubon, sociedad conservacionista, había dedicado un interés especial a las chilladoras. La Sociedad identificaba a un ave extraordinaria cuando la veía. Las ancianitas y los suaves caballeros de chanclos de la Audubon acosaron tan obstinadamente al gobierno que al fin los políticos, para librarse de ellos, decretaron en 1937 que los terrenos de invernación de la última bandada de chilladoras que quedaba fuesen a partir de entonces reserva y refugio. Como la mayoría de las actitudes del gobierno en defensa de la vida, la reserva de vida salvaje nacional de Aransas, en la costa tejana del golfo de México, fue poco más que un símbolo. Aransas ofrecía a las grullas cobijo invernal y protección contra los cazadores y coleccionistas de huevos, es cierto. Pero se permitía que las fuerzas aéreas de los Estados Unidos siguiesen utilizando un sector de la costa para bombardeos de prueba, y las principales compañías petrolíferas seguían perforando y traqueteando alrededor de la reserva. Además, la bandada, aunque caza ilegal, no disponía de ningún sistema de protección eficaz en sus largos vuelos migratorios entre Aransas y sus terrenos estivales de anidaje y cría, al norte de las soledades canadienses, y todos los años caían varias grullas por obra de alegres pandillas de cazadores borrachos. La bandada se asía a la vida con las uñas de los pies, pero aún así mantenía su aplomo.
A principios de los cincuenta, sin embargo, apareció un héroe, un batman, un hombre murciélago (o un hombre grulla), que salió al ruedo con una capa de plumas blancas, dispuesto a asediar al gobierno y a detener la extinción. Este héroe se llamaba Robert Porter Alien, director de investigación de la Sociedad Audubon. No era ningún viejecillo de esos que echan miguitas a los pájaros. A Alien le gustaban las grullas chilladoras más que los estadistas o las estrellas de cine o el Padre nuestro que estás en los cielos. Era inteligente, concienzudo, firme, persuasivo y, más importante aún, tenía influencia en la prensa. Cuando en octubre de 1951 sólo volvieron diecinueve chilladoras a Aransas, logró interesar a los medios de comunicación. Y tras la radiación y publicación de numerosas noticias y editoriales, el gobierno empezó mágicamente a hacer un esfuerzo más concienzudo en favor de aquellos monstruos indómitos a los que había declarado sus protegidos oficiales.
El gobierno incorporó a su maquinaria burocrática el apartado grullas y, tras unos cuantos años, la civilización comenzó a interesarse un poco más por las chilladoras, aunque esto no le interesase a la chilladora ni un vuelo siquiera. En 1956, invernaron en la reserva de Aransas veintiocho grullas. En 1957, la bandada se redujo a veinticuatro. En 1959, el número se elevó a treinta y dos. Y así siguió. Como un tanteo del estadio del Absoluto. Y cada primavera y otoño, cuando partían y regresaban las grullas, los medios daban cumplidamente el tanteo, concediendo a la noticia su espacio, junto con las novedades acaecidas en la situación internacional, que era desesperada, como siempre.
Cuando en 1969, la población de chilladoras alcanzó un abultado cincuenta, los medios vitorearon frenéticamente. En 1973, invernaron en el refugio de Tejas cincuenta y cinco aves, cifra que, cuando se facilitó, hizo que hasta los presidiarios más endurecidos sonrieran en sus celdas. O al menos eso dijeron algunos.
En cierto modo, como sucede a veces en esta curiosa conciencia cultural nuestra, maleable pero no auto-maleable, fue creciendo una especie de mística en torno a la grulla chilladora, en torno al drama de su supervivencia. Espaldas implumes recibieron palmadas, se denominó a la chilladora «símbolo tanto de la nueva preocupación de este país por su vida salvaje como de su voluntad de corregir la destructividad del pasado».
No se puso a bombear feliz la tiroides nacional cuando se supo que este símbolo, toda la última bandada de grullas chilladoras había desaparecido sin dejar rastro.
– ERA UN VUELO de rutina -dijo el funcionario canadiense del Servicio de protección de la naturaleza, como si existiese un vuelo rutinario. Los que ven milagros son los que buscan milagros, los que abren los ojos a los milagros que nos rodean siempre. Los que hacen vuelos rutinarios son los que creen que están en vuelos rutinarios… pero, ¿y vuestras grullas chilladoras «ausentes sin permiso»? No es éste el momento para disgresiones sobre lo obvio. El funcionario estaba tan chupado y nervioso como la última serpiente que salió de Irlanda, mientras jugueteaba con su pipa e intentaba que una misión importante pareciese haber sido un vuelo rutinario.
Se había hecho el vuelo en cuestión en un helicóptero biplaza monorrotatorio. Era el piloto un empleado del servicio canadiense de protección de la naturaleza, lo mismo que el pasajero, el biólogo de campo, Jim McHee. Aquel mayo, como todos los de los últimos catorce años, McHee había hecho un vuelo «rutinario» sobre las desoladas marismas del Sur del Gran Lago Slave, junto a la frontera de Alberta y Territorios del Noroeste, para contar las grullas chilladoras. McHee había de comparar su cuenta con el número de aves contabilizadas al salir la bandada de Aransas, Tejas, para ver cómo les había ido a las grullas en su migración de cuatro mil kilómetros. Raro era el año en que no perdían un ejemplar, pero las condiciones sin duda habían mejorado desde los años cincuenta, cuando Canadá presentó protestas oficiales a los Estados Unidos intentando proteger a las grullas de los cazadores, petroleros y bombarderos norteamericanos. Sí, las acciones de las grullas chilladoras habían subido medio millón de puntos en el gran marcador, y un inversor como McHee, que había comprado barato, tenía todas las razones para sentirse orgulloso, e imaginarse en un vuelo de rutina mientras recorría las marismas para comprobar las medias bolsísticas aquel mayo.
Allá por 1744, un explorador francés hizo la siguiente anotación en su diario: «Tenemos (en Canadá) grullas de dos colores; unas son blancas todas, las otras gris claro, todas hacen excelente sopa.» En fin, era como si un malvado tragón francés del negociado de glotones del infierno hubiese preparado un caldero de crema de sopa de grulla chilladora, pues por mucho que mirasen, Jim McHee y su piloto no podían localizar ni una sola chilladora aquel día.
McHee, desconcertado, un poco alarmado quizá, no perdió los estribos. Las grullas debían haberse trasladado, razonó. Sus terrenos de anidada habían sido amenazados dos veces por incendios forestales desde 1970 y, pese a los intentos del gobierno canadiense por alejar de la zona a los buscadores de paisajes, había habido un creciente tráfico aéreo en los últimos años sobre la sección de maternidad de las chilladoras. El enclave de quinientas millas cuadradas en que los ejemplares de aquella bandada solitaria decidieron construir sus nidos de hierba amontonada, depositar sus huevos color hongo y empollar a sus polluelos tamaño gorrión, eran un simple sello postal en un inmenso paquete de terreno prohibido. Era parte de una región del continente norteamericano tan áspera y remota como la que más. Salpicada de lagos cenagosos y poco profundos separados por estrechas zonas de espigados y negros abetos y tortuosos ríos demasiado atragantados por madera caída para ser navegables, no había sido recorrida aquella región ni por blancos ni por indios. De hecho, los dominios de la grulla chilladora estaban tan bien ocultos que los exploradores aéreos de los Servicios Canadienses y Norteamericanos de Protección de la Naturaleza habían tardado diez años en encontrarlos. Mientras aquella noche McHee teorizaba ante una botella de licor de malta en Fort Smith, las grullas podían haber transferido su área de anidaje a un sector diferente de los yermos canadienses. Dado que las aves vivían en grupos familiares aislados, separados muchas veces hasta treinta kilómetros entre sí, no parecía probable que toda la bandada pudiese haber rechazado el terreno tradicional de anidaje como por un acuerdo general, pero McHee sabía que las criaturas salvajes hacían a veces lo improbable. A McHee le gustaban las criaturas salvajes. Una vez había despertado a su mujer de un codazo a media noche para decirle, con toda propiedad: «Los animales salvajes no roncan.» Eso fue un mes antes de que se separaran. Bueno, en fin, McHee pidió otra botella y decidió no levantar un pánico grullesco hasta que él y su piloto hubiesen vuelto a comprobar.
Al día siguiente, investigaron los dos hombres con mucho mayor detenimiento el habitat habitual de las chilladoras. Tan bajo volaron que fueron prácticamente sodomizados por las españadas. Ni rastro de las aves. Al día siguiente investigaron la zona sur de los terrenos tradicionales de anidaje, volando sobre los bancos del río Búfalo y sus cenagosos tributarios, los puntos lógicos (¿) para un reasentamiento de las chilladoras. Ni siquiera una nivea pluma cosquilleó sus ojos. Aquella noche, Jim McHee radió a Ottawa.
De la capital llegó un flaco y nervioso funcionario del Servicio Canadiense de Protección de la Naturaleza que fumaba en pipa. Aún no mostraba indicios de nerviosismo, pero pronto repiquetearía como el silenciador del descapotable de una chica huía. El funcionario enroló en la búsqueda otros cuatro helicópteros. Durante una semana, recorrieron los yermos canadienses como la Asociación Revientabragas Errol Flynn recorrió los dormitorios mixtos de la universidad estatal de Kansas aquella terrible noche de 1961… pero sin el menor éxito.
Al fin, el funcionario (oh champán de temblores, oh cascada de huesos) no tuvo más remedio que notificar a los insoportables norteamericanos. El servicio estadounidense de protección a la naturaleza y la Sociedad Audubon reaccionaron inmediatamente. Se aseguró una y otra vez que cincuenta y un chilladoras, en grupos de una a tres familias, habían abandonado el refugio de Aransas durante la tercera semana de abril. El superintendente de Aransas atestiguó que las danzas de apareamiento de las grullas habían sido insólitamente atléticas aquel año, pero no había razón alguna para suponer que estuviesen ofreciendo su último baile.
A mitad de camino en su emigración, solían pasar las chilladoras varios días de descanso y recreo en las riberas del río Platte, Nebraska. Allí, aquellas aves de tiesas patas paseaban con nerviosa dignidad, como otros tantos príncipes felipes paseando ante la residencia de la reina, cazando ranas en las riberas, arañando la arena para buscar moluscos o acechando saltamontes por las extensiones abiertas de hierbas altas. Era procedimiento habitual de los agentes del gobierno, hacer inventario de las grullas durante esta parada del río Platte, pero a partir de allí la información sobre el vuelo migratorio procedía únicamente de notificaciones voluntarias de ciudadanos, hasta que Jim McHee hacía su cuenta anual de anidaje. Aquel año no fue excepción, y los guardas que controlaron a las grullas en Nebraska insistían ahora en sus informes en que las grandes aves habían estado presentes todas y que parecían tan saludables como los hijos de los ricos antes de asentarse el tedio. Un niño de una granja y un empleado de teléfonos habían informado haber visto volar varias grullas por el suroeste de Dakota del Sur. Después de esto, nada.
Las grullas habían desaparecido entre Murdo, Dakota del Sur, y la zona de anidaje de Alberta, territorios del Noroeste. Los funcionarios canadienses miraban suspicaces a los norteamericanos. Los funcionarios norteamericanos miraban suspicaces a los canadienses. ¿Alguien se había guardado en la manga la carta más alta de la Baraja de las Aves?
Un avión norteamericano siguió la ruta migratoria de las grullas chilladoras desde Nebraska a la frontera sasktachewana. Un avión canadiense siguió la ruta migratoria desde la frontera norteamericana a los terrenos de anidaje. Nada.
– Hemos programado vuelos diarios por la ruta migratoria -anunciaron los norteamericanos.
– Hemos programado vuelos diarios por la ruta migratoria -anunciaron los canadienses.
Y pasó el primer vuelo norteamericano sobre el Rosa de Goma, donde el pequeño Lago Siwash reverberaba como un estanque de lágrimas de vaqueras.
Había hundido el calendario su morro en los finales de mayo (casi dos semanas después de aquel vuelo «rutinario» de Jim McHee, tristemente célebre) cuando la noticia de la desaparición de las grullas llegó al público. Una tersa y fría declaración de prensa del Departamento del Interior, un anuncio que urgía a los ciudadanos a cooperar informando de cualquier ave blanca que viesen, golpeó los medios de comunicación como una tonelada de ladrillos de interés humano. Todas las emisoras de televisión y la mayoría de los periódicos del país destacaron el asunto. Tan amplia difusión de la noticia halló al gobierno desprevenido, y también la reacción pública. Las centralitas telefónicas del Departamento del Interior parpadeaban como un espectáculo luminoso, enloquecido y psicodélico de rock y todas las organizaciones ecológicas, desde el Club Sierra a las chicas exploradoras, telegrafiaron ofreciéndose a ayudar. Al día siguiente, el propio Secretario del Interior se vio obligado a convocar una conferencia de prensa (se emitió en los noticiarios de las seis y de las once).
– Ummmm, ejem, bueno -dijo el secretario-. No hay motivo para que nos preocupemos demasiado.
Aunque las grullas constituyen una sola bandada, viajan en pequeñas unidades de una a tres familias, explicó el Secretario. Y las familias anidan a kilómetros de distancia unas de otras. No hay ninguna probabilidad de que ni los hombres ni los elementos hayan podido jugar una mala pasada a toda la bandada. La ruta de migración de las chilladoras pasa casi toda por regiones aisladas, y los yermos canadienses son inmensos. Tarde o temprano, estas espléndidas aves aparecerán. Aunque no aparecieran en todo el verano, no hay duda de que volverán a Tejas en otoño.
Él Secretario se creía sus declaraciones, como sucede a veces con los individuos de su género. Sus subordinados del Servicio de Protección de la Naturaleza se las creían también. Allá en Canadá, el flaco oficial de la pipa se estremecía como cubitos de hielo en el combinado pirófago. No estaba tan seguro. En cuanto al biólogo de campo Jim McHee, se zampó una botella de licor de malta, firmó otro pago de la pensión de divorcio, contempló los mapas aéreos del terreno que exploraría al día siguiente y murmuró, sin dirigirse a nadie en concreto: «Los animales salvajes no roncan.»
PESE A SU título, el Secretario del Interior era un hombre superficial. Un hombre dado a superficies, no a profundidades. Al córtex, no a la médula. A la corteza, no a la crema. No entendía el interior de nada; ni el interior de un solo de saxo tenor, ni un cuadro ni un poema; ni el interior de un átomo, un planeta, una araña o el cuerpo de su esposa; y aún menos el interior de su propio corazón y de su propia cabeza.
El Secretario del Interior sabía, claro, que había un cerebro en su cabeza, y que el cerebro humano era la más sublime creación de la naturaleza. Al Secretario del Interior nunca se le había ocurrido preguntar por qué si el cerebro, con sus redes y cordones y hendiduras y cordilleras y fisuras, con sus glándulas y nodulos y nervios y lóbulos y fluidos, con su capacidad para percibir y analizar y refinar y preparar y almacenar, con su talento para orquestar emociones, desde el éxtasis que hace rodar los ojos al miedo sueltatripas, su apetito de absorción y su generosidad de expulsión; nunca se le ocurrió al Secretario preguntarse, en fin, por qué el cerebro, si es tan abrumadoramente magnífico y sublime como pretende ser, por qué el cerebro, digo, perdería el tiempo allí metido dentro de una cabeza como la suya.
Quizás a algunos cerebros les guste simplemente la vida fácil. El Secretario del Interior no pedía muchas cosas a su cerebro. Básicamente quería que le informase si esta acción o aquélla serían políticamente prácticas. Por ejemplo, el Secretario acudió a su cerebro, allí donde éste se mecía perezoso en su hamaca cerebral, sorbiendo oxígeno y sangre, tarareando con aire ausente alguna tontería electroquímica seleccionada de dos billones de años de continua charla biológica; un cerebro que no tenía cicatrices de amor de neón, que no mostraba indicio alguno de que le hubiese deslumbrado o abrumado el arte, que no había pasado evidentemente noches en vela preguntándose qué había querido indicar en realidad Jesús al decir: «Si una semilla penetra en la tierra y muere, crecerá»; un cerebro que habría parecido predominantemente plácido de no ser el filoso cuchillo, el rifle automático, el bazoka, el machete, el napalm, las mazas, flechas y granadas amontonados allí, bajo su almohada, allí donde pudiese cogerlos instantáneamente para cortar, desgarrar, degollar, quemar y calcinar ante el primer chillido ratonesco que pudiese amenazarle; el Secretario acudió a su cerebro, lo avivó y le preguntó cómo podría resultar beneficioso para él aquel asunto de las grullas chilladoras.
La reacción inmediata de su cerebro (bostezo) fue que el problema debía pasar arriba, para que lo resolviese otro cerebro. Lo cual, sin embargo, no era factible esta vez. La única persona que quedaba por encima era el Presidente, y el cerebro del Presidente, acorralado al fin tras una vida de engañar, defraudar, mentir, tergiversar y vampirizar ávidamente yugulares públicas y privadas, estaba enrollado como un armadillo enfermo por el momento, y no había manera de reclutarlo. De haber acudido al Presidente, sólo habría conseguido que el Presidente le chillase: «¡Puedes meterte esos jodidos avechuchos en el culo! ¿Qué estás haciendo para protegerme?» o algo parecido; y al Secretario no le gustaba que el Presidente le chillara. Si hubiese hablado uno de Ios asesores íntimos del Presidente, le habría dicho, con un aséptico acento alemán, que la cuestión debería pasarse a la CÍA, y aunque el Secretario no se oponía del todo al método de los altos asesores de poner los asuntos enojosos en manos de la policía secreta, no estaba seguro de que fuese adecuado permitir que se usurpase así su propia autoridad.
No, lo siento, cerebro, viejo y gordo camarada, tú y el Secretario debéis resolver solos el problema.
En condiciones normales, el Secretario se habría puesto la camisa de lana que le había regalado su mujer en el vigésimo segundo aniversario de su boda (¿o fue el vigésimo tercero? Su cerebro no podía recordarlo con exactitud), habría pedido un reactor y habría acudido personalmente a dirigir una cacería masiva de grullas. Habría sido buena política. ¡Ja ja! Entonces, cuando aquellos chiflados ecologistas protestaran porque su rama del gobierno permitía a la industria explotar la tierra del modo que Dios había previsto que se explotase, podría decir: «Confiad en mí, amigos; he demostrado ser un ardiente ecologista. ¡Soy el hombre que rescató nuestras grullas chilladoras!»
Ay, pero las circunstancias no eran normales. Las grandes empresas petroleras se disponían a asestar un audaz golpe económico, una brillante operación mercantil, en conjunto, pero una operación que había creado inevitablemente una escasez simulada de productos petrolíferos, y los ciudadanos, sin entender qué era lo mejor para ellos, se lamentaban de lo que se había etiquetado como «crisis energética». El trabajador medio estaba muchísimo más preocupado por la crisis energética que por una bandada de aves perdidas, razonaba el Secretario con razón; el Secretario no estaba convencido de que el trabajador medio diese una mohosa pluma del rabo por aquellas aves perdidas. Si el Secretario autorizase una exploración aérea a gran escala para buscar a las grullas, sin duda se produciría una reacción adversa debido a la cantidad de combustible que exigiría una expedición de tal envergadura. En realidad no podía justificar un gasto tal de valioso petróleo.
Así que haría lo siguiente: pondría un solo aeroplano ligero a recorrer la amplia y caprichosa ruta migratoria. Un avión diariamente en el aire. Si los trabajadores se quejaban, podría decirles: «Hemos puesto un aparatito pequeño, muy económico a buscar esos pájaros, muchachos; eso es todo.» Si los ecologistas protestaban, podía decir: «He puesto un avión de reconocimiento último modelo con radar y con el equipo más moderno a explorar incansablemente todo el territorio, centímetro a centímetro, para localizar a esas maravillosas aves, y no descansaré hasta que vuelvan sanas y salvas a donde deben estar.» Ummm. Sí. Realmente sí. Todos los frentes cubiertos. Buen trabajo, cerebro fiel. Te has ganado una siesta.
Satisfechos los imperativos políticos, el Secretario se tranquilizó diciéndose que las cigüeñas o grullas o lo que fuesen aparecerían en un futuro próximo. Había cientos de kilómetros cuadrados de marismas en Saskatchewan aún sin recorrer, demonios. Las aves probablemente estuviesen allí, o anidadas en algún musgoso pantano de las tierras canucas. Aparecerían al final, sanas y salvas. Si los medios de comunicación se olvidasen del asunto, la mayoría del público lo olvidaría más deprisa de lo que tarda en disolverse una lata de Bufferin en el recortado vientre de una muñeca de televisión.
En realidad, los medios podrían haberse olvidado del asunto. Y las masas podrían haberse olvidado de las aves desaparecidas. Si no hubiera sido por Jim McHee.
Un atardecer, hacia el crepúsculo, el biólogo de campo canadiense se apartó de su botella y se encaminó al bosque sin mochila ni provisiones.
En su tercera mañana de peregrinaje, después de tres gélidas noches entre seres que no roncan cuando duermen, estaba el desgreñado y sucio McHee sentado en un tronco cuando vio pasar una culebra. La culebra avanzaba deprisa. Llevaba una carta bajo la lengua. La carta era la sota de corazones. «Debo ver a Delores del Ruby inmediatamente», silbó la culebra. Y desapareció hacia el sur.
Atrás, en Fort Smith, había dejado McHee una nota. No se mencionaba en la nota a la ex-esposa de McHee ni a sus dos hijitos pecosos. Pero se hacían numerosas referencias a las chilladoras, concluyendo con estas palabras: «He ido a unirme con ellas en la extinción.»
Así pues, para pesar del Secretario del Interior, la bandada perdida se convirtió otra vez en noticia fresca. La conmoción que provocó Jim McHee la caracteriza, de forma un tanto sensacionalista, este titular que ocupaba toda la primera página del Daily News de Nueva York: SUICIDIO GRULLAS CHILLADORAS.
SISSY. OH QUERIDA. ¿Qué pasa? Te has encerrado ahí en la Calle Diez Este, cada vez más pálida. Pálida como un fantasma envuelto en visillos de encaje. Pálida como la espuma de los labios de un loco, hasta tus pulgares están perdiendo su sanguíneo resplandor cereza.
¿Qué te pasa, querida? Fuera, el tiempo se caldea. Gentes de las casas menos respetables empiezan a tomar el aire vespertino en sus escaleras de incendios. Empiezan a oírse de nuevo pequeños alborotos, gritos. Siempre es mala señal. Julián dice que no debes utilizar tanto el acondicionador de aire este verano. La crisis energética.
Sissy, el sol está haciendo apariciones personales diariamente, exagerando su papel al típico estilo Leo; pero tú, ¿qué te crees que eres, un hongo, dos hongos?
Tienes indudablemente mucho en que pensar. Si has vivido toda tu vida de forma irreal, como tantos han dicho, entonces hemos de suponer que durante el último año y medio has estado recibiendo lecciones de realidad. Has tenido, además, importantes maestros. Julián, Bonanza Jellybean, el Chink, el doctor Robbins.
Dos de esos profesores te han enseñado que en los tiempos antiguos todo estaba dirigido por mujeres. Y que todo iba mejor entonces. Eso es una información asombrosa. Te preguntas qué puede significar para ti, personalmente. Julián dice que es un cuento, que la mayoría de los antropólogos niegan la teoría matriarcal. Sobre ese tema, el doctor Robbins no se ha manifestado.
El doctor Robbins te telefonea, sin embargo. Una vez por semana, más o menos. Sólo para comprobar el estado de una antigua paciente, dice. Te divierte su estilo. Te invita a comer, a fumaderos de opio, a circos de pulgas. Tú no aceptas. Piensas que quiere acostarse contigo. Sería divertido, pero no merece la pena. Evidentemente, no la merece. Quizá pudieses llegar a saber algo más sobre la realidad, pero sabes unas cuantas cosas sobre la magia. Te las enseñaron tus pulgares. La magia exige una cierta pureza. Sin pureza, la magia se debilita. Aún tienes esperanzas de que juntos, Julián y tú, podáis crear una relación mágica. Por eso procuras mantenerla pura.
Julián se ha vuelto muy comprensivo. Ya no interrumpe tus pensamientos. Te sientas en la cama junto a la jaula vacía, haces tus ejercicios y dejas que la vaca de tu mente se abra camino comiendo entre las ruinas del pajar que se ha derrumbado sobre ella. Piensas seguir en esta nueva vida, mucho más extraña para ti que tu antigua y extraña vida. Piensas seguir con Julián. En un año o dos, cuando sea el momento adecuado para ambos, crees que podrás tener un hijo de Julián.
¡Oh Sissy! ¿Has olvidado, acaso, la profecía de Madame Zoé?
¿NO CREES SISSY, que deberías salir a buscar un hot-dog? ¿O un trozo de pizza? Ya sabes, algún manjar que pueda mantenerse equilibrado entre varios dedos sin implicar a los pulgares. Subiendo la Primera Avenida, junto al Hospital Bellevue, hay un carrito. El paseo te sentaría bien. El sol.
¿No podrías pensar también, si has de pensar, en el parque de la plaza Tompkins? En un banco donde se tienden los borrachos y donde bambolean sus traseros las palomas… Tienes algo especial con las aves.
Inteligente, verdad, Sissy, el método del autor para sacar a colación las aves. ¿Has pensado últimamente en las aves? ¿Cuál fue tu reacción ante el artículo del Times de esta mañana? El que informaba de que el Congreso ha concedido autoridad al departamento de justicia para que actúe severamente contra cualquier persona o personas que amenacen la seguridad o impidan el libre movimiento de la última bandada de grullas chilladoras del mundo.
¿Dices que no estabas pensando en grullas chilladoras? Bueno, si tú lo dices.
No piensas esta mañana en grullas chilladoras. Piensas en… el tiempo.
El Pueblo Reloj espera el final del tiempo. El Chink dice que será una larga espera.
Te preguntas, como se han preguntado tantos, ¿tuvo un principio el tiempo? ¿Se detendrá? ¿O son pasado y futuro productos del presente? Tales cuestiones son tan importantes como anticuadas.
Lees que Joe DiMaggio ordenó que se colocasen rosas rojas frescas en la tumba de Marilyn Monroe cada tres días eternamente. No durante la vida de Joe DiMaggio, date cuenta, o mientras durasen Hollywood, sus películas y sus cementerios, sino eternamente. Y tú piensas: «Si el tiempo llega a acabarse, a Joe DiMaggio tendrán que devolverle parte del dinero.»
SI. SISSY. NO sales mucho. Hasta sólo muy de cuando en cuando miras fuera. Desde tus ventanas, como desde todas las ventanas, hoy puede verse cómo se desmigaja el pastel.
Julián dice que nos encaminamos a una depresión. O peor. Menciona hambrunas, plagas, purgas. Cuando dice estas cosas, ladea la oscura cabeza, como si, como el mohawk que debería ser, pudiese oír al hambre agrupar sus tropas polvorientas, preparándose para salir del Sahara, la India, la Armenia Hambrienta. Oye ponerse al Pánico en el vestidor su traje de esqueleto. Oye el silbante silencio de la crisis energética.
– Aquí en Norteamérica estamos volviendo a nuestro fascismo nativo -dice este norteamericano nativo, ignorando doce mil años de la historia de su propio pueblo. La situación internacional es desesperada, como siempre.
Nada optimista, cree Julián, sin embargo, que si resultase elegido como presidente un demócrata liberal en 1976, podría evitarse el derrumbe económico del mundo. En cuanto al doctor Robbins, sólo se ríe por teléfono.
– El pastel se desmigaja -te dice en un asombrado susurro-. ¿No es magnífico?
Tú no sabes si es horrible o magnífico. Sólo sabes que el autoestop no pudo traerlo. Que el autoestop no puede pararlo.
En la bañera, haces que un pulgar are a través del agua perfumada. Qué lisamente se quiebran las burbujas ante su bruñido morro; qué perfecto oleaje. Luego, giras la muñeca de una forma especial y súbitamente el pulgar tiembla arrebatado bajo el agua, como un buceador que contrajese envenenamiento mercurial por chupárselo a una sirena.
Así te diviertes. Sonríes. Pero hay arrugadas rutas en tu frente. ¿Las trazan las grullas chilladoras?
¿Qué es eso? Alguien llama a la puerta. Julián deja su cuadro para abrir. Bien, sorpresa, sorpresa. Ese asqueroso acento resulta inconfundible.
La Condesa lleva mucho tiempo sin venir. Julián terminó su trabajo con él y no tiene nada pendiente. Y como tu marido ha empezado a pintar para una cuenta alemana, no es probable que reciba más pedidos de paisajes bucólicos cubiertos de luminosa niebla Yoni Yum o plateados con soñadoras gotas de Rocío. A La Condesa le gusta ser exclusivo, si es que no único. En cuanto a ti, no has tenido una propuesta de trabajo como modelo desde el desastre de Dakota. Tus ojos, aunque todavía hermosos, han perdido parte de su inocencia; tu boca, aunque aún madura, ha perdido parte de su altivez. Además, tu pequeña estancia en la residencia del doctor Goldman para semirricos jodidos, no favoreció en absoluto tu carrera. En fin. Te secas y te envuelves y a menudo acudes a ver a su antiguo bienhechor.
Empolvado rastrojo araña tu rostro cuando besas. Sobre su monóculo hay secos residuos de salsas que ningún chef francés volverá a revolver jamás. Con voz que suena como lo haría una lata de comida de perro barata si una lata de comida de perro barata pudiese hablar, te dice que te estás hinchando.
– La vida doméstica es carne para el varón y veneno para la mujer -dice. Una lata de comida de perro barata con un leve ceceo.
¿Y cómo está La Condesa?
– ¡Mierda, oh queridos! -exclama-. Las ventas han bajado en más de un diez por ciento. ¿Tan desesperada está la cosa como para que las mujeres no puedan gastar unos centavos en controlar su hedor atávico? Decidme. Un samurai, antes de ir al combate, quemaba incienso en su casco para que si un enemigo le cortaba la cabeza pudiese ofrecer al menos a su decapitador un aroma agradable. En fin, a mí me parece que por muy negro que sea el futuro con que se enfrente una mujer, podría por lo menos afrontarlo con una vagina inofensiva.
– ¿Estás convencido, pues, de que el futuro es negro? -pregunta Julián. Había estado pintando un hada junto a un translúcido estanque.
La reserva de dientes de La Condesa traqueteó compulsiva. ¡Rat a tat tat! Agente especial dental.
– Lo estoy -dice-. Este país es un completo caos.
– Todo depende de como lo enfoques -dices tú.
Julián y La Condesa te miran expectantes. Suponen que vas a explicarte. A decirles cómo pueden enfocarse los acontecimientos nacionales de modo que parezcan menos caóticos. Pero no tienes nada que añadir. Sólo querías decir lo que dijiste, que todo depende de cómo se enfoque, que todo, siempre, depende de cómo se perciba, y que el perceptor tiene la capacidad de ajustar sus percepciones.
Se reanuda la conversación. Julián y La Condesa comentan algunos asuntos: la economía, la política. Tú estás en atavío postbaño y te sientes algo soñolienta.
De pronto, La Condesa se vuelve hacia ti. Te mira directamente a la cara. Parece como si su sonrisa hubiese entrado marcha atrás en un cruce. La Condesa restalla una pregunta; es como Delores restallando su látigo.
– ¿Por qué no has hablado de las grullas chilladoras, Sissy? -¡crac!
– ¿Qué… qué quieres decir?
– Sabes muy bien lo que quiero decir. He estado trabajando día y noche en el laboratorio y no he prestado atención a las noticias. Pero anoche me enteré de que se habían perdido las grullas chilladoras. Toda la maldita bandada. Traman me explicó los detalles. Casi lloraba. Ha habido un escándalo con este asunto…
– Sí, ha estado continuamente en la prensa -interrumpe Julián.
– Ha habido un escándalo y es muy razonable. Lo que me pregunto es por qué no has hablado tú… Yo sé dónde están las grullas y tú también lo sabes.
Entonces Julián te mira. El asombro desorbita sus ojos.
– ¿Qué quieres decir? -tu voz es tan suave y trémula como un adiós de mariposa.
– ¡No te hagas la tonta conmigo, Sissy! Eres buena modelo pero como actriz eres una mierda. Las vaqueras están metidas en esta desaparición de las grullas chilladoras. Lo sabes perfectamente. Las vieron por última vez en Nebraska. No llegaron al Canadá. El Lago Siwash está entre Nebraska y Canadá. Las vaqueras están en posesión del Lago Siwash. ¿Y quién sino esos coños salvajes de Jellybean podrían pensar algo tan diabólico como meterse con la última bandada de unas aves casi extintas? Por supuesto, ellas están detrás de este asunto. No me cabe la menor duda. ¿Qué sabes tú de esto? ¿Han asesinado a esas grullas igual que asesinaron a mis vacas?
– Yo no sé nada de eso -protestas tú. Percibes que tu pálida piel palidece aún más.
Julián sigue mirando, pero ahora sus ojos se han achicado recelosos. La Condesa se inclina tanto sobre tu rostro que casi llevas tú su monóculo.
– Sissy, o eres una mentirosa o eres una imbécil -escupe La Condesa-. Y puedes ser un bicho raro, pero nunca pensé que fueses tonta. Intentas proteger a esas sucias zorras. Bien, que tu conciencia sea tu guía, como solía decir mi mami, pero no resultará. Tengo concertada una entrevista con el Secretario del Interior; un simplón, pero un simplón que nunca olvida un favor político. Hablaré con él después de comer. Y voy a decirle dónde puede encontrar sus grullas chilladoras. Se lo diría directamente al Presidente si no estuviese tan atareado intentando no pisar su propia mierda. Pero el Secretario del Interior servirá. Es un hombre de ley y orden, y se cuidará muy bien de este asunto. Se llevará además todos los honores, pero creo que encontrará un medio de recompensarme. Por supuesto, casi será suficiente recompensa ver lo que les espera a esas vaqueras. Esas arpías hediondas van a sufrir…
Se oye entonces un sonido que ni La Condesa ni Julián Hitche han oído jamás. No saben, nunca sabrán, si el sonido brotó de tu garganta o si lo produjo tu dedo primero o más preaxial al cortar el aire. En cualquier caso, ese sonido queda rápidamente obscurecido por otro, el sonido de tu pulgar derecho golpeando (con fuerza asombrosa) la cara de La Condesa.
Inmediatamente, el pulgar golpea de nuevo, esta vez haciendo añicos el monóculo de La Condesa contra su ojo.
– Mierda, oh querida -jadea La Condesa. Sus dientes caen sobre la peluda alfombra como para pacer allí.
Luego… ¡oh Dios y Dioses míos!… ¿podéis creerlo?… Golpea el pulgar izquierdo.
Pulgares que ni una sola vez en toda una vida se habían alzado coléricos; pulgares que conocieran a menudo el riesgo pero jamás la violencia; pulgares que habían invocado y controlado Fuerzas Universales secretas sin adquirir el más leve tinte de maldad; pulgares que habían sido generosos y diestros; pulgares considerados tan delicados y preciosos que su propietario no se atrevía siquiera a estrechar manos por miedo a que los dañasen; aquellos mismos pulgares, cubiertos de la gloria de un millón de originales y preciosistas señales de autoestop, están aplastando ahora el rostro de un ser humano.
¿Qué haces, Sissy? Te diré lo que haces. Estás utilizándolos como bates, como los bates legendarios de Baby Ruth, desplegando llameantes golazos sobre la valla del campo izquierdo del infierno. Cuentas de sangre aterrizan sin ruido sobre las teclas del blanco piano.
Julián está paralizado. No puede detenerte. Es incapaz de hablar. Tú sigues golpeando. La Condesa pierde el equilibrio. Tiene los ojos cerrados. Se le doblan las piernas. Interpreta una patética danza, como un viejo imbécil borracho que intentase bailar el bugui con una corista. Coagulados lunares convierten su camisa de lino en un atuendo de payaso. Se precipita hacia adelante, al encuentro de tu atacante pulgar (el pulgar que hizo una vez la carretera de Pennsylvania en un campo de juego); el impacto le hace enderezarse y le lanza hacia atrás. Inmóvil, yace en el suelo, una raya bermeja en la cabeza calveante, un luminoso flujo en cada fosa nasal.
El perro de aguas, Butty, reducción de Butter Finger, a quien despertó la conmoción, había entrado en el salón a ver qué pasaba. Adviertes que te gruñe, descubriendo sus dientes frente a tus tobillos desvalidos. Le alcanzas de costado con un gancho bajo, y le lanzas volando a la pared opuesta, donde se aplasta con un gemido ahogado contra una litografía de Dufy. Perro y grabado caen juntos a la alfombra, un montón de cristal roto, mechones perrunos e imágenes de barcos de vela tan fantásticos que parecen servir sólo para lagos de limonada.
Julián encuentra su voz.
– Sissy -dice, cada sílaba una nota de horror al órgano, bombeada de los tubos de una matine de Drácula-. Oh, Sissy. ¿Qué has hecho?
Él sabe, por supuesto, lo que has hecho; es demasiado obvio. Lo que Julián quiere decir es por qué hiciste lo que hiciste. Cómo pudiste hacerlo. Y tú eres incapaz de explicárselo. Sales de tu trance de furia, observas el resultado con claros aunque incrédulos ojos, pero no hay en tu interior ninguna explicación muriéndose por coger el próximo autobús hacia el centro. La palabra vaqueras empieza a formarse en tu boca, pero se disuelve.
No importa. Éste no es momento de explicaciones. Será mejor que alguien llame a una ambulancia.
CUALQUIERA QUE SEA la teoría que uno tenga sobre el tiempo, había que admitir que aquel gran reloj del pasillo del hospital avanzaba con inusitada lentitud. Parecía como si sus muelles hubiesen recibido el beso francés del aprendiz de catador de mermelada de la Knott's Berry Farm.
Sentados en un inmaculado banco de madera que no había conocido palomas ni borrachos, Sissy y Julián miraban fijamente el reloj, esperando que los minutos cazasen a las horas… pero era un día cálido y los minutos iban despacio.
¿Cuántas horas pasaron hasta que el cirujano salió de la sala de operaciones? Ni Sissy ni Julián lo sabían. No era posible creer a aquel reloj. Cuando el cirujano salió por fin, los Hitche se levantaron y fueron a su encuentro. Se dirigió a ellos con eficiente gravedad.
– Bueno, no está fuera de peligro, pero creo que podemos decir con cierta seguridad que se pondrá bien. Me sorprendería mucho que no fuese así. Sin embargo, hay pruebas de lesión en el lóbulo frontal, y tengo razones para temer que esa lesión pueda ser permanente. Puede que el paciente no vuelva a funcionar nunca como un ser humano normal.
– Lesión cerebral -murmuró Julián, moviendo la cabeza; luego, más claramente, aunque con cierta histeria, preguntó-: ¿Quiere decir que va a convertirse en un vegetal?
Sissy, para la que función anormal era historia conocida, no pudo impedir que sus ojos mentales se centraran en ciertas apariciones: un espárrago con monóculo, por ejemplo; dientes de nabo cerrados sobre una boquilla de marfil; un tomate superenrojecido con Ripple; Veggie, el pepino marica. Para apartar estas imágenes, reexaminó sus pulgares. Estaban despellejados y morados, pero por lo demás perfectos. Había subestimado su potencia física todos aquellos años.
– ¿Vegetal? -repitió el médico.
Cerró los ojos un instante como si también a él le visitasen extrañas alucinaciones de productos agrícolas.
– ¿Vegetal? Yo no diría eso, no. No estaremos seguros del alcance de la lesión hasta dentro de unos días, pero hay una indudable posibilidad de alteraciones del comportamiento graves y permanentes. Sin embargo, yo no clasificaría el asunto en la categoría vegetal. -El cirujano no mencionó animal ni mineral.
Julián hizo unas cuantas preguntas más. Poco añadieron las respuestas a lo ya dicho. Y cuando se disponía ya a salir, el cirujano dijo a Sissy:
– Señora Hitche, este hospital no tiene más remedio que dar cuenta del asunto a las autoridades. Quizá le interese saber que se ha firmado una orden de detención contra usted. Yo en su caso iría inmediatamente a la comisaría y, ejem, negociaría. Considerando las circunstancias, la, bueno, la naturaleza insólita y especial del, ejem, instrumento que causó la herida, en fin, supongo que no desea que la prensa airee esto, no creo…
– Oh, claro, doctor -balbuceó Julián-. Iremos inmediatamente.
Julián mentía. Quería que Sissy se entregase, pero no de inmediato.
– Vamos primero a casa -dijo.
– ¿Pero por qué? -protestó Sissy-. ¿No sería mejor ir ahora mismo a liquidar el asunto de una vez?
– Querida, tienes un aspecto horrible. Horrible. Ese mono viejo. Tienes incluso manchas de sangre. No llevas ni rastro de maquillaje. Quiero que vengas a casa y me dejes que te ayude a ponerte el traje que te compré, el traje de fiesta, el escotado. Y a maquillarte. Eres una mujer bonita y nada tiene de malo sacarle partido. Es mejor que las autoridades sepan que somos ciudadanos de cierta categoría. Es importante impresionarles. Los policías son tan susceptibles al encanto físico como cualquier hombre. Hay que encandilarles un poco si es necesario. Te será más fácil. Aquí, espera aquí. Entraré en la tienda de regalos -(estaban ya en el vestíbulo del hospital)- y te compraré una barra de labios. Nunca te pintas los labios y estás muy pálida.
Julián se dirigió a la sección de cosméticos, donde se demoró en la elección.
Existe un animal llamado mangosta acuática. Habita en los pantanos de África. La mangosta acuática tiene
un excelente truco en la manga (aunque no es que el truco esté exactamente en la manga). Puede distender su orificio anal hasta que éste (el orificio anal) parece un rojo fruto maduro. Entonces, la mangosta de agua se queda quieta, muy quieta. Tarde o temprano, aparece un pájaro que empieza a picotear el «fruto». Entonces la mangosta acuática se vuelve rápidamente y devora al pájaro. También las vaqueras sienten melancolía podría descubrir en esto una parábola, si quisiera. Pero podría resultar demasiado forzada.
EL CARNAVAL retira su chiflada y enmascarada cabeza justo antes del miércoles de ceniza, el austero primer día de los cuarenta de ayuno de la Cuaresma católica romana. El carnaval, ya dure tres días, como en casi todas partes, ya dos semanas, como en unos cuantos lugares menos estrictos, culmina el martes de carnaval con un festejo particularmente desmadrado.
Se acepta en general que el carnaval nació como última cana al aire de los buenos cristianos antes de iniciar sus cuarenta días de ayuno y abstinencia preparatorios de la Pascua. Está escrito en enciclopedias y se enseña en universidades que el término carnaval se deriva del latín carne levae que significa la «retirada de la carne». Se consideraba así que aludía a un desahogo carnívoro festivo previo a la Cuaresma, pues durante ésta ninguno de los fieles debía comer carne.
Palabrería. Bobadas. Disparates. En otras palabras, un cuento.
El carnaval que se celebra en los países católicos es, en realidad, adaptación de una antigua juerga pagana, el Festival de Dionisos, que a su vez era adaptación de los Halos y Thesmoforia, aún más viejos, que eran dos de los festivales de la fertilidad de la diosa madre Demeter.
(En la Grecia clásica, en el período en que empezaba la norma patriarcal a imponerse a la matriarcal, el recién llegado Dionisos fue ascendido al Comité Olímpico, sustituyendo a la diosa del hogar, Hestia, y absorbiendo los festivales de Demeter. Durante indecibles millares de años, no había habido deidades masculinas en Europa. Dionisos, por otra parte, estaba asociado en principio a los hongos psicodélicos, primero a la Amanita muscari y luego al más suave y sabroso Psilocybe. Cuando la influencia cristiana paternalista ganó fuerza, Dionisos fue purgado de sus prácticas psicodélicas y proclamado dios del vino. La Iglesia, y los intereses políticos y financieros que consideraron el cristianismo una plataforma perfecta, preferían muchísimo más que las masas utilizasen vinazo, que embota los sentidos, en vez de los hongos, que los iluminan, igual que preferían que la lógica agresiva del estereotipo paterno suplantase a la amorosa gracia del maternalismo. Si el beso es el mayor invento del hombre, no hay duda de que la fermentación y el patriarcado compiten con la doma de animales por la distinción de ser la peor locura del hombre, y no hay duda de que los tres se combinaron hace mucho, ésta derivándose de aquéllas, para nutrir la civilización y llevar a la humanidad occidental a su estado actual de decadencia. Cha cha cha.)
En realidad, la palabra carnaval se deriva de carrus navalis, «carro del mar». Era éste un vehículo en forma de barco sobre ruedas que se utilizaba en las procesiones de Dionisos, y desde el cual se cantaban toda clase de canciones licenciosas y cómicas. Estos carros navales, carri navales, como hacían referencia a la fabulosa retirada subacuática de Dionisos a las grutas de la diosa del mar, Tetis, retirada de la que salía el día del festival, iban acompañados de músicos y bailarinas de ambos sexos, someramente vestidos o desnudos. Continuaron desfilando por las calles en los festivales europeos hasta fines de la Edad Media, y tienen hoy sus contrapartidas menos náuticas y menos licenciosas en las carrozas del martes de carnaval.
Los festivales paganos estaban profundamente enraizados en los corazones y en el pensamiento del pueblo, que no se sentía inclinado a renunciar a ellos. ¿Sustituir la cruz de la culpa y el sufrimiento por el carro naval de la alegría y la fecundidad? No parecía un buen negocio, desde luego. Lo propusieron y sólo unos cuantos paranoicos y espasmódicos incontrolados lo aceptaron. Y así pactó astutamente la Iglesia. Permitió el carnaval, pero conspiró para darle significado cristiano, logrando gradualmente divorciarle de la fertilidad despreocupada y asociarlo por el contrario a la auto-negación y la muerte (aunque una muerte de tres días, la más breve de la historia, según el Libro de records mundiales Guinnes… y como dijo una vez el propio Jesús: «O eres de los nuestros o un Guinnes.»
La información anterior respecto al carnaval se ofrece aquí, lector, sólo como ejemplo del tipo de datos que el doctor Robbins descubrió en su investigación del paganismo. Si Sissy se había contentado con sentarse y pensar en el significado de su herencia pagana, tal como la describía el Chink, si había sido tan pasiva como un pavo asado en su consideración del potencial pagano de la Norteamérica moderna (de nuevo como sugería el Chink), en cambio el doctor Robbins había adoptado una postura más activa. En los días transcurridos desde que acudiera sintiéndose sano a la clínica de Goldman, se había entregado a la investigación. No abundaban los datos imparciales sobre nuestro pasado pagano (nuestros dirigentes cristianos se habían ocupado de ello), pero el doctor Robbins encontró lo suficiente para quedar fascinado. Acababa de regresar, en realidad, de una provechosa mañana de investigación en la biblioteca pública, cuando su teléfono rompió un largo silencio, chillando desde el pedestal del escritorio como si se imaginase un resplandeciente automóvil conducido a gran velocidad por carreteras secundarias. Bueno, hasta los teléfonos pueden soñar, ¿no?
Era Sissy quien llamaba. Estaba inquieta. Alterada. Acababa de abandonar a Julián en el hospital y debía ver inmediatamente al doctor Robbins.
Naturalmente, el doctor Robbins estaba dispuesto a verla, pero pidió más detalles. Sissy balbuceó todo el maldito asunto.
– Bueno, bueno -dijo el doctor Robbins-. Veamos. Mala cosa, muy mala. Pero no debes considerarlo una navaja barbera prendida al bigote daliniano de tu vida. La violencia apesta, estés al extremo que estés de ella, pero de vez en cuando no hay más remedio que darle al prójimo un sartenazo en la cabeza. A veces, te están pidiendo el sartenazo, y si uno tiene un instante de debilidad y satisfaces su petición, debería considerarlo filantropía impulsiva, y aunque no estemos en situación de poder permitírnosla, tampoco debemos lamentarlo demasiado para no estropear la pureza del hecho.
»En fin. En realidad no quiero que vengas a mi casa, por si los polis te siguen hasta aquí. Tengo medio kilo de yerba y otro par de cosas que podrían traerme problemas. Así que te diré lo que podemos hacer. Nos encontraremos esta tarde a las seis en casa de mi tía, en Passaic, Nueva Jersey. Mi tía no está y tengo las llaves. No hay lugar más seguro. Puedes ir a Passaic, ¿no? Está sólo a veinte minutos de Manhattan. Apunta la dirección de mi tía. Oye, Sissy, por cierto, ¿sabías que Nijinsky jugó una vez al tenis en Passaic, Nueva Jersey? Pues es cierto. La única vez en su vida que jugó al tenis. Y el único acontecimiento histórico que me habría gustado filmar. Nijinsky jugando al tenis en Passaic, Nueva Jersey. ¡Puf! ¿No te parece una película muy adecuada para que la vieran Jesús, Dionisos y Demeter?
DESPUÉS DE HABLAR con el doctor Robbins, Sissy se sintió mejor, pero no mucho. A la mochila de su culpa se añadía ahora otra piedra, salpicada ésta con «dejar plantado a Julián».
«Quizá sea sólo que mi perspectiva es errónea», aventuró Sissy. Pensó en la posibilidad de dar con alguna forma positiva de enfocar sus propios actos. Podría llevar tiempo (¡ah, tiempo!) llegar a posición tan ventajosa, sin embargo, y la urgencia corría por su pierna arriba como un ratón.
Después de la pulgariza que le había dado a La Condesa, las autoridades dirían que estaba loca. Y si había algo que ella no desease, que no pudiese soportar, era que la encomendasen a la clínica Goldman o a su equivalente estatal. Se sentía culpable, se sentía pesarosa, se sentía avergonzada y confusa, pero no creía que debiese dar cuenta a la sociedad de su conducta, por muy negativa que su conducta pudiera haber sido. La sociedad nunca la había mirado con buenos ojos. Se había apresurado a ficharla cuando era sólo una niña. La sociedad podría haberla metido en un reformatorio si ella hubiese cooperado. La sociedad no la había estimado ni creído, pero, afortunadamente, ella se había estimado y creído, y aunque reconociese que había andado a tumbos en los últimos años, que había errado en las últimas horas, aún se estimaba, aún creía en sí misma, y el arreglo de cuentas que debía hacer era consigo, no con la sociedad, y sobre todo no con una sociedad tan deseosa de poner cuestión tan delicada como aquella en las manos aplastagatitos de los polis.
Así, Sissy Hankshaw Hitche, un sistema en marcha autoconsciente de capacidades insólitas e inesperados vicios, se encaminó a Nueva Jersey, a opciones, alternativas, elecciones. Y no le pareció agradable encontrarse de nuevo hasta los sobacos en el tráfico, bailar al cachetito con el tráfico, encantar a la mortífera serpiente del tráfico, hundir su pulgar en el pastel del tráfico. Oh, ella podía acunar en sus rodillas bebés Volkswagen y chupar coches de carrera italianos sólo para refrescarse el aliento, el tráfico era su elemento, su medio, el vocabulario del que extraía las palabras de su poema, ¡Oh como volvieron sus manos a la vida con un grito! ¡Y qué dulce era!
Tan contenta se puso Sissy al ver aquel camión cubierto Econolina azul conservador entre el barullo de Calle Canali y al arrastrarlo hacia ella como por una cuerda que no vio a su conductor hasta que estaba sentada dentro y él pisando el acelerador. Con una sensación de disgusto por su propio fracaso examinó aquella frente sudorosa, aquella mirada satisfecha, cálida, lasciva, aquellos ojos tan hambrientos de escenario erógeno que no advirtieron sus pulgares. Su corazón se hundió otras veinte brazas al ver su revólver y su cuchillo.
LAS LEYES, SEGÚN dicen, son para proteger a la gente. Es una lástima que no haya estadísticas sobre el número de vidas machacadas anualmente como consecuencia de leyes: leyes anticuadas; leyes que se abren camino hasta los códigos como resultado de la ignorancia, la histeria, el chanchullo político; leyes antivida; leyes tendenciosas; leyes que pretenden la realidad fijada y la naturaleza definida; leyes que niegan a la gente el derecho a rechazar protección. Una investigación de este género podría mantener meses ocupados a una docena de torpes sociólogos (Fundación Ford, ¿estás leyendo este libro?).
Las primeras leyes contra el autoestop se aprobaron en Nueva Jersey en los años veinte, para apartar a las jovencitas descocadas nacidas en la ciudad y deseosas de viajar gratis de los retiros selectos y los paraísos rurales. Nueva Jersey sigue siendo uno de los dos estados (el otro es Hawaii) donde el autoestop es totalmente ilegal y la ley se cumple estrictamente. Y debido a esta prohibición de Nueva Jersey y a la dureza de su policía estatal, eligió Sissy el camión azul. Estaba en la Calle Canal, cerca de la entrada de la autopista del West Side. Tenía la esperanza de conseguir viaje autopista West Side arriba que le permitiese pasar el puente George Washington, acercándola lo más posible a Passaic, reduciendo el autoestop (¡pese a lo que lo adoraba!) al mínimo, una vez en Jersey. El camión azul tenía matrícula de Jersey. Por eso lo eligió.
Había sido una elección mutua, pues el conductor del camión azul había localizado a Sissy a una manzana de distancia y había maniobrado hacia el canal de la acera. Empezó a hablar antes incluso de frenar, y una vez Sissy a bordo, siguió parloteando con tal tijereteo anfetamínico que si se hubiese muerto en aquel instante habría tenido el enterrador que matarle la lengua a garrotazos.
Y al mismo tiempo, se desabrochaba la bragueta.
– Te lo voy a hacer como nunca te lo han hecho. Oh, ya verás qué bueno. Cómo te va a gustar. Te va a gustar, sí. Te va a gustar muchísimo. Te va a gustar tanto que vas a llorar. A llorar y llorar. ¿Te gusta llorar? ¿Te gusta cuando duele un poquito? De cualquier modo merecerá la pena. Tal como voy a hacértelo, merecerá la pena cualquier cosa. Todo. Vamos, llora si quieres. Me gusta cuando lloran las mujeres. Significa que me aprecian.
Etc., etc.
El camión se desvió de la Calle Canal, y enfiló un callejón sin salida entre almacenes. En la parte posterior del vehículo había un sucio colchón.
Por entonces, ya tenía el conductor el órgano fuera, expuesto a la claridad del crepúsculo. Estaba erecto y tenía proporciones Derby de Kentucky.
Con un rápido silbido que trajo al aire de junio malos recuerdos del invierno, cayó el pulgar izquierdo de Sissy con fuerza sobre la punta del pene, abriéndole casi hasta la raíz. Aulló el conductor. Su dedo buscó el gatillo del revólver. Antes de que pudiera apretarlo, sin embargo, el pulgar le alcanzó en el entrecejo. Dos veces. Tres. Perdió el control del camión. Fue a chocar con una farola, lo que dio a ambos, camión y farola, una idea de lo que es ser orgánico.
Sissy saltó del vehículo y corrió. Cuatro o cinco manzanas más allá, sin aliento pero segura, en el aura neón de la cocina recién cerrada de un trabajador, se detuvo a descansar. Las lágrimas que el violador había ansiado hicieron su aparición, pesadas y cálidas, tal como a él le habrían gustado. El pensar esto la hizo dejar de llorar.
Examinó el pulgar. Cardenales frescos como medusas azules flotaban perezosos en la superficie. Doloridos músculos temblaban mecánicamente, como si mecanografiasen un ensayo: «El pulgar como arma.»
– Dos veces en un día -gimió Sissy-. Dos veces en un día.
Bruscamente, cesaron los gemidos. Con una expresión decidida que podría haber servido de sobrecubierta a cualquier «Manual para lograr el éxito», anunció Sissy con voz clara y firme:
– ¡De acuerdo! ¡Si me quieren normal, seré normal, lo juro!
Llamó a un taxi. Fue en él a la parte alta de la ciudad, a la estación de autobuses de Port Authority. Compró un billete de ida para Richdmon, Virginia.
Mientras el Greyhound silbaba camino del sur por las llanuras de Jersey, recordó que varios siglos atrás aquella fétida tierra encantada de refinerías de petróleo rebosaba de grullas chilladoras.
ESTA NOVELA TIENE ahora tantos capítulos como teclas de piano. (¡Róeos el corazón, oh, vosotros escritores de ukeleles y piccolos!), y en realidad, sería sólo moderadamente vulgar titularlo «capítulo piano» pues mientras el capítulo 88 alza su cabeza apresuradamente mecanografiada, Julián Hitche limpia con una esponja la sangre seca de La Condesa del teclado de su blanco piano de cola bebé, y, mientras limpia, trasiega whisky y se vuelve loco preguntándose qué habrá sido de su mujer.
Y allá en Passaic, Nueva Jersey, donde Nijinsky jugó una vez al tenis con zapatillas de ballet, había otro piano, en este caso un destartalado y viejo piano vertical del salón de una tía. Y allí, otro hombre se preguntaba dónde podría estar Sissy.
El doctor Robbins no tocaba el piano. A fin de apartar sus pensamientos del retraso de Sissy (si la propia filosofía del tiempo le permite a uno aceptar como hechos nociones tales como retraso o adelanto), fumaba porros y perfilaba una película. No una película de Nijinsky saltando ocho metros en el aire para intentar cazar una bolea en Passaic, Nueva Jersey: era demasiado «tarde» para eso, siendo tiempo y cerebro la extraña pareja que son. No, el doctor Robbins pensaba que podría ser interesante hacer una película del éxito editorial perenne de Adelle Davis, Comamos bien para mantenernos en forma.
La película, que constituiría un enfrentamiento clásico entre el bien y el mal (en este caso nutrición frente a dieta dañina) sería sin duda un éxito de taquilla. El papel del héroe, Proteína, probablemente se adjudicase al gran Jim Brown, aunque sin duda Burt Reynolds movería influencias para intentar lograrlo. La linda Doris Day sería la candidata indudable para representar a la heroína, Vitamina C, y Orson Welles, manando ácidos grasos saturados por los poros de su carne, podría ganar un Osear interpretando al malvado Colesterol. La película podría empezar una noche de tormenta en el sistema nervioso central. Alarmada, la siempre alerta glándula pituitaria despacha a un par de hormonas de confianza con un mensaje para las adrenales. Aunque todo es corriente abajo, el viaje resulta dificultoso por las rocas de azúcar sin refinar y los pasadizos peligrosamente achicados por la artereoesclerosis. De pronto…
¡Oh, vamos, Robbins, ya está bien! Si no sabes tocar el piano, ¿por qué no enciendes la televisión?
EL AUTOBÚS DE Sissy, transporte obtenido con dinero en vez de magia (ay, nuestra heroína parece seguir los pasos del mundo moderno) penetró en un soñoliento Richmond con los lecheros.
El amanecer yacía en el mentón de la ciudad como una colada: quieto, húmedo, pesado, cálido. Por el calendario, el verano había terminado hacía más de una semana, pero el calor había agarrado a Richmond, tenía los dientes clavados en la culera de sus pantalones.
Llevaba Richmond por entonces, además, unos pantalones bastante grandes. En 1973, Richmond había adelantado a Atlanta, ciudad escaparate del Sur, en renta per cápita. Sissy veía por todas partes signos de prosperidad. Nuevos edificios de oficinas, fábricas, casas de apartamentos, escuelas, centros comerciales. Resultaba a veces algo difícil diferenciar unos de otros (fábricas y escuelas eran especialmente similares), pero allí estaban, mostrando sus rostros confiados, todos y cada uno, al sol naciente, más luminosos, limpios y sólidos que ninguno de los pinares que habían estado en los lugares que ocupaban. ¿Más permanentes? En fin, eso ya lo veremos.
La industria de la ciudad estaba mucho más diversificada que en los años Eisenhower. De hecho, varias empresas tabaqueras importantes, incluyendo Larus Brothers y Liggett & Meyers habían dejado de operar en Richmond, y sólo Philip Morris, con su gigantesca nueva planta y su centro de investigación, se había aventurado a una ampliación notable. Aún había, sin embargo, en el aire de Richmond Sur un efluvio dorado. Al menos, eso le pareció a Sissy. Quizá sólo el recuerdo hablase a su nariz.
La prosperidad no había olvidado a Richmond Sur. Sólo recientemente había agitado sus alas el ángel de las visiones económicas en el antiguo barrio de Sissy, derribando destartaladas casas a cada aletazo vital. Todos los edificios de su antigua manzana habían sido condenados y evacuados, en previsión de la demolición que milagrosamente no habían provocado cincuenta años de batallas domésticas.
La residencia de los Hankshaw había sido torpemente precintada con tablas, como una caja precipitadamente preparada para el número de un Houdini pobre. Era una casa muerta de pie. Parecía la cascara de un taco de termita.
Sissy pagó al taxista y se acercó a la puerta principal. Empujando con firmeza con el hombro, logró separar tablas y puntas hasta abrir la puerta unos centímetros. Miró dentro.
Astroso linóleo. Empapelado desprendiéndose. Polvo ejecutando su danza polvorienta a la luz matutina. Nada que indicase que un hombre y una mujer habían vivido allí en amor y odio, habían concebido en una u otra de aquellas habitaciones tres hijos; uno de ellos una hija distinguida por cierta burla anatómica que había causado mucha desazón al hombre y a la mujer, hasta que la hija se había convertido en adolescente en aquella misma casa, allí, goteando mermelada por el suelo, pis en el water y sueños en la almohada, se había convertido en adolescente y se había largado, sin comunicarse más con su familia, ahorrándoles más sinsabores, olvidada por ellos, desconocida por último para ellos salvo como una monstruosa muchacha que a veces se colaba en sus pesadillas. O eso creía Sissy.
Justo cuando se volvía para irse, sin embargo, un amplio haz de luz solar iluminó un rincón, recordado instantáneamente como el rincón donde se había alzado mucho tiempo la mesa de coser de mamá, y allí, chincheteadas a nivel de los ojos en la pared, vio seis u ocho páginas de brillantes colores arrancadas de revistas, páginas de anuncios, páginas en las que una muchacha rubia y alta, de manos misteriosamente ocultas, posaba en diversos escenarios románticos, urgiendo a las mujeres del mundo a adquirir un conocidísimo pulverizador para la higiene femenina. Ningún otro.
EN RICHMOND, ERA CASI posible no oír desmigajarse el pastel, no oler quemarse el tocino. Un reciente artículo de revista afirmaba: «A diferencia de la mayoría de la nación, Richmond prospera.» La depresión económica y psíquica que estaba chupando la sonrisa de la cara de la civilización occidental, apenas podía advertirse en la orgullosa ciudad sureña. Por supuesto, Sissy raras veces advertía tales cosas, de cualquier modo. Lo que ella advertía, en su día de regreso al pueblo natal, era que había muchos elegantes automóviles nuevos, varios de ellos importados de Inglaterra (Richmond era obsesivamente anglofila). Pensó que el autoestop resultaría allí interesante, quizá más interesante que en su niñez… pero no estaba haciendo autoestop. Era dentro de otro taxi donde Sissy rodaba camino del hospital del centro de la ciudad, donde recordaba que el doctor Dreyfus tenía el consultorio.
El consultorio aún seguía allí, desde luego, pero había cambiado. Mientras que en la primera visita de Sissy había en él dos o tres grabados artísticamente enmarcados en la pared, el lugar parecía ahora más una galería de arte que un consultorio médico. Había por todas partes reproduciones de Picasso, Bonnard, Renoir, Draque, Utrillo, Tufy, Soutine, Gauguin, Degas, Rouseau, Gris, Matisse, Zezanne, Monet, Manet, Ninet, Menet, Munet y otros. Muchas no estaban enmarcadas, sino clavadas en la pared en tan estrecha proximidad que frecuentemente se superponían, chocando entre sí como peces en un banco. Era como si una antología de pintura francesa moderna se hubiese entremezclado con un acuario.
La recepcionista no estaba en su mesa, así que Sissy contempló las peceras llenas de bonitos Gauguin y meros Picasso. Por fin, de un cubículo del fondo surgió una mujer e informó a Sissy que el consultorio estaba cerrado. ¿Cerrado? Sí. Permanentemente. El doctor Dreyfus se había retirado la semana anterior y la mujer estaba allí poniendo las cosas en orden, remitiendo pacientes a otros cirujanos plásticos, cerrando los libros y demás.
– Me gustaría recomendarle otro cirujano -dijo la mujer, que era baja, seca y gris, como la noche en la ciudad de un director de escuela de pueblo.
– Sólo me sirve el doctor Dreyfus -dijo Sissy.
– Lo lamento -dijo la mujer.
– Pero si se ha retirado hace una semana, aún podrá hacer alguna operación, ¿no?
– Me temo que no -dijo la mujer-. No hay ninguna posibilidad.
– ¿Está enfermo o algo así?
La mujer no contestó inmediatamente.
– Eso es cuestión de criterios -dijo al fin con un suspiro-. Usted no es de Richmond, ¿verdad?
Antes de que Sissy pudiese contestar, la mujer continuó:
– Señora, está usted desperdiciando su tiempo y el mío. El doctor Dreyfus no hará más operaciones, eso es definitivo. Ahora bien, si no quiere usted que le recomiende otro cirujano, habrá de perdonarme. Tengo mucho que hacer. Tengo que empezar a descolgar todos estos estúpidos cuadros. ¡Ay Dios mío!
Como un mal hábito, otro taxi dejó a Sissy caer en su interior. Sissy dio al taxista la dirección que la guía telefónica le había dado. Estaba en el West End, en uno de los mejores barrios, aunque no el mejor. El mejor barrio de Richmond, como el del Cielo, está reservado a los de credo cristiano.
Salió a abrir el propio doctor Dreyfus. No había cambiado mucho y recordaba a Sissy. Recordaba más bien ciertas partes de Sissy. De no ser así, no la habría dejado pasar. Habían estado molestándole los periodistas, explicó. No preguntó a qué venía Sissy; parecía saberlo.
– Me temo que no voy a poder ayudarte -dijo-. Pero por favor, pequeña, no te desanimes. Todos tenemos problemas en estos tiempos. Pero como dijo el pintor Van Gog: «Los misterios subsisten, subsisten la pena y la melancolía, pero la negación perpetua está equilibrada por el trabajo positivo que se logra así, después de todo.» En fin, no creo que signifique mucho para ti. Toma, lee esto mientras me cambio de ropa. Hay otros médicos que pueden ayudarte. Esto te explicará por qué no puedo hacerlo yo.
Y entregó a su visitante un recorte de periódico.
– Ha habido muchos otros artículos, pero éste es el que lo explica con mayor objetividad.
Y dejó a Sissy sola leyendo:
artista frustrado pierde título por nariz
De niño, en París, Félix Dreyfus había soñado llegar a ser artista. Un primo suyo de más edad, que era guía en el Louvre, le dejaba acompañarle en su trabajo, y allí adquirió un precoz conocimiento de la historia del arte. Pero desgraciadamente, los padres de Félix eran filisteos que atacaban de modo sistemático los sueños artísticos del niño, empujándole a seguir la carrera de medicina.
Cedió al fin el joven Dreyfus y terminó su carrera con excelentes notas. Si sus padres hubiesen visto en la elección de la cirugía plástica de Félix los restos de sus viejos impulsos artísticos (la cirugía plástica es, después de todo, una disciplina relativamente creadora y emparentada con la escultura) no le habrían permitido seguir tal carrera.
El doctor Dreyfus emigró a Estados Unidos en el periodo nazi y ejerció con éxito su especialidad en Richmond, Virginia. Se distinguió allí como patrocinador de las artes y acumuló una amplia colección de libros sobre pintores y escultores. Se casó con su enfermera y llevaban una vida tranquila y cómoda.
Pero el mes pasado, el doctor Dreyfus, sesenta y seis años, realizó una operación de cirugía plástica a un niño de catorce años, Bernard Schwartz. Una operación rutinaria para alterar el tamaño y la forma de la nariz semita del muchacho. Aunque especializado en heridas y deformidades de las manos, el doctor Dreyfus había realizado con pleno éxito varios «trabajos de nariz». Cuando se retiraron los vendajes de la probóscide de Bernie Schwartz, los horrorizados padres del muchacho quedaron boquiabiertos ante lo que se ha calificado de «el caso más escandaloso de error deliberado de la historia moderna de la medicina».
Sucumbiendo, como un maníaco, a sus impulsos artísticos reprimidos, el doctor Félix Dreyfus, desdeñando el mármol, la arcilla y el yeso para trabajar con carne viva, había esculpido en el rostro del pequeño Bernie Schwartz la primera nariz cubista del mundo.
La nueva nariz de Bernie tenía seis agujeros, dos delante y dos a cada lado, y tres puentes, de modo que parecía mirar frontalmente por ambos perfiles. Según el exuberante doctor Dreyfus, la nariz de Bernie está «enfocada simultáneamente desde varias perspectivas, superponiéndose todas ellas, de modo que lo que tenemos es una nariz en totalidad, y esa totalidad consigue sugerir movimiento, aunque permanezca estáticamente; destruye la idea clásica del rostro, en que la nariz está fija y es invariable; se trata de una nariz en perpetuo estado de naricidad total, aunque se encuentre al borde mismo de lo abstracto».
Puede que el entusiasmo del doctor Dreyfus resulte fugaz. El consejo de medicina de Virginia ha suspendido su licencia, y se dice que quizás se permita al cirujano retirarse en vez de iniciar un proceso para prohibirle judicialmente el ejercicio de su profesión. Los padres de Bernie, que no comparten la valoración estética que hace de su obra el doctor Dreyfus, le han demandado exigiéndole tres millones de dólares. Además, la «obra maestra» está condenada. Tan pronto como sea médicamente factible, un equipo de cirujanos plásticos de Washington restaurará la primera nariz cubista del mundo -Norman Rockwell. Entretanto, Bernie Schwartz sale muy poco de casa.
Cuando el doctor Dreyfus volvió, con aire un tanto bovino, al salón, Sissy se lanzó a abrazarle. Era la primera vez que sonreía en más de veinticuatro horas.
– ¡Oh doctor -gritó-. Tiene usted que hacerlo. A usted y sólo a usted puedo permitirle eliminar mi don!
AH EL PULGAR -musitó el doctor Dreyfus guiñando sus ojillos para que pudiesen apreciar en toda su amplitud y tamaño los prodigiosos apéndices de Sissy-. El pulgar, sí. El pulgar el pulgar el pulgar el pulgar el pulgar el pulgar. Uno de los inventos más ingeniosos de la evolución; una herramienta congénita sensible al tacto, al contorno y a la temperatura: palanca alquímica; clave secreta de la tecnología; enlace entre la inteligencia y el arte; instrumento humanizador. El tití y el lémur carecen de pulgares; ninguno de los monos del Nuevo Mundo tiene pulgares oponibles; los pulgares están ausentes o quedan reducidos a un pequeño tubérculo en el mono araña. Los pulgares del potro están dispuestos en un ángulo de ciento ochenta grados respecto a los otros dedos, con lo que sólo son utilizables como pinzas; el orangután, que es humanoide hasta el punto de que se le llama «hombre de los bosques», tiene un pulgar tan pequeño en relación a sus otros dedos, extremadamente largos y curvados, que su manipulación es sólo nominal; el pulgar del chimpancé se opone a los dedos doblados de forma muy torpe y el gorila no puede agarrar con la suficiente precisión para sostener objetos pequeños; el babuino se aproxima más (sus pulgares son plenamente oponibles y puede agarrar con bastante precisión) pero si alguna vez has observado el pulgar del babuino, sabrás lo tosco y aplastado y grotesco que es; no, sólo hay un auténtico pulgar en este planeta, y es el del homo sapiens.
Pausa.
– ¿Así que pides ahora, al fin, el privilegio de los pulgares que malévolamente te ha negado la naturaleza?
– Sólo quiero ser normal -dijo Sissy-. Déme esa anticuada normalidad. Fue bastante buena para Caballo Loco y es bastante buena para mí.
– ¡Bien, bien -dijo el doctor Dreyfus sonriendo débilmente, como un pato en agua de lavar, demasiado confuso para graznar-. Muy bien, queridita. Haremos lo siguiente:
«La absoluta normalidad, sea eso lo que sea, queda descartada. Si el hueso de tu pulgar (en realidad, dos falanges metacarpianas), si los huesos de tus pulgares fuesen de tamaño normal, no tendríamos más que cortar el tejido que sobra y mantenerte el pulgar cosido al pecho durante un tiempo. Un injerto cutáneo, ¿comprendes? Entonces tendrías pulgares normales, en apariencia y en funcionamiento. Sin embargo, si no recuerdo mal, los huesos de tus pulgares son grandes, proporcionados al conjunto. Eso complica más las cosas. Eso exige policerización. Un cirujano jamás puede reducir el volumen de los huesos. El hueso puede acortarse pero no reducirse de tamaño. En fin. En la policerización, el dedo índice se convierte en pulgar. Acortamos el hueso del dedo índice, alteramos su ángulo y lo desplazamos. Al cabo de un tiempo, se convierte en un pulgar plenamente aceptable. Pero tus manos, comprendes, aún no serán completamente normales, porque tendrás sólo cuatro dedos en cada una. En cuanto a tus pulgares actuales, (tienen, desde luego, un brillo peculiar) habría que amputarlos, claro.
¿¿¿Qué??? Mareos. Oooh. Vértigos. Pupa en la barriguita. Sobresalto de peces en mares del abdomen. Una gruesa toxina negra vomita desde el corazón y entumece los dientes. A Sissy le falta la respiración. Los propios dedos del autor tiemblan sobre las teclas. Amputación. Palabra de plomo. Palabra de eco congénito y dolor congénito. Palabra salida del banco de trabajo del doctor Guillotine. Un grumo en la salsa de Dios. ¿Pueden los pulgares comprender la palabra «amputar» lo mismo que las grullas chilladoras comprenden la palabra «extinción»?
Félix Dreyfus ofreció a la temblorosa Sissy un vaso de jerez: Ella lo rechazó. Probablemente no hubiese ni una dracma de Ripple en todo West End. Así pues, en lugar de estimulante alcohólico, el buen doctor administró el tónico de la conspiración.
– Será una operación arriesgada -confió-, pero soy viejo ya y puedo permitirme correr riesgos. No volveré a huir de los nazis. Mi cuñado es cirujano. ¡Ja! Vaya cirujano. No sería capaz ni de extraerle el pimiento a una aceituna rellena. Tiene que colocar una bandera a la puerta de su consultorio. Es empleado de la Asociación de Veteranos. Sólo el gobierno contrata idiotas así. En fin, para suerte nuestra, es residente del hospital de veteranos de O'Dwyre, Richmond Sur, haré que te ingrese allí para operarte. Me debe miles de dólares; hará lo que le diga. Luego apareceré yo para «ayudar» en las operaciones. Utilizaré un nombre falso. En el O'Dwyre nadie se dará cuenta. Andan escasos de personal y además son anticuados y corruptos. El resto del trabajo puedo hacerlo aquí en casa. ¿Qué te parece? ¿Ingenioso, eh? Contra todas las normas, pero, como dijo el pintor Delacroix: «No hay normas para las almas grandes: las normas son sólo para los que no tienen más talento que el que puede adquirirse.» Pero no creo que esto signifique mucho para ti.
UN DÍA, En el hospital ingresó una joven y ningún pájaro cantó.
Un día, se analizó sangre en un laboratorio y ningún pájaro cantó.
Un día, poderosas lámparas iluminaron una sala de operaciones y ningún pájaro cantó.
Un día, se insertaron IV tubos en venas y ningún pájaro cantó.
Un día, una joven fue llevada sobre ruedas a cirugía y ningún pájaro cantó.
Un día, un anestesista clavó una aguja en un redondo y cremoso trasero y ningún pájaro cantó.
Un día, un anestesista clavó agujas en un largo y grácil cuello y ningún pájaro cantó.
Un día, una enfermera restregó un brazo durante diez minutos completos y ningún pájaro cantó.
Un día, un cuerpo y una mesa fueron envueltos en sábanas para crear un campo estéril y ningún pájaro cantó.
Un día, se colocó un torniquete en un esbelto brazo derecho y ningún pájaro cantó.
Un día, se aplicó una venda elástica de goma tan prieta que exprimió la mayor parte de la sangre de un brazo y ningún pájaro cantó.
Un día, se hinchó un torniquete y no se oyó ni un sólo pitito ornitológico.
Un día, un cirujano perfiló con yodo una incisión alrededor de la base de un pulgar y aún ningún pájaro cantó.
Un día, se cortó pálida y suave piel a lo largo de una línea ya trazada y se seccionó hasta el hueso, mientras imperaba el silencio en nidos y copas de árboles.
Un día, arterias y venas se dividieron, y se separó un nervio y se le permitió contraerse en herida, sin acompañamiento de trinos, silbidos y gorjeos.
Un día, se abrió una articulación y ninguno de nuestros delicados amigos emplumados cantó.
Un día, se cortaron tendones, se ataron y se les permitió encogerse como tiras de goma, sonido que tuvo que resultar inconfundible para un sabanero o un tordo.
Un día, se fracturó con una sierra un metacarpio, tarea que, debido al insólito tamaño de aquel hueso concreto, exigió tal esfuerzo del cirujano que, de haber cantado los pájaros (que no lo hicieron), no los habría oído.
Un día, se colocó un drenaje en una herida y ni siquiera un gorrión abrió la boca.
Un día, se cosió carne de mujer en una sutura de nylon 4.0, y debieron quedar cosidos también los picos de los pájarps,
Un día, se aplicó una venda de presión a una mano, pero no hubo presión que indujera a los pájaros a cantar.
Un día, se deshizo un torniquete, se bañó un brazo ensangrentado, y una entumecida joven rodó hasta una sala de recuperación, cuatro dedos salían del vendaje, ninguno de ellos apuntaba al cielo silencioso.
Un día, una enfermera y dos cirujanos, atentos al brillo rosado cada vez más intenso, se volvieron a mirar una bandeja de metal donde un inmenso pulgar humano, desarticulado de la mano a la que había servido (a su modo), coleaba ahora como una trucha… ¡no! No coleaba sin objeto en ahogado pánico, sino que más bien se arqueaba y se movía en un gesto calculado e interminablemente repetido: el signo internacional del autoestop, como si, para evitar atribular al mundo con su gran pena blanca, intentase conseguir plaza hacia el Fuera de Aquí.
Y ningún pájaro cantó.
EL CIELO ANDABA tan andrajoso como el pijama de un gitano. A través de rasgones de la cubierta de franela, se derramaba la luz de julio, haciendo parpadear a Sissy cuando salía de los largos y oscuros pasillos del hospital de veteranos de O'Dwyre. El aire era tan húmedo que sentía crecer orquídeas en los sobacos.
Haciéndose pasar por viuda de un héroe de Vietnam, Sissy había pasado en el hospital tres días completos. Aquella mañana, la cuarta, le habían quitado el drenaje de la herida, le habían colocado un vendaje nuevo y le habían dado el alta.
Aquella mañana, también, el doctor Dreyfus se había enterado de que Sissy había pasado los quince días anteriores a su intervención quirúrgica durmiendo sobre el arrugado linóleo de una casa condenada, la antigua residencia, babeada de ratas, de los Hankshaw, en Richmond Sur. Ahora, la conducía a su propia casa, donde su esposa (que resultó ser la mujer baja y gris del consultorio) estaba preparándole una habitación. La invitaron a quedarse con la familia Dreyfus hasta que la operación de sus manos se completase. Debido a la magnitud de la herida dejada por la amputación de unos dedos tan grandes, el doctor Dreyfus había decidido que serían necesarias cuatro operaciones. La primera, recién hecha, eliminaría el pulgar derecho. La segunda eliminaría el izquierdo. El objeto de la tercera sería la policerización del índice derecho; el de la cuarta, la del izquierdo. Dejaría seis semanas entre operación y operación. Uno no se normaliza de la noche a la mañana. La señora Dreyfus no aprobaba los servicios ilegales de su marido a Sissy, pero, como muchas richmondesas nativas, era amable hasta el calvario. Margaret Dreyfus hizo lo imposible porque la convaleciente se sintiese en casa. Las comidas eran regulares, alegres y sabrosas. Hubo aire acondicionado, duchas y jarras de limonada; los sobacos de Sossy fueron desfoliados; se impidió que los murciélagos frugívoros se colgaran del pelo de su sexo. Por las noches, se llevaba un televisor portátil hasta la galería cerrada, dejando el programa a elección de Sissy. Durante las tormentas nocturnas, se hacían discretas preguntas a la huésped para saber si estaba nerviosa. En su mesita de noche aparecían las últimas revistas.
Si Sissy no se sentía completamente en casa, era porque Sissy no estaba completamente en casa; no estaba completamente en ningún sitio. No estaba completa. Parte de ella (¡y qué parte!) estaba literalmente perdida. Aunque pareciese como si aún estuviera allí, había desaparecido, desaparecido, desaparecido; desaparecido para sus ojos interrogantes, desaparecido para su tanteante tacto, desaparecido de todas las dimensiones salvo la inexplicable dimensión de la bioenergía, donde su sólida aureola palpitaba y practicaba poses fantasmales, para que algún investigador psíquico empezara a tomar fotografías Kirlian con lente de ancho ángulo. Sissy estaba decidida a no sentir ningún remordimiento, pero la conmoción reflejaba en sus ojos un brillo mermeladesco.
– ¡Señor! -exclamó Margaret Dreyfus-. Se comporta como si aquel gran pulgar hubiese sido su hijo.
– No -corrigió su marido-. Se comporta como si ella hubiese sido la hija del pulgar.
Dos semanas después de la operación, el día que le quitaron los puntos, telefoneó Sissy a Marie Barth, a Manhattan. Se enteró de que La Condesa había sobrevivido, aunque al parecer se le había descompuesto algún tornillo. Había una orden de detención contra Sissy, pero mientras permaneciera fuera del estado de Nueva York estaba segura: el delito no era lo bastante grave para la extradición; de hecho, en el Gran Renacimiento del delito que estaba disfrutando Nueva York, el pequeño ataque de Sissy no se consideraba más importante que, digamos, los garabatos que pudiese hacer fuera de horas uno de los aprendices de Boticcelli. Por Marie, envió Sissy palabra a Julián de que estaba bien y de que volvería algún día con él, pero que había de pasar antes por ciertos cambios.
Después de la llamada, Sissy se sintió algo más optimista. Acompañó varias veces a Margaret Dreyfus en expediciones de compra… al Kosher Meat Market de Richmond, de la calle West Cary, y a la panadería Weyman de la Diecisiete Norte. Con el doctor y la señora Dreyfus y su hijo, Max, que estudiaba derecho en la Washington & Lee University, asistió a películas en el Cine Colonial y en el Buyd. Había pocas visitas en casa de los Dreyfus desde el escándalo de Bernie Schwartz, y a Sissy el patio le pareció lo bastante privado como para tomar el sol desnuda. En una ocasión, llegó hasta el Byrd Park, arrastrada por el peso de orquídeas y murciélagos, y dio de comer a los patos. Volvió a casa saturada, jadeante, con bendita música de pato resonándole en los oídos, y ganó al doctor Dreyfus al ajedrez. Aquella noche parecía vagamente gozosa.
En general, sin embargo, Sissy se había incorporado a las filas de los Desdichados que esperan y matan el tiempo. ¡Oh Dios mío, cuántos de éstos hay en nuestro país! Estudiantes que no pueden ser felices hasta que se hayan graduado, militares que no pueden ser felices hasta que no se licencien, solteros que no pueden ser felices hasta que no se casen. Trabajadores que no pueden ser felices hasta que no se retiren, adolescentes que no pueden ser felices hasta que se hagan mayores, enfermos que no pueden ser felices hasta que no sanen, fracasados que no pueden ser felices hasta que no triunfen; inquietos que no pueden ser felices hasta que no salgan del pueblo; y, en la mayoría de los casos, a la inversa, gente esperando, esperando que el mundo empiece. Sissy sabía lo suficiente para no caer en la estúpida trampa (el Chink le había enseñado, desde luego, lo bastante sobre el tiempo para que ya no necesitase siquiera contabilizarlo), pero allí estaba, jugando el juego zombi, esperando, posponiendo la vida hasta que llegase la normalidad… mientras simultáneamente lamentaba la reducción de magia personal producida por la pérdida de aquel famoso Airstream Trailer de los dedos, el pulgar que había realizado mil despegues.
Pero una tarde, hacia el veinte de julio, la noticia llegó al hogar de los Dreyfus, lo mismo que llegó (imparcialmente y sin tener en cuenta si el padre de familia había convertido la nariz de un lindo muchacho judío en una pieza de museos de seis lados) a todos los hogares americanos; la noticia de que las grullas chilladoras… habían sido halladas. Y Sissy se sintió súbitamente despierta, vivificada.
SISSY UN PULGAR veía las noticias por televisión, las últimas y las primeras; Pulgar Solitario Hitche posaba su oreja en el pecho de la radio; la Señorita Nueve dedi-tos era la primera persona que se levantaba de mañana a recoger el Times Dispatch que lanzaba el repartidor. Casi nadie seguía la «historia» de las grullas chilladoras más detenidamente que Semipulgarcita, el obseso serafín posado en el West End de Richmond.
Pero los acontecimientos relacionados con las grullas chilladoras se vieron eclipsados por otros acontecimientos ocurridos en Washington, donde el Presidente tenía también un pequeño problema manual. Es decir, al Presidente le habían pescado con las manos en la masa, y las manos del Presidente se habían ruborizado, habían enrojecido, las manos del Presidente estaban más rojas que un crepúsculo del cartel de una agencia de viajes, rojo alcahuete, un rojo capaz de enfurecer a los toros y detener locomotoras, pero no rojo sangre, pues la sangre es sagrada y el rojo de las manos del Presidente era el rojo de las mentiras y los chanchullos y la codicia y la megalomanía arrogante. Sí, se había visto al Presidente, de costa a costa, con masa hasta los codos, y al público (con el cerebro irremediablemente lavado respecto al auténtico significado de los movimientos) le emocionaban más los frenéticos escamoteos de las bermejas manos del Presidente, que se retorcían y se zafaban y se sacudían el soborno, que se lanzaban en picado en busca de un bolsillo seguro, que intentaban abrirse paso en un distinguido par de guantes, que el grácil deslizarse de las grullas chilladoras, recién halladas en las colinas de Dakota.
En modo alguno ignoraron, sin embargo, los medios de comunicación la saga de las chilladoras; era la noticia número dos del país, y le dedicaron más tiempo y espacio que a la situación internacional, que era desesperada, como siempre. Y así Nuestra Señora del Dedo Perdido, aunque tuvo que serrar mucha madera política, consiguió llegar a la médula, estableciendo los siguientes hechos:
La Condesa no había tenido nada que ver con ello; el cerebro de La Condesa (y los cerebros tienen sus debilidades, como todos sabemos) había sido involuntariamente sincronizado a otra frecuencia, quizás a ese canal que radia para mongoloides, bellas durmientes y gatos domésticos. El aparato explorador del gobierno, para desdicha del Secretario del Interior, no había localizado a las grullas, aunque había pasado a un pelo aeronáutico de ellas en varias ocasiones. No, los cineastas de los estudios Walt Disney salieron un día de las ciénagas de Florida, donde habían estado filmando Hora de comer en los pantanos, se enteraron de la desaparición de las chilladoras y comunicaron a las autoridades: «Oigan, por qué no echan un vistazo en el pequeño Lago Siwash de las colinas de Dakota; las grullas paran allí, y en aquella zona pasan cosas realmente increíbles.»
Al día siguiente mismo, dos representantes del servicio de pesca y vida salvaje de la zona intentaron investigar el lago. Llegaron hasta las puertas de un rancho, donde una jovencita con un rifle les hizo dar la vuelta.
A la mañana siguiente, los agentes de pesca y vida salvaje sobrevolaron el Lago Siwash en un helicóptero del servicio forestal de Estados Unidos. Antes de que los disparos de una banda de jóvenes a caballo les expulsaran, observaron más grullas chilladoras de las que ojos humanos hubiesen visto en un solo lugar (es decir, ojos de humanos que no fuesen aquellas chicas locas, que, por cierto, ¿quién diablos podían ser?).
Aquella tarde, dos representantes del Servicio de pesca y vida salvaje volvieron al rancho. Iban con ellos dos rangers del servicio forestal, un guardabosques, el sheriff del condado, cuatro ayudantes, el condestable del pueblo de Mottburg, varios de sus ayudantes, el director de la Gazette de Mottburg (que era también corresponsal de zona de la Associated Press) un par de observadores de pájaros y dos o tres buscadores de emociones. A este grupo le recibió en la puerta otro de por lo menos quince hembras armadas, la mayoría entre los diecisiete y los veintiuno, de estrechos vaqueros, chaquetillas y sombreros y botas tipo oeste. Una de las jóvenes, a la que se describió como sumamente atractiva, se identificó como Bonanza Jellybean, jefe del rancho, y dijo a las autoridades: «Los bichos están aquí perfectamente. Están en muy buena forma, como pudisteis comprobar desde vuestra jodida máquina voladora, nadie los molesta, tienen libertad para ir y venir a su gusto. Pero esto es propiedad privada y ninguno de vosotros pondréis un pie aquí.» Los polis intentaron asustar a las vaqueras (pues vaqueras era lo que eran) pero no resultó. «Volveremos con una orden del juez y un puñado de órdenes de registro», advirtió el sheriff, a lo cual la señorita Bonanza Jellybean replicó: «Volved con un par de personas que sepan lo que hacen y les dejaremos entrar para que vean de cerca a los bichos.» Otra joven, que llevaba un látigo y vestía toda de negro, añadió: «Y procurad que esas dos personas sean hembras.» La señorita Jellybean enmendó esta exigencia: «Procurar que por lo menos una sea mujer», dijo. «Y será mejor que lo hagáis como decimos, porque si no habrá problemas.» Los abogados dijeron a los agentes del Servicio de pesca y vida salvaje que conseguirían llevarles hasta el lago inmediatamente si querían, pero el representante federal, de cabeza tan pelada como un tajo de cocina, replicó que el emplear la fuerza podía poner en peligro vidas, de grullas y de seres humanos, y él estaba seguro de que el problema podía resolverse sin riesgo al día siguiente. «Vamos a un teléfono», dijo a su ayudante, y como si una cabina telefónica de Mottburg fuese la última parada para tomar café del universo, allá se fueron todos corriendo.
Cuando los rosados dedos de la aurora siguiente tamborilearon la cuerda del horizonte, se reunió a la puerta del Rosa de Goma todo el grupo de la tarde anterior, más nueve buscadores de emociones de añadidura, ocho reporteros de televisión, siete de prensa, seis funcionarios de la capital de la nación, cinco ayudantes más, cuatro miembros de la Sociedad Audubon, tres agentes del FBI, dos asesores legales bien pagados y un hombre de la CÍA en un peral.
Las vaqueras también habían aumentado de número. El boquiabierto director de la Gazette de Mottburg contó casi el doble que el día antes. Bebían cacao, se cepillaban el pelo unas a otras, y se restregaban el sueño de los ojos. Bonanza Jellybean, con una falda de cuero tan corta que su entrepierna creía que aún no se había vestido, avanzó a negociar con un Subsecretario suplente del Interior. Mientras hablaba hacía girar entre sus dedos un revólver de seis tiros.
Se acordó por fin, que entrasen en el rancho dos observadores. Habían de ser el hombre que quizás estuviese más familiarizado con la vida de las grullas chilladoras, el director de la reserva de Aransas, Texas, y la sumamente nerviosa Inge Anne Nelsen, profesora de zoología de la Universidad Estatal de Dakota del Norte. La profesora Nelsen quiso que quedase una vaquera fuera de las puertas del rancho en custodia temporal, para asegurarse contra la posibilidad de que la propia profesora fuese retenida como rehén. La propuesta enfureció a la capataz del Rosa de Goma, Delores (con «e») del Ruby, la que vestía de negro, que replicó: «Una de las razones de que quisiésemos una mujer para esta tarea era la de no tener que vérnoslas con este tipo de mentalidad paranoica y machista…» y la señorita Jellybean reprendió a la bióloga: «No traiciones a tu vientre.» En ese momento, una vaquera llamada Elaine saltó por la valla ofreciéndose voluntariamente a quedar con las autoridades. Elaine entusiasmó a los cámaras y enfureció a los polis procediendo a abrazar coquetamente al Subsecretario suplente.
La profesora de zoología y el director de Aransas recibieron caballos y fueron escoltados hasta el lago por media docena de vaqueras montadas. Tras unas dos horas (período durante el cual los periodistas intentaron sin éxito sonsacar información a Elaine y los abogados miraban, con esa mezcla de deseo y repugnancia típica de hombres criados en un medio puritano, a las vaqueras que guardaban la puerta), la expedición del Lago Siwash regresó. Los delegados del gobierno informaron en privado al Subsecretario suplente del Interior (al que Elaine insistía en llamar subsexuado ayudante inferior), y él, por su parte, hizo una declaración informal a sus subordinados y a la prensa:
«Tengo el sumo placer de poder informar al Presidente, que tan preocupado estaba por el destino de nuestras grullas chilladoras (ji ja ji, risillas risillas), al Secretario del Interior y al pueblo norteamericano, que toda la bandada de grullas está realmente en el Lago Siwash, y, según parece, en condiciones saludables. Las grullas han construido nidos de incubación alrededor del pequeño lago y han incubado allí sus polluelos. Contando los polluelos, hay ahora aproximadamente sesenta grullas en la bandada.»
(Sonoros vítores de la sección Audubon y de los observadores de pájaros por libre.)
«Aunque sean buenas noticias, también son muy desconcertantes. Las grullas chilladoras tienen una conciencia territorial muy acusada. Jamás, que se sepa, habían anidado a menos de kilómetro y medio de distancia unas de otras, y sin embargo aquí están prácticamente ala con ala. Además, esta bandada durante el tiempo que el hombre la ha observado, ha anidado de forma exclusiva en las soledades del norte del Canadá. ¿Por qué este año redujeron su emigración en unos mil seiscientos kilómetros y decidieron anidar e incubar hacinados en este pequeño lago, tan cerca de los seres humanos, cuando las grullas chilladoras son tan notoriamente esquivas? Son cuestiones desconcertantes, que nuestros mejores especialistas intentarán aclarar en un futuro próximo. De momento, la noticia de que nuestras grullas están vivas y aparentemente (una mirada furtiva a las vaqueras) seguras, quizá sea ya noticia suficientemente buena.»
A la mañana siguiente (y los días parecen seguir a los días, ¿no es así, estudiosos del tiempo?), cuando el Subsecretario suplente y su grupo se abrió camino entre la muchedumbre que se arremolinaba a la puerta del Rosa de Goma, pasando redactores, periodistas, fotógrafos, rancheros, haraganes, madres dando de mamar a sus bebés, vagos rurales con camisetas de mangas enrolladas para mostrar la suma total de su personalidad, indios, turistas, amantes de las aves, viejos que mascaban tabaco, hijas fugadas deseosas de unirse a las vaqueras y, por supuesto, entusiastas decididos de casi todas las ramas de la puesta en ejecución de la ley; cuando el Subsecretario suplente cruzó a través de esta muchedumbre vagamente festiva, su humor era conciliador. Su jefe, el Secretario, le había aconsejado ser conciliador. Y, por otra parte, la noche anterior (y los días parecen preceder a los días) en el Elk Horn Motor Lodge, el Subsecretario suplente había sondeado a los ciudadanos de Mottburg. Había oído que las vaqueras eran vagabundas, lesbianas, brujas, drogadictas, que fornicaban con los animales del rancho, que se alimentaban de arroz sucio y que lanzaban extraños cometas. Sin embargo, los nativos creían que aquellas mismas vaqueras, por muy basura que fuesen, tenían pleno derecho a impedir que «el gobierno» entrase en sus tierras: la gente de la pradera es decididamente opuesta a cualquier interferencia del estado central. El Subsecretario suplente prestó a la opinión local la misma atención que prestan al viento los marineros que mean en el bauprés.
Así nació un compromiso. Bonanza Jellybean aceptó que la profesora Nelsen y el especialista en chilladoras de Aransas visitasen dos veces por semana el Lago Siwash para controlar a las grullas. A cambio, el Subsecretario suplente impediría que penetrase en el Rosa de Goma aquel aparato aéreo que volaba tan bajo. Además, buscaría la cooperación de los terratenientes colindantes y del equipo del sheriff para mantener lejos de allí a las muchedumbres de curiosos.
(Antes, sin embargo, de que entrase en vigor la prohibición de los vuelos, todas las cadenas de televisión importantes filmaron documentales aéreos del Lago Si-wash y de las grullas. La visión de aquella animada charca, orlada de españadas, cañas y sagitaria, reflejando cerros dulcemente redondeados como podría reflejar un ojo tántrico los globos de su diosa, hizo retorcerse a Sissy ante la pantalla de televisión, como abrasada por sus propios fuegos profundos.)
Públicamente, al menos, el gobierno adoptaba esta postura: las vaqueras parecían inocentes de cualquier fechoría manifiesta en lo relativo a las chilladoras. Las mujeres admitían alimentar a las aves, pero sin manifiesta intención de alterar sus hábitos naturales. Era evidente que no habían intentado explotar a las grullas en ningún sentido. El hecho de que retuviesen la información sobre las andanzas de las chilladoras, y el de que dispararan contra agentes federales, resultaba sospechoso, y en el último caso podría dar origen a un proceso, pero, de momento, vista la multiplicación de las aves y considerando el hecho de que se había llegado a ciertos compromisos, las damas del Rosa de Goma gozarían de las ventajas y beneficios de la duda.
Las cosas fueron bastante bien durante una semana. Luego, la profesora Inge Anne Nelsen solicitó permiso (de mala gana, afirmaba) para matar una grulla. Según dijo: «la conducta de las aves es tan atípica, su psicología se ha alterado tan drásticamente y, podría añadir, de forma tan súbita, que la única hipótesis que se me ocurre es que hayan sido drogadas… involuntariamente o no. La señorita Jellybean se ha negado a permitirnos inspeccionar los alimentos con que suplementan la dieta natural de las grullas. En consecuencia, el único recurso es hacer la autopsia a un ave muerta».
– ¿Matar un ave que está al borde de la extinción? -preguntó con un gemido el Subsecretario; su úlcera salió del armario-. Vamos, nos lincharían en las escaleras del Museo de Historia Natural.
El nudo corredizo se apretaba ya alrededor de su úlcera. ¿Alguna declaración final, úlcera? Sí. ¡Uajuajua-juajuaj!, chilló.
– Considere lo siguiente -replicó la profesora Nelsen-: Las grullas no emigraron al Canadá a pasar el verano. ¿Cree usted que emigrarán a Texas en invierno? Supongo que sabe, señor Subsecretario, cómo son los inviernos en este rincón del bosque. Las grullas no llegarían a Navidad. Es mejor un ave muerta que sesenta. Y sólo tenemos sesenta.
– Permiso concedido.
Pero cuando la profesora intentó realizar su propósito las vaqueras la acorralaron. La tacharon de verdadera desgracia para las tradiciones fecundadoras de la femenidad. La amenazaron con pintarle un bigote y arrancarle a tiros los pezones.
En ese punto, el gobierno decidió presionar un poco. Qué demonios, el Presidente estaba a punto de abandonar la Casa Blanca por la salida de incendios. ¿Qué más podía pasar? El FBI descubrió que las vaqueras no tenían título de propiedad del Rosa de Goma. Buscaron al legítimo propietario para convercerle de que desahuciara a las jóvenes y/o concediese al gobierno permiso para entrar sin restricciones; pero el propietario resultó ser un ricacho de los cosméticos que había sufrido recientemente varias heridas en la cabeza y ahora se dedicaba a guiñar el ojo a las figuras del empapelado mientras escuchaba silbar vientos distantes por cuellos de etéreas botellas de Ripple.
Las autoridades tuvieron mejor fortuna en su maniobra siguiente. Se descubrió que el Rosa de Goma operaba como granja lechera sin licencia, y que vendía cierta cantidad de leche de cabra a una fábrica de quesos de Fargo. Un día, precisamente el mismo en que el Presidente salía por la puerta trasera en calcetines y con la cartera rebosante de acciones, un inspector del departamento de sanidad del condado hizo una visita al rancho, contabilizó dieciséis infracciones y cerró la granja lechera. ¡Ay! ¡Privadas de su única fuente de ingresos, las vaqueras se vieron presionadas de veras!
Todo esto supo Sissy por los medios de difusión, y aunque los medios no la informaron de si Delores había tenido o no su tercera visión del peyote o si los problemas urinarios de Elaine se habían resuelto, o si Debbie había llegado ya, por una u otra vía, a la paz que sobrepasa todo entendimiento, era sin duda bastante, y lo llevó consigo en la cabeza cuando la readmitieron en el O'Dwyre para la segunda amputación.
¡ALTO, SISSY! ALTO, no puedes hacerlo. Es injusto e irresponsable. Comprendemos tus motivos; sabemos que tus intenciones son buenas; podemos incluso percibir cierto valor tras tu intransigencia, un honroso sentido del sacrificio. Y bien sabe Dios que somos sensibles al sufrimiento que a veces ha llegado a alzarse de tus apéndices como los acres vapores de las ballenas… parece a menudo que en esta vida la experiencia y adaptación pagamos igual de caros triunfos y fracasos. Pero Sissy… ¡aguanta!
En la medida en que este mundo entrega su riqueza y diversidad, entrega su poesía. En la medida en que abandona su capacidad de sorpresa, abandona su magia. En la medida en que pierde su capacidad para tolerar excepciones ridiculas e incluso peligrosas, pierde su gracia. Cuando sus opciones (por muy absurdas e insólitas que sean) disminuyen, disminuyen sus posibilidades de futuro.
Sissy, el mundo necesita esos dedos tuyos, tan poco halagadores, esas desconcertantes serpientes globo, esos toscos calabacines, esos puntos de admiración que terminan con tal fuerza las modestas frases de tus brazos; necesita tus pulgares (¡uno de ellos ya desaparecido!) igual que necesita el rinoceronte, el leopardo de las nieves, el panda, el lobo y, sí, la grulla chilladora; lo mismo que necesita cazadores de cabezas e indios «salvajes» y auténticos gitanos de carromatos tirados por caballos. Igual que necesita un poco de tierra sin acceso por carretera ni por aire, tierra con grandes bosques que se dejen allí para siempre y petróleo bajo ella para completar sin interferencias su destino fósil. Igual que necesita borrachos y lunáticos y viejos de sucios hábitos; igual que necesita los espejos, las alucinaciones y las metamorfosis del arte.
Si necesitas el solaz de la normalidad más de lo que necesitas tus poderes únicos, es una cuestión personal que sólo tú puedes decidir. Pero, Sissy, no permitas que personas como Julián Hitche influyan en tu decisión. Julián necesita tus pulgares, rumorosos e inmensos como bocas de ríos inexplorados (exactamente como los hizo la naturaleza) aunque no sea lo bastante sabio para comprender esa necesidad.
Jamás hubo en la historia pulgares comparables a los tuyos, ni en tamaño ni en hechos. Responde a esto: ¿Qué puede reemplazarlos? Vale, si, están los niños que profetizó Madame Zoé, pero eso es un juego, como el Cielo, la Eternidad del Gozo o la economía en equilibrio permanente. Sissy, los mastodontes desaparecieron todos; también las amazonas. Tomboctú es hoy un zoo de carretera y nadie consiguió jamás encontrar Eldorado.
¿Recuerdas cómo veneraba el Chink esos pulgares? ¿No sería beneficioso para muchos otros hacer lo mismo? Tus pulgares no eran metáforas ni símbolos; eran reales. Ese que queda, aún canta en el terror y el éxtasis de la carne. Tu pulgar nos desorienta, Sissy, y para quien sea lo bastante valiente para verlo, la desorientación conduce siempre al amor.
No nos prives de la oportunidad de amar sin egoísmo aquello que, como Cristo cuando vivía, es difícil amar. No destruyas nuestro gozo.
LA CENA FUE buena aquella noche y el doctor Robbins estaba de nuevo asombrado por la col lombarda, cuyo color le hacía preguntarse dónde estaría la comida azul. Cuando se permitía un suave erupto, sonó el teléfono.
– Yo contestaré -dijo, cosa extraña pues había cenado solo. Quizás hablase con su bigote.
Era Sissy Hankshaw Hitche. Llegaba su llamada con dos meses de retraso.
– Siento haberte dado este plantón.
– Oh, no te preocupes -contestó el doctor Robbins-. Soy muy comprensivo cuando estoy loco.
Sissy telefoneaba desde el Hospital de Veteranos O'Dwyre. Su segunda operación estaba programada para la mañana siguiente muy temprano, y el doctor Dreyfus le había hecho ingresar la noche antes para que tuviese una buena noche de sueño. La gente aún usaba esa frase, «una buena noche de sueño». Probablemente fuese una expresión muy antigua, aunque pareciese sugerir los Años Eisenhower. Antes de que los sesenta nos despertaran.
Con frecuencia, los gritos de socorro son inaudibles. Algunas personas, incluso cuando están ahogándose, son demasiado tímidas o se sienten demasiado avergonzadas para gritar. Sissy necesitaba hablar de un asunto con el doctor Robbins, pero no conseguía hacerlo. Así pues, en lugar de taladrar sus tímpanos con una palabra extremecedora como amputación, se vio de pronto preguntando:
– Bueno, doctor, ¿qué piensas de las grullas chilladoras?
– Bueno, yo soy pro-grullas -dijo él-. Van de maravilla con mi cielo azul.
– No, lo que quiero decir es, ¿cómo te explicas su tenacidad? ¿Por qué aguantan de este modo? Quiero decir, están completamente fuera de lugar en el mundo civilizado moderno. Si van a seguir negándose a adaptarse a otras condiciones, ¿no sería mucho más razonable seguir adelante, extinguirse y evitar el ocaso y el sufrimiento? ¿Qué intentan demostrar?
– Quizá -dijo el doctor Robbins muy lentamente-, quizás estén esperando que nos vayamos nosotros.
CUANDO LOS CIRUJANOS entraron, las cuchillas riendo entre dientes en sus estuches, para un examen preliminar a la mañana siguiente, Sissy, les sorprendió:
– Bueno, adelante y que hoy sea mi dedo índice derecho -dijo-. Creo que seguiré viviendo con mi pulgar izquierdo una temporada.
El cuñado se sintió vejado, pero el doctor Dreyfus comprendió:
– Como contestó el escultor Alexander Calder cuando le preguntaron si quería hacer una escultura móvil de oro macizo para el Museo Guggenheim: «Claro, ¿por qué no? Y luego la pintaré de negro.» Aunque no creo que esto signifique mucho para ti.
Acortar el hueso del dedo, girarlo, aumentar su ángulo, fue trabajo de precisión rutinario, que exigió intensa concentración, pero, a lo largo de todo el proceso de policerización, los cirujanos pudieron darse cuenta de que los pájaros cantaban.
Tras la operación, se hizo una incisión en el abdomen de la paciente y se cosió a ella el nuevo casi pulgar para iniciar el proceso de injerto. Al día siguiente, cuando el doctor Dreyfus entró en la habitación de Sissy, encontró a ésta de pie ante un espejo de cuerpo entero, con sólo las bragas, echándose un detenido vistazo.
– Bueno, ¿qué te parece? -preguntó aquel cirujano plástico, aquel artista probable deudor de tres millones de dólares de indemnización.
– Terrible -dijo Sissy-. Parece como si hubiese tenido tanta prisa por masturbarme que me hubiese equivocado de agujero por unos centímetros.
ACABEMOS DE UNA vez por todas con ese rumor: Richmond, Virginia, no está enamorado de Inglaterra, no se espera ningún niño, ni hay boda a la vista. La internacionalmente famosa Inglaterra, por su parte, apenas si tiene idea de la existencia de Richmond, Virginia, y además, tiene un Richmond propio viviendo bajo su techo en Surrey Norte. En cuanto al próspero, conservador y prometedor Richmond, Virginia, lo que siente por Inglaterra (mucho más vieja que él) no es pasión romántica sino envidia. Admira los siglos de respetabilidad de Inglaterra y le gustaría que fuesen suyos. Anhela llevar los calzones de Inglaterra, no meterse en ellos. Acuérdate, lo leíste aquí primero.
Una forma que tiene Richmond de demostrar su admiración y su envidia es la imitación (¿no lo hacemos todos?). Por ejemplo, Richmond ha reproducido toneladas de arquitectura inglesa, dejándolas a la intemperie, permitiendo que la ocupen personas cuyos acentos moverían a un inglés respetable a llenarse los oídos de papas de maíz. En el West End, el tipo de edificación más popular es la versión ampliada de la casa de campo tradicional inglesa, con viejas vigas y tejados de libro de cuentos, pero normalmente engalanados con añadidos tan poco ingleses como piscinas, patios y porches cerrados con cristal térmico.
Fue precisamente en una de estas elegantes casas donde esperó Sissy a que su nuevo pulgar saliese del horno.
Entretanto, experimentaba un renovado placer con el viejo pulgar, el monstruoso izquierdo, el que hizo saltar la banca de Monte Extraño. Lo aceitaba y perfumaba, lo ponía al sol, lo abanicaba, lo flexionaba, lo giraba, trazaba con él asombrosas sombras ovoides en techos y paredes, lo enfocaba hacia estrellas y planetas, lo hacía chapotear en la bañera, lo hacía rodar por sus partes erógenas, lo agitaba hacia veloces vehículos en las Autopistas del Corazón y hablaba con él de los viejos tiempos. Fue como una segunda luna de miel. La única ocasión en que el reconciliado apéndice no la emocionaba ni la alegraba era cuando se ponía a pensar en cómo golpeaba cráneos. Entonces se estremecía como el basurero que tenía que recoger la basura del castillo de Frankenstein.
Sin embargo, Sissy portaba generalmente su pulgar izquierdo con una majestad que desconcertaba a Margaret Dreyfus, y hacía sonreír a Félix Dreyfus. Pero ambas reacciones importaban poco porque cuando Sissy no estaba absorbida por sus pulgares (el nuevo y pequeño en su horno, el viejo y grande tomando el sol) estaba igualmente absorta siguiendo las noticias de la historia de las grullas chilladoras.
UNA NOCHE DE la pradera en que el cielo parecía un cuenco de crema de sopa de luna batido por el largo cucharón del viento, el vehículo que las vaqueras conocían como «el carro del peyote» salió del Rosa de Goma y no volvió. Delores del Rubí iba al volante. Los medios especularon que la marcha de la «segunda al mando vestida de negro del látigo» resultaba significativa y quizá fuese indicio de disensiones en el «rancho misterioso».
Durante los días siguiente, los reporteros estuvieron pendientes de posibles indicios de disensión, pero por lo que pudieron detectar a través de sus prismáticos y en conversaciones ocasionales con los taciturnos guardianes de la entrada, la solidaridad prevalecía. De hecho, las vaqueras procuraban disfrutar de su vida de vaqueras como si el Ojo Nacional no interrumpiese nunca su escrutinio del nuevo Presidente para hacerles un guiño a ellas. Según el director del refugio de Aransas, que las veía cabalgar, echar el lazo, desollar y soltar cometas tántricas tibetanas, tenían «toda la apariencia de jovencitas retozando».
En sus reuniones de barracón, sin embargo, una cierta sobriedad presidía sus risillas, y mientras limpiaban las armas de fuego y analizaban la situación, nadie las habría tomado por Chicas Exploradoras. Brotaban de sus labios expresivos y vulgares tacos, dirigidas contra los elementos, que agostaban su huerto una semana, y lo inundaban a la siguiente.
– Los dioses de la pradera nunca fueron amigos de la agricultura -recordaba Debbie a sus compañeras-. Les gustaba más el bisonte.
Esto no aplacó gran cosa a Big Red.
– Nosotras no tenemos judías o bisontes -se quejó.
– Las cabras son nuestros bisontes -dijo Debbie-. Mientras las tengamos, tendremos leche, yogur y queso.
– Tenemos leche, yogur y queso -aceptó Jellybean-, pero no vamos a tener ningún Crosby, Etill & Nash… si la compañía eléctrica nos corta el suministro. Así que las que estéis a favor del estéreo frente a mi viejo Gibson, ¿por qué no trabajáis voluntariamente esta tarde en el molino de viento, aunque sea domingo?
– Yo tengo que respetar el descanso dominical y santificarlo -objetó Mary.
– Vale, Mary -dijo Jelly-, tú puedes pasarte la tarde rezando por las compañeras que se rompan el culo trabajando. Por cierto, Billy West nos va a dar los materiales del molino de viento gratis, bendito sea su corazón, bendito sean los ciento veinte kilos que pesa; me dijo esta mañana que no nos lo iba a cobrar. Así que, qué os parece si metemos la directa y lo construimos. ¿Alguna pregunta?
– Sí -dijo Heather-. ¿Y si todas las del rancho llevamos uno de esos casquetes con la hélice de plástico encima? Tal como sopla el viento por aquí, ¿no produciría eso suficiente electricidad extra para que yo pudiese encargar un vibrador?
– Los vibradores funcionan con baterías, maja -dijo Jelly, sintiéndose culpable, quizá, por sus sesiones de ñames semanales con el Chink-. Se levanta la sesión.
Un grupo de vaqueras se puso a construir el molino de viento, cantando mientras trabajaba. Los funcionarios que vigilaban el rancho no encontraron nada alarmante en aquella tarea. Pero al poco tiempo, las chicas emprendieron más obras, cuyas implicaciones complicarías aun más las cosas en el Rosa de Goma.
Oh si… Sissy, allá en Virginia escuchando las noticias, Sissy sospechó exactamente adonde había ido Delores. La capataz había ido a Nuevo México a buscar peyote.
BIEN, AQUÍ ESTAMOS, en el capítulo 100. Esto exige una pequeña celebración. Yo soy escritor y, en consecuencia, estoy en el mismo negocio que Dios: si digo que esta página es una botella de champán, es una botella de champán. Lector: ¿compartirás una copa de burbujeante conmigo? ¿Prefieres francés o nacional? Vale, lo haré francés. ¡Salud!
¡Este es el capítulo 100! Cien. Número cardinal, diez veces diez, la posición del tercer dígito a la izquierda del punto decimal. Un número poderoso que significa peso, salud e importancia. El símbolo del cien es C, que es también el símbolo de la velocidad de la luz. Hay cien centavos en un dólar, cien centímetros en un metro, cien años en un siglo, cien yardas en un campo de fútbol, cien puntos en un bilate, cien formas de desollar un gato y cien modos de guisar berenjenas. Hay también cien formas de escribir con éxito una novela, pero probablemente ésta no sea una de ellas.
No digas que sí tan deprisa. También las vaqueras sienten melancolía aún puede enseñarte un par de cosas. «¿Por ejemplo?», preguntas quisquillosamente, mientras trasiegas mi champán. Por ejemplo: Este libro ha hecho varias veces referencia a la magia, y en todas esas veces, tú has movido la cabeza, murmurando críticas como «¿Qué quiere decir con "magia", en realidad? Desazona ver a un individuo adulto hablar de magia de esa forma. ¿Cómo puede tomarle en serio nadie?» O, como han objetado lectores algo más comprensivos: «¿Es que no comprende el autor que no se puede escribir sobre magia? La magia puede crearse, pero no analizarse. Es demasiado sutil. La magia no puede ni describirse ni definirse. Utilizar palabras para describir la magia es difícil y extraño, es como utilizar un destornillador para partir filetes.»
A lo cual responde ahora el autor: Lo siento, gorrones, sois listos pero no tenéis razón. La magia no es esa cualidad confusa, frágil, abstracta y efímera que imagináis. En realidad, la magia se diferencia del misticismo por su propio carácter concreto y práctico. Mientras el misticismo se manifiesta únicamente en esencia espiritual, en estado trascendente, la magia exige una base naturalista firme. El misticismo revela lo etéreo en lo tangible. La magia convierte lo transitorio en permanente, lo coloquial en dramático.
De acuerdo, intentaré explicarlo, ya que insistís. Y sólo para demostrar que no soy un cascarrabias, conjuraré otra botella de dos litros de Don Perignon: Aquí está. Cuando queráis. El misticismo es algo cerrado en sí mismo que queda fuera del control externo. Una cosa tiene emanación mística o no la tiene. Está presente en una sola entidad, animada o inanimada, donde los que tienen fe sabe que está. El misticismo implica fe en fuerzas, influencias y acciones, que, aunque imperceptibles para los sentidos ordinarios son, sin embargo, reales.
La magia, por otra parte, puede controlarla… un mago. El mago es un transmisor lo mismo que el místico es más bien, en sentido riguroso, un receptor. Lo mismo que puede hacerse el amor, utilizando materiales no más etéreos que un pene erecto, una vagina húmeda y un corazón cálido, puede hacerse magia, total y voluntariamente, a partir de lo más obvio y mundano. La magia no rezuma desde el interior de su propia volición (ni se le muestra inopinadamente a alguien que se halle en un estado de conciencia agudiza), es cuestión de causa y efecto. El acto («mágico») aparentemente irreal o sobrenatural se produce por la acción de una cosa sobre otra a través de un lazo secreto.
La palabra clave aquí es secreto. Cuando la esencia del lazo se revela, la magia se esfuma o magos rivales pueden contrarrestarla. Así, También las vaqueras sienten melancolía ha de llamar vuestra atención sobre cierta magia que se deriva, digamos, de la acción de los aromas del cuerpo femenino sobre la última bandada superviviente de grullas chilladoras, pero no debe revelar nunca el lazo secreto que existe entre ellos.
Hmmmm. El autor se da cuenta de que el Capítulo 100 os desagrada. No sólo interrumpe la historia, dice demasiado y lo dice demasiado didácticamente. Bueno, es lógico que un libro sobre una mujer con pulgares como sacos de azúcar resulte un poco difícil de manejar.
Bueno, bueno, ya basta de champán. O me dais un beso u os largáis de aquí.
EXPRESIONES COMO «FACTORES sensibles», «normas de frecuencia», «longitudes de soporte» y «juntas plásticas especiales» empezaron a oírse en las riberas del Lago Siwash, donde hasta entonces sólo se habían oído señales radiofónicas de las ranas, fragmentos de la Ópera China de las Grullas y gritos ocasionales de las chicas. Se oían además, los ruidos masticadores de hambrientas sierras y el poc-poc de martillos adoptando el enfoque directo en su intento de enseñar a algunas jóvenes puntas impresionables los peligros implícitos de una sociedad permisiva, poc-poc-poc.
En su visita regular al lago, la profesora Inge Anne Nelsen y el director del refugio de Aransas se asombraron de toda la actividad que tenía lugar prácticamente enrnedio de las grullas chilladoras. Hicieron inmediatas pesquisas.
– Estamos construyendo una cúpula -contestó Bonanza Jellybean.
– ¿Una cúpula?
– No una vieja cúpula cualquiera. Una cúpula ártica, geodésica, hemisférica, de cuatro frecuencias y triple vidriado contra el frío. Por supuesto, la forma misma de la cúpula es ya una defensa contra el frío. Cualquier malicioso y chiflado viento serpientehielo tenderá a resbalar por su superficie redondeada en vez de ganar velocidad en las aristas, donde en un edificio rectilíneo se sentiría tentado a colarse. Los esquimales lo saben muy bien. Además, hay menos área superficial por la que pueda perderse el calor…
– Vamos, Jelly, eso no tiene importancia -interrumpió Big Red-. La mayor parte del calor se pierde por sitios como puertas y ventanas, en realidad. Y como sólo haremos una puerta de buen tamaño y un par de ventanitas desiguales, eso va a preocuparnos muy poco. Pero, de todos modos, pondremos vidriado triple como dijo Jelly. Va a ser una cúpula tipo ártico de verdad.
– ¿Como la cúpula en la que vive Santa Claus, Red? -dijo Kym.
– Jau jau -rió Big Red.
Habían colocado ya una base de viguetas de dos por ocho sobre vigas de ocho pies y, por su diámetro, los observadores oficiales pudieron darse cuenta de que la cúpula iba a ser considerablemente grande. No acababan de creerlo.
– ¿Para qué es eso? -preguntó el hombre de Aransas.
– ¿Por qué estáis construyéndolo tan cerca del lago? -preguntó la profesora Nelsen.
– Es para las grullas -les informó Jelly.
– i¿¿Para las grullas??! -su incredulidad era vidriado triple.
– Claro. Estamos casi a finales de agosto. Cuando llegue el invierno estos bichos necesitarán cobijo. Los días tranquilos y claros les romperemos el hielo y podrán andar por el lago. Pero cuando haya ventiscas y soplen los grandes vientos, necesitarán cobijo. Esta cúpula será su cuartel de invierno.
– Imposible -balbuceó el guardia de Aransas-. Nunca se meterán ahí, tan juntas, con un techo encima.
Pero mirando las aves que estaban a su alrededor y viéndolas y tan insólitamente tranquilas cerca de seres humanos, y con sólo diez metros o así de separación entre una familia de grullas y la siguiente, no se sintió tan seguro.
– ¿Significa esto que no esperáis que emigren a sus terrenos de invernada de Texas? -preguntó ásperamente la profesora Nelsen.
– No entiendo por qué habían de hacerlo -dijo Jellybean.
– Pues yo veo varias razones por las que deberían hacerlo -resopló la profesora Nelsen; con las manos en las caderas, como en la estatua de la Pelirroja Madona Escorpio Irascible-. Entre otras, su bienestar y su supervivencia. Supongo que no creeréis de veras que vais a poder meter a esta bandada de grullas chilladoras salvajes en un edificio disparatado…
– No tan disparatado, amiga -dijo Debbie, que había dejado de serrar postes para enjugar su sudorosa frente con una tela de oraciones de Katmandú-. No es ningún disparate. Se trata de un edificio redondo; los disparates son los edificios cuadrados. Bebe Agua, un hechicero dakota tuvo la visión, antes de que llegaran los blancos, de que su tribu sería derrotada y obligada a vivir en casas cuadradas. Cuando esto sucediese, las tribus dakota serían muy desdichadas. Alce Negro se quejaba de que era un mal sistema de vida. «No puede haber ningún poder en un cuadrado», decía. «Como veis, todo lo que hace un indio tiene forma circular, y eso es porque el Poder del Mundo siempre funciona en circulo, y todo tiende a ser redondo.» Tú eres zoóloga; deberías saber que en la naturaleza no hay cuadrados, ni en el macrocosmos ni en el microcosmos. La naturaleza crea en círculos y se mueve en círculos. Átomos y galaxias son circulares. Y la mayoría de las cosas orgánicas intermedias. La Tierra es redonda. El viento gira. El vientre no es una caja de zapatos. ¿Dónde están las esquinas del huevo y del cielo? Mira los nidos que hicieron esas grullas. Perfectamente redondos. El cuadrado es producto de la lógica y de la racionalidad. Lo inventó el hombre civilizado. Es obra de la conciencia masculina. Las tribus primitivas y las culturas matriarcales siempre rindieron homenaje a lo redondo. Mira tu vientre, profesora, ahí, bajo tu faja. Mira tus tetas. La mujer es un animal redondo. El macho, en su rebelión contra lo que es natural y femenino en el universo, ha utilizado la lógica como arma y como escudo. Todo el objeto de la lógica es cuadricular en el círculo. La civilización es un círculo cuadrado. Por eso ha sido tan penosa la suerte de las mujeres, y de la naturaleza, en las sociedades civilizadas. El deber de las mujeres avanzadas es enseñar a los hombres a amar otra vez el círculo. No, amiga mía, éste no será un edificio disparatado; será un edificio sano. A menos que seas tan idiota como para identificar lógica racional con salud. En cuyo caso esta estructura, y todo lo demás que hagamos, será tan disparatado como podamos. A las grullas no les importará cobijarse en nuestra cúpula. Es un edificio redondo hecho por animales redondos. ¡Yuji!
La profesora Nelsen y el guarda volvieron rápidamente a Mottburg a informar. Se celebró una conferencia, en mitad de la cual se hicieron llamadas telefónicas a Washington. A media tarde, un juez federal (sentado a una mesa cuadrada en una habitación cuadrada) emitió una orden. Al atardecer, había sido entregada en el Rosa de Goma.
La orden judicial exigía que las vaqueras dejasen de construir la cúpula. Las obligaba a retirar su equipo y a retirarse ellas del lago. A quitar guardianas y barricadas de las puertas y a permitir que el rancho fuese ocupado sin restricciones por personal del gobierno, que tomaría las medidas necesarias para restaurar unas condiciones normales entre la población de grullas chilladoras de Norteamérica. Las vaqueras tenían un plazo de cuarenta y ocho horas para cumplir la orden.
EL PEDÍCULO TUBULAR (la solapa cilindrica de piel abdominal bajo la cual el dedo índice policerizado de Sissy yació tres semanas injertado), fue cortado por un extremo, y ¡ta-ta-ta-ta-ta-dum!… ¡Ha nacido un pulgar!
Apareció, sí, un pulgar, pero ¿qué clase de pulgar? Encorvado y rojo (un pulgar para saludar flamencos, no grullas chilladoras), torpe y rígido, tan flacucho como grueso había sido su predecesor. Sissy ejercitaba este látigo petrificado de regaliz de fresa, intentando enseñarle algunos ejercicios simples de pulgar, cuando la NBC dio la noticia de la orden judicial del Rosa de Goma.
Sissy se levantó, con el pequeño pulgar escarlata colgando rígido a su lado.
– ¿Cuánto cree que podría tardar en llegar a las colinas de Dakota? -preguntó.
El doctor Dreyfus alzó los ojos del cuaderno en el que hacía bocetos de pulgares a la manera de Seurat, soñando, quizá, con el primer dedo puntillista viviente.
– ¿Quieres decir en autoestop? Bueno, no podrías conseguirlo en cuarenta y ocho horas.
– Ja ja jo]q! y ji ji -dijo* Sissy, resultaba difícil discutir esto.
ALGUNAS PERSONAS NO se habrían quedado más estupefactas si los arqueólogos hubiesen desenterrado un dinosauro luciendo un collar de pulgas. Algunos conductores pensaron que el renacuajo que conquistó Atlantis se había escapado de una pantalla de cine de barrio y se abría camino hacia el mar. Otros lo reconocieron como un pulgar, quizás el pulgar sumo, y lo aceptaron con el mismo fatalismo desconcertado con que aceptaban los tornados y aceptaban al gobierno, con el mismo fatalismo que aceptaban muchas otras cosas.
Aquí viene, allá va, ejerciendo una fuerza a la que pocos podían resistirse, jugando con los veloces automóviles lo mismo que los gatos pre-Friskies habían jugado con los ratones. Él daba nueva vida a viejos cacharros y hacía resollar como cafeteras a los últimos modelos. Un balanceo suyo y las radios atronaban automáticamente, los faros brillaban como sorprendidos. Podía alcanzar más de cuatro canales de abundante tráfico y arrastrar a su lado el vehículo elegido. Podía hacer incluso que coches que hubiesen pasado ante él hiciesen súbitamente un ilegal giro en U y retrocediesen tres kilómetros para obedecer sus deseos. Era el pulgar izquierdo de Sissy, que recibía al fin su gran oportunidad, después de más de una década de aprender del derecho… y se hinchó un bulto en la garganta de la Creación sólo por verle hacer su tarea. En fin, puede que exagere pero, sinceramente, ¿ha habido alguien tan perfecto en algo como Sissy Hankshaw Hitche haciendo autoestop?
Había maniobras favoritas que repetir y disfrutar y unas cuantas tácticas nuevas que Sissy quería poner en práctica: concebía con sus ojos mentales pautas que le gustaría haber tejido sobre el continente. Ay, se había fijado un plazo: las colinas de Dakota en treinta horas. En consecuencia, aunque se arriesgase y experimentase más de lo razonable en un viaje rápido, se detuvo sólo una vez en realidad… en una cabina telefónica, al oeste de Pennsylvania.
Su intención había sido llamar a Julián. Pensaba explicarle su necesidad imperiosa de correr al Rosa de Goma, el inexplicable anhelo que sentía de unirse a las vaqueras en aquel momento crítico y que tenía que ver al Chink de nuevo para descubrir por qué los relojes seguían latiendo tan sonoramente en su sangre. Prometería a Julián que cuando hubiese hecho lo que debía hacer en Dakota, volvería rápidamente y posaría su nuevo pulgar normalizado sobre su zumbador. Después de todo, Julián la necesitaba. Pero cuando estaba a punto de hacer la llamada, pensó: «Sí, Julián me necesita. Pero también yo me necesito, y el mundo necesita mi necesidad de mí mucho más de lo que necesita la necesidad que Julián tiene de mí.»
Llamó al doctor Robbins.
El doctor Robbins no contestó. Tampoco su bigote. Ambos estaban al otro lado de la ciudad, en el piso de La Condesa. Cuando Robbins leyó en uno de los reportajes del Times sobre las grullas chilladoras que La Condesa era el propietario del Rosa de Goma, el rancho cercano al Cerro Siwash, fue a visitar al magnate de la higiene femenina, y, al informarle del estado en que se hallaba el pobrecillo, ofreció voluntariamente sus servicios psiquiátricos de modo gratuito. Los contables de La Condesa aceptaron la oferta y, a partir de ese día, el doctor Robbins apenas se había apartado de La Condesa. En el instante de la llamada de Sissy, en concreto, Robbins y La Condesa, acomodados entre almohadones de satén, jugaban a las cartas y bebían Ripple. El joven comecocos le tomaba el pelo al millonario cincuentón hablando de la lesión producida en su cerebro por la pulgariza de Sissy, y La Condesa se reía, de muy buen humor. Además, La Condesa estaba ganando a las cartas.
Recordando a su paciente la Ley de Murphy, que dice que si alguna cosa puede ir mal, irá, el psiquiatra sin licencia le expuso entonces la Ley de Robbins, que establece que todo lo que va mal podemos utilizarlo en nuestro beneficio siempre qua vaya lo bastante mal.
La Condesa se rió algo más y aumentó su ventaja. El teléfono que sonaba estaba muy lejos de allí,
Sissy colgó y siguió viajando.
Mientras Sissy seguía aún en la carretera, unas ocho horas antes de que su plazo judicial expirase, las vaqueras del Rosa de Goma emitieron un comunicado. Se envió al juez federal y se facilitaron copias a la prensa. Decía lo siguiente:
La grulla chilladora se ha visto al borde de la extinción por un sistema paternalista brutal y agresivo que intenta someter a la Tierra y establecer su dominio sobre todas las cosas, en nombre de Dios Padre, ley, orden y progreso económico. Las grullas chilladoras no han recibido de los hombres ni amor ni respeto. Los hombres han drenado las marismas y ciénagas de las grullas, han robado sus huevos, han invadido su intimidad, han contaminado su alimento, viciado su aire, las han destrozado con postas. Evidentemente, una sociedad paternalista no merece algo tan grande, hermoso, salvaje y libre como la grulla chilladora. Vosotros, los hombres, no habéis cumplido vuestro deber con la grulla. Ahora nos toca a las mujeres. Ahora las grullas están a nuestro cargo. Las protegeremos mientras aún necesiten protección, trabajando al mismo tiempo para que llegue un día en el que las criaturas del mundo no tengan que padecer el egoísmo, la insensibilidad ni la codicia del hombre. Rechazamos vuestra orden. Os decimos: coged vuestra orden y metéosla en el culo. Esta bandada de aves se queda con nosotras. Así pues, carretera.
Ni que decir tiene que no todas las vaqueras estaban de acuerdo con el texto de esta comunicación. Debbie, por ejemplo, consideraba el comunicado agresivo; según ella, reflejaba el mismo sexismo hostil que tanto desagradaba a las vaqueras en los hombres. Defendió una resolución más liberal, firme pero cortés; dijo que estaban obligadas a dar buen ejemplo. Y había otras que pensaban igual. En cuanto a Bonanza Jellybean, consideraba pretencioso afirmar que estuviese trabajando para que llegase un día en que las criaturas del mundo estuviesen a salvo del hombre, cuando en realidad por lo único que ella trabajaba era porque llegase un día en el que toda muchachita que quisiese pudiese llegar a ser vaquera.
Si el Rosa de Goma hubiese estado organizado según un sistema anarquista, en vez de estar regido por normas democráticas, cada vaquera que decidiese hacerlo así, habría emitido su propio comunicado, todos ellos de igual valor. Predominaba, sin embargo, el «gobierno de la mayoría», y el comunicado (que redactó básicamente la facción de Delores del Ruby) se presentó al tribunal, a la prensa y al público como la opinión colectiva de «las cuatreras de grullas chilladoras».
Y el comunicado no se tomó a la ligera. No, decididamente no se tomó a la ligera. Sissy cruzó las puertas del Rosa de Goma unos minutos antes de que Delores fuese detenida cuando entraba en Mottburg con casi un millar de botones de peyote en su vehículo… y sólo horas antes de que doscientos agentes federales, reforzados por una docena de agentes del FBI, por lo menos, tomasen posiciones fuera del rancho, con las armas cargadas apuntando a todo lo que moviese plumas, pezuñas o tetas dentro de los confines cinéticos del mayor rancho «sólo femenino» del Oeste.