Cuarta Parte

No soy de tu raza. Pertenezco al clan mongol que trajo al mundo una verdad monstruosa: la autenticidad de la vida y el conocimiento del ritmo… Haces bien en rodearme de cien mil bayonetas de ilustración occidental, pues ay de ti si dejo la oscuridad de mi cueva y me lanzo a apagar tus clamores.

blaise cendrars


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AQUEL AÑO POR Navidad, Julián regaló a Sissy un pueblo tirolés en miniatura. Era un notable trabajo de artesanía.

Había una pequeña catedral cuyas vidrieras hacían ensalada de frutas de la luz del sol. Había una plaza y ein Biergarcen. La Biergarcen se ponía muy ruidosa las noches de los sábados. Había una panadería que olía siempre a pan tierno y pastel de queso. Había un ayuntamiento y una comisaría, y tribunales con notable cantidad de burocracia y corrupción. Había pequeños tiroleses de pantalones cortos de cuero, intrincadamente hilvanados, y, bajo los pantalones, genitales de artesanía igualmente perfecta. Había tiendas de esquíes y otras muchas cosas interesantes, incluyendo un orfanato. El orfanato estaba diseñado de modo que se incendiase y ardiese entero todas las Nochebuenas. Los huérfanos salían a la nieve con los pijamas ardiendo. Horrible. Hacia la segunda semana de enero, aparecía un inspector de incendios y contemplaba las ruinas, murmurando: «Si me hubiesen escuchado, esos niños estarían aún vivos.»

Era un regalo fascinante y nada barato, pero Síssy podría haber sospechado que tenía su trampa.

Julián no pudo guardarse mucho tiempo la información de que el autor de la aldea era un joven al que le habían amputado ambos brazos a los tres años, tras un accidente de triciclo. Había hecho la aldea con los pies. Además, asistía a la escuela de artes y oficios, donde estudiaba repostería. En el plazo de un año, decoraría pasteles. Y tartas.

Naturalmente, la idea era inspirar a Sissy.

Julián le preparó incluso una entrevista con el estudiante de repostería, que se llamaba Norman. Dejó a la pareja de inválidos en un café, donde pudiesen hablar de corazón a corazón media hora. Cuando Julián volvió, se encontró con que Sissy había convencido a Norman para que tallase un tirolés de grandes pulgares que hiciese autoestop por las calles del pueblo.

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LAS FIESTAS de Navidad fueron dulces y agradables para los Hitche, tras un otoño más bien tempestuoso,

Sissy había regresado el 8 de octubre a Nueva York, donde se había enfrentado con un marido inquieto y furioso y con una incrédula Condesa. Dónde había estado; por qué no había telefoneado; había colaborado y alentado la rebelión del Rosa de Goma, etc. Fue perrymasoneada de arriba abajo, y también franzkafkeada. Pero cuando amenazó con irse de nuevo, cesaron al fin los interrogatorios.

Respecto a La Condesa, su actitud frente a la rebelión del rancho era ambivalente. Un día maldecía a las vaqueras como la pandilla más repugnante de basura femenina que hubiese asolado nunca una nariz decente, y al siguiente insistía en lo mucho que admiraba a las mujeres capaces de arreglárselas sin hombres, y les deseaba suerte. Decía haber perdido el interés en el rancho. Ahora que tenía amigos en la Casa Blanca, los impuestos que le ahorraba el Rosa de Goma, eran una gota en el cubo. Podía ahorrar más con una simple llamada telefónica.

– Ese rancho es una tortura anal -se quejaba La Condesa, mientras su dentadura trabajaba la boquilla de marfil como un quiropráctico que enderezase la columna vertebral de un chiguagua-. Cuando mejore el mercado, lo venderé. Veremos entonces cómo maneja el nuevo propietario a esas pequeñas primitivas. Oye, ¿estás segura de que ese viejo saco de pulgas que vive en el cerro no tiene nada que ver con todo esto?

A La Condesa jamás le satisfacían las explicaciones de Sissy, pero pronto se aburrió de insistir tanto. Rechazó sus planes de hacer un corto publicitario para televisión con las grullas chilladoras y se lanzó a nuevos proyectos. Julián, por otra parte, se vio obligado a silenciar sus interrogatorios y llegó un momento, incluso, en que sus ojos castaños se achicaban hoscos ante la más insignificante e inocente referencia a la estancia de Sissy en el Rosa de Goma. Llegó a apagar la radio una vez cuando anunciaron una canción de Dakota Staton.

En realidad, a Sissy le hubiese gustado hablar con alguien de Jellybean y del Chink… pero nadie le inspiraba confianza. Julián, desde luego, no habría sido un buen oyente. Dedicaba en realidad mucho tiempo, incluso delante del caballete, a pensar en los cambios que se habían producido en su esposa, preguntándose su origen, y si serían para bien o para mal. Antes de su viaje al Oeste, Sissy había sido ardorosa amante y alumna indiferente. Pero, a su regreso, mostraba unos apetitos intelectuales lobunos con los discursos de Julián sobre historia, filosofía, política y arte, mientras sus reacciones entre las sábanas parecían puramente rutinarias. ¿Había ganado el hombre de Yale un cerebro o perdido una vagina? ¿Hacía esto feliz al indio?

Como ya dije, la alegría navideña puso fin a su discordia. Un día, estando de compras en East Village, salió Sissy del estupor en que había estado durante semanas. Cogió una ramita de muérdago entre el dedo segundo y el tercero, se la colocó a Julián en la cabeza y le besó en la calle. Y volvió a casa tarareando un villancico. Durante las fiestas estuvo alegre y oplimista con sólo una expresión ausente muy de tarde en tarde.

Luego, el 31 de diciembre, unas horas antes de que los Hitche fueran a reunirse con los Barth para la fiesta de Año Viejo en Kenny's Castaways, llegó la noticia de que varios hospitales de América y de Dinamarca habían seguido por propia iniciativa la política de dejar morir a los niños deformes. Un médico dijo en el noticiario de la CBS: «Si un niño es demasiado deforme para que pueda amársele, su vida resultará un infierno. La muerte es un favor para aquéllos a quienes resulta imposible amar.» Esta noticia hundió a Sissy en una mazmorra de depresión de la que no empezó a salir hasta mediados de febrero, en que por casualidad se encontró con esta noticia en el Times:


manila, Filipinas (AP) – Un periódico de Manila informaba ayer del nacimiento de un niño con seis dedos en cada mano y en cada pie. «Esto traerá buena suerte a la familia», dijo entusiasmada la madre del niño.

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SALTANDO UNAS VECES y resbalando y tropezando otras, abrumada, bajó Sissy el Sendero Siwash después de tres días en la fábrica del tiempo. Encontró a un grupo de vaqueras trabajando, dirigidas por Delores. Estaban quitando secadoras de peluquería y Exercibles del ala dañada de la casa principal, mientras un segundo grupo, dirigido por Big Red, reparaba afanosamente el viejo retrete del rancho. Bonanza Jellybean no aparecía por ningún sitio. Kym le reveló que Jelly y Debbie habían ido a llevar un par de sacos de arroz moreno al Lago Siwash en el carro. Se proponían alimentar a las grullas, que estaban ya instaladas allí, para ver si las aves prolongaban su estancia en el rancho.

Los cineastas no estaban ya en el lago. Se habían ido al noroeste del Pacífico a filmar una nueva película a lo Walt Disney, Las Charcas de Cieno Vivientes, Se pasarían mucho tiempo asomando sus lentes de ángulo ancho bajo húmedas rocas.

Sissy dudaba si esperar o no el regreso de la vaquera jefe. Hizo el equipaje lentamente, pero cuando terminó de cerrar la mochila, Jellybean aún no había aparecido. Kym sugirió que quizá Jelly y Debbie se hubiesen parado a divertirse un poco. Esto resolvió sus dudas. Se echó la mochila al hombro y se alejó del rancho. No había caminado cinco kilómetros cuando llegó a su lado la limosina Cadillac roída por las cabras (que resultó estar a nombre del Rosa de Goma). Kym asomó por la ventanilla del conductor.

– Bueno -dijo-. ¿No vas a intentar pararme?

Kym, que había desafiado a Delores para ayudar a Sissy, la dejó en la autopista principal. Se abrazaron.

– Siempre serás bien recibida -dijo. Tras el hombro de la vaquera se extendían kilómetros de temblorosa hierba, como la cepillada cabellera de una gopi. Cerros violetas y colinas de un ocre quemado descansaban en sus sedes quietas como novelas de Zane Grey en una estantería. El sol, que en aquellas zonas parece un mestizo (su padre fuego de la pradera, su madre mordisco de lobo) champuaba en sangre al Cerro Siwash. De modo que parecía una cabeza de trampero recién escalpelada. Aquello era el Oeste. Dakota.


De vuelta de Manhattan… Sissy, mirando sobre el borde primordial… batidores… sartenes… copas de coñac. Sissy escuchando el medio galope del tráfico por la Calle Décima. Sissy contemplando al perrito de aguas, Sissy, la vez siguiente que Marie la abordó, sorprendiendo a ambas al tomar la ofensiva, y después, al vestirse, sintiendo que había sido un error y jurando apartarse de las mujeres para siempre. Sissy extrayendo de Julián ideas, datos, opiniones… Interrumpiendo nuevamente las lecciones de ésta para soltar entre dientes, «ja ja jo jo ji ji». Sissy pintándose las uñas como si fuesen una ventisca de pastillas para la tos color cereza, mientras hacía autoestop de habitación en habitación. Sissy introspectiva, Sissy cavilosa, Sissy tranquila como siempre, salvo que su serenidad de siempre parecía ahora frágil y quebradiza, dando a los demás la inquietante impresión de que en cualquier momento podría lanzarse en una dirección inesperada.

Julián se negaba a deshacerse de ella.

– Es inmadura y poco disciplinada -explicaba-. Son características que pueden superarse.

El mohawk creía que su mujer había nacido en una familia normal del modo normal, y que si no se hubiese quebrado un cromosoma por alguna presión, si no hubiese resbalado un cromosoma y caído de culo, podría haberse convertido en una mujer normal como cualquier otra.

– Es encantadora y muy inteligente. Sólo necesita que la enseñen a superar su desgracia en vez de complacerse en ella.

– Es muy probable que tenga usted razón -convino el doctor Goldman-. Ya sabe que hay desviados sociales y de la conducta que desarrollan subculturas que, como los ghettos étnicos y raciales, constituyen refugios donde los individuos pueden vivir con libertad y apoyo mutuo, e insisten en que son tan correctos como cualquier otro. Los desviados sociales, los homosexuales y los drogadictos, por ejemplo, pueden agruparse en clanes o vivir en comunidades reducidas y aseguran que no son sólo tan buenos, sino mejores en realidad que los «normales», y que la vida que llevan es superior a la que lleva la mayoría. El individuo socialmente estigmatizado, al entrar en una subcultura, acepta su alienación de la otra sociedad más amplia y, al identificarse con almas similares, pretende ser absolutamente «normal» o incluso superior como ser humano y que los disminuidos son los demás. Este tipo de ajuste es mucho más fácil para minorías étnicas, como los judíos, los arnishes o los panteras negras, y para ios marginados sociales estigmatizados como jipis, drogadictos y homosexuales, que para los ciegos, los sordos y los mermados ortopédicamente. En cuanto a su mujer, quizás haya elegido hacer una subcultura de sí misma, como si dijésemos.

»Dice usted que frecuentemente hace esfuerzos sinceros para funcionar como una esposa normal de un hogar normal; en fin, todo no conformista cree en secreto que podría vivir una vida normal si lo decidiera, y sin duda su esposa pretende demostrar que, dentro de sus limitaciones funcionales, puede adaptarse a voluntad. Sin embargo, como usted dice, mientras no considere su detecto como tal y se complazca en él y en la vida fantástica que ha construido a su alrededor, no es probable que lo logre.

»De momento no creo aconsejable, sin embargo, obligarla a venir a la clínica contra su voluntad.

– No, no, yo no quiero eso -dijo Julián.

Pero aquella noche, cuando regresó a casa y vio lo que había hecho Sissy, telefoneó al doctor Goldman.

– Voy a llevarla -gimió.

55

– HAY DOS TIPOS DE LOCOS -dijo el doctor Goldman. Dijo esto en privado, a amigos íntimos, y sin la menor intención de que le citasen-. Primero, los de instintos primitivos, agresivos y sexuales, desviados, deformados, obstruidos o alterados a edad temprana por razones ambientales y/o biológicas, y que ya no pueden controlarlos. Pocos pueden recuperar completa y permanentemente ese equilibrio que llamamos «cordura», pero se les puede hacer afrontar el origen de su mal, compensarlo, reducir sus sustituciones negativas y que se adapten hasta el punto de poder abordar la mayoría de las necesidades sociales sin una dificultad dolorosa. Mi mayor satisfacción en esta vida es ayudar a tales personas a adaptarse.

»Pero hay otros individuos que deciden estar locos para corresponder a lo que consideran un mundo loco. Han adoptado la locura como un estilo de vida. He descubierto que no puedo hacer nada por ellos porque el único medio de conseguir que abandonen su locura es convencerles de que el mundo está realmente cuerdo. Aunque he de confesar que me resulta casi imposible demostrar tal cosa.

Según las clasificaciones extraoficiales del doctor Goldman (y él habría sido el primero en calificarlas de personales y en exceso esquemáticas), los «problemas» mentales de Sissy Hankshaw Hitche encajaban exactamente en la primera categoría, pues no había duda alguna de que la habían visitado suficientes traumas en sus años de formación. Sin embargo, tras dos sesiones con ella, en una de las cuales le administró el «suero charlatán» para vencer su resistencia, quedó el doctor Goldman con la desazonante convicción de que Sissy pertenecía en parte, si no totalmente, a la categoría de los voluntariamente enloquecidos.

Como esta segunda categoría le irritaba, e incluso le asustaba un poco, decidió el doctor Goldman pasar el caso de Sissy a uno de sus ayudantes. Decidió, en concreto, descargar el caso de Sissy en el doctor Robbins, el joven interno que había asumido hacía muy poco responsabilidades en aquella clínica del East Side residencial.

El doctor Robbins pasaba mucho tiempo en el jardín, con una expresión soñadora. Parecía Doris Day con bigote. Se le había oído gritar a un paciente que se quejaba de que no tenía objetivos en la vida:

– ¡Objetivos! ¡Los objetivos son para los animales, que tienen mucha más dignidad que la especie humana! Usted lo que tiene que hacer es saltar a ese extraño torpedo e ir en él adonde le lleve.

A un paciente que había expresado deseos de superar su supuesta irresponsabilidad, el doctor Robbins le había dicho:

– El hombre que se considera «responsable» es que no ha analizado honradamente sus motivaciones.

A un paciente que se mostró ofendido, le había gritado el doctor Robbins:

– ¡No se sienta ofendido! Sea ofensivo.

Dos pacientes, al menos, habían recibido del doctor Robbins el siguiente consejo:

– ¿Así que se considera usted un fracasado, eh? Bueno probablemente lo sea. ¿Y qué? En primer lugar, si es usted razonable ya tendría que haberse dado cuenta de que pagamos tan caros nuestros triunfos como nuestros fracasos. Adelante y fracase. Pero fracase con ingenio, fracase con gracia, fracase con estilo. Un fracaso mediocre es tan insufrible como un éxito mediocre. ¡Abrace el fracaso! Escójalo. Aprenda a amarlo. Puede ser el único modo de ser libre,

No debería sorprender pues, el que parte del personal de la clínica mirase al nuevo interno con poca simpatía. El doctor Goldman, sin embargo, aguantaba todas las presiones y no despedía al doctor Robbins.

– Estos jóvenes salen hoy día de la facultad con la cabeza llena de Eric Erickson y R.D. Laing. Robbins es inteligente y esas ideas extremistas sólo resultan atractivas una temporada. En cuanto lleve seis meses de práctica se dará cuenta de que son bazofia idealista e irá rechazándolas.

El doctor Goldman fue a ver al doctor Robbins al jardín, donde éste oslaba cogiendo una planta de azafrán. Le dio el expediente de Sissy.

– Cuando entreviste usted a la señora Hitche, debe tener en cuenta las siguientes variables: Depresión, tensiones combinadas con sentimiento de culpa, consecuencia de la sensación de que la deformidad es un castigo, lo que tiende a inmóvilizar al deformado con la tristeza, el desvalimiento y la inadaptación consiguientes; pesimismo: una defensa contra el medio reflejada por la verbalización de un nivel limitado de aspiraciones; identificación inadecuada con el papel femenino: escasa identificación con todo aquello que en nuestra sociedad constituye lo femenino, con la pasividad y letargia consecuentes; impulsividad sociopática: emociones que se traducen en acciones agresivas sin que tengan importancia las consecuencia para los demás; ambición compensatoria inadecuada: incapacidad de movilizar energía suplementaria para superar las limitaciones físicas de la deformidad; y, sobre todo en este caso, compensación invertida: negación de la deformidad o capitalización irracional de ella, exagerada hasta el nivel de los delirios de grandeza. Una serie de preguntas bien preparadas reduciría esas variables con bastante rapidez a una o dos de interés básico, y sospecho que más bien será la última la que opere con mayor fuerza.

Cuando vio a Sissy a la mañana siguiente, sin embargo, ignoró el doctor Robbins el tipo de interrogatorio sugerido por el doctor Goldman y preguntó a Sissy directa y simplemente:

– ¿Por qué soltó usted los pájaros de su marido?

– No podía soportar más verlos enjaulados -contestó Sissy-. Merecían ser libres.

– Sí, entiendo. ¿Pero no se da cuenta de que esos pájaros llevaban toda su vida enjaulados y estaban acostumbrados a que alguien les alimentara? Ahora tendrán que alimentarse solos en una inmensa ciudad, extraña para ellos, cuyas reglas no conocen y donde probablemente se sientan aterrados y confusos. No serán felices con su libertad.

Sissy no vaciló.

– Sólo hay una cosa en este mundo -dijo- mejor que la felicidad. Y es la libertad. Es más importante ser libre que ser feliz.

El doctor Robbins vaciló.

– ¿Cómo ha llegado usted a esa conclusión? -preguntó.

– Quizá lo haya sentido siempre -dijo Sissy-. Pero fue el Chink quien me lo expuso con palabras.

Entonces, el doctor Robbins ya no vaciló. Como si se tratase del arco de un violín, pasó y repasó con un dedo su andrajoso bigote. Resultó una música suave y seca, una música capaz de mover a un copo de caspa a decirle a otro: «Querido, están tocando nuestra pieza.» Luego, accionó el interno el intercomunicador de la oficina.

– Señorita Waterworth -dijo-, cancele todas mis citas de hoy.

Y dicho esto, se levantó, su bigote con él, y dijo sonriente:

– Sissy, vamos a coger una botella de vino y a salir al jardín.

56

EL JARDÍN era una lección anatómica de cálices y pistilos. Con la despreocupación de un viejo profesor, la primavera pasaba las páginas. En divanes de cuero por toda la clínica, en el East Side residencial, en todo él, en realidad, había gente confesando los más extraños y aburridos detalles a un analista tras otro, pero allí, en el amurallado jardín del doctor Goldman, a las flores esto les importaba un pito. Las flores estaban por allí, los pétalos colgando, esperando lascivas que lograsen abrirse paso a través de la niebla contaminada las abejas. Sí, ni de la primera ni de la segunda categoría de psicosis ni de las adaptaciones sociales se preocupaban las flores.

Tampoco se preocupaba gran cosa Sissy. Julián le había prometido que si era «buena chica» y se quedaba un mínimo de treinta días en la clínica, la llevaría al norte del estado a conocer a sus parientes políticos. El padre de Julián, y el padre de su padre, habían fallecido, y su madre y su abuela paternas se habían ido de nuevo a vivir cerca de Mohawk, Nueva York, donde, para desazón de Julián, habían vuelto a algunos de los viejos hábitos. A lo largo de su matrimonio, Sissy se había afanado por sondear la indianidad del pasado de su marido. Pero no era sólo la perspectiva de poder conocer al fin a las indias que guardaba en su armario lo que le había hecho retoñar aquella mañana de mayo. Sissy se mostraba cordial con el doctor Robbins. Sissy resplandecía por sus dos cuencas oculares sobre todo, por la carta que acababa de recibir.

Le había traído la carta aquella mañana temprano un criado de La Condesa. En realidad, iba dirigida a La Condesa pero para entregar a Sissy, y llevaba la siguiente nota en el sobre: «Pásala por favor… o te juegas el culo.» El sello de correos llevaba la palabra Dakota como podría llevar una corbata la reina de la tinta.


Queridísima Sissy:

Bueno, ha pasado mucho tiempo, eh. No es que no lo haya tenido para escribir pues hemos estado con nieve todo el bendito invierno como siempre, y sin mucho que hacer. Pero aunque pensé en ti mil millones de veces, no podía unir las cosas para hacer una carta. Hoy, sin embargo, han vuelto las primeras grullas (van camino del norte a empollar sus polluelos) y verlas ahí fuera en el lago otra vez fue tal fogonazo y me hizo añorarte tanto, que tuve que coger pluma y papel, como suele decirse,

Pero bueno, veamos, ¿qué noticias hay? Verás, le cambiamos el Cadillac a Billy West por cuarenta cabras. Delores dice que nos robó, pero, ¿de qué otro modo íbamos a conseguir un rebaño de cabras? Te diré. No teníamos apenas dinero y son animales selectos, traídos de Minnesota; pero en fin, no tiene sentido extenderse en esto.

Lo cierto es que sacamos nuestras cabras a pastar y hemos estado ocupadas arreglando el huerto y reparando cosas. El rancho quedó bastante maltrecho con la ocupación, aunque supongo que tú ya te diste cuenta. Siento no haberte podido prestar más atención entonces, pero estaba sometida a una tremenda presión. Simplemente me alegro de que salieras bien del lío, y espero que La Condesa, como él se hace llamar, no te haya fastidiado por todo este asunto.

Conseguimos muchas vaqueras nuevas, casi el doble de las que había. Son de todas partes. Algunas tuvieron actividades políticas radicales, otras trabajaban en el movimiento pacifista y otras andaban muy enredadas con drogas. Tenemos incluso una hija de Jesús que cita los evangelios, se llama Mary. Linda es hija de un profesor de Berkeley, California… Ella y Kym hacen muy buenas migas. Luego está Jody, que es una chica de rancho simple y normal, del estado de Nebraska. Pero ahora son todas vaqueras. Perdimos a la cliente que se unió a nosotras, se sintió tan angustiada hacia febrero que alquiló un helicóptero para que viniesen a sacarla de aquí. En realidad, sólo decía tonterías. Luego Gloria se las arregló para quedar enganchada en Mottburg. Me fastidió ver irse a Gloria, fue una de las primeras esteticiens y me ayudó a conseguir vaqueras para el Rosa de Goma al principio. Pero Delores insistió en que Gloria no podía dar a luz en el rancho y, por supuesto, no hay ningún sitio en los Dakota en el que una mujer pueda abortar. Así que tuvo que irse. Esto fue raro, también, porque Delores y Gloria eran íntimas amigas. Delores y Debbie discutieron muchísimo por esto. Delores decía que si las mujeres quieren tener alguna posibilidad de salir de entre los pulgares de los hombres… ¡Oh, perdón Sissy, lo diré de otro modo! Delores decía que si las mujeres quieren salir alguna vez de la esclavitud a que les someten los hombres, tienen que controlar y eludir sus papeles biológicos, tienen que liberarse de la maternidad. Es la maternidad, tanto ella como su amenaza, lo que nos hace (un momento, tengo que buscar esa palabra en el diccionario de Kym) vulnerables (según Delores). Ella es partidaria de niños en tubos de ensayo, hechos en laboratorios y atendidos por enfermeras profesionales. Bueno, Debbie dice que eso son tonterías, que la reproducción sexual es la diferencia básica y primaria entre hombres y mujeres y que no hay que olvidarlo. Dice que la capacidad de traer vida al mundo sitúa a la mujer más cerca del Misterio Divino del Universo que a los machos, y que los sentimientos maternales son los que le proporcionan sus cualidades protectoras y pacíficas, siendo así origen de lo mejor que hay en ellas… y de lo mejor que hay en la especie humana. Dice que de la maternidad nace la fuerza de la mujer. Sólo quedan, frente a la tecnología y la destrucción de la naturaleza las mujeres según Debb. Si queremos que el mundo vuelva algún día a un marco natural, que adopte de nuevo los ritmos naturales, si queremos nutrir la tierra y protegerla y disfrutar en ella y aprender de ella (que es lo que hacen las madres con sus hijos) tenemos sin duda que situar la tecnología (sistema masculino y agresivo) en su lugar correspondiente, que es el de herramienta a utilizar de modo parco, alegre y suave, y sólo cooperando al máximo con la naturaleza. Debe ser la naturaleza quien gobierne a la tecnología y no al revés. Sólo así puede terminar toda opresión. Nada es más vital para la especie humana que la reproducción de la vida. Ésa es la carta básica de la mujer. Pero si permitirnos que se creen niños en vientres de plástico, o por cualquier otro medio distinto al natural, dejaremos que caiga en manos de los hombres el sagrado proceso de la vida. El poder definitivo y supremo de la tierra estará en manos de tecnócratas sin juicio, de racionalidad demente y lógica absurda. Ya poseen la muerte, la utilizan para reprimir la vida. Si las mujeres les dejamos, pueden también poseer la vida.

¿Qué piensas tú de todo esto? Yo, creo que esta vez tengo que ponerme de parte de Debbie. Sin embargo, puede que no sea objetiva, porque es imposible que quede embarazada. Ésta es la consecuencia de haberme herido durante mi infancia una bala de plata.

¡Oh, Sissy, ahora recuerdo tus dulces manos en mi cicatriz!

Dentro de unos minutos, volveré al escenario de nuestro amor. El otoño pasado, Debbie y yo dejamos montañas de arroz moreno para las grullas, y se quedaron más tiempo que nunca en la charca. Esta vez probaremos con ellas una dieta distinta a ver si se quedan más tiempo.

Por cierto, quizás te interese saber que el Chinck sobrevivió el invierno en excelente forma. Vuelvo a visitarle una vez por semana. Ahora ya conoces mi pequeño secreto, eh. Sabes, me ha dicho que tú no te sentaste precisamente a sus pies a escuchar historias de la Biblia. Ja ja. Es una cosa seria, eh. ¡El muy cabrón!

Veamos: Delores aún no ha tenido su Tercera Visión. El peyote está poniéndola verde alrededor de las mandíbulas. Billy West va a intentar conseguirnos un estéreo porque esta emisora de mierda no toca más que polcas. La frente de Heather curó muy bien. Big Red organizó una revuelta contra la cocina de Debbie, así que ahora nos turnamos en el carro de provisiones. A Kym quizás le publiquen un poema en Rolling Stone. Elaine tiene una infección de vesícula. Creo que eso es todo por ahora.

Eres una persona tan especial, Sissy. No puedo explicarte lo mucho que significas para mí. Espero que seas feliz. Oh, sé que lo eres. Estás tan arriba que no podrías ser desgraciada. Eres un ejemplo para todas nosotras.

Yo también soy muy feliz. Cuando galopo por la pradera bajo el sol primaveral, veo mi sombra sobre la hierba y te juro que la sombra se extiende muy lejos de este lugar. De esta pradera. De este mundo. Es como si mi vida resplandeciese en todas direcciones, a través de todo el espacio y el tiempo. Tú precisamente eres quien mejor puede comprenderlo.

Te amo,

Bonanza Jellybean


Como regalo ni esperado ni merecido, hizo la carta que se iniciase en Sissy una nueva vida. El doctor Robbins que la observaba, percibió el desasosiego. Sabía que resultaría fuese lo que fuese, difícil de nombrar y de rastrear… siempre lo resulta. Y reconocía que ningún médico, ni siquiera en nombre de la salud, tenía derecho a plantar sus zapatos en los brotes de un alma.

Sirvió vino. Aspiró el aroma del jardín. (Aunque no muy intensamente, pues la Calle 86 Este estaba sólo a un muro de distancia.) Contempló a Sissy. La luz del sol exaltaba su pelo rubio, su tez frutal, sus fruncidos labios. La luz del sol hacía algo incluso por aquellas infladas zancas de pavo de goma que eran sus pulgares… aunque el doctor Robbíns no estaba seguro de qué.

– Hábleme de ese Chink -dijo el doctor Robbins.

Sissy se dispuso a hacerlo. Lanzó un suspiro que podría haber inflado todo el pavo. Luego, se lo contó todo.

57

NI A LOS siwash ni a los chinos pertenece el Chink.

Como muchas de las mejores y de las peores contribuciones a la especie humana, el Chink es japonés. Con su habilidad para la imitación creadora, los japoneses hicieron al Chink.

Había nacido en una isla de la cadena Ryukyu. Le llamaban isla pero era en realidad un volcán, una coraza semisumergida que la naturaleza había colocado en la cabezota del mar por olvidar si había sido primero la tierra o el agua. Durante siglos el volcán había enviado susto tras susto de humo púrpura hacia el delo. Fumaba en cadena.

En las laderas de este cono volcánico humeante habían cultivado ñames los padres del Chink y en las laderas de este cono volcánico humeante había jugado el pequeño Chink. Una vez, a los seis años, escaló hasta la cima. Allí le encontró su hermana, al borde del cráter, inconsciente por los humos, el pelo y las pestañas chamuscados. Había estado mirando las entrañas del monte.

A los ocho años emigró a los Estados Unidos de América, donde su tío cuidaba huertos y jardines en San Francisco. El jardín del doctor Goldman estaba muy bien para una clínica de Nueva York, pero el tío del Chlnk no habría querido que uno de sus jardines se casara con él.

El Chink aprendió inglés y otras malas costumbres. Fue al instituto de enseñanza media y a otros lugares peligrosos. Obtuvo la ciudadanía norteamericana y otras distinciones dudosas.

Cuando le preguntaban qué pensaba hacer en la vida, contestaba (aunque había aprendido a apreciar las películas, la música de las máquinas de discos y otras cosas típicamente norteamericanas) que quería cultivar ñames en la ladera de un volcán… pero como esto era imposible en la ciudad de San Francisco, se hizo jardinero como su tío. Durante más de doce años hizo la hierba más verde y las flores más floridas en el campos de la universidad de California, en Berkeley. El doctor Robbins habría admirado su trabajo.

Por acuerdo especial con sus patronos, asistía el Chink a una clase por día en la universidad. En el período de doce años completó buen número de cursos. Jamás se graduó, pero sería un error suponer que no recibió una formación.

Fue lo suficientemente astuto para advertir a sus parientes el 8 de diciembre de 1941, al día siguiente de Pearl Harbor: «El Shinto ha roto el abanico. Será mejor que metamos de nuevo nuestros amarillos culos en un volcán seguro y comamos ñames hasta que esto termine.» No le escucharon. Eran después de todo ciudadanos norteamericanos, patriotas, propietarios y pagaban sus impuestos.

El Chink tampoco se molestó gran cosa en huir. Estaba enamorado otra vez. Acampaba al borde de un volcán distinto. Es un decir.

El 20 de febrero de 1942 llegó la orden. Dos semanas más tarde el Ejército tomó medidas. En marzo, la evacuación estaba en plena marcha: Unos ciento diez mil individuos de origen japonés fueron trasladados de sus hogares en zonas «estratégicas» de la costa oeste a diez campos de «readaptación» tierra adentro. Sólo podían llevar al campo lo que pudiesen transportar. Atrás quedaron casas, negocios, tierras, muebles, tesoros personales, libertad. Norteamericanos de origen no nipón compraron sus tierras a diez centavos por dólar. (Los cultivos se perdieron.) El setenta por ciento de los individuos trasladados habían nacido y se habían educado en Estados Unidos.

Los japoneses «leales» fueron separados de los «desleales». Si uno juraba fidelidad a la causa norteamericana (y superaba con éxito una investigación del FBI) podía elegir entre seguir en un campo de readaptación o buscar un empleo en zona no estratégica. Los campos eran instalaciones militares de barracones de cartón embetunado, provistas de catres de lona y estufas barrigudas. En cada barracón vivían de seis a nueve familias. Las divisiones entre «apartamentos» eran finas como galletas y no llegaban al techo. (Aun así, hubo una media de veinticinco nacimientos por mes en la mayoría de los casos.) No había grandes deseos de abandonar los campos. A una familia leal que se había trasladado a una granja de Arkansas la había linchado una airada muchedumbre antijaponesa.

Los japoneses americanos desleales (los que manifestaron cólera excesiva por la pérdida de su propiedad y la alteración de sus vidas, o que fueron, por otras varias razones, considerados sospechosos y peligrosos para la seguridad nacional) pudieron disfrutar del placer de hacerse mutua compañía en un campo especial, el Centro de Segregación del Lago Tule, del condado de Siskiyou, California. Al Chink le habían preguntado si apoyaba el esfuerzo bélico norteamericano. «¡Demonios, no!» Contestó. «Ja ja jo jo ji ji.» Esperó la pregunta lógica siguiente, si apoyaba el japonés, a la que habría dado similar respuesta negativa. Aún seguía esperando cuando la policía militar le metió en el tren del Lago Tule.

Tule era aún menos lago que el Siwash. Lo habían drenado para que pudiese «reclamarse» la tierra como zona de cultivo. ¡Reclamar la tierra! ¿Qué fue primero, la tierra o el agua? Si te equivocas, tendrás que sentarte en un rincón con un volcán en la cabeza.

El campo de detención lo habían construido en la parte seca del fondo del lago que no servía para el cultivo. Sin embargo, los prisioneros (o «segregados», como prefería denominarlos la Autoridad de Readaptación Bélica) tenían que trabajar en las zonas agrícolas de alrededor, construyendo diques, excavando canales de irrigación y cultivando productos que demostraron una vez más que los pulgares más verdes suelen ser amarillos.

(Quizás el autor te esté diciendo más sobre el Lago Tule de lo que quieres saber. Pero el campamento aún existe en el norte de California, junto a la frontera de Oregón, y aunque el tiempo, esa pildora dietética definitiva, haya reducido sus mil treinta y dos edificaciones a sus cimientos de hormigón, quizás el gobierno aún tenga planes para ellos que puedan afectarte a ti algún día.)

Cocido en el verano, cegado por el polvo en el otoño, helado en el invierno y con barro hasta los codos en primavera, el campamento del Lago Tule estaba rodeado de una valla alta de alambre espinoso. Había soldados en torres de vigilancia que hacían guardia constante… vigilando a los niños que nadaban en los canales, a los adolescentes que cazaban serpientes cascabel, a los viejos que jugaban al Go y a las mujeres que compraban novedades en el economato donde siempre estaban en las estanterías los últimos ejemplares de Confesiones Auténticas. Se decía que aunque se prescindiese de los guardianes, los segregados no intentarían escapar. Tenían miedo a los campesinos del Lago Tule.

El Chink pidió que le permitiesen reunirse con su familia en un campo menos riguroso. Pero su expediente del FBI indicaba que había realizado, durante un período de años, prácticas tan paganas como jiu jitsu, ikebana, magia de hongos, sánscrito y arte del arco zen; en la universidad de California había escrito artículos académicos que indicaban tendencias anarquistas; y había tenido relaciones íntimas repetidas con mujeres caucásicas, incluyendo la nieta de un almirante de la marina de los Estados Unidos. Reténganlo, por favor, en Lago Tule.

A principios de noviembre de 1943, hubo un problema en el Lago Tule. El imprudente chófer de un camión del ejército atropello y mató a un agricultor japonés. Enfurecidos, los segregados se negaron a terminar la recolección. Siguió un enfrentarniento que los portavoces del ejército calificaron de «motín». Entre los ciento cincuenta y cinco cabecillas que pasaron a una prisión militar tras la correspondiente paliza, estaba el hombre al que ahora llamamos el Chink. No había participado el Chink en el «motín», en realidad estaba comprobando el ritmo de la cosecha, pero las autoridades del campo afirmaron que su actitud notoriamente insubordinada (por no mencionar su absurdo afán de venerar las plantas y las verduras y las mujeres de otros hombres) contribuyeron a soliviantar el campamento.

Si le gustaba poco el centro de segregación, menos aún le gustó la cárcel. Tras meditar varios días y noches sobre el ñame, ese tubérculo que aunque permanezca dulce al gusto y suave al tacto, es tan duro que puede crecer en las laderas de volcanes en plena actividad, lo convirtió en su mantra. Om maní padme ñame. Haré ñame-a. Jam, bam, gracias ñame. Fuego infernal y nación ñame. Luego, como el ñame, metióse bajo tierra, hizo un túnel y salió por él de la prisión.

En la Norteamérica de la guerra, en que hasta los niños de pecho y los pacientes lobolomizados recordaban Pearl Harbor, el furtivo y pequeño infiel de ojos rasgados y barriga amarilla se convirtió en un ñame. Como si dijéramos.

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HAY UNA MÁXIMA isabelina que dice: «Atender un jardín es ser civilizado.»

El ilimitado amor de Sir Kenneth Clark por la civilización occidental parece ronronear mucho más a gusto cuando se despliega en un jardín manicurado vestido de tweed.

El jardín regular es una habitación al aire libre donde se purga la naturaleza de su salvajismo, o, al menos, se mantiene en el límite.

Fue en un jardín de suma calidad donde se inició la caída del hombre. La pregunta es: ¿Caída de dónde? ¿y en qué? ¿De inocencia a pecado? ¿De substancia a forma? ¿De primitivismo a civilización?

Si dijésemos que el hombre primitivo, no caído, tenía acceso a procesos psíquicos nutritivos que los recortados setos de la civilización han oscurecido, ¿sería injusto deducir que la mente extática degenera cuando empiezan a pensar en la jardinería?

La jardinería japonesa, con su énfasis en los intervalos irregulares, frente a la insistencia de la jardinería europea en la forma ordenada, genera puntos de partida más que series de condicionamientos,…

El doctor Robbins, ya subsidiariamente afectado por el Chink, contemplaba absorto el jardín de la clínica con nuevas perspectivas, mientras Sissy entraba a los servicios. De pronto los rojos zapatos de la señorita Waterworth aparecieron entre los tulipanes.

– Disculpe, doctor Robbins -dijo la señorita Waterworth-, pero el doctor Goldman le pide que reconsidere usted su propuesta de cancelar todas las citas de hoy.

Desde donde estaba tendido en la rasurada hierba, acunando la botella de Chablis de la que aún quedaban tres cuartos, no alzó siquiera los ojos el doctor Robbins, sino que continuó con ellos fijos en los zapatos rojos. Le recordaban las despellejadas rodillas de nuestro traicionado Salvador arrodillado en el rocío de Getsemaní, al veloz flik-flik de la lengua de Serpiente, la sangre que manaba en dolor y placer en el Parque de Ciervos del rey Luis, los micrófonos habilidosamente ocultos que florecen entre las rosas del jardín de la Casa Blanca… y otras lúgubres escenas de viejos ejemplares de Better Plomes & Gardens.

– Un momento, señorita Waterworth -dijo el doctor Robbins.

Regresaba Sissy.

– Sissy, tienes más que contarme sobre el Chink, ¿verdad?

– Oh claro -dijo ella-. No te he dicho siquiera cómo se fue a vivir con el Pueblo Reloj. Ni muchas otras cosas. Pero si se ha acabado el tiempo…

– Da igual. Señorita Waterworth, está usted interrumpiendo las únicas frases interesantes que he oído decir a un paciente (y, podría añadir, a un miembro del personal) en los tres meses que llevo en esta institución. Dígale al doctor Goldman que lo siento. Vamos, Sissy. ¿Otro trago de vino? Adelante.

– Veamos. ¿Dónde estaba?

– El Chink era tan desgraciado en el centro de Segregación del Lago Tule que decidió escapar.

– No dijo Sissy-. Te he dado una impresión falsa. El Chink no estaba encantado con el campo, pero no era desgraciado. El terreno que rodea al Lago Tule da los mejores rábanos picantes del mundo. Da también grandes cebollas blancas y toneladas de lechugas. Él plntaba, cultivaba, recogía y veneraba. No era desgraciado, en realidad.

– Claro -dijo el doctor Robbins-. Ya entiendo. No era desgraciado pero tampoco era libre. La libertad es más importante que la felicidad, ¿no es eso?

Sissy bebió un trago de vino y le pareció demasiado seco. La Condesa la había hechizado con el gusto del Ripple.

– No, no es eso exactamente tampoco -dijo-. Aunque el Chink estuviese en las primeras etapas de su desarrollo, había adelantado lo suficiente para saber que la libertad (para los seres humanos) es más que nada una condición interna. Era lo suficientemente libre en su propia cabeza, incluso entonces, para soportar el Lago Tule sin una indebida frustración.

– ¿Por qué escapó entonces? -el doctor Robbins se frotó con la boca de la botella el oruguesco bigote. Como si estuviese entrenado precisamente para tal función, se onduló éste hasta formar un andrajoso interrogante.

– Aún no sabes que el Chink siente una extraña fascinación por la ciencia de lo peculiar, por las leyes que gobiernan las excepciones.

La oruga repitió su interrogante.

– Bueno -explicó- Sissy-, había tres categorías de japoneses norteamericanos en el país durante la guerra. Estaban los de los campos de detención, como el Lago Tule; luego, los que habían liberado para realizar trabajos serviles en zonas rurales remotas del interior, y luego los que servían en el ejército norteamericano. Cada miembro o cada categoría estaba cuidadadosamente vigilado y supervisado por el gobierno. El Chink se fugó del Lago Tule porque consideró que debería haber una excepción. Tras suficiente provocación, decidió hacer lo singular como opuesto a lo general, para encarnar la excepción en vez de la norma»

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SE DIRIGIÓ A las colinas proverbiales. La Montañas Cascade quedan al oeste, tras unos treinta kilómetros o más de lechos volcánicos. La lava le resultaba muy familiar. Cada rasguño de sus zapatos le aproximaba más a su niñez. Durante toda la noche, trotó, caminó, descansó, trotó. Al ponerse el sol, le esperaba el monte Shasta, cono de helado de diamante, volcán de vacaciones, adornado (como las grullas chilladoras) con el poder del blanco. Alentándole. Una hora después de amanecer estaba a cubierto bajo los árboles.

Pensaba ir por la senda de la cresta, cruzar los Montes Cascade y seguir luego Sierra Nevada hasta México. En primavera quizá volviese como emigrante clandestino a Norteamérica para trabajar en la cosecha. No eran muchos los granjeros capaces de distinguir a un nipón de un hispano, no con sombrero de paja y el espinazo doblado hacia los nabos. Ay, México quedaba a mil seiscientos kilómetros de distancia, el mes era noviembre, ya había nieve en las cumbres, flop flap cantaban sus zapatos.

Por fortuna, el Chink sabía qué plantas comer y qué bayas, nueces y hongos asar en diminutas hogueras sin apenas humo: Cómo mejor remendarse los zapatos con cortezas. Su viaje siguió bien una semana o más. Luego, del misterioso lugar donde el tiempo habita, llegó cabalgando una poderosa y brusca tormenta. Durante un rato, jugó con él, soplando en sus oídos, aviejando su pelo normalmente negro, colgando copos habilidosamente en la punta de su nariz. Pero la tormenta iba en serio y pronto el Chink, pese a cobijarse bajo un saliente, comprendió que, en comparación, la pasión de aquella tormenta por tormentear convertía en cosa de risa su propio deseo de llegar a México. Nieve nieve

nieve nieve nieve. Lo último que una persona ve antes de morir se ve obligado a llevarlo consigo por todas las salas de equipaje de la muerte eterna. El Chink se esforzó por fijar sus ojos en una secoya o al menos en un matorral de gaylussacia, pero todo lo que sus congelados ojos veían era nieve. Y la nieve quería tenderse sobre él con el mismo ansia con que el varón quiere tenderse sobre la mujer.

La tormenta se ensañó con él. Perdió la conciencia esforzííndose por pensar en Dios, y pensando en cambio en una radiante mujer que cocinaba ñames.

Le salvaron, claro. Le salvaron los únicos que podían salvarle. Fue descubierto, arrastrado, acostado y descongelado por miembros de una cultura india de Norteamérica a la que, por varias razones, no puede identificarse más que con esta fantástica descripción: Pueblo Reloj.

Quizá no sea fácil aceptar el hecho de la existencia de este pueblo. Podrías leer todos los números del National Geographic desde el año 1 y no hallar paralelo exacto en las características particulares del Pueblo Reloj. Sin embargo, si lo piensas un rato (como hizo Sissy, como hizo el autor) resulta evidente que el proceso civilizador ha dejado bolsas de vacío que sólo podría haber llenado el Pueblo Reloj.

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ERA LA HABITACIÓN en que el fugitivo recuperó el conocimiento, grande y caldeada. La tapizaban toscas mantas y pieles de animales. No podía determinar el Chink si era cueva, cabaña camuflada o habitáculo tipo tipi/hogan perfeccionado. Mostraba sumo cuidado en no revelar detalles que pudiesen ayudar a la localízación de sus salvadores. Sissy, además, no habría mencionado nunca el Pueblo Reloj al doctor Robbins de no haber recibido seguridades de que la conversación entre psiquiatra y paciente es sagrada y confidencial, inmune incluso a las solicitudes e imposiciones del gobierno.

El que el doctor Robblns acabase violando algún día esta promesa… bueno, dejemos esto por ahora.

Como ya hemos dicho, el Pueblo Reloj pertenece a una cultura india norteamericana. Ahora bien, desde el punto de vista étnico, no es una tribu. Es más bien una asociación de indios de varias comunidades. Llevan viviendo juntos desde 1906.

Al amanecer del 18 de abril de 1906, la ciudad de San Francisco despertó a un terrible estruendo de creciente intensidad. Durante sesenta y cinco segundos, la ciudad se estremeció como bola de gomosa carne en las mandíbulas de Teddy Roosevelt. Siguió un silencio casi tan terrible como el estruendo. El corazón de San Francisco yacía en ruinas. Los edificios se habían derrumbado sobre las calles abiertas; cuerpos retorcidos de seres humanos y caballos coloreaban los escombros; el gas silbaba como la Serpiente de Todas las Pesadillas por docenas de tuberías rotas. Durante los tres días siguientes, las llamas que no apagaron las lágrimas de los desvalidos y de los heridos, envolvieron cuatrocientas noventa manzanas.

La historia conoce la catástrofe como el Gran Terremoto de San Francisco, pero no es así como la conoce el Pueblo Reloj porque, bueno, el Pueblo Reloj no cree en los terremotos.

Entre las gentes que contemplaban la ardiente devastación desde los cerros circundantes había algunos indios norteamericanos. Eran sobre todo de tribus californianas, aunque había también otros de Nevada y Oregón, y representantes también de los escasos pero famosos siwash, eran en fin los primeros indios urbanizados. Pobres, generalmente desempeñaban trabajos serviles o mal considerados a lo largo de la Barbary Coast. (Hemos de subrayar, sin embargo, que ninguno había acudido a la ciudad por ansia de dinero, no necesitaban dinero en el lugar de donde venían, sino sólo por curiosidad.) Los habitantes blancos de San Francisco, acampados en las humeantes cimas de los cerros, contemplaban estupefactos las ruinas. Quizá también a los indios les abrumase el espectáculo, pero ellos parecían como siempre, tan inexcrutables como la otra cara de la moneda. Sin embargo, los indios iban a mostrar tambien gran conmoción. Fue cuando los incendios quedaron controlados al fin y los ciudadanos empezaron a moverse entre las cenizas aún calientes, cantando, alabando al Señor y gritándose unos a otros sus planes para reconstruir la metrópolis, cuando los indios se quedaron boquiabiertos de asombro. No podían creerlo, sencillamente. No podían comprender lo que veían. Sabían que el hombre blanco carecía de inteligencia, pero, ¿se había vuelto loco? ¿Acaso no podían leer los signos más impresionantes y claros? Aún los indios que habían empezado a confiar en el hombre blanco, se sintieron terriblemente desilusionados. ¿Reconstruir la ciudad? Movían la cabeza y murmuraban.

Durante varias semanas, permanecieron allí en el cerro, extraños unidos por la conmoción y el desengaño, así como por un enfoque cultural común de lo que había pasado allí abajo. Luego, a través de comunicaciones cuya naturaleza conocen mejor ellos, algunos de los indios dirigieron la emigración de un pequeño grupo de almas hacia las Sierras, donde en un período de trece lunas llenas crearon la base de una nueva cultura. (O, mejor sería decir, bajo su ímpetu, la vieja base de la Religión de la Vida alumbró inesperados y portentosos brotes.)

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HEMOS DE DECIR en favor de los suskejanna, los winnebago, los kickapu, los chickasau, los kuakiutl, los potawatomis y todos los demás aborígenes de espléndidos nombres que vinieron a llamarse «indios» por ignorancia de un marinero italiano muy aficionado a las naranjas, que es bastante lógico que los «indios» llamasen erróneamente «Chink» a nuestro héroe japonés-americano.

Había muy pocos japoneses en San Francisco en 1906, pero eran abundantes los chinos. Ya había un barrio chino; con exóticas trampas y señuelo de turistas. Drogas, juego y prostitución abundaban en el barrio chino, lo mismo que en la Barbary Coast, y los indios habían oído muchas veces hablar a sus patronos de la competencia de los «chinks».

Entre 1906 y 1943, el Pueblo Reloj había discutido, lógicamente, en varias ocasiones, las circunstancias de su emigración a la Sierra. Más de una vez se habían preguntado en voz alta por qué los amarillos habrían sido tan estúpidos como para unirse a los blancos en la reconstrucción de San Francisco. ¡Había sido bastante asombroso ver a los blancos dispuestos a repetir su error, pero el que los amarillos les siguieran,…!

Su curiosidad respecto a los amarillos influyó sin duda en su decisión de salvar a aquel desconocido casi congelado. Durante sus días de recuperación, la víctima de la tormenta había oído preguntar a varios de sus anfitriones sobre el estado del «Chink». No tenía el sentido del humor tan congelado como para no perpetuar, una vez repuesto, el apodo,

Más tarde quizá confesase su origen japonés. Pero confesó de inmediato que era un fugitivo. El Pueblo Reloj decidió acogerle y nunca lo lamentaría. En los años siguientes el Chink les prestó muchos servicios. A cambio, le aceptaron como uno de ellos y por esta causa tuvo acceso a todos los secretos de las máquinas del tiempo.

La función básica del Pueblo Reloj es mantener y observar esas máquinas. Son algo real. Se encuentran en el centro, en el alma, de la Gran Madriguera.

La Gran Madriguera es un entramado o serie laberíntica de túneles, en parte hechos a mano y en parte de origen geológico. Concretando más, se trata de una red natural de estrechas cuevas, situadas bajo una gran loma en plena sierra, que fue ampliada y perfeccionada por los indios que se exilaron voluntariamente de San Francisco en 1906. Muchos de los túneles, casi la mayoría, son callejones sin salida.

El Pueblo Reloj como ahora le conocemos, se dividió en trece familias que no correspondían necesariamente a líneas tribales. (¿Qué significa numéricamente el hecho de que el Pueblo Reloj decidiese estructurar su ritual en trece meses y se diferenciase luego en trece familias? Bien, dicho en pocas palabras, consideran el trece número más natural que el doce. Para los babilonios, el trece era aciago. Por ello, al inventar la astrología, desecharon adrede una importante constelación, asignando erróneamente al Zodíaco sólo doce casas. El Pueblo Reloj nada sabía de las supersticiones babilónicas, pero conocía las estrellas, y, en parte queriendo superar la antinatural tendencia favorable al número doce de la cultura occidental, eligieron hacer justicia al trece.) Cada familia tenía asignada responsabilidad sobre una sección de la Gran Madriguera. Cada una de las familias conoce una sección centímetro a centímetro, pero ignora por completo las otras doce. En consecuencia, no hay ni una sola familia ni un solo individuo que conozca El Camino. El Camino, por supuesto, es el verdadero camino que lleva hasta las maquinarias atravesando el intrincado laberinto de la Gran Madriguera. No pueden, además, las familias trazar un mapa de El Camino, pues cada una de ellas guarda como secreto sagrado el conocimiento de su madriguera o sección de El Camino.

(No por llamar a estas secciones de túneles «madrigueras» se identifica el Pueblo Reloj específicamente con los animales, como los indios en cuyas culturas los totems jugaban un papel tan importante y destacado. Estos indios utilizaban las características de determinados animales metafóricamente. Era sólo una forma de simbolismo poético. Usaban los animales para pensar con ellos.)

De acuerdo. ¿Quién llega a la fábrica del tiempo, cuándo y cómo? Todas las mañanas, al alba, reúnense los guías designados del día (uno de cada una de las trece familias) en la entrada de la Gran Madriguera. Luego, allí se les tapan los ojos a todos, salvo al guía que representa a la Familia de la Primera Madriguera. Los doce que tienen los ojos vendados se cogen de la mano y el primer guía los dirige a través de una de las diversas rutas que él o ella puedan tomar para llegar al principio de la Segunda Madriguera. Los guías procuran no utilizar jamás dos veces la misma ruta. Suelen volver atrás y dicen a menudo al resto del grupo que suelten las manos y den vueltas. Así, ya que por estas fechas hay unos veinte miembros en cada familia, cada individuo actúa como guía sólo unas trece veces por año.

Ahora bien, cuando el primer guía llega al término de su madriguera y al principio de la siguiente, instruye al guía de la segunda para que se destape los ojos, y véndase luego los suyos. Y así hacen de modo sucesivo hasta que el grupo llega a la gran cámara central donde están los relojes. Allí, se dedican a «guardar el tiempo» hasta que llega el momento del viaje del regreso. Teóricamente, los trece guías diarios salen de la Gran Madriguera al ocaso, aunque esto sólo se produce en realidad los días en que hay trece horas de luz natural.

Acompañan, en ocasiones, a los guías en su misión otras personas. Al individuo enfermo o al anciano a punto de morir o a la embarazada al borde del parto los conducen, con los ojos vendados, a la madriguera central, pues, el Pueblo Reloj procura en lo posible que las muertes y nacimientos de sus miembros se produzcan en presencia de los relojes. Aparte de nacimientos y muertes, la razón de las visitas diarias a los relojes es comprobar el tiempo.

Quizá debiéramos decir «comprobar los tiempos», pues los relojes son en realidad dos y es totalmente distinto el tipo de tiempo que mide cada uno. (Quizá debamos indicar también que lo que se define aquí son los artefactos originales: Más tarde habría otros, y estos segundos ocupan un lugar aún más prominente en nuestra historia.)

Hay primero, un gran reloj de arena, de algo más de dos metros de diámetro y unos cuatro de altura, armado con membranas internas, finamente trenzadas y firmemente tensadas, de grandes animales (alces, osos, pumas). El reloj de arena está lleno de bellotas, suficientes para que tarden unas trece horas en pasar o verterse, una a una, por el estrecho pasaje del centro de ese artefacto transparente. Cuando los guías diarios entran en la madriguera central, dan la vuelta al reloj de arena. Cuando se van (transcurridas más o menos trece horas) vuelven a hacerlo. En consecuencia, «comprobar el tiempo» o «mantener el tiempo» es, en el día de veintiséis horas del Pueblo Reloj, lo mismo que «hacer el tiempo» o, más sencillamente, «hacer la historia». El Pueblo Reloj cree que hace la historia y que llegará el final de ésta con la destrucción de los relojes,

No imagines, por favor, que el «final de la historia» o el «final del tiempo» pueda significar «el final de la vida» o lo que normalmente entienden los individuos de mentalidad apocalíptica cuando hablan (casi deseándolo, a lo que parece) del «fin del mundo». Esto es bazofia paranoica, y sea cual sea el valor que asignemos en último término al Pueblo Reloj, su filosofía debe situarse a un nivel más alto que esas paparruchas tremendistas.

¿Qué quieren decir, entonces, con final de la historia, y como serán destruidos los relojes?

Tengamos esto en cuenta: Esas gentes, esos indios clandestinamente exiliados, no tienen más que este ritual: LA COMPROBACIÓN DE LOS RELOJES… el mantenimiento y la formación de la historia. Asimismo, sólo tienen una leyenda o mito cultural: un continuo al que llaman la Eternidad del Gozo. Es en la Eternidad del Gozo donde entrarán todos los hombres, según su creencia, una vez que se hayan destruidos los relojes. Anhelan, por tanto, un estado de atemporalidad en el cual los individuos aburridos, frustrados e insatisfechos no tengan ya que «matar el tiempo», pues el tiempo estará definitivamente muerto.

Y ellos se preparan para la atemporalidad eliminando de su cultura todos los papeles, planes y normas morales no directamente relacionados con el mantenimiento de los artefactos. El Pueblo Reloj quizá sea la comunidad más anarquista que haya existido. Quizá sea ia que hasta el presente más se haya aproximado a practicar del todo la anarquía. Esto es impresionante por sí solo y deberían abanicar con pavorrealescas plumas de optimismo a todos los que sueñan con el estado social perfecto.

El Pueblo Reloj controla su anarquismo (si no es contradictorio esto) por haber canalizado simplemente todas sus tendencias autoritarias y controlado sus impulsos maníacos a través de un único ritual. Todos los miembros de la comunidad entienden claramente que no hay más rituales, que no se necesita más creencia v, además, que este ritual lo crearon ellos mismos: no tienen supersticiones estúpidas de dioses o espíritus de ancestros que sostengan este ritual en sus cabezas a cambio de homenaje y/o «buena» conducta.

Ritual, normalmente, es una acción o ceremonia destinada a crear la unidad de pensamiento en la congregación o comunidad. El Pueblo Reloj considera el mantenimiento de los relojes como el último ritual comunitario, el definitivo. Con la destrucción de los relojes, es decir, con el final del tiempo, todos los rituales serán personales y propios, servirán, no para unificar una comunidad/culto, una causa común, sino para ligar a cada persona individual con el universo del modo que a éste o ésta mejor le parezca. Lo único dejará paso a lo plural en la Eternidad del Gozo, aunque, como el universo es a la vez múltiple y uno, cuanto ligue a un individuo con él le ligará de modo automático con todos los demás, aunque estimule de modo simultáneo una identidad propia del todo independiente en una leche batida eterna que nunca cuaja el tiempo. Así, paradójicamente, la sustitución de rituales sociales por individuales traerá una unidad definitiva inmensamente más universal que la red de ritos comunales que en la actualidad dividen a las gentes en incómodos grupos inquietos y enfrentados.

Ahora bien, el Pueblo Reloj, lo forman visionarios a quien no satisface el ritual de comprobación del tiempo. Después de todo, es la única acción autoritaria y compulsiva que los vincula. Desean eliminarlo. Si lo eliminasen, podrían superar la historia y pasar a la Eternidad del Gozo. Podrían sin tiempo, educar a sus hijos y enterrar a sus muertos siempre que quisiesen. Sin embargo, comprenden que en esta etapa de la evolución aún necesitan el ritual, aunque comprendan y perciban también que pueden perfectamente destruir los relojes. No los destruirán. Han aceptado (y esto es básico en sus mitos) que la destrucción ha de venir del exterior, ha de venir por medios naturales, ha de venir por voluntad (capricho es más exacto) del gesticulante planeta, cuyos más agudos estremecimientos llaman los insensatos «terremotos».

Podemos comprender así un poco más los orígenes de su cultura. La gran conmoción de 1906, que destruyó prácticamente todo San Francisco, fue para los indios como una señal. Habían dejado la tierra para irse a la ciudad. El que la tierra pudiese destruir la ciudad en sesenta y cinco segundos era indicio de dónde residía el poder verdadero.

En un contexto natural, jamás el fenómeno habría constituido un holocausto. Lejos de esos centros de hacinamiento que denominamos ciudades, un «terremoto» sólo constituiría una aceleración superficial de los movimientos protoplasmáticos del globo, que, a profundidades diversas e intensidades varias, están produciéndose siempre, y no, en consecuencia, en un momento sino en todo momento. Al producirse «en todo momento» es como si se marginaran del tiempo, pues la idea de tiempo está soldada inseparablemente con la de progresión. Y ¿cómo puede avanzar lo que está ya en todas partes?

De ahí hay un breve salto al saliente del sueño: la Eternidad del Gozo (el presente continuo en el que todo, fluyendo la danza de las eras, que erróneamente juzgamos despliegue cronológico y no posición fija de conciencia celular profundizada, se integra siempre).

Cuando los ciudadanos de San Francisco se pusieron inmediatamente a reconstruir su ciudad, los indios se sintieron, comprensiblemente, muy decepcionados. Los ciudadanos blancos (y amarillos) no habían aprendido nada. Habían recibido una señal (una señal lúcida y poderosa) de que el hacinamiento humano y su tecnología concomitante no son el camino adecuado para participar de la hospitalidad de este planeta. (Hay en realidad incontables medios de vivir alegres y sanos sobre esta temblorosa esfera, y probablemente sólo uno (el de la industrialización, la urbanización y el hacinamiento) de vivir como imbéciles, y el hombre ha ido a elegir precisamente éste.) Los habitantes de San Francisco no percibieron la señal. Capitularon, optando por mantenerse en el tiempo y apartarse de la eternidad.

Quizá los lectores se pregunten por qué los indios, que identificaron el terremoto como lo que realmente era, no pasaron a la Eternidad del Gozo sin más y de inmediato. Enfocaban, en fin, a la vez con visión realista y sentido del humor su situación. Se daban cuenta de que harían falta de tres a cuatro generaciones para eliminar los sedimentos culturales previos. Los patriarcas (de los que sólo dos o tres viven aún) razonaron que si podían canalizar todas las frustraciones y compulsiones autodestructoras de sus hermanos en un ritual único y simple, conseguirían dos cosas: una, que fuera de ese ritual, la comunidad pudiese experimentar libremente estilos de vida y apartarse de los señuelos de la muerte. Segundo, tarde o temprano, la tierra emitiría otra poderosa señal, lo bastante para destruir su último icono de cultura atada al tiempo, los relojes, poniendo fin al ritual aunque éste estuviese remodelando gran parte de la civilización norteamericana.

Lo que nos lleva, tictaqueando, a la cuestión del segundo reloj. El primer reloj de las maquinarias originales, el reloj de arena de membrana, se asienta en un estanque de agua. La Gran Madriguera queda situada sobre una profunda fractura, una de las ramas principales de la Falla de San Andrés. La falla de la Sierra aparece claramente en los mapas geológicos del norte de California (lo cual constituye un indicio del emplazamiento de las máquinas originales, ¿verdad? aunque la falla sea muy larga). Además, la corriente subterránea que alimenta el estanque de la Gran Madriguera desemboca directamente en la Falla de San Andrés. Ese estanque de agua es el segundo reloj del sistema. Consideremos sus piezas.

Momentos antes de un terremoto, determinados individuos sensibles experimentan náuseas. Los animales, por ejemplo el ganado, son aún más sensibles a las vibraciones que preceden al terremoto, sintiéndolas antes y con mayor intensidad. Pero no hay duda de que las criaturas que son más sensibles a los terremotos en la actualidad son ios siluros. Lectores, se trata de un hecho científico; les escépticos no deberían vacilar en comprobarlo. Siluros.

Ahora bien, hay una especie de siluros, ciega por herencia, que habita en exclusiva las aguas subterráneas, Su nombre latino es Satán Euristomus, de nuevo para escépticos, pero los espeleólogos llaman a estos peces blandcats o gatos ciegos. Estos gatos ciegos, relativamente raros en California, son muy comunes en las nievas y cavernas de los estados Ozark y de Tejas.

En el estanque de los relojes hay siluros de este tipo. Su innata sensibilidad a los terremotos, típica de los siluros, viene suplementada por el hecho de encontrarse conectados, por aleta y bigote, a la vibración de una de las cadenas de fallas más grande y frenética del globo. Cuando se inicia un movimiento de cualquier pasión ritcheriana, el siluro entra en un estado de conmoción. Deja de comer, y cuando se mueve, lo hace erráticamente. Por el control constante de los cambios en el campo magnético de la Tierra o en la inclinación de su superficie o por el ritmo cinético y la intensidad de la tensión cuando las fallas reptan lentamente, los sismólogos han predicho con exactitud una serie de temblores de menor cuantía, aunque no con gran precisión. Los siluros de los relojes, por otra parte, han registrado la inminencia de terremotos en lugares tan lejanos como Los Ángeles (1971) y hasta con cuatro semanas de antelación.

En las paredes de tierra de la Madriguera Central, el Pueblo Reloj ha anotado ordenadamente las fechas e intensidades de todos los temblores, intensos o suaves, que se han producido en las fallas de tres mil kilómetros de Costa Oeste desde 1908. EJ gráfico general, transcrito por el reloj de los siluros, muestra una estructura rítmica que indica a las mentes rítmicas de los indios que algo importante va a suceder cualquier semana.

Este atisbo de destrucción sólo es pitagoriano en el sentido de que si el cataclismo borra el último vestigio de rito cultural, llegará ese género de libertad completa, social y psíquica, que sólo puede brindarnos la natural anarquía atemporal, el nacimiento de un pueblo nuevo a la Eternidad del Gozo.

El Pueblo Reloj considera la civilización como una serie de símbolos de disparatada complejidad que oscurece procesos naturales y dificulta el movimiento libre. La tierra está viva. Arde en su interior el calor del anhelo cósmico. Anhela estar de nuevo con su esposo. Gime. Se agita suavemente en su sueño. Cuando se rompan las simbologías de la civilización, no habrá más «terremotos». Los terremotos son una manifestación de la conciencia humana. Sin locuras hechas por el hombre no podría haber terremotos. En la Eternidad del Gozo, el hombre desurbanizado, pluralizado, a gusto con su tecnología suave, sonreirá y suspirará cuando la tierra empiece a temblar.

– Está inquieta esta noche -dirá.

– Tiene sueños de amor.

– Siente añoranzas.

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EN LAS ALETAS de los delfines hay cinco dedos esqueléticos.

En otros tiempos, los delfines tenían manos. De los residuales digitales que hay en sus aletas, se puede deducir que los delfines tenían dedos oponibles. Imaginaos un delfín con un as en la mano. Imaginaos un delfín arrancando los pétalos de una margarita: Me quiere, no me quiere. Imaginad un delfín, que dibuja una carta astrológica descubriendo que todos sus planetas estaban en Piscis. ¿Puedes imaginarte a un delfín metiéndose los dedos en el respiradero? ¿A un delfín a la máquina escribiendo su libro?

Imagina al delfín, un animal terrestre entonces (aunque el Expreso Piscis sólo para en el fondo del mar) agitando un flaco pulgar en el aire de lagarto filtrado de la prehistoria, en autoestop camino de la Atlántida o de Gondwana. ¿Cogerías tú a un delfín que hiciese autoestop? ¿Y si condujeses una barracuda?

¡Bueno, bueno, bueno, el autor quiere decir (a los miopes y a los condicionados mentalmente por el tiempo) que el delfín también tenía pulgares! Piensa esto cuando tengas un rato. Ahora mismo. Sin embargo el pulgar del delfín queda eclipsado por el pulgar de Sissy. Que ella flexiona ahora en un sucio jardín ciudadano.

El doctor Robbins, terminando el vino, deseó saber si el Chink compartía las ideas del Pueblo Reloj.

La respuesta era, y es, no, nunca estuvo por completo de acuerdo con los puntos de vista y las suposiciones del Pueblo Reloj, y con el paso de los años, lo estuvo aún menos y no más. Sin embargo, cayó en manos del Pueblo Reloj en un momento en que la mayoría de los habitantes del mundo se daban cabezazos por vagas e insustanciales manías como la expansión económica y la geopolítica etnocéntrica, y sus propios pueblos, el japonés y el norteamericano, figuraban entre los más fanáticos perseguidores de la victoria y rezaban a las deidades de la bala y enseñaban a sus hijos a andar sobre el filo de la navaja. Así que, cuando conoció a las trece familias de la Gran Madriguera y aprendió las razones y procesos de las máquinas del tiempo, el Chink lanzó un largo «ja ja jo jo ji ji». Y dijo: «Es tranquilizador ver signos de vida inteligente en el planeta.»

– Exactamente lo que pienso yo -musitó el doctor Robbins, mientras contemplaba las sombras de los pulgares de Sissy que saltaban como delfines por el muro clel jardín.

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ENTRE LOS miembros del Pueblo Reloj, que nunca habían saboreado un ñame ni visto una grulla chilladora, que no estaban familiarizados con la práctica del autoestop, que se habrían quedado pasmados ante una lata de Yoni Yum y que no eran capaces de creer en chifladuras de la imaginación norteamericana como las vaqueras, habitó el Chink veintiséis años.

Durante los ocho primeros, vivió prácticamente como un miembro más del Pueblo Reloj, un miembro honorario de la Familia de la Treceava Madriguera, compartiendo sus alimentos, su vivienda y sus mujeres. (Al ser una sociedad anarquista o, más exactamente, pluralista, algunos de los miembros del Pueblo Reloj eran monógamos. Otros, quizá la mayoría, practicaban el amor libre. En una sociedad pluralista, el amor muestra en seguida todos sus embadurnados y sonrientes rostros, y debe advertirse que el término familia sólo impórtaba a efectos del ritual de los relojes, fuera del cual predominaba el entremezclamiento sin inhibiciones. Por ejemplo, un hombre de la Familia de la Quinta Madriguera, podía dejar embarazada a una dama de la Onceava Madriguera, y el niño resultante, una vez crecido, asignarse a la Familia de la Novena Madriguera,)


En 1951, cuando la guerra era sólo un brillo en los ojos saltones de la Legión Americana, se trasladó el Chink a una cabaña que había construido unos quince o diecisiés kilómetros al oeste de la Gran Madriguera. Se alzaba la cabaña estratégicamente en la estrecha entrada del valle, que, con un arroyo como pista de carreras, totalizaba contra la base de la loma llena de toneles. En la otra dirección, a un par de kilómetros más allá de la cabaña, había un camino que llevaba a una polvorienta carretera que llevaba a su vez a una autopista por la que se llegaba a una combinación de almacén general, café y gasolinera. El Chink empezó a acudir a aquel establecimiento en autoestop cada quincena, y compraba allí periódicos, revistas y otras provisiones. Se los leía a los miembros interesados del Pueblo Reloj (todos hablaban inglés pero había muy pocos que supiesen leerlo); eran sobre todo los jóvenes, pues los viejos consideraban las «noticias» no relacionadas con terremotos, huracanes; inundaciones y otras triquiñuelas geofísicas trivialidades sin importancia. El erupto de la civilización, le llamaban. Quizá los indios mayores tuvieran razón. Recuerda, lector, que eran los años Eisenhower y las noticias parecían coladas por los calcetines de golf de un comandante de oficina del Pentágono.

El Chink también ligaba a los indios mayores con el resto del mundo de otro modo. El Pueblo Reloj había mantenido misteriosamente durante décadas periódicos contactos con ciertos indios del exterior. Estos contactos exteriores eran brujos o hechiceros, pero el Chink nunca llegó a determinar su relación exacta con el ritual de los relojes y la leyenda de la Eternidad del Gozo, Sin embargo, a mediados de los cincuenta, uno o más de estos desconocidos empezaron a aparecer en aquel almacén de la Sierra exactamente a las horas de las visitas imprevistas del Chink. Bebían una cerveza con él y le transmitían unas cuantas noticias en apariencia insignificantes, que él consideraba obligado transmitir cuando volvía a la Gran Madriguera. Oficiaba así de médium, lo mismo que el aire es el médium del repique del tambor, relacionando al Pueblo Reloj, a jóvenes y viejos, con tambores lejanos. Actuaba también como agente desviador. Cuando entraban en la zona cazadores, autoestopistas o prospectores, utilizaba el Chink sus habilidades para apartarles de las proximidades de la Gran Madriguera. Solía bastar para desviar a los intrusos insinuar cosas sobre caza, bellas cataratas o depósitos de minerales, pero de cuando en cuando se deslizaba una pequeña roca o había que prever algún otro accidente. Aun así, unos cuantos intrusos, sobre todo rangers del servicio forestal norteamericano se colaban por la red del Chink. A los que se acercaban demasiado el Pueblo Reloj los liquidaba. De 1965 a 1969, fueron siete los intrusos que acabaron con una flecha en el pecho y enterrados en la Gran Madriguera.

Fueron estas ejecuciones fuente de discordia entre el Chink y el Pueblo Reloj, cuyos miembros las consideraban lamentables pero necesarias como medida de protección, mientras que el Chink decía: «Hay muchas cosas por las que merece la pena vivir, unas cuantas por las que merece la pena morir, pero nada por lo que merezca la pena matar.» El Chink intento convencer al Pueblo Reloj de que con el aumento del tráfico aéreo sobre las montañas, y con la mucha gente que la civilización estaba arrojando a las zonas deshabitadas era sólo cuestión de «tiempo» el que fuese descubierta su cultura. ¿Qué harían entonces? Evidentemente, el Sistema no sería lo bastante generoso como para dejarles en paz. «Nos esconderemos en los túneles», respondían algunos de mediana edad. «Nos defenderemos hasta la muerte», contestaban algunos jóvenes. «Los movimientos de la tierra se cuidarán de todo eso», contestaban los viejos, sonriendo enigmáticamente.

Aunque los asesinatos le inquietaren, aceptaba el Chink con facilidad otras contradicciones en la filosofís del Pueblo Reloj, Y cuando se enfrentaba con una contradicción, como se veía enfrentado, como nos vemos todos, todos los días y hasta todas las horas, le parecía que no había más solución que aceptar los dos puntos de vista.

Sin embargo, le impacientaban cada vez más las ideas del Pueblo Reloj, y hacia el final de su estancia en la Sierra solía brotar con frecuencia el ratón de su risa burlona.

Pero también algunos jóvenes de la Gran Madriguera habían perdido la paciencia. Por las transmisiones de noticias del Chink, se habían enterado de la militancia creciente de los indios norteamericanos. Supieron del Poder Rojo y de reservas cuyos orgullosos residentes se habían pintado los colores de guerra… y se habían armado hasta los dientes. A principios de la primavera de 1969, cuatro jóvenes salieron furtivamente de la Gran Madriguera, aventurándose en el extraño mundo exterior, situado más allá de las nevadas montañas, para ver con sus propios ojos. Un par de meses después regresaron, emocionados, emplumados, llenos de abalorios, zumbando revolución. Dos camaradas se unieron a ellos y todos desertaron del Pueblo Reloj para ir a enfrentarse al hombre blanco en sus propios términos… y en su propio tiempo. De camino montaña abajo fueron los jóvenes hasta la cabaña del Chink.

– Estás tan harto como nosotros de esperar sentado ese terremoto de mierda -dijeron en un idioma de reciente adopción-. Eres fuerte y listo y nos has enseñado muchas cosas. Ven con nosotros y únete al movimiento.

– ¿Tiene consignas ese movimiento vuestro? -preguntó el Chink.

– ¡Claro! -gritaron. Y le citaron algunas.

– ¿Tiene bandera vuestro movimiento? -preguntó el Chink.

– ¡Claro! -y le describieron su enseña.

– ¿Y tiene dirigentes vuestro movimiento?

– Grandes dirigentes.

– Entonces, podéis metéroslo en el culo -dijo el Chink-. No habéis aprendido nada.

Y bajó al arroyo a buscar berros.

Unas semanas después, aceptó la invitación de un anciano jefe siwash que era el principal aliado exterior del Pueblo Reloj, un brujo degenerado que sabía convertir la orina en cerveza, para que le iniciase como hechicero, honor que le dio derecho a ocupar la cueva sagrada del lejano Cerro Siwash. Inmediatamente partió para las colinas de Dakota a construir un reloj cuyos tics pudiesen repetir exactamente los tics del universo, cuyo son, sonaba a su oído, cada vez mas «ja ja jo jo ji ji».

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CUANDO SE ESTÁ todo el día en la silla, se necesila hacer algo con la boca aparte de cantar «yipi yipi yu». Claro que suele hacer demasiado calor y sequedad para cantar. Una acaba con la garganta llena de polvo.

Sin embargo, cuando se está pegado a la silla del amanecer al obscurecer, se necesita algo de naturaleza oral que le mantenga a uno ocupado y tranquilo. Por eso tantos vaqueros mascan tabaco o fuman «líelo usted mismo». Por eso, es realmente País Malboro.

Pero las vaqueras de la Nueva Era, no son muy partidarias del hábito del tabaco. Gloria estaba poderosamente ligada a los Pall Malls que llegaban a ella a través de una larga ruta, desde Richmond Sur, Virginia. Y Big Red solía aceptar una mascada. En conjunto, sin embargo, las chicas sentían por el tabaco una no-preferencia rayana en el desprecio. Aunque no estuviesen de acuerdo con Debbie que predecía: «Cuando las cosas se pongan realmente mal en el planeta y la Tierra empiece a desmoronarse con las guerras, la contaminación, los terremotos, etc., entonces, vendrán los Seres Superiores en platillos volantes y rescatarán a las almas más perfectas que haya entre nosotros; pero no podrán llevarse a bordo de sus naves espaciales a los fumadores, porque los que tienen nicotina en el organismo explotan al entrar en la séptima dimensión».

Las vaqueras necesitaban, en cierto modo, algo con la boca mientras cabalgaban, y lo que hacían era esto: se metían un caramelo en un carrillo y un trébol en el otro. Raras veces chupaban y nunca masticaban, sólo se concentraban en la mezcla de jugos del caramelo y el trébol que bajaba por sus amígdalas, en un goteo constante como agua de lluvia cayendo por los tejados de caramelo del país de las hadas.

Y además de calmar y entretener, sin la necesidad de escupir ni utilizar las manos, el caramelo y el trébol dan al individuo el aliento más interesante del mundo.

No es extraño que las damas del Rosa de Goma anduviesen siempre besándose, aunque lo que una vaquera hace con su boca cuando vuelve al barracón, no debería en realidad preocuparnos a nosotros, estudiosos de las costumbres de Occidente.

Cuando había treinta o más vaqueras cabalgando en el Rosa de Goma, solían la grama y las colinas y todo el ancho cielo incluso empezar a oler a caramelo y trébol.

A veces el Cliink lo percibía desde su cerro. No al principio de su llegada a Dakota, claro. Entonces, sólo podía oler polen y artemisa y humo de madera y su propio yo peludo. Alguien dijo, no recuerdo quién: «un ermitaño es misterioso para todos salvo para el ermitaño».

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CUANDO SE instaló en el Cerro Siwash, no podía el Chink al principio captar una vaharada de aliento caramelotrébol o de arrebato risa-Condesa de vaqueras. Y mejor así, pues si hubiese habido vaqueras entonces en el Rosa de Goma, podrían haber apartado su nariz de sus propios asuntos. Y tenía asuntos de sobra. La cueva resultó tan maravillosa como le anunciaran, pero eran necesarios enormes trabajos y mucha inteligencia para adaptarla a su estilo de vida y hacerla residencia cómoda para todo el año. Además, tenía que montar un reloj y no era tarea fácil. Y para readaptar la cueva y planear su reloj, había también de desligarse de la conciencia del Pueblo Reloj, porque veintiséis años entre los indios de la Gran Madriguera le habían condicionado más de lo que supuso cuando decidió establecerse otra vez por su cuenta.

La mayor parte de los seres humanos tiene cerebros como cera blanda. En cuanto se graba en ellos una impresión, no cambia hasta que tú la cambias por ellos. Son maleables pero no automaleables (circunstancia que políticos y relaciones públicas aprovechan en sus lúgubres triunfos). El Chink, sin embargo, era absolutamente capaz de remoldear su bola de sebo: sólo que le llevó más tiempo del que suponía.

Cuatro años después hablaba a Sissy del Pueblo Reloj con admiración, aprecio y zumbona ironía.

En épocas de caos y confusión generalizados, el crear orden ha sido deber de la vanguardia del género humano (artistas, científicos, payasos y filósofos). En épocas como la nuestra, sin embargo, en que hay demasiado orden, demasiada dirección, demasiada programación y control, es deber de los hombres y mujeres superiores tirar su llave inglesa favorita dentro de la máquina. Aliviar la represión del espíritu humano, sembrando duda y caos. El Chink soltaba su infernal y chiflada risa tonta imaginando las dudas y confusiones que provocaría en la sociedad el inevitable descubrimiento del Pueblo Reloj. Reía aunque sospechase que ese descubrimiento destruiría al Pueblo Reloj, y aunque se burlase de la repugnante falacia democrática «más es mejor», implícita en la idea de que ha de sacrificarse la parte al todo.

– Quiero mucho a esos pieles rojas chiflados -dijo el Chink a Sissy-. Pero no puedo participar de su sueño utópico. Al cabo de un tiempo, pensé que la confianza del Pueblo Reloj en la Eternidad del Gozo era prácticamente idéntica a la confianza cristiana en el Segundo Advenimiento. O a la confianza comunista en la revolución mundial. O a las esperanzas depositadas en los platillos volantes. Todo es lo mismo. Más mamones invirtiendo su cuota de presente en el futuro, acumulando miserias sin cuento en el banco de un final feliz de la historia. Pues bien, la historia jamás acabará, ni bien ni mal. Y la historia acaba cada segundo… bien para algunos de nosotros, mal para otros, bien un segundo, mal al siguiente. La historia está acabando siempre y no acaba nunca, y de todos modos no hay nada que esperar. Ja ja jo jo ji ji.

El viejo pedo andrajoso rodeó con sus brazos a Sissy y… no, un momento, no estaba contándole al doctor Robbins esa parte. Aún.

En una ocasión en el curso de los acontecimientos, aclaró el Chink a Sissy, que, aunque no podía aceptar el sueño del Pueblo Reloj, respetaba la calidad de su sueño. La visión de una era, aunque fuese perdurable, en la que todo ritual fuese personal y propio, hacía que el corazón del Chink deseara levantarse y bailar. Además, mientras que parece casi tan imposible el compromiso de una vuelta de Jesús como improbable la revolución marxista a escala mundial, es inevitable una alteración general del planeta por fuerzas naturales. El Pueblo Reloj había achicado el vacío de fe apocalíptico.

– Pero en definitiva -comentó el Chink-, pese a toda su profundidad, el Pueblo Reloj era una colectividad de animales humanos unidos con el propósito de prepararse para mejores días. En suma, sólo más víctimas de la enfermedad del tiempo.

¡Ay, el tiempo! Vuelta al tiempo. El doctor Robbins procuró erguirse. El vino había dicho su adiós. Estaba algo trompa. Su bigote no podía negarlo. Cada poco, el doctor Goldman se asomaba a la ventana. No le importaba al doctor Robbins. El doctor Goldman nunca tendría el valor de interrumpir, al menos mientras Sissy continuase sus ejercicios. Grandes dedos se ondulaban en el aire del jardín.

(La cara del doctor Goldman, tan roja e hinchada como una vacuna de viruela, presionaba el cristal. Veía desfilar tiesamente los pulgares en sus trajes de rubores. Luego, empezaron a estremecerse. A lanzar ultrarrápidas y salvajes acometidas, como arañas acuáticas en la superficie de un estanque. Y mientras los observaba, vio formarse alrededor de ellos una especie de radiante ectoplasrna. Sissy sonreía remota. El doctor Robbins yacía, como en adoración, a sus pies. El doctor Goldman se volvió bruscamente y desapareció.) En realidad, el doctor Robbins estaba algo más nervioso de lo que podría parecer. El testimonio de su paciente habia pasado poco a poco a ocupar un lugar secundario frente a su práctica del autoestop. Su recorrido de las escalas. Lo que se había iniciado como flexión casual de músculos había escalado, al perder ella la propia conciencia, a completo catálogo de los gestos y movimientos extravagantes almacenados en sus gruesos apéndices. Había caído en un silencio absorto entregada al pilotaje de sus pequeños dirigibles. El doctor Robbins seguía ansioso la exhibición, pero deseaba, como los novelistas anticuados, ir punto por punto, mantener el flujo de la historia. En fin, el doctor Robbins tenía una teoría muy acorde con los relojes y el Chink. Tenía el doctor Robbins la antigua creencia de que el problema básico con que se enfrentaba la especie humana era el Tiempo. En cuanto a definir el tiempo, o especular sobre su naturaleza, mejor olvidarse; ni borracho ni sobrio estaba dispuesto a bailar con los ángeles en la cabeza de ese alfiler. Pero dado que estaba embarcado en una carrera relacionada con la ciencia de la conducta, el doctor Robbins había investigado para descubrir al menos una verdad fundamental sobre la psique, y lo más cerca que había llegado de una verdad fundamental era el descubrimiento de que los problemas psicológicos (y en consecuencia sociales, políticos y espirituales) pueden en su mayoría relacionarse con presiones ejercidas por el tiempo. O más exactamente, con la idea de tiempo del hombre civilizado.

Por supuesto, no estaba absolutamente seguro de que hubiera problemas. Era muy posible que todo fuese perfecto en el universo; que todo lo que sucediese, de la guerra global a un simple caso de pie de atleta, sucediese porque debía suceder; y aunque desde nuestra perspectiva pudiese parecer que algo horrendo había alterado la evolución de la especie humana contrariado sus felices potencialidades en el globo verdiazul, esto era sólo una ilusión atribuible a miopía y, que, en realidad, la evolución iba tan maravillosamente que corría en línea recta como tren de Tokyo, y que sólo se necesitaba una perspectiva más cósmica para que su gran perfección oscureciese las crisis y fallos momentáneos.

Esto era una posibilidad, desde luego, una posibilidad que el doctor Robbins no había desechado en absoluto. Por otra parle, si tal enfoque era, como la religión, sólo un sistema de camuflaje para justificar la experiencia y hacer más tolerable la vida (otro ejercicio de escapismo festoneado místico crepé), entoncas, sólo quedaba deducir que la especie humana era una soberbia joda. Pese a nuestro asombroso potencia; a la presencia entre nosotros de los individuos más extraordinariamente ilustrados, que actuaban con inteligencia, gentileza y estilo; pese a una plétora de triunfos que ninguna otra de las criaturas vivas ha llegado a igualar en un billón de años luz, estábamos al borde de destruirnos a nosotros mismos, interna y externamente, y de llevarnos por delante todo el planeta, prensado en nuestros apretados puñitos, mientras echabamos el paracaídas-mierda al olvido.

Pero, si fuese tal el caso, uno se vería obligado a preguntarse qué error hubo; cuándo y cómo se tergiversaron las cosas. La respuesta a esta pregunta suprema resopla en tantos brotes que al pobre cerebro le ataca la fiebre del heno, se le cierran los ojos de golpe, estornuda ramilletes enteros de ocultas y semisospechadas verdades, y probablemente en el fondo no quiera enterarse de nada. Desde su posición de psiquiatra, sin embargo, una posición sólo ligeramente menos alérgica que cualquier otra, podía el doctor Robbins aventurar de momento:

La mayor parte del daño que el hombre causa a su ambiente, a sus semejantes y a sí mismo, se debe a la codicia.

La mayor parte de la codicia (sea de poder, de propiedad, de atención o de afecto) nace de la inseguridad.

La mayor parte de la inseguridad se debe al miedo.

Y casi todo el miedo es, en el fondo, miedo a la muerte.

Con tiempo, todo es posible. Pero el tiempo ha de parar.

¿Por qué temen así los seres humanos a la muerte?

Porque inconscientemente entienden, al fin, que sus vidas son meras parodias de lo que habría de ser la vida. Anhelan dejar de jugar a vivir y vivir realmente, pero, ay, lleva tiempo y esfuerzo unir y articular y anudar los cabos sueltos de sus vidas y se ven acosados por la idea de que el tiempo corre y se acaba.

¿Era esto, o era el guijarro de la zapatilla de baile la fobia de que el tiempo no para jamás? Si pudiésemos vivir nuestros 70.4 años de media y saber con seguridad que iba a ser así, podríamos arreglárnoslas perfectamente. Podríamos quejarnos de que es demasiado poco, pero lo que hubiese de vida lo podríamos vivir libremente haciendo en concreto lo que quisiéramos según lo permitieran la conciencia y la capacidad, aceptando que cuando se acabase, se había acabado: fácil venir, fácil irse. Ah, pero no se nos permite el lujo de la finalidad. Diluimos y obstruimos nuestros impulsos más auténticos con la idea, fervientemente sostenida o porfiadamente sospechada, de que tras la muerte hay algo más, y que ese algo puede ser interminable, y que la justeza de nuestra conducta en «esta» vida puede determinar cómo nos vaya en la «siguiente» (y, para aquellas pobres almas que creen en la reencarnación, las que sigan a ésta).

Así, ya sea porque se interrumpe de pronto y nos pesca con los pantalones bajados, o ya sea porque sigue corriendo eternamente y exige que nos consagremos a prepararnos para la próxima estación del largo viaje, sea como sea, es el tiempo, lo que nos impide vivir auténticamente.

Quizá tengamos la culpa por ser doctores frankesteins que han creado el tiempo como un monstruo de tres cabezas: pasado, presente y futuro. En cualquier caso, ¡vuelta a la pizarra! El presente vale, el presente es limpio y preciso; déjalo donde está, encima y dirigiendo el cuerpo. Pero relega el pasado a alguna otra función anatómica. El pasado sería cojonudo, por ejemplo, como ojo del culo. En cuanto al futuro, veamos, el futuro podría ser el tiempo de…

De los pulgares…

Como naves espaciales de cartón de una vieja película de Buck Rogers zumbaban éstos bamboleándose hacia mundos imaginarios. Alimentábalos ella con el combustible en polvo de cohete que extraía de su corazón. Los agitaba sin dejarlos ir nunca, tirando y frenando simultáneamente, para que la lluvia de pulgares, aéreo ballet de cálidas piñas, golpeara una y otra vez las mismas varillas del ojo del observador. El martilleado ojo pestañeaba bajo aquel golpeteo burbujeante. Pulgares desdibujados y superpuestos en el campo de visión. Pulgares que giraban, pulgares que flotaban. Que serpeaban como cosquilleadas tripitas de bebés. Pulgares que azotaban el fondo del cielo.

Y todo lo que el doctor Robbins podía hacer para no rendirse al espectáculo era dejar que los pulgares se arrastraran adonde deseasen ir. Después de todo, no era visión que hubieran visto muchos, pero el doctor era hombre terco y tenía tiempo. Así que, al fin, exclamó, con la suficiente energía como para taladrar el ensueño de su paciente:

– ¡No me tengas en suspenso, Sissy! ¿Qué pensaba el Chink del tiempo? ¿Y cómo aplicó su pensamiento a la construcción de su reloj?

– Oh -dijo Sissy, un poco sorprendida.

– Oh, sí -y dejó que los pulgares le cayeran en el regazo y saltaran allí suavemente-. Oh, sí. Bueno, mira, tienes que entender que el Chink habla poco. Dice lo que tiene que decir muy deprisa y es muy raro que se repita o se explique. Lo que más hace es reír y arañar, no exponer ideas. Pero si le complacía… y le dejaba hacer lo que quisiese con mi persona (Sissy bajó las pestañas)… compartiría conmigo algunos de sus pensamientos. En fin, no estoy segura de que esto tenga que ver con el tiempo en sí, pero el Chink ve la vida como una red dinámica de cambios e intercambios que se extiende en todas direcciones a la vez. Y la tensión entre opuestos lo sustenta todo. Dice que en la naturaleza hay orden y también desorden. Y que el equilibrio de tensiones entre el orden y el desorden, la ley natural y el azar natural, impiden que el conjunto se derrumbe. Es una bella paradoja, según sus palabras. Personalmente no sé. Cuando le expuse la idea a Julián, se limitó a reírse. Julián dice que todo está ordenado en la naturaleza y que el azar no existe. Cuanto más aprendemos del funcionamiento de la naturaleza, más leyes descubrimos. Julián dice que no hay paradoja alguna, que la única razón de que ciertos aspectos de la naturaleza nos parezcan desordenados es que aún no los hemos entendido. Según Julián…

– Julián no es capaz de diferenciar su escroto de un pollo frito -gruñó el doctor Robbins-. Yo admito la paradoja de la que habla el Chink; está dentro de nosotros y nos rodea por todas partes. Me metí en psiquiatría con el propósito de ayudar a la gente a liberarse. Pero pronto supe que el hombre está atado por un montón de características emocionales y de conducta en conflicto que tienen una base genética. Son contradicciones innatas; forman el equipo normal de todos los modelos. Por mucho que los individuos deseen ser libres (aunque sea hasta el extremo de poner la libertad por encima de la felicidad) hay en su propio ADN, aversión a la libertad. Durante eones de períodos de evolución, nuestro ADN ha estado susurrando en los oídos de nuestras células que somos, cada uno de nosotros, los objetos más preciosos del universo, y que cualquier acción que entrañe el menor riesgo para nosotros puede tener consecuencias de importancia universal. «Ten cuidado, busca lo cómodo, no levantes olas», susurra el ADN. Y, así mismo, el ansia de libertad, la fe audaz en que no hay nada que perder ni nada que ganar, está también en nuestro ADN. Pero es de origen evolutivo mucho más reciente, según mi opinión. Ha surgido en los últimos dos millones de años, durante el rápido aumento de tamaño del cerebro y de la capacidad intelectual que se asocian con nuestra transformación en seres humanos. El deseo de seguridad, el deseo de sobrevivir, es de antigüedad mucho mayor. De momento, los anhelos contradictorios del ADN engendran una paradoja básica que engendra a su vez el carácter (básicamente contradictorio) del hombre. Vivir plenamente significa ser libre, pero ser libre significa prescindir de la seguridad. En consecuencia, para vivir debe uno estar dispuesto a morir. ¿Qué os parece esta paradoja? Pero, dado que la tendencia genética a la libertad es comparativamente reciente, ha de representar una tendencia a la evolución. Aún podemos superar nuestra aplastante obsesión por sobrevivir. Por eso aliento a todos a correr riesgos, a cortejar el peligro, a dar la bienvenida a la ansiedad, a burlarse de la inseguridad, a quemar todas las naves e ir siempre contra corriente. Siguiendo, continuando mientras sea posible, podemos acelerar el proceso, ese proceso por el que la necesidad de alegría y libertad se hace más vigorosa que la de comodidad y seguridad. Así puede esa paradoja que según el, ejem, Chink sostiene la estructura general, perder su equilibrio. ¿Y entonces, señor Chink, entonces?

Se rascó el doctor Robbins el mostacho con la ruedecilla de su reloj, satisfaciendo el picor y dando cuerda simultáneamente. Siendo el tiempo el problema básico del género humano, resultaba admirable tanta eficiencia.

Sonrió Sissy suavizando sus pulgares. Le gustaba aquel joven analista de cara de niño. En cierto modo, hasta le recordaba un poco al Chink. En cierto modo (vestimenta y modales) le recordaba también a Julián. Pensó que a él le complacería la primera comparación y le ofendería la segunda. Por eso dijo:

– Es fascinante. No era el tipo de conversación que yo esperaba en la clínica Goldman, te lo aseguro. Te pareces un poco al propio Chink, en lo que piensas.

– ¿De veras?

– Sí, desde luego. Aunque no me atrevería a afirmar que el Chink estuviese de acuerdo con lo que yo digo de él, me parece que hablas de la misma paradoja. O al menos, de una parecida. Bueno, volviendo a nuestra cuestión… El Chink considera que existe en el mundo natural un equilibrio paradójico de orden y desorden superiores. Pero el hombre tiene una pronunciada tendencia al orden. No sólo se niega a respetar, e incluso a aceptar, el desorden en la naturaleza, en la vida. Huye de él, brama contra él, le ataca con ordenados programas. Y al hacerlo, perpetúa la inestabilidad.

– Un momento, un momento -dijo el doctor Robbins. Apuntaló su espalda enfundada en tela Oxford contra el banco de piedra en que se sentaba Sissy-. A ver si nos entendemos. El vino me despistó. Tú dices, o lo dice el Chink, que la tendencia al orden lleva a la inestabilidad, ¿es así?

– Así es -dijo Sissy-. Por varias razones. En primer lugar, adorar el orden y odiar el desorden sitúa automáticamente a grandes sectores de la naturaleza y la vida en una categoría odiosa. ¿Sabías que el centro de la tierra es líquido al rojo cubierto de una corteza dura, y que esa corteza no es una sola capa unificada sino una revuelta serie de placas cambiantes? Placas de unos ciento diez kilómetros de grosor y muy plásticas. Que aparecen y desaparecen. Que giran y se comban y chocan entre sí como un dominó epiléptico. Se crean nuevas montañas y nuevas islas (mucho tiempo atrás, nuevos continentes). Se forman climas nuevos y se alteran los viejos. Todo es flujo. La ordenación actual se halla temporal y constantemente amenazada de derrumbe. Toda esta gran ciudad de Nueva York puede tragársela la tierra o puede congelarse o derrumbarse o quedar inundada… en cualquier segundo. Según el Chink, el hombre que se siente limpio en un mundo metódico, nunca ha mirado la boca de un volcán.

El doctor Robbins parecía algo desilusionado. Quizá fuese que el sol calentaba el vino de sus ojos.

– Sí, hice un curso de geología en la universidad -murmuró-. El desorden geofísico es una realidad, no hay duda, pero difícilmente significa una defensa del desorden. Quiero decir, el cáncer (desorden celular) es una realidad, también, pero eso no le hace amable ni siquiera aceptable.

– Cierto -aceptó Sissy; sus grandes dedos se habían detenido; se balanceaban sobre sus muslos como exhaustas vacas marinas corridas por las vaqueras de las profundidades-. Cierto. Eso no era lo que dice el Chink. Él sólo decía que los desórdenes y la violencia de la naturaleza deben tenerse en cuenta en la base de la conciencia social y política, deben abarcarse en una renovación significativa de la psique.

– Sí, sí, de acuerdo.

– Y en cuanto a la estabilidad… en términos generales, el hombre primitivo gozaba de gran estabilidad. Me sorprendió cuando se lo oí decir al Chink, pero ahora veo que era verdad. La cultura primitiva era varía, flexible y se integraba totalmente con la naturaleza al nivel del medio concreto. El hombre primitivo tomaba de la tierra sólo lo que necesitaba, evitando así los conflictos que generan en la economía moderna los desequilibrios de la escasez y el exceso. Las tribus cazadoras y recolectaras sólo trabajaban unas horas a la semana. Trabajar más habría sido forzar el medio, con el que estaban simbióticamente relacionadas. Sólo entre las culturas móviles (tras la desdichada domesticación de animales) llevó el excedente, resultado del excesivo triunfo, a celebraciones y fiestas competitivas (orgías de consumo y de derroche ostentosos) que unieron a economías simples, sanas y eficaces los elementos destructores del poder y el prestigio. Al suceder esto, se tambaleó la estabilidad. La civilización es un animal imitante que surgió del frágil huevo de la estabilidad primitiva. Otra cosa de los primitivos: deifican tanto las fuerzas del orden como las del desorden. De hecho, suelen honrar y considerar más a los dioses del viento, de la lava y del rayo que a las deidades de más plácidos pensamientos… y no siempre por miedo.

Aún no satisfecho, arrastró el doctor Robbins sus uñas por la etiqueta de la botella de vino vacía.

– Interesante -dijo-. Muy interesante. Pero presentas al Chink alabando el desorden por un lado y la estabilidad por el otro…

– Exactamente -contestó Sissy-. El desorden es algo inherente a la estabilidad. El hombre civilizado no entiende la estabilidad. La confunde con la rigidez. Nuestros dirigentes políticos, económicos y sociales hablan constantemente de la estabilidad. Es su palabra favorita, después de «poder». «Hay que estabilizar la situación política en el Sudeste Asiático, hay que estabilizar la producción y el consumo de petróleo; hay que estabilizar la oposición estudiantil al gobierno», y así sucesivamente. Estabilización significa para ellos orden, uniformidad, control. Y eso es una idea errónea, y potencialmente genocida. Por mucho que controlen un sistema, invariablemente el desorden se filtra en él. Los dirigentes se aterran entonces, se apresuran a tapar la gotera y procuran fortalecer los controles. Y así crece en malicia y alcance el totalitarismo. Y lo terrible es que rigidez no es lo mismo, ni mucho menos, que estabilidad. La auténtica estabilidad se produce cuando están equilibrados el supuesto orden y el supuesto desorden. Un sistema verdaderamente estable aguarda lo inesperado, está preparado para la alteración, espera la transformación. ¿No piensas, como psiquiatra, que un individuo estable acepta la inevitabilidad de su muerte? Asimismo, una cultura estable, un gobierno o una institución estables, llevan dentro de sí su propia defunción. Están abiertos al cambio, abiertos incluso a la destrucción. Están abiertos. Graciosamente abiertos, Eso es estabilidad. Eso es estar vivo.

– Parece sensato, muy sensato -aceptó el doctor Robbins, sobre cuyo rostro de chica de la puerta de al lado tenía muy poco sentido, poquísimo, aquel bigote manchado de vino. El bigote del doctor Robbins era como las ruinas de una perdida ciudad de pelo descubierta por arqueólogos en los Montes Calvos; o el bigote del doctor Robbins era una chaqueta de piel gastada por una viuda excéntrica en una merienda campestre en Phoenix, Arizona, el 4 de julio; o el bigote del doctor Robbins era una llamada telefónica obscena a una monja gorda.

– Sí -aceptó el doctor Robbins, tironeando su bigote como si ni siquiera él lo creyera-. Puedo integrar todo eso en mi rompecabezas. Pero el tiempo, Sissy: ¿Cómo se relacionan con esto el tiempo y los relojes?

– El Chink no me dijo exactamente cómo se relacionaban, pero creo que he llegado a averiguarlo -Sissy sacó un trozo de papel de un bolsillo de su mono-. Esto lo escribió un físico llamado Edgar Lipworth -explicó-. Dice así: «El tiempo de la física se define y mide por un péndulo, sea el péndulo de un viejo reloj, el péndulo de la rotación de la tierra alrededor del sol, o el péndulo del electrón precedente en el campo magnético nuclear del maser de hidrógeno. El tiempo, en consecuencia, se define por el movimiento periódico: es decir, por el movimiento respecto a un punto que se mueve de modo uniforme alrededor de un círculo.» ¿Lo entendiste?

– Desde luego -dijo el doctor Robbins-. Existe también el péndulo del corazón que late, el de los pulmones que respiran, el de la música que busca su ritmo…

– También. Sí. Vale. Entonces, el hombre civilizado se emboca con las leyes que encuentra en la naturaleza, se aferra frenético al orden que ve en el universo. Y así basa las simbologías, los modelos psicológicos con los que espera comprender su vida, en observaciones de la ley y el orden naturales. Tiempo pendular es tiempo ordenado, tiempo de un universo de leyes uniformes, tiempo de síntesis cíclica; eso está bien hasta donde alcanza. Pero el tiempo pendular no es el tiempo total. El tiempo pendular no se lelaciona con los tollones de movimientos y actos de la existencia, La vida es a la vez cíciica y arbitraria, pero el tiempo pendular sólo se relaciona con la parte que es cíclica.

– Aunque la forma en que nos relacionamos con el tiempo pendular sea también a menudo arbitraria -añadió el doctor Robbins. Pensó en el marcador arbitrario de un reloj y en cómo ciertos números arbitrarios de aquel marcador, como nueve y cinco y mediodía y medianoche habían quedado gastados por una insistencia desmedida.

– Sí, lo admito -dijo Sissy-. Pero la cuestión es que aunque gran parte de nuestra experiencia se produzca fuera del tiempo pendular, o sólo se relacione con él tenue y artificialmente, aún enfocamos el tiempo únicamente en términos pendulares, en términos de rotación compulsiva y continua. Incluso el reloj de arena del Pueblo Reloj, aunque no estuviese diseñado para la exactitud perfecta ni nada parecido, se basaba en un flujo ordenado. Se asía a los bordes raídos de un tiempo que sus creadores deseaban trascender. El estanque de siluros se acercaba más al objetivo de medir el «otro» tiempo de la vida, pero sus limitaciones…

– Sissy.

– Sí.

El doctor Robbins había localizado al doctor Goldman de nuevo en la ventana.

– ¿Cómo es el reloj del Chink? -preguntó'.

– Ja ja -rió Sissy-. Algo terrible. No te lo creerías. Es sólo un montón de chatarra. Tapas de latas de basura y salseras viejas y latas de manioca y guardabarros, todo unido en el centro de la cueva de Cerro Siwash. De voz en cuando, el artilugio se mueve… se mete en el un murciélago, le cae una piedra encima, lo alcanza una corriente, se oxida y se rompo un alambre, o simplemente se mueve sin ninguna razón lógica aparente… y entonces las piezas chocan entre sí. Y el bonk o el poink que se produce retumba por las cavernas. Puede sonar ese ruido cinco veces seguidas. Luego una pausa; luego otra vez. Después, puede permanecer en silencio un día o dos, o hasta un mes. Luego suena de nuevo, dos veces por ejemplo. Y después puede quedar en silencio todo un año… o sólo un minuto o así. Entonces,… ¡POINK! Tan estruendoso que uno casi salta, fuera del pellejo. Y así es como funciona. A intervalos extraños, absolutamente libre… una locura.

Sissy cerró los ojos, como si escuchase el boink o poink distante, y el, doctor Robbins, ignorando los gestos del doctor Goldman desde el ventanal, parecía escucharlo también.

Escuchaban. Oían.

Y recibieron entonces la seguridad, ambos, psiquiatra y paciente, de que había un ritmo, un ritmo extraño e inadvertido, que podía estar quizás, o no estar, acompasando sus vidas por ellos. Por todos nosotros.

Pues medir el tiempo con los relojes es saber que uno se mueve hacia un fin… ¡pero a un ritmo muy distinto del que podría pensarse!

66

EL DOCTOR ROBBINS había recibido todo el alimento mental que podía trabar de una sentada. Deseaba estar solo en casa con otra botella de vine. Se despidió cortés de su paciente. Luego, a fin de evitar al doctor Goldman, abandonó la clínica escalando el muro del jardín y rompiéndose, en la empresa, una rodillera de los pantalones de treinta dólares.


Sissy Hankshaw Hitche, que jamás en su vida había hablado tan extensamente, estaba cansada y se alegró de que la dejase. Los hombres de ideas, hombres como Julián, el Chink y ahora el doctor Robbins, la intrigaban. Pero dio por bienvenida la posibilidad de ir a su cuarto y soñar con vaqueras, mientras se engrasaba las arrugas de los pulgares con un taquito de mantequilla auténtica sin sal del comedor de la clínica.


Julián Hitche no visitó ni telefoneó a su esposa aquel día de mayo. Acababa de firmar un contrato para pintar una serie de acuarelas con una casa farmacéutica de la Alemania Occidental, la misma empresa que había fabricado en otros tiempos la talidomida. Atendía a un representante de la empresa y tenía miedo a que cualquier rumor sobre las peculiaridades físicas de su esposa pudiesen evocar recuerdos embarazosos al antiguo vendedor de talidomida.


El Chink fue hasta Mottburg aquella mañana a comprar ñames y una lata de castañas de agua Chun King, Su devoción a los ñames seguía inalterable, pero consideraba cada vez más a la castaña de agua ejemplo de resistencia, de voluntad y de fidelidad a lo particular. La castaña de agua, después de todo, es el único vegetal cuya textura no cambia una vez congelado, no cambia siquiera después de guisarlo.


La Condesa pasó aquel día en su laboratorio, laborando febrilmente para fabricar una antiferomona. La feromona es una hormona aérea que desprenden los animales, aves o insectos hembras, para atraer al macho de su especie. La feromona humana se había aislado hacía muy poco. Esperaba La Condesa producir y comercializar una pildora que, ingerida periódicamente, contrarrestrase la actividad de la feromona humana, eliminando todos los aromas lascivos de esa parte de la anatomía femenina que tan bellamente describió el escritor Richard Condón como «la sonrisa vertical». (Una docena de ásteres púrpuras y una libra de queso de cabra de También las vaqueras sienten melancolía para Richard Condón.)


Bonanza Jellybean cabalgó en Lucas hasta Lago Siwash a ver si las grullas seguían todavía allí. ¡Seguían! Lo celebró prendiéndose una pluma en el sombrero, aunque maldita sea si no le había llamado macarrón.


El autor (que es también uno de los de arriba… no importa cuál) desea aprovechar esta oportunidad para exponer, precisamente aquí, al final del notable relato de Sissy sobre el Pueblo Reloj y los relojes, su propia teoría sobre los terremotos. Para el autor, la tierra es la máquina del millón de Dios y cada temblor, marejada, inundación súbita o erupción volcánica es consecuencia de una inclinación que se produce cuando Dios, haciendo trampas, intenta conseguir partidas gratis.

67

A LA MAÑANA siguiente, envió el doctor Robbins temprano a por Sissy, antes de que el doctor Goldman tuviera posibilidad de atraparla. Y la escoltó de nuevo a su pequeño jardín amurallado, sin botella de vino esta vez. En realidad, los azules ojos del doctor Robbins estaban aplastados por unos cien kilos de resaca.

– Bueno -dijo suavemente, procurando no agitar a las punitivas y traidoras deidades de la fermentación-. Cuéntame cómo conociste al Chink.

– Le conocí en la confitería -canturreó Sissy-. No, en serio. Agradezco haber tenido la oportunidad de hablar con alguien seguro… digno de confianza, en fin… sobre el Chink, pero ¿no tienes que preguntarme sobre… las razones por las que estoy en esta institución?

– No me interesan lo más mínimo tus problemas personales -replicó el doctor Robbins, maldiciendo por dentro el calvinismo cínico que obliga al alcohol a hacernos sufrir por los buenos ratos que nos proporciona.

– ¿Eh? Bueno, mi marido paga un montón de dinero para que resuelvan mis problemas personales en esta clínica.

– Tu marido es un memo. En cuanto a ti, si te dejas someter a las indignidades del psicoanálisis, es que también eres una mema. Y desde luego, el doctor Goldman es un perfecto imbécil por enviarte a mí. Yo, sin embargo, no soy ningún imbécil. Me has contado algunas de las historias más fascinantes que he oído en mucho tiempo. Estoy completamente seguro de que no voy a desperdiciar estas horas de sol entre las flores escuchando tus aburridos problemas personales cuando puedo enterarme de más cosas sobre tus aventuras con el Chink. Venga, cuéntame cómo le conociste. Y no vaciles en, ejem, hacer esas, ejem, travesuras que haces con los pulgares. Si te apetece.

– Pero, ¿no llamará eso la atención? -sin el aliento del vino, Sissy dudaba en repetir el abandono digital del día anterior.

– A veces -dijo el doctor Robbins mirando con ojeadas inyectadas en sangre el ventanal-, a veces, las cosas que más atraen la atención hacia nosotros son las que nos proporcionan mayor intimidad.

Y dicho esto, se dejó caer sobre la hierba.

– Doctor -dijo Sissy con una sonrisa-, perdona pero tengo la impresión de que también tú eres un caso clínico.

– Cuesta conocerse -replicó Robbins-. Puede que por eso acaben todos los pingüinos en el polo Sur.

68

EN PARTE cerro de paramera, en parte colina de pradera, en parte chaparral alto, el Cerro Siwash es un mutante geológico, una formación esquizofrénica que encarna en una montaña relativamente pequeña varios de los rasgos más patentes del Oeste norteamericano. Un sendero disparatadamente retorcido e impredecible zigzaguea por su ladera norte arriba, a través de espesuras de roble chaparro y junípero, remontando herbosos montículos y colgando finalmente de las paredes calcáreas por los cordones de sus zapatos. La cima del Cerro Siwash, aunque dispuesta en unos cuantos puntos a ascender y empinarse, es casi casi lisa: un portaviones de carbonato cálcico, una nave que el agua construyó de tierra.

Hacia el centro de la cima del cerro, hay una depresión de la profundidad de un caballo y de forma circular que con buen tiempo sirve al Chink de salón hundido. En la pared norte de la depresión, abre la boca una cueva.

Una persona de la estatura de Sissy ha de reptar para entrar en la cueva a cuatro patas, y casi no hay sector en la cámara de entrada (cubierta de una colchoneta de paja japonesa) en que haya espacio para que una modelo zanquilarga se ponga de pie. La cámara de entrada no es, sin embargo, el nivel superior de tres niveles de cavernas. El nivel inferior, en lo profundo del interior del cerro, consiste en dos salas tamaño vagón de mercancías, caldeadas por corrientes termales de aire y notablemente seca. En el nivel medio hay cinco o seis cámaras enormes conectadas por estrechos pasajes. En una de esas cámaras están las máquinas del tiempo.

De las paredes de la sala del nivel medio, gotea constantemente agua fresca y pura. Es como si las paredes llorasen. Es como si el alma del continente estuviese llorando.

¿Por qué llora? Llora por los huesos del búfalo. Llora por la magia olvidada. Llora por la decadencia de los poetas.

Llora

por los negros que piensan como blancos.

Llora

por los indios que piensan como colonos.

Llora

por los niños que piensan como adultos.

Llora

por los libres que piensan como presos.

Y llora, sobre todo,

por las vaqueras que piensan como vaqueros.

69

SUS PULGARES le habían detenido. Eran excelentes para eso aquellos pulgares. Ay si el hombre que gritaba «¡parad el mundo, quiero bajarme!» hubiese tenido los pulgares de Sissy…

Sí, le había parado en seco en la ladera del Cerro Siwash. ¿Y después?

Él tenía la tensa expresión de un animal salvaje. No se estaría quieto mucho tiempo. Ahora le tocaba mover a ella. ¿Qué podía decir? Aquella mirada la atravesaba como podrían atravesar castores una palmera de papel. Era la mirada del fuerte que no tolera a los canijos. Ella debía hablar y debía hablar con capacidad prensil, pues ni siquiera sus pulgares detendrían al otro por segunda vez. Era imperativo decir la cosa justa. Él iba a volverse ya para marchar.

– Bueno -dijo Sissy, con lo que pasó por indiferenda-. ¿No vas a amenazarme a mí con el chisme?

Esto resultó. Se palmeó él los muslos y rió histéricamente. Jajás, jojós y jijís brotaron de su nariz y de los huecos de sus dientes. Cuando la risa murió al fin una muerte de ardilla listada nerviosa, habló:

– Sígueme -dijo-, con una voz no habituada a la invitación-. Te prepararé la cena.

Y le siguió, pese al paso vivo con que escalaba él el engañoso sendero en penumbra.

– Soy amiga de Bonanza Jellybean -dijo ella entre jadeos.

– Sé quien eres -dijo él sin volver la vista.

– ¿Sí? Bueno, es que ha habido problemas en el rancho. Subí aquí para quitarme de enmedio. Ahora está tan oscuro que no creo que pudiese encontrar el camino de vuelta. Si pudieras ayudarme…

– Ahorra aliento para la subida -dijo él. En su voz no había jadeo.

Desde la cima del cerro podía verse aún luz al oeste: Las acosadas formas de los páramos se perfilaban en azulmarino contra un horizonte color calabaza. Hacia el este, frente a cerros en sombra, yacía bocarriba la pradera en la oscuridad, oculta pero haciendo sentir su terrible lisura, una lisura que tanto de Norteamérica sazona, empezando por sus emociones y su gusto; una lisura que constituye una superficie perfecta para esas ruedas de Detroit cuyas rotaciones son para millones el único escape de lo crónicamente liso. Sissy se volvió del este al oeste y a la inversa. Las parameras vagamente iluminadas resultaban tan torturadas y melodramáticas que parecían, como la prosa de una novela de Dostoievsky, casi un chiste trillado. La apagada pradera, por otra parte, tenía un estilo idéntico al de los semanarios rurales de la parte central del país: blandura y concentración tan intensas como para resultar venenosas en último término. Voló un buho sobre los cerros, de Crimen y castigo a la Gaceta de Mottburg, repasando las páginas en busca de un roedor literato, pidiendo a la bibliotecaria un «quién lo hizo».

Justo debajo de ellos, parpadeaban las luces del Rosa de Goma. El rancho estaba tranquilo. Sissy se imaginaba las duchas corriendo a grifo abierto en el barracón, mientras relumbrantes pubis, plegados labios y encapuchados clítoris eran enjabonados, restregados y purificados del perfume que se les había permitido almacenar para fastidiar a La Condesa. Sissy imaginaba oír frotar pañitos, y risas femeninas.

En cuanto recobró el aliento, Sissy fue conducida a la depresión y hubo de bajar por una escalerilla de palos. El Chink hizo fuego, un fuego abierto, siendo la depresión misma protección adecuada contra el viento. Asó los ñames. Calentó un guiso de sabanero. El guiso contenía castañas de agua Chun King. Su textura no cambió al guisarlas. Una lección.

Después de cenar, en silencio y en un tosco banco de madera, entró el Chink en la cueva y volvió con un pequeño transistor de plástico a fajas pipermín. Lo encendió. Sus nervios auditivos se vieron inmediatamente torturados por «La polca de la hora feliz». Con la radio en una mano, saltó el Chink al círculo de luz de la hoguera y empezó a bailar.

Sissy no había visto nada parecido en sus viajes. El viejo chiflado taconeaba y andaba de puntitas y brincaba y saltaba. Agitaba los huesos. Agitaba la barba. «¡Yip! ¡Yip!» gritaba. «Ja ja jo jo y ji ji.» Ondulando los brazos, petardeando los pies, bailó otras dos polcas y habría bailado la cuarta de no suspenderse la música para dar noticias. La situación internacional era desesperada, como siempre.

– Personalmente, prefiero a Stevie Wonder -confesó el Chink-, pero qué más da. Esas vaqueras prefieren dormir porque la única emisora de la zona sólo toca polcas, pero te aseguro que uno puede bailar cualquier cosa si tiene ganas de bailar.

Para demostrarlo, se levantó y bailó las noticias.

Cuando la música empezó de nuevo con «Lawrence Welk es un héroe de la República Polca», el Chink alzó a Sissy cogiéndola de los hombros y la guió a su sala de baile picada de viruelas.

– Pero si no sé bailar la polca -protestó ella.

– Tampoco yo -dijo el Chink-. Ja ja jo jo y ji ji.

Y al cabo de un segundo, ambos pateaban sobre la caliza cogidos del brazo. Sus sombras se bamboleaban contra las curvas de la depresión. Pasaban volando aves nocturnas de temblorosas plumas. De la cueva surgió un murciélago, hizo una lectura de radar y se encaminó hacia Kenny's Castaways.

Cuando se hartaron de bailar, escoltó el Chink a Sissy al lado opuesto, y más oscuro, de la depresión, y la sentó en un montón de materias blandas: hierba seca, descoloridas mantas indias y cojines viejos sin forro. El lugar apestaba. Era esa inconfundible mezcla sexual de hongos, cloro y marea de charca. Y taladrando ese olor, el aroma igualmente inconfundible de Bonanza Jellybean: trébol, caramelo y una loción hecha de zumos de cactus, con la que ella se frotaba todos los días en el punto donde la habían herido, según ella, con una bala de plata.

«De modo que es así cómo pasa Jelly sus veladas con el Chink», pensó Sissy. Empezó a preguntarse si las otras vaqueras, estando como estaban sin hombres, sospechaban… pero cuando se lo estaba preguntando, se interrumpió para preguntarse si el Chink se proponía servirla a ella o servirse a sí mismo. Había sido siempre pasiva ante el sobeteo, los pellizcos y demás cosas similares, pero jamás la había tomado un hombre contra su voluntad. En realidad, sólo la había tomado Julián.

En ese momento, el Chink hizo algo asombroso. Sin preámbulos, sin vacilación, el nipón de blanca melena agarró sus pulgares… los estiró, los acarició, los cubrió de húmedos besos. Y al mismo tiempo, los arrulló, diciéndoles lo bellos, excepcionales e incomparables que eran. Desde luego, ni el propio Julián había hecho aquello. Ni Jack Kerouac se había atrevido a acariciar sus pulgares, aunque le habían fascinado y les había escrito un poema en una panocha de maíz, una oda que podría haber alcanzado amplia divulgación si no se la hubiese comido un vagabundo hambriento cuando Kerouac y los muchachos se metieron en un furgón de carga camino de Denver en busca del papá de Neal Cassady, el hombre más añorado de la historia de las letras norteamericanas, y por supuesto dejando a cargo de este autor el explicar la historia de aquellos asombrosos apéndices.

Ni siquiera Bonanza Jellybean había amado los pulgares de Sissy.

Como es de suponer, Sissy quedó abrumada. Quedó asustada, conmovida, exaltada, conmocionada, al borde de las lágrimas. El Chink, aparentemente sincero, prolongó su adoración de los dedos hasta bien entrada la noche. Cuando pasó al fin a adorar el resto de ella, el corazón de Sissy, como sus pulgares, resplandecía.

– Si esto es adulterio, aprovechémoslo al máximo -gritó.

Cuando él se lanzó a penetrar en ella, arqueó ella el trasero tendido sobre las mantas y se alzó para recibirle a medio camino.

70

– ASI QUE tuviste relación sexual con el viejo -dijo el doctor Robbins.

– Repetidamente -dijo Sissy ruborizándose.

– ¿Y cómo fue? Quiero decir, ¿qué sientes al respecto ahora?

– Bueno, no estoy segura en realidad. Mira, la relación sexual con Julián es como conseguir un viaje alrededor de la manzana en un coche de bomberos. Con el Chink, era como conseguir un viaje de Chicago a la ciudad de Lago Salado en un gran Buick Road-master de 1959.

Hizo una pausa para asegurarse de que habían sido entendidas sus sonrisas. El doctor Robbins tironeaba y liberaba su bigote, lo estiraba y lo liberaba, como si su bigote fuese una persiana de la ventana de un hotel barato. La persiana no quedaba tal como el doctor Robbins quería.

Sissy decidió aclarar:

– Con Julián, es rápido y furioso. Es siempre como una especie de desesperación. Hay tal necesidad… Nos aferramos uno a otro, como si utilizáramos nuestros genitales para no caer en el vacío, una especie de desolado vacío. Tengo la sensación de que lo mismo sucede con muchos amantes. Pero con el Chink era completamente relajado y suave y dulce y, bueno, sucio. Se reía y bufaba y rascaba constantemente, y podía prolongarse siglos sin orgasmo. Un auténtico Road-master. Una vez comió puré de ñames incluso mientras me jodia. Me daba también a mí… con los dedos. Me lamía los pezones; yo le lamía los huevos. Tenía la sensación de que éramos como una pareja de babuinos o algo así. Me gustaba. Creo que lo echo de menos. Pero no más de lo que lo echo de menos con Jellybean.

– ¿Quieres decir…?

– Sí.

– Comprendo. Mmmm. Bueno, sigamos con el Chink. Durante esos tres días de… de… ejem, amor…

– Fue amor, doctor. Aunque fuese sucio. Quizás especialmente porque fue sucio. El amor es un asunto indecente, sabes.

El doctor Robbins tiró enérgicamente de la persiana bigote. Ésta bajó con tal fuerza que estuvo a punto de desprenderse de la guía.

– El viejo chiflado te impresionó realmente, ¿verdad?

– ¿Cómo no iba a impresionarme? Adoraba mis pulgares.

El doctor Robbins miró fijamente los dedos preaxiales de Sissy y luego miró los suyos. La única diferencia apreciable era la magnitud. En ambos equipos de pulgares, en el de Sissy y en el suyo pudo ver el doctor Robbins haces luminosos, lisos en la superficie palmar, suaves y redondeados en la dorsal, es decir, de forma semicilíndrica. Bien sabía él que aquellos huesos estaban unidos por ligamentos y cartílagos. Recordaba que la articulación del pulgar se llama oficialmente articulación carpometacárpica, aunque se alude informalmente a ella como la «articulación de silla». Articulación de silla de montar. Curioso. Las vaqueras podían relacionarse con eso.

Él sabía que cuando Sissy doblaba una falange, el giro se producía alrededor de un eje que cruzaba transversalmente, determinando el movimiento en un plano sagital, lo mismo que sucedía cuando él doblaba una falange. En el caso de Sissy no era únicamente un número de producción más, eso era todo.

Esforzándose, logró retroceder a la facultad de medicina y recordar la musculatura del pulgar, pensando que un flexor pollicis brevis es un flexor pollicis brevis, con independencia de su tamaño.

Pero luego, el doctor Robbins miró los pulgares de su paciente otra vez… y de pronto la diferencia pareció más amplia que de escala. Vio un par de peces martillo, devorando con tiburesca voracidad el espacio que los rodeaba. Pestañeó y los tiburones se vieron sustituidos en el pestañeo por un par de peras, suculentas y orondas, balanceándose allí en su descomedida dulzura como si Cézanne las hubiese pintado en el lienzo del aire. Pestañeó de nuevo y…

Sissy advirtió el pestañeo; advirtió la insatisfactoria comparación.

– Quizá, doctor -dijo-, mis pulgares hayan conocido la poesía y los tuyos no -y tras una pausa, añadió-: o quizá sea simplemente esto: tú tienes pulgares, yo soy pulgares.

La persiana se disparó hasta el pico de la ventana, enrollándose ruidosamente sobre sí.

– Durante aquellos tres días en que hicisteis el amor -prosiguió el doctor Robbins, el terco cabrón-, el ermitaño habló sin duda contigo. Te habló de su pasado y un poco de su filosofía. Tú has compartido generosamente sus palabras conmigo…

– Yo necesitaba hablar de él con alguien. Y también necesito hablar de Jellybean.

– Bien. Bien. Ya llegaremos a ella. Pero siento curiosidad. ¿Dijo él algo más? ¿Dijo algo sobre, bueno, sobre la vida, algo más sobre cualquier cosa que yo pudiese…?

Sissy sonrió. Un flaco abejorro con tizne urbano en la piel cruzó el bigote de su psiquiatra (quizás algunos de los pelos estuviesen aún impregnados de vino), pero Robbins no le prestó ninguna atención. El doctor Goldman estaba en el ventanal (quizás acumulando valor para interrumpir por fin aquella entrevista), pero Robbins lo ignoró también. La sonrisa de Sissy creció. -El Chink decía que hay gente que corre tras los sabios lo mismo que otros corren tras el oro. Decía que habíamos producido una generación de mendigos espirituales, que piden limosnas de sabiduría, llamando como vabagundos a todas las puertas cerradas. Decía que si un hombre se va a vivir a una cabaña o una cueva y se deja la barba, la gente llega a manadas desde kilómetros y kilómetros sólo para leer sus letreros de PROHIBIDO EL PASO.

»¿Por eso estás tú tan interesado en el Chink, doctor? ¿Crees que él sabe algo que el resto del mundo ignora? ¿Algo que puede contribuir a nuestra salvación?

Dejando suelta la persiana, dejándola colgar a su gusto, replicó el doctor Robbins:

– ¡No, no y mil veces no! En primer lugar, desconfío absolutamente de cualquier hombre que se presente como solución a los que no pueden hallar recursos interiores para superar su propio sentimiento de soledad y de enjaulamiento temporal. En segundo, no me preocupa lo más mínimo la salvación, porque no estoy seguro de que haya algo de lo que salvarse. Mi postura es ésta: soy un psiquiatra que ha sido traicionado por el cerebro. Es como si a un astrónomo le traicionase la luz estelar. O a un cocinero el ajo. Sin embargo, me he» forjado un enfoque de la vida que equivale al mismo tiempo a una forma de sabiduría y a un medio de supervivencia. Aún no es perfecto, pero me sirve… y para aquellos rarísimos pacientes que poseen coraje e imaginación suficientes para adoptarlo, podría constituir un valioso ejemplo. Todo psiquiatra o psicólogo que no lleve una vida lo bastante plena y feliz para servir de ejemplo, no vale ni el cuero utilizado para tapizar su diván. Habría que azotarlo y demandarlo por conducta inmoral. Pero, volviendo al asunto, en cuanto empezaste a hablar del Chink, percibí una afinidad, un enfoque similar, quizás, al mío propio. Quizá tenga ideas sobre el flujo y reflujo de la corteza cósmica mejores que las mías. Quizá no. Si rio, c'est la jodida vie. Si sí, podría resultar provechoso para los dos, para ti y para mí, hablar de ello. Sería un caso, sin duda, de «compensación invertida».

– Siendo así -dijo Sissy, evidentemente complacída-, me complace. Seré sincera, no sé si el Chink tiene o no algo de valor que ofrecer. No lo pretendía, pero eso podría ser una coartada. Te diré cuanto pueda recordar de nuestras conversaciones, tal como fueron, para que puedas juzgar por ti mismo. ¿Te parece bien?

– Suéltalo ya -dijo el doctor Robbins, como si hablase de la persiana que colgaba hecha trizas de su labio superior.

71

PRADERA. ¿No es una linda palabra? Rueda de la lengua como una limita gorda. Pradera debe ser una de las palabras más lindas del idioma. No importa que sea francesa. Se deriva de la palabra latina que significa «prado» más un sufijo femenino. Una pradera, pues, es un prado hembra. Es mayor y más salvaje que un prado masculino (al que el diccionario define como «pastizal» o «campo de heno»), más áspero, más oceánico y resistente, y mantiene una mayor variedad de vida.

Si la pradera pudiese compararse topográficamente a una alfombra, serían las colinas de Dakota pradera con bolas debajo de la alfombra. La flora y la fauna de las colinas de Dakota son muy parecidas a las de la pradera que las rodea. Desde lo alto de un escarpadura, indicaba el Chink a Sissy algunos de los organismos que decidían vivir en aquellas colinas. Indicó distintos tipos de hierbas: trigo silvestre y pequeña viperina, poa y arrojasemillas, hierba aguja y avena loca. Indicó flores: ásteres y varas de San José, serpentarias y flores cónicas, rosas de la pradera y trébol púrpura. Dijo que el trébol era delicioso; lo tomaba a menudo de desayuno, pastando como una cabra. Indicó las ciudades de los perrillos de la pradera y los restaurantes subterráneos de los tejones. Indicó dónde podían encontrar un coyote o un águila dorada si los necesitaban. Indicó donde tenía puestas sus trampas para los sabaneros, y las rocas de las que colgaban las mejores serpientes cascabel para freír. El Chink indicó el habitat de los conejos y el de los mochuelos, el de las comadrejas y el del urogallo. Aunque los millones de diminutos ojos no podían verse, claro, desde el Cerro Siwash, las colinas estaban ratonizadas y el Chink habló a Sissy también de los ratones: ratones ciervo, ratones de prado, ratones de campo, ratones de bolsillo y ratas canguro. El Chink habló extensamente de todas las criaturas que vivían en las colinas de Dakota (sin olvidar a las que, como las grullas chilladoras, estaban sólo le paso) salvo de una: Las vaqueras.

– ¿Qué es lo que hay entre tú y las vaqueras? -le preguntó un día Sissy. Estaban encaramadas encima justo del Rosa de Goma. Parecía desde allí un rancho de juguete, una miniatura que pudiese haber moldeado Norman, el pastelero jefe, si hubiese tenido tiempo y pulgares suficientes-. ¿Por qué no eres más cordial con ellas?

El Chink se limitó a encogerse de hombros. Tenía la mirada fija en el Lago Siwash, donde varias bandadas más de chilladoras se habían incorporado a las anteriores.

– Evidentemente estás de acuerdo con Jellybean, esa culebrilla revoltosa. Y la pobre Debbie piensa que eres una especie de dios. Pero la mayoría de las chicas coinciden con Delores. Delores dice que tú eres un dios, de acuerdo, que estás sentado aquí arriba tan alto y poderoso como nuestro gran dios papi macho: paranoico, colérico y totalmente chiflado.

El astroso nipón rió entre dientes.

– Delores tiene razón en lo de dios -dijo-. Se le conoce mejor por su ausencia. La cultura judeocristiana debe su éxito al hecho de que Jehová nunca enseña su rostro. ¿Qué mejor medio de controlar a las masas que por el temor a una fuerza omnipotente cuya autoridad jamás puede desafiarse porque nunca es directa?

– Pero tú no eres así.

– Claro que no. Soy un hombre, no un dios. Y si fuese un dios, no sería Jehová. La única similitud entre Jehová y yo es que somos solteros. Jehová es casi el único de los dioses antiguos que nunca se casó. Ni siquiera tuvo una cita. No es raro que fuese un pijo tan neurótico y autoritario.

– ¿Pero y tú? -insistió Sissy-. Viene gente de todas partes a pedirte ayuda y no les dejas acercarse ni a cuarenta metros.

– ¿Qué te hace pensar que yo tenga algo valioso que darles?

Sissy se giró, volviendo su flexible espalda hacia las colinas y la pradera.

– Me has dicho muchas cosas maravillosas. ¡No seas quisquilloso! Quizá no seas un oráculo, no sé, pero eres lo bastante sabio para ayudar a esas personas que te buscan, si quisieras hacerlo.

– Pues bien, no quiero.

– ¿Por qué no? -tan encharcada estaba por entonces Sissy de semen del Chink que creía tener derecho a sondear la personalidad de éste.

Suspiró el viejo ermitaño, pero no abandonó sus labios la sonrisa.

– Mira -dijo-, esos jóvenes que me buscan se equivocan respecto a mí. Me miran a través de filtros que distorsionan lo que soy. Oyen que vivo en una cueva sobre un cerro y saltan a la conclusión de que llevo una vida simple. Pues bien, no la llevo ni la llevaré ni la he llevado. ¡La simplicidad es para los simples!

El Chink subrayó este comentario tirando un trozo de caliza de buen tamaño por el despeñadero. ¡Cuidado ratones ciervo! ¡Ratones de prado! ¡Ratones de campo! ¡Ratones de bolsillo! ¡Ratas canguro! ¡Cuidado allá abajo!

– La vida no es simple; es abrumadoramente compleja. El amor a la simplicidad es una droga escapista, como el alcohol. Es una actitud antivida. Esa gente «simple» que se sienta en lúgubres cuartos con ropas grises a sorber té y pipermín a la luz de una vela se burlan de la vida. Están involuntariamente del lado de la muerte. La muerte es simple pero la vida es rica. Yo abrazo esa riqueza, cuanto más complicada, mejor. Me recreo en el desorden y…

– ¡Pero tu cueva no está desordenada! -protestó Sissy-. Está limpia y bien.

– No soy desaliñado, si te refieres a eso. Los desaliñados no aman el desorden. Son gente ineficaz que vive en el desorden porque no pueden evitarlo. No es lo mismo. Yo mantengo en orden mi cueva sabiendo que el desorden de la vida la desordenará otra vez. Eso es hermoso, eso es justo, eso es parte de la paradoja. La belleza de la simplicidad es la complejidad que arrastra…

– ¿La belleza de la simplicidad, dices? Entonces ¿te parece valiosa la simplicidad? Te contradices -Julián había enseñado a Sissy a olfatear contradicciones.

– Claro que me contradigo. Siempre lo hago. Sólo los cretinos y los lógicos no se contradicen. Y en su coherencia, contradicen la vida.

Hmmmmm. Sissy no conseguía llegar a ninguna parte. Quizá debiese retroceder y enfocarlo desde un ángulo distinto. Aquí los pulgares no le servían de nada.

– ¿En qué otro sentido te interpretan mal los peregrinos? -fue la mejor pregunta que pudo ocurrírsele de momento.

– Bueno, como he vivido en la soledad la mayor parte de mi vida adulta, dedujeron automáticamente que me chifla la Naturaleza. En fin, «Naturaleza» es una palabra inmensa y poderosa, una de esas palabras esponja tan empapadas de significados que puedes extraer de ellas cubos de interpretaciones. Y, ni que decir tiene que la Naturaleza, en varios niveles, es mi querida, porque la Naturaleza, en varios niveles es la querida. Tuve la suficiente suerte de redescubrir a una edad bastante temprana lo que la mayoría de las culturas olvidaron hace mucho: que cada áster del campo tiene una identidad tan fuerte como la mía. Créaslo o no, eso cambió mi vida. Pero la Naturaleza no es infalible. La Naturaleza comete errores. En eso consiste la evolución: crecimiento por tanteos y pruebas. La Naturaleza puede ser estúpida y cruel. ¡Oh sí, y muy cruel! No te quepa duda. Y no hay nada malo en que la Naturaleza sea torpe y fea porque es simultánea y paradójicamente inteligente y soberbia. Pero adorar la natural con exclusión de lo no natural es practicar el Fascismo Orgánico… que es lo que practican muchos de mis peregrinos. Y en la mejor tradición del fascismo, son absolutamente intolerantes con los que no comparten sus creencias. Alientan así, los mismos tipos de antagonismos y tensiones que llevan a la guerra, y que ellos, pacifistas todos, afirman rechazar. Pretender que una mujer que se pinta los labios con zumo de moras es en algún sentido superior a la que lo hace con lápiz de labios es un sofisma; es sucia basura verbal. El lápiz de labios es una composición química, pero también lo es el zumo de moras y ambos son eficaces para decorar la cara. Si el lápiz de labios tiene más ventajas que el zumo de moras, alabemos esa parte de la tecnología que produjo el lápiz de labios. El mundo orgánico es maravilloso, pero tampoco es malo el inorgánico. El mundo de plástico y artificio ofrece su cuota de mágica sorpresa.

El Chink recogió su radio transitor de plástico a fajas caramelo y lo besó… no tan apasionadamente como había estado besando poco antes a Sissy, pero casi.

– Una cosa es buena porque es buena -continuó-, no porque sea natural. Una cosa es mala porque es mala, no porque sea artificial. No es mejor que le muerda a uno una cascabel que le alcance una bala. A menos que sea una bala de plata. Ja ja jo jo y ji ji.

– Pero -dijo Sissy- ¿cómo críticas los errores de tus peregrinos si no haces nada por corregirlos? La gente busca ansiosamente la verdad, y tú no les das ni una oportunidad siquiera.

El Chink meneó la cabeza. Aunque exasperado, seguía sonriendo. Sus dientes captaban como espuelas la luz del sol. Moriría con las botas puestas.

– ¿Qué clase de oportunidad me dan ellos a mi? -preguntó-. ¿La oportunidad de ser otro Meher Baba, otro Gurú Maharaj Ji, otro condenado Jesús? Gracias, pero no, gracias. No lo necesito, ellos no lo necesitan, el mundo no lo necesita.

– ¿No necesita el mundo otro Jesús? -Sissy nunca había sentido mucho afán por Jesús, personalmente, pero suponía que para los demás era helado y pastel.

– ¡De ninguna manera! Ni tampoco terapeutas orientales.

Levantándose y estirándose, desenredando algunas de las mañanas de su barba, indicó el Chink con la cabeza:

– ¿Ves aquellos girasoles bajos que crecen allí junto al lago? Son aguaturmas. Convenientemente preparadas, sus raíces saben parecido a los ñames. -Chasqueó los labios. Evidentemente, estaba harto de aquella conversación.

A Sissy, sin embargo, le picaba la curiosidad. Insistió:

– ¿Qué quieres decir con eso de terapeutas orientaes?

– Terapeutas orientales -repitió el Chink indiferente. Buscó en su ropa, sacó varias bayas de junípero y empezó a hacer malabarismos con ellas, diestramente. Lástima que el Espectáculo de Ed Sullivan no estuviese en antena.

– ¿Qué tiene que ver la terapia oriental con Jesús, -preguntó Sissy-. ¿O contigo? -y sonrió, mirando la cascada de bayas de junípero para que él no la creyera indiferente a sus habilidades.

En formación de grupo, siguieron las bayas a la piedra por el borde del precipicio. ¡Ratones, no olvidéis poneros los cascos!

– Bueno, si no te lo figuras tú misma… -dijo el Chink-. Meher Baba, Gurú Maharaj Ji, Jesucristo y todos los demás santones que acumularon seguidores en años recientes, han tenido un truco en común. Todos ellos exigían devoción ciega. «Ámame con todo tu corazón y toda tu alma y toda tu fuerza y haz lo que te mando.» Éste ha sido el mandamiento común. Bien, magnífico. Si puedes amar a alguien de modo tan absoluto y tan puro, si puedes consagrarte por completo y sin egoísmo a alguien (y ese alguien es un alguien benevolente) tu vida mejorará inevitablemente con ello. Tú misma existencia puede transformarse por ese poder, y la paz mental que engendre persistirá mientras vivas.

»Pero es terapia. Una terapia maravillosa, admirable, ingeniosa, pero sólo terapia. Alivia los síntomas pero ignora la enfermedad. No resuelve un solo interrogante universal ni acerca a nadie un paso más a la verdad última; sienta bien, desde luego, y yo soy partidario de todo lo que siente bien. No lo desecharé. Pero que nadie se engañe: la devoción espiritual a un maestro popular con un dogma ambiguo es sólo un método para hacer la experiencia más tolerable, no un método para comprender la experiencia ni siquiera para describirla con precisión.

»Para soportar la experiencia, el discípulo se entrega al maestro. Es comprensible este tipo de reacción, pero ni es valeroso ni liberador. Lo valeroso y liberador es abrazar la experiencia y tolerar al maestro. Así podríamos, al menos, aprender qué es lo que experimentamos, en vez de camuflarlo con amor.

»Y si tu maestro te amara sinceramente, te diría esto. Para escapar a las ligaduras de la experiencia terrena, te ligas a ti mismo a un maestro. Una atadura es una atadura. Si tu maestro te amase realmente, no te exigiría devoción. Te dejaría libre… de él mismo, en primer lugar.

»Piensas que me porto como un ogro frío de corazón porque echo a la gente. Todo lo contrario. Sólo libero a mis peregrinos antes de que se conviertan en mis discípulos. Es lo mejor que puedo hacer.

Sissy cabeceó pensativa.

– Eso está bien; está bien, de veras. El único problema es que tus peregrinos no lo saben.

– Bueno, que lo deduzcan. De otra forma, no haría más que servirles la misma papilla precocida y empaquetada. Todos tenemos que aclarar la experiencia por nosotros mismos. Lo siento. Comprendo que la mayoría de la gente necesita aferrarse a símbolos objetivos y externos. Es lamentable. Porque lo que están buscando, sépanlo o no, es interno y subjetivo. ¡No hay soluciones de grupo! Cada individuo debe descubrirlo por sí solo. Hay guías, desde luego, pero hasta los guías más sabios son ciegos en tu sector de la madriguera. No, lo único que puede hacer un individuo en esta vida es agrupar a su alrededor su integridad, su imaginación y su individualidad… y con ellas siempre consigo, en primera línea, y con visión clara, lanzarse al baile de la experiencia.

»¡Sé tu propio maestro!

»¡Sé tu propio Jesús!

»¡Sé tu propio platillo volante!

»i Rescátate!

»¡Sé tu propio amante! ¡Libera el corazón!

Sobre la soleada roca en la que se sentaba con las bragas empapadas de semen, Sissy se estaba muy quieta. Suponía que le habían dado mucho en qué pensar. Había, sin embargo, una pregunta más en su mente, y al fin la formuló:

– Tú usas con bastante frecuencia la palabra «libertad» -empezó-. ¿Qué significa exactamente libertad para ti?

La respuesta del Chink fue rápida:

– Bueno, la libertad de jugar libremente en el universo, desde luego.

Con esto, estiró la mano y agarró la cinta elástica que anclaba las bragas de Sissy y a sus caderas. Ella alzó las piernas y en un suave movimiento, se las quitó… y las tiró por el despeñadero. En el mundo ratonil de Dakota, fue todo un día en cuanto a fenómenos aéreos.

72

QUIZA SIMPLEMENTE LAS nubes se enfermasen de tanta publicidad. Posar para la gran cámara de Ansel Adams había sido aceptable; los paisajistas que las habían pintado habían sido comprensivos y discretos; hasta su aparición en algunas películas, flotando sin trabas al fondo mientras vaqueros y soldados ejecutaban sus varoniles hazañas, más que ofender a las nubes, las había divertido. Pero aquellos satélites meteorológicos de ahora, aquellos paparazzi del espacio exterior siguiéndolas a todas partes, fotografiándolas constantemente, sin permitirles paz ni intimidad, sus imágenes en los periódicos todos los días… qué bien sabían lo que sentía Jackie. Y Liz. Quizá las nubes estuviesen hartas y cansadas de esto. Quizá se hubiesen zambullido bajo el Polo Sur, con gafas oscuras y pelucas, para unas bien merecidas vacaciones.

En fin, llevaba dos semanas lo menos sin aparecer una nube sobre las llanuras norteamericanas. Esa estacioncilla llamada veranillo de San Martín subsistía. El cielo, tan abierto y seco como retorcido y pegajoso es el cerebro, se extendía sobre las colinas de Dakota permitiendo al sol calentar, sin interrupción salvo de noche, las largas plumas de las quietas grullas chilladoras, los jubilosos rostros de las vaqueras postrevolucionarias y los tejidos rectales de Sissy Hitche.

Aunque su mente no tenía conciencia de que Marie Barth, además de millones de árabes, lo disfrutaba regularmente, el cuerpo de Sissy no había decidido aún si el extraño placer de la relación anal compensaba el extraño dolor. El Chink, con aceite de ñame como lubricante, acababa de actuar durante media hora en el orificio fundamental de Sissy, y ella descansaba bocabajo al sol sobre una manta.

Tan quieta estaba, que su anfitrión alzó al fin los ojos del cinturón de piel de serpiente que estaba cosiendo (lo cambiaría en Mottburg por castañas de agua y ñames) y le preguntó qué pensaba. Halagada de que un hombre tan autónomo se interesase por sus pensamientos, Sissy respondió enseguida:

– Pensaba en las vaqueras.

Era cierto; estaba pensando en las vaqueras. Sólo su recto, que palpitaba suavemente, prestaba atención a su recto, suavemente palpitante.

– Has conseguido no explicarme lo que te parecen las vaqueras.

Volviendo su atención a la delgada y escamosa piel, cada una de cuyas escamas incendiadas de sol reflejaba para Sissy un mal recuerdo de Delores, tosió y carraspeó el Chink, murmurando a través del último carraspeo.

– Desde luego han mejorado la vista desde aquí. Umm. Caf.

– Así que sólo son cositas lindas para que tú las veas, ¿eh? -dijo Sissy. Había en su voz un tono acusatorio. Se preguntó de qué procedía.

– Me parece curioso que una mujer que trabajó de modelo profesional critique el mirar tan alegremente -el Chink alzó los ojos lo suficiente para asegurarse de que le había entendido y luego volvió a la elegante epidermis del lúgubre reptante-. Son bonitas, sí. Aunque no todas son cositas -quizá recordase cuando había visto a Big Red lidiar con un novillo-. Hay otras razones para mirarlas, sin embargo.

– ¿Por ejemplo?

– Bueno, Sissy, mira, ha caído sobre nuestro pueblo en los últimos años un gran chaparrón. Motines, rebeliones, guerras innecesarias, amenazas de guerra, drogas que abrían la mente al infinito y drogas que la arrojaban para siempre a la olla de gachas. Asombrosos avances tecnológicos y confusos desmoronamientos de valores establecidos, corrupción política, corrupción policial y corrupción empresarial, manifestaciones y contramanifestaciones, inflaciones y recesiones, crimen en las calles y crimen en las suites, derramamientos de petróleo y festivales rock, elecciones y asesinatos, esto, aquello y lo de más allá. Bien, tú y yo nos separamos de todos esos acontecimientos, no nos han afectado. Tú pasaste a través de ellos. Yo los dejé pasar a través mío. Tú practicaste el arte del movimiento continuo; yo practico el arte de la quietud. El resultado ha sido muy similar. Ambos mantenemos una especie de extraña pureza, tú y yo; tú demasiado móvil para que los acontecimientos cotidianos te infectasen; yo demasiado inmóvil, demasiado remoto.

»Pero las jóvenes de ahí, de ese rancho… -el viejo apartó una mano de la piel de serpiente y señaló el Rosa de Goma-. Esas jóvenes quedaron impregnadas de los acontecimientos de nuestra época, cubiertas hasta la cabeza. Tú naciste con tu trauma y lo sobreviviste magníficamente, pero ellas han ido de trauma en trauma durante la mayor parte de sus jóvenes vidas. Les falló la cultura de sus padres y luego les falló su propia cultura. Para ellas no resultaron ni las drogas ni el ocultismo; ni la política tradicional ni la política revolucionaría respondieron a sus esperanzas. Han mordisqueado todas el festín de filosofías y les ha parecido insípido. Muchas de sus compañeras se han rendido: han vuelto con el alma rota al Sistema Competitivo o se han metido en un cuenco de gachas privado… vuelo permanente, le llaman, aunque quizá fuese más exacto llamarle «catatonía ambulatoria».

»Esas damas, sin embargo, están intentándolo otra vez honradamente. Están intentando encauzar de nuevo sus propias vidas. Jellybean… ja ja jo jo y ji ji… sí, esa incomparable Bonanza Jellybean ha cogido una ficción y la ha convertido en realidad. Ha dado forma a un sueño infantil perdido hacía mucho. Esto las alimenta. Y por eso las observo con tanto interés. Para ver adonde las lleva y si son libres y felices allí.

»Por supuesto, también me agrada ver cómo sus sabrosos traseros se ajustan a las culeras de sus pantalones. Y hablando de eso, mi querida Sissy, ¿cómo va la convalecencia de tu dulce y marrón agujero?

Ignoró Sissy tan poco delicada pregunta.

– ¿Y no podrías hacer algo por ayudarlas? -preguntó.

– ¿Ayudarlas? Ja ja jo jo y ji ji. Vuelves a lo mismo. Ayudarlas; vamos. En primer lugar, han conseguido ayudarse a sí mismas. Con eso quiero decir que cada una de ellas ha logrado ayudarse a sí misma. En segundo creo haber dejado claro que no puedo ayudar a nadie.

– Pero…

– No hay peros que valgan. Espiritualmente soy un hombre rico. Debido a mi ascendencia asiática he heredado cierta cuantía de riqueza espiritual. Pero tú y Debbie y los peregrinos y los posibles peregrinos tenéis que entenderlo: ¡No puedo compartir esta riqueza! ¿Por qué? Porque la moneda espiritual de Oriente sencillamente no es negociable en vuestra cultura occidental. Sería como mandar billetes de dólar a los pigmeos. En la selva africana no sirven de nada los billetes de dólar. Lo más provechoso que podrían hacer los pigmeos con los dólares sería encender hogueras. Veo por todo el mundo occidental a las gentes acuclilladas alrededor de pequeñas hogueras, calentándose con budismo, hunduísmo, taoísmo, zen. Y eso es lo más que pueden hacer con tales filosofías. Calentarse los pies y las manos. No pueden utilizar plenamente el hunduísmo porque no son hindúes; no pueden aprovechar realmente el Tao porque no son chinos. El zen les abandonará al cabo de un rato (se apagará su fuego) porque no son japoneses como yo. Acudir a las filosofías religiosas del Oriente puede iluminarles un tiempo la experiencia, pero en último término es inútil, porque están negando su propia historia, mienten sobre su herencia. Se puede enganchar un arcoiris a una visión tonta (eso está haciendo Jellybean) pero no puedes enganchar un arcoiris a una mentira.

» Vosotros los occidentales sois espiritualmente pobres. Vuestras filosofías religiosas están empobrecidas. Pues bien, ¿y qué? Probablemente estén empobrecidas por muy buenas razones. ¿Por qué no descubrirlas? Sin duda es mejor que afeitarse el coco o enrollarse en abalorios y túnicas de tradición que sólo parcialmente puedes llegar a comprender. Admite, en primer lugar, tu pobreza espiritual. Confiésala. Ése es el punto de partida. Si no tienes el valor de empezar ahí, desnudo en tu pobreza y sin vergüenza, nunca encontrarás tu camino para salir de las madrigueras. Los atavíos orientales prestados no ocultarán tu fingimiento; sólo aumentarán tu soledad en la mentira.

Acodóse Sissy, manteniendo su compás anal enfilado hacia el sol.

– Pero, ¿qué puede hacer entonces un occidental en su pobreza?

– Soportarla con sinceridad, humor y gracia.

– ¿Quieres decir entonces que no hay esperanza?

– No. He indicado ya que la desolación espiritual de Occidente probablemente tenga significado y que ese significado puede explorarse provechosamente. El occidental que busque una conciencia superior y más plena podría empezar excavando en la historia religiosa de su pueblo. No es tarea fácil, sin embargo, porque el cristianismo se interpone en el camino, bloqueando todas las rutas de regreso como una montaña con ruedas.

El esfínter de Sissy era un puñito que golpeaba la mesa del amor. Por el momento, el golpeteo se acompasaba con su humor.

– No lo entiendo. Creía que el cristianismo era nuestra herencia religiosa. ¿Cómo es posible que bloquee…?

– Oh, Sissy, esto resulta aburrido. El cristianismo, tontuela, es una religión oriental. Hay algunas verdades sublimes en sus enseñanzas, como las hay en el budismo y en el hinduísmo. Verdades que son universales, es decir, verdades que pueden hablar al corazón y al espíritu de todos los seres humanos de todas partes. Pero el cristianismo vino de Oriente, sus orígenes son altamente sospechosos, su dogma estaba ya groseramente corrompido cuando se asentó en Occidente. ¿Crees que no había una deidad suprema en Occidente antes del ajeno y oriental Jehová? La había. Desde los días primeros del Neolítico, veneraban los pueblos de Inglaterra y Europa (los anglos y los sajones y los latinos) a una deidad. El Cornudo. El Viejo Dios. Un lascivo cabrito que proporcionaba ricas cosechas y niños alegres. Una deidad alegre y peluda que amaba la música y la danza y la buena mesa; dios de los campos y los bosques y la carne; proveedor fecundo al que podía invocarse tanto por la fornicación como por la meditación, que escuchaba igual la canción que la oración; un dios muy amado porque amaba, porque anteponía el placer al ascetismo, porque no incluía en su carácter los celos ni la venganza. Las principales fiestas de este dios eran la noche de Walpurgis (13 de abril), Cantlemas (2 de febrero), Lammas (1.° de agosto) y Halloween (31 de octubre). La fiesta que tú llamas ahora Navidad fue en principio una juerga invernal del Viejo Dios (según todos los datos históricos, Jesús debió de nacer en julio). Estas fiestas se celebraron durante milenios. Y el culto al Viejo Dios, disfrazado a veces de Jack-in-the-Green o Robin Goodfellow, continuó en secreto mucho después de que el cristianismo asentase su garra congelada en Occidente. Pero los poderes del cristianismo eran ante todo taimados. La iglesia se dedicó a transformar hábilmente la imagen de Lucifer, que el Antiguo Testamento nos describe como un ángel resplandeciente, uno de los principales lugartenientes de Dios. La iglesia empezó a enseñar que Lucifer tenía cuernos, que llevaba las pezuñas hendidas de la cabra lujuriosa. En otras palabras, los caudillos de la conquista cristiana dieron a Lucifer los rasgos físicos (y parte de la personalidad) del Viejo Dios. Convirtieron habilidosamente tu Viejo Dios en el Demonio. Fue éste el libelo más cruel, la mayor calumnia, la distorsión maliciosa más perversa de la historia humana. El presidente de los Estados Unidos es un inofensivo charlatán de feria comparado con los primeros papas.

Del fondo de la ladera de la montaña llegó el tamborileo vibrante de un urogallo. Era exactamente el tipo de ruido que podría haber hecho el culo de Sissy de tener instalado sonido. Había habido un tiempo, su recto casto entonces salvo el dedo sondeador ocasional, en que Sissy había sentido mínima curiosidad por las cuestiones que ahora analizaban ella y el viejo ermitaño. Ella había establecido, en movimiento, su relación con el cosmos, y era concreta y emocionante y total; en paradas y arranques gloriosamente articulados, ella encarnaba sus ritmos vida/muerte y era una con ellos, cabalgando alto, cabalgando libre, cabalgando por fuera del disparatado borde de Todo ello, alzando con sus propios pulgares el éxtasis de la vida y su terror. Las cosas cambian. Quizás ahora que ella no sentía ya vigorosamente el universo, tenía que conocerlo. Sissy formuló otra pregunta:

– Si yo… si nosotros los occidentales excaváramos en nuestra herencia, ¿qué encontraríamos? ¿Algo valioso? ¿Algo tan rico como tu herencia oriental? ¿Qué encontraríamos?

– Encontrarías mujeres, Sissy. Y plantas. Mujeres y plantas. A menudo combinadas.

»Las plantas son poderosas y albergan muchos secretos. Nuestras vidas están ligadas al mundo vegetal mucho más estrechamente de lo que ninguno de nosotros podría imaginar. La Vieja Religión reconocía las sutiles superioridades de la vida vegetal; intentaba entender el crecimiento de las cosas y prestarles la debida atención. Una de las órdenes más desarrolladas de la Vieja Religión, los druidas, tomaban su nombre del antiguo término irlandés druuid, cuya primera sílaba significaba «roble» y la segunda «el que tiene conocimiento». Así el druida era el que conocía los robles… y el muérdago supuestamente venenoso que crece en los robles y que era sagrado para los druidas.

»En los tiempos antiguos toda aldea tenía por lo menos una Mujer Sabia. Estas damas poseían profunda experiencia en cuestiones botánicas. Hongos y hierbas eran sus íntimos. Utilizaban plantas para curar el cuerpo y para liberar la mente. Estas mujeres, por supuesto, eran alimentadoras y nodrizas. Muchos de sus remedios, muchas de las sustancias de sus hierbas, como la digital (de la dedalera) y la atropina (de la belladona), aún se usan hoy.

»Sí, si hurgas detrás de la conquista cristiana en tu verdadera herencia encontrarás mujeres haciendo cosas asombrosas. Las mujeres no sólo eran las principales ayudantes del Viejo Dios, eran también sus amantes, eran el poder que había tras su trono de calabaza. Las mujeres controlaban la Vieja Religión. Esta tenía pocos sacerdotes, muchas sacerdotisas. No había ningún dogma; cada sacerdotisa interpretaba la religión a su propio modo. La Gran Madre (creadora y destructura) instruía al Viejo Dios, era su mamá, su esposa, su hija, su hermana, su igual y su compañera de éxtasis en la jodienda en curso.

»Si pudieses mirar más allá del cristianismo, encontrarías legiones de parteras, diosas, hechiceras y gracias. Encontrarías guardadoras de rebaños, diosas que presidían los nacimientos, que protegían la vida. Encontrarías danzarinas, desnudas o con túnicas de verdor. Encontrarías mujeres como las de la Galia, altas, espléndidas, nobles, arbitras de su pueblo, instructoras de sus hijos, sacerdotisas de la naturaleza. Encontrarías las reinas guerreras persas. Encontrarías a las matronas tolerantes de la Roma pagana… ¡qué contraste con los cesares y los papas! Encontrarías las mujeres druidas, expertas en astronomía y matemáticas, proyectando Stonehenge, los relojes máximos y principales de su era, sin ninguna obstrucción.

»Hay pues un abundante tesoro en tu pasado, si puedes alcanzarlo. Lo que signifique frente al mío es otra cuestión. Quizá donde falle sea en el reino de la luz. Buda y Rama y Lao Tsé trajeron luz al mundo. Luz literal. Jesucristo también fue una manifestación viviente de luz, aunque cuando su doctrina se exportó a Occidente ya San Pablo había recortado la mecha, y la luz de Jesús fue apagándose hasta que, alrededor del siglo IV, desapareció por completo. El cristianismo no tiene ya calor alguno; probablemente nunca fuese muy calorífico. La Vieja Religión, por otra parte, era profundamente cálida. No le faltaba calor, desde luego. Pero era un calor que engendraba muy poca luz. Calentaba todo el vello del cuerpo del mamífero, todas las células del proceso reproductivo, pero no conseguía prender esa dorada bombilla que cuelga de la más soberbia cúpula del alma. Había suficiente energía sensual pura en la Vieja Religión y si se hubiese dirigido hacia la iluminación, sin duda habría llevado a sus seguidores hasta allí. Por desgracia, fue subvertida y enervada por el cristianismo antes de que su calidez pudiese transformarse ampliamente en luz. Quizás ése sea el camino que haya que completar. Quizá sea ése el objetivo lógico del hombre occidental. A nivel de individuo, por supuesto. No en grupos organizados. Y quizá los Estados Unidos de Norteamérica sean el lugar más idóneo para reconstruir las hogueras paganas… y transformarlas en luz. Quizá. Podría equivocarme. Pero lo que te aseguro es que hay un tesoro bastante cuantioso en tu herencia si eres capaz de rescatarlo.

– Pero no podemos retroceder -dijo Sissy-. No podemos habitar en el pasado.

– No, no puedes. La tecnología conforme el pensamiento lo mismo que el medio, y quizá los pueblos de Occidente sean demasiado refinados, estén demasiado permanentemente ajenos a la naturaleza para hacer amplio uso de su herencia pagana. Pueden establecerse lazos, sin embargo. Deben establecerse. Entrar en contacto con tu pasado, restablecer la continuidad rota de tu desarrollo espiritual, no equivale a una retirada romántica y sentimental a tipos de vida más simples y rústicos. Pretender ser un colono de los bosques en una tecnología electrónica puede ser tan disparatado como intentar ser hindú siendo anglosajón. Sin embargo, tu raza ha perdido muchas cosas de valor a lo largo del camino. Aunque sólo sea para descubrir dónde pudiste perder la capacidad para sospechar adonde te diriges.

»Si es que te diriges a algún sitio. Ja ja jo jo y ji ji.

Bajó los brazos Sissy y acunó en ellos su rubia cabeza. El Chink podía tener razón, pensó. Quizá mereciese la pena sondear en sus ancestros precristianos. Su raza, la pobre raza escotoirlandesa, no había producido nada notable, ni espiritual ni materialmente, en los tiempos modernos, pero quizás hubiera habido un día… Sí, merecía la pena investigar. Pero, ¿y aquella parte suya que era india, dónde ajustaba?

Que ella pudiera recordar, siempre se había sentido ajena a sus vecinos y parientes. ¡Oh Dios, Richmond Sur! Hubo una vez un barrio llamado Richmond Sur que dejaba que numerosas casas de madera se desconchasen, perdiesen el color y se desmoronasen a lo largo de sus calles arenosas. Que permitía que numerosos coches (trastos y cacharros) aparcasen frente a las casas, aunque goteasen aceite en la arena, y aunque hubiese incluso que empujarlos para que arrancaran las mañanas frías, y a veces también las mañanas calientes. ¡Qué constante bufar y gruñir y maldecir, empujando aquellos coches! Richmond Sur permitía que numerosas personas ocupasen las casas aunque mascasen un chicle de zumo de frutas tan duro que agrietaban las tablas de la pared al escupirlo e incluso las noches de los sábados, los maridos exhalaban alcohólicos humos a través de aquellas grietas, y con frecuencia, si la semana había sido lo bastante dura en las fábricas de cigarrillos o en las colas del paro, metían las cabezas de sus mujeres por aquellas grietas, con rizadores y todo. Hubo una vez un barrio llamado Richmond Sur, donde las mujeres lucían mandíbulas moradas y los hombres compraban asientos de general para las carreras de coches y los niños nunca aprendían que James Joyce inventó la grabadora, que Scarlet O'Hara medía diecisiete pulgadas de cintura ni que el primer monstruo de Frankenstein hablaba un francés perfecto; un barrio en que perros y predicadores aullaban, y vocalistas aldeanos cantaban quejumbrosamente sobre alguien que escapaba con la queridita de alguien, y sobre todas las cosas flotaban banderas confederadas de juguete y una chica nació con pulgares tan grandes que hacían desfallecer de envidia a los rollos de pan de molde en sus envases, y a ella le daba igual, porque aquellos pulgares significaban que ella era algo que sus vecinos y parientes no eran, aleluya.

Cuando Sissy se enteró de que era una dieciseisava parte siwash, pensó que quizá sus pulgares fuesen la parte siwash, que los espíritus de los antiguos indios le habían enviado sus pulgares como señal de que ella no estaba hecha de material Richmond Sur, que habría en su pasado y en su futuro circunstancias más gloriosas y heroicas.

Esto era ingenuo, claro está. Pero ya no estaba segura de que aquellas escasas células siwash significasen alguna diferencia. Bastaba mirar a Julián… era indio puro, y en fin. Sin embargo, seguía causándole curiosidad, y al encontrarse en terreno sagrado de los siwash, en compañía de un hombre, que, por muy japonés que fuese, era brujo oficial de los siwash, había estado esperando únicamente que llegase el momento justo para iniciar su investigación. Aquel momento le pareció tan bueno como el que más.

Antes de que pudiese hablar, sin embargo, se oyó un ruido tan súbito y fuerte que le hizo incorporarse sin pensar lo más mínimo en su trasero. Ha de decirse que también el Chink se sobresaltó, escapándosele la aguja por la piel de serpiente y pasando a la suya. Pero rápidamente se tranquilizó y rió entre dientes, «ja ja jo jo y ji ji». Y comprendió Sissy que los relojes habían repicado… ¡otra vez volvían!

¡Bonk! Seguían los relojes, y luego ¡poink! y a diferencia del repiqueteo de un reloj regular, que anuncia, programado, el paso (lineal e indefectible) de otra hora en la marcha inexorable hacia la muerte, el repiqueteo de los artefactos vino repicando del campo izquierdo, saltando en una bota de tenis, sin preocuparse de si era pronto o tarde, no admitiendo ni fin ni principio, venturosamente ajeno a cualquier noción de avance o desarrollo, pestañeando, ondulándose, y volviéndose al fin sobre sí mismo y quedando tendido y tranquilo, tras lanzar una ansiosa y veleidosa señal en vez del firme tic y toc, una señal que, descifrada, decía: «Toma nota, persona querida, de tu posición inmediata, hazte por un segundo exactamente idéntico a ti mismo, mírate al margen de los fatuos hábitos de progreso y de las trágicas implicaciones del destino y ve, por el contrario, que eres una criatura eterna fijada sobre la amplia sonrisa del horizonte; y tras experimentar, así, lo que es estar conectado al universo infinito, vuelve al mundo temporal luminoso y alegre de corazón, sabiendo que todo el arte y la ciencia del siglo xx no pueden impedir a este reloj sonar de nuevo, y que ningún mecanismo de precisión hecho en Suiza puede sobrepasar la realidad de esta clase de tiempo. ¡Poink!

73

…Bonk!

74

SE FILTRABA en sus poros aceite de ñame, los poros de sus pulgares, esta vez. El Chink los ungía. Agitaba a su alrededor ramitas ardientes de junípero. Repicaba ante ellos una campanita. Les colgaba guirnaldas de varas de San José. Les cantaba serenatas… era su instrumento una caja de puros a cuyo través ató muy tensa un solo alambre, que tocaba furiosamente. Resultaba la peor música que Sissy hubiese oído en su vida. Le hacía desear volver a la radio toda polca.

Estaban en la cámara de entrada de la cueva, y les protegía de la tierra la colchoneta japonesa. Justo fuera, una pequeña hoguera chispeaba su tercera y última noche juntos.

Al amanecer, el Chink bajaría a las colinas y llanuras a recolectar. Tenía que recoger alimentos y añadirlos a la reserva que ya tenía almacenada en el nivel interior de la cueva, donde invernaría.

Sissy había de irse antes de que terminase el día. Tenía un marido esperando. Tenía que ver a una vaquera, aplacar a una condesa. Tenía que responder preguntas y quizá formularlas. Por ejemplo: «¿De dónde vino toda esta lujuria?»

Es importante creer en el amor. Eso todo el mundo lo sabe. ¿Pero es posible creer en la lujuria?

Sissy no estaba segura de creer ya. Una vez había resultado simple. Había creído en el autoestop.

Preguntó al Chink qué creía él. Justo esto. Interrumpió la adoración de pulgares, separó los carnosos telones de lujuria, le miró a los dientes y preguntó:

– ¿En qué crees tú? Quiero decir, en que crees realmente…

– Ja ja jo jo y ji ji -se reía de ella, sin decir nada. Su risa y su silencio la hicieron llorar. Pero no apagaron las lágrimas su lujuria. La lujuria duró mucho, y cuando a media mañana se despertó, el Chink se había ido.

Galopaban rayos de sol por la boca de la cueva, siguiendo la misma ruta que había seguido la luz de la hoguera. Algo había cambiado en la cueva. El intentar determinar qué era le hizo despertar del todo. Y con la ayuda del sol vio una inscripción recién trazada con tinta sumi en la pared de la derecha. Luego algo arrastró sus ojos a la pared de la izquierda donde aun goteaba otro grafismo:

En la pared de la derecha estaba escrito:


CREO EN TODO, NADA ES SAGRADO.


Y en la de la izquierda:


NO CREO EN NADA, TODO ES SAGRADO.

75

EL DOCTOR Goldman se encontró con el doctor Robbins poco después de que el interno presentase un informe solicitando que se diera de alta inmediatamente a Sissy Hankshaw Hitche. El enfrentamiento de los dos psiquiatras llegó a conocerse en los círculos de psicología como el Duelo a tiros en el corral yo tengo razór tú tienes razón.

– ¿Debo entender -preguntó el doctor Goldman- que consideras a la señora Hitche una personalidad estabilizada sin necesidad de tratamiento? -había en su voz un tono incrédulo. El doctor Robbins farfulló entre las revueltas varillas de su bigote.

– Estabilizada schmabilizada -dijo-. ¿De qué podrían tratarla en esta clínica?

– Sí claro, de qué -resopló el doctor Goldman-. Tenemos una mujer de más de treinta años de edad que, aunque excepcionalmente inteligente y de agradable aspecto, no ha logrado superar una leve, aunque extraña, deformidad congénita…

Ahora le tocaba resoplar al doctor Robbins. Aunque más joven, y menos experto en resoplidos, el doctor Robbins resopló con una bravura que suplía la falta de firmeza y podía rivalizar con la de su colega más viejo.

– Superar dices. ¡Vaya palabra más pomposa! La idea misma de superar algo huele a jerarquía y a conciencia de clase; la idea de la «movilidad hacia arriba» con la que este país atrae codiciosos emigrantes y castiga a sus pobres. ¡Por Dios, Goldman! ¡El asunto no es superar las cosas, sino transformarlas! No degradarlas ni negarlas (y eso es lo que significa superarlas) sino revelarlas más plenamente, elevar su realidad, buscar su significado latente. No consigo detectar un solo impulso saludable en la cobarde tentativa de superar el mundo físico. Por otra parte, transformar una entidad física cambiando el clima que la rodea con el enfoque que uno le puede dar es una empresa maravillosa, creadora y valiente. Y eso ha hecho Sissy desde la niñez. Borrando normas aceptadas de percepción, trasformó sus pulgares afirmándolos. En su afirmación, intensificó la viveza y la fecundidad de las asociaciones que podían despertar. Parafraseando un comentario que ella hizo, se los presentó a la poesía. Yo creo más bien que Sissy es un ejemplo para toda persona afligida por algún tipo de deformidad, es decir, Doctor, un ejemplo para todos nosotros.

Tiempo de resoplido otra vez. La guerra seguía. Inspirado por su joven colega, este resoplido del doctor Goldman brotó con seguridad y valor, y sin que por ello quedara comprometida la dignidad del resoplador.

– Disculpa, pero la idea de presentar un pulgar deformado a la poesía me parece esotérica e imprecisa. Me parece una idea que la mayoría de las personas, deformes o no, considerarían una total estupidez. Y la estupidez no es útil a nadie…

– ¿De veras? ¿Estás seguro?

– La estupidez, y déjame hablar, Robbins, no ayuda a nadie salvo cuando se manifieste como una fijación neurótica sobre la que se basa la propia estabilidad.

– Estabilidad, schmabilidad.

– El centrar su vida en su defecto en vez de superar ese defecto; el edificar, si quieres, una mística alrededor de ese defecto podría parecerle a la señora Hitche una empresa poética. Podría parecértelo incluso a ti, alabado sea Dios. Pero yo no estoy convencido, ni lo está el señor Hitche, que se preocupa más por ella y la conoce mejor. El señor Hitche…

– El señor Hitche es tonto del culo.

– Una opinión muy poco profesional, Robbins.

– ¿De veras? Yo creí que vosotros los freudianos sabíais mucho del culo. Recuerdo conferencias enteras dedicadas a la expulsión anal, a la retención anal…

– No te hagas el gracioso. No tenemos todo el día -el doctor Goldman miró de reojo el reloj de su oficina como mira el marido inseguro a su esposa coqueta en una fiesta. El reloj continuaba guiñando su gran ojo a la eternidad-. Volviendo a la cuestión, el señor Hitche afirma, con aparente justificación, que su mujer es inmadura…

– Ser adulto es una trampa -replicó el doctor Robbins-. Cuando te dicen que reflexiones, quieren decir que dejes de hablar. Cuando te dicen que seas adulto, quieren decir que dejes de crecer. Significa llegar a una plana meseta y asentarse allí, todo predecible e inalterable, ya no una amenaza. Si Sissy es inmadura significa que aún sigue creciendo; si aún sigue creciendo, significa que aún está viva. Viva en una cultura que agoniza.

Agitó el doctor Goldman una risilla semidivertida en su resoplido, muy como un chorro de borgoña tinto podría agitarse en una pota de manteca.

– Podríamos sostener una interesante discusión sobre eso en otro momento -dijo-. Sin embargo, por ahora, tengamos en cuenta el punto de vista del señor Hitche. El señor Hitche me dijo en una ocasión que lo que más le preocupaba de la devoción de su esposa por el autoestop era su carácter evidente. Se veía afligida por unos pulgares gigantes, luego hacía autoestop. Si hubiese decidido, por el contrario, convertirse en una excelente costurera o destacar en el tenis o hacerse famosa pintando…

Hablando de pintar, en la pared, encima del escritorio del doctor Goldman, había una acuarela de Julián Hitche. Era una paisaje, una escena de Central Park bastante libre y airosa, como una regadera de tinte verde huevo de pascua en la que estuviese bañándose algún trasgo o deidad menor. Uno se preguntaba qué pasaría con el estilo protorromántico del artista si plantase su caballete en los cerros de Dakota. Y uno sospecha que la experiencia de los Dakota es demasiado fuerte para que pueda soportarlo cualquier estética asentada. Hasta llegó a temblar el cuadro un poco allí colgado cuando el doctor Robbins aulló:

– ¡Otra vez! ¡La trascendencia! Querer que ella niegue sus pulgares compensando sus limitaciones en vez de afirmarlos y explotar su fuerza. ¡Dios mío!

– Pero hacer autoestop, Robbins. ¿Qué clase de actividad afirmativa es ésa? A la señora Hitche no le interesaba siquiera viajar. Mi opinión es que en una etapa muy temprana de su vida se aferró al autoestop para enfrentar una comprensible ansiedad, y lo que empezó como erróneo mecanismo de defensa fue evolucionando gradualmente hasta convertirse en una obsesión sin objetivo y un tanto grotesca. El autoestop, precisamente…

Agarró el doctor Robbins su bigote, como para impedir que se enrollase y abandonase la habitación sin él. Llega un momento en que hasta el pelo puede exasperarse.

– Autoestop, schmiestop. ¿No entiendes que no importa qué actividad eligiera Sissy? No importa qué actividad elija cada cual. Si escoges cualquier actividad, cualquier arte, cualquier disciplina, cualquier habilidad, si la escoges y la llevas a su límite, si la arrastras más allá de donde hubiese estado antes, si la llevas al más extremo de todos los extremos, la haces entrar en el reino de la magia. Y no importa qué sea lo que eliges, porque si lo llevas lo bastante lejos, contiene todo lo demás. No me refiero a la especialización. Especializarse es limpiar un sólo diente. Cuando un individuo se especializa, canaliza toda su energía por un estrecho conducto. Conoce algo extraordinariamente bien e ignora casi todo lo demás. No es eso. Eso es domesticante, aislante y gravemente limitador. Me refiero a escoger una cosa, aunque sea trivial y mundana, y llevarla a tales extremos que ilumines su relación con todas las demás, y luego la llevas un poco más lejos… hasta esa dimensión cósmica en que se convierte en todas las demás cosas.

Un parpadeo de comprensión iluminó las gruesas órbitas del doctor Goldman como iluminaría un fogonazo de luz las deyecciones nocturnas de una mula bien alimentada.

– Comprendo -dijo-. Te estás refiriendo a la Gestalt… o a una interpretación radical de la Gestalt. ¿Pretendes que enfrentemos psicología freudiana y Gestalt?

– Gestalt Schmagalt -gruñó el doctor Robbins-. A lo que me refiero es a la magia. -Cabeceó lentamente el doctor Goldman, con tristeza casi. Al cabo de un rato dijo:

– En tu informe, bastante abreviado -sostenía una sola hoja en la cual se habían garrapateado como con el ramalazo del rabo sucio de un bicho de corral -algunas toscas frases-, recomendabas únicamente que se diese de alta a la señora Hitche y que le aconsejásemos divorciarse de su marido. Supongo que te darás cuenta de que no podemos en modo alguno ni terapéutica ni ética ni legalmente, aconsejar a una paciente que se divorcie de su esposo. Nuestra tarea es preservar matrimonios, no deshacerlos…

– Nuestra tarea debería ser liberar el espíritu humano. O si eso te parece demasiado idealista, si te parece tarea de la religión (y debería serlo, también), entonces nuestra tarea debería ser ayudar a la gente a funcionar… disparatadamente o no, eso no es asunto nuestro, eso es cosa de ellos… ayudarles a funcionar a cualquier nivel o niveles de «cordura» a los que decidan funcionar, en vez de ayudarles a adaptarse y encerrarlos si no se adaptan.

Más allá de los resoplidos, se quitó el doctor Goldman las gafas de montura de concha, se restregó los ojos y dijo claramente:

– Doctor Robbins, nuestras diferencias básicas son mayores de lo que había supuesto. Diré a la señorita Waterworth que concierte una entrevista entre nosotros la próxima semana para que podamos revisarlas y decidir si pueden armonizarse. De momento, sin embargo, lo que me preocupa es la paciente. Aconsejarle que se divorcie queda descartado, por supuesto. El señor Hitche es un hombre comprensivo, justo e inteligente, que ama mucho a su esposa. El señor Hitche…

– El señor Hitche ha apartado a su esposa del extremo y la ha puesto en el centro. Aquí, con todos los demás. No me preocupa el centro. Es grande, misterioso y ambiguo… quizá tan emocionante en su suave y variable complejidad como es emocionante el extremo en sus duras y firmes aristas. Pero el centro puede ser un lugar dañino para quien ha vivido tanto tiempo en el extremo. La normalidad ha sido para Sissy una prueba colosal y creo que ella ha enfrentado la prueba valerosamente y bien. Sin embargo, la normalidad es una neurosis. La normalidad es la Gran Neurosis de la civilización. Es raro dar con alguien que no esté infectado, en mayor o menor grado, por esa neurosis. Sissy no lo está. Aún. Si sigue expuesta a ella, acabará sucumbiendo. Creo que sería una tragedia parecida a serrar el cuerno del último unicornio. Por nuestro bien, tanto como por el suyo, creo que debe protegerse a Sissy de la normalidad. Liberarla del centro y dejarla volver al extremo. Allá, es valiosa. Aquí, no es más que otro ruido molesto en el zoo. Julián Hitche puede ser, tal como dices, bueno y comprensivo, pero de todos modos es una amenaza para Sissy. La ha seducido llevándola a una situación que es la imagen contraria de lo que ella cree que es. A Julián le empujan las ambiciones materiales; es mezquino, insaciable, intenso, sistemático, egocéntrico. En otras palabras, es un colono. Amplia, atemporal, soñadora, Sissy es el indio. ¿Comprendes la destrucción que sufrió el indio cuando el colono desembarcó en sus costas?

Un suspiro, no un resoplido, fue lo que el doctor Goldman lanzó entonces: un suspiro blando como brisa que soplase su nariz en la vela de un barco de juguete.

– Robbins, introduces conceptos intrigantes, pero, a mi juicio, irrelevantes. Permíteme que te haga una pregunta directa. ¿Crees honradamente que no hay ninguna alteración en la personalidad de esta mujer, esta mujer con esos… esos pulgares, salvo los efectos de un mal matrimonio?

– No, nunca he querido decir eso. -El hombre más joven sacudió el extremo de su bigote como si sacudiese la ceniza de un puro impotente-. Sissy sufre una leve confusión.

– Ummmm. ¿Y a qué atribuyes esa confusión?

– Al hecho de que está enamorada simultáneamente de un anciano ermitaño y de una joven vaquera.

Volvió el doctor Goldman a su resoplido. Casi se atragantó con él.

– ¡Mein Got! Hombre, ¿bromeas? Bueno, ¿por qué no lo mencionas en tu informe? ¿No lo habrás escrito muy deprisa? ¿No quieres reconsiderarlo?

Moviendo el otro extremo del bigote, contestó el doctor Robbins:

– Para mucha gente, quizá para la mayoría, estar enamorada simultáneamente de un viejo ermitaño y de una joven vaquera podría ser una horrible equivocación. Para otros, podría ser absolutamente correcto. Para la mayoría de la gente, la práctica sexual oral con los osos hormigueros quizá resulte algo impropio; pero para algunos puede ser algo perfecto. ¿Entiendes mi punto de vista? En cuanto a Sissy, la situación le resulta un poco confusa. No estoy seguro de si le está perjudicando en realidad.

El psiquiatra veterano se palmeó la frente. Si hubiese habido allí un mosquito, se habría desvanecido tan completamente como Glenn Miller, dejando sólo atrás el recuerdo de su música.

– Mein Got… es decir, Dios mío. Vaya. Bueno. Yo diría que esta prueba de homosexualidad de la libido de la señora Hitche no hace sino demostrar su inmadurez emocional. Estarás de acuerdo con eso.

– Ca. No necesariamente. El lesbianismo está aumentando. No creo que las muchas que lo practican sufran fijaciones preadolescentes. No, me inclino más a creer que se trata de un fenómeno cultural, un saludable rechazo de la estructura de poder paternalista que lleva dominando el mundo civilizado más de dos mil años. Quizá las mujeres quieren amar a las mujeres para recordar a los hombres lo que es el amor. Quizá las mujeres quieran amar a las mujeres antes para poder empezar a amar a los hombres otra vez.

El doctor Goldman se quedó una vez más sin resoplar.

– Robbins -dijo suavemente, como si cayera de una cruz-, nunca, en toda mi carrera, he encontrado a nadie, psiquiatra o paciente, con un batiburrillo semejante de ideas confusas.

– Bueno -dijo Robbins-, según dice el Chink, si se pone espeso, cómelo en la fregadera.

– ¿El Chink? ¡Ah, te refieres a Mao Tsé Tung!

Tan abruptamente se rió el doctor Robbins que su bigote se asustó.

– Sí, sí, eso, Mao Tsé Tung.

– Dios nos asista. No bastaba que hubiese contratado un excéntrico. Además es comunista.

Robbins rió de nuevo. Esta vez el bigote estaba preparado.

– Así que piensas que soy un excéntrico, ¿eh? A lo mejor tienes razón. Sí. No se lo he contado nunca a nadie, pero de niño…

– ¿Sí? -en los cansados ojos del doctor Goldman hubo un súbito brillo.

– De niño…

– ¿Sí? Adelante.

– De niño, yo era un compañero de juegos imaginario.

El doctor Robbins escoltó a su agradecido bigote fuera de la habitación.

76

HAS OÍDO de gente que acudía enferma. Quizás hayas acudido enfermo tú mismo algunas veces. ¿Pero has pensado alguna vez en acudir estando bueno?

Sería así: llegarías al jefe de fila y dirías: «Escucha, he estado enfermo desde que empecé a trabajar aquí, pero hoy estoy bien y no vendré más.» Acudir estando bien.

Eso fue lo que hizo exactamente el doctor Robbins. A la mañana siguiente de su charla con el doctor Goldman, acudió estando bien y no fingía. No se puede fingir una cosa así. Es infinitamente más difícil fingir que estás bien que fingir que estás mal.

Después de telefonear, el doctor Robbins se puso una camisa de nylon amarillo eléctrico y cuando la enfundaba en un par de acampanados marrones, fue como si la iluminación le hubiese alcanzado a un borracho perdido. Antes de abandonar su apartamento, hizo entrega de su despertador y su reloj de bolsillo al depósito de basura.

– Pasaré del tiempo del día al tiempo del alma -proclamó.

Luego, al considerar lo pretencioso que sonaba, se corrigió:

– ¡Fuera eso! -dijo-: Digamos simplemente que hoy estoy bien.

Ya en la Avenida Lexington, el doctor Robbins caminó perezosamente. Se sentó en un banco del parque y se fumó un porro de hierba tahilandesa. Se zambulló en una cabina telefónica y buscó Hitche en la guía. No llamó; sólo miró el número y sonrió. A Sissy, por petición propia y con el vacilante permiso de Julián, la habían dado realmente de alta aquel día.

En Madison, entró el doctor Robbins en una agencia de viajes y pidió un mapa del oeste de los Estados Unidos. Miró la cordillera de la Sierra de California y Dakota y no mucho más. Una agente de viajes, que se parecía a Loretta Young y parecía temer que el bigote de Robbins se hubiese colado en los Estados Unidos en un racimo de plátanos, se sentía obligada a prestar sus servicios, pero poco podía hacer por un viajero con máquinas del tiempo en la mente.

El doctor Robbins siguió caminando. Sin saberlo, pasó bajo las ventanas del laboratorio tras las que La Condesa oponía toda la luz de su genio al furtivo mamífero de las profundidades cuyo aliento marino se escapa en salitrosas condensaciones de los húmedos pulmones del coño.


En una vitrina de cristal del vestíbulo del edificio de La Condesa descansaba una pera de goma roja hecha a mano: la primerísima Rosa, el prototipo, el ruboroso original, el progenitor de la estirpe de peras de sensacional éxito cuyo nombre aún adornaba el mayor rancho sólo de chicas del Oeste. El doctor Robbins pasó, inocente, ante él.

El doctor Robbins no estaba seguro de adonde se dirigía aquella mañana de mayo. Respecto a su destino final estaba seguro, sin embargo. Iría a los relojes. Y al Chink. Y aún más, Sissy le llevaría hasta allí. En fin, el sano psiquiatra sin empleo había llegado recientemente a una conclusión doble: (1) si había un hombre vivo que pudiese añadir levadura a la creciente hogaza de su yo, ese hombre era el Chink; (2) si había una mujer que pudiese enmantecar aquella hogaza, esa mujer era Sissy. El doctor Robbins estaba absolutamente convencido, absolutamente decidido, absolutamente emocionado, absolutamente enamorado. Afrontaba el futuro con una mente relampagueante y una sonrisa estúpida.

Sin embargo, actuaba una fuerza que el doctor Robbins no había identificado, una fuerza que Sissy no había identificado, una fuerza que nadie en Norteamérica había identificado, incluidos el Pueblo Reloj, la Sociedad Audubon ni aquel hombre que, debido a la llegada de alguien enfermo (no bueno en absoluto en este caso) a la Casa Blanca, habría de ser muy pronto el nuevo presidente de los Estados Unidos. Esa fuerza era: los Cuatreros de Grullas Chilladoras.

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