Tercera Parte

Aunque desde tiempo inmemorial hubo en los ranchos chicas capaces de montar caballos salvajes, lo hacían protestando y no se enorgullecían de ello. Aún hoy, en los grandes países ganaderos del Sur, las mujeres sólo montan cuando van de viaje, y no creo que ni siquiera en Estados Unidos muchas mujeres participen en el lazado de reses o en el rodeo del ganado.

SIR charles walter simpson


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DE TODO LO que el hombre civilizado ha producido, lo único que no parece fuera de lugar en la naturaleza es la bolsa de papel marrón.

Deformada en un montón de arrugas, como el cerebro fosilizado de una dríaca; gastada por el tiempo; pareciendo lo bastante torpe y áspera para ser producto de la evolución natural; su marronez el marrón moderado de la piel de patata y la cascara del cacahuete: sucio pero puro; su parentesco con el árbol (con nudo y nido) no obscurecido por el cruel proceso de la industria; absorbiendo los elementos como cualquier otra entidad orgánica; mezclándose con roca y vegetación como si fuese el compañero de cuarto de un buho o el calzoncillo de un conejo, una bolsa de papel Kraft número 8 yacía desechada en las colinas de Dakota… y parecía vivir allí donde estaba tendida.

La bolsa, vacía ahora y con arrugas coriáceas, había estado llena dos veces; una, mucho tiempo atrás, había albergado un paquete de panecillos y un tarro de mostaza para un encuentro culinario con hamburguesas fritas. En fecha más reciente, la bolsa había albergado cartas de amor.

Lo mismo que un hueco en un roble oculta las joyas de familia de una ardilla, la bolsa había ocultado cartas amorosas en el fondo de un baúl de barracón. Luego, un día después del trabajo, la vaquerita de nariz de botón a la que estaban dirigidas las cartas cogió bolsa y contenido bajo el brazo, se deslizó hasta el corral, pasó ante las compañeras que tiraban herraduras y ante las que soltaban cometas tibetanas, ensilló y galopó hacia las colinas. A más de un kilómetro del barracón, desmontó e hizo una pequeña hoguera. La alimentó con las cartas de amor, una tras otra, lo mismo que su novio la había alimentado una vez a ella con patatas fritas.

Mientras ardían palabras como querida, y te amo y para siempre, la vaquera enjugó unas cuantas lágrimas. Tan nublados tenía los ojos que se olvidó de quemar la bolsa. De nuevo en el barracón, a la media luz, sus compañeras fingieron no saber dónde había ido o por qué. Big Red le ofreció un trozo de pastel de chocolate casero y no mostró sorpresa alguna al ver que lo rechazaba; Kym, antes de retirarse, derramó sobre sus labios un rápido beso… Con mucha naturalidad, como si se sacudiese una hilacha. Jelly, que intentaba arpegear una despreocupada canción en una vieja Gibson gastada por el tiempo, alzó los ojos hacia ella cordialmente.

Era ya una de ellas. ¡Qué bueno es, Dios mío, ser una vaquera!

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LA RADIO DEL retrete tocaba «La polca de los armenios hambrientos». La lluvia, un súbito chaparrón, un aguacero de verano normal de Dakota, había atrapado a Bonanza Jellybean, y a Delores del Ruby en el retrete. Primero Delores y luego Jelly, concluido su asunto, se vistieron, pero siguieron allí sentadas.

– Bueno, no me asusta un poco de lluvia -proclamó Jelly.

– Tampoco a mí -dijo Delores, que jamás admitiría tener miedo a nada. Pero ninguna hacía ademán de salir. Por el contrario, miraban más allá de la puerta la caja de escalera de agua que tanto se parecía a aquella en que las sirenas recibían a los marineros ahogados. («¿Te gustaría subir a mi habitación»? pregunta una sirena, no mucho más vieja que una vaquera. «Claro, claro», gorgotea el emocionado marinero, agradeciendo silenciosamente al oficial de reclutamiento de su pueblo el no haber tenido la desdicha de morir en tierra firme.) Las escaleras de agua cuelgan allí, en lo que antes era aire, como esperando que un submarino enano se deslice por la barandilla.

– Podríamos desafiarla -dijo Jelly, avanzando hacia la puerta. Era la jefa del rancho y tenía que dar ejemplo.

– De acuerdo -aceptó Delores, la capataz-. No sé tú, pero yo estoy segura de que no soy tan dulce como para derretirme.

Chasqueó el látigo contra una afanosa avispa que también se había refugiado en el retrete. (En realidad, no intentaba darle a la avispa sino a la fotografía de Dale Evans en la que se había posado.)

Había una reunión convocada en el barracón aquella mañana de sábado, una reunión a la que debían asistir todas las vaqueras salvo las que vigilaban las aves, y que Jelly y Delores tenían que presidir. Si las vaqueras jefes no se hubiesen desplazado, independientemente, a aliviar sus tripas (costumbre que deberían practicar todos los presidentes antes de asumir la presidencia) y hubiesen quedado atrapadas por el chaparrón, estaría ya desarrollándose la reunión. Según eran las reuniones del Rosa de Goma, no parecía probable que aquella fuese insólita. Mary se quejaría de que algunas de las vaqueras habían incurrido en lo de dormir dos en una litera, violando el acuerdo de que los «crímenes contra natura» quedasen confinados al pajar. Debbíe diría que a ella no le importaba quién se acostase con quién ni dónde ni cómo, pero que las que gemían, chillaban y gruñían deberían bajar el volumen cuando otras intentaban dormir o meditar (sonrojos aquí y allá). Big Red expondría un no solicitado testimonio en cuanto a la cualidad y cantidad de la comida en el Rosa de Goma, testimonio en el que cada patata hervida, cada ración de salsa, se calificaba de más pequeña y menos apetitosa que la anterior. Varias de las vaqueras expondrían sus inquietudes sobre las posibles consecuencias de arrear el ganado donde estaban las aves. Pero Jelly pacificaría a todas, como siempre, y al final de la reunión habría sonrisas y abrazos generales y expresiones generalizadas de solidaridad. Prometía ser una reunión con atmósfera familiar, pero había sido convocada, y en consecuencia, debía celebrarse. Jelly y Delores no tenían derecho a demorarla más sólo porque lloviesen botellas de cocacola y plátanos. Que se mojaran.

Preparándose para un gran trago de agua pura, sin aditivos, se habían situado en el quicio del cagadero cuando de pronto vieron a una vaquera descalza (era Debbie) cruzar corriendo el patio en ropa de kárate, saltar sobre el Exercicle que se oxidaba entre los matorrales y empezaba a darle a los pedales furiosamente bajo la repiqueteante lluvia.

– jPor mi cocodrilo sagrado! -exclamó Delores-. Se ha pasado.

Pero, oh, al cabo de un minuto, otras siguieron a Debbie, todas, en realidad; todo el equipo, unas treinta jóvenes vaqueras chillando, riendo, desnudas o casi, todas hoyuelos y hormonas. Se deslizaban y rodeaban por la hierba húmeda, se empujaban en el barro que iba formándose junto a la valla del corral, se cazaban unas a otras entre los gruesos pliegues de los cortinajes de la lluvia, hundían sus lindos pies en los charcos y caían de bruces entre los excrementos de caballo. El chaparrón se convirtió en un candelabro de cristal. Y ellas eran sus agitadas llamas.

Jefa de rancho y capataz se miraron asombradas. Las vaqueras las llamaban. Jelly sintió parpadear pececillos en su sangre. Se desvistió rápidamente. Más reacia, Delores se quedó con su ropa interior de piel de víbora. Ambas se avalanzaron a la cálida lluvia.

Las vaqueras retozaron hasta que, tan pronto como había llegado, se fue el chaparrón. Cesó el juego. El sol colocó sus cuernos en sus goteantes rizos. Jadeaban ellas como perrillos apoyadas unas en otras o quitándose recíprocamente trozos de barro del pelo.

– Propongo que se aplace la reunión -jadeó Elaine.

Debbie secundó la moción y añadió un proverbio zen:

– Al final del juego interminable florece la amistad.

– ¿Qué demonios quiso decir con eso?, -preguntó Heather, que hacía uso del retrete mientras Jelly recogía su ropa.

Jelly estudió a las cansadas y empapadas vaqueras que volvían cogidas del brazo hacia el barracón.

– Sólo que en el cielo todos los negocios se llevan así -explicó.

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MIENTRAS BONANZA Jellybean se encontraba al otro lado del estado, en Fargo, ultimando el asunto de los quesos de cabra, paró en una subasta pública y cogió una partida de vestidos y sombreros viejos. Las vaqueras estaban probándoselos frente al espejo del barracón. Kym hacía muecas con un arrugado sombrero color rosa que parecía un cruce entre pastel de chifon y fresa y sabueso. Consumiendo su tiempo de espejo, palpitaba Jody dentro de un escarolado quimono verde. Delores inquirió hoscamente si había algo en negro. Elaine y Linda…

Espera. Un momento, por favor. Aunque estemos de acuerdo en que el tiempo es relativo, en que sus nociones más subjetivas son inexactas y arbitrarias sus expresiones más objetivas; aunque pretendamos extirparnos de su terrible flujo (hasta el punto de ignorar la súplica de un autor de «espera un momento, por favor», pues un momento, después de todo, es un montoncito de tiempo); aunque juremos fidelidad al «aquí y ahora», o enfoquemos el tiempo como una caja vacía a llenar con nuestro genio, o reestructuremos nuestros conceptos de él para adaptarlos a los salvajes tícs-tacs de los artefactos de relojería, aún así, es prácticamente inevitable que esperemos, para mal o para bien, algún género de orden cronológico en los libros que leemos, pues es función de la literatura proporcionar lo que no proporciona la vida. A la luz de esto, pues, pide vuestro autor «segundos fuera» para informaros que los acontecimientos descritos en los capítulos iniciales de la parte tres, así como la mayoría de los incluidos en los varios intermedios de vaquera de las partes I y II, ocurrieron después de que Sissy Hankshaw Hitche hubiese llegado al Rosa de Goma y se hubiese ido de nuevo.

Las condiciones en el rancho eran un poco diferentes cuando Sissy llegó para su trabajo de modelo, allá por septiembre de 1973. La señorita Adrián estaba aún a cargo, desde luego, y el Rosa de Goma aún funcionaba como rancho de belleza y eran sólo quince las vaqueras que trabajaban allí. Se habían introducido cambios drásticos, no hay duda, en los planes originales de La Condesa para su explotación, pero no poseía aún así la misma configuración de apetitos ni la misma atmósfera ni el mismo significado que el lugar sobre el que el autor ha ido escribiendo esporádicamente.

Si os ha confundido, el autor se disculpa. Promete exponer los acontecimientos en el orden histórico adecuado de ahora en adelante. No rechaza, sin embargo, los impulsos que le indujeron a presentar las escenas de vaqueras fuera de su orden cronológico, ni tampoco, por arrepentimiento, acepta la idea de que la literatura deba reflejar la realidad (como el espejo del barracón reflejaba a las jóvenes vaqueras con las ropas usadas, fuese cual fuese la continuidad). El libro no contiene más realidad que tiempo un reloj. El libro puede medir la supuesta realidad tanto como un reloj mide el supuesto tiempo. Un libro puede crear la ilusión de realidad como un reloj crea una ilusión de tiempo; un libro puede ser real, lo mismo que es real un reloj (más real, quizá, que aquellas ideas a las que alude); pero no nos burlemos de nosotros mismos: el reloj no contiene más que ruedecillas y muelles y el libro sólo letras, palabras y frases.

No está, por fortuna, vuestro autor contratado por ninguna de esas musas que abastecen a los escritores de renombre, y tiene así acceso a una considerable variedad de frases para extender y disponer de margen a margen mientras relata las historias de nuestra Pulgarcita, del rancho y -¡Oh hijo mío, aguza las orejas y oye bien!- de las máquinas del tiempo y su Chink. Por ejemplo:

Esta frase está hecha con plomo (y una frase de plomo da al lector una sensación totalmente distinta a la hecha con magnesio). Hízose esta frase con lana de yak. Esta con luz de sol y ciruelas. Esta frase está hecha de hielo. Esta otra con sangre de poeta. Esta frase está hecha en el Japón. Esta frase brilla en la oscuridad. Esta frase nació con un momento. Esta frase se enamoró de Norman Mailer. Esta frase es una borracha y no le importa que se sepa. Esta frase es cáncer doble con piscis en ascenso. Esta frase perdió la cabeza buscando el párrafo perfecto. Esta frase se niega a ser etiquetada. Esta frase se escapó con una cláusula adverbial. Esta frase es cien por cien orgánica: no retendrá una sombra de frescura como retienen esas frases de Hornero, Shakespeare, Goethe y demás, tan cargadas de preservadores. Esta frase mana. Esta frase no parece judía… Esta frase ha aceptado a Jesucristo como su salvador personal. Esta frase escupió una vez en un ojo a un crítico de libros. A esta frase se le puede poner carne de gallina. Esta frase ha visto demasiado y olvidado demasiado poco. A esta frase le llaman Jaimito, pero su verdadero nombre es señor conde. Esta frase puede que esté embarazada; no le vino el período. Esta frase sufrió una rotura de infinitivo… y sobrevivió. Si esta frase hubiese sido una serpiente, la habrías mordido. Esta frase fue a la cárcel con Clifford Irving. Esta frase fue a Woodstock. Y esta frasecilia se fue bee bee beee, llorando, andandito a casa. Esta frase está orgullosa de formar parte del equipo de También las vaqueras sienten melancolía. Esta frase está más bien harta de todo este lío.

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EL PROBLEMA de las gaviotas es que no saben si son gatos o perros. Su grito es exactamente un intermedio entre el ladrido y el maullido.

No existen tales ambivalencias en los Dakola. El cielo de Dakota es todo de una pieza. El viento de Dakota es ante todo directo. El polvo de Dakota no sufre ninguna crisis de identidad; las grullas chilladoras que residen dos veces al año en los Dakota (por donde las gaviotas no se atreven a volar) saben exactamente lo que son: sus inimitables chillidos lo atestiguan.

Como cabría esperar de un territorio tan franco, singular y directo, la topografía de los Dakota es casi uniformemente llana. Inmensas pistas de áridas tierras de pastos, abiertas y sin ondulaciones, sedientas y desguarnecidas, tan lisas y suaves como la espalda de un niño antes de las primeras flacideces y granos, se extienden de horizonte a horizonte como el más solitario y viejo acorde de la divina música. Ni del peligro ni del aburrimiento hay lugar donde ocultarse. Ningún Pan cazó nunca tetuda ninfa por estas llanuras solitarias.

Sin embargo, en el extremo occidental de los Dakota la monotonía del paisaje, asciende gradual hacia las Rocosas, viene a interrumpirle una estridencia topográfica tan áspera y salvaje que los humanos, con un sentido de la moralidad que debe divertir mucho a la amoral Naturaleza, han considerado oportuno bautizar como la Mala Tierra. La mala tierra, el Follies Ziegfeld de la erosión, alza su osadía geológica en encumbrados y enriscados oteros (amontonando hacia el cielo capa tras capa de tierra y piedra atormentadas) y esculpe cañones tan profundos y caóticos que podrían afligir el corazón de un diablo.

(Escribiendo sobre los Dakota, es fácil hablar de dioses y demonios, lo mismo que al escribir de materias espirituales es prudente ignorarlos.)

Entre el abandonado pastel de la pradera y las hechizadas ruinas de la mala tierra hay una estrecha faja de colinas más suaves, verdes y bucólicas. De unos tres kilómetros de anchura en algunas partes, esta faja parece suave y hospitalaria en comparación con los excesos fisiográficos que se divisan a ambos lados. Brillan pequeños lagos en sus cavidades, y aparecen bosquecillos de árboles con bastante frecuencia. Aun así, reúne toda su cuota de calor ardiente en el verano y de ventiscas invernales; el viento casi constante de Dakota no le concede privilegio alguno; las tormentas tan justamente lejos como un piloto de B-52 de un orfanato bombardean la zona pesadamente con lluvia y granizo; los tornados tienen su número en sus libritos negros y llaman a veces. Pero, aunque no del todo un oasis, es sin duda esta faja de colinas lo más agradable de Dakota. Las colinas están alfombradas con yerba de mediana altura. A las vacas les encanta esta yerba, como al búfalo antes que a ellas; y como el suelo es aquí rico en limo, proporciona el calcio que los hervíboros necesitan en su forraje. Y por eso, las colinas de Dakota están divididas en ranchos ganaderos.

Pequeño para las medidas locales, el Rosa de Goma abarca ciento sesenta acres de verdes lomas, y, dicen que un tejano de paso que lo vio una vez dijo: «Voy a envolverme este ranchita en una servilleta y llevármelo a casa». Es también uno de los ranchos más aislados: a unos cuarenta y cinco kilómetros de la población más próxima y a unos veinticinco de la casa de al lado. En tiempos formó parte (casi todo) de la reserva de los indios siwash.

Los edificios del rancho están arracimados en el extremo oeste, al final de la Mala Tierra, y tiene un otero más alto, más ancho y más largo que todos los vecinos. Es de hecho, uno de los cerros más elevados de toda la Mala Tierra, y resulta aun más notorio por su posición en el perímetro oriental de la misma, una especie de burla final, como si dijésemos. Es como un pastel de boda descongelado al que cínicos misógamos le hubiesen dado unos cuantos bocados; o mejor, como un barco que, muy castigado por el fuego enemigo, se hubiese apartado de la flota (los otros oteros) y surcase maltrecho el oleaje de verdes colinas; el superotero se endulza con esporádicos sectores de yerba y matorrales, pero en su mayor parte es un desnudo monolito demasiado áspero y empinado para que un humano ordinario pudiera escalarlo. Llámase a esta montaña Cerro Siwash. Si es un barco, su cargamento es de arcilla y fantasmas. Si es un barco, ondea en él la bandera de los proscritos. Si es un barco, el Chink es su capitán, pues como todo capitán, vive solitario en su puente más alto.

El lago Siwash está en el extremo opuesto, u oriental, del rancho, un ojo avellana que lee y relee la primera página de la pradera.

Y en un punto de aquella pradera, acortando los kilómetros que había entre ella y el Rosa de Goma, los pulgares a juego con la vastedad del entorno, Sissy Hankshaw Hitche ojeaba el tráfico. Una parte de ella, quizá la mayor, estaba plena del éxtasis de sentirse libre, cruzando de nuevo el continente, haciendo aquello tan disparatado y aparentemente insustancial que, incluso tras un descanso de nueve meses, hacía mejor que ningún ser vivo; pero otra parte suya echaba de menos a Julián, anhelaba las atenciones que Julián prodigaba a su cuerpo y a su mente. En su ambivalencia, Sissy, en tiempos tan inflexible como la grulla chilladora, se parecía ahora más bien a la gaviota.

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ENTRÓ EN Mottburg en una ranchera Chevrolet con un parachoques suelto. Traqueteaba peor que la dentadura de La Condesa. El ganadero que iba al volante, en contraste, no hacía el menor ruido: Los labios fruncidos, la mirada perdida, totalmente mudo. Así son los hombres de Dakota.

Depositada en un almacén de alimentos, dirigió sus largas zancadas de inmediato al otro extremo del pueblo. No quedaba lejos. En los arrabales, se sentó a hablar con una anciana que cabeceaba en una silla de mimbre frente a una gasolinera y almacén general. La anciana sostenía en su regazo como un gato al veranillo de San Martín.

– Perdone, señora. ¿Podría decirme cómo se va a un rancho que llaman el Rosa de Goma? Me han dicho que Mottburg era la población más próxima.

Con semicerrados ojos de lagarto, alzó la mujer la barbilla sin levantar los párpados.

– ¿Son de verdad? -preguntó con voz de sorprendente vivacidad.

– ¿Lo dice por mis pulgares? Sí, lo son, muy reales.

– Bueno querida, perdóneme entonces, no quería ofenderte. Pero como preguntaste por ese rancho Rosa de Goma pensé que quizá fueses de los de la película que andan haciendo allí. Pensé que podrían ser de mentira, como el maquillaje. ¿Vas a salir tú en esa película? ¿De qué trata, dime?

Sissy empezó a informar a la dama de que los cineastas que evidentemente había visto encaminarse hacia el Rosa de Goma iban allí a filmar las grullas chilladoras, pero algo (algún instinto protector, quiza) hizo que se callara de pronto. Por alguna razón, no estaba segura de que debiese mencionar a las grullas.

Percibió la vieja que Sissy vacilaba.

– Bueno -dijo-. Que más da. De todos modos, no la harán nunca en este pueblo. Sobre todo si es una de esas de desnudos. De las del destape. Aquí no hacen más que las que deja la Iglesia Mormona. Y luego todas las Navidades ponen la misma: Sonrisas y lágrimas. Todas las Navidades la repiten. La he visto cuatro veces. Si intentan llevarme a verla este año, les diré que me falla la vista. Me revienta contar mentiras, pero ya está bien, ¿no crees? Si trajesen una película de Bette Davis… ésa es la que a mí me gusta. ¿Te gusta a tí?

Sissy sonrió.

– No recuerdo haber visto ninguna película suya, pero tengo entendido que es una actriz maravillosa. -Sissy no sabía si le gustaba o no Bette Davis, pero desde luego le gustaba la vieja.

– Bueno, la he visto varías veces, y también a Joan Crawford. Yo en otros tiempos quería ser una señora fina como ella, pero quedé atrapada aquí y no conseguí salir. Llevé la granja Mottburg, la llevé treinta años. Me retiraron hace poco. Pensaron que estaba chocha. Y creen que la vieja Granny Schreiber ya no sabe nada de nada, pero yo Ío sé todo, absolutamente todo.

Sissy posó la mochila.

– Oiga, señorita Schreiber…

Señora Schreiber. ¿Por qué otra cosa que no fuese un hombre iba a quedar atrapada una mujer en un sitio así?

– Señora Schreiber, entonces, ¿sabrá usted algo sobre los indios siwash? ¿No es esa tribu de por aquí?

– Sí y no. ¿Los siwash? Sí y no. Perdona querida que los mire. Sé que soy una grosera; pero son tan raros.

– No se preocupe, señora Schreiber. Estoy acostumbrada a que me miren. Además, estoy segura de que hasta una señora tan fina como Bette Davis me los miraría. ¿Qué sabe de los siwash?

– Ah, sí, los siwash. Al principio no andaban por aquí. Los siwash era una tribu pequeña que expulsaron de la costa del Pacífico sus enemigos. Decían que practicaban mala medicina y las otras tribus les odiaban. Bueno, el caso es que emigraron hasta Dakota y los sioux de Dakota los aceptaron y los protegieron; les dieron una parcela de su propia tierra. Luego, cuando se hicieron las reservas, los sioux pidieron al Congreso que se diese a los siwash tierra, doscientos acres, de su propia reserva, aunque era pequeña. Durante la guerra, creo que fue la Segunda, ha habido tantas que ya no me acuerdo, lo que quedaba de los siwash emigró a trabajar a las ciudades. Dejaron que el Congreso vendiese la tierra de su reserva a los rancheros blancos. Bueno, todo menos el Cerro Siwash. Según ellos, ese viejo montículo (se ve desde aquí si no hay polvoreda y miras bien) según decían ellos, era sagrado y sería suyo para siempre. Así que ese cerro es aún territorio siwash. Pero no quedan ya siwash por aquí. A menos que cuentes a ese viejo chiflado que vive en la cima del cerro.

– ¿Se refiere a ese individuo al que llaman el Chink? ¿Es un indio? Yo creía que era chino.

La arrugada mujer balanceó su cuerpo, como un loro, al sol.

– Quizá sea chino y quizá no. Yo lo que sé es que tiene un papel de los siwash en el que dice que él es su primer hechicero y que tiene permiso para vivir en su monte sagrado -se balanceó de nuevo-. Quizá sea chino. Quizá sea otra cosa. Aquí donde compra sus cosas no saben exactamente lo que es. Piensan que es un medio animal, como una especie de fantasma.

Dejó de balancearse.

– Pero -siguió- siempre tiene un guiño o un comentario para la vieja abuela Schreiber, y eso es bastante más de lo que son capaces los viejos chiflados de Mottburg. Iría con él al baile del sábado por la noche con mucho gusto, sí señor. La abuela Schreiber aún puede bailar la polca, ¿no lo sabías?

Sissy se echó a reír y recogió la mochila.

– Estoy segura de que baila usted mejor que yo -dijo-. Ha sido muy agradable hablar con usted, señora Schreiber. ¿Podría decirme por dónde se va al Rosa de Goma?

– Sigue la carretera principal al salir del pueblo por lo menos trece o quince kilómetros. Verás entonces una carretera con mucho polvo que tuerce a la derecha. Fíjate bien. No hay ninguna señal, pero sí un montón de rocas pintadas de cal. Sigue esa carretera hasta que empiecen a aparecer colinas. Entonces, hay otra que se desvía, que es casi un camino. En ésa si hay señal. No me has dicho si vas a trabajar en la película, o vas a buscar al Chink como los demás jovencitos tontos, o si vas a trabajar en el rancho. No es asunto mío, claro, pero se ve que no vas por el tratamiento de belleza; eres demasiado guapa. Salvo que vayan a hacerte algo en los pulgares…

Sissy negó con un gesto mientras se alejaba.

– No quiero que les hagan nada a mis pulgares, señora Schreiber. Muchas gracias por su ayuda. Miraré si hay un papel para usted en la película,

– Ay, hazlo, hazlo -dijo la vieja, con una risilla senil. Luego, se estiró perezosamente, como para rascarle al veranillo de San Martín detrás de las orejas,

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SISSY ENCONTRÓ la carretera polvorienta. Iba alzando nubéculas de polvo al caminar. Una serpiente cascabel calentaba su fría sangre sobre una roca. Había una sensación de gritos jubilosos de vaqueros en el aire. A lo lejos, alzaba su sombrero el Cerro Siwash… pero sin decir qué tal.

De la supuesta dirección del rancho se acercaba un microbús VW. Llevaba pintados mandalas, dorjas lamaístas y símbolos representativos de «la clara luz del vacío»… maravilloso adorno para la flor automovilística de la industria alemana.

Cuando alcanzó a Sissy, el microbús se detuvo, Iban en él una mujer y dos hombres. Tenían unos veinticuatro años y miradas intensas. La mujer, que iba sentada en medio, fue quien habló:

– ¿Eres peregrina? -preguntó,

– No, soy más bien india -contestó Sissy, que se había perdido muchas cenas del día de Acción de Gracias.

No sonrió el trío.

– Quiere decir que si vas a ver al Chink -explicó el conductor.

– Bueno, puede que sí y puede que no-dijo Sissy-. Pero verle no es mi principal objetivo aquí.

– Mejor -dijo el conductor-. Porque no querrá verte. Nosotros venimos desde Minneapolis a verle, y el maldito chiflado cabrón intentó matarnos a pedradas.

– Vamos, Nick, no exageres -dijo la mujer-. No intentó matarnos. Nos tiró piedras para que nos fuésemos. No quiere ver a nadie. No nos dejó acercarnos ni a cuarenta metros de él.

– Mira el brazo de Charlie -dijo el conductor a la mujer. Luego añadió dirigiéndose a Sissy-: El viejo cabrón hizo caer a Charlie. Tiene un cardenal como una naranja. Por poco se parte el cuello.

Charlie se sujetaba el hombro, caviloso al otro extremo del autobús.

Con un dedo largo y flaco (que hubiese sido más útil para sondear las más estrechas aberturas del cosmos) la mujer alzó sobre la nariz sus gafas de montura.

– Ya te dije que teníamos que haber cantado antes de empezar a subir el cerro. No estábamos lo concentrados que teníamos que estar.

– ¡Vete a hacer puñetas! -exclamó el conductor-. Somos el tercer grupo de peregrinos al que echa a pedradas este mes. Un tipo de Chicago, un verdadero místico, llegó hasta la entrada de la cueva la primavera pasada y el Chink le abrió la cabeza a palos. Ni el mismísimo Dalai Lama conseguiría una audiencia con ese maníaco. Se ha vuelto loco en ese cerro.

– Perdón -dijo Sissy-, pero ¿por qué exactamente queréis ver al Chink vosotros los «peregrinos»?

– ¿Por qué se peregrina para ver a un santo? ¿Por qué el novicio busca un gurú o un maestro? Para que le instruya. Porque desea que le instruyan.

»Si se hubiese mostrado receptivo, pensábamos invitarle a que dirigiera un seminario en nuestra comunidad, en el centro budista del río Missouri.

– Sí -dijo el conductor-, pero ya no creo que ese tipo sea un maestro. Es sólo un palurdo sucio y orgulloso. En fin, se sacó el pito y empezó a sacudirlo hacia Bárbara. Yo si fuese usted, señora, me apartaría de él. ¿No irá usted al cerro con la esperanza de una curación por la fe, verdad?

Sissy hubo de sonreír.

– Claro que no -dijo ásperamente-. Mi salud es perfecta.

Y siguió carretera adelante, balanceando sus pulgares, y dejando a los peregrinos discutiendo si la pedrea y el meneo de polla del Chink no habrían sido, en el fondo, mensajes místicos.

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AUNQUE NO SEA mucho más, no hay duda que el cerebro es un juguete educativo. Aunque pueda ser un juguete decepcionante (que suele dejarte precisamente más desconcertado cuando más crees controlar su funcionamiento), es, sin embargo, siempre fascinante, con frecuencia sorprendente, a veces compensatorio y viene ya montado; No tienes que ponerte a montarlo la mañana de reyes.

El problema de poseer un juguete tan seductor es que también quieren jugar con él otros individuos. A veces, prefieren jugar con el tuyo que con el suyo. O protestan si tú juegas con el tuyo diferente a como juegan ellos con el suyo. El resultado es que hay unos cuantos juegos de una sección de posibilidades que se repiten universal e interminablemente. Si no juegas el juego de ciertas personas, dicen que tu juguete «ha perdido un tornillo», no reconociendo que, si bien no hay duda de que las damas chinas son un pasatiempo magnífico, uno puede jugar también al dominó, al ajedrez, al póquer, al parchís, a la boca o a la ruleta rusa con su cerebro.

Un juego cerebral que se practica amplia, aunque pobremente, es el llamado «pensamiento racional». Aunque sus ancestros no tenían conocimiento alguno de ese juego, y probablemente no lo hubiesen jugado si lo hubiesen tenido, a Julián Hitche le encantaba. Intentó enseñárselo a su esposa, cuyo enfoque de la vida con los pulgares primero le parecía inquietantemente irracional y frivolo (¡viva la segunda falange!). Sissy hizo una prueba. Estaba sedienta de diversiones en aquel apartamento de la Calle Diez… y tras sobrevivir nueve meses de matrimonio, ¿como podía tener miedo alguno al «pensamiento racional»? Aprendió los rudimentos de la lógica y, con el aliento de Julián, decidió aplicarlos en su viaje al Rosa de Goma. Así, cuando, próxima a su destino, se sentó a descansar en un tronco petrificado (todo multicolor y como una hogaza empaquetada de pan de molde prehistórico), en vez de dejar que su mente pasara corriendo sobre los placeres y posibilidades del autoestop, saboreando sus entonaciones inarticuladas, sus ritmos y sus tensiones espaciales, se recordó a sí misma sus propósitos pragmáticos e intentó delinearlos, como podría haber hecho un griego de la edad de oro.

(1) Posaría para los camarógrafos contratados por La Condesa, desplegando toda su habilidad.

(2) Mezclándose con las vaqueras, las especialistas de belleza y las clientes, intentaría determinar la situación existente en el rancho.

(3) Saldría del Rosa de Goma en cuanto pudiese. ¡Así! Los objetivos primarios. Ahora, los dividiría en (1a), (1b), etc. En realidad, la lógica era una cosa divertida.

Ay, el cerebro es un juguete que juega por su cuenta. Su juego favorito es el juego Una-cosa-lleva-a-la-otra. Ya lo conoces. Funciona así: Cuando Sissy pensaba en forma sintética, esa la llevaba a pensar en que Julián le había enseñado a pensar así. Lo cual la llevaba a pensar en el propio Julián, lo cual la llevaba a pensar en Julián amándola, lo cual la llevaba a pensar en el amor. Una cosa lleva a la otra. Con los ojos firmemente cerrados bajo el panel azul pálido del cielo de Dakota, olas de hierba susurrando su nombre, pajarillos derramando pródigos sus cánticos sobre ella, empezó Sissy a culebrear y agitarse sobre la caliente piedra. Abrió la cremallera del mono por la bragueta y, como si buscase Eros en las Páginas Amarillas, dejó que sus dedos iniciaran un íntimo paseo por esos contornos.

Vosotros y vosotras, queridos y queridas, que sólo habéis abusado de vosotros mismos en la cama o en el retrete, permitid que Sissy os diga que en medio de una pradera vacía es muy superior: un océano de hierba iluminado por el sol, cielo por todas partes, brisas que tejen los perfumados besos de la tierra. Sissy, sin saberlo, seguía las huellas dactilares de gran número de damitas que cabalgaban aquellas tierras. Hasta las vaqueras se ponen a tocar el blues.

Desgraciadamente, cuando Sissy sólo había pasado unas cuantas páginas la interrumpió una limosina Cadillac que surgió del agujero de un perrillo de la pradera.

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NO. NO no no. Por supuesto que no. El Cadillac no había salido del cubil de ningún perrillo de la pradera. Había bajado por la misma ruta polvorienta que había recorrido Sissy. Sólo que apareció tan de pronto (pese a que uno podía ver más de treinta kilómetros en todas direcciones) que Sissy apenas tuvo tiempo de subirse la cremallera, y se dijo: «¿De dónde salió ese coche, del agujero de un perrillo de la pradera?»

Era la primera vez en su experiencia de autoestopista que lamentaba ver llegar un coche.

Al volante del Cadillac iba una joven de sombrero Stetson. Fue la puerta trasera del coche, sin embargo, la que se abrió, y una voz fina de matrona la que dijo:

– ¿Eres por casualidad Sissy Hankshaw?

– Sí, lo soy -dijo Sissy Hitche. ¿Quién podría ser si no?

Salió del coche una señora muy elegante de mediana edad.

– Pero por Dios. ¿Cómo no llamaste por teléfono? Habría ido alguien a Mottburg a buscarte. Soy la señorita Adrián, del rancho. La Condesa escribió diciéndome que venías. Sube, ancla. Debes estar agotada. Hoy hace mucho calor… Gloria, ayuda a la señorita Hankshaw con su equipaje.

Gloria saludó con un gesto amistoso a Sissy, pero no hizo el menor ademán de ayudarla. Sissy metió su mochila en el espacioso vehículo. Empezó a seguirla, pero retrocedió lo suficiente para agitar furtivamente un pulgar. (Mejor hacer señas a un coche que ha parado ya que no hacerlas en absoluto.) Luego entró y se sentó junto a la inmaculada y pulcrísima señorita Adrián. Aquella mujer le recordaba el piano blanco de Julián. En su mente, Sissy colocó un jarrón de rosas sobre la señorita Adrián. Quedaba muy bien.


En cuanto Sissy cerró la puerta, la vaquera chófer pisó a fondo el acelerador del Cadillac y éste partió bamboleándose en una monótona película de polvo desenfocado. Las rosas cayeron del piano. El piano enseñó los dientes.

– Idiota -el tono era bajo y profundo: fa agudo do medio.

Luego la señorita Adrián recuperó su compostura.

– ¿Cómo no llamaste por teléfono? Siento mucho que hayas tenido que andar tanto por estas soledades. No intentaste ponerte en contacto conmigo, ¿verdad? Precisamente venimos ahora de Mottburg; fuimos a acompañar a unas clientes al tren de la tarde.

Y dicho esto suspiró. Un suspiro irritado.

– Más clientes que se van antes de terminar el tratamiento. Hoy se fueron tres. Decidieron pasar al Gran Oportunidad de Elizabeth Arden que queda en Phoenix, Arizona. El Elizabeth Arden cuesta mil dólares por semana. El Rosa de Goma setecientos, y aún menos si la estancia es de un mes. ¿Por qué se van entonces nuestras clientes al Elizabeth Arden?

La señorita Adrián hizo una pausa. Presionó un botón, movilizando un cristal de separación que aislaba el compartimento de pasajeros del asiento del conductor, A través del cristal, Sissy pudo ver aunque no oír, reírse a Gloria.

– Te diré por qué -prosiguió la señorita Adrián-. Por esta peste de vaqueras.

»Señorita Hankshaw, no puedo esperar a que venga La Condesa para resolver este lío. No puedes imaginarte, es algo horrible. Al principio, cuando las cosas estaban en su sitio, todo iba bien. He de admitir que hacían las tareas del rancho prácticamente igual que los hombres. Pero poco a poco han ido infiltrándose en todos los sectores de nuestro programa. Esa que se llama Debbíe se considera especialista en ejercicio y dieta. Con permiso de Bonanza Jellybean, y contra mis órdenes explícitas, ha estado obligando a las clientes a hacer algo llamado yoga kundalini. ¿Sabes lo que es? Permíteme que te informe. Es intentar obligar mentalmente a una culebra de fuego a subir por la columna vertebral de una. Señorita Hankshaw, nuestras clientes no pueden entender el yoga kundalini, no digamos ya practicarlo. Y Debbie se ha hecho cargo completo del menú. Nos ha tenido un mes sólo a arroz integral, luego empezó una llamada dieta antimoco y después otra cosa parecida. Ayer, precisamente, pidió un nuevo libro de cocina de un negro tibetano que se titula El tercer ojo en la cocina: comida «soul» himalaya. Sabe Dios lo que será eso. Hasta las otras vaqueras se quejan.

»Señorita Hankshaw, estoy orgullosa del Rosa de Goma. Ofrecemos básicamente el mismo programa que el rancho de belleza de Elizabeth Arden: ejercicios de colchoneta, natación, sauna, baño de vapor, baño de cera y parafina, masaje, tratamientos faciales, baño de remolino, tratamiento de cuero cabelludo, formación dietética, manicura, pedicura, peluquería artística, clases de maquillaje. Pero además el ambiente es más divertido. El Gran Oportunidad de Arden es muy fino y elegante. Nosotros ofrecemos una atmósfera de rancho informal, rústica, con cabalgadas, acampadas y demás. Sin embargo, lo que realmente nos diferencia del Gran Oportunidad y de todos los demás de belleza es nuestro programa de acondicionamiento íntimo. Señorita Hankshaw, las dos somos mujeres adultas; podemos hablar con franqueza sobre estas cosas. Cuando una mujer va a un rancho de belleza, es con el fin de hacerse más atractiva sexualmente a los hombres. Ése es en definitiva el asunto. Suele haber otras consideraciones, por supuesto, pero básicamente nuestra cliente es un ave sin pareja que necesita emperejilarse.

La alusión ornitológica hizo pensar a Sissy en antiguos periquitos y futuras grullas chilladoras.

– Otros rancho reconocen esto, pero no van más allá. ¿Qué utilidad tiene atraer a un hombre a la cama, y perdóneme la franqueza, si luego se le ofende o se le desilusiona allí? Por eso, en el Rosa de Goma insistimos en la higiene femenina, en los ejercicios de fortalecimiento de vagina, etc. Pues bien, esta semana, las vaqueras invadieron la sala de recondicionamiento sexual y mi lengua se niega a describir los disparates que propusieron. Algo absolutamente increíble. Esas salvajes están destruyendo todo lo que yo he construido, burlándose de todo lo que significa la empresa. Cuando venga La Condesa… hasta ahora me daba miedo quejarme. Jellybean ladra más que muerde, y la mayoría de las chicas, pese a todas sus malas maneras, no matarían una mosca. Pero hay una nueva, una a la que ellas llaman Del Ruby. Ésa tiene la bondad de un escorpión; ¡oh, si vieras cómo me mira! En fin, he considerado prudente evitar un enfrentamiento que pudiese molestar a las clientes. Pero ahora que casi ha terminado la temporada (trabajamos de abril a septiembre) y que por fin va a venir La Condesa…

Estaban ya en las colinas. El sol se hundía. Llevándose con él su pandereta, el viento se fue a casa a cenar. La hierba perdió el ritmo y se quedó quieta. Una soledad norteamericana, que es una soledad como no hay otra en el mundo, fue extendiéndose alrededor del Cadillac, brotando del suelo que iba ya enfriándose, del aire mismo; con un olor dulzón y colorado como los destrozados pies de un fatigado viajante, con un sabor a sudor y a cerveza y a patatas fritas, hechizada por sueños infantiles y por los espectros de los indios. Era un anochecer solitario que se enroscaba como humeante culebra, salida de la reventada maleta del continente. Y la limosina atravesaba el silencio como torno de dentista.

Dentro del vehículo, la señorita Adrián seguía hablando. Evidentemente, estaba aturdida. Sissy no decía nada. Quizá Sissy no escuchase siquiera. ¿Cómo saberlo? Sissy iba sentada como suele sentarse, sus pulgares posados afectuosamente en las piernas cruzadas… y sonriendo. Con la dulce e invencible sonrisa que algunos asocian a la locura, que… otros atribuyen a profundidad espiritual, y que es sólo en realidad la sonrisa que brota del corazón secreto de la más íntima experiencia,

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¡BANG! ¡BANG bang bang! Bang al cuadro y bang al cubo. Bang conjugado y bang cocacolado.

Llegaron al rancho y al tiroteo.

– ¡Ay Dios mío! -gritó la señorita Adrián-. ¡Están asesinando a las clientes!

La casa, el barracón, los establos y los cobertizos estaban desiertos. No había por allí más que dos tipos de casimetas hollywood, haraganeando por el corral. Más tiros.

La señorita Adrián, histérica, corrió a uno de los hombres y le agarró por los hombros.

– ¿Dónde están las clientes? -chilló.

El hombre pareció enfadarse.

– Calma, señorita -dijo-. Se fueron con las vaqueras a cabalgar un poco. Fueron más allá de aquella colina. Usted es la señorita Adrián, ¿verdad? Tenemos que hablar con usted de la película.

– Ahora no, idiota, ahora no. Esas zorras chifladas se han llevado a mujeres inocentes y en este momento están matándolas. Nos matarán a todos. ¡Oh! ¡Ohhhh!

El otro cámara escupió un trozo de chicle, en una trayectoria que lo hizo pasar por encima de la valla del corral,

– Hay matanza en marcha, sí, pero no es de las gordas. Sus peones están matando el ganado. -Miró con aire culpable el mascado pedazo de chicle color rosa, que yacía ahora entre cagadas de caballo y terrones de barro-. Supongo que no pasará nada si lo pisa un jamelgo. El chicle lo hacen precisamente de cascos de caballo. Todas las cosas tienen instinto casero, hasta el Destino.

A la media luz, el cutis de la señorita Adrián parecía una cuchara de plata olvidada una noche entera en un plato de mahonesa.

– ¿El ganado? ¿Están matando a las vacas? ¿A todas?

– Eso dijeron, señorita Adrián. Invitaron a las clientes a acompañarlas para que viesen cómo es de verdad la vida del rancho. Invitaron también al personal. Ya es casi de noche. Enseguida vendrán… Ahí vienen.

Cuando el grupo se hizo visible, la señorita Adrián contó las clientes. No faltaba ninguna. Contó al personal. La manicura y la masajista estaban pasándolo como nunca. Era la primera vez que les dejaban participar en una excursión del Rosa de Goma. Si la señorita Adrián hubiese seguido y hubiese contado a las vaqueras, habría descubierto cuatro desapariciones: tres quedaban detrás guardando las reses sacrificadas… y Debbie, que, como vegetariana, no había querido participar en la matanza y estaba ahora sobre el lago Siwash, en el parapeto, con un cineasta, haciendo amor, no carne de vacuno.

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RECETA DE ESTOFADO de También las vaqueras sienten melancolía.

Pele unas cebollas. Pele patatas y zanahorias. Corte la carne en bocaditos. Échela en agua hirviendo. Espolvoree perejil, salvia, romero, simón y garfunkle. Aviso: no use en ningún caso carne del rancho Rosa de Goma.

El rebaño del Rosa de Goma sería uno de los más grandes espectáculos de la tierra para un veterinario.

¿Oxiuros? Las vacas del Rosa de Goma tenían tantos oxiuros en los tubos bronquiales que tosían del anochecer al alba como un fumadero de opio lleno de Julianes Hitche. ¿Bolas de pelo? Tenían aquellas vacas bolas de pelo que rivalizaban con las ágiles plantas rodadoras. Tenían fiebres y fístulas y gases y zancudos. Tenían hernias del rumen y hernias del cuajo. Todo el rebaño padecía viruela, que desplegaba sus erupciones pustalares sintomáticas por ubres y tetos. La actinomicosis, que los ganaderos conocen como «quijada grande» o «lengua de madera» asolaba los dientes de aquellos bovinos. Una ojeada a sus gargantas nos hubiese mostrado pruebas de parotitis, por no mencionar los pólipos faríngeos, grandes como moras. Había algunos casos de pata chula, párpado invertido y oreja casposa, y uno de los toros, tan afligido se veía por la orquitis que andaba espatarrado para que sus testículos color geráneo no repicaran, en doloroso gong contra sus patas.

Según Bonanza Jellybean, el rebaño del Rosa de Goma era indicativo de los valores de La Condesa. Para empezar, La Condesa había comprado un ganado débil y barato; después, según Jelly, a ello se habían sumado los cuidados impropios de peones sin ningún interés por su trabajo. Tras intentar en vano restaurar la salud del rebaño, Jelly decidió librarlo de su miseria. En realidad, había sido idea de Delores. Debbie, incapaz de hacer daño a un ser vivo, para quien la naturaleza debía seguir su curso, se opuso a la eutanasia. Naturalmente, la señorita Adrián también se opuso. Estaba furiosa.

– ¡Qué atrevimiento, matar el ganado de La Condesa! ¡Verás cuando te ponga las manos encima! ¿Qué es un rancho sin vacas? -y así sucesivamente.

La respuesta de Jelly («Vamos a sustituirlas por cabras») la enfureció más aún. Estaba decidida a telefonear a La Condesa aquella misma noche, pero intervinieron los cineastas informándola que habían intentado ya, sin éxito, hablar con La Condesa: estaba en la Casa Blanca invitado por el presidente y era imposible ponerse en contacto con él.

Los cineastas estaban algo intranquilos por su parte. Habían recibido una carta de instrucciones de La Condesa aquel día y sólo entonces comprendieron que la reina de la jeringuilla vaginal esperaba que filmasen una danza de acoplamiento. ¿Una danza de acoplamiento? Por Dios. Era La Condesa como la mayoría de los genios, una persona muy limitada. Sigmund Freud era tan ignorante en cuestiones artísticas que aunque los pintores surrealistas le explicaron una y otra vez su uso de símbolos freudianos, ni así lo entendió. A Einstein se le olvidaba siempre sacar los bizcochos del horno. Esas mismas fuerzas que impulsan a un genio a crear las cosas o las ideas que nos entretienen o iluminan, suelen devorar tanto su personalidad que no queda nada para gracias sociales (si invitase usted a Van Gog a su casa sería capaz de ponerse de pie en el sofá con las botas llenas de barro y mear donde le diese la gana), y el propio acto creador exige concentración tan feroz que pueden quedar eclipsadas del todo vastísimas áreas de conocimiento. Aunque, claro, no hay prueba alguna de que la capacidad generalizada sea en modo alguno superior a la inteligencia especialista, y desde luego, esa llamita de vela sin chisporroteos de la mente mediocre llamada «sentido común» jamás ha producido nada digno de celebración. Pero volvamos a lo nuestro. La Condesa, arrastrada por su genio, había olvidado un pequeño dato de la naturaleza: las aves aparean en primavera.

Las aves aparean en primavera. Por muchos halagos, estímulos libidinosos o afrodisíacos cañamones que se derrochasen, no lo harían antes. Hasta los buhos cornudos acoplan sólo en primavera.

La Condesa había contratado a un equipo especialista en filmación de vida salvaje para filmar las grullas chilladoras. Pero no se había molestado en aclarar que esperaba filmar un ritual de acoplamiento. Los cineastas se sintieron vejados. Aún así ofrecían la posible alternativa de trasladar la operación a la Gulf Coats y esperar la primavera. Al parecer, según le explicaron a la señorita Adrián, hay a veces grullas que bailan la danza fuera del período de celo. Ejecutan su ballet, según parece, sólo por desahogo físico o emotivo. Una grulla puede ejecutar una danza breve pero asombrosa sólo por el placer de hacerlo. Quizás una o más grullas se sintiesen inspiradas y bailasen durante la parada del Lago Siwash. Si los cámaras estaban alerta, podrían conseguir filmar suficiente baile para los propósitos de La Condesa. En cuanto a la modelo que había de figurar también en la película, podían filmar por separado y luego componer.

La señorita Adrián no sabía qué decir.

Tendré que discutirlo con La Condesa -dijo. Tenía una jaqueca venenosa-. Vamos, señorita Hankshaw -murmuró sobreponiéndose al dolor-, te enseñaré tu habitación y haré que te den algo de comer… Si hay algo más que arroz integral y brotes de soja.

El cámara contempló el par de pulgares que balanceándose bordearon el Cadillac: almohadas de azúcar, nubes de carne, llenaron las lentes de sus ojos de cámara.

Uno de ellos se enjugaba la frente y dijo quejumbroso:

– Vuelve, Watts, todo está perdonado.

Ay, el Rosa de Goma. Si Disney levantara la cabeza.

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EN LOS DÍAS siguientes, el rancho anduvo a la pata coja (más por imitar la inquietud del flamenco que por lo que llamaba García Lorca «éxtasis de cigüeña»). El rancho no pondría su otra pata en tierra hasta que llegase La Condesa,

Cavaron las vaqueras, entretanto, un pozo de cal para enterrar el ganado. Después de cavarlo, tuvieron que rellenarlo otra vez. Así son los agujeros; insaciables. Las vaqueras trabajaron de la mañana a la noche. Llevaban la comida en la carreta, y después de cenar, volvían galopando al barracón y saltaban del caballo a la cama. Desde su ventana, Sissy las veía ir y venir, oía su risa escandalosa y veía abrirse y cerrarse los hoyuelos de sus apretados levis como bocas de peces tropicales.

Aprovechando la ausencia de las vaqueras, intentó la señorita Adrián recuperar el control del programa de salud y belleza. Las damas no gruñían ya en confusión carbohidrática, intentando hacer subir a la «fiera serpiente» por sus columnas certebrales.

Sissy disfrutó de una gira por las instalaciones, la mayor parte de las cuales estaban en un ala del edificio principal: la sauna y los edificios de los baños de vapor y los misterios del «recondicionamientu sexual» estaban separados a varios metros de distancia. La señorita Adrián invitó a Sissy a que utilizara la piscina y la sauna siempre que quisiera. Pero la directora estaba muy ocupada arreglando las cosas y tenía poco tiempo para la empulgarada modelo neoyorkína,

Los cineastas hablaron con ella la primera mañana, cuando recogían provisiones adicionales para los parapetos que, debido a la probable cercanía de la Hora Cigüeña, no se atrevían a abandonar. Ofrecieron enseñarle la charca y las instalaciones, pero repitieron lo que ya habían dicho antes de tener que filmarla por separado.

– Ninguna grulla chilladora te permitiría acercarte tanto -dijeron-. A esos bichos ni siquiera les gusta tener cerca a otras aves.

Los cámaras no estaban, del todo seguros de que pudiesen filmar. Nadie sabría nada hasta que llegase La Condesa.

Así que el rancho, apoyado en una sola pata, esperaba.

Y mientras tanto, este torpe acto de equilibrio lo escrutaba con indiferencia (lo contemplaba socarrón, dirían otras) un hombre bajo de larga barba blanca, que tenía firmemente asentados los dos pies en el suelo, cuyas periódicas apariciones en los castillos de popa y las torrecillas esculpidas por el tiempo del Cerro Siwash tenían tal aire de cosa oculta y sobrenatural que podían excitar las imaginaciones de mentes ansiosas, aunque a algunos pudiesen resultarles sólo desconcertantes y sólo provocarles recelo.

Pero ahora, mientras observamos los acontecimientos del rancho, y observamos, además, al viejo caballero observador, ahora no es tiempo ni de emoción desmedida ni de burla cínica. Debemos considerar este asunto con frialdad, con objetividad, con una filosofía de totalidad operante. Debemos suspender, temporalmente, el enfoque crítico, enfoque analítico. Dediquémonos más bien a reunir los datos, con independencia del atractivo estético o del valor social teórico, y a desplegarlos luego ante nosotros no como el augur despliega las entrañas del pavo, sino como despliega sus artículos el periodista. Seamos, pues, periodistas y, como todos los buenos periodistas, presentemos los datos y los hechos en un orden que satisfaga las famosas cinco condiciones.

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LA QUINTA mañana, cuando el sol del veranillo de San Martín salía de las colinas como boy scout hípertiróidico, ansioso por hacer buenas obras, despertó a Sissy el tintineo de una bandeja de desayuno. Bostezó y se estiró y alzó los pulgares a la luz del sol para asegurarse de que no había habido cambio alguno durante la noche. Luego se incorporó, apoyándose en la almohada (se sentía descansada pero inquieta) y esperó que llamaran a la puerta.

El desayuno en la cama era una tradición que había instituido la señorita Adrián en el Rosa de Goma. A Sissy le pareció una idea excelente hasta que alzó la servilleta de su bandeja y encontró café descafeinado con sacarina, lima fresca sin azúcar y un trozo de tostada de pan dietético: las clientes estaban sometidas a un régimen estricto de novecientas calorías diarias. Al menos lo estaban cuando Debbie no llevaba la cocina. Sissy había desayunado mejor en la cárcel.

La doncella de la mañana, que era también terapeuta de baños, le entregó su bandeja aquel quinto día y se quedó allí, como para correrse una juerga sádica viendo a Sissy desvelar una comida capaz de destrozar las papilas gustativas de un santo. Pero cuando nuestra Sissy alzó la servilleta, descubrió (además de un vaso de ásteres de la pradera) una hamburguesa de queso doble de carne, un paquete de galletas, una lata fría de refresco y una barrita de caramelo; en suma, exactamente el tipo de desayuno que Sissy se hubiese procurado en la carretera.

Un dragón al que hubiese servido la princesa Ana en una bandeja no habría sonreído con mayor satisfación gastronómica.

– Saludos de Bonanza Jellybean -dijo la doncella-. Luego subirá personalmente a verte.

Y así, cuando Sissy extraía la última gota del refresco de la lata y se relamía la última huella de chocolate de los labios, unos nudillos llamaron a su puerta y aparecieron la melena, los dientes y las tetas de una vaquera tan linda que Sissy se ruborizó sólo de verla. Llevaba un sombrero Stetson tostado con ásteres prendidos; una camisa verde de satén bordada de potros que despedían fuego anaranjado por los ollares, pañuelo al cuello, chaleco de cuero de un blanco de cadáver, falda de la misma piel cadavérica, tan breve que si sus muslos hubiesen sido un reloj, la falda habría sido las doce menos cinco, y botas de artesanía Tony Lama, con cuyas puntas podrías escarbarte los dientes. Prendidas a las botas llevaba unas espuelas de plata, y rodeaba su fina cintura, justo encima de donde la grasa infantil abombaba levemente su vientre, un ancho cinturón tachonado de turquesas, del que pendía un pistolera que habitaba un auténtico revólver de seis tiros de nariz tan larga como malas noticias de la clínica. Relampagueaba muslos de miel al andar, saltaban sus pechos como bollitos de desayuno cargados de helio y, entre mejillas tintadas de rojo, donde más grasa infantil se demoraba en madurar, había una sonrisilla capaz de hacer recordar a plásticos y minerales sus antiguas conexiones animadas.

Dio a Sissy un apretón en el codo (no atreviéndose a acercarse demasiado al pulgar) y se sentó a un lado de la cama.

– Bienvenida, socia -dijo-. Qué alegría tenerte aquí, Dios mío. Es un honor. Lamento haber tardado tanto en venir a verte, pero hemos tenido mucho trabajo estos días… y hemos tenido también que hacer muchos planes.

Cuando pronunció la palabra «planes», su voz adquirió un tono conspiratorio, casi amenazador.

– Bueno, al parecer sabes quién soy -dijo Sissy- y hasta puede que sepas qué soy. Gracias por el desayuno.

– Oh, claro que sé quién es Sissy Hankshaw -dijo Jelly-. También yo he hecho algo de autoestop. Pero en fin, es como decirle a Annie Oakley que eres un buen tirador porque una vez tiraste una lata de tomate de un tocón de una pedrada. En realidad no he hecho autoestop serio. Pero empecé hacia los once años, y solía escaparme de casa cada dos meses o así, buscando un sitio en que pudiese ser vaquera. Sin embargo, alguien acababa mandándome de vuelta a Kansas City, No me dejaron quedarme en ningún rancho y en algunos me hicieron encerrar. La justicia me cogió muchas veces antes de que pudiera salir de Kansas. Pero anduve por ahí lo suficiente para oír hablar de ti. La primera vez fue en Wyoming. Un agente me dijo: «¿Quién te crees que eres… Sissy Hankshaw?» Y yo dije: «No, jodido imbécil, Margaret Meade»; me pegó de lo lindo, pero despertó mi curiosidad sobre la tal Sissy Hankshaw. Más tarde, oí historias sobre ti a gente que conocí en las cárceles y en las paradas de los camiones. Oí hablar de ti, sí, y de tus, tus, maravillosos pulgares, y de que fuiste novia de Jack Kerouac…

Poniendo su bandeja en la mesilla de noche, Sissy la interrumpió:

– No, me temo que esa parte no es verdad. Jack me admiraba mucho y se dedicó a seguirme. Pasamos una noche hablando y abrazándonos en un maizal, pero no fue mi amante ni mucho menos. Era un hombre muy agradable y un escritor más honrado que sus críticos, incluyendo al compañerito de juegos de La Condesa, Traman, que dijo de él tantas cochinadas, Pero era básicamente un primitivo en cuanto al autoestop. Además, yo siempre viajé sola.

– Bueno, eso no importa; esa parte nunca me interesó en realidad. Los beaknits son anteriores a mi época, y de los jipis lo único que conseguí fue yerba mala, lugares comunes y una gonorrea. Pero tú, aunque no fueses vaquera, eras para mí una especie de inspiración. El ejemplo de tu vida me ayudó a luchar por ser una vaquera.

La ciudad de Nueva York tiene su provisión de luz solar en la cuenta de un banco suizo e intenta arreglárselas con los intereses, que son intereses trimestrales compuestos. En contraste, el sol de Dakota es tan claro y diáfano como los libros contables de un sacristán de pueblo, e incluso en septiembre, después de gastados los grandes billetes del verano, es tan caritativo que a nadie se le ocurriría exigir una verificación contable. La luz del sol bañaba las columnas de créditos del Rosa de Goma, haciendo una serie de cálidas entradas sobre las desnudas piernas de Bonanza Jellybean y sobre las alzadas de Sissy H. Hitche, desnudas también bajo la colcha. Durante una soleada pausa de la conversación, se oyeron los pufs y ufs de las clientes en sus ejercicios matutinos, y, sin ninguna razón aparente de pronto, las dos mujeres se echaron a reír.

– Háblame de eso -dijo Sissy.

– De…

– De lo de ser vaquera. ¿Cómo es ese asunto? Cuando pronuncias la palabra, es como si estuviese escrita con radio sobre una perla.

Jelly posó los pies sobre la cama, sin preocuparle que sus botas portasen testimonio de la facilidad digestiva de la especie equina.

– Vi la primera vaquera en un catálogo de Sears. A los tres años. Hasta entonces sólo había oído hablar de «vaqueros». Dije: «papi, mami, eso es lo que quiero que me traiga Santa Claus». Y aquella Navidad tuve un traje de vaquera. Y a la Navidad siguiente otro, porque el primero lo había gastado tanto que era un puro andrajo. Pedí un traje de vaquera, como nosotros le llamábamos, todas las Navidades hasta los diez, y luego mis padres me dijeron: «Eres demasiado grande ya; Santa Claus no tiene trajes de vaquera de tu talla. ¿Qué te parecería una muñeca Barbie con su propio guardarropa a la moda?» «Mierda», dije yo, «Dale Evans, lleva trajes de vaquera y es mucho mayor que yo. Quiero ropa de vaquera nueva y un revólver que dispare.» Mis condiscípulos llevaban tiempo burlándose de mí por mi fantasía particular, pero ese año fue cuando empezó de veras la lucha.

Como empujada por un amargo recuerdo de infancia, Jelly se irguió, haciendo crujir la cama. Sissy recompuso su postura y sonó otro crujido. El crujido de Sissy siguió al de Jelly hacia la sala de la eternidad sónica. Los sonidos viajan a través del espacio después de que sus ritmos ondulares dejan de ser detcctables para el oído humano; algunos, cortan a través de la ionosfera y penetran en el corazón cósmico, mientras otros saltan alrededor, hasta que los absorben al final los campos vibratorios de las barreras terrestres, pero en ningún caso sucumbe la energía; perdura siempre… por eso nosotros, todos nosotros, deberíamos hacer lo posible por lanzar dulces notas.

– Acabo de decir «fantasía» y «lucha» en la misma frase, y a un nivel, al menos, supongo que ésa es la cuestión. Ésa es la cuestión para las vaqueras y quizá para todo el resto. Bulle mucha vida bajo la pregunta de si una persona va a ser capaz de realizar sus fantasías o si va a acabar sobreviviendo sólo por los compromisos que es incapaz de enfrentar. Según mi opinión, Cielo e Infierno están aquí mismo en la Tierra. El Cielo vive en tus esperanzas y el Infierno en tus miedos. Cada individuo tiene lo que elige -Jeily hizo una pausa-. Le conté esto una vez al Chink y dijo: «Todo miedo es en parte esperanza y toda esperanza es en parte miedo: basta de dividir las cosas y de tomar partido.» Bueno, así es el Chink. ¿Qué piensas tú?

– Me gustaría saber más -dijo- Sissy; sentía un cierto parentesco con aquel lindo manojo de músculos salvajes y grasa infantil-. ¿Puedes ser más concreta?

– Concreta. Bien. Estoy habiéndote de nuestras fantasías. Tú conoces la diferencia entre fantasía y realidad, ¿no? Fantasía es cuando despiertas a las cuatro de la mañana en Navidad y te sientes tan nerviosa y emocionada que no puedes volver a dormirte. Pero cuando bajas al salón y miras debajo del árbol… socia, ésa es la realidad.

»Nos enseñan a creer en Santa Claus, ¿no? Y en el Conejo de Pascua. Prodigiosas criaturas ambas. Luego, un día nos dicen: «Bueno, en realidad no hay ni Santa Claus ni Conejo de Pascua, son mamá y papá.» Así que nos sentimos un poco engañados, pero lo aceptamos porque, después de todo, tenemos los regalos, vengan de donde vengan, y el Hada Dentona nunca nos mereció mucha confianza en realidad. De acuerdo. Así, te dejan vestirte de vaquera, y cuando dices: «Cuando sea mayor seré vaquera», se ríen y comentan: «Oh, qué graciosa». Luego, un día te dicen: «Mira, cariño, las vaqueras son sólo un juego. No puedes ser realmente vaquera», y ahí es cuando yo grito: «¡Un momento! ¡Alto! Lo de Santa Claus y lo del Conejo de Pascua, lo entiendo; eran mentiras agradables y no os lo reprocho. Pero queréis joderme ahora mi identidad personal, mis planes para el futuro. ¿Qué queréis decir con eso de que no puedo ser vaquera?» Cuando me contestaron, empecé a entender que había muchísima más diferencia entre mi hermano y yo de la que podía ver en la bañera.

»Me comprendes, ¿no? Un niño puede jugar a que es bombero o policía (aunque gracias a Dios cada vez son menos los que quieren ser policías) o buceador o delantero centro o astronauta o cantante de rock and roll o vaquero, o cualquier otra cosa atractiva y emocionante [Nota del autor: ¿y novelista, Jellybean?] y aunque lo más probable es que cuando estudie el bachiller quede canalizado en ambiciones más sosas y seguras, la gran verdad es que, puede ser cualquiera de esas cosas, hacer realidad su fantasía, si tiene el vigor, el temple y el deseo sincero de lograrlo. Sí, es cierto; cualquier niño en cualquier parte puede llegar a ser vaquero incluso hoy si lo desea lo suficiente. Una de las máximas figuras del rodeo en este momento nació y se crió en el Bronx, en plena ciudad de Nueva York. A los niños pueden disuadirles de empresas aventureras padres y profesores, pero se les permiten sus sueños, sin embargo, y existen posibilidades de que logren realizar las esperanzas de su niñez. Pero, ¿y las niñas? Socia, tú conoces esa historia tan bien como yo. Les dan muñecas, juegos de té y cocinas de juguete. Y si muestran deseos de juguetes más emocionantes les llaman marimachos, se ríen de ellas unos años y luego les sueltan la mala noticia. Si aparece una chica que insiste en fantasear un futuro más emocionante para sí misma que el de ama de casa, oficinista o madre, lo mejor es llevarla a un psicólogo infantil. Obligarla a enfrentar la realidad. La realidad es que tenemos tantas posibilidades de llegar a ser vaqueras como los esquimales de ser vegetarianos. Te lo aseguro.

El pulgar derecho de Sissy, que dudaba moverse por miedo a estropear el parlamento de Jelly, se había echado a dormir… y cuando un pulgar de Sissy duerme ¡RONCA! Lo masajeó vigorosamente.

– ¿Y qué me dices de las películas y de los rodeos? -preguntó.

– ¡Ja! -dijo Jelly con teatral desdén-. Las películas. No ha habido una vaquera en Hollywood desde los tiempos de los westerns musicales. La última vaquera del cine desapareció cuando Roy y Gene se hicieron gordos y cincuentones. Y jamás han hecho una película sobre vaqueras. Delores del Ruby, le tiene mucha rabia a Dale Evans. Dice que no fue más que un accesorio del tipo bueno del sombrero blanco, un ser débil al que había que proteger, un objeto sexual que jamás se utilizaba. No sé. Creo que la vieja Dale parecía estar muy bien allí en la pantalla, pero cabalgaba silla de segunda, no hay duda. Pero en fin, galopar intentando escapar de los ladrones era mejor que nada. Hoy no tenernos nada.

Cuando Sissy logró que su pulgar recuperara la circulación, adquirió este un brillo rosado, como el del querubín renacentista que se salió un poco del halo de la Madona. Jelly, aunque asombrada, siguió hablando.

– Déjame que te hable de los rodeos -dijo-. En el Salón de la Fama del Rodeo de la ciudad de Oklahoma sólo hay dos vaqueras. Dos. La Asociación de Vaqueros de Rodeo tiene más de tres mil miembros. ¿Cuántos crees que son mujeres? Podrías contarlas con los dedos de la mano, pulgares excluidos. Y todas son de rodeo cómico. El rodeo cómico es lo que han hecho casi siempre las chicas. Nuestra sociedad disfruta sin duda viendo a sus mujeres anticonvencionales haciendo eso. Como las prostitutas.

»Durante nueve años, de 1924 a 1933, se permitió a las mujeres participar al mismo nivel que los hombres, pagando los derechos de admisión, desbravando potros, derribando toros, enlazando terneros, haciendo todo lo que hacían los hombres. Y lo hacían estupendamente, además. Tad Lucas, la mejor vaquera que ha existido, ganó un año diez mil dólares en premios, y eran tiempos en que seis o siete mil dólares por temporada era una cifra excelente para un vaquero de rodeo. Pero la Asociación de Vaqueros echó a las mujeres en el 33. Diciendo que era demasiado peligroso. Claro, era peligroso. Tad Lucas se había roto casi todos los huesos del cuerpo. Los toros Brahama estuvieron a punto de hacerla picadillo. Pero a los hombres les pasaba lo mismo. La mayoría de ellos estaban alambrados como jaulas. Pero la cosa no era brutal en el caso de los hombres, ¿Por qué se permite a los hombres correr riesgos y herirse y no a las mujeres? Lo ignoro. Pero sé muy bien que declararon ilegales a las vaqueras, salvo en el rodeo cómico y como reinas en los desfiles. Hace cuarenta años que no se permite competir a una mujer en un rodeo por el dinero del premio. Oye, socia, qué curioso cómo brilla tu pulgar cuando lo frotas. ¿Cómo lo consigues?

El dedo en cuestión estaba ya completamente despierto. Se ha dicho que conciencia de luz es luz, lo que explicaría las roscas luminosas que giraban alrededor de las cabezas de budas y cristos, pero ¿puede la carne del pulgar tener conciencia, tener energía, tener espíritu?

– Yo creo que es la sangre -dijo Sissy-. Tienen grandes venas, cerca de la superficie.

Sin embargo, energizado como estaba, ella habría preferido agitarlo en el aire al borde de una carretera en que fluyese el tráfico. Sissy metió el pulgar bajo la ropa. Jelly lo vio alejarse con ojos que sugerían que le habría seguido muy gustosa.

– Al parecer -aventuró Sissy-, no hay chicas que quieran ser vaqueras.

– Eso no es cierto en absoluto -dijo Jelly lenta y firmemente-. No, no lo es. El sistema no admite que las haya; en eso tienes razón. Pero sí las hay… ese deseo está en los corazones de muchas jovencítas.

»Las vaqueras existen como imagen. Una imagen bastante corriente. La idea de las vaqueras existe en nuestra cultura. En consecuencia, creo yo que debe existir el hecho. De otro modo, sigue fastidiándonos. Quiero decir, ¿no es así como enreda la religión el pensamiento de los seres humanos: herniosos conceptos sin hecho material que los respalde? Cuando era niña y me dijeron que lo que me habían permitido amar tanto era imposible lograrlo, bueno, ¡me volví loca! Y llevo loca desde entonces. Así que decidí obrar en consecuencia: satisfacer mis propias necesidades internas y mostrar a la sociedad que no podría hacerme amar impunemente algo que no existía.

Incapaz de contenerse, Jelly posó una mano en el montículo ovoidal que el pulgar de Sissy alzaba bajo el cobertor. Estaba caliente.

– ¿Y qué me dices de ti, Sissy? ¿Querías ser vaquera de pequeña?

– No puedo decirte exactamente. Pero has de tener en cuenta que mi caso era muy especial.

¿Qué pensaría Bonanza Jellybean si Sissy le revelase que ella había deseado ser india de mayor? Coger ug montón cabelleras junto ug aguas azul cielo.

– Es curioso -añadió Sissy-. Haciendo autoestop en Afganistán paré una vez un camello, pero no he montado en toda mi vida a caballo.

– Ya nos cuidaremos de eso. Ahora estás en el Rosa de Goma. Pero déjame confesarte una cosa antes de que empieces a pensar que soy otra Tad Lucas. Hasta el año pasado, yo no había montado más que en los ponies del zoo de la ciudad de Kansas. Y a un hombre o dos, claro. Pero soy vaquera. Lo he sido siempre. Me alcanzó una bala de plata cuando tenía sólo doce años. Ahora estoy en situación de poder ayudar a otras a ser también vaqueras. Si una niña quiere ser vaquera cuando sea mayor, podrá serlo, porque si no este mundo será un mundo que no merecerá la pena de vivir. Quiero que todas las chicas (y todos los chicos, por supuesto) tengan libertad para hacer realidad sus fantasías. Menos que eso lo considero inaceptable.

– ¿Entonces eres política? -Sissy había aprendido de política.

No señora -dijo Jelly-. Ni mucho menos. En el Rosa de Goma hay chicas que son políticas. Pero yo no comparto su punto de vista. No tengo ninguna ideología vaquera que exponer. No recluto a nadie ni convierto a nadie. No me importa lo más mínimo que una chica decida ser vaquera. Es una cuestión personal. Yo quiero ayudar a otras vaqueras. Hacerles más fácil la cosa de lo que me fue a mí. Pero no creas que pretendo crear un movimiento o colaborar con alguno. Delores del Ruby habla mucho del vaquerismo femenino como fuerza de combate contra el masculino, pero yo soy demasiado feliz sólo con ser vaquera como para preocuparme de una cosa así. La política es para la gente que desea con pasión cambiar la vida pero le falta pasión para vivirla.

Bajo la mano de muñeca de Jelly, el plasma de Sissy, como un enjambre de abejas rojas, seguía sus trazadas corrientes en los pasajes interiores del pulgar. Jelly presionó levemente su panal, en el que zumbaba tanta sangre, y lanzó a su propietaria una mirada que incluso en el rostro de una vaquera sólo podía calificarse de ovina.

– ¿Te parece demasiado profundo para mí este último comentario? No es original. Procede del Chink.

– ¿De veras? El Chink, eh. Tengo entendido que tú hablas a veces con él. ¿Qué más has aprendido del Chink?

– ¿Aprender del Chinck? Vamos. Ja, ja. Es difícil decirlo. En realidad… Bueno, él dice cosas muy extrañas -Jelly hizo una pausa-. Ah, sí, ahora que lo pienso, el Chink me enseñó algo sobre las vaqueras. ¿Sabías que hay vaqueras desde hace varios siglos? Mucho antes de América. En la antigua India se encomendaba siempre a las jóvenes la tarea de cuidar el ganado. Las vaqueras indias se llamaban gopis. Como estaban siempre solas con las vacas, las gopis se ponían muy calientes, como nos pasa aquí. Todas las gopis estaban enamoradas de Khrishna, un dios joven y guapo que tocaba la flauta al estilo de entonces. Cuando había luna llena, este Khrishna tocaba su flauta junto a un rio para llamar a las gopis. Luego se multiplicaba dieciséis mil veces (una por cada gopi) y hacía el amor con cada una del modo que ella más desease. Y allí estaban dieciséis mil gopis fornicando con Khrishna a la orilla del río, y la energía de su fusión era tal que creaba una inmensa unidad, una unión total de amor, que era Dios. ¡Puf! ¡Qué imagen, eh! Cuando le conté esta historia a Debbie, se entusiasmó tanto que quería que nos llamásemos gopis por ello. Lo discutimos en una asamblea de barracón y se decidió, sin embargo, que lo de gopis se parecía demasiado a «groupies». En fin, no necesitamos eso. Ya tenemos bastantes interferencias con la gente de Mottburg que nos llama putas. Y lesbianas.

El pulgar de Sissy tembló. Jelly tragó saliva. Se miraron a los ojos, Sissy intentando determinar lo que sentía Jelly al decir la palabra, Jelly intentando percibir lo que sentía Sissy al oírla; mientras se miraban, suaves chispacitos danzaban entre ellas, como ostras borrachas pavoneándose por la cuerda de un arpa.

Podrían haber seguido mirándose hasta que volviesen las vaqueras a casa, si no fuese que, además de que las vacas habían sido últimamente sacrificadas, un silbido taladró la claridad justo al pie de la ventana, agudo para ser una flauta. En fin, mala suerte.

Se acercó a la ventana e hizo señas con las manos a alguien de fuera. Volviéndose a Sissy dijo:

– Tengo que irme. Delores dice que me necesita. Ha venido alguien. Puede que sea La Condesa. -Sacó su seis tiros y lo hizo girar diestramente en sus deditos de muñeca-. Sissy, la historia de las vaqueras aún no se ha hecho. No sabes lo que me alegro de que estés aquí como testigo.

Lanzó un beso con aquellos dedos color rosa que tan bien manejaban el revólver, y se fue.

Un estornudo viaja a una velocidad máxima de trescientos kilómetros por hora. Un erupto más despacio. Un pedo más aún. Pero un beso tirado con los dedos… su salida es súbita, su llegada ambigua, y no hay fuentes que puedan afirmar con autoridad la velocidad que alcanza en su vuelo.

44

CUANDO TERMINÓ EL Capistranon, Sissy saltó de la cama. Por la ventana pudo ver a las vaqueras agrupadas en círculo. Alguien o algo había en el centro del círculo. Sissy se arregló sumariamente, se encremalleró el mono y salió. No le importaba gran cosa no saber quién era. Nunca le importaban no saber qué esperar,

Lo que había en el centro del círculo era una cabra. Billy West, el paseante de medianoche de ciento veinte kilos de Mottburg la había traído como muestra. Había muchas más en el lugar del que procedía aquella, según Billy West. A las vaqueras les hacía un precio especial de veinte dólares por pieza.

Debbie rascaba las orejas del animal. Le abrazaba.

– Soy como Mahatma Gandhi -decía-. No podré pasarme ya sin una cabra.

– Qué linda -decía Kym-. Mucho más que una vaca.

– Las cabras están siempre probándote -dijo Debbie-. Son como maestros zen. Saben instantáneamente si finges. Y te prueban para que seas sincero. La gente debería ir a la cabra en vez de al psiquiatra.

– Es tan bonita -dijo Gloria. Apartó a Debbie y dio un abrazo al animal.

– Las cabras son el máximo en lo de macho y hembra -dijo Debbie-. Observar una pareja de cabras es entender todo lo que hay en el viaje macho-hembra. Habría que dar un par de cabras a todas las parejas al casarse. No harían falta más consejeros matrimoniales.

– Mirad qué ojos tan picaros -arrulló Meather.

– ¿Cuándo podernos conseguir más? -preguntó Elaine.

– ¡Oh! ¡Me ha lamido! -chilló Gloria,

Cuando se cansó de mirar a la cabra, Sissy se dispuso a volver a su habitación. Pensó que podría hacer señas de estop al empapelado, o algo así. Pero la alcanzó Jelly.

– Al parecer vamos a convertirnos en cabreras -dijo.

– ¿Qué más da? -dijo Sissy-. Quiero decir que eso no altera tu fantasía.

– En absoluto -dijo Jelly-. Es como el gourmet del que me habló el Chink, que lo dejó todo, viajó miles de kilómetros y gastó hasta el último céntimo para llegar a la lamasería más remota del Himalaya y probar un plato que había deseado toda su vida: pastel de melocotón tibetano. Cuando llegó allí, congelado, exhausto y arruinado, los lanías le dijeron que no tenían melocotones, «Bueno», dijo el gourmet, «pues que sea de manzana». Melocotón, manzana; vacas, cabras. ¿Comprendes?

Sissy pensó que aquello tenía algo que ver con la primacía de la forma sobre la función, aproximándose así a su propio enfoque del autoestop, en el que una estructura emocional y física creada por variaciones e intensificaciones de la práctica autoestópica era de mucha mayor importancia que los objetivos utilitarios comúnmente considerados único propósito del acto. Aún seguía pensando en ello cuando Jelly dijo:

– Oye, hay una clase de acondicionamiento sexual de aquí a cinco minutos. Vamos a ir unas cuantas a boicotearla. A comunicar algunos datos útiles y a corregir algunos errores. ¿Vienes?

El edificio de recondicionamiento sexual tenía un aspecto rústico por fuera. Podría haber sido perfectamente la fragua de un herrero. Dentro, había gruesas colchonetas de goma y cojines de harem por el suelo de una única sala difusamente iluminada. Al fondo, oculto en parte por una cortina de brocado, había un inodoro, tan resplandeciente de ostentación porcelanesca como uno de los incisivos de La Condesa. Delante había una mesa baja y larga, y en ella se amontonaba una cosecha de frascos, botellas, cajas, pulverizadores y tubos de ungüento, así como un par de delicados artilugios de goma color rosa, que parecían sobrinos gemelos de una pera de enema. Sentadas en el suelo, mirando a la masa, había una docena de mujeres. La mitad de ellas eran notoriamente gordas, había luego algunas delgadas como sardinas y que parecían tan consumidas como bujías viejas, pero había unas cuantas que a Sissy le parecieron muy atractivas y que no parecían necesitar en absoluto los servicios del rancho Rosa de Goma. Sissy se preguntó qué limones tendría que sorber su destino para que ella pudiese encontrarse en un lugar como aquel como cliente.

Dirigidas por Debbie, las vaqueras se pusieron inmediatamente a trabajar.

– Sólo hay una excusa para la irrigación vaginal -informó Debbie a su atento público-. La de curar una irritación o una infección. En cuyo caso, hay que tener mucho cuidado con lo que se aplica a los tejidos inflamados. Hay once hierbas o sustancias naturales adecuadas para la irrigación vaginal. Son: hinojo, raíz loca, olmo, goma arábiga, nenúfar blanco, malvavisco…

– ¿Malvavisco? -preguntó una de las damas más obesas, incrédula.

– El malvavisco o Althaen officinalis es una planta de flores rosáceas que crece en marismas y terrenos pantanosos. Es una hierba medicinal excelente, hecho que suele olvidarse por la dulce pasta blanca de repostería que se prepara hirviendo sus raíces mucilaginosas. En fin, a lo que íbamos. Malvavisco, raíz de alumbre, uva ursina, fenegreco, corteza de baya de laurel…

Debbie enumeraba los nombres de las hierbas, pero la mujer gorda ya no la escuchaba. Sus ojos habían brillado al ponderar los placeres de una irrigación de malvavisco, perdiéndose su pensamiento consciente en visiones de melazas melcochadas y nata batida de delicia vaginal.

Luego, Delores agarró una lata de pulverizador Rocío de la mesa y la tiró al aire. Jelly sacó su seis tiros e intentó agujerearla antes de que llegara al suelo. Falló, pero la clase captó el mensaje. El tiro sacó corriendo a la señorita Adrián del edificio principal, donde se había demorado intentando una vez más ponerse en contacto telefónico con La Condesa en Washington. Llegó a tiempo de oír:

– No hay hombre vivo, salvo que sea un fetichista cínico y masoquista, que desee hundir sus genitales en clorhidrato benzotoico, y cualquier mujer que se rode con él es una imbécil.

Pensando en la imagen del rancho, pensando también, quizás, en el látigo de Delores y la pistola de Jelly, la señorita Adrián pugnó por contenerse,

– Chicas -dijo-. Chicas.

– Un momento, señora -dijo Jellybean-. Estamos terminando. Tenemos que transmitir otra pequeña información de gran utilidad. Quizá le resulte interesante a una dama tan animosa como usted.

Echó a un lado a la señorita Adrián y luego se volvió al público.

– Como ha dicho ya Debbie, la esencia natural de una mujer no sólo es algo de lo que no hay por qué avergonzarse sino que se trata, en realidad, de algo positivo que actúa a nuestro favor. Les hablaré de un pequeño truco en el que apuesto a que ustedes no han pensado jamás. A ver qué les parece. Deben utilizar los dedos y frotar para humedecerlos con su jugo. Luego deben untarse detrás de las orejas…

– ¿Detrás de las orejas?

Esto puso en estado de alerta a toda la clase. Hasta sacó a la señora gorda de la tierra del malvavisco. Y puso a la señorita Adrián al borde del ataque mortal.

– Sí, detrás de las orejas. Un poquito en el cuello, si quieren. Cuando se seca, no huele en absoluto a marea baja. Es un perfume maravilloso. Muy sutil, muy picaro. Atrae a los hombres, lo garantizo. En fin, las mujeres de Europa llevan siglos utilizándolo. Por eso son tan seductoras las napolitanas. No me creen, ¿eh? Pues bien, haré una demostración.

Jelly deslizó la mano bajo la falda y empezó a extraer la esencia. Pero antes de que terminase la demostración, la señorita Adrián, pálida y temblorosa, empezó a farfullar. Nadie podía entender lo que decía, pero estaba indignada. Hizo una súbita tentativa de arrebatarle el revólver a Jelly, pero Jelly, que era muy rápida, sacó la mano de la entrepierna a tiempo para desbaratar la jugada de la dama. Las vaqueras consideraron que era hora de retirarse.

Riendo entre dientes y parloteando, fueron a las cuadras y ensillaron. Jelly y Big Red ayudaron a Sissy a montar una yegua muy mansa. Cabalgaron hacia el Oeste dos o tres kilómetros, hasta donde las colinas empezaban a allanarse en pradera. La brisa sonaba en las hierbas como abrigo de gran gala de forro de seda cayendo al suelo en un carruaje. Continuamente. Salvo que la brisa de la hierba era en realidad risa de ásteres, pues fuese donde fuese el grupo, o mirase donde mirase, el suelo culebreaba de ásteres, ojo amarillo y pétalo púrpura, como margaritas manchadas de vino tras una orgía de dioses.

Más de una vaquera pensó en el viejo inglés Wordsworth del bachiller, quien, vagando solo como nube que flota sobre valles y cerros, vio de pronto una muchedumbre, una gran hueste de narcisos dorados. Pero aquellos ásteres no eran ni una muchedumbre ni una hueste: eran un planeta, un universo, un condenado infinito de flores. ¿Quién habría pensado que la pradera de Gary Coopcr, la de Caballo Loco, la de las carretas hacia el Oeste, que el duro y liso vientre dé la pradera de América se convertía en septiembre en un jardín tal de flores gentiles? Por todas partes se balanceaban los ásteres como si practicasen un arte pendular. La pureza del movimiento despertaba en los pulgares de Sissy el Gran Picor, pero la peonada estaba sobrecogida por la solitaria magnitud del espectáculo, y cabalgaban, todas ellas, de vuelta hacia el rancho, con un delicado rumor de paz en el pensamiento y los ásteres del corazón saliendo a la luz,

A su llegada, vieron que la cabra, a la que habían atado a la valla del corral con una larga soga, devoraba afanosa la cubierta del descapotable de los cineastas. Se había comido ya la tapicería del asiento delantero y parte del volante de la limosina Cadillac de la señorita Adrián. Y, como entremeses quizás, había recorrido el tendedero del barracón, devorando no menos de catorce pares de bragas, incluidas las de piel de serpiente de Delores, los bikinis de encaje de Heather y el par único de bragas transparentes de Frederick's de Hollywood, con su recorte en forma de corazón, de Kym.

Aquella noche, alrededor del fuego, se pensaron cosas distintas sobre las cabras.

45

– LA MOLÉCULA DE leche de vaca es cien veces mayor que la molécula de leche de madre. Pero la molécula de leche de cabra y la molécula de leche humana son prácticamente del mismo tamaño. Por eso nos resulta fácil digerir la leche de cabra mientras que la leche de vaca es como arena en el depósito de gasolina de las tripas.

– ¿Probaste alguna vez leche de caimana? -preguntó Delores. Debbie no supo cómo tornar aquella pregunta.

– Tiene razón, Debbie -dijo Bonanza Jellybean-. Cada vez son más los que descubren que la leche de vaca no es la adecuada para el consumo humano. Billy West dice que si somos capaces de producir leche de cabra suficiente en el rancho para que merezca la pena el viaje, está dispuesto a llevarla a Fargo periódicamente. Ganó una fábrica de quesos a los dados. Harían queso de cabra con nuestra leche y suministrarían a las tiendas de productos dietéticos de todos los estados de la pradera. Si pudiéramos producir en cuantía suficiente (e impedir que las cabras nos comiesen las botas) el rancho podría autofinanciarse.

– Y realizaríamos una buena obra -añadió Debbie, siempre preocupada por el karnia-. La leche de cabra es magnífica para los bebés a los que las madres no pueden amamantar.

– Hablando de bebés -dijo Delores-, espero que esos clítoris locos que se lanzan todas las noches al lago tomen precauciones.

Nadie contestó con palabras, pero hubo un nervioso e irritado revuelo. Delores continuó:

– Ya sé que Tad Lucas desbravaba broncos hasta el noveno mes, pero no creo que una vaquera preñada fuese de gran utilidad en este rancho. Ya tenemos bastante con que vengan las grullas; no necesitamos cigüeñas. Yo creo que esos fumadores deberían largarse del Rosa de Goma lo antes posible. Los hombres aquí sólo pueden traer problemas. Y creo también -movió sus rizos oscuros señalando hacia Sissy- que nuestra invitada debería excusarse y dejarnos discutir más a fondo este asunto.

Jelly iba a hablar en defensa de Sissy, pero, asegurando a todas que lo entendía, ésta se levantó y dejó el barracón.

Sobre el rancho colgaba una luna que era como hocico de mula melancólica. Prefiriendo su luz al resplandor eléctrico que imperaba en la casa, donde los huéspedes jugaban a las cartas y leían novelas de John Updike, Sissy dio una vuelta por los alrededores. Consideró el hecho de que aquella luna que vertía su leche de mula (datos de su relación molecular con la leche humana no disponibles en este momento) sobre picachos, sauces e intrigas de vaqueras era la misma que brillaba sobre el tejado de la casa de Julián. Era una consideración trivial, el tipo de pensamiento que se escapa del coco del letrista aficionado y del colegial enamorado. Pero la ponía en contacto con sentimientos más intensos. Ella y Julián Hitche, unidos emocional y legalmente (significase esto lo que significase), estaban también relacionados por la luz de la luna. Y por fuerzas aún más inciertas y oscuras. Quizá todo se relacionase con todo, de modo discernible aunque confuso; y si uno pudiera rastrear las fibras y filamentos de esas conexiones, podría… ¿podría qué? ¿Ver el Gran Esquema? ¿Desenredar todos los hilos de las marionetas y descubrir qué manos (o garras) las manejan? ¿Poner fin a la vieja búsqueda de orden y significado en el universo? «Es terrible», suspiró Sissy, dando una patada a un bizcocho de caballo (¿o era un pastel sazonado con nylon del horno de la cabra?) «Si mi cerebro estuviese tan desarrollado como mis pulgares, podría percibir el cuadro completo.»

No apuestes por ello, Sissy, querida.

Si tu cerebro fuese perceptiblemente mayor, lo bastante para forzar tu cuello de princesa Grace lo mismo que tus dedos preaxiales fuerzan tus muñecas, es probable que tuvieses un intelecto superior. Pero es también probable, sin embargo, que, con el sistema nervioso necesario para encender un cerebro de ese tamaño, fueses tan sensible a las locuras de la civilización que te vieses forzada a regresar al mar tal como hizo el delfín, de voluminoso cerebro. Tu certificado de muerte hablaría de «suicidio» y «ahogamiento», como si tu certificado de muerte fuesen notas de sobrecubierta del puente Golden Gate. No, los grandes cerebros son para esos grandes nadadores que son los delfines, y para los marcianos, que, a juzgar por sus esporádicas visitas, no parecen sacar gran cosa de la Tierra. Nuestros cerebros probablemente sean tan grandes como los suyos.

Las investigaciones neurológicas más recientes indican que el cerebro se rige por principios que no podemos entender, y que él es tan débil o tan tímido que es incapaz de comprender sus propios principios rectores, las leyes físicas que parece condicionado a obedecer, así que de poco va servirle a nadie enfrentar los Grandes Enigmas, ni aunque fuese tan grande como una panera (¡uf, qué idea tan repugnante!). Este autor aconseja a los lectores que utilicen lo mejor posible el cerebro (es un buen espacio de almacenaje y al precio justo) y luego pasen a otra cosa.

Lo mismo que Sissy, por ejemplo, cansada de cavilar sobre las conexiones invisibles, pasó a sus pulgares y empezó a hacer señas de parada al canto de los grillos mientras volvía caminando a su habitación.

46

FUE EL día sexto, el día que, en la versión judeocristiana de la Creación, dijo Dios: «Haya estricto entrenamiento de orinal y libre empresa.» Sissy salió del edificio principal. Inmediatamente, sus ojos se volvieron, como hacían siempre, hacia el Cerro Siwash.

A veces podía distinguir una figura humana allá arriba, perfilada contra la arcilla multicolor o surgiendo, más cerca de la base, de una mata de juníperos, arrastrando tras ella su barba. Aquella mañana se vio recompensada por la borrosa imagen y el rumor apagado de una conmoción.

Un grupo de vaqueras miraba también hacia el cerro. Se apoyaban en el vehículo conocido como el «carro de peyote», una ranchera Dadge con una instalación de acampada de madera hecha a mano en la parte trasera. Los aleros estaban tallados como las quijadas abiertas de lagartos y caimanes, piel verde y temibles dientes, que sobresalían en bajorrelieve por ambos lados de aquel compartimento de chillona pintura. Imágenes de iguanas y saurios de chasqueante lengua adornaban la puerta trasera. Las bocas blanco-hospital de las serpientes mocasines bostezaban desde todos los espacios que no ondulaban ya con los mortíferos anillos, culebreos escamosos y ojos hipnóticos de reptadores de ciénagas y otras manifestaciones del tótem primogenio. No había duda de quién era la propietaria de aquel vehículo, vestida como iba de negro intenso desde el sombrero de montar estilo español a las botas de piel de mamba: Delores (con una «e») del Ruby.

La misma Delores que se alejó al aproximarse Sissy, diciendo fríamente por encima del hombro:

– La industria de la higiene femenina compra mujeres por cincuenta millones de dólares al año.

Sissy se quedó asombrada ante aquella hostil referencia a sus actividades de chica Yoni Yum/Rocío. Como si fuese una cría de víbora de la fachada del carro de peyote, fue presa de pequeños espasmos en su labio inferior. Estaba acostumbrada a que se ridiculizaran sus pulgares y el uso al que los destinaba. Pero su modesta carrera de modelo era lo único suyo que había parecido meritorio a la gente.

– No le hagas caso a Delores -dijo Kym-. Tiene un palo clavado en el culo.

– Sí -añadió Debbie-. Ya tengo ganas de que le llegue su «tercera visión» de una vez por todas.

La frente de Debbie hizo por su cuenta movimientos viperinos.

– Aunque bien pensado -añadió-, quizás no tenga gana ninguna.

Las vaqueras medio se rieron, medio gruñeron. Parecía desazonarles la rudeza de Delores, aunque había suficientes razones, considerando su conducta el día anterior en la clase de recondicionamiento sexual, para que Sissy creyese que compartían la actitud burlona de su capataz hacia la industria que Sissy representaba.

Quizá fuese apropiado plantearse una revaloración. Pero de momento, era la conmoción de aquel cerro, teóricamente sagrado para una dieciseisava parle de ella, lo que le interesaba.

– ¿Qué pasa allá arriba? -preguntó Sissy, con la esperanza de que no le temblara la voz.

– Otro grupo -contestó Kym- de buscadores de salvación que intentan ver al Chink. Está espantándoles; como siempre. ¡Qué farsa!

– Mierda -gritó Big Red-. Todo es culpa de Debbie. Debbie escribió a todas sus amistades y les dijo que vivía allá arriba el gran brujo, y la noticia corrió como manteca caliente. Así que ahora vienen hasta de San Francisco, esperando que el viejo pedo les revele la verdad. Pero él nunca le dice nada a nadie.

– Habla mucho con Jellybean -corrigió Debbie.

– Puede que sí y puede que no -contestó Big Red-. Sospecho que Jelly sólo le sigue la corriente para que nos deje en paz… y él hace lo mismo con ella. ¡Vaya, ahí viene! Mira cómo corren tus peregrinos, Deb. Pierden el interés por la salvación demasiado rápido; quizá le dejen al viejo unos meses de tranquilidad. No es que se lo merezca.

Sissy se preguntaba por qué consideraría Debbie al Chink una especie de brujo. Se lo preguntó.

– Es una buena pregunta -dijo Debbie, que era aproximadamente tan linda como Bonanza Jellybean, aunque vistiese como sus compañeras, de rnodo más convencional-. Una buena pregunta, sí. Sabes, Sissy, que los sabios, los santos y los caudillos espirituales o como quieras llamarles, no andan predicando por ahí ni escriben libros ni recluían discípulos ni predican en la astrocúpula de Houston. Algunos se mantienen casi invisibles entre nosotros, Swami Vivekananda dijo una vez que Buda y Cristo eran héroes de segunda fila. Dijo que los hombres más grandes pasaron inadvertidos. No se manifestaron ni exigieron nada, no fundaron escuelas ni sistemas con su nombre. En vez de destacarse, simplemente se fundieron en amor…

– ¡Amor! -interrumpió Big Red-. Mejor sería decir grasa.

Debbie sonrió pacientemente.

– Vívekananda -continuó- indicaba que los estadistas y generales y ricachos que nos parecen tan importantes, son en realidad figuras de muy bajo nivel, Él dijo: «Los hombres superiores son tranquilos, silenciosos y desconocidos.» ¿No te parece maravilloso? Los auténticos maestros pocas veces se manifiestan, salvo en las vibraciones que dejan tras sí, con las que los gurús menores elaboran sus doctrinas. Pero hay medios para reconocerlos. El Chink, como le llaman, parece una persona difícil (se niega incluso a reír en mi dirección), pero en su silencio y en sus misteriosas actitudes da signos de…

– Sí, si puedes considerar un signo el tocarse el pito -intercaló Big Red.

– …signos de elevada sabiduría -continuó Debbie-. Fue un error mío escribir a mis antiguos hermanos y hermanas de la liga del Avatar del Ácido Atómico habiéndoles de él, aunque muchos de ellos busquen desesperadamente la iluminación, ahora me doy cuenta. Pero no me equivoqué en mi valoración de él, de eso estoy segura.

Hizo una pausa, rascando sus dedos ensortijados por las curvas de una serpiente de coral tallada.

– Ahora quería preguntarte una cosa a ti, Sissy; tengo entendido que has viajado más que nadie. En tus constantes viajes, ¿no te has encontrado nunca con una persona que por su sabiduría destacase sobre todas las otras, que pareciese tener un conocimiento sobre la vida del que carecemos los demás humanos?

La pregunta iba en serio, así que Sissy meditó. Aunque parezca extraño, no se había relacionado, en realidad, con demasiada gente, ni había observado con detenimiento a las personas. Ella buscaba transporte, no conductores. Y en cuanto a los peatones… sombras en el recuerdo de un rayo de luz. Recordaba, sin embargo, aquella vez en México, no muy al sur de la frontera. Sissy había recorrido en autoestop una carretera tan polvorienta que un camello habría muerto en ella de asfixia. Por fin pasó ante la casa-taller de un ebanista. Había quince o veinte piezas de muebles recién talladas alineadas al sol junto al camino. Las barnizaba un hombre de edad indefinida. El mexicano iba aplicando cuidadosamente con una brocha el barniz que sacaba de una lata pequeña. Siempre que pasaba un coche o un camión, cosa frecuente, se alzaban espesas nubes de polvo que se posaban como recuerdos de Lawrence de Arabia sobre la pegajosa madera recién barnizada. Pero el mexicano seguía con su trabajo, sonriendo, cantando para sí y no prestando al polvo más atención que si fuese una emisión de radio en idioma extranjero. Tanto había impresionado a Sissy aquel hombre que a punto estuvo de pararse a hablar con él; hizo que se soltaran luminosos globos en su corazón, Al final, sin embargo, había seguido haciendo autoestop… pensando posteriormente en el ebanista sólo en momentos de tensión, frustración o inseguridad.

Hablar de tales cosas le resultaba a Sissy embarazoso, pero estaba a punto de explicarle a Debbie lo de aquel maravilloso mexicano cuando apareció Jelly trotando en su caballo. Jelly había estado observando el lío del Cerro Siwash desde más cerca, para asegurarse de que no tendría repercusión alguna en el rancho. Ahora llamaba a las vaqueras:

– Eh, socias, Delores quiere que vayáis al barracón para los ejercicios. Vamos allá.

– |La instrucción! -resopló Big Red-. Debería haberme quedado en aquel maldito cuerpo militar femenino.

– Eso es un error -dijo Debbie-. Las mujeres tienen formas superiores de tratar con las cosas.

Unas complacidas, otras reacias, las vaqueras se dirigieron al barracón. Jellybean desmontó.

– ¿No son un magnífico grupo de socias? -preguntó.

Cabeceó Sissy y preguntó:

– ¿De dónde proceden?

– Oh, del Este, del Oeste y del nido del cuco. Muchas se criaron en granjas o en ranchos y les gustaba esa vida, pero cuando terminaron el bachiller no les quedaba más salida que casarse con un pelma local o intentar ingresar en una universidad que no estaba dispuesta a enseñarles nada que ellas quisieran saber. Unas cuantas, como Kym y Debbie, vienen de zonas residenciales de clase media. Big Red era la única vaquera en ejercicio del grupo. Participó en carreras por todo Tejas. Pero claro, Big Red tiene veintisiete años. Las demás somos mucho más jóvenes, salvo Delores. Nadie sabe la edad que tiene, ni lo que hacía antes de aparecer por aquí, pero, desde luego, sabe montar y manejar el lazo. Yo busqué chicas que quisiesen ser vaqueras y no hice demasiadas preguntas. Intenté encontrarlas entre las enamoradas de los caballos. Ya sabes, ese asunto freudiano. Muchos padres, cuando sus hijas pequeñas empiezan a abultar el jersey por delante, les compran un caballo para desviar su atención de los chicos. Lo que les compran en realidad es un vibrador orgánico de cuatrocientos kilos. Un caballo es estupendo para una buena y limpia masturbación, con las manos por encima de las sábanas, y algunas chicas nunca salen de eso. Ésas no sirven para ser vaqueras de verdad.

El Cerro Siwash se había quedado tan tranquilo y exánime como un libro de geología que describiese su formación. El veranillo de San Martín, actorcillo exagerado, aprovechaba otra llamada a escena, y las colinas, con un talante expansivo propiciado por el calor, amontonaban ramilletes de ásteres a sus pies. Varas de San José, también. Y vencetósigo. Girasoles gigantes, como espantapájaros drogados, cabeceaban, soñolientos y anclados, las secas cabezas caídas sobre las clavículas. Con sus vidas prolongadas un día más, zumbaban las moscas por todas partes, ensalzándose a sí mismas monótonamente, como los patriotas que siguen ensalzando la gloria de una cultura decadente y condenada ya.

Por fin, habló de nuevo Jelly:

– Desde luego, has traído el buen tiempo contigo. Mirando este paisaje hoy, nadie creería que la nieve y unos vientos terribles asolarán este lugar dentro de un mes o dos.

– En Nueva York hace mucho frío también -dijo Sissy-. No había pasado nunca un invierno entero en un sitio, desde niña.

– Hay que protegerse -dijo Jelly, lanzando una mirada al barracón-. La señorita Adrián, cuando me dijo que venías, explicó que te habías casado hacía poco.

– Hace unos nueve meses.

– Mmmmm. Sí. Nunca imaginé que fueses de las que se casan y se asientan.

– Nadie lo cree -dijo Sissy, medio riendo-. Ni siquiera yo. Pero es cierto.

– Yo tengo esta teoría -dijo Jelly-: Los hombres, en general, se sienten atraídos por las mujeres que están comprometidas. Es un desafío para el ego deshacer ese compromiso y transferirlo a uno. Las mujeres, en general, se sienten atraídas por los hombres que no están comprometidos. La libertad las excita. Inconscientemente están deseando liquidarla -atisbo la expresión de Sissy-. Sin embargo, en tu caso, debe haber sido lo contrarío. ¿O no?

– No lo sé. Quizá. Nunca lo he enfocado así. En fin, Jelly, yo estuve sola mucho tiempo. Pocas mujeres están solas por elección quizá sea esa nuestra mayor debilidad, pero siguiendo el consejo de la naturaleza decidí no quedar encajonada ni someterme. Sola, podía darle al gran ritmo, bailar la cuarta dimensión y revolucionar la idea del transporte. Sólo que nadie se interesó. Bueno, Jack Kerouac y una docena más de almas desesperadas quizá tuviesen un vislumbre de que yo era algo más que campeona mundial; pero sólo ellos. En fin, ¿qué más da? Yo creía que mis triunfos podrían haber elevado los ánimos humanos, lo mismo que una cometa llena de gozo a la gente sin ninguna razón lógica ni productiva cuando cruza el cielo. Quizá si hubiesen prestado atención… No lo hicieron, y da igual, porque en realidad yo hacía autoestop para mí misma. Para mí misma y para los grandes poderes del viento. Luego, de pronto, apareció alguien que me necesitaba. Por primera vez en mi vida, rne necesitaban. Fue una atracción poderosa.

Jelly rascaba las orejas a su caballo. El animal se llamaba Lucas, por Tad.

– Sí, desde luego, supongo que los hombres necesitan a las mujeres -dijo-. Igual que las mujeres creen que necesitan marido.

– Julián necesitaba algo más que una esposa -dijo Sissy-. En líneas generales, yo ni siquiera soy una buena esposa. A un nivel consciente, Julián no me aprecia ni me entiende más que los demás, pero en alguna parte de él, sabe que necesita lo que sólo alguien como yo puede ofrecer. Julián es un indio mohaw deformado por la sociedad. Niega ser mohaw, niega que esto puede significar cualquier ventaja posible, física o psíquica. Necesita que le amen de un modo que le ponga en relación con su sangre. Y de ese modo intento amarle yo.

Jelly montó parsimoniosamente.

– Eso parece tener bastante sentido -dijo-. Si el amor no puede recrear a los amantes, ¿de qué sirve? Pero permíteme un consejo, Sissy, amiga mía: el amor es droga, no sopa de pollo.

Al ver que Sissy no hacía más que mirarla desconcertada, Jelly añadió:

– Quiero decir que el amor es algo que debe darse libremente, no administrarse a cucharadas por su propio bien por una madre dominante que se lo cocine todo sola.

Con esto, Jelly se inclinó por la grupa de Lucas, imitando una acrobacia que la homónima del caballo había ejecutado una vez a gran velocidad, y besó a Sissy, mitad en la boca, mitad en la barbilla. Luego volvió a erguirse y se alejó al galope.

Aquella tarde, en el barracón, cuando Gloria comparó los pulgares de Sissy con el jorobado de Notre Dame, Bonanza Jellybean la abofeteó.

47

«LA POLCA de la salchicha polaca» fue interrumpida por un boletín de noticias sobre la situación internacional que, como pronto supieron las oyentes del barracón, era desesperada como siempre. Y hablando de desesperación, la había sin duda en la expresión de Big Red cuando, sin llamar, abrió la puerta de la sala principal de ejercicios.

Clientes y personal se pusieron rígidos al ver entrar a Big Red, pues todas estaban por entonces un poco asustadas con las vaqueras, y Big Red, la llameante torre de pecas, parecía la más peligrosa de todas. No había motivo de alarma, sin embargo. Big Red estaba enterada de que la señorita Adrián había anunciado que aquel día celebraría el último pesaje. Al día siguiente, en la barbacoa baja en calorías que señalaría el término oficial de la temporada del rancho, se entregarían premios a las mujeres que hubiesen eliminado el mayor tonelaje de grasas en el aire seco de Dakota. Big Red no anhelaba ningún premio, no era además candidata elegible a ninguno, y, francamente, ninguno merecía, pero quería consultar la báscula. Ataviada con su traje de baño verde bosque de una pieza, se situó en cola ante el oráculo. Tras obtener fácilmente el permiso de las clientes, la señorita Adrián condujo a Big Red a la cabeza de la cola.

La inmensa vaquera se pesó, pestañeó, gruñó y, para alivio de todas, salió por donde había venido. En el camino de vuelta al barracón, mientras el veranillo de San Martín presentaba sus respetos a la carne que rebosaba por los bordes de su traje de baño, Big Red tuvo un fogonazo, una visión mental quizá no menos intensa que las visiones primera y segunda de Delores del Ruby. Presa de la inspiración, Big Red pensó: «Sería maravilloso, desde luego, que hubiese una máquina que pudiese conectarse al plato de comida y extrajese de él los sabores. Después de comer todo cuanto tu estómago pudiese manejar cómodamente, podrías meterte un tubo de plástico en la boca, accionar la maquinita, y los sabores continuarían llegando mientras quisieses, sin que al estómago fuese nada que lo hiciese más grande y más gordo. Mmmmm, señor, señor; jamón, pastel de cebolla y queso, chiles, pastel de arroz, señor.

En la sala principal de ejercicios del Rosa de Goma, había un mercado inmediato para tal artilugio y, sin duda podrían contarse por decenas de millones las ventas en todo el mundo, pese a la situación internacional. Significaría además un beneficio sin precedentes para el género humano, que apartaría a tantas personas de las calles como la televisión y ahorraría más vidas que una cura del cáncer.

En consecuencia, en interés público, También las vaqueras sienten melancolía ofrece esta idea de Big Red completamnete gratis a cualquier inventor capaz de hacerla realidad.

48

– JULIÁN, TENGO una amiga.

– ¿Una amiga dices, querida? -se oía pasablemente-. Magnífico. Las nuevas amistades siempre son agradables.

– No me entiendes. Te digo que tengo una amiga. Y hasta ahora no la había tenido nunca.

– Vamos, querida, exageras. ¿No es Marie amiga tuya?

– Marie es amiga tuya. Yo sólo le intereso como coño exótico.

– ¡Sissy! ¡Estamos hablando por teléfono!

– Perdona. Sólo quería hablarte de Jelly, pero da igual.

– Jelly es esa alborotadora a la que tenías que vigilar por encargo de La Condesa, ¿no? ¿Cómo van las cosas con esas vaqueras? Espero que todo esté tranquilo ahí. Me tienes muy preocupado.

– No tienes que preocuparte por mí. Llevo encima, en las manos, mis ángeles guardianes.

– Sissy, no deberías burlarte así de ti misma; no es saludable. En fin, querida, mi preocupación por ti no me ha impedido del todo divertirme. He ido mucho a comer por ahí. Elaine's, La Grenouille, La Carabelle. Estuve bailando el sábado por la noche en Kenny's Castaways con los Kright y los Sabol. Howard tenía trabajo hasta tarde, así que Marie vino con, como se llama… Colacello. Bailar al cachetito es una moda que está haciendo furor en Nueva York estos días. Yo no lo sabía. Espero poder ir contigo cuando vuelvas. Te encantará si pruebas. Esta noche vienen aquí unos cuantos a cenar. Una cena íntima. Estoy instalando una mesa de chaquete. Cuánto me gustaría que estuvieses aquí. Ah, hoy compré una muñeca deliciosa en la tienda de regalos del museo de Brooklyn… arte popular. Ya verás, ya verás. Estoy acabando el cuadro que empecé el día antes de irte tú, el grande, el que tú creías que iba a ser una tienda india: No es nada de eso, claro; es…

– Julián, ¿qué ruido es ése?

– ¿Ruido? Ah, sí. Una sorpresa, querida. Es… ¿No lo supones? Es Butty. Carla y Rupert están otra vez juntos. Dios mío, sí, se me olvidaba decírtelo. Carla volvió a la ciudad y no puede seguir con Butty en su piso. Así que nuestro viejo amigo está otra vez aquí. Si te fastidia mucho, siempre puedo venderlo. Los perros como Butty hacen furor en Nueva York ahora; todos los que dirigen la moda, los que marcan las nuevas tendencias, tienen dos por lo menos. Andy Warhool llevó su dachshund miniatura, Archiel, a Kenny's Castaways la otra noche, imagínate. Bueno, Sissy, respecto a esas vaqueras con quienes estás, ten mucho cuidado, ¿de acuerdo?

Los cables larga distancia hicieron esos ruidos que son en parte gorgoteos y en parte gemidos. Los rumores que podría hacer un bebé robot en su cuna. Intercambiaron cariños y Julián colgó… sin tener ni idea de que la conversación que habían sostenido la había hecho posible Bonanza Jellybean, que, como prueba de amistad había pospuesto el corte de los hilos telefónicos del Rosa de Goma.

49

SI PODEMOS decir que el hombre civilizado es más listo pero no más sabio, podemos decir también que la pradera es seca pero tiene agua. Sobre la pradera hay ríos fugaces, fugaces arroyos, lagos, charcas y re-volcaderos inundados de búfalos. Como el propio sistema norteamericano, la mayoría de las lagunas y lagos de la pradera son operaciones de «vuelo nocturno». Aunque puedan medrar temporalmente, manteniendo una cadena alimentaria global que puede ir desde las plantas acuáticas a las ratas almizcleras y los buhos, desde los ninfálidos a los peces lunas y a las tortugas mordeduras, o de las salamandras a las urracas y las comadrejas, llega un momento en que lagos y lagunas quedan invadidos por la vegetación, cegados por el lodo y reducidos, en las sequías estivales, hasta boquear (!) y morir, haciéndose ciénaga y luego otra vez pradera. Muchas veces las lagunas de la pradera no viven lo bastante para ganarse un nombre.

El Lago Siwash, dado que halló asiento en una depresión relativamente profunda entre los cerros de las morrenas terminales que dejó la capa de hielo continental, ha disfrutado de cierta permanencia, aunque sus implorantes orillas de saetillas, espadañas y cañas evidencian que también él va entrando en la fase ciénaga de su existencia y que llegará un momento en que no podrá siquiera proporcionar humedad suficiente para refrescar el morro de un renacuajo.

Aún le quedan, sin embargo, unos cuantos años buenos a este pequeño lago, que resplandecía como una gota de tinta invisible cuando le miraban Sissy y Jelly desde el cerro situado detrás del parapeto de los cineastas. Sissy y Jelly pasaron la cima del cerro, tras atar los caballos al cerezo, y allí estaba el lago, langueando. Con trigo silvestre y ásteres hasta las rodillas, Sissy y Jelly pasaron la cima del cerro desnudas, tras dejar la ropa junto al cerezo, y allí estaba el lago debajo de ellas, resplandeciente. Sissy y Jelly cruzaron la cima del cerro desnudas, por donde daba el sol, y resultaba desde luego muy difícil creer, mientras contemplaban el Lago Siwash, que también ellas, Sissy y Jelly, eran principalmente agua. (El cerebro, con sus fragmentarías y alusivas características, sí, es agua; pero, ¿y la carne del cuerpo?)

Como las cámaras ocultas estaban dirigidas a la orilla del lago, no podían registrar las imágenes que se movían en la cima del cerro, ni los micrófonos ocultos podían espiar su conversación. Sissy y Jelly hablaron mientras cruzaban la cima, y, después de estudiar un rato el lago, se sentaron y hablaron de nuevo.

Delores vivía en Lousiana, en un pueblo de cabañas construido por esclavos fugitivos, en los pantanos. Ésa es una de las historias que se cuentan, en realidad. He oído también que estuvo viajando por Yucatán con un circo, que le quitaba las pestañas postizas a un mono ancestrado con el látigo. Da igual donde estuviese, el caso es que una noche tomó peyote y tuvo una visión. Niwetúkama, la Diosa Madre, se le apareció montada en una corza, con colibríes que le sorbían las lágrimas que derramaba, y le gritó: «Delores, debes dirigir a mis hijas contra su enemigo natural.» Delores pensó largo rato sobre esto (fue una visión muy vivida) hasta que determinó que el enemigo natural de las hijas eran los padres y los hijos. Aquella misma noche, la emprendió a latigazos con su amante negro, o con el propietario del circo, da igual quien fuese, y se largó. Anduvo un tiempo por ahí, sin mundo fijo. Se ganaba la vida vendiendo peyote a los jipis. Luego volvió a aparecérsele Niwetúkama y le dijo que debería ir a cierto lugar y prepararse para su misión, cuyos detalles concretos le serían revelados en otra visión. Y la madre Peyote la encaminó al rancho Rosa de Goma. ¿Increíble, verdad? Toma peyote por lo menos una vez a la semana, pero no ha tenido hasta ahora la Tercera Visión. Por otra parte, ella y Debbie andan siempre rivalizando y enfrentándose. Tensión. ¡Tensión entre vaqueras! Qué fastidio.

– ¿Y cuál es la posición de Debbie? -preguntó Sissy. Muy suavemente la brisa acarició con hierba sus costillas.

– Bueno, según entiendo yo, Debbie considera que las personas tienden a convertirse en lo que odian. Dice que las mujeres que odian a los hombres se convierten en hombres. ¡Ay! Esta hierba hace cosquillas, ¿eh? -también se las hacía a Jelly-. Debbie dice que las mujeres son distintas a los hombres y que esa diferencia es el origen de su fuerza. Antes del judaismo y del cristianismo, lo controlaban todo las mujeres, gobiernos, economía, familia, agricultura, y en especial la religión; en eso están de acuerdo ambas. Pero Debbie dice que si las mujeres han de controlarlo todo otra vez, deben hacerlo al modo femenino; no deben recurrir a métodos masculinos agresivos y violentos. Dice que ya es hora de que demuestren ellas mismas que son mejores que los hombres, es hora de que amen a los hombres, de que les den buen ejemplo y les guíen tiernamente hacia la Nueva Era. Debbie, nuestra querida Debbie, es una auténtica soñadora.

– ¿No estás de acuerdo con ella, entonces?

– Bueno, yo no diría eso. Espero que ella tenga razón, a la larga. Pero estoy con Delores en cuanto a luchar por lo que es mío. No puedo entender por que Delores es tan quisquillosa con el Chink. Probablemente pudiese enseñarle varias cosas. ¿Y cómo puede alguien odiar a Billy West, ese simpático granuja? Amo a las mujeres, desde luego, pero nada puede ocupar el lugar del hombre adecuado. Aún así, ésU os territorio de vaqueras y apoyaré a Delores y combatiré a cualquier cabrón que pueda negarlo. Creo que siempre he sido una camorrista. Mira. Esta cicatriz. Tenía solo doce años y me alcanzó una bala de plata.

Jelly cogió la mano de Sissy, evitando cuidadosamente su dedo primero o más preaxial, y la ayudó a palpar la pequeña depresión de su vientre. Era como si se hubiese comprado el ombligo en una de esas tiendas en que dan dos artículos por el valor de uno.

Ignorando la posibilidad de que hubiese excitado la curiosidad de Sissy o iluminado su cuadro de distribución límbico, Jelly siguió hablando:

– Dios mío, aquí lo entiendo todo. En este espacio virgen: Nadie le ha podido clavar estacas ni nadie lo ha podido parcelar. Es demasiado grande y demasidao indómito. Los hombres lo ven como un desafío; quieren competir, conquistarlo. En conjunto, fracasan, y por eso ahora odian esta tierra. Pero las mujeres pueden mirarla de un modo distinto. Pueden fluir con ella, fundirse en ella y amarla. El Chink dice que estas llanuras viven al borde del significado, en una zona situado entre el significado y algo tan grande que no tiene significado alguno. Creo que lo entiendo. No se por qué todas las vaqueras no son capaces de contentarse con esto, pero sé que algunas personas no pueden sencillamente divertirse si no se divierten también todas las demás.

Sissy mantenía su mano en la barriguita de Jelly, pues tan pronto como la vaquera dejase de hablar quería preguntarle cómo había recibido un balazo de plata en tan tierno lugar y a edad tan tierna. Antes de que tuviese un segundo para preguntar, sin embargo, fue Jelly la que hizo una pregunta:

– Oye, Sissy, tú que trabajas para La Condesa y demás, me pregunto si has tenido oportunidad de utilizar el truco del perfume de que hablamos a las clientes el otro día.

– Yo, bueno, no, nunca lo he hecho. ¿Funciona de verdad?

– Claro que sí. ¿Por qué no pruebas?

– ¿Quieres decir ahora?

Quiere decir ahora, Sissy. Now. N de narciso, N de nefando. N de nigi (Nigi es el japonés «arcoiris». Significa también «dos en punto». Así, en el Japón hay por lo menos dos arcoiris diarios) O de orquídea, O de odorífero, O de om (La colchoneta de meditación es el caballo del yogui; adelante pequeño yogui, alcanza. «Apaga la vela antes del ocaso del sundownownownow-nownownow»… El único mantra al oeste del Pecos); W por wisteria, W por húmedo, W por Waya Waya (una ciudad del este de Washington), Wagga Wagga (una ciudad del sureste de Australia) y Wooga Wooga (un café de la dimensión astral donde Charlie Parker improvisa todas las noches del sábado): N * O * W*, Now, ahora. Ella quería ver cómo lo estirabas, Sissy, quería verlo abriéndose como una zapatilla de ballet, un boqueante marisco. Quería extenderlo, Sissy, sus pequeños dedos babeando el fangal, elevando su temperatura, ensanchando su sonrisa. Ay, ¿por qué es tan difícil entre mujeres? Entre un hombre y una mujer es sí o no. Entre mujeres es siempre quizás. Un error y la otra sale corriendo, escapa. Las mujeres, aunque se abracen, han de mantener los corazones quietos, los ojos en blanco. Las palabras están fuera de lugar. Pero merece la pena, Sissy, merecen la pena los fingimientos, las interrupciones, la cautela. Cuando un hombre está dentro tuyo, no puedes imaginar lo que siente su cuerpo, ni él puede conocer exactamente tus placeres. Entre mujeres, ambas son exactamente conscientes: Cuando ella hace eso está segura de que la otra está sintiendo aquello. Y es todo tan suave, Sissy. Tan suave.

Khrishna, o Pan como le llaman en Occidente, el dios al que Jesucristo hizo ocultarse, era el único dios que comprendía a las mujeres, Khrishna/Pan atraía a las doncellas al bosque, pero jamás las violaba ni las seducía con falsas promesas o falsas declaraciones de amor. Las despertaba con una vieja función especial; las conectaba. Es así cómo se visitan las mujeres: como música, como payasos.

La mujer no ha padecido alegremente la civilización. Se ha dicho, en realidad, que la civilización toda no era más que un dique alzado por los hombres, deseosos de competencia sexual, a fin de «contener las salvajes e indómitas aguas femeninas». Ahora, sin embargo, ella puede controlar los flamantes inventos del hombre civilizado y utilizarlos para sus propios y oscuros designios. Por ejemplo, el beso.

El beso es el mayor invento del hombre.

Todos los animales copulan, pero sólo besan los humanos.

El beso es el más alto triunfo del mundo occidental.

Los orientales, incluidos los que llevaban el continente norteamericano antes de la devastación, se frotaban las narices, y miles de ellos aún lo hacen. Sin embargo, pese al fruto dorado de sus milenios (nos dieron el yoga y la pólvora, Buda y el maíz en mazorca) ellos, sus multitudes, sus santos y sabios, jamas produjeron un beso.

El mayor descubrimiento del hombre civilizado es el beso.

Los primitivos, los pigmeos, los caníbales y los salvajes han mostrado ternura recíproca de diversas formas táctiles, pero lo de morro contra morro no ha sido su estilo.

Los periquitos se frotan los picos. Sí, es cierto, lo hacen. Sin embargo, sólo los devotos de la eyuculación prematura, o las ancianitas que asesinan niños con agujas de tejer para robarles el dinero del bocadillo y comprar ríñones frescos para sus gatitos podrían situar las caricias de pico en el reino del beso.

Los negros africanos se rozan los labios. Así es; algunos lo hacen, como lo hacen también tribeños aborígenes de otras partes del mundo: pero aunque rocen sus labios, no se demoran en el roce. El beso apresurado de puro contacto es una rueda cuadrada, torpe y un tanto siniestra. ¿Qué otra cosa hizo Judas para traicionar a nuestro salvador si no darle un beso de este genero? Terso, sin saliva, sin lengua.

La tradición nos informa que el beso, tal como lo conocemos, lo inventaron los caballeros medievales con el utilitario propósito de determinar si sus esposas habían usado el barril de hidromiel mientras los caballeros anclaban fuera, de servicio. Si por una vez la historia acierta, el beso empezó como un conectador oscilatorio, un husmeador oral, una especie de cinturón de castidad alcohólica, después del hecho. La forma no siempre sigue a la función, sin embargo, y con el tiempo, el beso por el beso se hizo popular en las cortes, extendiéndose luego a comerciantes, campesinos y siervos. ¿Y por qué no? Besar era dulce. Era como si toda la dulzura atávica que aún quedase en el hombre occidental se canalizara en el beso y sólo en él. ¡Ninguna otra carne como la del labio! ¡Ninguna carne como la de la boca! El tic musical de diente contra diente, la maravillosa curiosidad de las lenguas.

Las mujeres, que no se entusiasmaron gran cosa con inventos de menor cuantía, como la rueda, la palanca y la espada de acero, aplaudieron el beso, lo practicaron con sus hombres, por gozo y provecho, y lo practicaron entre sí… dentro de ciertos límites. Debido a que estaban diseñadas para amamantar con sus pechos a niños y a niñas, no son las mujeres tan sexualmente restrictivas como los hombres. Siempre han sido proclives a besar a otras mujeres, práctica que ha hecho inquietarse a nuestra Fe y palidecer a nuestros olfateadores de lujuria. En 1899, una victoriana tan relativamente liberal como la doctora Mary Wood-Allen, se sentía obligada a escribir en Lo que debe saber una joven: «Me gustaría que la amistad entre las chicas fuese más varonil. Dos jóvenes que son amigos no se abrazan ni se besan. Las amistades femeninas que incluyen abrazos y besos no son sólo estúpidas, son peligrosas incluso.»

¿QUIÉN CANTARÁ LAS ALABANZAS DEL ESTÚPIDO Y PELIgroso beso? Ella temía acariciar tus partes secretas, Sissy, y tú temías acariciarlas delante de ella. Pero vuestras bocas fueron audaces (y estúpidas y peligrosas) y os inclinasteis una hacia la otra lentamente, deslizando mejillas, y os besasteis. Coincidiendo con la pulsación de una abeja que pasaba, aplastasteis las bocas hasta quedar muy pronto enredadas las lenguas en burbujas y jadeos. Largas, gruesas lenguas se pintaban mutuamente con material lingüístico; despintando gradualmente los miedos femeninos de modo que pudieses apartar los dedos de su cicatriz y deslizarlos por su vientre abajo. Cuando pelo y jugo susurraron contra las yemas de tus dedos (susurraban palabras sucias como «coño», «chocho», «conejito»), pensaste en Marie, siempre agarrándote allí, y casi apartaste la mano. Pero Jelly gemía en tu boca, inundándola de dulzor, y al momento su propia mano exploró los ardientes pliegues de tu vulva.

Abrazadas, caísteis sobre la hierba. Allá se fue tu Stetson rodando en dirección de la ciudad de Oklahoma. Quizá quisiese saludar a Tad Lucas. Tus ojos enviaron una expedición arqueológica al rostro de Jelly, y los suyos al tuyo; ambos desenterraron inscripciones y estudiaron su significado. Ella susurró que eras hermosa y valiente. Te llamó «héroe», queriendo decir heroína, pero sus dedos no se confundieron un instante. Intentaste decirle cuánto significaba para ti su amistad. ¿Lograste pronunciar las palabras o no? Dientes de espuma, labios de pastel.

Tras una hambrienta quietud, como intermedio de una danza del lobo, se restablecieron los ritmos. Y os visteis ya mutuamente alentándoos, todo había sido reconocido y aprobado, y tú te arqueabas y empujabas y te retorcías y te doblabas como una carpa, suavemente pero con pronunciada cadencia. El polvo digital es un arte. Los hombres ceden ante él; las mujeres se encumbran. Ohh. ¡Bombero salva a nii hijo!

Sentías como si tu mano estuviese en una máquina de discos, una Wurlitzer de carne que arrojase chispas eléctricas de colores mientras se destrozaba en música con la Moneda del Siglo. Tu clítoris era un interruptor conectado. Ella lo encendía y seguía encendiéndolo y seguía y seguía más allá. Enroscaste la lengua alrededor de un erecto pezón. Sonrió ella al verte estremecer cuando te abría el ojo del culo.

Todo se hizo confuso. Os acunabais en cunas de sudor y saliva, hasta ya no ver nada. La imaginaste con ajuar de novia, la imaginaste como una yegua. ¿Fermentabais, las dos? Olíais como si así fuese. Abanicos de pánico y fiebre se abrían y cerraban, brillaban barbillas con el zumo del beso. Y os mecíais, los pulgares meneaban su vientre a compás, aumentando la excitación… la tuya y la suya.

Con los ojos cerrados, o sólo quizá vidriosos, imaginabas su prieto y joven como quieras llamarle en tu mente. Pelo a goteante pelo, se abría ante ti. Tu propio clítoris estaba tan rojo e hinchado como un puro de chicle. ¡Oh, aquellas cosas estaban hechas para amarlas!

De pronto, gemiste. Brotaban de ti ruidosos jadeos. Gritabas «Jelly Jelly» cuando sólo pretendías murmurar «mmmmmmm». Daba igual. Jellybean no podía oírte. Estaba chillando. Histérica, por la ardiente y abrasadora suavidad del amor femenino. Era hermoso. Era el éxtasis.

Terrible, cómo se corre esta potranca, pensaste, ya desaparecidos tus propios espasmos. En el mismo instante, Jelly se preguntaba cómo una casa de apartamentos urbana podía contener tus gritos sexuales. Pues Jelly, también, estaba en reposo. Sólo gradualmente comprendisteis ambas que un tercer ingrediente auditivo se había mezclado con los gruñidos de Jelly y los chillidos de Sissy: un sonido más salvaje, más ruidoso, aunque evidentemente fuera obra del mismo compositor.

Pegajosos dedos salieron de melones. Empapadas por dentro y por fuera, os incorporasteis las dos. Y llegó de nuevo aquel ruido, pero más fuerte, más extraño. Si vuestros cabellos, cortos y largos, no hubiesen estado tan húmedos, se hubiesen erizado. Era un poderoso trompeteo. Un llanto como el que pudo haber hecho el Mundo el día en que nació.

Y fue entonces cuando vosotras, señoras mías, cuerpos rosas estampados con perfiles de aplastadas hojas y de tallos, mirasteis y visteis un escuadrón de blancos y sedosos aviones rodear el Lago Siwash, un bando de aves tan grandes y gigantescas y elegantes, que vuestros corazones exprimieron pasta de dientes de eternidad.

50

DESCRIBE A LA grulla chilladora (Grus americana) en veinticinco palabras, o menos.

La grulla chilladora es un ave blanca muy grande y majestuosa, de grandes patas negras, cuello sinuoso y una voz impresionantemente trompetesca.

Vale. Un cinco.

¿Sólo un cinco? ¿Puedo intentarlo otra vez?

Adelante.

La grulla chilladora, la más espectacular de nuestras aves zancudas nativas, mide sobre metro y medio de altura y casi dos y medio de ala a ala.

Igual, lo siento. Otro cinco.

¿Puedo probar otra vez?

Adelante.

Imaginad a Wilt Chamberlain con Yarmulke rojo y niveas plumas…

Alto. Supones que el lector sabe quien es Wilt Chamberlain. Muchas personas no siguen el baloncesto y no entenderían que Wilt significa tamaño y fuerza y arrogancia hechos aceptables por la agilidad y la gracia.

Renuncio. La grulla chilladora penetra en el espíritu de uno en el instante en que penetra en los sentidos. Es un perfecto y radiante monstruo del cielo y no soy capaz de describirlo.

Eso está mejor. Un ocho.

51

– LOS INDIOS paiutte llamaban a la grulla kodudud-dududu -dijo Sissy-. ¿Un nombre divertido, verdad?

Jellybean estaba encantada.

– Dilo otra vez -instó.

Kodudududududu. Seis dus. Kodudududududu.

Las dos rieron.

– Sabes mucho sobre los indios, eh -dijo Jelly. Sacudió hojas muertas de cerezo de las bragas antes de ponérselas.

– Un poco -dijo Sissy. Era más lenta con la ropa interior debido a sus pulgares.

– Y también sobre las aves. No entiendo como te dejan acercarte tanto a ellas. Estas grullas son muy asustadizas. Sobre todo cuando emigran.

– Puede que nunca hayan visto hasta ahora un ser humano desnudo. Somos diferentes cuando estamos desnudos. Pero sí, supongo que tengo algo especial con las aves. Ya te hablé de Boy, el lindo periquito que consiguió parar un camión Diesel.

Sissy contempló las tetas como boliicos de Jelly que desaparecían en una brillante camisa de estampado cactus crepúsculo. Su mirada azul se hizo solemne.

– Entiendo un poco de indios y de aves -continuó Sissy suavemente-, pero no sé si entiendo lo que pasó allá arriba.

Los ojos de Jelly agarraron los de Sissy, alzándolos.

– Allá arriba pasó algo muy hermoso.

– Sí -admitió Sissy-, lo fue. Fue muy hermoso.

– ¿Te sientes mal por ello?

– No, que va. No me siento mal. Me siento… distinta. O quizá no me sienta distinta; quizá tenga la sensación de que deba sentirme distinta -se subió la cremallera pensativa-. ¿Has tenido muchas experiencias sexuales con chicas antes?

– Sólo desde que estoy en el Rosa de Goma. Entre la señorita Adrián y Delores echaron de aquí a todos los varones disponibles, y siempre suele haber problemas de un tipo u otro si andas con los palurdos de Mottburg. Así que te quedan los dedos u otras mujeres, y por lo menos la mitad de las vaqueras del rancho han estado ya unas en las bragas de las otras. No es que haya entre ellas ninguna lesbiana. Es simplemente algo natural y agradable. Las chicas están tan próximas y son tan dulces. ¿Por qué me llevaría tantos años aprender que es agradable jugar con ellas? Y lo es sobre todo cuando se trata de una chica que realmente te cae muy bien. -Abrazó a Sissy y roció su cuello y sus oídos con dulces besos.

Un par de sonrisas cabalgaron por las colinas de Dakota.

Quizás una persona gane acumulando obstáculos. Cuanto más obstáculos se alcen para impedir que la felicidad aparezca, mayor es la impresión cuando aparece, lo mismo que la fuerza de una corriente es mucho más poderosa cuando mayor sea la presión aplicada para contenerla. Ha de tenerse cuidado, sin embargo, de elegir grandes obstáculos, pues sólo los de suficiente alcance y medida tienen capacidad, para elevarnos sobre el medio y obligar a la vida a aparecer iluminada por una luz totalmente nueva e insólita. Por ejemplo, si ensuciases el suelo y la mesa de tu habitación con pequeños objetos, constituirían poco más que una molestia, un inconveniente que te frustraría e irritaría: lo pequeño es mezquino. Maldiciendo, eludes los objetos, los coges, los apartas de un papirotazo. Si, por otra parte, se encontrase en tu habitación una masa de granito de cuatro mil kilos, la sorpresa que te produciría, los pasos extremos que deberías dar para abordarla, te obligarían a mirar con nuevos ojos. Y si el pedrusco es más especial, y ha sido pintado o tallado de modo misterioso, podrías descubrir que poseía una presencia extraordinaria y sobrenatural de fuerza hechizante, y el tratar con él (pues bloquearía tu paso al baño) te haría sentirte también a ti extraordinaria y sobrenatural. Las dificultades iluminan la existencia, pero han de ser frescas y de alta calidad.

En fin, a cuantos obstáculos habían conspirado para impedir que Sissy Hankshaw Hitche, blanca, mujer, protestante y de Richmond Sur, Virginia, alcanzase la normalidad, asumiese un papel responsable y sensato, actuase como una contribuyente productiva y bien adaptada a la comunidad humana, debía añadirse ahora la amistad con Bonanza Jellybean. Era imposible determinar si este último obstáculo habría de elevar a Síssy o empujarla levemente al punto límite, como se dice de una cierta paja y cierto camello cargado, era imposible, digo, determinarlo por su sonrisa, pues había en ella al mismo tiempo júbilo y recelo. De poco o de ningún valor sería analizar estados mentales como éste. El reino de las ideas formales siempre será un débil vecino del reino de las emociones. Y Sissy era una princesa de la emoción. La sangre se arracimaba en su cabeza como uvas en una peluca. Cantaba allí una especie de balada popular… Cuando la única emisora de radio de la zona no tocaba más que polcas. Jelly le había prometido ir a su habitación aquella noche, con mariguana y nuevas propuestas. Si bien tales perspectivas la excitaban, le excitaba también el recuerdo de las grullas chilladoras, visión tanto más turbadora cuando que sabía que aquellas inmensas y gráciles fugitivas eran tan escasas en número y se mantenían tan precariamente al borde de la extinción total. Sin estruendo, sin calvario, sin lucha sangrienta, sólo una bandada de criaturas exquisitas (para las que el mundo no tenía sustituto) plantadas fría (¡desafiantemente!) sobre el guiñante párpado de la condena a muerte.

Quizá grulla y vaquera se mezclasen en su mente en un solo duende picudo de amor de brillante mirada. Si así era, tal duende salió volando cuando ella y Jelly llegaron cabalgando hasta el corral. Delores y Big Red corrieron a recibirlas.

– Está aquí -anunció Delores, señalando con el látigo.

Así era, al otro lado del patio, en medio de la barbacoa baja en calorías en pleno desarrollo, monóculo reflejando luz solar, boquilla agitándose en el aire, estaba La Condesa. Salvo por las manchas de salsa de tomate de la Casa Blanca de su chalina, parecía el mismo de siempre, ¿y por qué no si sólo habían pasado un par de semanas desde la última vez que Sissy le había visto, aunque pareciesen años?

– Míralo -silbó Delores-. Perverso como salmuera rosa.

– Repugnante como una patrulla de lucha contra el vicio -perfeccionó Big Red.

– Está furioso -dijo Delores-. Quiere verte inmediatamente después de la barbacoa.

Jellybean lanzó una risa sardónica. No se inmutó. Bajó del caballo.

– Reúne a las chicas -dijo-. Me verá ahora mismo.

Abandonada bruscamente en el corral con un caballo al que no era capaz de desensillar, Sissy se sintió alarmada. Evidentemente, se estaba fraguando un enfrentarniento, y ella no deseaba participar en él. ¿Cuántos años hacía que La Condesa era su benefactor? Muchos. De no ser por La Condesa, probablemente no habría podido sobrevivir. Al verle, su primer impulso fue correr hacia él y saludarle cordialmente. Pero no se atrevió. Confusa y más confusa, empujada por tendencias opuestas, sintiéndose culpable, abandonó el caballo y se abrió paso furtiva, como pudo, hasta la parte posterior del edificio principal, vacilando sólo un instante al tropezar con la cadena de la cabra.

Se coló por la cocina donde los sacos de arroz integral encargados por Debbie, sentados con oriental ascetismo, ignoraban estoicos los aromas de ternera asada que llegaban de la barbacoa. Cruzó el vestíbulo, entró en su habitación y se encerró. Al cerrar, oyó a Jelly decir algo así como:

– Todas las que queráis unios a nosotras seréis bien recibidas y podréis quedaros a trabajar en igualdad de condiciones en el Rosa de Goma. Las demás podéis hacer las maletas… ahora mismo. Tenéis quince minutos para sacar vuestros grasientos culos de este rancho.

Hubo sonoros gritos de asombro, aterrados murmullos y burbujeos barbacoanos. La puerta principal se abrió con un chirrido y Sissy oyó un caos de pisadas en el vestíbulo.

Desde su ventana podía oír Sissy a la señorita Adrián gritar amenazas de cárcel y otros castigos a las vaqueras. La Condesa, por su parte, parecía enfocar el asunto en tono sarcástico. Allí seguía reduciendo tranquila la existencia material de un cigarrillo francés, mientras observaba a Jellybean y a sus hermanas con expresión de divertida burla. «Patéticas fíerecillas», parecía decir. «¿Acaso creéis que esta exhibición de melodrama infantil va a colaborar en la causa de la libertad?»

– Nos debes este rancho, como pago por tu repugnante explotación -dijo Jelly,

– Bueno, pues para vosotras -dijo tranquilamente La Condesa.

Quizás hablase en serio, pero las vaqueras consideraron sus palabras como un desafío.

Jelly lanzó una orden. Las vaqueras, que llevaban hachas, picos, horquillas y palas, retrocedieron. La Condesa, aún sonriente, cogió un entremés y sometió su cigarrillo a una chupada segura y medida. La señorita Adrián agitó un puño y gritó:

– ¡Al barracón! ¡Y no salgáis de allí! -como si acabase de dirigir un tumulto. Las clientes estaban en sus habitaciones haciendo el equipaje, salvo una señora que había lanzado su copa de ponche contra la señorita Adrián uniéndose a la revolución. También se había unido la masajista, que incitaba al resto del personal, que se mantenía a un lado de la barbacoa procurando parecer neutral.

Tras retroceder unos treinta metros, las vaqueras se detuvieron. Con asombrosa rapidez, desengancharon, desabrocharon y bajaron cremalleras… se quitaron pantalones y bragas. Luego, desnudas de cintura abajo, pubis hacia el frente, adelantados e indicando el camino, iniciaron su avance. La sonrisa de La Condesa cayó por su garganta como el agua por el desagüe de una bañera.

– ¡Será mejor que cojáis vuestros tarros de spray! -gritó Gloria.

– ¡Todos estos coños llevan sin lavarse más de una semana! -aulló Jellybean.

Bastante pálido ahora, temblándole la nariz, La Condesa dejó caer al suelo el canapé de caviar que sostenía. Una hormiga de la pradera se aprovechó de los despojos, la primera hormiga de la historia de los Dakota que probó el caviar iraní. Él o ella pasarán a la Galería de la Fama de las hormigas.

Y las vaqueras seguían avanzando, mientras detrás en hileras, quince montoncitos separados de pantalones y bragas se acuclillaban en el suelo, como un peregrinaje de astrosos musulmanes postrados ante la Meca de los elegantes. Allá iban, sí, las vaqueras, las pelvis palpitando, desprendiendo lo que a La Condesa le parecía un devastador alud de almizcle.

Perdida en su histeria, la señorita Adrián se lanzó a la carga. Lanzó un tenedor de barbacoa que hizo brotar sangre del entrecejo de Heather. Rápido como la lengua de una rana, restalló el látigo de Delores. El látigo rodeó los tobillos de la directora del rancho barriéndole los pies. Se derrumbó en el suelo con un estruendo de joyería y un confuso grito. Luego empezó el jaleo.

Un cóctel molotov dijo adiós a Big Red y hola al edificio de recondicionamiento sexual. En unos minutos, ardía la estructura. Otras vaqueras, los traseros desnudos resplandeciendo, se lanzaron contra el ala de la casa principal donde estaban localizados el salón de belleza y las salas de ejercicios. El estruendo de cristales rotos y madera astilladas retumbó por toda la casa. El aire se llenó de gritos, de «Uuuajooos», «Yiuppis», «A la carga» y «La vagina es un órgano que se limpia solo».

Sissy no sabía qué hacer. Evidentemente su querida Jellybean la había olvidado. La Condesa estaría furioso con ella por no avisarle de la inminente revuelta. Julián tampoco estaría contento. Y, en realidad, ella misma podía encontrarse en peligro físico. Delores y sus camaradas la identificaban con el negocio de La Condesa. Ardía ya la sauna, y el rancho estaba envuelto en humo.

Siguiendo órdenes de esa gran porción del cerebro que se desinteresa por completo de todo lo que no sea la supervivencia, huyó Sissy de la casa por el mismo camino por el que había entrado. Cruzó el campo de criquet, pasó la piscina, corrió hasta el pie del Cerro Siwash y luego hacia el sur, bordeando su base. Al final, llegó a un sitio donde los matorrales de juníperos rotos revelaban un tosco sendero que iniciaba un empinado ascenso. Como el cerro prometía protección y una vista de lo que pasaba, Sissy decidió escalarlo.

Se abrió paso entre matorrales bajos y plateados. El sendero se comportaba de un modo extraño. Retrocedía donde no había ninguna razón para hacerlo o avanzaba en línea recta hasta el borde del despeñadero, para girar a un lado en el último centímetro posible y subir y bajar como si estuviese riéndose. Parecía tener mente propia. Una mente perturbada, además.

Sissy caminó con ligereza pero firmemente, como si intentase tranquilizar al camino, como si le aplicase una terapia. No reaccionaba.

Sudando, jadeando, espantando conejos y urracas, aceptó la primera oportunidad (aproximadamente a la mitad de la ladera del cerro y a los veinte minutos de escalada) para descansar sentada en una roca lisa, desde la que podía divisar el Rosa de Goma. El rancho estaba más lejos incluso de lo que los engaños del camino la habían llevado a imaginar.

Aún seguía el jaleo. Ruido y humo. La antorcha había respetado la casa principal, pero varios de los edificios externos eran ya cenizas. Creyó distinguir a las vaqueras Intentando tranquilizar a los caballos, presa del pánico en los corrales. Vio el Cadillac de la señorita Adrián salir rugiendo, pero no tenía medio de saber qué pasajeros llevaba. Algo más tarde, se alejaron también el descapotable alquilado de los fumadores y el camión de su equipo. ¿Habían sido expulsados o habían ocupado otros sus vehículos? Todo esto pensaba Sissy allí sentada. Y pensaba también si volver al rancho y cuándo. El sol se arrodillaba ya en el umbral del Oeste, y a medida que se acercaba la noche, Sissy sentía en la carne fríos arañazos.

Al cabo de un rato sintió algo más. Ojos. Sintió ojos. Ojos observándola. No rosados ojitos de ratón ni saltones y brillantes de ave. Grandes ojos de carnívoro. Un puma o un lobo, no había duda. Y de nuevo, esa inmensa batería de eficiente energía cerebral, insensible a la belleza, a lo romántico, a la diversión o a la libertad, suspicaz, recelosa, tan convencional como huevos de desayuno, tan triste como los calcetines de un banquero, en fin, ese carca de cuello duro de ADN que resulta ser el principal accionista de la conciencia humana, lanzó órdenes. Obedeciendo, pues no hay órdenes más difíciles de desobedecer que las suyas, cogió Sissy una piedra y se volvió lentamente.

– Ja ja jo jo y ji ji -rió entre dientes la cosa que la observaba. Se hallaba a unos diez metros de distancia. Era, claro, el Chink.

Lo malo del Chink era que parecía el Hombrecito que conoce la clave de los Grandes Enigmas. Flotante pelo blanco y albornoz sucio, rostro curtido y sandalias hechas a mano. Dientes que despertarían la envidia de un acordeón, ojos que parpadeaban como luces de moto en la niebla. Bajo pero musculoso, viejo pero apuesto y ¡ooooh el aroma humoso de su barba inmortal! Parecía como bajado a hurtadillas del techo de la Capilla Sixtina, pero pasando por un fumadero de opio de Yokohama. Parecía capaz de hablar con los animales, de discutir con ellos temas que el doctor Dolittle jamás comprendería. Parecía como desenrollado de un pergamino zen, como si hubiese dicho muchas veces «presto», y conociese el significado de la iluminación y el origen de los sueños, y como si bebiese rocío y follase serpientes. Parecía esa capa que cruje en la escalera posterior del Paraíso.

Se escrutaron con fascinación mutua. Sissy contuvo el aliento. El Chink dijo:

– Ja ja jo jo y ji ji.

Al fin, a Sissy se le ocurrió algo, pero, como si él hubiese percibido que ella estaba a punto de hablar y no quisiese las palabras de ella en aquellas orejas suyas, tan extrañamente puntiagudas, se giró y se alejó por la ladera en que había aparecido.

– ¡Espera! -gritó ella.

Él se detuvo y se volvió, pero como preparado para seguir de nuevo.

Sissy sonrió.

Alzó su maduro pulgar derecho.

Y agitándolo y moviéndolo como si fuese su actuación de despedida y hubiese de complacer a los dioses, hizo la señal de autoestop al eremita y su montaña.

Consiguió un viaje hasta la fábrica del tiempo.

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