Es el mejor retrete de toda Dakota. Tiene que serlo.
Arañas, ratones, vientos fríos, astillas, panochas, hedores habituales no proliferan en este lugar. Las propias vaqueras han renovado y decorado este retrete. Gomaespuma, floridos tiestos colgando, un par de grabados de Georgia O'Keeffe (su período calavera de vaca), peluda alfombra, aislamiento especial, ceniceros, un quemador de incienso, papel matamoscas, una fotografía de Dale Evans que ha levantado cierta polémica. En el retrete hay incluso una radio, aunque la única emisora de la zona sólo emite polcas.
Por supuesto, el rancho tiene servicios en el interior, instalaciones de agua corriente en baños normales, pero durante la revolución se embozaron y nadie los desembozó. La fontanería era una de las cosas en que andaban flojas las chicas. El fontanero más cercano estaba a cincuenta kilómetros. No había, que ellas supieran, fontaneras.
Jelly está sentada en el retrete. Lleva allí sentada más de lo necesario. La puerta está abierta de par en par y deja entrar el cielo. O más bien, un pedazo de cielo, pues por el verano en Dakota el cielo es inmensamente grande. Inmensamente grande e inmensamente azul, y hoy apenas sí hay nubes. Lo que parece una chispa de nube es en realidad la luna, pálida y estrecha como un recorte de uña del pie de un muñeco de nieve. La radio emite «La Polca del Dólar de Plata».
¿Y qué piensa la joven Jelly en tan cavilosa postura? Difícil saberlo. Probablemente piense en las aves. No, no en esos cuervos que lanzan haikús de pasada, sino en las aves que ella y sus vaqueras tienen embancadas en el lago. Esas aves dan que pensar, no hay duda. Pero quizás esté pensando en el Chink, preguntándose qué hará ahora ese viejo imbécil chiflado allá arriba en su picacho. Quizá piense en las finanzas del rancho, quizá cavile cómo conseguir atar cabos. Es incluso posible que medite sobre alguna cuestión metafísica, pues el Chink la ha sometido más de una vez a nociones filosóficas: los yerros y aciertos de la calabaza cósmica. Y a lo que parece, su pensamiento no está embelesado con, ni entregado a, ningún ente romántico concreto pues, aunque bragas y pantalones están a sus pies, sus dedos tamborilean secamente las bóvedas de las rodillas. Quizá Jelly se pregunte qué habrá de cena.
Por otra parte, Bonanza Jellybean, capataz del rancho, puede estar simplemente mirando cosas. Supervisando el campo desde la comodidad del retrete. Inspeccionando corrales, establos, barracón, la bomba, lo que queda de la sauna, las ruinas del saloon miniatura, el bosquecilio de sauces y álamos, el huerto en que Delores despedazó el lunes una serpiente cascabel, el montón de secadores que siguen oxidándose entre los girasoles, el gallinero, la planta rodadora, el carro de peyote, los cerros y cañones lejanos, el cielo todo azul. Hace calor hoy pero sopla brisa y resulta agradable que nade así por los muslos desnudos arriba. Huele a salvia y a rosas. Se oye el zumbar de las moscas y el aullar de la polca. Resopla cerca un caballo; se oyen las cabras en los pastos y los lejanos y leves rumores de las chicas que atienden el rebaño. El rebaño de aves.
Un gallo carraspea. Es alborotador pero absolutamente nada comparado con lo que pueden hacer esas aves si las chicas no las mantienen tranquilas. ¡Que no dejen de hacerlo!
Sin levantarse, Jelly fija su soñolienta mirada en el gallo. «Si algún día», dice al asiento vacío de al lado, «vuelve a aparecer por aquí esa Sissy Hankshaw, le enseñaré cómo se hipnotiza una gallina. Las gallinas son los bichos más fáciles de hipnotizar del mundo. Si consigues mirar a los ojos a una gallina diez segundos, es tuya para siempre».
Luego se sube los pantalones, se echa el rifle al hombro y sale con paso cansino a relevar a la centinela de la puerta.
Bienvenido al Rosa de Goma. El mayor rancho sólo de chicas del Oeste.