… los esquimales tenían cincuenta y dos nombres distintos para designar la nieve porque era importante para ellos; debería haber otros tantos para el amor.
margaret atwood
LOS PERIÓDICOS guardan las fotografías de los famosos en sus archivos. Cuando muere un famoso, un dibujante de la plantilla (el mismo tío que dibuja los círculos alrededor de Fumbled Footballs) recurre al archivo fotográfico de la celebridad muerta y de un papirotazo le mata los toques de luz de los ojos.
Es procedimiento habitual en la mayoría de los periódicos de Norteamérica. Diferenciando así visualmente a los que están con nosotros de los que se han ido, la prensa muestra su respeto a la muerte, o el miedo que le inspira. Siempre que veas la foto de un notable difunto en los periódicos, lo más probable es que sus ojos aparezcan apagados y lisos: como si la chispa de su vida se hubiese repartido entre sus prójimos.
En la fotografía oficial de las oficinas de correos del presidente de los Estados Unidos, casi parece que se hubiese invertido el proceso. Ojos originariamente inertes y superficiales se convierten, merced a la brocha del retoque, en cálidamente chispeantes, proyectando andanadas de pateraalismo y salud.
Sissy Hankshaw estaba de pie bajo el propio retrato del presidente, en el vestíbulo de la oficina de correos de LaConner, Washington. Miraba el retrato del presidente como si fuese la benigna fantasía de algún caricaturista testigo de Jehová… mientras esperaba su correo en el mostrador.
LaConner, Washington, era uno de los seis lugares del país donde Sissy recibía cartas. Los otros eran Taos, Nuevo México; Pine Ridge, Dakota del Sur; Cherokee, Carolina del Norte; Pleasant Point, Maine, y otro sitio. Lo que estas oficinas de correos tenían en común era que todas estaban en reservas indias o próximas a ellas.
El presidente de la fotografía de la oficina postal de LaConner, Washington, aquella mañana no era Ike. Oh, no, Ike había dirigido al pueblo durante la niñez de Sissy y, salvo en lo que se relacionasen con el manejo de los palos de golf, jamás había pensado en absoluto en los pulgares. Sissy había huido de Richmond justo cuando agonizaban los años Eisenhower. (Agonizaban de aburrimiento, podríamos decir… aunque los años Eisenhower y los cincuenta se ajustaran perfectamente unos a otros, encajaban como Hi y Lois. Fue cuando volvieron los años Eisenhower, en 1968 y, peor, en 1972 (tiempos demasiado materialmente complejos, tecnológicamente avanzados y socialmente volátiles para soportar la simpleza mental a tan gran escala), cuando una civilización de ya verdes agallas empezó a boquear de veras.
Más de diez años habían pasado desde la fuga de Sissy; una década durante la cual se entregó al autoestop con obsesión, constancia, soledad, maravilla. Entre la gente que presta atención a tales cosas, se había convertido en leyenda.
Ser una leyenda no siempre es financieramente beneficioso. No hay sindicato federado y unitario de leyendas que asegure a sus miembros la recompensa de un salario mínimo de 5,60 dólares hora por sus labores legendarias. No tienen las leyendas grupos de presión en Washington. No hay siquiera un llévese una leyenda a cenar esta semana. En consecuencia, tenía Sissy que recurrir a cosas distintas a su autoestopismo legendario para comer, para tampax, para pasta de dientes y para poner mediasuelas a los zapatos. Por eso trabajaba de cuando en cuando para La Condesa. Y por eso La Condesa tenía que tener un medio de contactar con ella y por eso Sissy pasaba por lista de correos siempre que andaba cerca de LaConner, Taos, Pine Ridge, Cherokee, Pleasant Point o aquel otro sitio. Desde luego, nadie salvo La Condesa le escribía. Sissy no había sabido de su familia ni establecido contacto con ella desde que partiera en autoestop aquel crepúsculo. (Bueno, en realidad, era de noche cuando Sissy hizo su escapada, pero al recordar Richmond Sur es fácil confundir el recuerdo de viejo ladrillo con el crepúsculo, lo mismo que es fácil mezclar inadvertidamente en los propios recuerdos el olor de tabaco tostado con el de la sangre: otra de las bromitas del cerebro.)
Sissy deseaba profundamente que hubiese un mensaje de La Condesa aquel día, porque tenía menos de un dólar en el bolsillo. El deseo obró el milagro. Bajo los rayos de la mirada del presidente, volvió el cartero al mostrador con un sutil sobre malva, escrito con tinta castaño rojizo y con aroma (incluso pegado a la mano del cartero) a tocador.
– Gracias -dijo Sissy, y salió con la misiva a la acera.
Llegar en autoestop a LaConner, Washington, había sido como hacer autoestop por un musgoso y viejo pozo abajo. Oscuro, húmedo, y verdísimo. Había charcos en la calle y el olor a hongos lo impregnaba todo. El cielo era una olla de nubes coaguladas. Nadaban patos salvajes a tiro de graznido de la oficina de correos y, como, en bienvenida, diez mil espadañas de autoestopistas saludaban a sus gordos pulgares en el aire.
Podía oír pudrirse los cimientos mientras estaba allí, y todo horizonte que intentaba enfocar aparecía misteriosamente empañado, como lamido por la punta de la lengua del Tótem. Las babosas reptaban por las pilas de leña. Aguantaban firmes los abetos.
Frente al pueblo, al otro lado de la cenagosa ría, estaba la Reserva Swinomish. Varios indios pasaron ante Sissy en el correo, distrayéndola, de momento, de la carta de La Condesa.
Por fin, sin embargo, abrió el sobre y se sorprendió al leer sólo esto:
Sissy, preciosa:
¿Cómo estás, ser extraordinario? Me lo pregunto. La próxima vez que te acerques a Manhattan, llámame. Hay un hombre al que sencillamente debo presentarte. ¡¡Emoción!!
la condesa
Redoblando la hoja de caro papel de escribir, la calentó Sissy un rato entre sus palmas, como si al igual que el sucio viejo que sienta sobre sus rodillas a una linda exploradora esperando incubar un chupa-chup, pudiese metamorfosearse en una solicitud de trabajo. Cuando la leyó de nuevo, ay, era el mismo mensaje insustancial.
– Creí que La Condesa me conocía mejor -musitó-. Llevo medio año sin recibir un cheque y todo lo que me ofrece es presentarme a un hombre. ¡Un crimen!
Justo entonces, en la ría, unos indios pasaban cortando el agua en una larga canoa (una antigua canoa de guerra de paliforme proa, cantando ferozmente en lengua skagit. Eran swinomishs, la mayoría jugadores de pelota de instituto de enseñanza media o jóvenes veteranos sin empleo, que practicaban para la carrera anual de canoas del 4 de julio contra los lummis, los muckleshoots y otras tribus de Puget Sound. Sissy tiró la perfumada carta a una papelera.
Una vez, había visto en televisión un western barato titulado Reprisal. Guy Madison interpretaba el papel de un mestizo. Al final, sin embargo, se hartó del Sistema y volvió a la vida salvaje de los viejos tiempos. «¡Niego que haya en mí algo de blanco!» gritaba.
Sissy había pensado a veces seguir el ejemplo de Guy Madison. ¡Oh, sí, lanzar el grito de guerra en las calles sombreadas de abetos de LaConner y negar aquella parte suya pálida y civilizada!
Pero esto habría sido negar quince dieciseisavos de sí misma.
¿Cómo podría vivir la vida como un dieciseisavo de sí misma?
(a) Como esa parte de la polilla que la vela quema al final.
(b) Como un «lento baile sobre el lugar de la matanza».
(c) Quizá no tan malo en realidad: en la tierra de las uvas podridas podría ser reina una pasa.
(d) Como un par de pulgares a los que no hubiese ligados cerebro, corazón, ni coño.
EL QUE SU complacencia en la indianidad y su pasión por viajar en coche pudiesen resultar contradictorias si no mutuamente excluyentes, jamás se le ocurrió a Sissy (como habría de sucederles a Julián y al doctor Goldman). Después de todo, el primer coche que consiguió parar debía su nombre al deseo de honrar al gran jefe de los ottawas: Pontiac.
Quizá Sissy fuese de los que creen que naturaleza e industria podrían dormir bajo las mismas sábanas floreadas. Quizás acariciase visiones de una futura naturaleza virgen donde el bisonte y los Buicks se mezclasen en armonía y en respeto mutuo, una pradera neo-primitiva donde caballos de vapor y potros de carne y hueso corriesen libres.
Quizá. Las visiones de una mujer en movimiento son difíciles de precisar.
No hubo creencias visionarias ni expresas ni implícitas cuando Sissy, aprovisionada con barras de caramelo Tres Mosqueteros, emocionaba a las espadañas municipales de LaConner por la forma en que movía el pulgar para salir de allí. Como antes indiqué, Sissy seguía el método de jamás planear itinerario ni fijar un destino… ¿pero, podía ella evitar que la única carretera que salía de LaConner, Washington, corría directamente hasta la ciudad de Nueva York?
Igual que la apremiante pregunta del gran jefe Pontiac, «¿Por qué soportáis que el hombre blanco habite con nosotros?» asaeteó certeramente el alma de su pueblo, así la única carretera que salía de LaConner iba a dar recta a Park Avenue y La Condesa.
– No sé sinceramente como llegué aquí tan deprisa -le dijo Sissy a ésta-. Cuando entré en el supermercado de LaConner a comprar caramelos, unos indios que estaban junto al refrigerador de la cerveza se rieron de mis manos. Friqué y cuando me di cuenta me aproximaba al Holland Tunnel de Nueva York. Desperté en el asiento delantero de un descapotable. Tenía la capota bajada y mi primera impresión fue que nos habían cortado la cabellera.
LA CONDESA esbozó una sonrisa que era como la primera rascada en un coche nuevo. Algo inmanentemente lamentable. Una sonrisa aguafiestas. Un hiriente y pequeño recordatorio de la inevitabilidad del deterioro.
Como para vandalizar más una superficie agostada, una boquilla de marfil apartaba periódicamente los ofensivos morros de La Condesa. Cenizas de cigarrillos franceses regaban el traje blanco de lino que se ponía a diario fuese cual fuese la estación; las cenizas regaban la rosa de un mes de edad, de su solapa. El monóculo estaba cagado de moscas, la corbata salpicada de salsa de filete, los dientes pensaban que eran castañuelas y el mundo un fandango. A La Condesa no le importaba lo más mínimo. Era rico, ni un centavo menos. Tú también serías rico si hubieses inventado y fabricado los productos higiénicos femeninos más populares del planeta.
La Condesa había hecho una fortuna con aquellos aromas especiales de la anatomía femenina. Era la General Motors de la cosmética corporal, la U.S. Steel de los aliviadores íntimos. Como cualquier genio, dirigía obsesivamente todas las fases de las actividades de su empresa, de la investigación a la comercialización, sin olvidar las campañas publicitarias. Ahí era donde intervenía Sissy. Sissy era su modelo favorita.
La había descubierto años atrás en Times Square, donde se había reunido una multitud a verla cruzar la calle 42 con las luces en contra. Haciendo una rara concesión, se había limpiado el monóculo. Tenía Sissy una figura ideal para posar, era rubia y mantecosa, de semblante regio… salvo la boca: «Tiene ojos de poetisa, nariz de aristócrata, barbilla de noble y la boca de una artista del chupe de un cabaret de Tijuana», proclamó La Condesa. La Condesa sentía una gran admiración por Sissy. «Es perfecta».
– Dios mío, cielo santo -protestó el vicepresidente del Chase Manhattan Bank con el que acababa de comer-. ¿Y esas manos?
Los contables no deberían atreverse a discutir con los genios.
La Condesa tenía a su servicio un magnífico fotógrafo. El fondo era esencial para el cuadro ensoñador, romántico y sin embargo ligeramente sugerente con que La Condesa apelaba a potenciales consumidores de niebla pulverizada Rocío y polvo pulverizado Yoni Yum, así pues solía enviar a su fotógrafo al lugar adecuado, aunque fuese Venecia o el Taj Mahal. No reparaba en gastos con tal de conseguir la imagen deseada, y aprendió a esperar pacientemente a que Sissy llegase a dedo a sus citas.
Nunca retrató sus manos.
Pero, en fin, en los tiempos en que los cigarrillos Lucky Strike patrocinaban «Su desfile de éxitos» en televisión, el programa presentó a una cantante llamada Dorothy Collins. La señorita Collins aparecía invariablemente con blusas o vestidos de cuello alto. Llegó un momento en que aquellos cuellos altos provocaron el rumor de que la señorita Collins ocultaba algo. Se hablaba de una cicatriz, de bocio, de un lunar gigantesco en la base del cuello. Quizás un vampiro le hubiese atizado a Dorothy Collins un mordisco indeleble. Corrían toda clase de bulos. Tras varios años, sin embargo, la vocalista apareció súbitamente en «Su desfile de éxitos» (cantando «Llegan las barcas camaroneras» o algo así) con un traje de noche muy escotado… y su cuello era tan normal como el tuyo o el mío. Por supuesto, alguien de la profesión del doctor Dreyfus podía haber obrado un milagrito plástico. Seguramente nunca lo sabremos.
Y asimismo, el que Sissy Hankshaw posara en tantos pintorescos anuncios de Rocío y Yoni Ytim, hizo que al cabo de aproximadamente un año, ojos agudos advirtieran que jamás se veían sus manos en la foto. O estaban a la espalda, o cortadas, o el follaje tropical o la proa de una góndola las obscurecían. Y rumores a lo Dorothy Collins se propagaron por Madison Avenue. Las historias de siempre (tenía verrugas o marcas de nacimiento o tatuajes, o seis dedos donde debería haber cinco) iban y venían. Pero una versión, la de que cuando había aceptado un anillo de compromiso de otro, un amante celoso le había despachado las manos con un cuchillo de cortar pescado, fue la que persistió. No iba a decirlo La Condesa, claro. Él mantuvo la identidad de Sissy en secreto y pagó a su fotógrafo un extra para que no abriera la boca. Era el tipo de juego que emocionaba a La Condesa. Cuando escuchaba los rumores sobre su misteriosa modelo, él sondeaba su repugnante sonrisa con la boquilla de marfil y sus dientes claqueaban como pato comiendo fichas de dominó.
Años más tarde, cuando no utilizaba ya a Sissy en exclusiva, introdujo La Condesa una doble suya en un anuncio de Rocío. Era muy capaz de hacer cosas así. Pero realmente estaba prendado de Sissy Hankshaw. La creía entre otras cosas responsable del interés por los monos de cremalleras que se apoderó de la femeneidad occidental a finales de los años sesenta. Y la situaba a la vanguardia de la moda. En fin, cierto es que Sissy vistió monos de cremallera mucho antes que ningún director de Vague, pero es también cierto que siguió vistiéndolos después de que se pasaran de moda. La prenda de cremallera era, en realidad, la única que Sissy podía usar… porque no podía abotonar la ropa. Sissy jamás se quejó porque censuraran sus manos, aunque por cuestión de orgullo las habría preferido bien visibles. Hay que admitir en honor de La Condesa que expresó a menudo deseos de introducir los pulgares de Sissy en la foto, simplemente por su contrapunto fálico, pero temió que el público norteamericano no estuviese preparado para ello.
Quizá lanzase como prueba una foto empulgarada en el Japón, decía, pues su empresa ya había sacado a los japoneses sustanciosos millones con un anuncio que parafraseaba un haikú de Buson, poeta del siglo xvIII:
Pasó la noche breve:
sobre el peludo gusano
perlitas de Rocío.
Intermedio de Vaquera (luna sobre Dakota)
Parecía la luna la cabeza de un payaso bañada en miel.
Cabeceaba danzarina en el cielo, goteando una mezcla de blanco payaso y jarabe de abeja sobre las lomas de Dakota.
Aullidos de coyote (¿o serían grullas chilladoras?) zigzagueban a través del maquillaje celestial como si fueran arrugas auditivas.
La luz de la luna caía sobre Bonanza Jellybean que inclinada sobre el abrevadero de las caballerías restregaba aún sus bragas. (Un día caluroso en una silla saltarina puede manchar de veras la ropa interior de una chica.)
Inundaba la luz de la luna las ventanas de los barracones, compitiendo con la luz de la lámpara que iluminaba las páginas de la Santa Biblia de Mary, Amores rancheros de Big Red y El Camino del Zen de Debbíe,
Espectraba la luz de la luna las mejillas de las chicas que dormían y de las que pretendían dormir.
Un solo rayo de luna temblaba tímido sobre la masa del látigo de piel de serpiente de Delores del Ruby, donde la masa sobresalía por debajo del saco de brotes de peyote que nocturnamente le servían de almohada.
La luz de la luna atrajo al exterior a Kym y a Linda en camisón, a apoyarse en la valla del corral en pasmo silencioso.
Nuestra luna, claro, no ha rendido nada de su suave hechizo a la tecnología. El rumor de las pequeñas naves espaciales no ha disminuido en modo alguno su misterio.
En realidad, las exploraciones de los mecánicos del Apolo casi nada revelaron de auténtica importancia que no insinuase ya la carta Luna de la baraja del Tarot.
Casi nada. Hubo un descubrimiento interesante. Algunas de las rocas de la Luna transmiten ondas energéticas. Temióse al principio que pudieran ser radiactivas. Los instrumentos probaron enseguida que las emisiones eran limpias, pero a la NASA le desconcertaba aún el origen y el carácter de las vibraciones. Trajeron los astronautas muestras de roca a la Tierra para amplias pruebas de laboratorio.
Y mientras las propiedades electromagnéticas concretas de las rocas lunares continuaron desconcertando a los investigadores, un científico decidió, simplemente por hacer algo, convertir las ondas en sonido. Es un proceso fácil.
Cuando se canalizaron las vibraciones lunares por un amplificador, los sonidos que palpitaron en éste sonaron exactamente así: «queso, queso, queso».
– SIÉNTATE QUERIDA, vamos, siéntate. Come unos dulces, están deliciosos. Sí, siéntate ahí mismo. ¿Te apetece un jerez?
La jarra que La Condesa alzó estaba polvorienta por fuera, penosamente vacía por dentro; tenía una mosca tiesa, patas arriba en el borde.
– Coño, no tengo jerez; ¿qué te parece un Ripple rojo?
Buscó en la nevera miniatura a un lado de la mesa y sacó una botella de vino pop. Tras un vergonzoso despliegue de esfuerzos, logró abrirla y llenó dos vasos de jerez.
– Sabes lo que es el Ripple, ¿no? Gaseosa empalmada. Jijí.
Sissy consiguió una cortés sonrisa. Tímidamente, contempló su vaso. Estaba empastado con tantas huellas dactilares que deberían haberlo enterrado con J. Edward Hoover. (En las oficinas centrales del FBI de Washington, hay un agente que puede recorrer los archivos de huellas dactilares y señalar las de todos los trompetistas. Quizá sea el misino agente que devolvió la ficha de Sissy a la oficina regional de Richmond exigiendo saber por qué no había huellas de pulgares. Estaba en buena forma y no lo sabía. Hubo una vez una familia en Philadelphia que se pasó cuatro generaciones sin huellas dactilares: Nacieron sin huellas dactilares, el único caso conocido en la historia. «Esto podría plantear todo un problema a las autoridades», dijo un funcionario público. «Ni hablar», contestó otro. «Si la policía encuentra alguna vez un arma asesina en Philadelphia sin huellas dactilares, sabremos inmediatamente que lo hizo uno de ellos».)
Alzó La Condesa su vaso en un brindis.
– A mi propia y especial Sissy -brindó-. ¡Alegría! Y bienvenida. Así que mi carta te trajo volando, eh. Bueno, quizá tenga una sorpresilla para ti. Pero primero, cuéntame, qué es de tu vida. Han sido seis meses, ¿no? Y en ciertos círculos eso es medio año. ¿Cómo estás?
– Cansada -dijo Sissy.
La miró comprensiva.
– Ésta ha sido la primerísima vez en los eones que hace que te conozco que te oigo quejarte. Debes estar cansada. Has soportado las mayores penalidades sin un suspiro. Yo siempre he dicho: «Sissy Hankshaw nunca tiene mala suerte porque a ella nada le parece mala suerte. Nunca ha sido desgraciada porque no hay nada que ella considere desgracia». Y ahora estás cansada, pobrecilla.
– Algunos podrían decir que ya tuve mi mala suerte al nacer, y después de soportar eso, todo lo demás fue fácil. Un freak nato sólo puede ir cuesta arriba.
– Freak, bah, bah. La mayoría somos freacks de un modo u otro. Prueba a nacer condesa rusa masculina en una familia anabaptista de clase media blanca de Mississippi, y verás lo que es bueno.
– Lo comprendo. Bromeaba. Tú sabes que siempre he estado orgullosa de cómo me distinguió la Naturaleza. Son los deformados por la sociedad los que me dan lástima. Uno puede apechugar con los experimentos de la Naturaleza, y si no son demasiado viles, converlirlos en una ventaja. Pero la deformidad social es serpentina e invisible; convierte a los hombres en monstruos… o ratones. En fin, me encuentro muy bien. Pero llevo once años y varios meses sin dejar de moverme, comprendes, y creo que estoy algo cansada. Quizá debiese descansar un poco. No me siento tan joven como antes.
– Mierda, cielo santo, aún te falta para los treinta. Y estás más hermosa que nunca.
Adornaban su mono ruiseñores y flores de manzano. Portaba dulce testimonio de colada reciente, pero las arrugas indicaban que había estado doblado en la mochila. Su largo pelo rubio caía liso; habría sido más conveniente para viajar con él hacerlo trenzas, pero, ay, ¿cómo trenzar con sus dedos? Una máscara de mugre y polvo de carretera que ningún apresurado chapuzón en los lavabos de señoras de las gasolineras podía eliminar de forma conveniente empastaba su rostro. En los poros de su frágil nariz y su amplia frente había residuos de Idaho, Minnesota, y del oeste de Nueva Jersey: barro, arena, légamo, cieno, polen, cemento, mineral y humus. El sucio velo con que el autoestop cubría sus rasgos era una razón de que su identidad de modelo hubiese sido tan fácil de ocultar. Si La Condesa la quería para posar, tendría que vaporizarla un día o dos en su baño privado. El crepúsculo que se proyectaba en las ventanas de la oficina, después de pasar por el verde filtro del Central Park, mostraba que La Condesa no era ningún astuto halagador: Sissy era guapa de verdad.
– ¿Significa eso que puedes tener trabajo para mí?
Hubo una larga pausa, durante la cual La Condesa tamborileó su monóculo con la boquilla, durante la cual una ardilla cruzó triunfalmente Park Avenue, durante la cual el siglo xx deslizó su guisante bajo otra cascara atrapando a unos cuantos millones más de imbéciles que perdieron la apuesta.
– Tú fuiste la Chica Yoni Yum/Rocío, veamos, de 1962 a 1968. Es mucho tiempo en este negocio. Fue una brillante campaña, no puedo negarlo, y fue una buena asociación. Pero no puede repetirse. Uno no puede repetirse a sí mismo. No, y extraer algún aroma de la vida. En fin, he estado utilizándote sólo dos, tres veces por año, en anuncios de revistas desde entonces. Y puedo utilizarte de nuevo. Probablemente lo haga. Eres mi eterna favorita. No podría ser mejor ni la propia princesa Grace, ni aunque tuviese tu personalidad, que no la tiene. Yo soy por proclamación higienista femenino oficial de la Corte de Monaco y lo sé, pero es contar cuentos fuera de la escuela. En fin, querida, ahora he dejado la fotografía y trabajo con la acuarela. Está a punto de empezar toda una nueva campaña, a base de acuarelas increíblemente líricas. ¡Oh, qué conversación tan tortuosa! Volvamos al principio. El hombre concreto que quiero que conozcas es mi pintor, el acuarelista.
Sissy se aventuró a beber un sorbo de Ripple.
– Si no voy a posar para él, ¿por qué quieres que le conozca?
– Es una razón puramente personal. Creo que podríais gustaros,
– Pero, Condesa…
– Vamos, vamos. No te enfades. Comprendo que has evitado siempre los compromisos con los hombres salvo los más rudimentarios, y, podría añadir, has sido lista. Las relaciones heterosexuales sólo parecen conducir al matrimonio, y para la mayoría de las pobres y tontas mujeres con el cerebro lavado, el matrimonio es la experiencia máxima. Para los hombres, es una cuestión de eficiencia logística: el macho consigue alimentos, cama, lavadero de ropa, tele, coño, descendencia y comodidades materiales, todo bajo un techo, donde no tiene que disipar su energía psíquica pensando demasiado en todo eso: así está libre para salir y combatir las guerras de la vida, que es de lo que se trata. Pero para una mujer, el matrimonio es la rendición. Matrimonio es cuando una chica abandona el combate, deja el campo de batalla y a partir de entonces cede la acción verdaderamente interesante y significativa a su marido, que ha pactado «cuidar» de ella. Triste y mísero pacto. Las mujeres viven más que los hombres porque en realidad no han vivido. Mejor muerta con la cara azul del ataque cardíaco a los cincuenta que ser una saludable viuda de setenta años que no ha realizado ni una acción en la vida desde la mocedad. Mierda, Dios mío, ¿cómo sigo ahora?
La Condesa volvió a llenarse el vaso. La ardilla empezó a cruzar de nuevo Park Avenue, pero no lo logró. Un chófer uniformado salió de una liniosina y alzó y sostuvo el aplastado animal donde pudiese verlo la anciana pasajera, que la semana próxima haría una donación de veinticinco dólares a la Sociedad Protectora de Animales.
– Pero aquí estas tú, aún virgen… eres aún virgen ¿verdad?
– ¿Por qué? Técnicamente sí. Jack Kerouac y yo llegamos a estar muy próximos, pero creo que le di miedo…
– Sí, bueno, lo que quiero decir es que llega un momento en que es psicológicamente imposible para una mujer perder su virginidad. No puede esperar demasiado, comprendes. Ahora bien, no hay razón alguna para que tú debas perder la tuya. Eres tan superior a la mayoría de las mujeres. Has permanecido en el campo de batalla, en el centro del escenario, experimentando vida, y, lo que es más importante, experimentándote a ti misma experimentándola. No te has visto reducida a una estrategia logística por la guerra vital de ningún hombre. No pretendo sugerirte que capitules. Pero quizá debieras hacer una pausa (ahora con tu cansancio la ocasión es perfecta) y considerar si quizá no estás perdiéndote algo grande; considerar la posibilidad de una relación romántica, antes, bueno, francamente, antes de que pueda ser demasiado tarde. Quiero decir, considerarlo un poco, nada más.
– ¿Qué te hace pensar que ese acuarelista y yo estableceríamos una relación romántica? -dijo Sissy, macarroneando la frente.
– No puedo estar segura de que lo hagáis. Además, no entiendo por qué quiero que lo hagas. En fin, tú siempre has olido tan bien. Como una hermana pequeña. Acabo de caer en la ironía. -Los dientes de La Condesa iniciaron un taconeo más rápido-. Tú, la Chica Rocío, eres una de las pocas que no necesitan Rocío. ¡Odio el hedor de las mujeres! -el taconeo se hizo más escandaloso-. Son tan dulces tal como Dios las hizo; luego, empiezan a hacer el tonto con los hombres y enseguida apestan. Como setas podridas, como piscina con exceso de cloro, como fiesta de jubilación de atunes. Apestan todas. Desde la Reina de Inglaterra a Bonanza Jellybean, todas apestan.
El flamenco dental inició un ritmo delirante, una bulería, un floreo gitano de demasiadas notas y demasiado rápido.
– ¿Bonanza Jellybean?
– ¿Qué? Oh sí. Ji, ji. Jellybean -cuando los músculos mandibulares de La Condesa se calmaron, sus dientes amainaron en samba-. Es una joven que trabaja en mi rancho. Su verdadero nombre es Sally Jones o algo así de vulgar. Es lista como un taco dulce picante y, por supuesto, se necesita talento para cambiarse el nombre tan guapamente. Pero de todos modos apesta como puta.
– ¿Tu rancho?
– Ah, querida mía, sí, me compré un ranchito en el Oeste. Una especie de tributo a las mujeres de América que han cooperado conmigo para eliminar su olor. Lo hice en realidad para aliviar impuestos. Lo conocerás algún día. Entretanto, volvamos a lo que tenemos entre manos, ¿Por qué no te piensas lo de conocer a mi artista? Admitiste que necesitabas un descanso. Yo me voy unos días a Eart Hampton en chafardeo con Truman. Tú puedes instalarte en mi casa y descansar. Pondré a Julián en contacto contigo. Podéis salir juntos, divertiros un poco. Vamos, Sissy, cariño, inténtalo. ¿Qué tienes que perder?
La Condesa era un genio, desde luego. Formuló la única pregunta que Sissy jamás podía contestar: ¿Qué tienes que perder?
– Bueno, vale, probaré. No le veo sentido, pero probaré. Sólo por ti. Es un poco tonto, en realidad, que yo salga con un artista de Nueva York…
(¿Volvió a sonar aquel viejo telófono límbico? Después de todo, ella había pedido un número que no figuraba en la guía.)
– Bien, bien, bien -cloqueó La Condesa-. Lo pasarás bien, verás. Julián es un caballero.
La Condesa giró bruscamente en su sillón y se inclino hacia adelante. Bajando el vaso de vino, miró directa, intensamente a los ojos azules de Sissy. Su sonrisa le ensanchó de simple rascada a reparación sería de un buen taller. Llevaba tiempo esperando aquel momento.
– Otra cosa, Sissy -dijo muy lentamente, acentuando cada sílaba, taconeando tono a tono-. Otra cosa. Es indio de pura sangre.
ELLA HABÍA hecho que camiones Mack recularan sobre sus ejes, había hecho olvidarse de Wagner a Mercedes Benzs, detenido Cadillacs tan en seco como ataque al corazón de espantapájaros. Por ella cambiaron de ruta los torpedos, bajaron en picado aviones, salieron a la superficie submarinos, enderezaron Lincoln Continentals sus corbatas. En cualquier parte que fluyese el tráfico, había pescado ella en su corriente, arponeado barracudas y tiburones, hecho retroceder minimotos Honda y tractores agrícolas. A su señal, jeeps y Chryslers se abrazaban, Mercurys y Ramblers caían en trance, se detenían los Volkswagens con precisión prusiana, ejecutaban los Chevies su rítmica danza y suplicaban los niños llevarla a San Francisco en sus carritos rojos. Hizo una vez frenar a un Rolls tan de golpe que tuvieron que mandar por avión de fábrica a un técnico para rascar la goma. Por ella se despegaban los adhesivos de los guardabarros, se enrollaban las banderas confederadas en las antenas de la radio y pedorreaban los escapes la obertura de «Mi encantadora señorita»; ella había controlado todos los vehículos fabricados por el hombre en su maníaca caballodevaporfilia, desde un Stutz Bearcat a un Katz Pajama… pero era, al parecer, incapaz de atraer un ascensor.
– Puede que haya que llamar por teléfono para conseguir que suba hasta aquí. A lo mejor se ha estropeado el timbre. Quizás haya hecho algo mal.
Sissy llevaba diez minutos esperando. Se sentía atrapada. ¿Dónde estaba el ascensor? ¿Por qué no respondía? Las lágrimas asomaban sus cabezas calvas por sus conductos.
Y no era simplemente el ascensor. Tres días atrás, La Condesa, le había procurado un vestido, abotonándola en él. Estaba de acuerdo en que era muy bonito. Luego se fue (monóculo, boquilla y demás) a Long Island, dejándola sola. El acuarelista no había telefoneado la primera noche. Sissy no podía desabotonarse el vestido y dormir con él lo habría dejado geriátricamente arrugado. Así que tuvo que estar levantada toda la noche. Vio la televisión, sorbió Ripple rojo (la única bebida que su anfitriona tenía en reserva), leyó el New York Times y aventuró complacidas miradas al espejo. Sola en una noche de junio en un apartamento de siete habitaciones. Había sido extraño.
Sobre las diez de la mañana sonó el teléfono. Una voz que podría haber pertenecido a una urna griega, tan suave y redonda y culta sonaba, se identificó como perteneciente, por el contrario, a Julián Hitche. ¿Querría Sissy Hankshaw cenar con Julián Hitche y unos amigos el próximo viernes? Sí, Sissy Hankshaw querría. El teléfono de La Condesa (un princesa, la nobleza se mantiene unida) y probablemente el de Julián Hitche, volvieron de nuevo a su soporte. Cena el viernes. Era entonces miércoles.
Mientras recorría la segunda noche, rumorosa de televisión, sentada erecta en la posición yoga conocida como el asana de protección del traje, se recordó a sí misma a Betty Clanton y las otras chicas del instituto de Richmond Sur, arreglándose el pelo, peinándose, pintándose los labios, dando color a las mejillas, lavando sus jerseys, planchando faldas, acicalándose todas las horas y los días de su juventud en la pavorreaiesca esperanza de que por un embarazoso momento pudiesen distraer a un chico del fútbol. La naturaleza le había ahorrado esto a Sissy de adolescente… pero, ay mamá, ¡miradla ahora! Cada hora o así, se enfurece consigo misma, se levanta de un salto y anuncia a cualquier personalidad televisiva que pueda estar mirándola, que se va a la cama. No lo hizo.
La noche del viernes fue muy parecida, salvo que estaba más soñolienta, más enfurecida más nerviosa.
Los periódicos, con sus pintorescas historias de política y economía, la televisión, con sus policías heroicos, ya no podían entretenerla. Ripple tinto en mano, huyó a la terraza. Había pasado ya la etapa en que el aire fresco pudiese ser de mucha utilidad para revivirla, pero se sentía menos confinada paseando una terraza bajo el cielo de Nueva York.
– Es estúpido, sencillamente tonto -se decía-. Pero si he de hacerlo, podría hacerlo bien. No puedo ir a cenar a un buen restaurante neoyorquino con un saco arrugado. Estoy acostumbrada a dormir en la carretera. Puedo conseguirlo.
La serenidad iluminó de nuevo las comisuras de sus labios, aunque sus ojos, sobre los que los párpados bajaban como vientres de detectives, no lo advirtieron.
Era una noche despejada con sólo una moderada contaminación. Un lánguido nordeste entraba soplando por Coney Island y Brooklyn, llevando hasta el alto East Side el fastidioso aroma del océano y, temblando de energía, incapaz de contenerse, giraba en ruedas y engranajes Manhattan abajo. En todas direcciones, veían sus cansados ojos luces parpadeantes, luces que caramboleaban los horizontes y se unían a las estrellas del cielo. Parecía la ciudad inhalar benzedrina y exhalar luz; un buda de pulmones de neón cantando y vibrando en un templo de mugre.
Le resultaba difícil imaginar que un indio americano se sintiese a gusto en algún punto de allá abajo. ¿Dónde vivía exactamente él, se preguntaba, qué luces brillaban en sus ventanas? ¿Qué hacía en aquel momento? ¿Dormir? (El sueño brillaba en su mente.) ¿Estaría bebiendo… como beben los indios de LaConner, Taos, Pine Ridge, etc.? ¿Ejecutando una danza clandestina de los espectros o cantando a su tótem particular según lo prescrito en la religión del soñador? ¿Viendo «Custer» por la tele? ¿Pintando acuarelas? Hasta el amanecer, paseó y caviló.
El día siguiente fue una mancha de aburrimiento y aflicción; estaba más dormida que despierta. Encontró una rebanada de Pan Maravilla e hizo bolas con ella, como hacía de niña, comiendo las bolitas de pan en la terraza mientras miraba el tráfico. Estuvo casi todo el día por allí sentada. (Si no fuese una reducción tan obvia, podríamos decir que se pasó el día pulgar sobre pulgar.) Sin embargo, cuando a las siete cuarenta y cinco llamó Julián Hitche para anunciar que estaba abajo, su sistema nervioso central se trató a sí mismo con una adrenalina doble con hielo. Volvió Sissy de golpe en sí, se inspeccionó (¡no había arrugas!) en el espejo, echó una meada y se dirigió al ascensor. Habían quedado en verse en el vestíbulo. Le había parecido poco adecuado recibir al señor Hitche en el apartamento de La Condesa, de decoración tan frivola, empalagosa y poco india.
Ahora Sissy esperaba un ascensor. Esperaba con una aproximación inducida por la fatiga de esa combinación de estoicismo y ansiedad con que la gente espera el Gran Acontecimiento que cambiará su vida, perdiendo invariablemnete cuando se produce, puesto que tanto el estoicismo como la ansiedad son anteojeras.
Por fin, cuando ya estaba al borde del llanto, oyó un zumbido, vio un guiño verde y se abrió una puerta con ronroneo mecánico apareciendo un ascensorista uniformado que la miró bovinamente y con cierto miedo. Había sufrido en anteriores ocasiones la ira de La Condesa y estaba alerta al bastón de caminante que podría confundir su cráneo con una gran avenida. Aliviado al ver a Sissy sola, la condujo hasta el vestíbulo a velocidad máxima.
La alfombra les pareció un prado a sus pies alucinados. La fuente de bronce sonaba como un arroyo de montaña. Su pielroja se deslizó ante ella surgiendo de detrás de un árbol (¡qué importa que fuese una palmera entiestadal). Llevaba esmoking y una faja amarilla a la cintura. Era de talla media, hombros estrechos y cara aniñada y fosca. Al acercarse, sonrió tímidamente. Extendió la mano hacia la de Sissy… y cayó de inmediato a sus pies con un ataque de asma.
Intermedio de vaquera (Historia de amor)
Algunas de las vaqueras más jóvenes (Donna, Kym y Heather; Debbie, también) han preguntado insistentemente por qué También las vaqueras sienten melancolía no podía ser una simple historia de amor.
Por desgracia, queriditas, no hay ninguna historia de amor que sea simple. El amorío adolescente más fugaz es tan complejo como para salirse de los límites máximos de la capacidad de comprensión del cerebro. (El cerebro tiene el peligroso hábito de enredar con material que no puede ni quiere comprender.)
Vuestro autor ha descubierto que el amor es el viaje más completo, desde un punto de vista emocional. El gran viaje: enamorarse es visitar Cielo e Infierno con un billete sólo. Y no sólo eso. Si el realismo puede definirse sólo como una de las cincuenta y siete variedades de la decoración, ¿cómo esperar entonces una valoración realista del amor?
No, no tiene el autor ninguna nueva luz que ilumine este tema. Después de todo, aunque la gente lleve componiendo canciones de amor por lo menos mil años, sólo a fines de los sesenta una balada romántica expresó una idea nueva. En su canción «Tríada» («¿Por qué no podemos seguir como trío?»), David Crosby ofreció el ménage a trois como posible remedio feliz para la triangularización, que parece ser al amor lo que la glosopeda al ganado (para emplear una analogía que pueda entender cualquier vaquera). El audaz David (Grace Sllck de Jefferson Airplane grabó su canción) quiso llevar el amor más allá de sus límites dualísticos; aceptar la configuración trilítera como una inevitabilidad, percibiéndola como algo positivo, construyendo sobre ella, ampliándola, trazando líneas en direcciones distintas («…con el tiempo habrá más»). Pero el enfoque euclidiano de Crosby más que simplificar el amor lo complica. Y es dudoso que muchos amantes puedan soportar más complicaciones. Como visitante de las maquinarias del tiempo, oí una vez decir al Chink: «Si es empalagoso, cómelo encima del fregadero».
Así pues, galopad vuestros potros, queridas, y acatad los intrincados hechos, sabiendo que vuestro autor preferiría escribir, de ser posible, una simple historia de amor. Qué refrescante tratar con algo subjetivo, intuitivo ¡o, mejor aún, místico! Pero el escritor serio, como su hermano el científico, se ve forzado a abordar lo meramente objetivo.
AL IGUAL que un trozo de cascara puede acabar con el placer de un emparedado de ensalada de huevo, al igual que el advenimiento de una Era Glacial puede deshacer un millón de fiestas de jardín, al igual que el no creer en la magia puede forzar a una pobre alma a creer en el gobierno y los negocios, así un ataque de asma puede chafar bastante la primera cita entre una joven y un indio.
Sissy no sabía qué hacer. Pensó en principio que Julián reaccionaba así ante la visión de sus pulgares, aunque La Condesa le había jurado haber hecho a su acuarelista perfecto sabedor de los adornos anatómicos de Sissy. En un momento u otro, las gentes se habían reído de ella, la habían señalado, habían palidecido, parpadeado, cloqueado, tirado fotos apresuradas, se habían mordido la lengua, se habían caído de taburetes en los bares, pero aquella reacción colmaba el vaso, y la jarra, incluso. No eran tan grandes.
¿Debería intentar ayudarle, o huir?
Oportunamente, del otro lado del vestíbulo vinieron en auxilio de Julián sus amigos. Eran dos parejas; bien vestidos, blancos, treinta y tantos, clase media. El más joven de los hombres se hizo cargo. Colocó un inhalador de epinefrina bajo la nariz de Julián. La hormona epinefrina relajó los músculos blandos de los pequeños bronquios de los pulmones de la víctima, permitiendo que circulara el aire con mayor libertad. En unos instantes mejoró su respiración. Sin embargo, el ataque era grave y Julián seguía jadeando y resollando. Su pecho sonaba como la sección de trombones de la vieja orquesta de Stan Kenton. Su pecho interpretaba «Caen las estrellas sobre Alabama». No bailaba nadie.
– Lo mejor será que te llevemos a casa -dijo a Julián el que se había hecho cargo de la situación. Al parecer, él y Julián habían sido en tiempos compañeros de habitación, y por eso sabía lo que tenía que hacer en caso de ataque.
Avergonzado (el rubor de la vergüenza hacía que pareciera más indio que antes), pidió Julián perdón a Sissy, En un lenguaje ventilado por el jadeo y descarrilado por la tos, logró decirle:
– Durante años he estado obsesionado por tus fotografías. Cuando La Condesa insinuó que tal vez te agradara conocerme (nunca me explicó por qué) le dije que estaba dispuesto a pintar para ella gratis. Y ahora tuve que estropearlo.
Le tocó entonces a Sissy enrojecer. Su dieciseisava parte llegó nadando a la superficie, compitiendo con la ración completa de sangre no comprometida de Julián. Aunque desazonada, se sentía conmovida por aquel lamento. Las emociones que sentía eran casi las contrarias a las que había imaginado que le inspiraría aquel inteligente indio. Una vez más (como en el remolque de Madame Zoé), se halló en medio de una situación que había esperado dominar. A través del rubor, su misteriosa y plácida sonrisa se agitó y batió lentamente las alas, gaviota ascendiendo a través de una rociada de sopa de tomate.
Al que se había hecho cargo de la situación, le llamaban Rupert, y era vendedor de una editorial. Su mujer era Carla, ama de casa, que dicen. Los otros dos resultaron ser Howard y Marie Barth, ambos redactores de Julián camino de la calle, Howard llamó un taxi y Carla y Marie revolotearon alrededor de Sissy.
– Es terrible -dijo Marie; bajó la voz, a un tono más confidencial-. Los ataques de asma, sabes, los provoca la tensión emocional. El pobre Julián es tan impresionable. La emoción de conocerte (¡eres tan impresionante, querida!) debió alterar su equilibrio químico.
Carla cabeceó.
– Se pondrá bien enseguida, querida. No es tan serio como parece.
Hizo ademán de palmear la mano de Sissy, luego se lo pensó mejor.
Los seis se apretujaron en un taxi. ¿Podéis imaginar lo humillante que fue para nuestra Sissy, verse metida en un vehículo que no había atrapado en su red de carne y gesto? ¿Apreciáis que debió sentirse como un colibrí atrapado en el chicle del pedestrismo? ¿Invitaríais a Thelonius Monk a vuestra casa y no le dejaríais tocar vuestro piano? ¿Echaríais al ruedo una cabra artrítica con El Cordobés? ¡Señor! Sissy se sentó sobre la tapicería de aquel taxi con frígida revulsión, como una reina que se ve obligada a acuclillarse en una letrina; y, ¿por qué no? Ella era Sissy Hankshaw, que se había forjado una identidad propia, en el vasto reino de la idiosincrasia personal en vez de forjársela con la carne de otro, como suele ser norma. Sissy Hankshaw, que, siguiendo una sugerencia de la naturaleza, se había creado a sí misma y luego paseado su creación ante los dioses y planetas que giran sobre nuestra rutina diaria; Sissy Hankshaw, que demostró que la ambición grandiosa no necesita ser fáustica, al menos para una mujer en movimiento. Einstein había estudiado el movimiento descubriendo que tiempo y espacio son relativos; Sissy se había entregado al movimiento y había aprendido que uno podía alterar la realidad a través de la propia percepción de ella… y fue ese descubrimiento, no menor quizá que el de Einstein, el que le permitió por último desechar la humillación con una sonrisa igual que un rato antes había desechado con una sonrisa la fatiga.
El taxi, al no tener voluntad libre, rodó hacia el centro.
CIUDAD DE NUEVA York. 21 de junio de 1972. Ocho y media de la noche, según la posición de dos manecillas mecánicas en un marcador arbitrario. Marte en la Casa de Virgo. Júpiter en la Casa de Valores y en la de los Pasteles Venus. El tiempo: caliente y ridículo farsante con guedejas de paranoia industrial a doscientos metros. Manhattan huele como la cajita mullida del Gatito del Mundo. Ha retorcido su cuerpo en la asana mierda de perro. Cerca pero lejos, en un mundo al margen y más allá de los olores, los espectros de los habitantes originales se ríen hasta caérseles las plumas, recordando cómo enjaretaron a los demonios blancos esta tierra maldita por unas cuentas muy elegantes y una caja de Dutch Masters. La Gran Manzana, abrillantada con saliva Rockefeller y frotada en los prietos pantalones de una multitud de portorriqueños, está preparada para los mordiscos y las mandíbulas de los trasnochadores del viernes de todas partes. Se agitan los drogadictos en sus madrigueras, se acicalan las pizzas en sus hornos, Wall Street descansa su sangriento ojal y la Estatua de la Libertad luce un ceño que no se le quitará nunca. Mientras los profesores universitarios cavilan sobre martinis y hablan de dejarlo todo e irse a Oregón a cultivar ruibarbo, los anuncios de neón de toda la ciudad se alborozan porque es la noche más corta del año. Titular de la primera página del Daily News de Nueva York: el chink lo resume, dice que la vida es dura SI crees que lo es. Ciudad de Nueva York. En proceso. No se ve nada. Todo está desierto. Ni una vaquera a la vista.
Pasan los taxis frente a restaurantes y teatros, y uno se detiene frente a una casa de pisos restaurada de Calle Diez Este, entre las avenidas Tercera y Segunda, tres manzanas al oeste de donde jóvenes latinos casi han arrebatado Tomkins Square Park a viejos ucranianos y borrachos de edad y origen nacional indeterminado. Esta manzana de Diez Este, recién pintada, conserva cierta clase: tras sus enrejadas ventanas y sus puertas de triple cierre con cadenas a la moda, profesionales, algunos con tendencias artísticas, se agrupan frente al constante asalto de hollín, cucarachas y ladrones. En esta manzana escribió Hubert Selby, hijo, Last Exit to Brooklyn, y un famoso crítico de arte cavila ahora sobre el problema planteado por la tendencia ilustrativa implícita en la actual corriente general del modernismo. El taxi ha parado frente al edificio donde reside el jadeante Julián Hitche. Descarga sus pasajeros, demasiado lentamente para el gusto de Sissy Hankshaw, que sólo es capaz de contener el agotamiento y la repugnancia con ayuda del Gran Secreto (el cual, según hemos determinado, es éste: uno no sólo tiene capacidad para percibir el mundo sino para alterar su percepción de él; o, más simplemente, uno puede cambiar las cosas según las mire).
Pese a su cansancio, Sissy sólo tiene un anhelo profundo. Situarse en la carretera y lanzar sus pulgares al viento. Sin embargo, se halla abotonada en un costoso traje de lino, va rodeada de cuatro individuos persuasivos y se halla ligada por sutiles hilos de curiosidad y simpatía a esta parodia de indio cuyas palabras se coagulan en moco cada vez que intenta hablar. Así pues, emplea el Gran Secreto para convertir sus desdichas en una experiencia educadora, ya que no divertida.
El apartamento de Julián está en el segundo piso. Es ordenado y limpio, con encerados suelos de madera, una pared de ladrillo visto, un piano blanco y libros y cuadros por doquier. Hay un sofá azul de veludillo, sobre el que tienden a Julián. Mientras Howard prepara unos tragos, Rupert llena una jeringuilla con una ampolla de aminofilina que ha cogido de su sitio, debajo de un molde de ensalada de gelatina del refrigerador y, sin pensarlo dos veces, se acerca y le pone una inyección a Julián.
– Vamos a ajustarles las cuentas ahora misma a esos maricones de bronquios -dice a Julián-; luego añade, para Sissy-: Fui médico en el Ejército. En realidad, debería haber seguido la carrera, A veces, sin embargo, pienso que vender libros es muy parecido a vender medicina. Piensa en los libros como si fuesen pildoras. Tengo pildoras que curan la ignorancia y pildoras para el aburrimiento. Pildoras para elevar el ánimo y pildoras para que la gente abra los ojos a la horrible verdad: Estimulantes y depresores, como si dijésemos. Vendo pastillas para ayudar a la gente a encontrarse a sí misma y pastillas para ayudarles a perderse a sí mismos cuando necesitan escapar de las presiones e inquietudes de la vida en esta compleja sociedad…
– Lástima que no tengas una pildora para la estupidez -Carla sonríe como si bromease, pero lo ha dicho con bastante acritud. Rupert mira furioso y se bebe un buen trago de whisky.
– ¿Dónde vive usted, señorita Hankshaw? -pregunta Howard, intentando, quizá, cambiar de tema.
– Estoy con La Condesa.
– Lo sé -dice Howard-, pero, ¿dónde reside usted cuando no está de visita en Nueva York.
– No resido.
– ¿Cómo?
– Bueno, no, no resido en ningún sitio concreto. Estoy siempre moviéndome.
Todos parecen un poco asombrados, incluso el recostado Julián.
– Así que una viajera -dice Howard.
– Algo así -dice Sissy-, aunque yo no lo considero viajar.
– ¿Qué lo consideras? -preguntó Carla.
– Moverse.
– Oh -dice Carla.
– Que… insólito -dice Marie.
– Mmmmmm -murmura Howard.
Rupert ataca de nuevo el whisky. Julián lanza un acuoso jadeo.
Sigue un silencio que pronto rompe Carla.
– Rupert, antes de que estés demasiado concentrado en tu investigación sobre el whisky como cura para el envejecimiento, ¿no crees que sería oportuno telefonear a Elaine y cancelar las reservas de nuestra cena? No podremos volver a aparecer por allí si no decimos algo.
– ¿Qué haríamos sin ti, Carla? Sin nuestra pequeña especialista en eficiencia, Carla, todo se iría al infierno, Carla tiene pensado presentarse para alcalde al año que viene, ¿no es verdad, Carla?
– Cállate ya Herr Doktor vendedor de libros. ¿Las exigencias de tu práctica médica te permiten telefonear a Elaine o he de hacerlo yo?
– Oh, dejadme hacerlo a mí -gorjea Marie-. La baja y vivaz trigueña sale de sus zapatos plataforma y se desliza en cncalcetinados pies hasta el teléfono.
– Hablando de elecciones -dice animadamente Howard ¿cree alguien que McGovern tenga posibilidades?
– ¿Posibilidades de que le canonicen o de que le asesinen? -pregunta Rupert.
– Si Rupert necesita una pastilla para la estupidez, Hubert Humphrey necesita dos -dice Carla-. Y ése podría ser el papel de McGovern. Si es capaz de apagar el rollo de Humphrey, McGovern habrá hecho un gran favor a la sensibilidad norteamericana, aunque obligue a su partido a nombrar a un patriotero reaccionario como Scoop Jackson en Miami Beach.
Como muchos de sus colegas liberales, los amigos de Julián Hitche están desilusionados de la política, pero también, como sus colegas, no han sido capaces de descubrir una alternativa a la política, en que emplazar su fe, canalizar su humanismo o dar rienda suelta a su propensión a la polémica y la especulación. Así, la charla sobre el rojo paciente del sofá azul conduce a las conversaciones políticas nacionales inminentes. Cuando Marie vuelve de telefonear al restaurante, se incorpora al debate.
Sissy deja su silla y vaga por el apartamento. Sus estanterías repletas de libros le recuerdan bibliotecas públicas en las que ha dormitado y mientras vaga por allí, mantiene los pulgares próximos al cuerpo, para no arrear un papirotazo a una antigüedad, derribar una obra de arte, manchar un cuadro o inquietar al perro. Se siente intrigada pero no sufre ninguna ilusión; sabe que es una extraña en aquel medio.
Por fin, sus exploraciones la conducen al dormitorio, donde hay una jaula de estilo florentino tapada. Siente deseos de que sus habitantes no estén dormidos, pues ella tiene algo especial con los pájaros. Se acuerda de Boy, el periquito perdido que durante un tiempo fue la única excepción a su regla de ir siempre sola. Los propietarios de Boy le habían recortado las alas, pero en cuanto Sissy le enseñó, hacía autoestop tan bien como vuelan los pájaros. Boy merecía sin duda figurar en la galería de periquitos famosos.
Esperando oír un gorjeo que pudiese indicar insomnio en la jaula, sentóse Sissy en la cama doble. Gradualmente, se reclinó. «No hay mantas indias», advirtió. «Ni una sola manta india». Y éste fue su último pensamiento antes de apagarse.
No despierta hasta dos horas después, por un rumor más suave que un gorjeo. El rumor de botones pasando a través de ojales. Botones que llevan tres días sin respirar libremente suspiran con alivio, desahogados, libres de sus ataduras. Uno a uno los botones salen de esa trampa que es el destino de la mayoría de los botones, tal como los compromisos son el destino de la mayoría de los hombres. Pronto Sissy no sólo puede oír la liberación botonesca sino sentirla.
Alguien la está desvistiendo.
Y no es Julián Hitche.
– ¿DÓNDE ESTÁN LOS OTROS? -preguntó Sissy con una voz enredada de sueño.
– Oh, Rupert y Carla tuvieron una pequeña trifulca y se fueron a casa -dijo Howard.
– Julián se quedó dormido en el sofá; le tapamos -dijo Marie.
– Pensamos que deberíamos ponerte cómoda también a ti -dijo Howard.
– Sí, querida -dijo Marie-. Te mirábamos mientras dormías y estabas tan a gusto. Pensamos que debíamos ayudarte a ponerte cómoda para la noche.
Sissy pensó que los Barth eran muy considerados. Una pareja muy cordial y muy simpática. Se preguntó, sin embargo, por qué estarían ambos en ropa interior.
Entre los dos, la liberaron de su vestido en un instante.
– Qué, ¿no estás mejor así? -dijo Marie.
– Sí, gracias -contestó Sissy. Se sentía más cómoda, pero creía al mismo tiempo, que debía disculparse por no llevar sostén. Las presillas de los sostenes ponen a prueba hasta los pulgares más ágiles, como testificarán muchos frustrados muchachos, y a Sissy le había sido imposible usar la prenda desde que había dejado a su mamá. La luz que se colaba por una rendija de la puerta del baño, daba un brillo fresa a aquellos pezones
como caramelo. Tenía la esperanza de no molestar a aquella gente encantadora.
Oh Dios mío, debían sentirse embarazados sin duda, pues en un segundo Marie se deshizo de su propio sostén… con el propósito evidente de que Sissy se sintiese menos incómoda.
Marie aproximó su pecho desnudo al de Sissy. Los dos pares de pezones se irguieron en ceremonioso saludo, como diplomáticos de pequeñas naciones.
– Los míos son mayores pero los tuyos están mejor formados -comentó Marie. Se acercó más. Los embajadores intercambiaron secretos de Estado.
– Me parece muy discutible -dijo Howard-. Apuesto a que son exactamente del mismo tamaño.
Con prudencia, con ese espíritu de exactitud y justicia que caracteriza su profesión, situó Howard la mano izquierda sobre un pecho de Marie y la derecha sobre uno de Sissy.
Los sopesó en las palmas, los exprimió como un tendero honesto exprime el exceso de agua de una lechuga, dejó que sus dedos extendidos tantearan los contornos.
– Mrnmmm. Los tuyos son mayores, Marie, pero los de la señorita Hankshaw, los de Sissy, son más firmes. Lo lógico sería pensar que estuviesen empezando a caerse… al no llevar sostén.
– ¡Howard! Cuidado con lo que dices. La has hecho ruborizarse. Vamos, Sissy, déjame comparar a mí.
Marie agarró el pecho libre de Sissy, rápidamente, como un mono coge una fruta, haciéndolo rodar entre sus codiciosos deditos, frotándoselo en el mentón y en la cara.
Entonces, Sissy se despertó más. Volvió la conciencia, y, cuando deshizo sus maletas, había sospecha en ella. No debía estar allí, sin haber sido invitada, en el dormitorio de un hombre enfermo con el que apenas había hablado. Debía volver a casa de La Condesa. ¿Perseguían el señor y la señora Barth satisfacer los mejores intereses de ella? Tan aliviada se había sentido al liberarse de aquel vestido que no había tenido en cuenta siquiera el magreo. Se preguntó si aquella amistosa pareja no estaría persiguiendo algo…
A su pregunta contestó una mano (no estaba segura de quién) que se deslizó en sus bragas. Intentó zafarse del tanteo, pero su coño, sin conocimiento o permiso de ella, se había puesto muy resbaladizo, y cayó un dedo dentro, casi como por accidente.
Firmemente arriadas, como bandera al ocaso, pronto tuvo las bragas por debajo de las rodillas. Creyó sentir un segundo dedo deslizarse en su conejito, pero, antes de que pudiese confirmarlo, le penetró otro más por el ojo del culo y… Oh. Era como en sus primeros tiempos de autoestop. Algo nostálgico; repugnante; Era Ooooh.
¡Filósofos, poetas, pintores y eruditos, debatid cuanto queráis sobre la naturaleza de lo bello!
Ciruelas tropicales. Vino tinto en una barca de remos. Nubes, niños y budas, pareciéndose todos. Timbres de bicicletas. Madreselvas. Paracaídas, Estrellas fugaces a través de cortinas de encaje. Una radio de plata que atrae mariposas. Han-shan escribió, tras un momento de éxtasis: «¡Este lugar es mejor que el sitio en que vivo!»
La lengua de Marie recorrió los labios de Sissy, luego la lengua de Howard, luego el pezón de Marie, luego el de Howard… luego el de Howard… el de Howard… ¡¡¡Uno a uno, como apartamentos de una elegante casa nueva, fueron llenándose los orificios!!!
Se unió el ánima al ánimo. Era Marie quien escalaba por ella, quien se deslizaba rodeándola, bajándose sus propias bragas con mano frenética. Marie hocicaba las pantorrillas de Sissy, luego los muslos. La boca de Marie, espumeando cálida saliva, tenía claramente un destino. Pero antes de que pudiese alcanzarlo, Howard penetró a su mujer por retaguardia.
¡Ah, señor pene, viejo aguafiestas! Robando otro primer papel en la escena al ídolo tuerto. Marie no pudo chupar, sólo pudo gemir.
Como un disquero de «Paradise», Howard dio la vuelta a Marie y tocó su cara. Cada tanto, se estiraba hacia Sissy, intentando incluirla, pero ciertas leyes físicas imponían obediencia. Aunque Marie pronunciase de cuando en cuando el nombre de Sissy, tenía los ojos semicerrados y sus caricias eran torpes y ciegas.
Los Barth triunfaban. Haría falta la producción de un día de la fábrica de La Condesa para sofocar el hedor que iba llenando aquella habitación. Marie aullaba, pero sus aullidos eran tan gatunos que el perro que estaba en la cocina empezó a gruñir. Dios sabe lo que pensarían los pájaros en su jaula.
– Así que es de este modo -pensó Sissy. Fascinada, se acodó para observar. Había imaginado muchas veces el acto, pero nunca estaba del todo segura de sí imaginaba correctamente, ni siquiera tras aquella tarde del abrazo de Kerouac en un maizal de Colorado. «Así que es realmente de este modo.» El Gran Secreto podía volver a su botella. Ya no hacían falta transformaciones perceptivas. Esto era verdaderamente educativo.
En verdad a Sissy le resultó más interesante que las carreras de canoas de LaConner, Washington, más interesante que el San Andreas Fault o las cataratas del Niágara, o el Parque Estatal Bonnie & Clyde o el Tapioca State Pudding… por supuesto, Sissy nunca fue amiga del turismo. Le pareció incluso más interesante que el Festival del Tabaco, aunque no un desafío tan notable a la habilidad de sus pulgares.
Pero antes de que la representación concluyera, y para decepción de Howard y Marie, Sissy dio un salto bastante meritorio y se largó. Se dirigió al sofá del salón y se coló allí bajo la manta con Julián. Y estuvo allí tres días.
TENÍAN MUCHO de que hablar.
Julián aún llevaba los pantalones de etiqueta, faja incluida, mientras que Sissy estaba desnuda como siempre había estado, y embadurnada además con aquellos jugos femeninos, tanto suyos como de Marie, que hacían arrugar la nariz a La Condesa… Pero los compañeros de sofá no permitieron que tales diferencias se interpusieran en su camino. Tenían mucho de qué hablar y había diferencias mucho mayores que el vestido.
Daba la sensación de que Julián Hitche había tratado con el mundo, combinando pigmento con agua en viscosidades variables y extendiéndolo, aplastándolo, vertiéndolo, chafándolo, pulverizándolo o empapando con él el formato de papel elegido con tonos, matices, volúmenes, formas y líneas selectos. Sissy Hankshaw había tratado con el mundo haciendo autoestop con una dedicación, un enfoque y un estilo como jamás el mundo había contemplado. Era tan desconcertante para Sissy que un indio se pasase la vida pintando delicadas acuarelas en un medio burgués, como incomprensible para Julián que una joven inteligente, linda, pese a su pequeño defecto, con una prometedora carrera como modelo, pasase la suya haciendo autoestop perpetuamente,
– Tienes un concepto romántico de los indios -decía Julián-. Son personas como las demás; gente cuya época ha pasado. No me parece ninguna virtud revolcarse en el pasado, sobre todo en un pasado que es en general penoso. Yo soy indio mohawk igual que Spiro Agnew es griego: soy un descendiente, nada más. Y créeme, los mohawks jamás se aproximaron a la gloria de Grecia. Mi abuelo fue uno de los primeros mohawks que trabajaron en la ciudad de Nueva York. Como sabes, los mohawks son muy solicitados en la construcción de rascacielos porque no tienen miedo a la altura. Mi papá ayudó a construir el Empire State. Luego se estableció por su cuenta y, pese a los prejuicios de los sindicatos contra él por ser un pielroja ambicioso, hizo mucho dinero. El suficiente para mandarme a Yale. Me doctoré en bellas artes y tengo relaciones bastante buenas en los círculos artísticos de Manhattan. Las culturas primitivas, indias y de otro tipo, me atraen muy poco. Lo que me gusta es el firme orden simétrico que distingue a la civilización occidental de las sociedades más heterogéneas y caóticas de un mundo imperfecto.
En el limitado espacio del sofá, se volvió Sissy, colocando uno de sus pezones agudizados por Howard & Marie contra uno de los botones de la camisa de Julián.
– Nada sé sobre ese asunto del orden y la simetría. Deserté del bachillerato, procedo de una raza (la raza de la basura blanca pobre) que lleva diez siglos sin hacer más que recoger piedras, cavar campos, sudar en fábricas y marchar a la guerra cuando se lo dicen; y cada generación ha tenido una huerta de patatas más pequeña. Pero he pasado algún tiempo en las bibliotecas, no siempre dormida, y he aprendido esto: toda cultura civilizada de la historia ha discriminado a sus miembros anormales. «Esquizofrenia» es un término de la civilización occidental y también lo son «brujas» e «inadaptado»… términos utilizados para racionalizar los crueles e insólitos castigos adjudicados a los individuos que se salen de lo ordinario. Sin embargo, las tribus indias americanas como tú debes saber muy bien, trataban a sus marginados como seres especiales. A sus esquizoides se les reconocía un don, el poder de las visiones, y los reverenciaban por ello. A los que tenían una deformidad física les consideraban también favoritos del Gran Espíritu, alivios bienvenidos a la monotonía de la regularidad anatómica, y todos los amaban, disfrutaban con ellos y les ayudaban y favorecían. Y esa antigua Grecia que te parece tan gloriosa, habría matado nada más nacer a un ser como yo.
– Vamos, Sissy, tu actitud es demasiado quisquillosa y defensiva. Ya viste como te trataron anoche mis amigos ultracivilizados. En fin, ni uno sólo de nosotros miró siquiera tus… tus… tus… pulgares.
– Ésa es precisamente la cuestión -dijo Sissy.
Y así se desarrollaba esta polémica. La otra iba más o menos así:
– Aparte de todo, Sissy, no veo cómo has podido sobrevivir siquiera. ¡Dios mío! Una chica, sola, por esas carreteras, años. Y ni la han matado ni la han herido ni la han ultrajado ni ha enfermado.
– Las mujeres son duras y más bien toscas. Fueron hechas para el áspero y duro trabajo de tener hijos. Te asombrarías de lo que son capaces de hacer cuando dedican esa energía a otras empresas.
– De acuerdo, eso quizá sea verdad. ¡Pero vaya empresa! El autoestop. Viajar de prestado. Cuando pienso en el autoestop, pienso en universitarios, militares y hippies sin dinero. Pienso en inútiles de ropa grasienta y maníacos con cuchillos de carnicero ocultos en su hato de ropas arrugadas…
– Me han dicho que parecía un ángel al borde de la carretera.
– Oh, estoy seguro de que eres una hermosa excepción a esa regla. Pero, ¿por qué? ¿Para qué tanto trabajo? Has viajado toda tu vida sin destino. Te mueves, pero sin dirección.
– ¿Cuál es la «dirección» de la Tierra en su viaje; adonde van los átomos cuando giran?
– Hay una regla ordenada, un objetivo último en los movimientos de la naturaleza. Tú llevas en movimiento constante casi doce años. Dime algo que hayas demostrado.
– He demostrado que los seres humanos no son árboles. Así que mienten cuando hablan de raíces.
– Sin objetivo…
– No sin objetivo. Ni mucho menos. Lo único que pasa es que mis objetivos son distintos a los de la mayoría. Hay mucha gente sin objetivos en la carretera, de acuerdo. Gente que hace autoestop sin parar, sin descanso, buscando algo: buscando América, como decía Jack Kerouac, o buscándose a sí mismos, o buscando alguna relación entre América y ellos mismos. Pero yo no busco nada. Yo he encontrado algo.
– ¿Qué has encontrado?
– El autoestop.
Esto paró a Julián un poco, pero al segundo día, mucho después de que Howard y Marie se hubiesen ido de puntitas del apartamento, volvió al tema. No podía apreciar los méritos y triunfos de Sissy. ¿Qué importancia tenía que hubiese parado en una ocasión treinta y cuatro coches seguidos sin un fallo? ¿Qué mérito había en la hazaña de cruzar Texas a ciegas en la temporada de ciclones con un periquito en el pulgar? Para él, estos hechos eran patética, y puerilmente extravagantes. Agitó tristemente aquella cabeza sin plumas ni pinturas al considerar los antecedentes penales (detención por vagabundeo, solicitación ilegal de transporte e, irónicamente, sospecha de prostitución) de una mujer esencialmente respetable.
Tan eficazmente la aleccionó sobre el asunto, que asomó a los ojos de Sissy un brillo vagamente culpable que chapoteó sus fríos pies en la humedad de allí. Consiguió Julián arrancarle sollozos, y cuando la tuvo adecuadamente deprimida la consoló. La apretó entre sus brazos protectores, construyó un castillo a su alrededor, cavó el foso, alzó el puente levadizo. A Sissy sólo su mamá la había abrazado así, arrullándola así. Y la acarició con manos acostumbradas a acariciar perros, manos tan suaves que podrían hacerse astillas de comer con palillos chinos. La arrulló como a una niña. Aislo sus desnudos cables. Y ella, Sissy, que había dormido en lo peor de todas las estaciones, despreocupada y sin cuidados, se acurrucó profundamente en la ternura paternal de Julián y se dejó arrullar.
Fue entonces (Julián acariciando, Sissy ronroneando) cuando la magia que habían conseguido sus pulgares, desde el momento de su juventud en que se comprometió por vez primera a una vida menos superficial, segura y pequeña, de lo que nuestra sociedad nos demanda, se excusó, salió de puntitas del apartamento como Howard y Marie y bajó al bar Stanley's, a Avenida B a echar una cerveza.
La cerveza no satisfizo a la magia, sin embargo. Así que pidió una ronda de Harvey Wallbangers. Pero se necesita algo más que vodka para alimentar a la magia. Se necesitan riesgos. Se necesitan extremos.
Intermedio de vaqueras (Delores del Ruby)
Decían algunas gentes que había escalado un muro de convento en San Antonio y se había escapado con un circo mexicano. Afirmaban otras que había sido la hija favorita de una distinguida familia criolla de Nueva Orleans, hasta que se mezcló con una secta que rendía culto al caimán y practicaba el peyotismo. Aun había otras que decían que era gitana del todo, mientras otra fuente insistía en que (como tantas bailarinas «españolas») era en realidad italiana o judía, y había aprendido sus trucos viendo por televisión al Zorro en el Bronx.
En lo que todas las vaqueras estaban de acuerdo sin embargo, era en que su capataz chasqueaba un látigo muy bien adiestrado, por lo que nadie discutía la historia de que había adquirido su primera fusta cuando tenía cinco años, por regalo de un tío suyo que había dicho, después de presentarse: «Prescinde del varal y mima al niño.»
El día que Delores del Ruby llegó al Rosa de Goma, una serpiente cruzó reptando la polvorienta carretera que llevaba al rancho, portando una carta en su bífida lengua. La carta era la reina de espadas.
CADA VEZ que se levantaba, fuese para ir al baño o para alimentar a sus animales domésticos, Julián se quitaba una pieza de ropa, así que llegó un momento (al tercer día de residir en el sofá) en que estaba casi tan desnudo como ella.
Sonaba con creciente frecuencia en la habitación el chasquido del beso. Duraban menos las discusiones y las siestas. Tras que ella desmoronase y rindiese a sus auxilios protectores los últimos leves rastrillos del asma de Julián se evaporaron cual pedo de polilla ante bombilla de sesenta vatios y vino a visitarle una erección.
Sissy sabía muy bien cómo tratarla. Había sido adoctrinada recientemente. La estrechó. Le echó la capucha hacia atrás. Anilló su botón rosado. La dejó latir a lo largo de su propio muslo, y, mejor aún, junto a su pulgar. Maniobró situándose bajo ella y guió su cabecita de manzana a través de la hendidura de su ser. Como un proyectil de densa carne de pez, se lanzó a su objetivo.
Ay, las campanillas de Julián repicaron antes de la hora señalada. Fue víctima de un súbito ataque del viejo prematuro. Y Sissy se quedó con la virginidad intacta, conteniendo una pegajosa compuerta.
El acuarelista se disculpó cabizbajo. Correspondió a Sissy consolar. Le tranquilizó tan convincentemente que pronto se animó él y empezó a charlar de nuevo sobre maravillas tales como Shakespeare y Edward Albee, Miguel Ángel y Marc Chagall.
– Una medida de la civilización occidental -decía- es que puede abarcar armónicamente obras maestras tan opuestas como El sueño de una noche de verano y El sueño americano, como la cúpula de la Capilla Síxtina y el techo de la Ópera de París.
Sissy se levantó. Sus ojos vagaron por el apartamento, mirando sin ver las colgaduras de macramé, los volúmenes de Robert Frost.
– ¿Qué pasa? -preguntó Julián.
Tras una pausa, Sissy contestó:
– Tengo frío -dijo.
– Ven aquí. Apagaré el aire acondicionado.
– No es el aire acondicionado lo que me hace sentir frío.
– Oh… No sé. Bueno, ¿qué es? ¿…yo -cabizbajo otra vez.
– Es el piano.
– ¿El piano? ¿No te gusta mi piano blanco? Bueno, si quieres, quiero decir, si vas a venir aquí a menudo (espero que lo hagas), creo que puedo hacer que se lo lleven. Podría, desde luego. Toco muy mal. He estudiado varios años pero soy muy malo. La Condesa dice que soy el primer indio de la historia ai que Beethoven le ha cortado la cabellera. Jajá.
– No es el piano.
– Oh… ¿Qué es entonces? ¿Yo?
– Son los libros.
– ¿Los libros?
– No. Son los cuadros.
– ¿Los cuadros? ¿Mis acuarelas? Bueno, uso mucho azul y mucho verde.
– No, no son tus cuadros.
– ¿No son mis cuadros?
– Es la tranquilidad.
– ¿Mi casa es demasiado silenciosa para ti? -preguntó incrédulo, pues podía oír claramente a los portorriqueños machacando cubos de basura en la manzana siguiente.
– No silenciosa. Tranquila. Hay demasiada quietud. Nada se mueve aquí. Ni siquiera tus pájaros.
Sissy se levantó. La Condesa había enviado un servidor con la mochila, y ahora se dirigía a ella.
– ¿Qué vas a hacer?
– Vestirme. Tengo que marchar.
– Pero yo no quiero que te vayas. Quédate, por favor. Podemos ir a cenar. Te debo una cena. Y esta noche… podemos… hacer el amor de verdad.
– Tengo que irme, Julián.
– ¿Por qué? ¿Por qué has de irte?
– Me duelen los pulgares.
– Oh, lo siento. ¿Es normal? ¿Qué podemos hacer?
– He cometido un error. He sido negligente. No he hecho ejercicio. Tengo que hacer un poco de autoestop todos los días, pase lo que pase. Es como el músico que practica sus escalas. Cuando no practico, pierdo forma y mis pulgares se ponen rígidos, me duelen.
Nada podía Julián responder a esto. Sissy Hankshaw era uno de esos misterios que caen en la tierra sin pedirlos, quizá sin merecerlo, como la gracia… como las máquinas del tiempo. Sus antepasados quizás hubiesen sabido qué hacer con ella, pero Julián Hitche no lo sabía. Súbitamente, la presencia de Sissy parecía completamente ajena a su estructura de referencias. Su apartamento no era ya estático cuando ella andaba por él. Alta, con su mono, gotitas de aire orbitándola como planetas de rosas musicales. Hacía tambalearse en sus pedestales a las esculturas. Los pájaros del dormitorio cobraban vida y revoloteaban en la jaula. No podía comprender Julián que hubiese creído ser su papaíto consolador unas horas antes.
Tenía Julián un perro al que llamaba Butterfinger, por las barritas de caramelo que comía F. Scott Fitzge-rald cuando cayó muerto de una sorpresa coronaria. Julián le llamaba Butty para abreviar. Butty tenía todos los defectos conocidos de un perro: Era un lamecaras y un huele pollas, un sueltapelusa y un cagarrincones, un muerdezapatos y un muerdevisitas, un cagajardines y un asustagatos, un rasganylon y un embarrasillones, un mendigasobras y un escalarregazos, un persiguecoches y un cagamatorrales, un oclíabaño y un contaminairc, un hurgabasuras y un saltapiernas, y, además, un labrador de ladrillo tan agudo, repugnante, asqueroso y molesto como sólo pueden serlo los perros de agua.
(Sissy, a diferencia de la mayoría de los seres humanos que viajan a pie, víctimas de los mordiscos y ladridos de la fantasía canina, no era una odiaperros per se. El digno salvaje de Australia le merecía todos los respetos.)
Butty ladró cuando dejó Sissy el apartamento. Por una vez, quizá sus ladridos fuesen un ruido tolerable. Gracias a ellos, Julián no podía oírla correr, casi al galope, escaleras abajo. Sissy no podía oír el jadeo que brotaba de los pulmones de Julián como un áspero viento que soplase entre sus dos mundos.
La magia se encontró con ella en la calle 14, cuando Sissy se encaminaba hacia el puente George Washington.
LA CONDESA practicaba kárate dental. Chop chop chop. Su teléfono de princesa se hallaba en inminente peligro de quedar incapacitado por un golpe de dientes.
– Así que dejó la ciudad -dijo… chop chop-. Bueno, eso no debería sorprenderte. Es muy propio de ella. Pero dime, ¿qué te pareció?
– ¡Extraordinaria!
– Lo es, no hay duda. ¡Dios mío! ¿Qué preferirías, un millón de dólares o uno de los pulgares de Sissy lleno de centavos?
– ¡Qué cosas dices! No me refiero a sus manos. Son difíciles de ignorar, lo confieso. Pero hablo de todo su ser. Todo su ser es extraordinario. Cómo habla, por ejemplo. Es tan coherente.
– Ya es hora de que entiendas, queridito, que una mujer no tiene por qué entregar los mejores años de su vida a Radcliffe o a Smith para hablar la lengua inglesa. Aún más, esas intelectuales universitarias han cogido el olor tanto como las demás. Sospecho que peor. Una camarera sana probablemente use más Yoni Yum por semana que todo el alumnado de Wellesley-. ¡Chop!
Julián lanzó un suspiro.
– No sé qué decirte sobre eso -dijo-. Pero ella es extraordinaria. No la entiendo en absoluto, pero me atrae desesperadamente. Condesa, estoy en un atolladero. Esta mujer ha dado un giro a mi vida.
– Noventa grados a la izquierda, espero. -Chop clac clic-. ¿Y qué siente ella respecto a ti?
Otro suspiro quejumbroso.
– Creo que la desilusiona que yo no sea más, bueno… algo más atávico. Tiene ciertas ideas sentimentales e ingenuas sobre los indios. Sin embargo, estoy seguro de que le he gustado. Me dio varias indicaciones de ello. Pero… luego se fue de la ciudad.
– Ella siempre se va de la ciudad, tonto. Eso no significa nada. ¿Y en la cama? ¿Le gustó en la cama?
La moto de Evel Knievel no habría saltado la pausa que siguió.
– ¿Si le gustó qué en la cama? -preguntó por fin Julián.
– ¿Como que qué? -¡¡Chop!! ¡¡Clac!!- ¿Qué crees tú?
– Bueno… en fin…
– Oh, mierda, Julián, querido. ¿Vas a decirme que estuvisteis tres días juntos y no lo lograste?
– Bueno, lo hicimos. Pero podríamos decir que no acabamos del todo.
– ¿Quién tuvo la culpa?
– Supongo que yo. Sí. No hay duda, la culpa fue mía.
– En cierto modo me alegra que no fuese culpa de ella. Me preocupaba su virginidad psicológica. Pero ahora quien me preocupa eres tú. ¿Qué es lo que os hacen, muchachos en esos colegios tan elegantes? ¿Amarraros y bombear la naturaleza fuera de vosotros? Eso es lo que hacen, no hay duda. Son capaces de extraer la última gota de naturaleza de un indio mohawk. Sí, manda a un chamán o a un caníbal cuatro años a Yale y luego sólo servirá para ocupar un puesto burocrático en el complejo militar-industrial y un asiento en la tercera fila de una comedia de Neill Simón. ¡Ay Jesús, Dios mío! Si Harvard y Princeton pudiesen disponer del Chink un par de semestres, le convertirían en candidato del Ala Pajarita de la Cámara de Wimps. Vamos hombre.
– No tienes por qué recurrir al esnobismo al revés sólo porque la universidad de Missouri fuese la única de la nación que te aceptase. Si nosotros, los de las universidades más distinguidas no somos lo bastante mundanos para ajustamos a vosotros los palurdos, al menos no andamos por ahí utilizando términos racistas como «chink». Si sigues así pronto acabarás llamándome «cacique».
– Por Dios, «chink» es el nombre del tipo.
– ¿Qué tipo?
– Áy, es un viejo pedo que vive en las montañas del Oeste. A mi rancho le dan temblores y escalofríos con él, también. Pero aunque sea viejo y sucio, está vivo, no hay duda, de la cabeza a los pies. No tienen su jugo en un tarro en New Haven. Ese alma rnater vuestra sería capaz hasta de arrancarle el pelo a un hombre lobo. Mejor que Sissy conserve su virginidad que no que la pierda al compás de «The Whiffenpoof Song».
– El sexo no lo es todo, aunque sea tu negocio. Y hablando de tus negocios, harías mejor preocupándote por este asunto. Esa misteriosa modelo tuya me ha desquiciado y no puedo pintar.
– Pintarás, claro que pintarás, queridito. Pintarás porque hay un contrato que te obliga. Además, píntalas mejor que nunca. Nada como un poco de sufrimiento para dar entidad al arte. ¿Te ha empujado a fumar y beber? ¡Magnífico! La creatividad se alimenta de venenos. Todos los grandes artistas han sido unos depravados. ¡Mírame! Estoy tan seguro de que Raoul Duf está pedorreando por la borda del barco de vela Eternidad como de que este asuntillo va a inspirar las mejores acuarelas de tu historia. Ahora, dile a ese maldito perro tuyo que deje de gemir y entra ahí a pintar.
– No es el perro.
– Oh -dijo La Condesa-. Bueno, mierda, oh querido. Contente, me oyes. No empieces con el asma. Podemos escribirle una carta, si quieres. Enviaremos copias a Taos, LaConner, Pine Ridge, Pleasant Point, Cherokee y ese otro sitio. Voy a por un poco de Rípple y vuelvo enseguida.
Pocas veces los ojos de la patata del cielo contemplaron tan frenética colaboración epistolar como la de aquella noche.
EL CHINK tiene razón: A la vida en el fondo le gusta el juego.
Aunque, claro, a veces, juega algo fuerte.
Quizá la vida, como la cría del gorila, no conozca su propia fuerza.
Exprimía la vida grandes gotas de grasa a Julián Hitche y Sissy Hankshaw. Celebraba festivales de ardillas en sus estómagos y los empastes de sus dientes recogían señales de una radio sentimental. La vida anda siempre montando su número a hombres y mujeres y luego se hace la sorprendida y la inocente, como si no se diese cuenta de que está haciendo daño.
En apariencia, para el ojo inexperto, Sissy hacía autoestop tan bien como siempre. Había ideado incluso nuevas técnicas. Como la de utilizar ambos pulgares a la vez, dirigiendo un apéndice a los canales más remotos de tráfico mientras hacía señas con el otro ingeniosamente a los coches que pasaban más cerca de ella. Había perfeccionado también una señal con el brazo en alto hacia la izquierda, comparable a ese servicio de tenis que llaman «giro americano». Era deslumbrante pero no había en él auténtica alegría. No había substancia ni espontaneidad. Era lo que se llama un virtuosismo. Carecía de alma, ¿Comprendes? El negocio del espectáculo está lleno de actores de este tipo, todos ellos con más azulejos en sus piscinas que tú y que yo.
Se había deslizado en su estilo una sensación de urgencia. Sissy, que en el pasado había mantenido en perpetuo ascenso su asombroso ritmo por el puro entusiasmo de ser única y libre, ahora seguía sólo porque temía parar. Pues cuando las necesidades biológicas la forzaban a hacerlo, a parar, tiempo y espacio, que había tenido hasta entonces absolutamente sometidos (como si fuese una especie de máquina del tiempo personificada), caían sobre ella en un torrente gravitorio. Tiempo y espacio caían sobre ella como una hilera de enciclopedias de la estantería de un misionero sobre un pigmeo. Y el tiempo llevaba consigo a su secretaria, la memoria, y el espacio a su hijuelo, la soledad.
En el pasado, había arrastrado el ridículo, la piedad, el asombro y la lujuria. Ahora arrastraba la ternura y la necesidad. Era mejor y peor. Como muchos seres fuertes, había caído víctima de la tiranía de los débiles.
En cuanto a Julián, se dedicó a trasegar whisky. Por las mañanas. Antes incluso de haber tomado sus copos de trigo Madre de Dios (¿o eran copos Joice Carl?). Una noche, fue a Max's Kansas City y organizó un pequeño alboroto gritando, con voz resollante: «¡Jackson Pollock era un fraude!» Un escultor, apenas sin esfuerzo, le hizo sangrar por la nariz, y un estudiante de biología pervertido le siguió hasta casa porque pensó que Julián había dicho que Pollock era un fauno. (En Nueva York, amados míos, hay de todo.) Se dedicó a escuchar a Chaikovski y a dejar de peinarse.
Uno llega a pensar a veces que la vida se cree que aún sigue viviendo en París, en plenos años treinta.
LA CARTA de Julián Hitche alcanzó a Sissy Hankshaw en Cherokee, Carolina del Norte, el día de Nochebuena. La recogió a las once, justo antes de que la oficina de correos cerrase para la fiesta. Tras leerla dos veces, la acompañó hasta un tabernucho (donde los espantados borrachos reaccionaron ante sus pulgares como si fuesen pequeños reinos infernales de una especie de anti-Santa Claus) y la leyó de nuevo. La Condesa le había adelantado cuatrocientos dólares cuando volvió a Nueva York en el verano y le quedaba suficiente para tomar una botella de vino. Eligió Ripple tinto, en honor a los viejos tiempos, y pronto derramó parte sobre la carta. Mientras un enlatado Bing Crosby clamaba «Sueño una Navidad Blanca», un Ike de sello sonreía con su sonrisa «he llegado a la cima pero aún no lo entiendo» al fondo de una charca de vino. Bajo el muérdago de plástico, se besaban las bolas de billar. Parpadeaban las luces azules de un árbol plateado y metálico. La vulgaridad llamaba, y le abrían.
A media botella de Ripple, Sissy se levantó para ir al retrete, pero fue a la cabina telefónica.
Julián, conteniendo el jadeo con un esfuerzo hercúleo, le dijo que la amaba; alegó ella que ni siquiera la conocía. Olvidando todo lo que le habían enseñado en Yale, replicó él que el sentimieno era superior al conocimiento.
– Te amo -dijo Julián.
– Eres tonto -dijo Sissy.
– Te ofrezco mi amor y lo rechazas, Puede que la tonta seas tú.
¡Bien!
Una semana después de Año Nuevo, llegó Sissy en autoestop a Manhattan. Con La Condesa, que despreciaba el comportamiento de los hombres y el olor de las mujeres, como sarcástico testigo, fueron Sissy y Julián a la Capilla del Pensamiento Positivo y allí les casó un protegido del doctor Norman Vincent Peale.
Así terminó a todos los efectos prácticos lo que el autor sabe constituye una de las carreras más notables y peor comprendidas de la historia humana.
Pero una carrera, aunque sea muy insólita, no es una historia. La historia de Sissy, machihembrada como está con las historias de las vaqueras del Rosa de Goma y el Chink de los artefactos relojeriles, y destapando como destapa el posible pastel bajo la pegajosa jalea y la resbaladiza mantequilla de la vida, aún está muy lejos de haber concluido.
Intermedio de vaquera (Bing)
Bajo el árbol de un huerto, muy cargado de cerezas, estaban tendidas a la sombra las vaqueras. Se daban frutas unas a otras. Oscuro zumo goteaba en los hoyuelos de sus caras. Carne de cereza manchaba sonrisas y narices.
Katty bordaba un arcoiris en la espalda de la camisa de Heather. Inspirada, trazaba Linda un arcoiris todo rojo en la cintura desnuda de Debbie, y Kym, buceando un poco más abajo del cinturón, añadía la olla de oro. Pintura de cereza.
El azúcar del fruto empezó a atraer moscas, así que las vaqueras, imitando a sus trabados caballos, las espantaron meneando el pelo. Una nube bajó traqueteando. Si no se hubiese ido camino del crepúsculo, la habrían pintado, también.
La capataz, Delores del Ruby, estaba fuera del rancho en una recogida de peyote. Big Red actuaba como capataz, y estaba permitiendo a las vaqueras un descanso muy amplio. Las cabras que tenían a su cargo estaban desparramadas a su gusto y, en cuanto a las aves, no podían verlas desde el cerezo.
Colocando su Nuevo Testamento otra vez en la alforja, Marie preguntó:
– Compañeras, ¿os parece honrado vaguear así?
– No me importa si es honrado o no, con tal de que sea divertido -dijo Big Red.
– No me importa que sea divertido o no, si es real -dijo Kym.
– A mí no me importa siquiera que sea real -dijo Debbie. No todas supieron lo que quiso decir.
SI PUDIERAS atar tu reloj de pulsera del Conejo de la Suerte a un rayo de luz, el reloj continuaría tictaqueando pero sus manecillas no se moverían. Eso se debe a que a la velocidad de la luz no hay tiempo. El tiempo es función de la velocidad. A elevadas velocidades, el tiempo literalmente se ensancha. Como la luz es el máximo en velocidad, a la velocidad de la luz el tiempo se extiende hasta su absoluto y se hace estático. Albert Einstein descubrió esto. No hay ninguna necesidad de andar por la fábrica del tiempo y molestar al Chink con eso.
Suponiendo que nuestros cerebros se librasen de sus masas de grasa, para variar, y jugasen con nosotros a la pelota cósmica, permitiéndonos abarcar plenamente ningún tiempo, entonces podríamos intentar imaginar (si «imaginar» es la palabra justa) lo que quería decir Einstein cuando definió el «espacio» como «amor».
Einstein sabía mucho sobre el espacio (determinó, por ejemplo, que más allá del volumen en expansión del universo, el espacio deja de existir, y así no tenemos ningún espacio al que enfrentarnos ni tampoco ningún tiempo) y seguramente tuvo también visiones muy especiales sobre el amor. El primero de sus dos matrimonios fue sin embargo un lío. Einstein se casó con una chica que tenía un defecto físico.
Era una especie de cojera loca lo que aquejaba a Mileva Marik, una excentricidad del pie. Unos días después de la ceremonia civil en Zurich, uno de los amigos del joven Einstein confesó: «Yo nunca tendría el valor de casarme con una mujer que no fuese absolutamente normal».
Ay, si hubiese podido saber este amigo que quizá la diaria contemplación del extraño pie de Mileva llevase a Einstein a percibir las asombrosas leyes de la naturaleza de un modo totalmente distinto al de los demás científicos.
Pero no importa. Nosotros sabemos con certeza que hizo falta algo más que una sardina de valor para que el acuarelista Julián Hitche se casase con la «anormal» Sissy Hankshaw. La unión alteró su vida casi tan drásticamente como la de ella.
Adiós a fiestas y banquetes. Sissy era torpe con la cubertería y, como ya hemos dicho, tendía a derramar el vino. Las invitaciones se rechazaron rutinariamente, y dejaron de hacerse. Julia Child quedó cubierta de polvo. Mascaron barritas de caramelo y hamburguesas en su apartamento, solos. Julián empezó a quejarse del estómago. La grasa le producía úlcera, decía. Sentado a la mesa de la cocina, bajo la pantalla de la lámpara Tiffany de imitación de papel, atisbaba la picante hendidura de un taco y se preguntaba quién estaría cenando aquella noche en Elains's.
Mientras su marido pintaba, Sissy contemplaba el tráfico desde las ventanas. O pasaba las hojas de las revistas de coches que colocaba regularmente en el revistero, aunque Julián, que no conducía, afirmaba que nunca compraría un coche. Le dolían los pulgares y, para aliviarlos, se dedicó al autoestop mental, el juego que jugaba de niña. Su pulgar hacía señales a los bajos de los visillos que se ondulaban sobre los alféizares. Hacía señas su pulgar a la sombra negra del blanco piano. Al encender la luz del baño corrían las cucarachas: ella les hacía señas. Su regreso a la infancia la divertía, la tranquilizaba. Julián era lo bastante sensible como para reconocer el valor que tenia para su relación, aunque su extravagancia hacía que toses nerviosas aporrearan los sacos de sus pulmones.
Era una pésima ama de casa. No tenía experiencia ni aptitud. Si Julián, además de su pintura, sus conferencias con marchantes, coleccionistas y publicistas, tenía que atender las tareas domésticas; cuando lavaba los platos, Sissy se retiraba desazonada al dormitorio a charlar con los pájaros. Sissy y los pájaros tenían mucha relación, ¿Sería el interés por la «libertad de movimiento» lo que tenían en común?
El domingo, los recién casados fueron al Museo del Indio Norteamericano que hay en la calle 155. Fue idea de Sissy. No había nada de los siwash, ni siquiera una cuenta. De regreso, se pelearon.
Por lo menos una vez a la semana, se dejaban caer por allí Howard y Marie (Rupert y Carla se habían separado) a interpretar a Botticelli y a discutir la situación internacional, que era desesperada, como siempre. En ocasiones, uno u otro, Howard o Marie, agarraban a Sissy sola (era muy dada a apartarse del grupo) e intentaban besarla o hurgar bajo su ropa. No era correcto, pero para ella, esto tenía más sentido que la política o Botticelli.
Rodeaba también a la pareja un rumor de maliciosas murmuraciones: el elegante e inteligente mohawk, la encantadora y deforme chica Yoni Yum/Rocío (¡al fin se sabía!). Sissy era inmune, pero las historias fastidiaban mucho a Julián. Cuando le preguntaban por el pasado de su esposa, mentía diciendo que el escaso autoestop que había hecho formaba parte de un montaje publicitario ideado por La Condesa. Más tarde, se sentía culpable por negarla, y ella tomaba su culpabilidad por descontento.
Noches en la cama, y mañanas también, bajo mantas que ningún indio había hilado; las extrañas tensiones de su relación se disolvían en pasión y ternura. Se acariciaban recíprocamente hasta que les brillaba la piel. Se abrazaban hasta que sus doscientos seis huesos gemían como ratones. Su cama era un barco en un mar agitado.
Si espacio es amor, profesor, ¿es amor espacio? ¿O es amor algo que utilizamos para llenar espacio? Si el tiempo se come la rosca, ¿se come el amor el agujero?
HABÍA ALGUIEN en la puerta. Sonaba el timbre como una araca enamorada de una melolonta. Debe ser La Condesa.
Como si los Hitche no estuviesen sometidos a bastantes presiones, estaba el incordio de La Condesa.
Nadie reconocía con mayor lucidez que La Condesa el heroísmo de Sissy al intentar una feminidad normal. Nadie podía enumerar con más justeza que La Condesa los sacrificios que había hecho Julián por su matrimonio. (El pintor había llegado a deshacerse de su perro.) Aún así, La Condesa no podía resistir la tentación de fastidiarles, burlándose de sus motivaciones. Quizá sufriese la vergüenza secreta de los hombres que represan ríos y doman caballos. La Condesa, después de todo, había iniciado el matrimonio que había «domado» a Sissy Hankshaw… y lo único que podía mostrar como fruto de su intromisión en la libertad ajena era el hueco premio del propio matrimonio, y otra triunfal campaña publicitaria: las acuarelas de Julián eran al fin la sensación que habían sido las fotos de Sissy.
Mediados de septiembre. Llevaban ya nueve meses de matrimonio. La noche anterior había estallado una trifulca que tardaron la mayor parte de la noche en resolver. Aquella mañana gozaban de una frágil y vulnerable felicidad. Desde luego no necesitaban que el cínico bastón de La Condesa resolviese las cosas.
Pero desde el momento en que cruzó su umbral, se hizo evidente que La Condesa no había ido allí sólo a pasar el rato. Agitaba su boquilla como la lámpara de un guardafrenos; su dentadura cazaba sus palabras como Tom a Jerry.
– Sissy, Sissy, novia ruborosa, puedes dejar ya de marcar caminos por estos suelos de madera. Aquí viene La Condesa con un trabajo para ti, y qué trabajo…
– ¿Un trabajo para mí?
– No interrumpas a los mayores, sobre todo si son aristócratas. Un trabajo para ti, sí. Una vez más estoy a punto de marcar un hito en la historia de la publicidad. Y sólo tú, la chica Yoni Yum/Rocío puede ayudarme. ¡Julián, basta ya! Borra ese gesto de conejo herido de tu cara. Y si lanzas un solo jadeo, te cortaré inmediatamente de mi poste totémico. Este trabajo no interferirá en modo alguno en nuestra campaña de acuarela. Durará dieciocho meses, como sabes, y si eres un buen indio y te portas como es debido, quizá te renueve el contrato. No, este proyecto no es ni mucho menos para revistas. Voy a filmar un comercial como no se ha visto nunca en televisión.
– Pero llevas años sin utilizar la televisión -protestó Julián-. Creí que te habías hartado ya del tubo.
– Una Condesa tiene derecho a cambiar de idea. Mierda, oh, queridos, tengo que volver a la televisión. No hay elección posible. ¿No habéis leído lo que dicen los periódicos? ¡Esos tiernos filántropos del gobierno parecen decididos a arruinarme! Escuchad esto:
De uno de los varios pliegues de su arrugado traje de lino, sacó La Condesa un recorte de periódico y empezó a leer:
WASHINGTON (UPI) – La Food and Drug Administration (FDA) dijo el miércoles que los pulverizadores desodorantes femeninos son médica e higiénicamente inútiles y pueden provocar reacciones dañinas como ampollas, quemaduras y erupciones.
Propuso una nota de advertencia en cada bote que indique al consumidor: «Aviso: Sólo para uso externo. Rode por lo menos a veinte centímetros de la piel. Utilice poco y nunca más de una vez al día para evitar la irritación. No aplique el producto con una servilleta sanitaria. No lo aplique a piel resquebrajada, irritada o que pique. El olor persistente e insólito puede indicar la presencia de una afección que debe ver el médico. Si se produce una erupción, una irritación o una deposición vaginal insólita o desasosiego e incomodidad, abandone su uso de inmediato y consulte al médico.» Además de la nota de aviso, no debería permitirse que los productos llevasen en la etiqueta afirmaciones que destaquen valores higiénicos o médicos.
La agencia dijo que actuaba porque había estado recibiendo quejas de consumidores, algunos de los cuales sufrían problemas más graves después de la irritación o la erupción inicial.
«Aunque la FDA considera que las reacciones notificadas no son suficientes para justificar la eliminación de estos productos del mercado, sí las considera suficientes como para garantizar las propuestas advertencias obligatorias en la etiqueta», añadía.
– Mienda oh, queridos, esto es como para volverme asmático a mí también. Qué cara tienen esos tíos. ¿Qué sabrán ellos del olor femenino? Ninguno de esos políticos duerme con su mujer. Van todos a putas, y las putas saben cuidarse. Son mis mejores clientes. Apuesto a que detrás de este asunto anda ese Ralph Nader. Probablemente ha puesto a su batallón de muchachitos de la Ivy League que estudian derecho a inspeccionar vaginas de costa a costa, buscando ampollas frescas y deposiciones insólitas. Esto es una afrenta a una nación cristiana. Yo soy quien está intentando limpiar las cosas, librar a la raza humana de su hedor más pagano. ¿Pero creéis que esos imbéciles lo entienden? ¡Y después de mi sustanciosa aportación de fondos a la campaña del presidente! Voy a dar unos cuantos tirones de orejas en la Casa Blanca por esto. Veréis la que se arma, ya veréis. Aceptaron mi donativo, así que tienen que darse cuenta de que es mejor que sirvan a mis intereses porque si no compraré otro dirigente que lo haga. Esos cerdos no son las perlas que yo suponía.
»Pero me llevará un tiempo precioso desbaratar esta conjura de la FDA. El gobierno se mueve más despacio que un cerota encaramelado. En fin, mientras tanto, para desbaratar sus planes, pienso atacar por la televisión con un anuncio que hará girar las cuencas oculares y conquistará los corazones de las multitudes. ¡No me interrumpáis!
»Mi idea es esta: ¿Sabéis de mi rancho del Oeste? Es un rancho encantado. Bueno, hay unas cuantas cabezas de ganado para dar ambiente y desviar impuestos. Pero es un rancho de belleza, un sitio al que van mujeres desdichadas (viudas y divorciadas sobre todo) a adelgazar, a quitar arrugas, a cambiar de estilo de peinado y a prepararse para el próximo desengaño. Supongo que habéis oído hablar de esos lugares. Pero mi rancho es distinto. Hace un trabajo realmente bueno. Mi equipo enseña a. las clientes a tratar sus problemas de belleza más íntimos, los problemas que en los salones de belleza no se atreven a abordar, los que ignoran otros especialistas en salud. Ya sabéis a lo que me refiero. En fin, mi rancho se llama el Rosa de Goma por la pera de irrigación Rosa de Goma, que inventé yo, en honor de su bolsita roja, de la pera de irrigación más popular del mundo.
»En fin. Hay allí un lago pantanoso que no vale nada, a un extremo del rancho. Es vía de paso de las grullas chilladoras en su vuelo migratorio. La última bandada de grullas chilladoras salvajes que queda. Pues bien, estas grullas paran en mi charca (lago Siwash, se llama) dos veces al año, en primavera y en otoño, y pasan unos días descansando, comiendo, haciendo lo que hacen las grullas chilladoras, nunca las he visto, desde luego, pero tengo entendido que son magníficas, especímenes muy grandes, en fin, bichos inmensos; y blancos como la nieve, por acuñar una frase, salvo unas pequeñas manchas negras en las alas y en las plumas de la cola, y las cabezas que son de un rojo brillante. En fin, las grullas chilladoras, por si no lo sabíais, son famosas por su danza de apareamiento. Es el espectáculo más disparatado de la naturaleza. Probablemente sea la razón de que la «observación de pájaros» fuese tan popular entre doncellas viejas y diáconos. Imaginaos esas aves hermosas, gigantescas y extrañas en plena danza, saltando casi dos metros en el barro, arqueando los lomos, batiendo las alas, pavoneándose en el suelo. Queridos, es sobrecogedor. Y ahora imaginaos a esas aves haciendo la danza del sexo en la tele. Allí mismo, en la pantalla familiar, el rito sexual más refinado de la creación… y sin embargo, lo bastante limpio y puro para satisfacer al Papa. Con la encantadora Sissy Hankshaw (perdón, Sissy Hitche) al fondo. Con una túnica blanca, capucha roja añadida, y grandes mangas emplumadas bordeadas de negro. Es una imitación muy matizada de la grulla chilladora hembra, danza y camina sobre un gran nido en el que hay un bote de Yoni Yum. Y otro de Rocío. Fuera del campo de la cámara, un cuarteto de cuerda interpreta a Debussy. Una voz sensual lee unos versos sobre amor y cortejo. ¿Empezáis a entenderme? ¿No se os levanta el pelo de la nuca y aplaude? ¡Qué bueno soy, Dios mío!
Julián estaba impresionado, y Sissy, aunque pensaba que las grandes mangas del vestido estarían destinadas a ocultar las manos, complacida. Rascándose el rastrojo del mentón con la boquilla, prosiguió La Condesa:
– Grandioso, lírico, erótico y orientado hacia las excursionistas, insuperable. Ni que decir tiene, sin embargo, que no va a ser fácil. Por cierto ¿no tenéis por casualidad un poco de Ripple frío? He contratado a un equipo de especialistas de los estudios Walt Disney, los mejores en la filmación de vida salvaje. Así que no tenéis Ripple; pues qué lástima. Olvídalo; el whisky no servirá. ¡Uj! ¿No sabías que hablaba indio, eh Julián?
»Bueno, comprendo que estáis los dos enfangados en el lodazal de la felicidad marital, y me resulta odioso separaros aunque sólo sea por unas semanas. Pero los negocios son los negocios y los chicos de Disney saldrán para Dakota en cualquier momento a preparar las cosas; a esas grullas chilladoras no les gustan lo más mínimo los seres humanos (probablemente tengan un agudo sentido del olfato, pobres bichos) y los cámaras tienen que colocar pantallas y disfrazar su equipo. Es un trabajo muy quisquilloso. Bueno, quiero que Sissy esté allí dentro de una semana. Tiene que conocer a los miembros del equipo y familiarizarse con las insólitas condiciones del trabajo. Las grullas aparecen en el lago de finales de septiembre a finales de octubre. No se sabe de un año a otro, y tendremos que estar preparados, tenerlo todo dispuesto para cuando lleguen. ¿Entendido?
»Además, Sissy, bomboncito, podrás hacerme un favor personal allí. Por si no estuviese ya tan ocupada como la perra de un violinista, ahora tengo que bajar a Washington a lanzar a mis muchachos de la Casa Blanca contra esos papanatas de la FDA. No saldré para Dakota hasta el último minuto. Así que me gustaría que echases un detallado vistazo al Rosa de Goma, y me informases de lo que pasa allí. He tenido algunos problemas en ese rancho y podría serme útil la información desde dentro.
Julián achicó los ojos.
– ¿Qué clase de problemas? -preguntó.
– Es una larga historia -dijo La Condesa, y las dos hileras de su dentadura brillaron en su cavidad bucal como dos animales marinos de cascara dura que intentasen copular en un hueco de coral rosado. Es una larga historia y no hay ni un trago decente para humedecerla. En fin, intentaré resumirla. Hace algún tiempo, un lindo diablillo, una muchachita de Kansas City que se moría por ser vaquera, se enteró del Rosa de Goma y me engatusó para que le diese trabajo allí. Se llamaba Bonanza Jellybean, y eso debería haberme avisado. Pero como un tonto, la contraté, pese a todo, y la puse a hacer trabajos diversos por la casa y las cuadras, una especie de criada de la señorita Adrián. La señorita Adrián es la directora de mi rancho; era quien llevaba la Villa de Belleza Ratoncita Minnie de Opa Locka, Florida, y realmente conoce el negocio. Bueno, pronto esta muchachita pasaba más tiempo en la silla caballar que en la cocina; salía a cabalgar con los peones, y poco a poco fue adquiriendo más responsabilidades en el trabajo. Julián, es sin duda mucho más agradable visitarte sin que aquel perrito confunda mi pierna izquierda con Lassie. ¿Tenéis noticias frecuentes del viejo Butty? ¡Dios mío, qué gran perro era!
»Bueno, al principio de la primavera, justo cuando iba a abrirse la estación, Jellybean y un par de la esteticiens más jóvenes (Dios sabe cómo las cameló) alzaron barricadas y se atrincheraron en la casa del rancho, reteniendo a la señorita Adrián como rehén, y empezaron a telefonearme comunicándome sus exigencias a Nueva York. Pedían que despidiese a todos los peones masculinos y los substituyese por hembras. ¡Mierda, joder, Dios mío! Jelly decía que mi empresa llevaba años explotando a las mujeres. Me acusaba de haber hecho una fortuna a costa de las mujeres y decía que ya era hora de que empezase a hacer algo por ellas a cambio,… Como si no hubiese dedicado toda mi vida adulta a mejorar el sexo femenino. ¡Hablar de ingratitud! ¡Qué gracioso! Dijo que si el Rosa de Goma era un rancho para mujeres, debía ser manejado exclusivamente por mujeres; las mujeres no debían estar relegadas a tareas domésticas o a estériles trabajos cosméticos mientras los hombres realizaban todo el emocionante trabajo al aire libre. Éstas fueron sus palabras concretas: «Yo no soy una peluquera ni una jodida sirvienta. Soy una vaquera. Y si no hay vaquera cabalgando en este rancho no habrá rancho por el que cabalgar». ¿Dónde pudo aprender una joven de nuestro Medio Oeste temeroso de Dios a hablar así? Dígamelo usted Doctor Spock.
Julián golpeó su edición mesita de café de Civilización de Sir Kenneth Clark con su puño blando y moreno.
– ¿No la dejarías salirse con la suya, verdad? Dios mío, yo…
– Habría sido muy fácil notificar el asunto a la patrulla estatal de Dakota y las habría echado de allí. En realidad, sin embargo, la idea de Jelly, aunque sus motivos fuesen egoístas, era bastante razonable. Comprendéis, la mayoría de las clientes del Rosa de Goma están bien provistas de pasta, por las pensiones de divorcio y los seguros de vida, etcétera. Una asombrosa cantidad de mis vaqueros resultaban ser cazadores de fortunas, y se casaban con aquellas mujeres por su dinero. Había problemas incluso con los peones del rancho, que eran honrados padres de familia, porque durante las cabalgatas a la luz de la luna, las acampadas con carretas y otras diversiones organizadas, las clientes siempre se enamoraban de ellos, les seguían e incluso les asaltaban. Queridos, el trasiego de personal del rancho era tremendo. Un follón, en fin. Y un equipo de chicas sólo eliminaría esos conflictos. Y no habría ya toscos vaqueros por allí atisbando cuando las clientes recibían las superirrigaciones vaginales, o los cursos de manejo de aceite de amor y el encerado de pezones. A las clientes y al equipo les desazonaba todo esto. Y lo que es más, me quitaría de la espalda a todos los detectives de América de una vez por todas. No era la primera vez que me fastidiaban. Hay muchos descontentos en esta sociedad nuestra, no sé si lo sabéis. Sí, cuanto más consideraba la idea, mejor me parecía. Al final, le dije a Jelly que adelante, que contratara un equipo de vaqueras, si podía encontrarlas, y que si hacían bien el trabajo les pagaría salario de hombres y las respaldaría en todo. Y así fue como me convertí en propietario del mayor rancho femenino del Oeste.
– ¿Y cómo ha funcionado a partir de entonces? -preguntó Julián.
– Sinceramente, no lo sé. He hablado muy pocas veces con el rancho. Llamé varias veces a la señorita Adrián, pero el teléfono casi siempre está estropeado (es una zona bastante remota) y cuando he conseguido hablar con ella se ha mostrado evasiva. Creo que las vaqueras la tienen intimidada. Y para colmo, está ese ermitaño chiflado plantado allí en su pico mirando siempre el rancho. El viejo imbécil probablemente esté haciéndole un sortilegio chino. Me da escalofríos. Podréis entender el porqué de mi curiosidad. Y por qué me gustaría que Sissy comprobase la situación. (¿Qué decís?)
Julián contestó por ambos.
– Déjanos esta noche para discutirlo -dijo-. Sabrás algo mañana.
La Condesa no estaba acostumbrada a que la despidieran, pero aceptó. Arrojó su monóculo con un áspero brillo sobre el empapelado, pronunció un adiós deforme por el esmeril de animados dientes y se fue.
La discusión brotó casi de inmediato entre los recién casados… y siguió un rato bastante suave. Ambos aceptaron enseguida que la oferta era digna de consideración. Llevaban respirando el mismo aire nueve meses, noche y día, y unas breves vacaciones les refrescarían. El aburrimiento de Sissy en aquella nueva vicia de inactividad era la principal fuente de sus fricciones. Un trabajo de modelo, sobre todo uno tan interesante y lucrativo como aquél, podría ser un tónico para ella. Mientras estuviese fuera, podría Julián convidar a algunos amigos a poulet sauté aux herbes de Provena' (su especialidad), y quizás ir con un grupo a Elaine's. Los dos creían que una breve separación tendría sin duda saludables efectos.
Fue cuando Sissy anunció su intención de ir en autoestop a Dakota que la conversación adquirió un tono más acre, y Julián espumeó y jadeó. No podía comprenderlo; no podía entenderlo; no podía imaginarlo; no podía (elige tú el sinónimo). Le aterraba, le entristecía, le lanzaba a la botella de whisky e incluso al armario-botiquín a agitar teatralmente sus tijeras de uñas, (Al carecer de bello facial, los indios raras veces tienen navajas de afeitar.) Lanzaba andanada tras andanada de su artillería asmática de más calibre. Pero Sissy se mantuvo en sus trece y a la mañana siguiente, cuando telefoneó La Condesa, Julián le dijo:
– Acepta encantada. Se irá el domingo. Se irá temprano porque (gemido) insiste en ir en autoestop. Dios mío, precisamente cuando yo pensaba que estaba superándolo. Esos pulgares suyos, esas desdichadas exageraciones; no tienen ningún sentido, y sin embargo, cómo complican nuestras vidas.
Desde el dormitorio, donde buscaba su viejo mono, Sissy oyó la queja. Lentamente, giró sus manos en el espejo, como tallos, como dagas, como botellas de etiquetas perdidas.
Parecían la mejor parte de su cuerpo, sus pulgares. La parte sustancial, sin complicaciones. Ningún orificio los trababa; ningún pelo colgaba de ellos; no segregaban nada ni albergaban sentidos que satisfacer. No contenían viscosas entrañas. No los adornaban ganglios; nada producían que pudiese compararse al cerumen, al sarro o a las pelotillas de los pies. Eran sólo la dulce, la pura, la espesa pulpa no adulterada de su propia vida, allí completa en suave volumen y en cerrada forma.
Temblando mientras lo hacía, y enrojeciendo después, los besó. Bendijo su vida.
Aquellos pulgares. Habían creado una realidad para ella cuando sólo la esperaba una noción de realidad lisiada y ajena, una parodia de realidad socialmente sancionada. Y ahora, estaban a punto de transportarla al rancho Rosa de Goma.
Dónde chapoteaban majestuosas aves en un lago que recibía el nombre de sus ancestros siwash.
Allí donde Smokey el Oso dejaba su pala para retozar con bestias más juguetonas.
Allí donde la luz de las estrellas no tenía enemigos ni el viento de los páramos amigos.