Primera Parte

La Naturaleza tiene un vehemente deseo de experimentación.

trader horm


1

NO ES un corazón: ligero, pesado, bueno o roto; herido, duro, sangrante o transplantado; no es un corazón.

No es un cerebro. El cerebro, esos seiscientos gramos de masa color pollo tan estimada (por el propio cerebro), ese órgano viscoso al que se atribuyen tan intrincados y misteriosos poderes (es el autoidéntico cerebro quien atribuye), el cerebro es tan débil que, sin casco protector en que apoyarse, simplemente se desmorona por su propio peso. Así que no podía ser un cerebro.

No es tampoco una rótula ni un torso. No es tampoco una patilla ni la cuenca de un ojo. No es una lengua.

No es un ombligo. (El ombligo sirve, luego se retira, dejando sólo su huella dactilar donde estuvo: el ombligo, arruga y copa, espiral y cúpula, ceguera y guiño, calvo y penachudo, sudoroso y empolvado, besado y mordido, encerado y velloso, enjoyado e ignorado; reflejando tan gráficamente como los peces, semillas o fetiches la omnipotente fertilidad en que Natura enreda sus turbios pies, el ombligo mira hacia dentro como un ojo de cerradura insertado en el centro de nuestro ser, no hay duda, pero, oh ombligo, aunque saludemos tu maternidad inmóvil y los sueños que han quedado enredados en tus pelusas, sólo eres una cicatriz, después de todo; tú no eres.)

No es una caja torácica. No es una espalda. No es uno de esos audaces orificios favorecidos con relleno, ni es ese terco miembro con el que todo orificio rellenable concebible en alguna parte en algún momento ha sido rellenado. No está rodeado por el pelo. ¡Por ver vergüenza!

No es un tobillo, pues los tobillos de ella, aunque huesudos, eran normales, por lo menos.

Ni es una nariz, una barbilla o una frente. Ni un bíceps, un tríceps o un aro de Henle.

Es otra cosa.

2

ES UN PULGAR. El pulgar. Los pulgares, ambos. Son sus pulgares lo que recordamos; son sus pulgares lo que la diferencian.

Fueron sus pulgares los que la llevaron a la maquinaria de relojería, la apartaron de allí y la volvieron a llevar. Por supuesto, quizá sea injusto con ella, así como con el Rosa de Goma, por subrayar lo de la maquinaria… pero en este momento esos mecanismos están frescos e inmensos en el pensamiento del autor. La imagen de los artefactos ha seguido al autor a lo largo de estas primeras frases, tirando de él, eludiendo el rechazo. La imagen de las máquinas del tiempo tira actualmente de la manga del autor, muy como el espectro de Duncan Hiñes tira de los manteles de lino de ciertos restaurantes, los pocos en que él puede comer ya: demasiado tiempo sin tortilla de queso.

Aún así, como es bien sabido, los pulgares de nuestro personaje la llevaron a merodear otros lugares además de las máquinas y a conocer otras gentes además del Chink. Por ejemplo, la llevaron a la ciudad de Nueva York y, allí, al caballero Julián. Y Julián, que la miraba a menudo, que la miraba bien, que la miraba desde todo ángulo exterior e interior, desde donde el hombre puede mirar a la mujer, incluso Julián estaba impresionadísimo con aquellos pulgares.

¿Quién la veía desvestirse para ir a la cama y al baño? Julián. ¿Qué ojos recorrieron todos los contornos de su semblante delicado y su flexible cuerpo, yendo invariablemente a descansar a sus pulgares? Los de Julián. Fue Julián, refinado, comprensivo, ajeno a cualquier noción de deformidad quien, sin embargo, en último análisis, santuario de los ojos de su propia mente, hubo de considerar sus pulgares como una obstrucción a los trazos exquisitos de una figura por lo demás lozana y grácil: como si Leonardo hubiese dejado colgado un trozo de spaguetti de los labios de la Mona Lisa.

3

LA TEMPERATURA rectal ordinaria de un colibrí es de 104,6 grados.

La temperatura rectal normal de un abejorro se calcula en unos no,8, aunque hasta el momento nadie haya logrado tomar la temperatura rectal a un abejorro. Eso no significa que no vaya a hacerse o que no se pueda hacer. Las investigaciones científicas no cesan: quizás en este momento los proctólogos apiculares de Du Pont… En cuanto a la ostra, su temperatura rectal jamás se ha calculado siquiera, aunque debemos sospechar que el calor orgánico de los tejidos de este bivalvo sedentario está muy por debajo de los 98,6, tanto como lo está por encima el de la inquieta abeja. Sin embargo, si la ostra pudiese tener preferencia y gustos, preferiría sin duda que su equipamiento excremental estuviese caliente, pues ¿qué otra criatura de la Creación puede transformar sus desechos corporales en un tesoro?

Hay aquí una metáfora, aunque forzada. El autor pretende trazar, más o menos, un paralelo entre cómo la ostra, cuando asediada por las impurezas o la enfermedad, abriga y cubre la materia ofensiva con sus secreciones, produciendo así una perla, pretende trazar, digo, un paralelo entre el ingenio eliminatorio de la ostra y el cómo Sissy Hankshaw, adornada con pulgares que muchos podrían considerar mórbidos, cubrió los ofensivos dígitos de gloria, perpetuando así una visión que al autor le resulta brillante y grácil.

El autor no eligió a Sissy Hankshaw sólo por sus pulgares, sino, sobre todo, por el uso que hizo de ellos. Sissy proporciona a este libro sus opalinas perspectivas, igual que los mecanismos de relojería (donde hay tic y tac suficiente para todos y cada uno) le suministran sus conexiones cósmicas. Igual que el Rosa de Goma ha generado su temperatura rectal, más bien cálida.

4

SISSY HANKSHAW llegó al Rosa de Goma (y, a continuación a las máquinas) como había llegado siempre a todas partes: por solicitación autoestopista. Llegó en autoestop al Rosa de Goma porque el autoestop era su forma habitual de viajar. El autoestop era, en realidad, su forma de vida, una vocación con la que había nacido. Independientemente de la fortuna que sus otros ocho dedos encerraran, sus pulgares la llevaron a muchos tiempos y lugares maravillosos, y la llevaron por último también a los clockworks.

De todos modos, aunque no hubiese estado familiarizada con el pulgar no podría haber llegado al Rosa de Goma sin que alguien la llevase, pues carecía de medio de transporte propio y ningún tren, autobús ni avión pasan cerca del rancho, y no digamos ya de las máquinas del tiempo.

Una mujer llegó en autoestop a una remota región de los Dakotas. Llegó rodando como cesto de melocotones que se hubiese tragado una serpiente saltadora. Sin problema. Ella hacía que pareciese fácil. Tenía carácter suficiente, no digamos pulgares.

Aquella mujer no venía para quedarse. No se proponía dejar más huella en las colinas de Dakota que una chinche acuática en un martini doble. Viajó sin esfuerzo, haciendo girar sus pulgares como hulahups del Cielo. Se proponía marchar del mismo modo.

Pero una cosa son los planes y otra el destino.

Cuando coinciden, se produce el éxito. Sin embargo, no debe considerarse éxito lo absoluto. Es dudoso, en realidad, que el éxito sea una solución adecuada para la vida. El éxito puede eliminar tantas opciones como el fracaso. Hasta cierto punto… Así como había vaqueras políticamente concienciadas que ponían objecciones a la foto en brillo 3 X 10 de Dale Evans del retrete del Rosa de Goma, basándose en que la señorita Evans era una revisionista, una «llaga de silla» (así decían ellas) en la larga galopada del progreso de las vaqueras, había partes interesadas opuestas a que se identificase a Sissy Hankshaw con el Rosa de Goma, considerando que Sissy no era una auténtica vaquera y que, pese a su amistad con Bonanza Jellybean etc., pese a su presencia durante la revuelta, sólo había participado de forma fugaz y periférica en los acontecimientos que tuvieron lugar en aquellos 160 acres de claro de luna y lápiz labial criminales. Su argumento no carece de peso. Nuestra comprensión de las vidas ajenas está determinada por lo que encontramos de memorable en ellas, y ellas, y esto a su vez lo determinan, no una visión general potencialmente exacta de la personalidad del prójimo, sino más bien la tensión y el equilibrio que existan en nuestras relaciones diarias. Es evidente que el eje en que giraban los intereses cotidianos de Sissy era resultado de su condición física, y así mismo que cualquier impacto memorable o epifánico que esta mujer singular nos ha causado, se produjo en un contexto muy distinto del Rosa de Goma… o al menos, de cómo las propias vaqueras veían el Rosa de Goma. Sin embargo, no se puede negar que Sissy Hankshaw no visitó una vez sino dos el rancho, y aquel lugar que, por allí producirse una medición y una transvaloración simultánea del tiempo, nos vemos obligados a denominar maquinarias de relojería. Estuvo en estaciones distintas y en distintas circunstancias. Pero las dos veces llegó en autoestop.

5

EL RECUERDO MÁS ANTIGUO de Sissy era de un día en que ella tendría tres o cuatro años. Era una tarde de domingo y había estado durmiendo la siesta bajo sábanas de tebeos en un sofá de pelo de caballo del salón. Creyendo que aún seguía dormida, pues no albergaban mala intención, su papá y un tío que estaba de visita, la contemplaban, considerando sus jóvenes pulgares.

– Bueno -dijo al cabo de un rato el tío-, tienes suerte de que no se los chupe.

– No podría -dijo el papá de Sissy exagerando-. Para eso tendría que tener la boca como una pecera.

El tío cabeceó, aprobatoriamente.

– Tal vez la pobrecita tenga problemas para conseguir marido. Pero ya que está en el mundo, es una auténtica bendición que sea una niña. Nunca podría ser un buen mecánico.

– Ya. Ni tampoco neurocirujano -dijo el papá de Sissy-. Claro que podría ser una magnífica carnicera. Podría retirarse en dos años sólo con los recargos.

Riendo, salieron los dos hombres hacia la cocina a llenar otra vez los vasos.

– Otra cosa -oyó decir Sissy a su tío a lo lejos-. Esta jovencita sería una maravilla para el autoestop…

¿Autoestop? La palabra sorprendió a Sissy. La palabra tintineó en su cabeza con un eco sobrenatural, congelada en misterio, haciéndola estremecerse y agitar los tebeos, con lo cual no pudo oír el final de la frase de su tio:

– …si fuera varón, claro,

6

LO SORPRENDENTE de Sissy Hankshaw fue que al crecer no se convirtió en un desastre neurótico. Si se es muchachita de un suburbio de bajos ingresos en Richmond, Virginia, como lo era Sissy, los otros chicos se ríen de tus manos, y tus propios hermanos te llaman por el mote del barrio («Pulgarcita») y tu propio papá a veces hace chistes diciendo que eres «todo pulgares», o te endureces o te derrumbas. No te limitas a recubrir con piel de rinoceronte tu linda epidermis, pues eso neutralizaría tanto el placer como el dolor, y no permites que tu ser apeste dentro de una cascara; lo que haces es envolverte en la dureza de los sueños.

Es tu única preocupación. Cuando los demás muchachos juegan, tú te vas sola a un bosque cercano. No hay coches en los bosques, claro, pero no importa. Los hay en tus sueños.

Haces autoestop. Con timidez al principio, sin mover apenas el puño, inclinándolo casi imperceptiblemente en dirección a tu destino imaginario. Corre una ardilla por la rama de un árbol. Haces autoestop a la ardilla. Pasa volando un grajo. Le indicas que baje. No eres entonces la famosa Sissy, sino sólo una tímida niña sureña en el linde de un bosquecillo, observando cómo se mueve hacia delante tu pulgar, estudiando cómo se comportan los pulgares a distintas velocidades y ángulos de giro. Haces señas a abejas, serpientes, nubes, flores.

En la escuela, aprendes que es el pulgar lo que diferencia a los seres humanos de los primates inferiores. El pulgar es un triunfo de la evolución. Por sus pulgares puede el hombre utilizar herramientas. Por poder utilizar herramientas puede ampliar sus sentidos, controlar su medio y crecer en poder y perfección. ¡El pulgar es piedra angular de la civilización! Tú eres una niña ignorante. Crees que la civilización es algo bueno.

Por sus pulgares puede el hombre utilizar herramientas, etc., etc. Pero tú no puedes utilizar herramientas. No bien. Tus pulgares son demasiado inmensos. Los pulgares separan a los humanos de los demás primates. Tus pulgares te separan a ti de los demás humanos. Y empiezas a sentir una presencia alrededor de tus pulgares. Te preguntas si no habrá allí algo mágico.

La primera vez… Nunca lo olvidarás. Es una mañana gélida; llena la nieve fina las grietas del viento. No tienes ánimos para caminar las cinco manzanas que te separan de la escuela. Por encima del hombro ves (¡oh, apenas puedes hablar de ello ahora!) una ranchera Pontiac que se acerca a moderada velocidad. Cuánto sufrimiento te producen esas falsas arrancadas antes de que tu mano tome impulso. La vesícula amenaza con desbordarse. El giro de tu flaco brazo parece durar un minuto. Y aun así el coche pasa de largo. Pero no: ¡Luces de freno! El Pontiac patina levemente sobre la nieve. Corres, sudando realmente, hasta él. Atisbas el interior. Tu rostro, bajo el gorro con orejeras, es como un tomate. Pero el conductor hace señas para que entres…

A partir de entonces, no volverás a pie a la escuela. Ni siquiera con buen tiempo. Vas en autoestop al cine los sábados por la tarde (tu primer encuentro con vaqueras); vas en autoestop al centro de Richmond sólo por practicar. Te asombra la precisión natural, instintiva casi, con que tus pulgares surcan el aire. Te maravilla la gracia de los gordos apéndices. En tu treceavo verano, recorres en autoestop casi 150 kms.: hasta las playas de Virginia, para ver el océano.

Por alguna razón, buscas «pulgar» en el diccionario. Dice: «el dedo corto y grueso, primero o más preaxial de la mano humana, que se diferencia de los demás dedos por tener dos falanges y mayor libertad de movimiento».

Eso te gusta: Mayor libertad de movimiento.

7

Y SIGUIERON creciendo, los primeros dedos o más preaxiales de la mano de Sissy. Crecieron mientras ella comía sus gachas y su pan globo; crecieron mientras sorbía ella sus copos de trigo con leche. Crecieron mientras ella estudiaba historia («Cómo los colonos avanzaban constantemente hacia el Oeste, se veían amenazados constantemente por hordas de indios salvajes»); crecieron mientras estudiaba aritmética («Si una gallina y media suele poner un huevo y medio en día y medio, ¿cuánto tardará un mono que tiene una pata de palo en sacar de un pisotón las semillas de un pepino en salmuera?») Crecieron en la habitación de olor acre en que dormía con sus dos hermanos; crecieron en el bosquecillo donde jugaba sola. Crecieron en verano, cuando crecían otras cosas. Crecieron en invierno, cuando casi todo crecimiento cesaba. Crecían cuando reía; crecían cuando lloraba. Y cuando inspiraba y expiraba, crecían.

(Sí, crecieron, incluso cuando millones de jóvenes norteamericanos bajo la presión social y siguiendo las enseñanzas de sus mayores, luchaban por dejar de crecer, es decir, luchaban por hacerse «adultos», objetivo de insuperable dificultad por ir contra las leyes esenciales de la naturaleza (las del cambio y la renovación) aunque por milagro lo alcancen todos en nuestra cultura, salvo unos cuantos abortos.)

Y ellos, los dígitos primeros o más preaxiales de las manos de Sissy, siguieron creciendo, y no exactamente en proporción directa al resto de su ego de niña en desarrollo.

Si albergó Sissy el temor de que pudiesen seguir creciendo eternamente, que pudiesen llegar a adquirir un tamaño que los situase fuera de su propio control, que pudiesen llevarla a acabar en un zoo de feria, tercer bicho a la izquierda, justo frente a la jaula del monstruo de Gila, no lo demostró.

Sin el menor esfuerzo mental, sus pechos fueron pasando de tapones de botella a montículos que requerían contención material. Sin ayuda alguna de su cerebro, un vello aterciopelado fue cubriendo su entrepierna, hasta entonces tan desnuda y fea como la de un pichón. Sin razón ni lógica que la guiase, había articulado sin embargo sus ritmos orgánicos en perfecta sincronización con los de la luna, puntuando las bragas primero y luego, tras sólo unos meses de práctica, desprendiendo un flujo lunar ajustado a las normas. Con la misma inocencia diestra y sosegada, bombeaba sus pulgares, alargando siempre las sombras que arrojaban sobre el cuaderno escolar y el plato de la cena.

Como intimidados por esta simple y extraña exhibición de crecimiento (que, dado que compartían habitación, habían de presenciar con íntimo detalle) a punto estuvieron sus hermanos de paralizar su propio desarrollo fisiológico. Se quedaron para toda la vida bajitos y cacahuetescos, con caras de niños y genitales de un tamaño que dejaría indiferentes a las mujeres pero que llevaría con frecuencia a burlarse a los demás hombres. Creyendo ese cuento de viejas que correlaciona el tamaño del pulgar con el del pene, los anatomistas de vestuario sugirieron varias veces a los hermanos que era una pena que no compartiesen la grandeza digital de su hermana.

Jerry y Júnior Hankshaw se habrían horrorizado si sus pulgares hubiesen adquirido proporciones hermanescas; se habrían horrorizado también si sus pititos hubiesen crecido de igual modo. Pero un ligero aumento, un alargamiento razonable, lo hubiesen agradecido, y así tras numerosas consultas clandestinas en el mismo bosque solitario donde Sissy había aprendido su oficio, decidieron los hermanos intentarlo activamente.

Júnior, cuyas habilidades mecánicas le encaminarían tras los animosos pasos de su papá (en los almacenes de tabaco de South Richmond siempre hay un secador, un higrómetro o un ventilador que arreglar), empezó a construir un aparato secreto. Después de haber abierto y destrozado en vano tres tuberías usadas por lo menos, y tras el robo de ambos cordones de badana de las botas del señor Hankshaw, produjo Júnior al fin un artilugio que parecía cruce de prensa de tornillo, tiragomas y tubo central de rollo de papel higiénico. Por razones de discreción, el alargapulgares sólo podía utilizarse a última hora de la noche, y los hermanos pasaron más de una soñolienta hora turnándose en la oscuridad y soportando el calvario que causaba aquel artilugio que habían fijado a su cama de madera de arce de imitación Sears & Roebuck.

No carecía la empresa de precedente histórico. Hacia 1830, cuando contaba treinta años, sometió el compositor Robert Schumann los dedos de su mano derecha a una máquina alargadora. El objetivo de Schumann era acelerar su progreso hacia el virtuosismo como pianista por haber expresado su amada, la pianista Clara, gran decepción por su tardanza en alcanzarlo. En la almibarada elegancia de un salón de Leipzig del siglo xix, Schumann debía sentarse muy tieso, sorbiendo kaffee mientras sus dedos regordetes padecían crecientes dolores apresados en un artilugio que parecía un arnés de ruiseñor, un potro para elfos herejes. El resultado fue que le quedó inútil la mano, con lo que concluyó su carrera de intérprete.

Lo que a Jerry y Júnior Hankshaw les sucedió fue que, con pulgares demasiado rojos y despellejados para poder ocultarlo, pronto fueron interrogados por sus padres y ridiculizados por sus compañeros. Agradeciendo a Dios que él y Jerry hubiesen pasado por intermediarios digitales en vez de someter directamente sus pititos al invento, Júnior arrojó el artilugio al río James. El pobre Schumann se tiró él mismo al Rin.

Sólo un par de pulgares estaban destinados a crecer (y brillar) en la destartalada casa de los Hankshaw. Un par de pulgares destinados a remontarse y arquearse, como si ese par fuese la carrera de intérpretes prematuramente cortada de Robert Schumann que se continuase de nuevo con una carnosa levita empapada de Rin por los escenarios de asfalto de las autopistas de Norteamérica, oh Fantasía, oh Tabulación, oh Humor, Gas Comida Alojamiento Salida 46.

8

RICHMOND SUR era un barrio de nidos de ratón, cortinas de encaje, catálogos de Sears, epidemias de sarampión, bocadillos de pan globo… y hombres que sabían más del carburador que del clítoris.

No se compuso en Richmond Sur la canción «El amor es algo de lo más esplendoroso».

Ha habido latas de comida de perro más esplendorosas que Richmond Sur. Minas terrestres más tiernas.

Poblaba Richmond Sur una raza de flacos psicópatas de cara huesuda, capaces de venderte cualquier cosa que tuvieran, es decir, nada, y matarle por cualquier cosa que no entendieran, es decir casi todo.

Habían llegado, en Ford la mayoría, de Carolina del Norte, a trabajar en los almacenes de tabaco y en las fábricas de cigarrillos. En Richmond Sur, los nidos de ratones, cortinas de encaje, catálogos de Sears, incluso bocadillos de pan globo y epidemias de sarampión, tenían siempre un vago olor a tabaco curado. Nuestra cultura adquirió la palabra tabaco (sin el conocimiento ni el consentimiento de los habitantes de Richmond Sur) de una tribu de indios caribe, la misma que nos dio las palabras hamaca, canoa y barbacoa. Era una pacífica tribu cuyos miembros se pasaban el día tendidos en hamacas chupando tabaco o paseándose en canoa entre barbacoa y barbacoa, por lo que ofrecieron escasa resistencia cuando los promotores de tierras llegaron de Europa en el siglo xvi. La tribu desapareció rápidamente y sin dejar más huella que sus hamacas, sus barbacoas y sus canoas, y, por supuesto, su tabaco, cuyas doradas migajillas perfuman aún las nubes estivales y los hielos invernales de Richmond Sur.

En Richmond Sur, oliendo como olía a tabaco, vicio tabernario y escapes comidos por el óxido, la etiqueta social no solía ser cosa de básica importancia, pero algo en que los ciudadanos de Richmond Sur coincidían era en no considerar lógico, propio ni seguro que anduviese haciendo autoestop una muchachita.

Sissy Hankshaw recorría en autoestop cortas distancias, pero autoestopeaba persistentemente. Esta tarea resultaba excelente para sus pulgares, magnífica para su moral y magnífica también, teóricamente, para su alma… aunque esto fuera a mitad de los años cincuenta, fuese presidente Ike, estuviese de moda la franela gris, fuese popular la canasta y hubiese parecido presuntuoso hablar del «alma».

Los padres, los profesores, los vecinos, el cura de la familia, los hermanos mayores, el policía de turno, todos intentaron hacerla entrar en razones. Aquella niña alta, frágil y solitaria escuchaba cortés sus argumentos y advertencias, pero su pensamiento seguía una lógica propia: si los neumáticos estaban destinados a rodar y los asientos a llevar pasajeros, Sissy Hankshaw no deseaba en modo alguno desviar tan nobles objetos de su destino auténtico.

«Hay denegerados que andan por ahí en coche», le decían. «Tarde o temprano te cogerá un hombre que te quiera hacer cosas sucias.»

La verdad es que a Sissy la cogían tales hombres una o dos veces por semana, y esto desde que había empezado a hacer autoestop, a los ocho o nueve años, Hay muchísimos más hombres de ese tipo de los que cree la gente. Suponiendo que muchos de ellos no se sintiesen atraídos por una chica con… con un defecto físico, hay muchísimos hombres así, realmente. Y Sissy sabía muy bien cuántos.

Ella tenía una regla: que siguieran conduciendo. Mientras mantuviesen el vehículo en marcha carretera adelante, los conductores podían hacer con ella lo que quisieran. Algunos se quejaban de que era el viejo truco del buñuelo rodante, que ni siquiera Houdini había logrado dominar, pero se arriesgaban a probarlo. Sissy fue causa de varios accidentes, explotó las bases mismas del ingenio masculino y preservó su virginidad hasta la noche de bodas (ya bien pasados los veinte). Un automovilista, un tipo bronceado y atlético, logró un fugaz lametón francés mientras mantenía su Triumph TR 3 en dirección correcta con moderado tráfico. Pero normalmente, las limitaciones impuestas por la firme devoción de Sissy al movimiento vehicular eran superadas con mucha menos destreza.

Sissy ni solicitaba ni desalentaba; aceptaba las atenciones de los conductores con sosegada complacencia… e insistía en que siguieran conduciendo. Comía las hamburguesas de queso y los helados que le compraban mientras pescaban en sus bragas lo que suelen pescar los hombres en ese espacio primitivo. Iban sus preferencias personales por el balanceo suave y rítmico. Y por las transmisiones automáticas. (A ninguna chica le gusta que la moleste un individuo que continuamente ha de cambiar de marcha.) El que la molestasen era, en cierto modo, gaje adicional del oficio, placer secundario que se arrastraba como un remolque tras el supremo gozo del autoestop. En el fondo tenía que admitir, además, que era un riesgo divertido.

Como el cerebro es tan proclive a la inflamación, había de cuando en cuando cabezas calientes que no querían o no podían respetar su regla. Con el tiempo, aprendió a reconocerles por sutiles indicios (labios apretados, ojos huidizos y una palidez que nace de sentarse en habitaciones afelpadas a leer la revista Playboy y la Biblia) y rechazaba sus ofertas de viaje.

Antes, sin embargo, Sissy se enfrentó a los presuntos violadores de otro modo. Cuando se veía presionada, colocaba los pulgares entre las piernas. Lo normal era que el individuo renunciase sin más, en vez de intentar apartarlos. Su simple visión allí, guardando la ciudadela, bastaba para enfriar pasiones o, al menos, para confundirles lo suficiente para que pudiera Sissy saltar del coche.

Sissy querida. Tus pulgares. HOLLYWOOD ESPECTACULAR. LAS VEGAS. EL ROSE BOWL. Superiores a los deseos de cualquier hombre.

(Digamos, por otra parte, que la mamá de Sissy jamás advirtió huellas olfativas de las aventuras de su hija. Quizá se debiese a que en Richmond Sur hasta la húmeda excitación de una jovencita adquiría rápidamente la fragancia del tabaco.)

9

LA LLEVARON una vez a un especialista. Una vez era todo lo que su familia podía permitirse.

El Dr. Dreyfus era un judío francés que se había establecido en Richmond tras los desagradables incidentes de los años cuarenta. En la puerta de su consultorio se proclamaba que era cirujano plástico y especialista en heridas de las manos. Sissy tenía unos cuantos coches de juguete de plástico: los utilizaba para plantear problemas teóricos de autoestop. A diferencia de muchos otros niños, cuidaba amorosamente sus juguetes. La idea de un cirujano plástico le parecía una total estupidez. La sugerencia de una herida la desconcertaba aún más.

– ¿Duelen alguna vez? -preguntó el doctor Dreyfus.

– No -contestó Sissy-. Nunca duelen.

¿Cómo podía explicarle el leve hormigueo de energía que había empezado a percibir en ellos?

– ¿Por qué te encojes entonces cuando aprieto? -preguntó el especialista.

– Por eso -dijo Sissy.

De nuevo la colegiala era incapaz de diferenciar la emoción verdadera, pero a lo largo de su vida se negaría a dar la mano a alguien por miedo a dañar aquellos dedos que habían de ser para el autoestop lo que fue la batuta de Toscanini en un plano de actividad más tradicional.

El Dr. Dreyfus midió los pulgares. Circunferencia. Longitud. Aunque la piel no carecía de brillo, ni mucho menos, les aplicó un colirio. Los golpeó con unos martillitos chiquitines, registró (sin asomo de preferencia estética) los diversos tintes y matices de su coloración, los ordeñó con jeringuillas, los pinchó con alfileres. Los colocó uno tras otro sobre las balanzas, cautelosamente, como si fuese el tesorero español y ellos perritos calientes musicales traídos de América por Cristóbal Colón para divertir a la Reina. Con voz sombría, comunicó que constituían el cuatro por ciento del peso total del organismo de la chica… o más o menos el doble que el cerebro.

Luego pasaron por los rayos X.

– La estructura ósea, el origen aparente y la inserción de musculatura y articulación guardan las proporciones adecuadas y son normales en todos los aspectos salvo el tamaño -anotó el doctor con un cabeceo. El pulgar espectral cabeceó también en negativo.

El señor y la señora Hankshaw fueron reclamados de la sala de espera, donde las fantasías del Saturday Evening Post habían nublado su preocupación paternal instintiva lo mismo que las ideas sentimentales de Norman Rockwell nublan la pureza de un lienzo en blanco.

– Están sanos -dijo el Dr. Dreyfus-. No podría hacer nada que no le costase a usted el salario de un año.

Se agradeció al doctor tal consideración con las finanzas de los Hankshaw. («Pero un judío es un judío», explicó el papá de Sissy a los compañeros de trabajo la primera vez que estuvo lo bastante sobrio para ir a trabajar. «Si hubiese creído que teníamos el dinero, habría intentado exprimirnos».) Padres e hija se levantaron para irse. El doctor Dreyfus siguió sentado. Su gruesa estilográfica negra permanecía sobre la mesa. Su diploma de la Sorbona seguía en la pared, y así sucesivamente. -Cuando el gobierno francés le preguntó en 1939 cómo había que proyectar uniformes de paracaidistas para invisibilidad máxima, el pintor Pablo Picasso contestó: «Vístanlos de arlequines».

El médico hizo una pausa.

– No creo que esto signifique mucho para ustedes.

El señor Hankshaw miró al especialista y luego a su mujer, luego miró sus zapatones (en los que habían sido repuestos recientemente los cordones robados) y de nuevo al especialista. Rió, medio incómodo, medio irritado,

– Sí, claro que no, doctor.

– Da igual -dijo el doctor Dreyfus; y se levantó entonces-. La chica tiene, por supuesto, una anormalidad congénita. Lo siento pero no conozco la causa. El gigantismo en una extremidad suele deberse por lo general a un nemangioma cavernoso; es decir, un tumor venoso que arrastra cuantías excesivas de sangre hacia la extremidad afectada. Cuantos más nutrientes recibe una extremidad, mayor se hace, naturalmente, lo mismo que si pone usted gallinaza alrededor de un rosal, crecerá más que sin estiércol. ¿Comprende? Pero la chica no tiene ningún tumor. Además, la posibilidad de nemangioma en ambos pulgares es como de uno en billones. La chica, si he de serles franco, es una especie de rareza médica. Como el tamaño de los pulgares disminuye su capacidad y su destreza manual, sus actividades vitales y sus posibilidades profesionales se verán reducidas. Podría ser peor. Tráiganmela si alguna vez tiene dolores. Entretanto, habrá de aprender a vivir con ellos.

– Eso hará -aceptó el señor Hankshaw, que, desde que había sido «salvado» en el Field Billy Graham Rally de Moore, había empezado a mirar con amarga resignación los gnomescos dirigibles anclados en las manos de su hija-. Eso mismo. El Señor los hizo grandes por algún motivo. Dios jamás se cansa de probar a nuestra familia. Es una especie de castigo. No sé exactamente por qué, pero es un castigo, y la chica y nosotros tenemos que soportar ese castigo.

Y entonces, la señora Hankshaw empezó a gimotear.

– Oh doctor, si viniese aquí a verle algún muchacho, si apareciesen un joven por aquí alguna vez con, un joven con dedos feos, ya sabe, algo parecido, un caso similar, doctor, podría, por favor…

A lo que respondió el cirujano plástico:

– Recuerde, mi querida señora, las palabras del pintor Paul Gauguin: «Lo feo puede ser hermoso, lo bonito nunca». Aunque no creo que esto signifique mucho para ustedes.

Ante lo que proclamó el señor Hankshaw:

– Es una prueba. Ella tiene que soportar el castigo.

Y Sissy, como el Cristo del horroroso cuadro que colgaba sobre el televisor de su casa, resplandeció serenamente, como diciendo: «El castigo es su propia recompensa».

10

OH SI. La llevaron también a un especialista de una disciplina diferente.

La práctica comercial del credo quiromántico estaba prohibida por la ley en la ciudad de Richmond, pero en los condados colindantes de Chesterfield y Henrico era totalmente legal. Rodeando los arrabales de la ciudad había pinares y huertas que chocaban con tabernuchas de carretera y urbanizaciones de baja estofa, y había también seis o siete remolques-vivienda y tres o cuatro casas normales dentro de cuyos confines se daba diariamente el testimonio de las manos.

Era fácil reconocer la guarida de un quiromántico. Fuera de su casa o remolque, había un cartel y sobre él, pintada en rojo, la silueta de la mano humana, de la muñeca a las yemas de los dedos, por la palma. Siempre en rojo. Por alguna razón, y el autor piensa que quizá haya aquí una tradición cuyos orígenes se remonten a los gitanos de Caldea, podría haber sido menos sorprendente encontrar medias de malla color carne en el saco de la colada del general Patton que encontrar una mano color carne sobre un cartel quiromántico en los alrededores de Richmond. Todas las manos eran rojas y, directamente debajo de la roja articulación de la muñeca, donde en una mano de verdad habría un reloj de pulsera, el autor del cartel había escrito el título «Madame» seguido de un nombre: Madame Yvonne, Madarne Christina, Madame Divina, y otras.

Madame Zoé, por ejemplo. «Madame Zoé» era el nombre escrito bajo la palma roja ante la que pasaba casi semanalmente la mamá de Sissy cuando iba en autobús hasta el final de Hull Street Road a visitar a su amiga Mabel Coffee, mujer de un fontanero. La señora Hankshaw debía haber pasado ante aquel cartel unas doscientas veces. Lo miraba siempre como si fuese un ciervo en un prado, tan real resultaba para ella, y tan esquivo. Pero hasta que a Mabel Coffee le extirparon un quiste de ovario y casi la diña (la misma semana del mismo otoño en que el corazón del presidente Eisenhower se fue al carajo), la señora Hankshaw (impulsada, quizá, por tan dramáticos acontecimientos) no pulsó impulsivamente el botón ni bajó del autobús frente a la casa de Madame Zoé. Quedó concertada una cita para el siguiente sábado.

Cuando se informó al señor Hankshaw de la cita con la quiromántica, éste resopló, soltó un taco y advirtió a su mujer que si tiraba cinco dólares que tanto le había costado a él ganar, dándoselos a una sucia embaucadora, ya podía ir pensando en mudarse con Mabel, su fontanero y su ovario sano. Durante la semana, sin embargo, la mamá de Sissy utilizó la llave de tuercas vaginal para ajustar lenta y suavemente las objecciones de su marido a un mero refunfuño. No lo hubiese hecho mejor el fontanero de Mabel, con su equipo completo de herramientas.

El sábado de Pascua, Sissy fue obligada a vestirse como para ir a la iglesia. La engalanaron con una falda de lana a cuadros, de pliegues tan gastados como los sueños románticos de sus anteriores propietarias; la embutieron luego en un jersey barato de manga larga de una prima (en tiempos blanco como dentadura postiza pero fumando por entonces tres paquetes al día); peinaron su lindo pelo de ondulado natural con agua del grifo y una chispa de colonia de saldo; la boca (tan plena y redonda en comparación con el resto de sus angulosos rasgos faciales que parecía una ciruela en una planta de judías) recibió el leve toque de un lápiz de labios de color rubí. Luego, madre e hija cogieron el autobús camino de la casa de Madame Zoé; Sissy fue todo el trayecto haciendo pucheros porque no se le permitía ir en autoestop.

Cuando posaron sus gastados tacones en la entrada de la casa de la quiromántica, sin embargo, la irritación había dejado paso en la chica a la curiosidad, iQué sargento instructor tan inspirador puede ser la curiosidad! Avanzaron en línea recta hacia la puerta del remolque-vivienda y llamaron con un golpe firme. Momentos después se abrió a ellos, liberando su aroma de incienso y coliflor hervida.

Desde el remolino de enfrentados olores (esto caía ya fuera del área del tabaco), Madame Zoé, quimono y peluca, las mandó pasar. «Soy la iluminada Madame Zoé», comenzó, aplastando un cigarrillo en uno de esos pequeños ceniceros de cerámica iluminados que tienen forma de orinal y llevan un letrero que dice: COLILLAS. El remolque estaba abarrotado de cosas, pero ni había miriñaques ni artilugios, ni la cortina de cretona y el sillón de felpilla parecían proceder del Más Allá. La lámpara de pie estaba alimentada por electricidad, no por prana; la guía de teléfonos era de Richmond, no de la Atlántida. Aún más descorazonador fue para la chica la ausencia de cualquier referencia material a Persia, el Tibet o Egipto, esos centros de arcana sabiduría a los que Sissy estaba segura de que llegaría alguna vez en autoestop, aunque es necesario aclarar de inmediato que Sissy jamás soñaba realmente con ir en autostop a algún sitio: era el acto de hacer autoestop lo que constituía la esencia de su vida. Así pues, nada había que tuviese el menor exotismo en aquel remolque -vivienda, salvo el humeante incienso y, aunque en la mortecina atmósfera de los años Eisenhower, en Richmond, Virginia, resultaba el incienso bastante exótico, aquella barrita concreta de jazmín estaba a punto de quedar eclipsada inevitablemente por una olla de coliflor.

– Soy la iluminada Madame Zoé -comenzó, en fin, con una voz monótona e indiferente-. Nada hay en vuestro pasado, presente o futuro que vuestras manos no sepan, y nada hay en vuestras manos que no sepa Madame Zoé. No hay ningún truco. Soy una científica, no una maga. La mano es el instrumento más asombroso de la creación, pero no puede actuar por cuenta propia; es servidora del cerebro. [Nota del autor: Bueno, eso es lo que dice el cerebro, en realidad.] Refleja el cerebro que hay detrás por la forma y la habilidad con que realiza sus tareas. La mano es la reserva externa de nuestras sensaciones más agudas. Sensaciones que, cuando se repiten con frecuencia, tienen la capacidad de moldear y marcar. Yo, Madame Zoé, quiromántica, que he estudiado durante toda mi vida los pliegues y señales de la mano humana; yo, Madame Zoé, a quien se revelan y hacen patentes todas las facetas de vuestro carácter y de vuestro destino, estoy dispuesta a…

Y entonces vio los pulgares.

¡Jesús, joder, Cristo! -balbució, y esto en una era en que el expresivo verbo sustantivo joder no florecía cual orquídea de patio, cual burbuja de carne, cual chupachup salino, como florece hoy, en los labios de todas las doncellas del país.

Tan sorprendida quedó la señora Hankshaw con el epíteto de la adivinadora como la adivinadora con los dedos de la chica. Las dos mujeres palidecieron, vacilantes y trémulas mientras Sissy advertía con una leve sonrisa que dominaba la situación. Extendió los pulgares hacia aquella señora. Los extendió como podría extender el indígena enfermo sus partes hinchadas al misionero médico. Madame no mostró el menor signo de caridad. Los extendió como una araña caballero podría ofrendar una cosca obsequio a una viuda negra de fatales encantos; pero Madame no mostró el menor apetito. Los extendió como podría extender un valeroso y joven héroe el crucifijo ante el vampiro; y Madame retrocedió imperceptiblemente. Por fin, la mamá de Sissy sacó de su monedero un billete de cinco dólares limpiamente doblado y lo extendió junto a las extremidades de su sonriente hija. La quiromántica recuperó inmediatamente el control. Cogió a Sissy por el codo y la hizo sentarse a una mesa chapada de fórmica de indescriptible diseño.

No sin cierta aprensión, Madame Zoé sostuvo las manos de Sissy al tiempo que, con los ojos cerrados, parecía entrar en trance. En realidad, intentaba desesperadamente recordar todo cuanto sus maestros y libros le habían enseñado sobre los pulgares. De joven, en Brooklyn, había estudiado con seriedad la quiromancia, pero con el paso del tiempo, al igual que esos críticos literarios que se ven obligados a leer tantos libros que empiezan a leer con apresuramiento… superficialmente, y con soterrado resentimiento, fue sintiéndose cada vez más ajena y desligada de su ciencia. Y como esos mismos embrutecidos críticos de libros, estaba resentida con aquella ciencia que no le permitía utilizar seriamente sus valores personales, que se revelaba lentamente o que no lo hacía nunca de modo predecible. Por fortuna para su impaciencia, las manos que le presentaban los rústicos de Richmond tenían fácil lectura: Sus propietarios quedaban satisfechos con las revelaciones más vulgares, y eso recibían. Pero ahora tenía ante sí a una flaca muchacha quinceañera que agitaba ante su rostro dos pulgares que no aceptarían «Tienes una voluntad fuerte» como análisis.

– Tienes una voluntad fuerte -murmuró Madame Zoé. Luego, cayó en «trance».

Y asió los descomunales miembros, con timidez primero, con firmeza después, como si fueran los manillares de una moto de carne en la que hubiese de retroceder por el país de la memoria. Los alzó hacia la luz para examinar sus músculos rechonchos. Se colocó el derecho sobre el corazón para registrar sus vibraciones. Fue entonces cuando Sissy, que no había tocado hasta entonces un pecho de mujer (y las mamas cuarentonas de Madame Zoé eran firmes y estaban bien formadas) perdió el control de la situación. Enrojeció y retrocedió a la torpeza adolescente, permitiendo que la iluminada Madame Zoé, capaz de percibir una tendencia latente con la misma facilidad con que podía identificar una línea de la vida rota, recuperara parte de la gélida compostura tras la cual acostumbraba a escuchar condescendiente a aquellas patéticas palmas proletarias cuyas historias insignificantes ansiaban siempre ser contadas.

Aun así, Madame Zoé estaba sobrecogida por los niños ciegos que sostenían en sus manos, y Sissy, pese al aturdimiento, duplicado por el temor a que su mamá lo advirtiera, habría de abandonar la casa-remolque en una especie de triunfo.

La quiromántica comenzó vacilante:

– Como escribió d'Arpentigny: «El animal superior se revela en la mano, pero el hombre se muestra en el pulgar.» No puede llamarse al pulgar dedo, porque es infinitamente más. Es el punto de apoyo sobre el que han de girar los demás dedos, y en proporción a su fuerza o debilidad sustentará o no la fuerza de carácter de su propietario.

La sopa de serpiente de la memoria hervía al fin. Casi podía olerse por sobre coliflor e incienso.

– La fuerza de voluntad y la decisión vienen indicadas por la primera falange -continuó-. La segunda falange indica razón y lógica. Evidentemente, posees ambas en abundancia. ¿Cómo te llamas, querida?

– Sissy.

– Mmmmrn. Bien, Sissy; cuando nacemos, no tenemos voluntad; estamos totalmente bajo control ajeno. Durante las primeras semanas de su vida, se pasa el ser humano dormido el noventa por ciento del día. En este período, el pulgar está encerrado en la mano, tapado por los demás dedos. En otras palabras, la voluntad, a la que el pulgar representa, está dormida: No ha comenzado aún a afirmarse. Cuando el ser humano madura, empieza a dormir menos, a tener algunas ideas propias e incluso a mostrar un carácter. Cuando esto sucede, Sissy, el pulgar sale de su lugar oculto en la palma, los dedos ya no se cierran sobre él, la voluntad empieza a ejercitarse, y cuando lo hace, el pulgar, su indicador, aparece. Sin embargo, los idiotas o los paranoicos nunca salen de este estadio de pulgar plegado o vuelven a él en situaciones de tensión. Los epilépticos tapan sus pulgares durante los ataques. Cuando veas que una persona tiene por hábito doblar el pulgar bajo los otros dedos, piensa que ha de estar o muy alterada o muy enferma; la enfermedad o la debilidad han desplazado la voluntad. En cuanto a ti, Sissy, estás sana, sin duda. Y en fin, estoy segura de que incluso de niña…

La tostadora eléctrica, que compartía la mesa con los codos y manos de la quiromántica y de su cliente, y cuyo resplandeciente cromo estaba empolvado con las migajas de las tostadas de la mañana como lo están las catedrales con las migajas de las palomas de la eternidad, la tostadora eléctrica, fabricada en Indiana (pues en aquellos tiempos aún el Japón estaba tendido en su tatami), la tostadora eléctrica, cuya función era hacer al pan lo que está previsto que las instituciones sociales hagan al espíritu humano, la tostadora eléctrica, en fin, reflejaba (como cínica encarnación de la bola de cristal que Sissy pensaba debía estar allí y no estaba) los estremecimientos que recorrían la pequeña escena.

– Ahora, en cuanto a la forma de tu pulgar, lamento decirlo, es bastante primitiva. Su anchura en ambas falanges es prueba de gran decisión, lo cual puede ser bueno. La piel es suave, lo cual demuestra cierta gracia. Y, además, su punta es cónica y la uña brillante y rosada, por lo que diría que posees un carácter inteligente y bondadoso y que tienes ciertas inclinaciones artísticas. Sin embargo, Sissy, sin embargo, la segunda falange, la falange de la lógica, posee características que indican cierta tendencia a la conducta disparatada y cómica, una negativa a aceptar responsabilidades o a tomarse las cosas en serio y la inclinación a no respetar a quienes lo hacen. Tu mamá me dice que eres una chica bastante dócil y tímida, pero yo veo aquí indicios de irracionalidad. ¿De acuerdo?

– ¿Qué son indicios de irracionalidad? -preguntó Sissy, bastante racionalmente.

Por causas sólo de ella conocidas, Madama Zoé decidió no ampliar. Se llevó una vez más el pulgar de la muchacha al pecho, respirando con alivio mientras Sissy sudaba y tragaba saliva, incapaz de continuar con sus preguntas. La casa-remolque de la quiromántica no era ni ancha ni alta, pero oh, era rica en aromas aquel día.

– Tus pulgares son sorprendentemente ágiles, flexibles…

– Los ejercito mucho.

– Sí, bueno. El pulgar flexible indica extravagancia y extremismo. Las personas que lo poseen nunca son concienzudas y tenaces sino que logran sus objetivos en brillantes impulsos. Son indiferentes al dinero y siempre están dispuestas a correr riesgos. Tú, sin embargo, tienes un monte de Saturno bastante apreciable y, aquí, déjame ver tu línea de la vida. Mmmmm, sí, no está del todo mal. Una línea de la vida larga y marcada y un Monte de Saturno bien desarrollado (el Monte de Saturno es la pequeña almohadilla de carne que hay en la base del dedo medio). Suelen actuar como influencia moderadora del pulgar flexible. En tu caso, sin embargo, no estoy del todo segura.

«Supongo que el aspecto más importante de tus pulgares es el, ejem, tamaño desmedido. En fin, a qué se debe, cuál es el motivo…

– (No se sabe; no lo saben los médicos -dijo la señora Hankshaw desde el sofá, donde había estado escuchando.

– Cuestión de suerte, supongo -sonrió la chica.

– Sissy, maldita sea, eso es lo que quiere decir Madame Zoé cuando se refiere a lo «irracional».

Madame Zoé parecía ansiosa por seguir.

– Los pulgares grandes indican vigor de carácter y corresponden a personas que actúan con gran decisión y seguridad. Son caudillos naturales. ¿Has estudiado ciencia e historia en el colegio? Galileo, Descartes, Newton, Leibnitz, tenían pulgares muy grandes. Los de Vol-taire eran enormes, pero, je je, no eran nada comparados con los tuyos.

– ¿Y los de Caballo Loco?

– ¿Caballo Loco? ¿Te refieres al indio? Nadie, que yo sepa, se ha molestado nunca en estudiar las zarpas de un salvaje.

«Pero, escucha lo que te digo: tienes cualidades para convertirte en una fuerza realmente poderosa en la sociedad (¡Dios mío, si fueses varón!), pero tienes también un exceso de esas cualidades que… en fin, francamente, podría resultar aterrador. Sobre todo con esa falange de la lógica tan primitiva. Podrías acabar convirtiéndote en un desastre viviente, en una avería humana de proporciones históricas.

¿Qué había dicho? Con cierto esfuerzo (pues parecían sostenerla a ella aunque fuese ella quien los sostenía), Madame Zoé dejó los pulgares de Sissy. Se limpió las palmas en el quimono: Eran rojas como el cartel. Llevaba años sin hacer una lectura tan profunda. Estaba bastante impresionada. La tostadora, por sus razones tostadoriles, seguía asentada con su espalda interminablemente inclinada, su flanco espejeando la peluca de Madame Zoé, ahora un poco torcida.

– El pulgar es un indicador tan exacto de la personalidad -se dirigía ahora a la señora Hankshaw- que los quiroinantos hindúes basan en él toda su ciencia, y los chinos tienen un minucioso e intrincado sistema basado únicamente en los capilares de la primera falange. Por lo tanto, lo que le he dicho a su hija equivale a una lectura completa. Si quiere que analice las palmas independientemente, le costará tres dólares y medio más.

La confusión dominaba casi por completo a la señora Hankshaw. No estaba segura de si se había revelado demasiado poco o demasiado mucho. Parecían sus ojos un incendio en un club nocturno mexicano y aunque se creía obligada a sentirse ofendida, deseaba más información.

– ¿Cuánto por una pregunta?

– ¿Quiere decir una pregunta que haya de leerse en la palma,

– Sí.

– Bueno, si es sencilla, sólo un dólar.

– Marido -dijo la señora Hankshaw, sacando un billete de su bolso de piel de rata. (El incendio, que se inició en un jarrón de flores de papel, se extendió rápidamente a los trajes de las bailarinas.)

– ¿Cómo?

– Marido. ¿Encontrará marido?

(El director de orquesta seguía dirigiendo valerosamente «Allá en el Rancho Grande» pese a que estuviesen aplastando su chiguagua mascota en la estampida.)

– Oh, oh, comprendo -Madame Zoé cogió la mano de Sissy y le dirigió la habitual mirada extraño-lúgubre-distante; pero estaba ya demasiado afectada para poder fingir-. Veo hombres en tu vida, cariño -dijo con franqueza-. Veo también mujeres, muchísimas mujeres.

Alzó los ojos para encontrar los de Sissy, buscando una admisión de la «tendencia», pero no halló indicio alguno.

– Veo claramente un matrimonio. Un marido, no hay la menor duda, aunque a muchos años de distancia. -Y sintiéndose expansiva, añadió, ya sin recato-: Y también niños. Cinco, quizá seis. Pero el marido no es el padre. Heredarán tus características.

Dado que es imposible determinar estas dos últimas cosas por la configuración de las manos, Madame Zoé debió operar sin duda basándose en poderes psíquicos largo tiempo dormidos. Podría haber dicho más, pero la señora Hankshaw ya había oído suficiente.

Sacó la madre a la hija del remolque como si la sacase del Club El Lagarto en llamas.

(En el punto culminante del pavoroso incendio, una hilera de botellas de tequila sobrecalentadas empezaron a estallar entre las llamas.)

La hembra Hankshaw de más edad tenía dificultades para hablar.

– Yo cogeré el autobús y seguiré hasta casa de Mabel, querida -dijo, dándole a Sissy un extraño abrazo-. Si quieres, puedes volver a casa en autoestop, pero prométeme, palabra de honor, que no entrarás en un coche con un hombre solo.

Luego, se quedó pensativa y por fin añadió:

– Y tampoco con una señora sola. Sólo matrimonios. ¿Lo prometes? Y no te preocupes en absoluto por las tonterías que dijo esa mujer. Ya hablaremos de eso cuando vuelva a casa.

Sissy no estaba preocupada en absoluto. Confundida, quizá, pero preocupada no. Percibía algo (importante) de un modo obscuro e indirecto. Aunque nada sabía de tales cosas por entonces, se sentía importante en el sentido en que son importantes las máquinas del tiempo. Ellas están muy lejos, en todos los sentidos, de la Casa Blanca, de Fort Knox y del Vaticano, pero los vientos que soplan a través de ellas llevan siempre una sonrisa loca.

Dentro del remolque-vivienda, bajo la palma roja donde una vez más sólo lidiaban por la supremacía olfativa incienso jazmín y coliflor, Madame Zoé acodada en la ventana, miraba su joven cliente hacer autoestop.

(La punta cónica abría ruta, atravesando la atmósfera como el bauprés de un buque, arrastrando tras sí la falange de la lógica ligeramente doblada, seguida de una falange de la voluntad de brillo aceptable y, tembloroso y redondeado al final de la procesión, el siempre voluptuoso Monte de Venus.) De pronto, Madame Zoé recordó una frase sarcástica, un dicho, que llevaba años sin oír. Le provocó una áspera risa muy poco jubilosa; se mordió la pintura de labios y meneó la peluca. La frase aludía al primero o más preaxial de los dedos de la mano humana, aunque nada tenía que ver con la quiromancia. Decía así:

«Con sólo un pulgar, podrías regir el mundo.»

Intermedio de Vaquera (Bonanza Jellybean)

Está tendida en el sofá familiar con un pijama de franela. Hay barro de la ciudad de Kansas en las puntas y tacones de sus botas, botas que aún no han probado auténtico estiércol. Con catorce años, sabe que debería quitarse las botas, pero se niega. En la tele pasan un reestreno de Maverick; está comiendo cecina de buey y de cuando en cuando masca ruidosamente. Sobre su estómago, donde se le ha subido la parte de arriba del pijama, hay una pequeña y profunda cicatriz: Ella explica a todos, incluyendo a la enfermera de la escuela, que se la hizo una bala de plata.

Sea cual sea el origen de este agujero de más que hay en su vientre, hay signos indudables de disparos en el artesonado junto a la puerta del armario. Allí partió ella, a tiros un par de viejos playeros.

«Autodefensa», alegó ante las quejas de sus padres. «Eran unos playeros fuera de la ley.»

11

Y ASÍ VIVIÓ Sissy en Richmond, Virginia, los Años Eisenhower, así llamados como si los sucesivos períodos, con sus huevos empollando y sus ríos creciendo, sus pasteles horneando y sus estrellas girando, sus piernas bailando y sus corazones fundiéndose, sus lamas levitando y sus poetas haciendo lo mismo, sus alegres jóvenes jodiendo en sesiones de cine al aire libre y sus viejos muriendo en habitaciones sobre tiendas de muebles, como si ellos, los sucesivos períodos, pudiesen quedar etiquetados con el nombre de un simple presidente; como si el tiempo mismo pudiese salir de Kansas y West Point, popularizar una cazadora militar y pujar en una elección para la Eternidad en la candidatura republicana.

En la croante atmósfera de los Años Eisenhower, en Richmond, Virginia, debió ser Sissy imagen familiar. Con ropas demasiado grandes o demasiado pequeñas para ella (flojos abrigos cuyos bordes rozaban el asfalto, pantalones de verano que descubrían todo lo que quisiese saberse de sus calcetines) recorría la ciudad (una ciudad de la que se ha dicho: «No es una ciudad sino el mayor museo confederado del mundo»).

Podía vérsela, si es que no admirársela a todas horas y con cualquier tiempo.

Sus rasgos, próximos ya a lo encantador, aún estaban acostumbrándose a los cambios y en aquella incierta etapa de su desarrollo debían colgar torpemente de la blanquecina cubierta de su rostro (que, por aquellos pómulos insólitamente altos, parecía bregar en aguas agitadas).

Su cuerpo largo y esbelto no podía, por muy elocuentemente que pudiese afirmarse a sí mismo, haberse hecho oír por encima del maloliente estrépito de la ropa que vestía.

Su mente no contaba gran cosa, desde luego: en los arrabales de Richmond Sur, la inteligencia no importaba nada. Pocos eran los condiscípulos que advertían que sus ojos brillaban como faros y que se preguntaban quién conducía allí dentro.

Cuando decían: «Ahí viene (o "ahí va") Sissy Hankshaw», querían decir: «Ni un pulgar más ni un pulgar menos».

Pues, fuese adonde fuese, aquellos rollos de carne iban con ella; aquellos plátanos, aquellos chorizos, aquellas porras, aquellas vainas rosadas, aquellos cerotes de carne. Como de contrabando, los trasportaba por la ciudad en sus andrajos, enarbolándolos en esquinas adecuadas y mirándolos siempre como si fuesen manifestaciones de algún secreto que sólo ella comprendiera, aunque en la atmósfera bóveda de banco de los años Eisenhower de Richmond, Virginia, debían resaltar dolorosarnente…

(Es extraño que se la recordase tan vagamente en Richmond en años posteriores. Cuando el autor preguntó al difunto doctor Dreyfus al respecto, el cirujano contestó: «Según el artista Michelangelo, "La figura humana es el ornamento ideal de una hornacina". Aunque no creo que esto signifique mucho para usted».)

Aunque, como aquel gato que miraba el mundo a través de gafas color ratón, fuese Sissy más bien insular, no debe suponérsela inmune a esos incrementados flujos de hormonas y matizados pensamientos que, de todos los trillones de reacciones viscerocerebrales descargadas por el sistema límbico de nuestros despreocupados cerebros, diferenciamos para honrarlos como «los auténticos sentimientos humanos».

Un día, un viernes de primavera, casi al final de un semestre, más de tres años después de que la examinase el doctor Dreyfus y a los pocos meses de cruzarse en su vida la peculiar ciencia de Madame Zoé, fue invitada a una fiesta. Se trataba de un baile de disfraces, y lo daba Betty Clanton, hija de un droguero y una de las chicas más privilegiadas de aquella escuela para blancos pobres y asolada por las cucarachas.

Sissy pensó durante todo el jueves que no iría a la fiesta de Betty. Todo el viernes con su noche (cuando estaba sobre tres, sí tres, almohadas) pensó que no asistiría a la fiesta de Betty. Pero a última hora de la tarde del sábado, con un sol que hacía horas extras y metía la nariz por todas partes, y verdes ranas atisbando y madreselvas poniendo lánguida bastilla al penetrante oro que colgaba como una cortina sobre los almacenes de tabaco, con una máquina de escribir de pájaros lanzando sonetos en los brotes de cerezo silvestre (y ojalá tú me muevas a expresar ¡Ting! Vuelta de carro, el amor que te tengo con las palabras justas? ¡Ting! Remedaban los pájaros), mientras la primavera en general avanzaba como en progresión geométrica, empezaron a ocurrírsele ideas. Quizá por vez primera en su vida (aunque la escuela dominical la había conmovido en ocasiones, y aunque el pecho de Madame Zoé y las ya habituales molestias automovilísticas sin duda la habían estremecido), se sintió dirigida por fuerzas distintas a sus pulgares. Oía música que no era la música de la carretera; cabeceaba a ritmos más suaves y más ligeros que los del autoestop. Algo de la primavera había telefoneado algo a su sistema límbico invirtiendo las cargas. Algo había conmovido a Sissy Hankshaw; qué importa qué.

Y salió Sissy al patio trasero y cogió plumas donde su mamá había desplumado recientemente a una gallina. Y, con cinta aislante, las dispuso (lenta y torpemente) en una especie de cabezal. Y con las acuarelas viejas de Jerry se pintó lo mejor que pudo, sin olvidar en el último momento pintarse las manos.

Y fue al baile de disfraces de Betty. Disfrazada de Caballo Loco. Y bebió dos botellas de Coca cola; y mascó un paquete de galletas; y escuchó los nuevos discos de Fats Domino; y sonrió con algunos chistes; y se fue pronto. Sólo dos arroyuelos surcaron la pintura de guerra revelando lo que sintió cuando Billy Seward, el novio de Betty, el chico más popular de la escuela, apareció de pronto entre risas y gritos con dos pulgares gigantes de cartón piedra. Billy ¡ay! se había disfrazado de Sissy Hankshaw.

12

– CUANDO UNO se cría con alguien acaba aceptándolo, aunque sea extraño -dijo Betty Seward, antes Clanton. Comprobó la cafetera. Aún seguía girando. El café giraba y giraba en el recipiente. Sus ruedas cantaron en las narices del entrevistador. Cantaban una canción del pasado.

– Quiero decir que no es que ella fuese precisamente rara o estuviese chiflada; era una chica muy lista y muy educada y muy agradable, pero, en fin, tenía aquella cosa suya; lo que quiero decir es que al cabo de los años acabamos acostumbrándonos, aunque, claro, de vez en cuando…

»Recuerdo la noche en que nos dieron los títulos de bachiller. Cuando te nombraban, tenías que levantarte, subir al escenario y cruzarlo y recibir el diploma del director con la mano izquierda y estrecharle la mano derecha. Pero a Sissy no le gustaba dar la mano a nadie. Ni siquiera al director. No era que no pudiese; sencillamente no le gustaba. El señor Perkins se enfadó muchísimo. Y muchos chicos se quejaron diciendo que Sissy estaba convirtiendo nuestra graduación en una burla.

»Hay una vieja cantera abandonada en Richmond Sur, que tiene una poza, y solíamos bañarnos allí cuando podíamos. Al día siguiente de graduarnos, nuestra clase decidió hacer una excursión hasta allí (nosotros solos y a escondidas, éramos el mismo demonio) y algunos chicos mayores que ya conducían habían quedado en recogernos y llevarnos. Teníamos que recoger también a Sissy, pero por pura rabia decidimos no hacerlo. La dejamos. Pues bien, hacia el mediodía, alguien la vio en la carretera parando un coche, haciendo autoestop como era su costumbre, ni herida ni avergonzada; entraba en cualquier coche que parase, pero sin aparecer por el lugar de la excursión. Estuvo pasando durante todo el día carretera arriba y carretera abajo junto a la cantera. Pero no paró ni una sola vez. Se limitó a pasar y pasar.

»Bueno, en fin, la mayoría de los que participaron en la excursión tuvieron quemaduras de sol, un tercio se vio afectado por zumaque venenoso, y unos cuantos se emborracharon y se pusieron malos con la cerveza que compraron los chicos mayores y nos echaron una bronca en casa, y a un chico le mordió una culebra y otro se sentó sobre cristales rotos. Yo pensaba, vaya, esa Sissy es la única que ha salido bien de este día; no le pasó nada porque se mantuvo en movimiento. ¿Comprende lo que quiero decir?

La señora Seward dejó la silla para apagar la cafetera.

– No recuerdo ahora a que edad descubrió que tenía sangre india. La familia de su mamá, muchos de ellos, habían vivido en el Oeste, en los Dakota, y un miembro de la familia se había casado con una india, no recuerdo la tribu…

»¿Siwash? Eso, Algo así. Bueno, pues una vez vino de visita, de Fargo, una tía de Sissy, una hermana de su mamá, y había entonces mucho jaleo por aquí con lo de la integración; a nadie le gustaba que el Tribunal Supremo viniese a decirle que tenía que ir a la escuela con los de color, y supongo que los Hankshaw estaban discutiendo el asunto como todos los demás cuando la tía descubrió el pastel de la sangre india en la familia. ¡La que se armó! El papá de Sissy se puso furioso. No sé por qué; un indio es distinto que un negro. Pero creo que estuvo a punto de divorciarse de su pobre mujer. A Sissy, sin embargo, le encantó aquello. Calculó que tenía una dieciseisava parte, de ¿cómo era?… de siwash. Habló del asunto en la escuela. Nunca la habíamos visto tan animada. A partir de entonces, mostró mucho interés por los indios, aunque no tanto como por el autoestop. Por supuesto, no tenía el mínimo aspecto indio. Era tan rubia como un albaricoque. Pero durante un tiempo, como consecuencia, empezó a hacerse dibujos en sus pobres pulgares. ¡Dios santo! Sus propios hermanos tenían que agarrarla y borrárselos.

Ya suficientemente hecho, hizo el café el corto viaje de la cafetera a la taza. Fue un viaje directo. No hubo más paradas en su ruta. Betty Clanton Seward sacó una caja de galletas saladas y un pulverizador marrón y amarillo.

– Esto es la última novedad que hay en las tiendas -dijo, blandiendo el pulverizador-. Si se rocía una galleta de soda normal con ella… -zzzzzzt zzzzzzt-… sabe como una pasta de chocolate. Tome.

Rechazó el entrevistador la oferta. Él quería formular preguntas claras y concisas relacionadas con una antigua compañera de clase de la señora Seward. No quería llenarse la boca de galletas de soda, aunque supiesen a pastas de chocolate. (¿Qué inventarán la próxima vez estos japoneses?)

– Algunas veces, lo admito, la miraba, sentada allí en la escuela, tiesa y sonriente, y pensaba que quizá tuviese algo especial, algo aparte de su condición física, quiero decir, algo positivo. No podía seguir el programa de secretariado porque no podía escribir a máquina. Tenía buenas ideas en clase de arte, pero no era capaz de plasrnalas; además, sólo consiguió una C en labores del hogar porque no podía coser, y todo el inundo conseguía A o B en labores del hogar. Aún así, y aunque su futuro parecía sombrío, yo tenía la sensación de que Sissy podía enseñarnos algo a los demás. Sólo que nunca llegué a saber qué exactamente. Y supongo que yo era tan, bueno, tan insensible a ella como el resto. Un día después de oscurecer, cuando pensaba que nadie podía verla, apareció con una carga de junquillos que había cortado (desenraizado a patadas, en realidad) en alguna carretera y los dejó en el porche de mi casa. Creo que le caía simpática.

Betty Clanton Seward tiró de un mechón de su pelo como una absorta ordeñadora podría tirar de una teta al alba.

– Lo hizo muy silenciosamente, pero aun así la oí. Yo estaba en el piso de arriba poniéndome rizadores y miré por la ventana y la vi. Pude saber quién era por brillar la luz de la luna en su… en su anormalidad.

»Bueno, no pude mantener la boca cerrada. Se lo conté a la gente en la escuela v se burlaron mucho de ella.

»Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue cuando di un baile de disfraces e invité a Sissy, en parte porque me daba lástima, pero también porque era, no sé cómo decirlo, pero en cierto modo me fascinaba. Y entonces Bill (ahora es mi marido, es químico de la fábrica Philip Morris, debería hablar usted con él), Bill, digo, hizo un par de pulgares inmensos de cartón y alambre y ése fue su disfraz. Él no pretendía ser cruel, pero ya sabe usted como son los chicos. Inconscientes.

Suspiró. Ordeñó otro medio litro de su pelo. Luego, cuando tuvo ante sí el café, se irguió.

– Dios mío, son casi las dos. Tengo que empezar a arreglarme. ¿Me disculpa? El pequeño Willie tiene que ir al médico a las tres. Van a quemarle una verruga.

Se refería al muchacho de diez años que había estado dedicado al saqueo por los bordes de la entrevista, mascando pastas y galletas por docenas y que mostró su pie descalzo (lavado, a Dios gracias, en fechas recientes) y en que había, desde luego, una verruga como un erizo. El entrevistador se preguntó por qué la señora Seward no rociaba sencillamente la verruga hasta que supiese a pasta de chocolate y dejaba que Willie se la comiera.

El entrevistador no le dijo esto a la señora Seward.

Hubo algo más que el entrevistador no dijo a la señora Seward.

No le dijo que la próxima vez que una persona se adornase con falsos pulgares imitando a Sissy Hankshaw, ello constituía un acto de homenaje.

La señora Seward lo habría considerado ridículo, un homenaje de pulgares de corteza de árbol balanceándose impertinente ante la cara del siglo xx como un bosque de diplomas prehistóricos que no esperasen ningún apretón de manos a cambio. En realidad, era un poco ridículo. Pero, por ser ridículo, sabemos que es cierto.

Intermedio de Vaquera (Venusiana)

Es tan densa la atmósfera en Venus que los rayos de luz se doblan como si fuesen de gomaespuma. La inclinación de la luz es tan extraordinaria que hace que el horizonte bascule hacía arriba. Así, si se colocase uno en Venus, podría ver el lado opuesto del planeta mirando directamente hacia arriba. Quizá sea mejor que nosotros, aquí en la Tierra, resistamos la tentación de espesar nuestra atmósfera. Quizá deberíamos recelar de esos dirigentes que insisten en que consideremos que la contaminación es nuestra aliada.

Imagínate que eres una vaquera, que trotas en tu potro por las lomas herbosas de Dakota. De pronto oyes trompetear un grito agudo. Te vuelves en la silla y miras hacia arriba… esperando ver una bandada de grullas chilladoras, bailando en el aire al son de su propia música chillona. Y en vez de eso, ves una corneta que toca a diaria al otro lado del mundo. El ejército chino vivaquea por el cielo.

13

UN JUNIO, Richmond, Virginia, despertó con los frenos puestos y los mantuvo así todo el verano. Era perfecto; se trataba de la Era Eisenhower y nadie iba a ninguna parte. Ni siquiera Sissy. Es decir, no iba lejos. Subía y bajaba por la Avenida Monument, por ejemplo; haciendo autoestop arriba y abajo por aquel amplio bulevar tan salpicado de venerados cañones y estatuaria heroica que se le conoce por toda la geografía de los muertos como el cinturón bananero de los generales espabilados.

La antigua capital de la Confederación hacía tiempo bajo el calor. Sus botas alzaban nubéculas de polvo de tabaco, un poco de polen de glicina y nada más. Todas las mañanas, domingos incluidos, se alzaba el sol como con un tee [1] de golf en la boca. Sus rayos rebotaban, independientemente pero por igual, en los estanques del West End, las cañas de cerveza del Sector Sur y las navajas de afeitar del barrio pobre. (En aquellos días, Richmond estaba retorcido como los pliegues del cerebro, como si, como el cerebro, intentase impedir conocerse a sí mismo.)

Al anochecer, la luz de un número siempre creciente de televisores bañaba la atmósfera de una engañosa frialdad. Se ha dicho que los auténticos albinos producen luz de luminiscencia similar cuando defecan.

A mediodía, la ciudad parecía el interior de una sandía napalmeada.

Siempre que podían, hombres, mujeres, niños y animales domésticos permanecían a la sombra, hablando poco, se movían menos, veían girar las paletas de los ventiladores de acuerdo con la naturaleza de su oficio de ventiladores. Sólo Sissy Hankshaw frecuentaba voluntariamente aquellos lugares donde la brea estaba pegajosa, donde centelleaba la grava frita, donde se marchitaban las hierbas, donde se fragmentaba el asfalto (restos del pastel de cumpleaños del Diablo), donde el gastado hormigón traducía al alfabeto Braille largas y enconadas polémicas entre los niveles orgánico e inorgánico de la vida. (Si alguna vez has lamido níquel o besado acero, conoces tal polémica.)

Hay quien dice que el exceso de sol ablanda el cerebro (ya repugnantemente blando) y quizás eso fuese lo que la moviese a hacerlo. Quizá fueron los amarillos guantes de hidrógeno que aporreaban sus oídos; quizá la radiación solar diese a sus átomos un giro un tanto raro. Por otra parte, su acción quizá no fuese más que indicio del alcance de su ambición, que, aunque notable, difícilmente podría considerarse más extraña que la que impulsó al pequeño Mozart, a los nueve años, a componer una sinfonía.

En cualquier caso, y fuese lo que fuese, una sudorosa pero por otra parte indefinible tarde de primeros de agosto del 60, una tarde exprimida del ratonesco hocico de Mickey, una tárele esculpida en puré de patatas y lejía, una tarde rebañada del plato canino de la meteorología, una tarde que podía dormir acunando a un monstruo, una tarde que normalmente podría no haber producido nada más notable que un simple sarpullido, Sissy Hankshaw se bajó de una acera en la calle Hull de Richmond Sur e intentó parar con el pulgar una ambulancia, intentó pararla en realidad dos veces: a la ida y a la vuelta.

Aullando, parpadeando sus luces rojas como en frenética y aficionada imitación del sol tranquilamente profesional de aquel verano, iba la ambulancia en viaje de servicio. Naturalmente, no paró. ¿Lo esperaba ella? ¿La habría abordado, uniéndose a su sangrante o agonizante carga si hubiese parado? ¿Habría, en caso de haber podido pararla, probado fortuna después con un coche fúnebre?

Conjeturas. El carro de carne siguió su camino, y Sissy, a diferencia del joven Mozart, no se vio recompensada siquiera con un terrón de azúcar por su experimento. Sin embargo, la tripulación de la ambulancia no dejó de percibir su llamada. Antes de que Sissy se alejase muchas manzanas, fue detenida por primera vez en su carrera.

Su aparición en la comisaría originó un pequeño revuelo. Por una parte, la chica tenía un aire patético; por otra, mostraba una serenidad de vientre de Buda, y para la mentalidad del policía, la serenidad huele a falta de respeto. Era menor, su delito difícil de clasificar, el procedimiento inseguro. Un periodista especializado en temas policíacos del News Leader fue el primer periodista que se interesó en ella; telefoneó a su director para que enviase un fotógrafo. Los funcionarios de archivos se asomaban furtivamente a las esquinas para echarle un vistazo. Otros presos hacían comentarios. Por último, el sargento de guardia le dio un sermón adoctrinándola para que no volviese a obstaculizar la tarea de los vehículos de emergencia e hizo luego que un agente femenino la acompañase a casa.

El fotógrafo llegó demasiado tarde para sacar fotografías y el periodista se enfadó, pero para los demás implicados, una liberación rápida era ideal: los policías la apartaron de sus cabezas cortadas a cepillo. Sissy volvió al trabajo. A primera hora de aquella húmeda tarde, cuando un voraz incendio convertía el material de un billón de Pall Malí en almacén en humo prematuro, fue otra vez detenida: por intentar parar un coche de bomberos.

Esta vez la ficharon y la retuvieron veinticuatro horas en el centro de detención de jóvenes, aunque una vez más las autoridades consideraron oportuno dejarla libre. Influyó no poco en que la dejaran la frustración del encargado de tomar las huellas dactilares.

14

A RICHMOND, VIRGINIA, se la ha llamado ciudad «a prueba de crisis». Esto se debe a que su economía apoya un pie en los seguros de vida y el otro en el tabaco. En épocas de cólico económico aumentan las ventas de tabaco, aunque las otras ventas se derrumben. Quizá la inseguridad de las finanzas ponga nerviosa a la gente. Y el nerviosismo mueva a fumar más. Quizás un cigarrillo dé algo que hacer con las manos al parado. Quizás el llevarse la pipa a la boca ayude a olvidar que no se ha comido carne últimamente.

En épocas de crisis, los beneficiarios de las pólizas logran abonar de un modo u otro las cuotas del seguro. El seguro de vida quizá sea la única inversión que puedan permitirse mantener. Quizás insistan en mantener la dignidad frente a la muerte por no haberla mantenido nunca frente a la vida. ¿O será que el fallecimiento de uno de sus miembros asegurados es la única posibilidad que tiene una familia de hacerse rica?

Richmond ha celebrado todos los otoños, desde hace muchos años, su economía a prueba de depresión. Se llama al festejo Festival del Tabaco. («Festival del Seguro de Vida» no habría resultado tan emocionante.)

A Sissy Hankshaw le gustaba ver los desfiles del Festival del Tabaco. Desde una acera de la calle Broad, donde procuraba asegurarse un buen puesto acudiendo temprano, tenía por costumbre, una vez acumulado el valor suficiente, intentar parar los descapotables en que pasaban las diversas Princesas del Tabaco. Los conductores, tanto los de la Joven Cámara de Comercio como todos los otros, jamás la veían; miraban siempre al frente por motivos de seguridad (los dioses del tabaco habrían tosido rayos si uno de los vehículos de la Joven Cámara de Comercio hubiese irrumpido en los cuartos traseros de una carroza de filtros Malboro) pero las saludantes princesas, que proyectaban rayos oculares y claridad dental sobre las multitudes, siempre alertas de parientes, novios, fotógrafos y buscadores de talentos, las princesas, digo, captaban a veces la imagen de un inmenso pulgar suplicante, y, por un desconcertante segundo (¡Oh los peligros de la inocencia al servicio de la nicotina!), perdían su cuidadosa compostura. Hemos de preguntarnos qué historias no irían contando sobre aquellos pulgares las beldades cuando volviesen a sus casas de Danville, Petesburg, South Hill o Winston-Salem, cuando el Festival del Tabaco de aquel año fuese ya colilla.

En 1960, la cabalgata del Festival del Tabaco se celebró la noche del 23 de septiembre. El Times Dispatch informó que había menos carrozas que el año anterior («Pero eran más imaginativas y de más de dos metros por lo menos»); aun así, el desfile tardaba noventa minutos en pasar por un punto dado. Había veintisiete princesas, entre las cuales Lynne Marie Fuss (Miss Pennsylvania) fue proclamada al día siguiente Reina de Tabacolandia. El gran mariscal del desfile fue Nick Adams, estrella de una serie televisiva llamada «El Rebelde». Adams era una elección perfecta pues el tema de «El Rebelde» era la guerra civil y estaba patrocinada por una importante marca de cigarrillos. El actor se enfadó en el momento del desfile en que descubrió, bastante bruscamente, que el flanco de su caballo era blanco de una pandilla de chicos armados con cerbatanas. Había pasacalles, payasos, formaciones militares, majorettes de tambor, dignatarios, autoridades, animales, «indios», unas cuantas vaqueras provisionales, incluso, con camisas de serpentino brillo sobrecargadas de ubres y bordados; había vendedores de souvenirs y la ya mencionada pandilla de malvados cerbatañeros. El administrador municipal, el señor Edwards, calculó la asistencia al «ruidoso y costoso espectáculo» en cerca de doscientas mil personas, la mayor asistencia con mucho de la historia del festival. Sissy Hankshaw no estaba entre el gentío.

Al otro lado de la ciudad, a kilómetros de los miles (que, según el periódico, «chillaban, reían y aplaudían»); al otro lado del James, en Richmond Sur, donde, a pesar de las teorías económicas, siempre era período de crisis económica; en una casa húmeda y miserable, con frescos de mugre y bajorrelieves de termitas; ante un espejo de cuerpo entero implacable en su reflejo de pulgares, estaba Sissy desnuda. (Jamás digas «en pelotas». «Desnuda» es una dulce palabra, pero a nadie en su sano juicio le gusta «en pelotas».)

Sissy estaba tomando una decisión. Era un punto culminante de su vida y no podía permanecer inmóvil durante los noventa minutos de desfilante propaganda tabaquera.

En las siete semanas que siguieron a la detención de la muchacha, le habían sucedido muchas cosas. Primero, un ayudante del fiscal del distrito, animado por la agente que acompañó a Sissy a casa, andaba intentando que la mandasen a un reformatorio. El defensor público se dedicaba a utilizar esos términos («incorregible», «díscola» e «incontrolable»), que, cuando se aplican a una joven, significan simplemente que se acuesta con chicos. Hasta 1960, la inmensa mayoría de las delincuentes juveniles encarceladas lo estaban por haber desarrollado un gusto prematuro por la relación sexual (prematuro a los ojos de la sociedad civilizada, claro está, pues según el calendario de la naturaleza, el año doceavo o treceavo es perfectamente idóneo).

El que nuestra Sissy siguiese libre aquella tarde de septiembre en que cigarrillos animados cabrioleaban en rutilante paso de oca Calle Broad abajo, debíase en parte a los esfuerzos de una asistente social a quien habían asignado su caso. Sin embargo, aunque la señorita Leonard había ayudado a evitar que Sissy fuese al reformatorio insistiendo en que la afición de la chica al autoestop era una afición casta que no representaba amenaza alguna para la sociedad, había sido también, por su parte, un elemento desestabilizador. Unas semanas atrás, se había obstinado en convencer a Sissy de que asistiese a un baile con ella, un baile «especial» donde la chica «se sentiría a gusto». Al fin, el teléfono límbico había tintineado de nuevo («Lista su llamada a Romance… Por favor, deposite sesenta y cinco micro-gramos de estrógeno para los tres primeros minutos».) Y Sissy se encontró palpitando con un etiquetero traje de noche que había utilizado una prima en un lejano baile de presentación en sociedad y con el que algunas polillas habían estado bailando recientemente al cachetito. Los arreglos del traje habían forzado a Sissy y a la señorita Leonard a llegar tarde al local donde se desarrollaba la velada. Cuando Sissy leyó el cartel que decía baile industrias buena voluntad, empezó a sospechar que ni siquiera debería haber ido. Una vez dentro, se convenció de ello. El suelo del salón brillaba babosamente mientras cojeaban, se tambaleaban, se deslizaban y giraban los dedos de cangrejo y los talones de pollo de una muchedumbre o más de dislocados, girantes y desvencijados organismos; mientras a la roja luz de farolillos chinos caseros, fisuras palatinas, labios leporinos, fojas mandíbulas, tics, espasmos, espumarajos, ojos saltones, narices chorreantes y deformes cráneos basculaban a ritmos diversos, inspirados por un disco de Guy Lombardo y los cinéticos ejemplos de sus compañeros de baile. Cuando Sissy se congeló de alarma, la señorita Leonard la adoctrinó: «Mira querida, comprendo perfectamente lo que os pasa a vosotros.» Y esbozó una sabia sonrisa indicando las notables criaturas que arrastraban los pies vacuamente o se descomponían por todas las articulaciones al compás de la «música más dulce de este lado del paraíso». «Comprendo lo que es estar aquí. Los polios no pueden soportar a los que tienen parálisis cerebral. Éstos rechazan a los defectuosos congénitos, y todos ellos odian a los retrasados. Me doy perfecta cuenta, pero tienes que superarlo; los disminuidos deben unirse.» Y cuando empujó suavemente a Sissy hacia el escenario, donde los pilotos de silla hacían girar sus ruedas, la chica, por primera vez en su vida, oyó alzarse su propia voz sobre una pequeña fosforescencia. Sissy gritaba: «¡yo no soy disminuida, maldita sea!» El grito hizo terrones el azúcar de Guy Lombardo. Los bailarines se detuvieron, algunos tardaron más en conseguirlo que otros. Todos la miraban fijamente. Algunos reían y cloqueaban. Luego, uno a uno, empezaron a aplaudirla. (Algunos lo hacían con una sola mano, en agitada e involuntaria ilustración del más famoso proverbio de budismo zen.) Cada vez más inquietos, temerosos casi, los encargados pidieron calma, y la señorita Leonard, en una tentativa de iluminar con luz más razonable el escenario, empezó a arrancar el papel rojo de las calvas bombillas, pero el aplauso se desplomó en un fofo final cuando Sissy salió corriendo de la sala de baile. Sissy llevaba prendido aquel extraño aplauso como un ramillete de flores de pantano mientras hacía autoestop hacia casa con su primer traje de noche, valseando el vals del automóvil.

Ahora estaba ante el espejo. No podría oír las bandas de músicos atronando «Dixie» cuando el paquete de cigarrillos parlante lanzara sus zapatillas de plata sobre la ciudad en la calle Broad, pero aún podía oír el rumor del Baile Industrias Buena Voluntad, aunque hubiesen pasado semanas. Quizás el sonido llegue más lejos a través del tiempo que del espacio. Es igual. Hubo un ruido más apremiante: la voz de su papá desde la habitación contigua. El papá de Sissy utilizaba su voz de Carolina, su voz de borracho, aquella voz que parecía pasar a través de la ropa interior de Daniel Boone. Hablaba del Coronel, el cincuentón de amarilla chaqueta deportiva que llevaba años solicitando dirigir la carrera de Sissy en el mundo del espectáculo. «Empezaremos con mi espectáculo de feria, claro», decía el Coronel, y luego trazaba un camino por la dorada escala que llevaba directamente hasta Ed Sullivan. A los Hankshaw les desazonaban las explicaciones del Coronel. Habían procurado disuadirle. Pero recientemente, el señor Hankshaw había empezado a cambiar de opinión. Por dos razones: Sissy empezaba a causarle problemas y el Coronel había doblado su oferta. El señor Hankshaw era un trabajador, un obrero, después de todo; y en su pecho, como en el pecho de los obreros de todo el mundo, latía el grasiento corazón del acaparador. (¿Podrían equivocarse tan universalmente los estetoscopios marxistas? ¿Tenían chicle en las orejas todos los especialistas socialistas del corazón?) El papá y la mamá de Sissy discutían en aquel momento sobre el contrato, ya firmado por el Coronel, que yacía sobre el televisor como una funda de almohada recién planchada.

Sus hermanos no estaban en casa para defenderla. Júnior estaba viendo el desfile con la chica a la que pronto habría de unirse en matrimonio. Jerry en cuidados intensivos (no debe extrañarnos que los Hankshaw necesitasen el dinero del Coronel) en la Facultad de Medicina de Virginia. Tras ser rechazado en el cuerpo paracaidista por su estatura, Jerry se había colocado en una rueda de feria en la Exposición Rural de Atlantic (algo tenía que hacer) y la ley de gravedad, esa vieja robaescena, había entrado una vez más en acción.

Otras cosas molestaban a Sissy. Cosas tan insignificantes como su incapacidad para encontrar información sobre los indios siwash, sobre los que deseaba escribir una redacción en la escuela. Cosas tan enojosas como el hecho de que los quinceañeros del barrio hubiesen empezado a seguirla siempre que se ponía a hacer autoestop, parándose a su lado e intentando engatusarla, tanto por malicia como por lujuria, para que montase en sus vulgares Fords.

Muchas cosas habían cambiado en el mundo de Sissy Hankshaw; incluida su propia imagen física. De pronto, en el año diecisiete de una vida que había empezado con el galimatías de un médico y el asombro de una enfermera, se había hecho encantadora. Se había establecido por fin un pacto entre sus rasgos predominantemente angulosos (pómulos altos, nariz de finura clásica, frágil barbilla, plácidos ojos azules) y su boca, decididamente redonda: una boca plena y fruncida que La Condesa compararía más tarde con la vagina de un visón en época de celo. Su figura había acabado ajustándose a la talla media de la modelo de alta costura: medía uno setenta y tres en calcetines. Pesaba sesenta kilos y volvía a medir 82-60-85; una de esas bellezas huesudas de las que dicen los guasones: «Cuando se caen por las escaleras suenan como un cubilete de dados».

Se había entregado por completo al autoestop porque hasta entonces no tenía otra cosa ni esperanza. Pero, ay, ahora, había una elección. O la posibilidad de una elección. Era guapa. Y una chica guapa siempre puede abrirse camino en una sociedad civilizada. Quizá debiera buscar un trabajo, trabajar y trabajar y ahorrar dinero (aunque tardase años) para volver al doctor Dreyfus a que le hiciese aquella compleja operación; y poder llevar así una vida humana femenina normal.

Pero siempre que se lo decía a sí misma (allí, ante el espejo), siempre que pensaba «doctor Dreyfus» o «vida normal», sus pulgares la contestaban en pulgarano: Hormigueos, palpitaciones y picores. Hasta que comprendió al fin y aceptó lo que siempre había intuido. Tenía toda la razón cuando gritó en el baile. Sus pulgares no eran ningún defecto. Más bien eran una invitación, un privilegio otorgado audaz y descortésmente, perfumado de peligro y sorpresa, que ofrecía más libertad de movimientos, invitándola a vivir la vida a un nivel «distinto». Si se atrevía.

Pues bien, aproximadamente cuando el órgano de vapor jadeaba como un enfisema a través de los pulmones de Tabacolandia, Sissy decidió atreverse, Y aproximadamente en el instante en que decidió atreverse, empezó a reír. Y se reía con tal abandono, con tan secreto gozo, que apenas cabía en las bragas, aunque papá mirase desde el salón con una mirada persistente y granítica.

Sus padres le advirtieron que no saliera, pero su atención estaba centrada en la pantalla de la tele cuando Sissy se acercó a la nevera y se metió furtivamente un paquete de queso Velveeta en el bolsillo del abrigo. Allá saltaron también algunas aceitunas. Se les unió una manzana. Media rebanada de Pan Maravilla dijo, qué demonios, allá voy también, qué tengo que perder. «Nada», dijo Sissy.

Logró salir por la puerta de atrás durante un tiroteo de «Gunsmoke»; agradeció en silencio al comisario Dillon por cubrirla, pero no pensó luego en lamentarse por la señorita Kitty, siempre encargada de saloon, jamás vaquera.

Corriendo a toda prisa, saltándole las aceitunas del bolsillo, llegó a la esquina donde cortaba Hull Street la Ruta 1 U. S., que en 1960 aún era la principal autopista interestatal norte-sur.

Cuando alzó un brazo, la luz había cambiado y pasaba ya el primer coche, un Lincoln azul como un buque matrícula de Jersey. Durante un segundo pareció como si hubiese alzado el brazo tarde, pareció que el conductor no había advertido su gesto. Pero no, algo de éste (quizá un resplandor de neón sobre la uña) obstruyó los bordes de su visión. Miró hacia atrás a tiempo de ver el apéndice completo, inmenso, frotado, lubricado, zepelinesco, tan fresco y recién nacido como un huevo, invocando un extraño intermedio entre lo gozoso y lo amenazador, mientras nadaba a nivel de ojo por la ventana trasera opuesta.

Frenó.

¿Qué podía hacer?

– ¿Va hacia el norte? -preguntó Sissy para empezar, cuando la puerta se abrió hacia ella como losa de cielo caramelo. Le habría dado exactamente igual que fuese en otra dirección.

– Puedes apostar tu astroso culo blanco a que sí -dijo el conductor sonriendo sardónicamente. Era piel-negra y boineado, y difícil determinar qué destacaba más si los saxofones de su asiento trasero o los dientes de oro de su boca. Vaciló Sissy. Mas, ¿qué demonios? Imitando al Pan Maravilla, se dijo: «Bueno, ¿qué puedo perder?» y subió.

Había en realidad, en aquel conductor un algo distinguido, en el hormigueo de tesoro cuando sonreía, en la nube de humo de marihuana en que se asentaba (¡qué distinto de los celebrados humos de Richmondl); en la gardenia de la solapa y en la botella que llevaba al lado, en el nivel al que sus camafeados dedos situaron el volumen de la radio, en la velocidad con que hizo despegar aquel gran Lincoln de los arrabales tabaqueros, elevando constante y permanentemente a Sissy Hankshaw a las alturas.

Y Sissy Hankshaw, dando rodilla con rodilla de emoción y miedo, y sin saber qué otra cosa hacer, hurgó en su desgarbado abrigo y ofreció al negro una rebanada de queso.


Intermedio de Vaquera

Fuego es asociación de materia y oxígeno. Si se tiene en cuenta esto, todo incendio puede considerarse una reunión, una ocasión de fiesta química. Fumar un puro es poner fin a una larga separación; quemar una comisaría es mandar de vuelta a casa a billones de felices moléculas.

Junto a un cenagoso lago, en un oscuro sector de los Dakota, una hoguera de campamento sonreía alzando la cabeza. A su alrededor, sin embargo, se alzaban varias llamas de descontento de un grupo de vaqueras. Algunas se quejaban de que el guiso era insípido y caldoso.

– Este guiso está muy caldoso -dijo una.

– Es como leche de vaca enferma -dijo otra.

Debbie, de servicio en la cocina aquel día, se puso a la defensiva.

– Ya sabéis que no os convienen las especias -dijo-. Las especias queman la barriguita e inflaman los sentidos -continuó, utilizando dos metáforas impropiamente inspiradas por el fuego.

Las insatisfechas comensales refunfuñaron y empezaron a burlarse de ello y como la pequeña Debbie parecía tan al borde de las lágrimas, Bonanza Jellybean salió en su defensa:

– Es un hecho bien conocido -dijo Jelly- que la razón de que la India esté superpoblada es que el polvo de curry es un afrodisíaco.

Delores del Ruby expulsó un ascua de la reunión con un agudo chasquido de su fusta.

– Chorradas -dijo-. Sólo hay un afrodisíaco en el mundo.

»Y es material extraño.

15

– EL AUTOESTOP no es un deporte. No es un arte. No es, desde luego, un trabajo, pues no exige ninguna habilidad especial ni produce nada de valor. Es una aventura, supongo, pero una aventura superficial e indigna. El autoestop es parasitario, ni más ni menos que la mendicidad directa, según mi opinión.

Tales palabras dirigía Julián Hitche con tono exasperado a Sissy Hankshaw. Sissy no se molestó en dar respuesta a las acusaciones de Julián, y, claro está, el autor, que es ambivalente respecto a todo este asunto del autoestop, no va a hacerlo por ella.

De Whitman a Steinbeck y a Kerouac, y por encima de los inquietos polluelos de los sesenta, la carretera norteamericana ha representado una posibilidad de orientación, de fuga, una oportunidad y un medio de llegar a otro sitio distinto. Aunque ilusoria, la carretera era libertad, y el modo más libre de recorrerla era hacer autoestop. En los sesenta, tantos jóvenes norteamericanos andaban por la carretera que el autoestop adquirió, pese a la opinión de Julián, características de deporte. En la sección de correspondencia de revistas pop como Rolling Slone, los autoestopistas se ufanaban de marcas de velocidad y distancia y se publicaron manuales completos para asesorar a los novatos en el «juego».

Aunque parezca extraño, Sissy se mantuvo virtualmente al margen de este fenómeno cultural. Abordarla con el fin de obtener consejos prácticos sobre el tema del autoestop habría sido casi inútil. Quizá no hubiese dicho, por ejemplo, como Ben Lobo y Sara Linses en su folleto A un lado de la carretera: Una guía de los Estados Unidos para autoestopistas, que las leyes de Montana prohiben estrictamente el autoestop en las cercanías de las instituciones para enfermos mentales. Y es difícil saber cómo habría reaccionado ante ese consejo magistral que aparece en el Manual de autoestopistas de Tom Grimm: «No utilice el pulgar para hacer autoestop. Utilice un cartel.»

O ante esta observación de Grimrn: «Dudo que la mayoría de las chicas puedan recorrer tranquilas en autoestop largas distancias solas». Sissy no habría tenido más remedio que ponerse a reír a carcajadas.

Porque el día que en su clínica de Nueva York el doctor Goldman le administró el «Suero de la charla», varios años después de que el Lincoln del músico negro la alejara de casa y familia, Sissy pudo decir:

– Por favor, no lo considere inmodestia, pero soy realmente la mejor. Cuando tengo las manos en forma y el cronometraje es correcto, soy lo mejor que hay, hubo y habrá.

»De más joven, antes de este paro forzoso que ha estado a punto de acabar conmigo, hice una vez autoestop ciento veintisiete horas sin parar, sin comer ni dormir, crucé dos veces el Continente en seis días, refresqué mis pulgares en ambos océanos y conseguí viajes después de medianoche en autopistas sin iluminación, tal era mi destreza, mi persuasión, mi ritmo. Logré establecer marcas y batirlas inmediatamente; yendo más allá, y más deprisa, que ningún autoestopista antes ni después. Con los años, sin embargo, pasé a preocuparme más por sutilezas y matices de estilo. No me interesaba ya el tiempo en términos de kilómetros por hora. Empecé a hacer autoestop en algo parecido al tiempo geológico: lento, antiguo, vasto. De día, solía dormir en zanjas y entre matorrales, arrastrándome fuera al final de la tarde como debió arrastrarse el primer pez que salió del mar, parando coche tras coche y muchas veces negándome a subir, o viajando sólo un kilómetro para empezar de nuevo. Desplacé la autopista de su contexto temporal. Pasos elevados, tréboles, rampas de salida, adquirieron para mí la personalidad de ruinas mayas. Sin destino, sin parada, mi carrera era a menudo silenciosa y vacía; no había incremento, no había graduaciones arbitrarias que redujesen el tiempo a unidades funcionales. Yo abstraía y purificaba. Luego empecé a yuxtaponer viajes lentos y largos con otros breves, furiosamente rápidos… hasta que pude componer melodías, conciertos, sinfonías completas de autoestop. Cuando el pobre Jack Kerouac se enteró de esto, anduvo borracho una semana. Añadí al autoestop dimensiones que los demás no podían siquiera comprender. En la Era del Automóvil (y nada ha conformado nuestra cultura como el coche de motor) ha habido varios conductores geniales, pero sólo un gran pasajero. He hecho autoestop por todos los estados y la mitad de las naciones, pasando ventiscas y cruzando arcoiris, por desiertos y ciudades, hacia atrás y al sesgo, arriba, abajo, y en mi alcoba. No existía carretera que no me esperara. Al pasar yo, se inclinaban los campos de margaritas y gorgoteaban las gasolineras. No había vaca que no agitara hacia mí sus ubres plenas. Conmigo llegó a la práctica del autoestop algo diferente y profundo, iluminador y ejemplar. Soy el espíritu y el corazón del autoestop, soy su corteza y su médula, soy su fundamento y su culminación, soy la joya en su loto. Y cuando realmente me pongo en movimiento, parando coche tras coche tras coche, moviéndome tan libre, tan clara, tan delicadamente que hasta los maníacos sexuales y los polis no pueden sino pestañear y dejar paso, entonces encarno los ritmos del universo, siento lo que significa ser el universo, me encuentro en estado de gracia.

»Puede alegar usted que disfruto de una ventaja injusta, pero no más que Nijinsky, cuya reputación como el bailarín más sublime de la historia se ve nublada por el hecho de que sus pies eran deformes, pues poseían la estructura ósea de la pata de un pájaro. La naturaleza moldeó a Nijinsky para bailar, a mí para el control del tráfico; y hablando de pájaros, dicen que las aves son tontas, pero yo una vez enseñé a un periquito a hacer autoestop. No era capaz de hablar una palabra, pero era un loco del autoestop. Le dejé que parara coches en un viaje por todo el Oeste, y luego me indicó que quería seguir por su cuenta. Le dejé marcharse y el primer coche que paró llevaba dos gatos siameses. En fin, quizá los pájaros sean tontos en el fondo.

16

EL LLAMADO suero de la charla es básicamente mezedrina racémica con un poco de pentotal sódico. No hay que confundirlo con el polémico «suero de la verdad», que sólo es pentotal sódico. En realidad, según el doctor Goldman, el suero de la charla puede hacer exagerar al sujeto. Es evidente que creyó culpable a Sissy Hankshaw de exageración cuando estuvo bajo la influencia del suero.

El autor, sinceramente, no sabe qué decir. Pero no está del todo seguro de que hubiese tal exageración. Nuestros cerebros nos permiten utilizar una fracción tan minúscula de sus recursos que todo lo que experimentamos es en cierto modo, una reducción.

Empleamos drogas, técnicas yoguis y poesía (y un millar de torpes métodos más) en una tentativa de volver las cosas a la normalidad.

Pero dejemos eso. Y dejemos el testimonio de Sissy Hankshaw sobre el autoestop, fuese exagerado o fuese exacto. Hay otra cosa que debemos abordar aquí. Escucha:

Supon que despiertas una mañana con la inquietante sensación de que el mundo, mientras dormía, se ha inclinado levemente y que descubres que los cajones de tu armario están misteriosamente abiertos medio centímetro y que los frascos se han volcado en el botiquín (aunque ni tú ni ninguna otra persona de tu hogar se hubiese aventurado desde la hora de acostarse a coger una aspirina, un condón o un tampax) y que los cuadros de la pared, las pantallas de las lámparas y los libros de las estanterías están inclinados. Fuera, los edificios más altos posan a lo Pisa, o, si viven en el campo, arroyos y ríos corren ligeramente desviados de sus cauces mientras los frutos cuelgan como ganglios gargolescos de los árboles uniformemente inclinados. ¿Cuál sería tu reacción ante tal fenómeno? Vamos, honradamente, en serio. ¿Qué sentirías? ¿Sentirías miedo? ¿Confusión? ¿Desconcierto y ansiedad? ¿Llamarías a la policía? ¿Rezarías? ¿O esperarías aturdido una explicación, negándote a analizar el suceso e incluso a experimentarlo con todas tus emociones hasta haber leído los periódicos y escuchado las noticias, hasta saber lo que dicen los especialistas de las universidades del fenómeno, hasta enterarte de cómo proyecta abordarlo el Pentágono, hasta que te tranquilice el presidente, que quizás insista, como hacen los presidentes, en que no ha pasado nada, realmente nada? ¿O, en vez de miedo, desconcierto y ansiedad, o además de miedo, desconcierto y ansiedad, o en vez de una firme tendencia a menospreciar lo sucedido y volver a las cosas de siempre, o además de una firme tendencia a menospreciar lo sucedido y volver a las cosas de siempre, imaginas que un luminoso reguero de gozo, inefable e indefendible, recorre tu columna; que puedes sentirte extrañamente entusiasmado… entusiasmado, quizá, porque en un mundo racional donde hasta los desastres son habituales y casi rutinarios, ha sucedido algo que suena casi como a cuento de hadas?

Otra posibilidad: Supon que a altas horas de la noche, con invitados sedientos en tu casa, se te acaba la reserva de cerveza. Que sales furtivamente y enfilas tu coche hacia la única tienda que hay abierta en la zona después de medianoche, a por media caja de Bud-weiser. Y que, a un par de manzanas de tu casa, cuando aun no divisas la tienda, te asalta de pronto la firme sensación de que te espían. Buscas coches patrulla pero no localizas ninguno. Y entonces lo ves, en el cielo (altitud y tamaño indeterminables por falta de puntos de referencia), ves un disco giratorio perfilado por círculos concéntricos de luz verde y blanca con un chorreo de puntos luminosos y púrpuras parpadeando veloces en el centro. Está emplazado (tienes la seguridad de que está interesado por tí) más allá y por encima de la capota de tu coche, y gira sin cesar, desviándose de vez en cuando a derecha o izquierda a increíble velocidad. Antes de lograr la presencia de ánimo necesaria para decidir si frenas o aceleras, los anillos externos de blanco y de verde se extinguen y las lucecitas púrpuras se disponen en una distribución identificable (la forma de la pata de un pato) contra el cielo sin estrellas. Segundos después, todo el aparato desaparece. Sigues, claro está, hasta la tienda, qué otra cosa puedes hacer (de momento). Al poco rato, asombrado y nervioso, llegas con la cerveza a casa (olvidaste el tabaco para Rick), y te enfrentas con el problema de qué, si algo, contar a tus amigos. Quizá no te crean; quizás insistan en que estás borracho o en que mientes, o en algo peor. Quizás hablen demasiado; quizá llegue la noticia a la prensa y te asedien escépticos y locos. ¿Deberías llamar a la emisora de radio para enterarte de si algún otro vio lo que tú viste? ¿Tienes obligación moral de notificar al puesto militar más próximo? La forma en que resuelvas tales cuestiones, y las meditaciones que dediques al significado del mensaje visual de los Objetos Voladores No Identificados (¿por qué, podrías preguntarte, una pata de pato?) vendrían determinadas por tu personalidad básica, y con los más tiernos respetos, eso tiene escaso interés para el autor. Lo significativo aquí es lo siguiente: ¿No sentirías, tarde o temprano, no importan quién o qué sea, un enaltecimiento espiritual, una especie de alegre carta loca como resultado del suceso? Y si esta elevación, este júbilo, puede atribuirse en parte a tu contacto con… El Misterio… ¿no puede igualmente atribuirse a tu brusca convicción de que hay fuerzas superiores «ahí fuera», fuerzas que pese a toda su amenaza potencial, podrían, sin embargo, si decidieran intervenir, representar la salvación para un planeta que parece tercamente decidido a perecer?

Consideremos ahora las máquinas del tiempo. Ambas la original y la del Chink. Las máquinas, siendo auténticas y no ofreciendo demasiado que considerar, no tienen el dramatismo de un deslizamiento de la tierra o de un platillo volante, ni parecen ofrecer panaceas inmediatas para las cincuenta y siete variedades de acidez de estómago de la humanidad. Pero suponiendo que seas uno de esos individuos que se sienten atrapados, atrapados en cierto grado, atrapados en el matrimonio, la profesión, la educación, la geografía, o atrapados en algo mayor que todo eso, atrapados en un sistema, o lo que podría describirse como una «tecnocracia progresivamente aislante» o un «teatro de paranoia y desesperación», algo así. Pues bien, si eres uno de esos individuos (y el autor no pretende implicar que lo seas), ¿no sería el mismo conocimiento de que hay maquinarias tictaqueando tras el empapelado de la civilización, sin que lo sepan los dirigentes, organizadores y ejecutivos (incluido el presidente), no sería tal conocimiento, en fin, sugiriendo como sugiere la posibilidad de alternativas inimaginables, no sería, digo, ese conocimiento un delicioso baño de burbujas para tu corazón?

¿O pretende el autor enredarte aquí en algo, pretende manipularte un poco cuando debiera simplemente explicar su historia tal como debe hacer todo buen narrador? Quizá sea así. Ya veremos más tarde.

Pero un momento. Mira aquí. Aquí mismo. Esta chica. Una chica muy guapa. Muy bonita. Se parece un poco a la princesa Grace de joven, si a la joven princesa la hubiesen dejado un año bajo la lluvia.

¿Qué dices? ¿Sus pulgares? Sí, ¿no son magníficos? La palabra de sus pulgares tendría que ser recocó… ¡rococococototo tutu! Dios mío.

Damas. Caballeros. Ssssss. Así son las cosas. Habéis permitido que esas extrañas manos os toquen.

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