Para vivir fuera de la ley hay que ser honrado.
Bob Dylan
HAY UN BRILLO ultraterreno. Viene de una dimensión que no comprendemos aún. Y en esta aurora sobrenatural hay dos cosas animadas. Acostumbrándonos progresivamente a la luz, que es substancia de este «paisaje», reconocemos una de las cosas como un cerebro humano. La otra resulta ser un pulgar.
El Cerebro descansa plácidamente. El Pulgar, que ha aparecido en escena hace muy poco, produce la sensación opuesta. Parece agitado.
– ¿Por qué tan triste, amigo? -pregunta el Cerebro.
– Creí que no ibas a preguntarlo nunca -replica el Pulgar-. Sencillamente me siento enfermo y cansado de todo esto. Nada más.
– ¿Enfermo y cansado de qué?
– De cargar con la vergüenza. De que me llamen «la piedra básica de la civilización». De que un escritor chiflado me trate como si fuese una puerca metáfora de la civilización. No tengo nada que ver con eso.
– Vamos, vamos, yo no me atrevería a decir tanto. El proceso civilizador se produjo como resultado de los avances tecnológicos. Hasta que el hombre no tuvo herramientas, herramientas que le ahorraran trabajo y le permitieran desarrollar su instinto predatorio con otros animales, no dispuso del ocio necesario para crear el idioma ni para perfeccionar sus cualidades psíquicas y físicas. Tú, Pulgar, diste al hombre la posibilidad de utilizar herramientas. Con eso, le iniciaste en el camino de la civilización. ¿Y no estuviste además con él, ayudándole, paso a paso, en todas las etapas del camino?
– Sí, estuve, pero era inocente. No tenía ningún control. Quería ayudarle a retirar piedrecillas, a recolectar frutos, a coger flores, a construir cuencos y cestos, a hacer música, a tejer; quería ayudarle a eliminar astillas y a acariciar la carne de los seres queridos. No quería participar en ese otro asunto: esa quincallería, ese matar y mutilar, ese súperdesarrollo, ese sometimiento de la naturaleza y esas tentativas de alzar monumentos contra la muerte. Nada de eso quería yo, pero contribuí a ello porque tú me obligaste, tú, so pijo.
El Cerebro lanza una breve y burlona carcajada que ondula sus pliegues.
– El Pijo tuvo mucho que ver con la civilización, desde luego. Pero eso tendrás que tratarlo con él. Yo soy el Cerebro. ¿Recuerdas?
– Cómo podría uno olvidarlo.
– Vamos, vamos -movió su tallo el Cerebro-. Estás portándote de un modo bastante irracional, ¿no crees? ¿Me acusas de verdad a mí de la civilización?
– Exactamente. Esa fea y arrugada superficie superior tuya, esa corteza cerebral, apenas sí existe en los animales inferiores, pero en cuanto tú te hiciste cargo del desarrollo evolutivo y saboreaste los presuntuosos pensamientos abstractos que podías elaborar con ese córtex, lo ampliaste y lo ampliaste hasta que llegó a ser el ochenta por ciento de tu volumen. Entonces empezaste a soltar ideas sutiles a la mayor velocidad posible y a lanzar órdenes a apéndices desvalidos como yo, obligándonos a poner en práctica esas ideas, a darles forma. Así vino la civilización. Le diste el ser porque con ese córtex tan desmesurado y desproporcionado, perdiste la base común con los demás animales, y sobre todo con las plantas; perdiste el contacto, te convertiste en civilización alienada u organizada basada en la compensación. Y nada pudimos hacer ya los demás. Tú estabas encerrado ahí en tu sólido fortín óseo, rodeado de un foso cerebroespinal, utilizando más del veinte por ciento del suministro de oxígeno del organismo y trasegando una cuota desproporcionada de nutrientes, tú, cabrón codicioso; tú tenías el control de los conmutadores motrices musculares y nada podíamos hacer para controlarte e impedir que destrozaras la belleza del mundo.
La uña del Pulgar estaba encarnada de rabia.
Moviendo lentamente su perfil de profundas fisuras y amplias protuberancias, el Cerebro lanzó un suspiro y dijo:
– Sí, sí, hay cierta verdad en lo que dices. Soy el órgano favorecido del cuerpo, pero eso se debe a que mi carga de trabajo es muy pesada y además vital. Y contribuí enormemente a la civilización, igual que tú. No podría haberse dado sin mí, lo mismo que no podría haberse dado sin ti, pero al mismo tiempo soy tan inocente como tú.
– ¿Cómo ibas a serlo? Tú expresabas los deseos, tú formulabas los modelos. Emitías las órdenes, estabas al mando.
Suspiró el Cerebro una vez más. Era el tipo de suspiro que podría esperarse en un sujeto gordo y más bien pomposo: gris y húmedo y burlón.
– No me entiendes, ya lo veo. Crees conocerme (toda esa chachara semiculta sobre la evolución del córtex cerebral lo indica) pero en realidad no me conoces. Sí, por supuesto, estoy seguro de que sabes que tengo una red electroquímica de trece mil millones de células nerviosas, y quizá sepas que en algunos de mis rincones y hendiduras (tú eres afortunado y tienes una estructura lisa y holística), esos cuerpos celulares están tan densamente agrupados que caben cien millones en una pulgada cúbica, y cada uno de esos malditos ronronea, palpita y parpadea sin que haya ni dos exactamente iguales; sí, quizás sepas eso, pero nunca podrás saber de veras lo duro que es ser electroquímico, ser, y no presumo la cosa más complicada y eficaz de la naturaleza…,
El Pulgar hizo un gesto, como si estuviese tocando un violín.
– Es la historia más triste que he oído en mi vida -dijo con sarcasmo.
– No pretendo congraciarme contigo; sólo quiero que entiendas. Atiende, y, si me desvío, recuerda que no estoy tan firmemente centrado como tú. Calla y escucha. Hay una lucha constante de palpitaciones eléctricas penetrando en mí y martilleándome como la lluvia un techo tropical. Estoy sometido a un chaparrón interminable de señales que hacen que mis células nerviosas (neuronas, si prefieres) se activen sucesivamente, como una traca. Durante cada una de esas pulsaciones, se alteran las cargas eléctricas, se expulsan sustancias químicas, se abren y se cierran hendiduras, los iones desertan de una neurona e invaden otra; es increíblemente complicado y, sin embargo, el ciclo completo se produce en aproximadamente una milésima de segundo… Una milésima de segundo… y el hombre cree tener una concepción del tiempo… ¡ja!
– Si fuese la boca, bostezaría -dijo el Pulgar-. Vete al grano antes de que me quede rígido de aburrimiento.
– A nadie le gusta un Pulgar rígido, ¿verdad? -se burló el Cerebro-. Bueno, la cuestión es en parte ésta: la información que me activa, que produce una reacción en cadena de mis neuronas, es sensitiva y me llega enviada por otras partes del cuerpo, entre ellas tú. Mi reacción al mundo externo es en parte resultado del tipo de datos que tú me envías cuando sondeas el entorno.
– Eso es tendencioso -objeta el Pulgar-. En primer lugar, los datos que yo te doy son completamente objetivos. Yo puedo decirte si un cuchillo está afilado, pero no puedo aconsejarte que lo claves en otro cuerpo (yo nunca lo haría) y, en segundo lugar, recibes un suministro de información tan infinitamente superior de los Ojos, por ejemplo, que no hay comparación posible.
– Puede que no -acepta el Cerebro-, pero contribuyes. Y mi argumento es que las órdenes que te doy a ti y que doy al resto del organismo son más que nada mis reacciones naturales ante el material sensible con el que me alimentáis constantemente. Más que nada, aunque no totalmente. Porque la verdad es que mis neuronas se activan a veces de modo espontáneo sin que haya ninguna señal estimulante. Estoy sometido a un notable número de corrientes que se generan al azar. No hay aquí tanto orden como tú te imaginas. Muchas veces, la mayoría de las veces estoy a merced de fuerzas impredecibles.
A la extraña luz de la indefinible dimensión, el Pulgar vacila. Dice al fin:
– Pretendes decirme que no eres tú quien controlas.
– ¡Exactamente! Demonios, creí que nunca lo entenderías.
– Bueno, si tú no controlas, ¿quién lo hace?
– No lo sé -dice el Cerebro, suave, solemne. La masa parece realmente triste.
– Oh, vamos. De esos trece mil millones de células que hierven en ti, no usas más que un diez por ciento. El noventa por ciento de tus recursos están siempre dormidos. Sólo con que te molestases en poner a trabajar esa inmensa masa, si no fueses tan cochinamente conservador (¡demonios, no es raro que seas gris!) y dejases de preocuparte constantemente por la supervivencia; si empezases a recorrer las vastas regiones no exploradas de tu pegajoso ser, descubrirías muy pronto dónde está localizado el Control Central. Estoy seguro, y hallarías las respuestas a los interrogantes filosóficos y espirituales que están volviéndote loco, y volviéndonos locos a todos, debido a que se les ha dado una respuesta errónea (lo ha hecho ese diez por ciento tuyo que trabaja), que ha sido el origen de las peores características de la civilización. Te niegas a trabajar, eso es todo.
– Pulgar, viejo camarada, tú no eres capaz de distinguir el Culo del Codo. Claro, soy un poco conservador; tengo que serlo. Mi misión es preservar a perpetuar la especie…
– ¿Y quién te ha encomendado tal misión?
– El ADN, por supuesto. Pero no me preguntes quién le da órdenes al ADN, porque sinceramente no lo sé. Aunque la razón de que no lo sepa nada tiene que ver con el hecho de que aproximadamente un noventa por ciento de mí esté dormido. Está dormido porque lo inhibo. Y lo inhibo porque si no lo hiciera quedaría sumergido en información intrascendente. Tendría que reaccionar a tantas señales del mundo externo, que no podría pensar en absoluto. Y cada vez que los humanos abrieran los ojos, les daría algo así como un ataque epiléptico. En realidad, no hay nada en esa porción dormida que no esté ya en el resto de mí. Es sólo más igual, nada más. Más de lo mismo. No hay respuesta a los Grandes Misterios ocultos ahí, ningún sistema secreto superior para valorar la experiencia; se trata de una cuestión cuantitativa, no cualitativa. Reduzco el flujo de entrada para que no nos ahoguemos en excitaciones, eso es todo.
Tras esto, el Pulgar se balancea largo rato.
– Entonces no hay esperanza -dice, por fin.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, si no tienes las respuestas a la Gran Pregunta y no sabes quién las tiene, si no eres tú quien controla y no sabes quién controla, entonces estamos donde al principio, y no existe la menor esperanza; jamás sabremos qué es Qué y nunca descubriremos una forma de revisar la civilización.
– No desesperes. Es una mala solución.
Alteraciones sinápticas hacen vibrar suavemente al Cerebro. Parece éste la ensalada de gelatina de un banquete de gnomos.
– Sospecho -continúa- que quizás haya otras posibilidades. Si te fijas, yo soy una especie de herramienta, un instrumento, un aparato como tú. Puedo ser utilizado. Utilizado para pensar. En fin, he sido utilizado sobre todo torpemente y de forma esporádica. No es que los humanos no hayan pensado conmigo profundos pensamientos; lo han hecho y siguen haciéndolo. Probablemente no queden ya en mí pensamientos más profundos y mayores. Los mejores han sido ya pensados y repensados varías veces. Pero quizá sea necesario no pensar más, ni siquiera pensar mejor, sino iniciar un tipo distinto de pensamiento. A lo largo de los siglos, ha habido un puñado de humanos (poetas, locos, artistas, monjes, ermitaños, compositores, yoguis, brujos, excéntricos, magos, anarquistas, hechiceras y miembros de raras y extrañas subculturas corno los gnósticos y el Pueblo Reloj) que han utilizado mi maquinaria pensante de formas insólitas e impredecibles, con interesantes resultados. Quizá si se desarrollasen más tipos de pensamiento de este género, pudiese ser yo más útil al Universo.
– Hmmmm -murmura el Pulgar.
– Y mira, me paso casi tanto tiempo soñando como pensando, y sin embargo, ¿cuántos aplican de forma iluminadora o práctica sus sueños? Poquísimos, te lo aseguro. Dormir/soñar quizá sea lo que mejor hago. Quizá sea mi verdadera vocación, y el tiempo que he de pasar cuidando de la supervivencia pura tarea rutinaria; sacar la basura, como si dijésemos.
El Pulgar parece desconcertado.
– Sabes, Cerebro, lo que me asombra es que tú te conoces a ti mismo y al mismo tiempo no te conoces a ti mismo, y sabes que te conoces a ti mismo y sabes que no te conoces… oh, esto resulta ridículo.
– Es la vieja paradoja -dice el Cerebro, sonriendo por sus diversos pliegues y hendiduras.
– ¿Pero cuál es la fuerza paradójica que te permite hacer eso? -pregunta el Pulgar-. ¿Qué es lo que te permite pensar sobre el pensamiento y sentir sobre el sentimiento?
– La Conciencia.
– Vale, de acuerdo, muy bien. Si tienes toda esa Conciencia y la Conciencia es tan todopoderosamente poderosa, por qué no puedes arreglar las cosas, equilibrarlas…
– Querido Pulgarcete, porque no tengo «toda esa» Conciencia. Tengo una cuantía notable. Pero desde luego no tengo el monopolio de ella. Todos suponen que la Conciencia es propiedad exclusiva del Cerebro. ¡Qué error! Yo tengo mi parte de ella, desde luego, pero no suficiente para reclamar privilegios especiales. La Rodilla tiene Conciencia y el Mundo tiene Conciencia. Hay Conciencia en el Hígado, en la Lengua, en el Pijo, en ti, Pulgar. Corre a través de ti, también, y tú la expresas. Cada uno de vosotros sois una parte de ella. Además, hay Conciencia en mariposas y plantas y vientos y aguA. ¡No existe ningún Control Central! Está en todas partes. Así pues, si lo que se necesita es Conciencia…
– Empiezo a comprender -dice el Pulgar.
¡Ay! En cuanto el Pulgar se reconoce como agente de Conciencia, varias piezas del Rompecabezas empiezan a encajar, y aunque la imagen que forman posee escaso sentido lógico o literal, contiene un sentimiento ajustado y hermoso.
– ¡Oh! -grita el Pulgar-. Todo parece mucho más luminoso y mejor. Ay si las demás partes del cuerpo comprendiesen que son manifestaciones de la Conciencia absoluta… Entonces…
– Quizá podamos despertarlas -sugiere el Cerebro-. Sólo que habríamos de hacerlo de forma lenta y gradual, para no poner en peligro la supervivencia.
El Pulgar ignora las cautas matizaciones del Cerebro.
– Despertémoslas -dice con vehemencia-. Vamos. ¿Dónde está el Pijo?
– Oh, probablemente correteando tras el Coño, como siempre. ¿Echamos un vistazo?
En el reino de la luz corpórea, hay movimiento, y eso es lo máximo que puede decirse al respecto, porque nada más se puede decir.
LA RADIO EMITÍA «La polca del pastel de manzana de ayer». Kym cruzaba el corral con la radio. La llevaba como si fuese una maleta llena de piojos de mofeta. Era material ofensivo, pero Kym no estaba dispuesta a dejarlo. En cualquier momento, podría interrumpirse la canción y el locutor decir algo sobre el asedio del Rosa de Goma.
– Es la música más estúpida que he oído en mi vida -decía Kym-. Esta radio debería estar en el retrete, que es donde le corresponde.
Pero Kym ató la radio al arzón de su silla y se dispuso a darle una galopada por las colinas de Dakota, mientras ratones, sabaneros y otras criaturas auditivamente sensibles huían ante ella bajo la claridad del sol.
Kym llevaba la radio al Lago Siwash. Horas antes, las vaqueras habían abandonado los edificios del rancho y se habían retirado a la charca. Allí, donde la ondulante yerba se fundía con cañas marismeñas, habían alzado sus barricadas y se disponían a resistir. Salvo Debbie, todas llevaban armas. Salvo Big Red, todas se sentían muertas de miedo. Pero todas sin excepción estaban decididas. A sus espaldas quedaban las últimas sesenta grullas chilladoras del mundo.
La tregua había terminado. La Asociación Norteamericana de Libertades Civiles había solicitado una prórroga que, según los comentaristas, sería otorgada, puesto que el gobierno, aunque no podía permitir que le desafiasen impunemente, no deseaba en modo alguno el género de publicidad que podría proporcionarle otro tiroteo. El gobierno sabía que sus guardias y agentes estaban deseosos de descorchar la botella de sangre. No estaba del todo seguro el gobierno de poder contener a sus guardias y agentes. El gobierno ponderaba el asunto; guardias y agentes palpitaban con la lunática lujuria de la ley; las vaqueras enviaron a Kym al rancho a por su radio para poder sintonizar con su destino.
En el retrete, Kym encontró a Sissy, meando a ritmo de polca. Sissy había llegado al rancho con un grupo de televisión y, en un momento de despiste, había conseguido colarse por la puerta. ¿Qué tal?
Kym abrazó tan fuerte a Sissy que no tuvo que limpiarse.
– Ya sabes en lo que te metes si vienes al lago -advirtió Kym.
– Sí -dijo Sissy-, pero quiero estar allí. Quiero ver a Jellybean. Quiero ver a las grullas.
– De acuerdo -aceptó Kym-. Le diré a Jelly que estás aquí. Si ella está de acuerdo, te traeré un caballo. Mientras tanto, yo que tú no saldría del retrete. No se sabe cuándo pueden empezar esos tiros. Ta ta ta.
Sissy esperó allí casi una hora. Un par de moscas y la fotografía de Dale Evans le hicieron compañía. Las moscas procuraban ser cordiales, pero la foto de Dale Evans, como el busto de Nefertiti, se contentaba con imperar en su pequeño nicho de eternidad. La foto de Dale Evans hacía que la Norteamérica de 1945 pareciese el antiguo Egipto.
El retrete estaba caliente y resultaba bastante lúgubre. Sissy podría haber dormido de no ser por el ruido de las puertas. Guardias y agentes expulsaban a los insistentes periodistas, a los que simpatizaban con las vaqueras y a los amantes de los pájaros, trasladándoles al punto de control, tres kilómetros carretera abajo. Guardias y agentes actuaban con aire marcial. Los ruidos de las puertas parecían la liquidación del garaje de Cecil B. de Mille.
Sissy no sentía demasiada curiosidad por lo que sucedía a la puerta. Si hubiese ignorado la advertencia de Kym y hubiese salido, no habría mirado hacia la puerta, sino hacia el Cerro Siwash, esperando la visión de un sucio albornoz. Somos lo que vemos. Vemos lo que elegimos. Las percepciones son una hipótesis. En un famoso experimento que se realizó en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, un científico entregó a dos individuos unas gafas prismáticas que distorsionaban notablemente la visión. A uno de ellos se le ordenó que caminase, empujando al otro en una silla de ruedas. El hombre que permaneció en movimiento, pronto se adaptó a su nueva visión del mundo, pero su compañero pasivo, no logró adaptarse en absoluto. Los científicos dedujeron de esto que para percibir adecuadamente un objeto, tenemos que establecer algún tipo de estructura de movimiento respecto a él. Como Sissy había percibido los acontecimientos de su vida siempre en relación a su conducta de movimiento constante, quizá su visión fuese bastante más veraz de lo que muchos supusieron. Quizás el hecho de que hubiese mirado hacia el cerro para ver al viejo chiflado en la cima en vez de mirar a las fuerzas que montaban guardia alrededor de ella, sea indicativo de… bueno, quizás haya aquí una lección.
Por fin llegó hasta el retrete una vaquera a caballo, y esta vez era Heather, que llevaba un potro extra. Heather ayudó a Sissy a montar y ambas se alejaron a un trote ligero. Las recibieron las colinas. Con sus millones de delgadas lenguas de hierba, les susurraron las colinas los secretos que habían compartido con el bisonte. Como campeones derrotados que despertasen después del caos, empezaban los ásteres a abrir sus párpados violetas alrededor de ellas. ¿Habrían alterado las gafas prismáticas la percepción que los ásteres tenían de septiembre? Nadando por hierbas y flores, los caballos llevaron a las dos mujeres hasta la cima de la colina que dominaba el lago. Desde allí vio Sissy un extraño paisaje. Los cimientos circulares de la abortada cúpula habían sido transformados en un fuerte. Barricadas de barricas y oxidadas máquinas se alzaban dispuestas a prestar sus ásperos servicios. Brillaba el sol en el metal de las armas. A un lado, había caballos trabados y unas cuantas cabras atadas. Al resto de las cabras las habían soltado, y algunas seguían pastando camino del este, pradera adelante, encaminándose quizás hacia la clínica del doctor Goldman para enseñar algo a la psiquiatría sobre las relaciones macho/hembra.
En el lago, y a lo largo de sus húmedas orillas, paseaban las grullas chilladoras con pasos primordiales. Aunque tranquilas, parecían tan cargadas de electricidad sin aislante como si acabasen de brotar a la vida.
– Oímos por la radio que el juez le había establecido una fianza de cincuenta mil dólares a Delores -dijo Heather-. En fin, no estará aquí cuando realmente la necesitemos.
Sissy sólo pudo asentir con un gesto y contemplar la escena de abajo.
Cuando Sissy llegó al campamento, Kym, Bonanza Jellybean, Debbie, Elaine y Lynda salieron bailando a recibirla. Como homenaje se habían hecho pulgares falsos con paraza de sauce y cañas. Al principio, agitaron aquellos cómicos apéndices en cordial saludo, pero su broma perdió considerable fuerza cuando (¿¡Qué!?) ad-virtieron que Sissy era sólo la mitad del monstruo que había sido.
– SABÍA QUE HABÍA algo distinto en ti, pero en el retrete no se veía bien y no me di cuenta de lo que era -dijo Kym.
– Yo me di cuenta inmediatamente, pero no supe qué decir -dijo Heather, que aún no sabía qué decir.
– ¿Qué pasó? -preguntó Linda.
Sissy se encogió de hombros.
– Es sólo otro milagro de la tecnología moderna.
Habría sido necesario otro milagro más de la tecnología para apartar sus ojos de los de Jelly.
Antes de que Sissy estuviese completamente en el suelo, la lengua de Jelly estaba en su boca. Bajó del estribo en un sinuoso abrazo.
– No importa lo que pase -gritó Jelly, desembarazándose de uno de sus propios pulgares honoríficos-. ¡Celebrémoslo!
– Por eso tardé tanto en volver a buscarte -explicó Heather-. Teníamos que preparar una pequeña fiesta de bienvenida.
Tras las barricadas, en el centro de los cimientos de la cúpula, se había dispuesto un despliegue floral. Había ollas de té, emparedados de queso, bolas de arroz con miel, cigarrillos de marihuana y yogur con cerezas frescas encima. Colocaron un collar de margaritas en el pulgar izquierdo de Sissy y la condujeron a la colchoneta tibetana de meditación de Debbie, donde se sentó. Risas, besos y té.
Enfrentadas con una inminente batalla contra la policía federal, no vacilaron las vaqueras en hacer la fiesta, porque, en fin, Sissy Hankshaw Hítche había regresado y cómo no festejar el acontecimiento.
– Muy propio de mujeres -gruñó el espectro del general Custer, atisbando a través de la hierba.
Sí, oh sí sí sí, dulce sí.
Muy propio de mujeres, realmente.
LOS ESPECTROS, COMO pueden pasar a través de las paredes, tienen tendencia a generalizar. Sin embargo, el autor debería ser más inteligente. No debería haber dicho «muy propio de mujeres», sino «muy propio de algunas mujeres», o, mejor, «muy propio del espíritu femenino». No todas las mujeres poseen espíritu femenino.
Algunas de las vaqueras, por ejemplo, se negaron ostentosamente a participar en la fiesta de bienvenida. Se quedaron en las barricadas, como pueden atestiguar las grullas, lanzando hoscas miradas a las que festejaban. ¿Qué era Sissy para ellas? Una no vaquera. Una chiflada de manos extrañas. Una mujer mayor que había sido estrella de unos anuncios publicitarios en los que se decía que sus coños olían mal. Además, ¿qué pensaría el enemigo si pudiese espiar a través de los prismáticos aquella escena, si pudiese verlas tomar té, trenzar collares de margaritas y fumar porros? Por supuesto, lo que las vaqueras podían saber era que ningún enemigo las observaba, pues todas las tentativas que había hecho el FBI para establecer un puesto de observación en el Cerro Siwash habían desembocado en extraños desastres (¿pudo ser responsable de ello la hermandad del Chink y el cerro?). Entre las chicas y sus adversarios había una sucesión de colinas, y en la otra dirección descendía una pradera abierta que no ofrecía posibilidades de ocultarse y, en consecuencia, no tenía la menor utilidad para el gobierno.
Ignorando el desdén que su fiesta provocaba en las barricadas, Jelly tomaba yogur e intercambiaba frases amorosas con Sissy.
– Parece que cada vez que nos encontramos las cosas se estropean -dijo.
– Eso parece -dijo Sissy, un tanto mareada de marihuana y afecto-. Esta vez, sin embargo, parece grave, todas esas armas…
– La mayoría nos la consiguió Billy West. ¿No le conociste? Veintidós años y pesa ciento veinte kilos. Nacido y criado en Mottburg. Durante su niñez tenía la sospecha de que estaban jodiéndole. Cuando descubrío por fin que estaban jodiándole, decidió convertirse en forajido. No por venganza, sino por pureza.
– No le conocí -dijo Sissy, balanceando su nuevo y pequeño pulgar rojo sobre el brazo desnudo de Jelly-. Pero esas armas, ¿Estáis dispuestas de verdad a matar y morir por las grullas chilladoras?
– No, ni mucho menos -contestó Jellybean-. Las grullas son maravillosas, desde luego, pero yo no estoy en esto por las grullas. Estoy por las vaqueras. Es una cochina vergüenza que las cosas puedan llegar al punto de que matar y morir sean alternativas aceptables, pero a veces resulta así el guión. En fin, Sissy, miro a mi alrededor y por todas partes veo gente, individuos y grupos, gente conservadora, gente liberal, gente radical que ha quedado lisiada y contaminada en su interior por los años que han estado rindiéndose y sometiéndose a la autoridad. Si nosotras las vaqueras cedemos a la autoridad en este caso de las grullas, nos convertiremos simplemente en otro compromiso. Y yo quiero un destino mejor que ése… para mí y para las demás vaqueras. Es mejor que no haya vaqueras que las vaqueras acepten el compromiso.
– ¡Uf! -exclamó Linda, que se había acercado para llenar de nuevo la taza de té de Jelly-. Es un poco duro, pero reconozco que así ha de ser.
Sissy miró suplicante a Linda y a Jellybean.
– Pero no podréis matar a este dragón.
Con el mayor de sus pulgares, señaló al otro lado de las colinas, aunque lo mismo podría haber señalado en cualquier otra dirección.
– Jelly lo sabe -dijo Debbie, que se había acercado para reponer el emparedado de Sissy-. Lo que no parece saber es que nuestro trabajo no es liquidar al dragón. Ese ha sido tradicionalmente el trabajo del héroe. La tarea de la doncella es transformar al héroe y… al dragón. Y yo creo que no es demasiado tarde para lograr esa transformación.
Jelly parecía haberse unido a las nubes en un voto de silencio.
– Mierda, Debbie -dijo al fin (las nubes mantuvieron su voto)-. No puedo discutir contigo. El Chink dice que no debería siquiera intentar discutir contigo. El Chink dice que debo seguir los dictados de mi corazón. Mi corazón me dice que no puedo quedarme sentada y dejar que una pandilla de políticos manejen a las vaqueras.
Advirtiendo que tanto Jelly como Debbie agrupaban lágrimas en sus ojos, Sissy preguntó:
– ¿Pero cómo empezó todo esto? ¿Cómo os liasteis con la bandada de grullas?
Debbie se sonó con su pañuelo bordado.
– Ya sabías que estábamos alimentándolas, ¿no? Les dimos arroz moreno el otoño pasado y se quedaron un par de días más. Esta primavera decidimos probar algo distinto. Mezclamos el arroz con harina de pescado… a las chilladoras les encanta el pescado (los peces pequeños y los langostinos y los cangrejos azules), y la harina de pescado es barata. Luego Delores sugirió otro ingrediente, y pensamos que resultaría.
– ¿Queréis decir…?
– ¡Peyote! -dijeron a la vez Debbie y Jelly.
– Entonces la profesora tenía razón. Están drogadas.
– Oh, vamos, Sissy -dijo Jelly-. ¿Qué quieres decir con eso de «drogadas»? Todo ser vivo es una composición química y cualquier cosa que se le añada altera esa composición. Si comes una hamburguesa o un caramelo, se altera la química de tu organismo. El tipo de alimentos que comas, el tipo de aire que respires, pueden cambiar tu estado mental. ¿Significa eso que estás «drogada»? «Drogada» es una palabra estúpida.
– Has estado fumando hierba -dijo Linda-. Estás drogada. ¿Cómo te sientes? ¿Podríamos obligarte a hacer algo que no quisieses hacer?
Debbie se unió también.
– Míralas, Sissy. ¿Parecen drogadas? Cazan, comen, cagan, se atusan, descansan; ponen huevos, los incuban y cuidan de sus crías. Bailan y chillan de cuando en cuando, y de cuando en cuando vuelan. Lo único que no hacen y que antes hacían es emigrar. ¿Te parece un cambio tan drástico?
Enmarcando la bandada en un agujero de su emparedado de queso, Sissy hubo de decir:
– No. Supongo que no. Una de las mayores bandadas de grullas chilladoras de que sabemos, la que vivía en la zona de hierba amarilla de Lousiana, nunca emigraba. Así que no debe ser una condición general de la especie. -Bajó el emparedado-. Pero el peyote, evidentemente, afecta a sus cerebros. Les ha hecho interrumpir una norma migratoria que se remonta a miles de años. Y las ha hecho menos esquivas con la gente. Ni siquiera yo habría podido acercarme tanto a ellas antes, y yo tengo…
– ¡Algo especial con las aves! -canturrearon al unísono Jelly y Debbie-. ¡Un algo especial con las aves, un algo especial con las aves!
Su sonsonete patinó suavemente sobre el lago, no recordando ni a las aves ni a los observadores de pájaros, espero, que los primitivos colonizadores norteamericanos hacían flautas con los huesos de las alas de las grullas.
Sissy enrojeció.
Jelly la besó.
– Según mi opinión -dijo Debbie, balanceando sus bucles castaño-rojizos del lago a la colina-, el peyote las suaviza. Las hace menos estrictas. Antes temían el mal tiempo, temían a los humanos. Por eso emigraban y se apartaban. Pero el peyote las ha iluminado. Les ha enseñado que no hay nada que temer, sólo al miedo mismo. Ahora comprenden la vida y dejan pasar las malas vibraciones. No hay que preocuparse, hay que ser feliz. Hay que estar, aquí, ahora.
¿Aceptó Sissy eso? En absoluto.
– El miedo de los animales salvajes es completamente distinto de la paranoia de la gente -argumentó-. En el ecosistema libre y natural, el miedo es natural y necesario. Es en realidad un mecanismo para conservar la vida. Si las grullas no hubiesen tenido capacidad de sentir miedo, habrían desaparecido hace mucho y ahora no tendríamos más que sabaneros y patos silvestres comunes y corrientes.
– Esta discusión parece destinada a convertirse en disquisición académica -dijo Jelly- porque nos queda menos de medio saco de peyote y el cargamento de Delores acabó en la cárcel de Mottburg. Así que cualquier día tendremos que correr el riesgo de ver cómo se comportan las chilladoras en la bajada, ver si la experiencia del peyote las ha cambiado realmente o no. Pero, entretanto, quiero decir esto sobre el miedo…
Cuando Jelly pronunció la palabra miedo, éste se materializó súbitamente alrededor de ellas:
Una ruidosa e incontenible rueda giratoria de miedo que surcaba las alturas como el neumático deshinchado del Cadillac de Dios; un batir incesante que llenaba los oídos y tensaba el estómago de miedo huevo-muerte, que había envenenado los sueños de los niños del sureste de Asia.
El helicóptero llegaba de los cerros del sur, macheteando el cielo azul de septiembre en bélica carne. Se dirigía en línea recta a la fiesta.
– ¡NO DISPARÉIS! -GRITÓ Bonanza Jellybean-. ¡Alto el fuego!
Por fortuna, su grito se oyó por encima de los machetazos picaoxígeno de las hélices del helicóptero, por encima de la fusilería que resonaba entre las asustadas vaqueras de las barricadas. Los disparos cesaron tan bruscamente como había empezado. La única víctima fue un caballo al que alcanzó en la sien una bala perdida. El caballo murió con hierba fresca en la boca.
Jelly había detectado en las toscas fajas de negro y rojo que llevaba pintadas el helicóptero, no la mano de la ley sino del fuera de la ley. Había acertado. Cuando el aparato, tras desmoronar el despliegue floral, se asentó en la hierba unos metros al norte de los cimientos de la cúpula, salió de él Billy West. Vestido completamente de negro, como Delores, hizo cuanto pudo por doblar su circunferencia lo bastante para poder pasar bajo las cuchillas giratorias sin que le decapitasen (El copiloto, un joven de pelo hasta la cintura, se quedó en los mandos).
Jelly se alzó del suelo en un abrazo elefantino. Sostenida en el aire en brazos de Billy, su seis tiros chocó contra el seis tiros de él.
– Que vengan unas cuantas y me ayuden a descargar -dijo Billy-. Te traje unas cajas más de municiones. Y algo de pan de molde. Y unas cuantas judías. ¿Qué te parece mi pájaro girador? Lo conseguí en un trato en Montana. Mierda. Tus muchachas, con su afán de darle al gatillo me han fastidiado la pintura nueva. -Gordos dedos señalaron una cinta de metal desnudo donde una bala había rozado el helicóptero-. Bueno, adelante, hay que descargar; tengo que soltar esto y largarme. Seguro que los federales me siguen la pista.
Cajas de municiones, cestos de pan y cajas de judías salieron del helicóptero y pasaron de chica en chica rápidamente hasta quedar al fin amontonados junto al carro. Luego, lanzando un mofletudo beso, Bill West volvió a meterse en el helicóptero y allá se fue, hacia Dios sabe dónde, agitando las colinas con su temible batir.
La tranquilidad que siguió fue sobrecogedora. El maná del cielo nunca fue como aquello. Salvo unas cuantas nubes trapenses, el cielo estaba vacío. De nada servía mirar hacia allí. Era mejor mirar las nuevas provisiones. El caballo muerto. Las caras angustiadas y asombradas. La radio era la única que tenía el valor de violar la atmósfera contemplativa del momento.
Coincidiendo con el girar de la tierra en que el «tiempo» era las seis en punto, la radio extraía noticias del éter. Más de una vaquera silenciosa oyó al locutor que daba las noticias decir que el juez Fulano, a petición de la Asociación Norteamericana de Libertades Civiles, había concedido cuarenta y ocho horas más de plazo a las vaqueras del Rosa de Goma para cumplir su orden. Se esperaba que siguiesen negociaciones entre vaqueras y gobierno.
En fin, esta evolución de los acontecimientos no era del todo inesperada. La siguiente lo fue, sin embargo. El locutor informó a sus oyentes que la capataz del Rosa de Goma, Delores del Ruby, había salido en libertad bajo fianza, por haber pagado ésta al propietario del rancho asediado, Productos Condesa Inc. La sorprendente y desconcertante noticia de que La Condesa pagaba la fianza de la señorita Del Ruby, la dio el asesor personal del ricacho, un tal doctor Robbins de Nueva York.
AQUELLA NOCHE SISSY y Jelly yacieron bajo las mismas estrellas, bajo las mismas nubes, bajo las mismas mantas, bajo el mismo hechizo: Como los candidatos políticos, cambiaron con frecuenica de posiciones. En la campaña del 69, los escrutinios no terminaron hasta el amanecer.
Cuando los famosos rosados dedos de la aurora atenazaron el preservador vital del horizonte, las madrugadoras grullas oyeron decir a Jelly:
– Cada vez que te digo que te amo, retrocedes. Pero ése es un problema tuyo.
Sissy contestó:
– Si retrocedo cuando dices que me amas, es un problema de ambas. Mi confusión se convierte en tu confusión. Los estudiantes confunden a los profesores. Los pacientes confunden a los psiquiatras. Los amantes de corazón confuso, confunden a los amantes de corazón claro. -Rió entre dientes ante su asombroso aforismo-. Creo que necesito ver al Chink -añadió quedamente.
– Eso mismo pienso yo -dijo Jellybean-. Ahora las vaqueras nos pasaremos dos días haciendo sólo juegos de palabras con los abogados. ¿Por qué no te acercas al cerro?
– Lo haré -dijo Sissy. Y cuando el nuevo día se situó en el techo de la pradera, lo hizo.
ELLO NO LO había imaginado así. En su pensamiento había sido muy distinto. En su pensamiento, había habido un cordial abrazo, un cazo de agua fresca para domar la sed después de la áspera subida, un reposo tranquilo a la sombra de una roca y sabias palabras filtradas a través de una barba de escuela dominical, palabras que ladraban y mordisqueaban los fugitivos talones de la confusión.
En el pensamiento de Sissy, él llevaba puesto ropa, al menos hasta la hora de acostarse. No había habido en el pensamiento de Sissy mano en sus bragas, ni acción inmediata. Y, desde luego, él había tenido algo más que decir que «ja ja jo jo y ji ji».
Expectativas frente a realizaciones. Todos recordamos ese viejo caso. Ciertamente, él había dicho algo más que el ja ja jo jo y ji ji. Nada más verla (sólo las rocas saben cuánto tiempo llevaba observándola subir), se había reído «ja ja jo jo y ji ji», pero luego había cabeceado de pulgar a pulgar y dicho:
– Es maravilloso, me gusta la combinación. Ahora estás equilibrada.
– ¿Equilibrada? -había preguntado Sissy-. ¿Equilibrada? Pero uno es corto y flaco y el otro largo y gordo.
– No confundas simetría con equilibrio -había contestado él.
En vano esperó Sissy una ampliación. En vez de un discurso sobre opuestos y paradojas, hubo otra risilla. Luego, fuera mono y albornoz. El lector puede imaginar lo que siguió, aunque el lector probablemente no podría imaginar su frecuencia y duración. De verse obligado a hacerlo, el autor podría describirlo: cada gota de sudor, cada contracción muscular, cada jadeo, cada suspiro, cada chapoteo de resbaladizo tejido. Si estuviese de humor, podría el autor hacer que oyeras las sorbidas tan claramente como si lo que se sorbiese fuera un helado; podría hacerte oler la creciente marea de almizclados aromas con tanta agudeza como si te hubiese echado sobre la cabeza las sucias sábanas. Sin embargo, pasajes tan descriptivos podrían malinterpretarse como una apelación a tu libidinoso interés. Además, el autor tiene otros datos que comunicar, y las páginas del siglo xx se están acabando ya. En consecuencia, que baste lo bastante. Hasta que Sissy y el Chink se pongan de pie otra vez, el autor va a volverles la espalda y a leer el periódico. En fin, lo leeré en voz alta. Nos encontramos en la página 31
CONSEJOS DEL HOGAR
Querida Eloísa: ¿Con qué se pueden limpiar los capullos de rosa?
G.S.
Querida G.S.: Sirve muy bien la saliva de azulejillo con azúcar. Aplícala con un manguito de abeja.
Eloísa
BUENO, YA HAN TERMINADO. Apenas si pueden caminar hasta el borde de la escarpadura para ver la puesta del sol, los muy pillastres. Retrospectivamente, sin embargo, hemos de considerar que el Chink estaba intentando ayudar a Sissy a liquidar su confusión. Tras pasar la noche haciendo el amor con Jellybean, si no hubiese pasado el día haciendo el amor con el Chink quizá no hubiese sido una comparación exacta. Y quizás el Chink considerase necesaria una comparación, aunque no hubiese considerado necesaria una elección.
El amor nos confunde fácilmente porque oscila siempre entre ilusión y sustancia, entre recuerdo y deseo, entre satisfacción y necesidad. Quizás haya veces en que las contradiciones del amor estén tan entremezcladas que el único medio de ver la verdad del amor sea confrontarlo con la irreductible realidad de la lujuria.
Por supuesto, el amor no puede desnudarse nunca del todo de la ilusión, pero el simple llegar a una conciencia de la ilusión es hacer manitas con la verdad… y a veces la áspera luz de la lujuria nos concede exactamente tal conciencia.
Era, en cierto modo, una tranquila y saciada Sissy la que, acomodada en los parapetos del Cerro Siwash, contemplaba cómo se fundían en la oscuridad nivosas manchas de grullas chilladoras. Ni Jelly ni el Chink ocupaban sus pensamientos; por el contrario, un tranquilo éxtasis rodeaba el sentido inmediato de conciencia de sus propias ilusiones, y esta estática visión llenaba los espacios que había entre ella y el lejano lago.
– ¿Qué piensas tú de este asunto de las vaqueras y las grullas? -preguntó. No le parecía ya absurdo que hubiesen tardado un día entero en abordar el tema.
¿Fue un suspiro lo que se abrió paso a codazos entre la maraña de humosa barba, o fueron las octavas superiores de una agotada risa?
– Las grullas son bellas. Y, en realidad, también lo son las vaqueras. Es vergonzoso que se relacionen entre sí de forma tan comprometedora.
– Creo que comparto tus sentimientos -dijo Sissy-. Las grullas siguen sintiéndose asustadas (insisten en mantener cierta distancia y cierta intimidad), pero inevitablemente las veo ahora más como animales domésticos. Como si estuviesen domesticadas. Fuiste tú quien me enseñó…
– Yo nunca te enseñé nada.
– ¡Oh, vamos, cierra el pico, viejo zorro! -dijo Sissy riendo.
Fue casi una risilla. Para evitar que el Chink se volviese y eludiese el diálogo, agarró su flaccido miembro y lo sujetó firme. Estaba aprendiendo a tratarle.
– Fuiste tú quien me hizo entender que la domesticación de animales fue uno de los mayores errores de la historia, un error devastador, no sólo en términos ecológicos, sino por sus consecuencias filosóficas y psicológicas, que aún seguimos padeciendo. En fin, no es que yo odie a los perros en sí, ni siquiera a quienes tienen perros. Es la idea del animal doméstico lo que me fastidia, la doma de las cosas salvajes, la utilización de animales como sustitutivos de los hijos… o de los amantes.
Meditó un momento, sin aflojar lo más mínimo la mano que sujetaba el instrumento del Chink.
– Resulta irónico, ¿verdad? Todas las grandes culturas agrarias de la vieja Europa eran matriarcales; luego llegaron los pastores nómadas del Asia central con su amor al toro y su consecuente fe en el poder del pene. Las tribus pastoras dominaron gradualmente a los estados feministas, sustituyendo a la Gran Madre por el Dios Padre, sustituyendo la glorificación pagana de la vida por el viaje a la muerte cristiana, venerando más a los animales que a la vegetación y, oh, sí, veamos, colocando la idea de espíritu por delante del hecho de la materia… tú fuiste el primero que llamaste mi atención sobre esto; tú viejo pedo. Las mujeres que plantaban, cultivaban, recolectaban y se piraban, fueron desplazadas de su posición central por hombres que pasaban de pastos liquidados a pastos vírgenes, que luchaban y se emborrachaban. En fin, es irónico. Porque las vaqueras son, por su mismo nombre, pastoras. Y estas vaqueras concretas del Rosa de Goma no sólo tienen caballos y cabras, han semidomesticado la bandada de aves mayor y más esquiva del mundo. Irónico.
El Chink agitó su barba a la brisa vespertina. Tenía pelo por todas partes. Su barba desprendía briznas de vencetósigo y pelusa.
– Sí, irónico, encontrar mujeres que serían mujeres imitando hombres. Pero hay otros aspectos de esta saga que considero que tú debías meditar.
– Si me dices cuáles, te suelto.
– Me da igual. En realidad, prefería que me sujetaras, por si cedo a este impulso de saltar por el precipicio.
Le dejó.
– Ja ja jo jo y ji ji -dijo el Chink; luego barrió su risilla para debajo de la alfombra-. Pensaba simplemente en el significado del hecho de que haya grullas implicadas en este enfrentamiento entre las chicas y el gobierno. La grulla es el ave de la poesía. Fue Robert Graves quien indicó que la grulla ha estado tradicionalmente relacionada con la poesía desde China a Irlanda. La grulla es el animal nacional, el animal totémico, de Hungría… y como escribió Graves, se escriben y publican veinte veces más poemas al año en Hungría que en ningún otro país. Evidentemente, las grullas traen suerte a los poetas, y a la inversa. El único país de Europa donde las grullas aún crían es Hungría. A la última grulla de las Islas Británicas la mataron en 1906. Las grullas de Rusia están refugiándose en Siberia. Y también las del Japón. Y ya conocemos la situación de las grullas norteamericanas. Según dice Graves: «Mientras haya grullas en Hungría, continuará habiendo poesía.»
Tiene razón. Y si sigue habiendo poesía, seguirá existiendo Hungría. La religión y la política son dos cosas completamente innecesarias para la cultura (o el individuo) que tenga poesía.
– Tú en realidad no crees en soluciones políticas, ¿eh?
– Yo creo en soluciones políticas a los problemas políticos. Pero los problemas primarios del hombre no son políticos: son filosóficos. Mientras los humanos no sean capaces de resolver sus problemas filosóficos, están condenados a resolver sus problemas políticos una y otra vez y otra y otra. Es una monserga repetitiva y cruel.
Sissy pensó que esta vez había atrapado al viejo cabrón, y no sólo por el pijo, además.
– Bueno, entonces, ¿cuáles son las soluciones filosóficas?
– Ja ja jo jo y ji ji: Eso tienes que descubrirlo tú. -No le tenía cogido-. Te diré esto y nada más: tiene que haber poesía. Y magia. Tus pulgares te enseñaron esto, ¿no es cierto? Poesía y magia. A todos los niveles. Para que la civilización llegue a ser algo más que una grandiosa culada, algo más que una lata de desodorante en el cagadero de la vida, los estadistas tendrán que preocuparse de la magia y de la poesía. Los banqueros tendrán que ocuparse de la magia y de la poesía; la revista Time tendrá que escribir sobre magia y sobre poesía. Obreros y amas de casa tendrán que enredar su vida en magia y poesía. En cuanto a los policías y las vaqueras…
El Chink agitó su barba hacia el rancho de abajo. Una barba en la que podría anidar gustosamente una grulla.
Si bien Sissy no llegaba a entender completamente, al menos ya no se sentía confusa. A través de un agujero de alfiler de la paz que caía como la obscuridad rodeándoles, lanzó una última pregunta.
– ¿Crees que sucederá alguna vez eso?
– Si entendieses la poesía y la magia, sabrías que eso no importa.
Se alzó la luna.
Resonaron los relojes.
Chilló una grulla. Ella comprendió.
LA POESÍA NO es más que una intensificación o iluminación de objetos comunes y acontecimientos cotidianos hasta que relumbran con su naturaleza singular, hasta que podemos experimentar su poder, hasta que podemos seguir sus pasos en la danza, hasta que podemos discernir qué papeles juegan en la Gran Orden del Amor. ¿Cómo se logra esto? Jodiendo la sintaxis.
(Las definiciones son limitadoras. Las limitaciones amortiguadoras. Limitarse uno mismo es una especie de suicidio. Limitar a otro es una especie de asesinato. Limitar la poesía es un Hiroshima del espíritu humano. peligro: radiación. No se permite al personal no autorizado acercarse al capítulo 111a.)
PESE A LA COMUNICACIÓN que se desarrollaba en el Cerro Siwash, había muy escasa comunicación abajo, en el Rosa de Goma. Los abogados de la Asociación Norteamericana de Libertades Civiles intentaron durante todo el día tender puentes entre el gobierno y las vaqueras, pero todos los puentes fueron quemados antes de que nadie los cruzara.
Como oferta última y más generosa de toda una serie de propuestas, el portavoz del Departamento de Justicia prometió al fin que no se abriría ningún proceso contra las vaqueras si éstas se retiraban pacíficamente y permitían al Departamento del Interior tomar las medidas que considerase necesarias para el bienestar presente y la preservación futura de la bandada de grullas chilladoras. Como una especie de propina, el Subsecretario suplente del Interior dijo que si se matase un ave para hacerle la autopsia, sería más tarde disecada y regalada al rancho Rosa de Goma como un símbolo del interés de éste por la vida salvaje en extinción de los Estados Unidos de América.
– Exactamente lo que más necesitábamos -replicó Delores del Ruby-. Una grulla chilladora disecada.
Sí, Delores estaba de vuelta. Y con su regreso desaparecía toda esperanza de acuerdo. Muchas de las vaqueras, preocupadas por la seguridad propia y por la seguridad de sus compañeras, preocupadas por las aves, preocupadas incluso por los hombres que estaban a la puerta, deseaban cada vez más aceptar las condiciones del gobierno. La propia Bonanza Jellybean admitía que las vaqueras habían logrado su objetivo, que habían triunfado repetidamente, que habían triunfado ante una audiencia mundial, y que, en consecuencia, poco más podrían ganar extremando las cosas.
Ay, pero Delores… Era una sombra oscura de mujer. De ojos nocturnos. Y voz de medianoche. Y una sonrisa como el silbido de un áspid bajo la lluvia. Se decía que de cada uno de los pezones de sus pechos perfectos brotaba un largo rizo de pelo como el ébano. Delores permanecía inflexible.
– No adoptamos esta posición por nosotras mismas -decía, con voz tan pesada y lenta como los párpados de un cocodrilo-. No es por las vaqueras -chasqueó su lengua de flecha hacia Jelly-. Es por todas las hijas del mundo. Es un enfrentamiento de la máxima importancia. Es la oportunidad que el género femenino tiene de demostrar a su enemigo que está dispuesto a luchar y a morir. Si nosotras las mujeres no demostramos aquí y ahora que no tenemos miedo a luchar y morir, nuestro enemigo jamás nos tomará en serio. Los hombres sabrán siempre que, por muy firmes que sean nuestras palabras y por muy resueltos que sean nuestros actos, hay un punto en el que daremos marcha atrás y les cederemos el puesto.
Chasqueando el látigo hacia las suaves protestas de la oscura Debbie, Delores desfilaba orgullosa ante las barricadas.
– ¡Yo estoy dispuesta a combatir! -gritó-. ¡Además estoy decidida a ganar! ¡A obtener una victoria para todas las mujeres, vivas o muertas, que sufrieron derrotas temporales en su vida interior frente a la insensibilidad masculina!.
Unas cuantas vaqueras vitorearon.
– Yo combatiré a esos cabrones -dijo Donna.
Big Red estaba abriendo una lata de judías con un cuchillo de monte.
– Yo les combatiré con gas de judías, si es necesario -dijo Big Red.
Delores y su látigo compartieron una sonrisa.
– El sol se está poniendo -dijo la capataz-. Que las que no tengan que hacer guardia duerman un poco. Por la mañana, planearemos nuestra lucha. Mañana por la tarde, las que quieran pueden reunirse conmigo en el cañavera, donde las grullas y yo compartiremos las últimas migajas que quedan del saco de peyote.
SI QUERÉIS DETALLES de la reunión secreta que se celebró en la Casa Blanca para tratar del asunto de las grullas chilladoras, habréis de leer el resumen que escribirá Jack Anderson en cuanto pueda echar mano a las cintas. Si es que hubo cintas. Seymour Hersh dice que la conferencia no se grabó, dice que, tras las experiencias grabatorias del anterior presidente, nada volverá a grabarse en la Casa Blanca, ni un concierto de Mantovani ni un paquete de Navidad ni un tobillo dislocado… y por eso Seymour Hersh no planea ningún artículo en profundidad sobre el tema. Habréis de resignaros; jamás conoceréis los detalles de la reunión secreta celebrada en la Casa Blanca para tratar del asunto de las grullas chilladoras. ¿Estáis seguros de que deseáis conocerlos?
El autor sabe en términos generales lo que sucedió en la sala de conferencias de la Oficina Oval aquella mañana de finales de septiembre, y aunque le han advertido que no abra la boca, va a divulgarlo aquí. Tendréis que conformaros con eso. Hay muchos arroyuelos vacíos en estas páginas. Jamás os prometí un caudaloso río, jamás os prometí el Potomac.
Una cosa absolutamente segura es que el Presidente, el nuevo Presidente, era aquella mañana un hombre inseguro. Sentía grumos en las salas de su bilis. Tenía por alguna razón, la fastidiosa sospecha de que el último Presidente no habría permitido que le convocasen para una reunión sobre grullas chilladoras y vaqueras. El último Presidente, pensaba el nuevo, habría ordenado a sus ayudantes que emprendiesen la acción que fuese políticamente más práctica respecto a las grullas, mientras él, el último Presidente, que no iba a buscar en las intimidades de los problemas sociales, cogía un reactor camino de Pekín o Moscú o El Cairo para alborotar la situación internacional que era desesperada, como siempre. El nuevo Presidente se sentía rebajado, se sentía muy mal ante la idea de que esperasen que presidiese una reunión para tratar de unas aves zancudas. Realmente, se habría negado de no haberle informado que el Pentágono y el Petróleo querían conferenciar con él. Nuevo en el puesto, percibió sin embargo que, como Presidente, no podía ignorar al Pentágono y al Petróleo, igual que no había podido hacerlo como miembro del Congreso, pero percibía también, en las burbujas de su bilis, que lamentaría aquella maldita conferencia sobre las grullas chilladoras.
El interés de los militares y de los petroleros por el asunto del Rosa de Goma era reciente. Hasta entonces, la cuestión sólo preocupaba al Departamento de Justicia, que deseaba poner fin (a su modo habitual) a lo que consideraba desafío, subversión y apropiación ilegal de bienes federales, y al Departamento del Interior, que deseaba colocar de nuevo a las grullas donde estaban antes y quitárselas de encima. Cuando los generales y los petroleros sugirieron un enfoque distinto, Justicia e Interior estuvieron, en líneas generales, de acuerdo.
La reunión se inició con las explicaciones del Presidente del FBI al nuevo Presidente sobre las barricadas que las vaqueras habían construido justo delante de la bandada de grullas. Lo calificó de «astuta y diabólica táctica», pues si los agentes federales disparaban contra las jóvenes, correrían peligro las vidas de las grullas.
– Mantienen a las grullas como rehenes, en realidad -dijo el jefe del FBI-. Nos tienen cogidos.
Luego cedió la palabra al Pentágono, a quien representaba un general de cuatro estrellas de las fuerzas aéreas. El general, sacando datos y cifras de una carpeta azul de plástico, explicó al nuevo Presidente que aquella bandada de grullas chilladoras había sido una espina en la carne de los militares durante más de treinta años. Desde 1942, la mejor zona de bombardeo, con mucho, y la más utilizada de Norteamérica, había sido la de la isla de Matagorda, en la costa texana del Golfo de México. La mayoría de las tripulaciones de los B-52 que servían en Vietnam se habían entrenado en el sector de Matagorda, por ejemplo. Además, los helicópteros armados habían utilizado con frecuencia y eficacia la zona para sus entrenamientos. Como las grullas chilladoras invernaban en Matagorda o en la tierra firme próxima a la bahía de San Antonio, en lo que se conoce como la Reserva Nacional de Aransas, la fuerza aérea y el ejército habían sido acusados frecuentemente por los ecologistas de provocar la extinción de la especie. Presionado, hasta el Departamento del Interior había empezado a incordiar a la fuerza aérea por este motivo. Las operaciones navales y de guardacostas de la zona habían sido también criticadas y obstaculizadas, según el general. Explicó al Presidente que el Pentágono consideraba a las grullas perjudiciales para el interés primordial de la defensa del país.
No es que el nuevo Presidente fuese una belleza, desde luego, pero era bastante más guapo que su predecesor. El nuevo Presidente tenía una cara que podía haber confortado a un orangután solitario. Podría dibujarse una buena caricatura del nuevo Presidente con una salchicha mojada en esa pintura que se usa para pintar con los dedos. Había algo muy próximo a la farsa en la forma en que el nuevo Presidente cabeceó casi sabiamente, al concluir el testimonio del Pentágono y en la forma en que estiró la cabeza para mostrar absoluta atención cuando el represenante de los intereses petrolíferos, sacando datos y cifras de una cartera de cuero, inició su exposición.
No hacía falta recordar al nuevo Presidente la crisis energética, pero el representante del petróleo lo hizo. Luego pasó a informar al jefe del ejecutivo de que había grandes cantidades de petróleo desperdiciándose en el lecho del mar porque se había prohibido sondear en la costa de la región Matagorda-Aransas a causa de aquella bandada de aves, aves que no aportaban ni un céntimo al producto nacional bruto y que nada significaban en las negociaciones con los árabes. ¿Te haces idea del cuadro? El nuevo Presidente se la hizo. Quizá fuese exagerado decir que las grullas chilladoras eran quebradiza gravilla entre las sábanas de la cama de la economía, pero constituían sin duda un obstáculo más en la tarea de estirar la ropa de tan deshecha cama.
Una vez más, tomó la palabra el Presidente del FBI. Era casi seguro, dijo, que habría un enfrentamiento en el rancho de Dakota. Describió a las supuestas vaqueras como subversivas fanáticas violentamente opuestas al sistema de vida norteamericano. Aquellas mujeres querían derramamiento de sangre, dijo. Se habían burlado de una orden judicial. Se habían negado a negociar. En aquel mismo instante, estaban apuntando con armas de fuego, posiblemente de origen comunista, a agentes del gobierno.
Al Director del FBI le parecía inevitable que los abogados federales se enfadaran. Esto no le preocupaba lo más mínimo, pues la capacidad de acción y los medios de los agentes del FBI y de los agentes federales se impondrían rápida y absolutamente. Además, del enfrentamiento podrían derivarse beneficios positivos. Si al responder al fuego de las vaqueras los agentes acribillasen «accidentalmente» a las grullas chilladoras… Si latas de gases lacrimógenos superpotentes, dirigidos teóricamente contra las vaqueras cayesen enmedio de las aves, muy susceptibles, al parecer, a los gases lacrimógenos… En la operación de captura de las cuatreras, la bandada de grullas podría quedar tan diezmada que el gobierno se viese obligado a capturar a las escasas supervivientes y colocarlas en zoos. Así, de una sola barrida, los Estados Unidos podrían librarse de una banda de malhechoras y de la molestia de las grullas chilladoras. ¿Podía el Presidente (en secreto, por supuesto) apoyar esta acción?
El nuevo Presidente deseó estar en la pista de golf, deseó tener un vaso de whisky, deseó que un ayudante le entregase una declaración para leerla, deseó esto y deseó aquello, pero ninguna hada madrina ayudó al Presidente. Era el 29 de septiembre, cumpleaños de Brigitte Bardot; quizá todas las hadas que concedían deseos estuviesen en Francia esperando que Brigitte Bardot apagase las velas de su tarta.
El Presidente abrió al fin sus muerdeplátanos para conceder que el plan tenía su mérito, pero, ay, él no creía que el público aguantase que los agentes federales dispararan contra muchachas, casi adolescentes.
La otra media docena de asistentes a la conferencia no estaban de acuerdo. Señalaron que aquellas chicas eran delincuentes, estaban armadas y constituían un peligro, una inmoralidad, una influencia alteradora, que eran, en fin, enemigas del bien público… lo mismo que las jóvenes que habían sido aniquiladas en Los Ángeles. No habría más protestas populares que en las ejecuciones de Los Ángeles, y muchas menos que en la representación efectuada en la Universidad Estatal de Kent. Además, si la prensa ayudaba un poco, el gobierno no tendría problema para achacar el trágico destino de las grullas a las acciones violentas e ilegales de las vaqueras. La mayoría bienpensante creería que las chicas habían recibido su merecido.
– Además -dijo el hombre al que el nuevo Presidente había nombrado nuevo Vicepresidente-, políticamente no hay ningún problema. Los corazones tiernos me pusieron verde por permitir que se tratase con rigor a los sublevados de la prisión de Attica, pero eso no perjudicó lo más mínimo mi carrera. Quizá subestime usted, señor Presidente, el sentido moral del pueblo norteamericano.
Era un argumento convincente, aunque tal como fue formulado hizo poco por suavizar la textura de la bilis del Presidente. La mirada del nuevo Presidente fue del Pentágono al Petróleo, del Petróleo al Pentágono. Estaba atrapado y lo sabía. Achicando los rayos de sus ojos simiescos, para sugerir que era a la vez concienzudo e independiente, dijo:
– Tendré que pensarlo un poco.
Se levantó, en una versión actor aficionado de dignidad, golpeándose dolorosamente el muslo contra la mesa de conferencias. Caros zapatos de artesanía, que recordó de pronto que eran un regalo del grupo de presión petrolero, le condujeron fuera de la sala.
En cuanto pudo, cambió aquellos zapatos por zapatos de golf. Antes de salir para el club de campo Árbol Ardiendo, el nuevo Presidente llamó a su ayudante de más confianza.
– Quiero que dentro de dos horas… no, mejor de tres, digas al FBI que he decidido aprobar la Operación Apaga Chillido.
El nuevo Presidente salió a la Tierra Verde y se dispuso a lanzar su pelotita.
SISSY HANKSHAW HITCHE jamás consiguió volver al Lago Siwash. Ningún pulgar fue lo bastante grande, ninguna capacidad de movimiento lo bastante perfecta, ningún dominio del paisaje y sus viajeros lo bastante fuerte como para llevarla hasta allí. Guardias y agentes del FBI la hicieron volver atrás. Habían aparcado sus vehículos blindados en la cima y tomaban posiciones desde más cerca para la inminente lucha. Las fuerzas federales la retuvieron para interrogarla y, una vez en libertad, quedó bajo la desagradable custodia de un guardia que la escoltó hasta la entrada del Rosa de Goma y le indicó la dirección de Mottburg.
Se necesitaba, por supuesto, más que eso para detenerla. Volvió atrás, siguiendo el pie del Cerro Siwash y adentrándose en las colinas del sur, con el propósito de llegar al lago por el oeste, o por el lado de la pradera, el único que no estaba ahora guardado por el gobierno. A cada paso que daba, sin embargo, el viento aumentaba en alguna notable fracción de nudo. Cuando empezó a doblar por la pradera, Dakota había levantado su polvo. Como una niebla de puntas de cuchillos, como un huracán de hormigas rojas, el polvo la envolvió, la mordió, la asfixió, la cegó. Luchó contra la tormenta, pero no pudo detenerla. Intentó hacer autoestop a la tormenta, pero la tormenta no quiso llevarla.
La tormenta no tenía el más mínimo sentido del humor. Pocas cosas en la naturaleza lo tienen. Quizás el animal humano no haya aportado al universo realmente más que el beso y la comedia: pero, Dios mío, eso basta.
La tormenta recordó a Sissy esa criatura que es a la vez lo más peligroso y lo más patético de la tierra: un viejo asustado con un título. Fue más la frustración que el miedo lo que la empujó de vuelta al Cerro Siwash, refugio cuyas disparatadas cuñas aparecían de cuando en cuando entre el polvo. Tardó horas en llegar allí, y cuando por fin se arrastró, exhausta, al interior de la cueva, se sentía como papel de lija de los almacenes del Infierno.
El Chink quiso aplicarle algún barniz (aceite de ñame, para ser exactos), pero Sissy le rechazó.
– Ahora no -dijo-. Estoy enviando toda mi energía a Jellybean. Quiero que sienta que estoy con ella en este lío.
El amor se puso pulgares. E hizo autoestop cruzando sin que nadie le molestase entre la tormenta y las milicias hasta el lago. Llegó aproximadamente en el mismo instante que la Tercera Visión de Delores. Al mismo tiempo aproximadamente que una cascadísima, flaquísima y agotadísima serpiente con una carta (la sota de corazones) debajo de la lengua.
TENEMOS UN REPTIL en nuestro tótem. Lleva allí desde el Edén. Vive en la base del cerebro y tiene una relación especial con las mujeres. Está asociado con el mundo obscuro, la conciencia obscura, el necesario opuesto de la luz. Pero, no funciona como símbolo porque es demasiado impredecible. En el varón, su veneno puede producir violencia o arte. En la mujer, produce una locura peculiar que el hombre no comprende. En los niños, es el carrito rojo pintado de azul.
Delores comió siete botones de peyote, después de eliminar sus ponzoñosos penachos. A Donna, LuAnn, Big Red y Jody les dio tres a cada una. Quedaron con esto en el saco sólo cuatro botones. No había suficiente para las grullas, que mostraban ya señales de bajada (desasosiego, inquietud, bullicio) y ninguna de las otras vaqueras quiso subir. Así que Delores se comió ella misma las cuatro últimas plantas. El peyote es feo de aspecto (los «botones» parecen verdes cojines para los pies enfermos de gnomos malévolos) y de un sabor horrible. Sus siete alcaloides producen siete variedades de retortijones abdominales (había cinco vaqueras vomitando al cabo de una hora) y sucios eruptos de acidez.
Con náuseas, Donna, Big Red, LuAnn y Jody vagaban por la orilla del lago, posando los ojos en todo lo que se moviese, que era todo. Tenían la cara ardiendo, las piernas flaccidas, los pensamientos planeando. Los coches blindados de la colina parecían ridículos, infantiles. La forma en que el viento aumentaba su velocidad, sin contentarse nunca con ésta o aquella velocidad concreta, parecía también divertido. Pero el viento no tiene sentido del humor y, cuando empezaron a alzarse olas de polvo, las cargadas vaqueras se refugiaron en las barricadas, agrupándose en ansioso estupor, quizá reviviendo los polvorientos instantes de la Creación.
Pero Delores… Delores yacía tendida entre las cañas, al borde del agua. Dormida aunque despierta, tan profundamente se había hundido en el agujero de su mente que ni tormenta ni polvo podían seguirla. Jellybean renunció a levantarla y conducirla a un lugar resguardado, y la dejó allí, salpicada de vómito verde, comunicándose con su tótem. Delores gemía. Abría y cerraba la mano en la empuñadura del látigo. Parecía a punto de reptar sobre el vientre, de deslizarse entre las aguas azotadas por el viento del lago.
Fue allí, en aquel estado, donde la encontraron ellas. «¿Ellas?» Niwetúkame, la Madre Divina, y la serpiente del servicio de reparto. ¿Habían venido juntas? ¿Estaban confabuladas la serpiente y la diosa? ¿Qué se dijeron? ¿Cómo fue el asunto de la carta? ¿Le mostraron a Delores joyas, colibríes, golpes de relámpago? ¿Conoció Delores a su doble? ¿Qué negocio se formalizó? ¿Fue algo pasmoso y aterrador o tuvo aire de asunto comercial? Delores nunca lo explicó.
Mucho después de la visión de San Antonio y de los ramalazos epilépticos de Paulo en el camino de Damasco, mucho después de que las voces hablasen a Juana de Arco y los ojos de Blake se llenasen de maravillas celestiales, mucho después de los trances profetices de Edgar Cayce y de la visión del ángel hip de Ginsberg llegaron las tres visiones de Delores del Ruby, la tercera de las cuales la envió tambalaéndose a las barricadas, en la oscuridad de la noche, al final de una tormenta de polvo de Dakota, a arrebatar los rifles de las manos de sus hermanas vaqueras.
Relampagueaban sus ojos negros como húmedos penachos de ánades; su rostro se había dulcificado en una plácida máscara de sangre eléctrica. Bajo la luz de la luna, se alzaba como una ciudad cercada por las llamas. Caminaba como en sueños. Con una lenta y subacuática ajenidad, arrojó las armas entre la hierba cubierta de polvo.
Nadie se atrevió a poner en entredicho sus acciones; nadie llegó siquiera a pensar en poner en entredicho sus acciones. Evidentemente, actuaba bajo autoridad divina. Había abandonado su látigo.
Cuando habló, fue como si alguien hubiese borrado los tonos guturales de sus consonantes y pulimentado sus vocales. Habló con sencillez pero con gran intensidad.
– El enemigo natural de las hijas no son los padres y los hijos -proclamó-. Estaba equivocada.
»El enemigo de las mujeres no son los hombres.
»No, y el enemigo del negro no es el blanco. El enemigo del capitalista no es el comunista, el enemigo del homosexual no es el heterosexual, el enemigo del judío no es el árabe, el enemigo del joven no es el viejo, el enemigo del hip no es el carca, el enemigo del chicano no es el gringo, y el enemigo de las mujeres no son los hombres.
»Todos tenemos el mismo enemigo.
»El enemigo es la tiranía de la mente embotada.
»Hay negros autoritarios con mentes embotadas, y son el enemigo. Los dirigentes del capitalismo y los dirigentes del comunismo son la misma gente. Y son el enemigo. Hay mujeres de mente embotada que intentan reprimir el espíritu humano, y son el enemigo igual que los hombres de mente embotada.
»El enemigo es todo técnico que practica manipulación tecnocrática, el enemigo es todo el que propone la uniformidad y el enemigo es toda víctima que sea tan embotada y perezosa y débil como para dejarse manipular y uniformar.
Las vaqueras se agruparon alrededor de Delores en un apretado círculo. No faltaba ninguna. Varias estaban transfiguradas. Sus ojos habían empezado a brillar en pálida aproximación a los de su capataz.
– Es misión de la mujer destruir además de dar la vida -les decía Delores-. Destruiremos la tiranía de lo embotado. Pero no podemos destruirla con armas, ni con látigos. La violencia es el Desayuno de los Campeones del imbécil, y el lógico producto final de su orgullo mal enfocado. La violencia fertiliza aquello que despoja. Pero, Debbie, no podemos amar lo estúpido así por las buenas. Sólo contaminamos nuestras propias aguas cuando intentamos extender nuestro verdadero afecto a aquellos que no saben cómo recibir o dar amor. El amor es muy poderoso, pero tiene límites y es un craso error extenderlo demasiado.
»No, destruiremos al enemigo de otro modo. La Madre Peyote ha prometido una Cuarta Visión. Pero no vendrá sola para mí. Vendrá para todas vosotras, para todas las vaqueras de la Tierra, cuando hayáis superado lo que está embotado en vuestro propio yo.
»La Cuarta Visión vendrá también para algunos hombres. Les reconoceréis cuando les veáis, y sed sus firmes compañeras en iguales y extáticos arrebatos de acción poética y amor.
Delores alzó una carta. La luna de la pradera iluminó sus mellados bordes. Era la sota de corazones.
La capataz parecía agotada. Chorreaban de su pelo negros vahos de cansancio. Su voz se apoyaba contra la pared de su laringe cuando dijo:
– Lo primero que habéis de hacer por la mañana es dar fin a este asunto del gobierno y las grullas. Ha sido positivo y fructífero pero ya ha ido lo bastante lejos. El juego deja de cumplir un fin serio cuando se toma demasiado en serio. Siento no estar aquí con vosotras al final. He sido desagradable y estúpida durante mucho tiempo, como sabéis. Tengo mucho que recomponer, mucho que lograr, y hay alguien importante a quien he de ver. Ahora.
Grácil como un ballet de cobras, Delores se volvió y se alejó en la noche seca de Dakota.
LAS VAQUERAS APENAS durmieron. Se sentían intoxicadas. Las tensiones ideológicas que las habían dividido se habían esfumado. Se habían redefinido objetivos. Justo a la vuelta de la esquina, cantaban los destinos de la misteriosa Cuarta Visión. Aspectos totalmente nuevos de la vida hacían señas, como fabulosos… pulgares. Las vaqueras estaban preparadas para más de todo, y hasta eso podría no bastar.
Cuando la vida pide más a la gente de lo que pide ésta a la vida (como suele pasar) la consecuencia es una aversión a la vida casi tan profundamente asentada como el miedo a la muerte. De hecho, la cuestión a la vida y el miedo a la muerte son prácticamente sinónimos. ¿Se deduce de esto, pues, que cuanto más pide la gente a la vida menos teme a la muerte?
¿O estaba sólo el doctor Robbins haciéndose el gracioso cuando, al explicar cómo un concepto tan cobarde como «lo suyo no es razonar por qué, lo suyo es sólo hacer o morir» podía obtener el favor popular, decía, «algunas personas preferirían morir a pensar en la muerte»?
Bien, podemos comentar sólo que tan exaltadas estaban las vaqueras, tan expectantes, tan sumidas en magia, que les resultaba difícil concentrarse en la amenaza que las acechaba en la colina. Sólo sabían que no deseaban ya luchar contra las autoridades (en los términos de las autoridades) y tenían fe en que ningún combate se produciría.
Pero, los guardias federales y los agentes del FBI no compartían, tras el escudo de los coches blindados, tales ideas. Tampoco los hombres habían dormido. La tormenta les había dejado sucios, con los ojos enrojecidos, irritables, pero al acercarse el amanecer temblaban con la antigua energía del cazador. Cuando pensaban en las jóvenes y suaves piezas que cobrarían pronto, temblaban. Mascaban chicle furiosamente. Varios de ellos tuvieron erecciones.
Ninguno de los dos campos estaba preparado para el amanecer cuando llegó. Como las manos de un ladrón nocturno, aquellos famosos dedos rosados se deslizaron de pronto sobre el saliente de la ventana del hemisferio y con sigilosa eficacia empezaron a apalancar el cerrojo del día. Antes de que sus mentes excitadas pudieran captar plenamente la idea, las vaqueras y los agentes federales contemplaban los desmayados perfiles de las recíprocas barricadas.
– Bien -dijo Jellybean-, es preciso que una de nosotras suba a esa colina y les diga a los muchachos que Norteamérica puede recuperar sus grullas chilladoras. Como yo soy aquí el jefe, y como soy responsable además de que muchas de vosotras decidieseis ser vaqueras, seré yo quien vaya.
– Pero…
– No hay peros que valgan. Pronto será de día. No asoméis la cabeza. Ta ta.
– ¡Jelly! ¡Por favor!
La vaquera más linda del mundo se levantó; se irguió. Por un instante, sus rígidos brazos parecieron alas. La carne de gallina de sus muslos desnudos se tensó. Vibraron sus pechos bajo la vistosa camisa vaquera. Si Francis Scott Key hubiese visto tales pechos a la primera luz del alba, quizás hubiese ido bajo cubierta para escribir un himno totalmente distinto (o quizá Francis Scott Key hubiese ignorado las mamas erógenas, meras trampas sexuales donde se enredan los hombres, y comentado, por el contrario, el ejemplo más universal de un hombre solo que acepta valerosamente una ardua responsabilidad. Pero no juzguemos injustamente al compositor ni confundamos su sensibilidad con la de aquel asombroso patinador artístico, Francis Skate Key).
Jellybean saltó sobre el esqueleto de una máquina reductora y plantó sus botas vaqueras en aquella hierba sin rocío. «No hay por qué asustarse», se dijo a sí misma. «Sólo llevaré este mensaje lo más rápido posible y luego iré hasta el cerro a ver a Sissy.» Jelly no tenía la menor idea de lo que sería ahora del Rosa de Goma, pero nunca en su vida se había sentido más vaquera.
A medio camino de la colina, mientras sus lindas rodillas alzaban nubes de polvo sobre las cabezas de los ásteres, recordó que aún llevaba su seis tiros. Delores había pasado por alto aquel arma en su orgía de desarme. «Será mejor que me deshaga de él», pensó Jelly. «Podría asustar a esos señoritingos.»
Dedos de muñeca de goma se posaron en la pistolera y sacaron el arma. Había desenfundado pistolas desde los tres años. Juego. Puro juego. Cuando se disponía a deshacerse del arma, antes de que sus dedos pudiesen soltar la empuñadura opalina, un tiro llegó desde lo alto del cerro.
Jelly sintió un impacto en el vientre. Algo punzaba su grasa infantil. El seis tiros se deslizó de sus dedos mientras se alzaba su camisa de satén y bajaba la cintura de la falda. Brotaba de su cicatriz brillante sangre roja; podía verla a la luz del amanecer, podía ver su cálido brillo manando del punto exacto donde se había herido al caer de un caballo de madera a los doce años. -No me alcanzó en realidad una bala de plata -confesó, a nadie en particular. -¿O sí?
Y esbozó la sonrisa deliciosamente secreta de quien por instinto reconoce la realidad del mito.
Y en la cumbre del cerro se apretaron veinte o treinta sudorosos gatillos más. Y Bonanza Jellybean quedó reducida a sanguinolenta papilla.
Abajo, junto al lago, las vaqueras chillaban y gritaban. Se abrazaban con horror. Un par de ellas, LuAnn y Jody, saltaron de las barricadas para recuperar sus armas y fueron inmediatamente acribilladas.
Bramó un altavoz: «Tenéis dos minutos para salir con las manos en la cabeza.» Pero era evidente que no tenían ninguna posibilidad de rendirse. Los agentes habían empezado ya a disparar al azar, y en cualquier segundo se organizaría una orgía de disparos para seducir con la muerte a todas las vaqueras de las colinas de Dakota.
Curioso que nadie prestara atención al helicóptero. Los agentes que lo oyeron debieron suponer que era de los suyos. Sus marcas negras y rojas no debieron resultar extrañas a la luz difusa de la mañana. Lo cierto es que nadie disparó contra el helicóptero, pese a volar muy bajo. Estaba tan cargado de explosivos que no podría haber subido una pulgada más.
Cuando aterrizó torpemente, disolviendo el semicírculo de guardias y agentes federales, ya no había posibilidad de hacer nada. No había «tiempo» suficiente. El muchacho gordo de la cabina (era imposible determinar si reía o lloraba) pulsó el detonador y una poderosa explosión desintegró la cima de la colina: hierba, ásteres, polvo, ratones, coches blindados, agentes federales, todo.
En la quietud que siguió a los ecos de la explosión, la bandada de grullas chilladoras se alzó en un gran impulso de batientes alas (una tormenta blanco lirio de vida, una explosión de Gabrieles albinos), invadió el cielo que esperaba y, tras rodear una vez el lago, haciendo ejercicios de calentamiento o en una despedida ornitológica primordial, enfiló hacia el sur, hacia Texas.
Dejando a amigos y enemigos humanos resolver sus respectivos líos humanos.
UNA DE LAS víctimas de la guerra de las grullas chilladoras fue el Chink.
Sissy había estado tan preocupada por Jellybean que no había podido dormir. El Chink le había contado historias, le había dado masajes en los pies, le había hecho beber vino de ñame y había tocado una especie de arrullo de lechuza blanca con su violín caja de puros de una sola cuerda, sin ningún resultado. Al fin, Sissy le dejó seducirla y, sin olvidar ningún músculo, tendón, ligamento ni articulación, le dio un verdadero repaso general: tuvo Sissy cuatro orgasmos, y cuando el último se había apagado, su aristocrática nariz andaba empaquetando pequeños zzzzzs y enviándolos a todas partes. Luego, el Chink no consiguió dormir.
El Chink percibía el desastre. Bueno, ¿y qué? La supervivencia, la suya propia o la de cualquier otro, no era para él prioridad máxima. Para un hombre que «seguía el tiempo» por aquellos relojes, había cosas mucho más interesantes y más importantes. Pero le carcomía un estúpido sentido de la responsabilidad. No podía quitárselo de encima. Hasta que al fin dijo: «Bueno, de acuerdo, iré y jugaré, sólo esta vez. En fin, de todos modos no puedo dormir.»
Bajó el Cerro Siwash después de ponerse la luna, hazaña que ningún otro podría haber emulado. Muchos burros no podrían bajar por aquel camino a plena luz del día sin destrozar su reputación de animales de pies seguros. Muchos grandes barriles de cerveza serían incapaces de bajar rodando por la senda de Cerro Siwash, y algunos retorcidísimos pretzels no podrían imitarle decentemente.
Al final del camino, se encontró a Delores del Ruby.
Ninguno de los dos pareció sorprenderse, pero sin duda fue comedia.
Se miraron de arriba abajo, ella intentando parecer fría, él más frío aún. Él deseó preguntarle qué estaba haciendo allí, pero no lo hizo; deseó ella decirle que iba a verle, pero no pudo. Ancló las manos en las caderas; arrugó él la nariz. Cuando más procuraban no sonreír, más los pequeños músculos de la boca luchaban por ser libres. La fuerza de las sonrisas reprimidas hacía agitarse sus orejas en la oscuridad.
– Así que tú eres el gran brujo, ¿eh?
Quizá sí y quizá no. De todos modos, que más da
– Supongo que te debo disculpas. He estado poniéndote verde…
– Da igual.
– Bueno, sólo quería que supieras que estoy empezando a apreciarte. Algunas de tus ideas no están del todo mal.
– ¿Te gustan? Deben haberme tergiversado.
– ¿No tergiversan a todos los grandes brujos?
– Los tergiversan, distorsionan, diluyen y deifican. Por ese orden. Jesús sufrió a manos de sus adoradores mucho peor destino que la crucifixión. Tienes un culo encantador.
– Tú no te pareces mucho a Jesús.
– ¿Cómo lo sabes?
– Hablas de mi culo.
– ¿No crees que Jesús hubiese admirado tu culo?
– No el Jesús sobre el que he leído.
– Exactamente. Tergiversado, distorsionado y diluído. En realidad, si Jesús hubiese admirado tu culo, probablemente no lo habría dicho. Sí, tienes razón. No me parezco mucho a Jesús. Y tampoco me parezco mucho a Hubert Humphrey. Hubert Humphrey es capaz de mascar doscientas cuarenta y seis barras de chicle de una vez. Yo no podría hacerlo.
– Sin duda tu linda boquita se hizo para mejores cosas.
Y se inclinó y depositó un beso en los morros del Chink. La primera vez que besaba a un hombre en una era de serpiente.
– Tú tampoco estás mal. Cuando dejas el látigo en casa.
– Ya no juego con el látigo.
– ¿Ah sí? ¿Con qué juegas ahora?
– Estoy aprendiendo que hay todo un universo de cosas con que jugar, incluidos grandes brujos.
– Los brujos pueden jugar fuerte. ¿Qué quieres de mí? ¿La llave del tesoro?
Delores buscó bajo su negra camisa, entre oscuros pezones, pelos y lunares, y sacó la sota de corazones.
– Vaya, haces juegos de cartas también. Eres toda una actriz.
– Anoche tuve una visión. No vine aquí a resolver nada. Vine aquí a celebrar, y a que tú celebres conmigo.
– En ese caso, puedes quedarte un tiempo. Es sabia la mujer que no acude al maestro a buscar soluciones.
– Qué más da.
– Sí. Um. Pronto amanecerá. Tengo que ver a unos tipos por un asunto de unos pájaros. Cuando haya luz ya, ¿te importaría subir a la cueva y hacer compañía a Sissy hasta que yo vuelva?
Delores aceptó y el Chink se alejó trotando entre la hierba.
Quizá tuviese algún plan, algún truco mágico pensado. Algo debía tener guardado en su ancha manga. Pero fuese lo que fuese lo que el Chink pensaba hacerles a los agentes federales, nunca llegó a hacerlo. Cuando vio a Bonanza Jellybean destrozada, el viejo chiflado se lanzó derecho hacia las barricadas del gobierno. Nadie oyó sus gritos. Los obscurecieron primero los disparos, luego el altavoz, luego el helicóptero y por último la explosión.
La explosión le derribó ladera abajo, barba, albornoz y sandalias volando, como si la explosión fuese el apagabroncas más duro de Jerusalén y él un gorrón en la última cena. Su cadera izquierda quedó destrozada.
Y SUCEDIÓ ASÍ que Sissy Hankshaw Hitche y Delores del Ruby pasaron un triste día en Mottburg. A media mañana, cuando el sol estallaba sobre los silos, las dos mujeres (una disfrazada) cruzaron rápidas ante los individuos que con prendas Sears hacían la parada para tomar café en el Bar de Craig. Pasaron ante las rollizas y jóvenes madres que, bigudíes en el pelo, parloteaban en la lavandería-autoservicio. Pasaron ante la agencia Chevrolet y el blanco rostro de la oficina de la Legión Americana. Llegaron a la estación de ferrocarril justo cuando cargaban en el vagón de equipajes el ataúd. Bonanza Jellybean, alias Sally Elizabeth Jones, tenía un billete de ida para Kansas City. Su padre, un individuo bajo y calvo, había venido para acompañar al cadáver. La mamá de Jelly se había quedado en casa, avergonzada. El tren salió de la estación traqueteando, disolviéndose en lágrimas que cayeron sobre las vías como balas de plata.
Más tarde, mientras Delores bebía café irlandés en un rincón oscuro de la Sala Bisonte del Elk Horn Motor Lodge, Sissy intentó visitar a las veintisiés vaqueras que estaban encerradas en el vestíbulo de la Mottburg Grange porque no había sitio en la cárcel. Las vaqueras estaban detenidas sin fianza, esperando juicio. Lo siento. No se admiten visitas.
A las dos en punto, Sissy y Delores se unieron a una curiosa multitud en el cementerio de la iglesia luterana para el funeral de Billy West. Había un ataúd simbólico, pero no había cadáver. Extraño que de los ciento veinte kilos no hubiese quedado ni una cucharada, pero así era. La familia estaba tensa, el predicador irritado, los ritos fueron protocolarios. El duelo, si es que podía llamarse así, lo formaban principalmente compañeros de Bill, que aún no podían creer que la bola de grasa de la que se habían burlado en la escuela se hubiese convertido en un forajido y asesino famoso y hubiese aprendido a pilotar un helicóptero en una tarde. Cuando echaban la desmigajada tierra de la pradera sobre aquel ataúd deshabitado, la abuela Schriber dijo en voz alta que Billy West era el único héroe que había dado Mottburg, y que ella quería, como fuese, unirse a las vaqueras. Se la llevaron rápidamente los nietos.
La parada siguiente de Delores y Sissy fue en el pequeño hospital. El Chink estaba enyesado como una pared. Se podría haber colgado de él un cuadro, y un espejo, además. Pero ojo con la mariposa que pudiese salir de aquel capullo. Pese al dolor, les hizo un guiño. Los ojos que guiñaba estaban tan nubosos como el semen. Las mujeres estaban demasiado deprimidas para poder prestarle ayuda alguna. Sissy gemía al lado de la cama.
– ¿Todo está empeorando? -balbuceó.
– Sí -contestó el Chink-. Todo está empeorando. Pero todo está mejorando también.
Y sucedió así que el rancho Rosa de Goma fue entregado oficialmente a las vaqueras que lo habían trabajado. Las vaqueras supervivientes pasaron a ser socias a partes iguales. Hasta que las chicas tuviesen libertad para hacer con él lo que deseasen, se pidió a Sissy Hankshaw Hitche que supervisase el rancho, con un salario de trescientos dólares semanales.
El regalar el Rosa de Goma fue el último negocio que realizó La Condesa antes de disolver su compañía e irse a trabajar como enfermero en la sección de maternidad de un hospital de beneficencia, siguiendo las instrucciones de su psiquiatra y asesor personal, un tal doctor Robbins.
– Vuelve a aspirar los aromas del nacimiento -le había dicho el doctor Robbins a La Condesa-, pues los olores del cuerpo femenino, los olores que has procurado matar con tus substancias químicas totalitarias son los mismos olores del nacimiento, los poderosos aromas de la esencia de la vida. La nariz que se ofende ante el cálido perfume del coño es una nariz inadecuada para este mundo. Debería estar olisqueando oro en las limpias calles del cielo. La vagina apesta a vida y a amor y al infinito, etc. ¡Oh Vagina! Tú incienso salobre, tu lunar almizcle fungoso, tus profundas olas de miel de almeja que chocan contra el frío acero de la civilización; arrastra, oh vagina, nuestras narices, a la piedra de molino del éxtasis, y déjanos morir oliendo lo que olimos al nacer!
Y sucedió así que en cuanto fue posible, Sissy y Delores llevaron al Chink al rancho para que pasase allí su convalecencia. Dispusieron para él la habitación principal, el dormitorio donde había dormido Jellybean, y la señorita Adrián antes que ella. Pocos encantos le brindaba la casa del rancho al viejo pedo, pero era muy consciente de que las dos mujeres no podían subirle al Cerro Siwash. Delores instaló el estéreo en aquella habitación para que el viejo pudiese pasar los días del otoño escuchando rock-and-roll mientras meditaba, cantaba, comía ñames muy fritos y hojeaba la revista Ota.
Sissy le servía fielmente, y casi siempre con alegría, pero le asaltaban a veces ataques de depresión. Una vez se había vuelto a él con particular aspereza y le había reprochado en parte la muerte de Jelly.
– iDeberías haber hecho más! -acusó.
– Hice cuanto pude.
– ¿Qué hiciste? Nunca te vi hacer nada… hasta que fue demasiado tarde.
– Di ejemplo. Eso es todo lo que se puede hacer. Lamento que las vaqueras no me prestaran más atención, yo no podía obligarlas a fijarse en mí. He vivido casi toda mi vida adulta fuera de la ley, nunca he pactado con la autoridad. Pero nunca he ido a luchar contra la autoridad. Eso es estúpido. Eso es lo que ellos están esperando; te invitan a hacerlo; ayuda a sustentar su poder. A la autoridad hay que ridiculizarla, burlarla y eludirla. Y es bastante fácil hacer esas tres cosas. Si crees en la paz, actúa pacíficamente; si crees en el amor, actúa amorosamente; si crees en algo, actúa en consecuencia, eso es perfectamente válido… pero no intentes convencer de tus creencias al Sistema. Acabarás contradiciendo lo que afirmas creer, y darás mal ejemplo. Si quieres cambiar el mundo, cambíate a ti mismo. Tú lo sabes muy bien, Sissy.
Sissy lo sabía, desde luego. ¿No había actuado siempre así la mejor autoestopista del mundo? Pero tenía un cerebro y nuestros cerebros están siempre burlándose de nosotros, haciéndonos aprender una y otra vez lo que sabíamos desde el principio. Quizá se haya criticado al cerebro injustamente en este libro, pero tenéis que admitir que el cerebro tiene un sentido del humor bastante extraño.
Y sucedió así que Delores y Sissy se hicieron amantes.
Compartían la habitación contigua a la del Chink, querían estar cerca por si él necesitaba algo durante la noche.
Con el tiempo, descubrieron que ellas mismas necesitaban algo durante la noche. Delores dormía a la izquierda, Sissy a la derecha. Al poco tiempo, dejó de haber centro.
Jamás gruñó la cama bajo ellas. Hasta los muelles, chismosos por naturaleza, resistieron toda tentación de rechinar. Las paredes y el techo presenciaron cada nueva posición, aprobando, aparentemente, pero sin crujir ni caer. Los pequeños gemidos que la lengua serpentina de Delores arrancó de la garganta de Sissy, que los dedos autoestopistas de Sissy sacaron de las profundidades de la garganta de Delores, no atrajeron más atención de los cerros y colinas de detrás de las balanceantes cortinas que los chillidos de conejos y ratones. A veces, cuatro pares de labios se unían a la vez, pero la edición de Amy Vanderbilt que la señorita Adrián había dejado en la repisa de la chimenea, no las corrigió ni enarcó la nariz una sola vez. Era como si el mundo absorbiese su amor sin ofrecer resistencia, pero alentado en él suave y levemente. Gimiendo, suspirando, «ah».
O «¡ja!»
Pero desde luego no «¡ma!» El amor femenino puede tener su lugar en el mundo, pero, como deben saber los muelles de los somieres, las paredes, el techo, cerros y colinas e incluso Amy Vanderbilt, la saliva no hace niños.
Y sucedió así, que cuando Sissy descubrió que estaba embarazada, su pulgar señaló al Chink. Hablando figurativamente, desde luego, pues nada le dijo ni mencionó su condición a Delores ni le escribió a Julián comunicándosela (Julián, cuyo problema alcohólico se había agudizado tanto que la «hermosa gente» le esquivaba ahora dejándole resollar los efectos de la civilización en los nidos posthippies del East Village).
Sissy ocultaba sus náuseas y mareos fingiendo que eran emociones, que eran manifestaciones físicas de pesar y dolor, y nadie fue capaz de descubrirlo… Salvo cierta mujer de mediana edad que leía palmas y sufría trances en los arrabales de Richmond, Virginia.
Y sucedió así que las vaqueras del Rosa de Goma fueron absueltas de toda acusación. Volvieron en procesión a caballo, saliendo de Mottburg agitando triunfalmente sus sombreros a los pueblerinos, entre los que estaba la abuela Schriber, vitoreando.
Ya de vuelta en el rancho, se celebró una reunión. En el barracón, como en los viejos tiempos.
Big Red leyó a las vaqueras boletines de la Asociación de Rodeo Femenino.
– El rodeo sólo para chicas está gozando del mejor período de crecimiento de su historia. En 1973 sólo se celebraron cinco rodeos de chicas… este año se celebraron once.
El boletín continuaba diciendo que Gail Petska, de veinticinco años, de Tecumseh, Oklahoma, había ganado diecinueve mil cuatrocientos cuarenta y ocho dólares en 1973, montando toros, lazando terneros, cabalgando y lazando cabras.
– Me propongo comer de ese pastel -proclamó Big Red-. Y quiero que todas vosotras consideréis la posibilidad de venir conmigo. Trabajaremos en Texas, como las grullas chilladoras.
– El lazado de cabras es un deporte nuevo para mí -dijo Donna- pero con nuestra experiencia en el Rosa de Goma tiene que dársenos muy bien. Podéis contar conmigo, pero sólo si me ayudáis a acabar con los rodeos femeninos para que podamos competir otra vez con los hombres, en igualdad de condiciones, como debe ser.
– Exactamente lo que yo había pensado -dijo Big Red-. Pero lo haremos poco a poco. Como nos dijo la Madre Peyote.
Siete vaqueras aceptaron trasladarse a Texas y participar en el circuito de rodeos. Kym y Linda habían decidido ya invernar en Florida, trabajando de camareras, y ahorrar dinero para alguna nueva aventura. Seis vaqueras decidieron darle una oportunidad a la universidad, entre ellas Mary, que quería estudiar arqueología para contrastar su fe cristiana con los datos históricos. Algunas de las vaqueras decidieron pasar un tiempo probando diferentes estilos de vida… preparándose para la Cuarta Visión.
Fuera del barracón, había dos hombres sentados en la valla del corral. Uno era un compinche de Elaine, un poeta de treinta y cinco años, de San Francisco, que había estado haciéndole visitas clandestinas a Elaine de vez en cuando desde que ésta vivía en Dakota. El otro era un viejo amigo de Debbie, de los tiempos del avatar del ácido atómico, un traficante de LSD reformado que se había puesto a leer las obras completas de Albert Einstein y estaba aprendiendo a pensar (no a razonar sino a pensar). Elaine y su compinche y Debbie y el suyo, querían dirigir el rancho juntos. Planeaban cultivar girasoles y vender las semillas.
Se aceptó la propuesta. Se confiaría el rancho a Elaine y a Debbie, pero continuaría siendo refugio permanente de las veintiséis vaqueras, por si alguna necesitase alguna vez un lugar seguro donde apartarse de las pedradas y flechazos que pudiesen caer sobre ellas.
Por último, las mujeres decidieron por votación cambiar el nombre del Rosa de Goma por El Rancho Jellybean. Y así es como se le conoce actualmente.
Y una cosa más. Heather quería saber quién había robado la fotografía de Dale Evans del cagadero.
UNA MAÑANA, LOS perrillos de la pradera se asomaron a las puertas de sus sótanos y vieron que el veranillo de San Martín se había largado. Ni siquiera había dejado una nota de despedida. Los perrillos de la pradera se encogieron de hombros, tiritaron y se metieron otra vez en sus sótanos, con la esperanza de quedarse dormidos antes de que el invierno empezase a patear en el piso de arriba con sus botas de clavos. Ese mismo día, se largó también el Chink.
Cuando Sissy y Delores regresaban batidas por el viento de dar un paseo, se lo encontraron caminando apoyado en una vara de cerezo con sus pertencias envueltas en una piel. Sissy había confesado su embarazo a Delores y las dos habían decidido que el Chink debía saberlo. Y ahora allí estaba él, disponiéndose a huir del rancho a los dos días de levantarse de la cama. Además, no se dirigía a Cerro Siwash.
– Me vuelvo con el Pueblo Reloj -dijo-. Echo de menos a esos chiflados pieles rojas y tengo curiosidad por saber qué es de ellos. Además, necesitan alguien como yo que les pinche para seguir siendo honrados. La anarquía es como el flan que se hace al fuego; hay que revolverlo constantemente para que no se pegue y se apelmace, como el gobierno.
– No puedo creer que vayas a abandonar el cerro -dijo Sissy. Pero podía creerlo. El hueso había curado mucho más deprisa de lo previsto por los médicos, y aunque le viesen apoyado en una vara, y tan flaco y pálido, era difícil imaginarle escurriéndose por la impredecible arquitectura del Cerro Siwash otra vez. Lo que Sissy realmente quería decir era que no podía creer que fuese a abandonarla a ella.
– Lo que viene fácil, fácil se va -dijo el Chink.
– Desde luego, no se te dan muy bien las palabras -dijo Delores.
El Chink se ruborizó realmente.
– No fue culpa mía que me educara en una cultura antipoética -dijo-. Pero mi lenguaje será diferente cuando esté con el Pueblo Reloj. Ellos proceden de una tradición oral. Y no estoy hablando de lo que vosotras, lujuriosos sapos saltarines, hacéis en la cama todas las noches.
Ahora le tocaba enrojecer a Delores. Y también a Sissy. Las paredes las habían traicionado, después de todo.
– Bueno -suspiró Sissy, intentando conseguir que sus lágrimas no se levantasen de sus asientos-, si el Pueblo Reloj te da alguna información confidencial sobre el fin del mundo, mándanos una postal.
– El mundo no va a acabarse, tonta; creía que por lo menos sabías eso -Se puso extrañamente serio-. Pero va a cambiar. Va a cambiar radicalmente. Y puede que durante tu vida. El Pueblo Reloj considera que los terremotos, unos terremotos terribles, serán el agente de ese cambio, y puede que tengan razón, pues hay unos cien mil terremotos al año y hace ya demasiado tiempo que no se producen terremotos grandes. Pero nos aguardan catástrofes mucho peores…
– ¿Y es inevitable? -preguntó Delores.
– A menos que la especie humana pueda llegar a abandonar los objetivos y valores de la civilización; en otras palabras, a menos que rompa con el hábito del consumo… y estamos tan condicionados a consumir como forma de vida que para la mayoría de nosotros la vida no tendría sentido sin los anhelos y satisfacciones del consumo progresivo. Así que yo diría que sí, que es inevitable. No es sólo que nuestros malos hábitos provoquen catástrofes mundiales, sino que nuestra filosofía práctica, política y económica nos tiene tan atrapados que nos impide prepararnos para desastres naturales que no son culpa nuestra. Así pues, la mierda apocalíptica va a llegar, desde luego, pero algunos de nosotros nos libraremos. Pequeñas bolsas de humanidad, como el Pueblo Reloj. Como vosotras dos, queridas, si os decidís a aceptar mi oferta de vivir en la Cueva Siwash. Apenas si hay calamidades mundiales (hambre, accidente nuclear, plaga, guerra meteorológica o reducción de la capa de ozono) a las que no pudieseis sobrevivir en esa cueva.
– Magnífico para nosotras -dijo Sissy- y para el Pueblo Reloj. Pero ¿y el resto del mundo, los millones que ni siquiera tienen conciencia del peligro, y no digamos ya de las alternativas? ¿No crees que deberíamos consagrarnos en cuerpo y alma a educar a las masas y a intentar movilizarlas para la supervivencia?
– De eso nada -dijo el Chink; se apoyaba pesadamente en su bastón-. La supervivencia no es importante. Lo que importa es cómo se sobrevive. Todos los planes de supervivencia a largo plazo que han concebido nuestros tanques de ideas y nuestros científicos y estrategas sociales son en definitiva variedades de totalitarismos: sociedades-colmenas o sociedades-hormi-gueros. En fin, los insectos son buenos en lo de la supervivencia; mejor que las demás criaturas, sin duda. Pero eso se debe a que en el mundo de los insectos no hay ningún tipo de individualismo. La vida del insecto es rígida y predecible; su psique sólo se preocupa de la supervivencia; la supervivencia de la colonia, de la colmena, del enjambre. Creo que es preferible que la humanidad muera a que recurra a un tipo de vida totalitario para sobrevivir. Deberíamos tomar como modelo a la grulla chilladora más que a la termita. Extingámonos si es necesario, pero hagámoslo con cierta dignidad, con humor, con gracia. Los hombres hormigas y las mujeres abejas no son dignos de sobrevivir.
El Chink extendió la mano y acarició el pulgar de Sissy, el izquierdo, la enormidad transcontinental. Tan lento fue su movimiento que ella ni siquiera retrocedió.
– La supervivencia en sí no me interesa en absoluto. Pero aquí hay algo que me parece interesante. Suponed que entre los veinte y cincuenta años próximos, una serie de desastres naturales y de origen humano, destruyen nuestra estructura social y eliminan a la mayor parte de la especie humana. Hay muchas probabilidades de que suceda. Sólo sobrevivirían grupos pequeños y aislados. Ahora bien, supongamos que tú, Sissy, figurases entre los supervivientes… y si aprovechas tu posibilidad de residir en Cueva Siwash, figurarías entre ellos. Y supon que tuvieses hijos…
Y dicho esto, retiró su arrugada y amarillenta mano del perpetuamente embarazado apéndice de Sissy y empezó a acariciar su vientre temporalmente preñado. Había una sonrisa en sus ojos. ¡Dios mío! ¿Lo sabía también?
– Supongamos que se cumple la profecía de Madame Zoé y que tienes cinco o seis hijos con tus características. Todos en la Cueva Siwash. En el mundo que siga a la catástrofe, inevitablemente tus descendientes se casarían entre sí y formarían a la larga una tribu. Una tribu cuyos miembros tendrían todos pulgares gigantes. Una tribu de Grandes Pulgares se relacionaría con el medio de modo muy especial. No podrían utilizar armas ni fabricar herramientas complicadas. Tendrían que basarse en su ingenio y en sus sentidos. Tendrían que vivir con los animales (¡y las plantas!) prácticamente como iguales. Me resulta sumamente agradable pensar en una tribu de excéntricos físicos que viviesen pacíficamente con animales y plantas, aprendiendo sus lenguas, quizás, y respetándoles como se merecen. Es sencillamente divertido pensarlo, nada más.
Sissy apretó la mano del Chink. Era como un pedazo de queso rancio.
– La diversión es la diversión -dijo ella-, pero ¿cómo voy a ser progenitura de una tribu viviendo con Delores en la cima de un cerro aislado?
– Eso es problema tuyo -dijo el Chink-. En realidad, no creas que me preocupa más la situación de una tribu que la de las grandes poblaciones. La mayoría de los grupos son rebaños y todos los rebaños son basura. Debbie y todos los demás muchachos y muchachas despistados intentaron encasillarme como otro brujo oriental. Se equivocaban por completo. Los diversos filósofos orientales tienen al menos una cosa en común: eligen lo personal e intentan unlversalizarlo. Yo detesto eso. Soy lo contrario. Elijo lo universal y lo personalizo. Los únicos intercambios verdaderamente mágicos y poéticos que se dan en esta vida se dan entre dos personas. A veces no se llega siquiera tan lejos. A menudo la verdadera gloria de la vida queda confinada en la conciencia individual. Basta de eso. Vivamos para la belleza de nuestra propia realidad.
Bruscamente, el Chink apartó su mano del vientre de Sissy. Carraspeó. «Kaff». E hizo rodar sus ojos hasta que parecieron un par de judías que hubiesen acabado de recibir la noticia de que iban a trasladarlas a Boston.
– Ved cómo carraspeo. Esa dinamita debió aflojar uno de mis transmisores. No me hagáis caso. Tenéis que arreglároslas vosotras solas. El chacachá sale de Mottburg a las dos menos veinte. Quiero irme en él. ¿Me llevaréis a la estación?
Cuando las autoridades retiraron sus cargos contra Delores (buscando, al parecer, lavarse las manos para siempre del asunto de las vaqueras) devolvieron el carro del peyote. Las mujeres decidieron llevarlo al pueblo. Después de todo, la nueva furgoneta (un regalo de la Fundación Condesa) pertenecía al rancho y el rancho estaba ahora bajo el control de Elaine y Debbie. Condujo Delores; Sissy y el Chink a su lado con las manos entrelazadas. Luchando todo el camino con un desagradable viento, la furgoneta llegó a la estación sólo con cinco minutos de margen. El tren ya estaba allí.
– ¡Horarios! -dijo el Chink-. Resulta irónico que tenga que ajustarme a un horario para volver a los relojes. -Su expresión era de asombro-. Amigas, nunca apostéis contra la paradoja. Si no os derrota la complejidad, lo hará la paradoja.
En los ardientes conductos de Sissy, las lágrimas corrían, en vez de caminar, hacia la salida más próxima.
– ¿Pero y tus relojes? -preguntó gimoteando.
– ¿Mis relojes? Bueno, los llevo conmigo. ¿Vosotras no?
Dio a las mujeres besos de igual duración, aunque Sissy recibió un poco más de lengua. Luego se volvió y cruzó el andén cojeando.
Viéndole cojear hacia el tren, Sissy comprendió de pronto lo pequeño y frágil que había empezado a parecer. Ahora, también Delores estaba llorando.
En la puerta del vagón, el Chink se volvió de pronto, se abrió bruscamente la bragueta y agitó hacia ellas su pajarito.
– Ja ja jo jo y ji ji -rió.
El viejo cabrón.
CON SISSY Y DELORES acomodadas en la cueva, el rancho en buenas manos, el Chink dando cuerda otra vez al Pueblo Reloj, La Condesa sacando orinales de postparto y Jellybean lazando nubes en las praderas del Paraíso, parece ser que las cosas se han asentado para esas entidades cuyas aventuras ha narrado este libro.
Podríamos concluir que También las vaqueras sienten melancolía ha alcanzado la entropía máxima, si no fuese por un inesperado fenómeno: la conducta de las grullas chilladoras.
Después de su partida del Lago Siwash, la bandada de grullas se detuvo muy brevemente en sus territorios de invernada de Aransas. Horas antes de que comenzase un festejo de bienvenida, emprendieron vuelo de nuevo, dejando en la estacada al Secretario del Interior, al Gobernador de Texas, a la Cámara de Comercio de Corpus Christy y a miles de patrióticos amantes de las aves.
Siguiendo rumbo al sur, se detuvieron un tiempo en Yucatán, siguieron luego hasta Venezuela y almorzaron ranas-leopardo en los pantanos del Orinoco. En Bolivia, sus excrementos cayeron sobre una revolución. En Paraguay, mancharon las catedrales de Asunción. Las tentativas de aproximarse a ellas de los científicos sudamericanos provocaron invariablemente su marcha. Se desviaron hasta Chile, quizá para rendir tributo al asesinado poeta Pablo Neruda. La siguiente parada fue la Patagonia.
En Estados Unidos y en Canadá, había muchas personas asustadas. El jefe de la Sociedad Audubon, empezó a emitir graznidos que sus camaradas identificaron como de somormujo y cuco. ¿Serían las secuelas de la dieta de peyote o sería algo a la vez más misterioso y más siniestro lo que hacía actuar así a las grullas? Discutían los naturalistas en laboratorios y salas de conferencias… y las chilladoras, cruzando el Atlántico camino de África, hicieron una visita a las islas Sandwich del Sur.
Después de que cazadores furtivos congoleños abatiesen unas cuantas, las Naciones Unidas aprobó una resolución unánime según la cual se castigaba a todo aquél que hiciese daño a las grullas con cárcel en todos los países del mundo. Justo a tiempo, además, pues pronto la gran bandada blanca se lanzó a cruzar regiones densamente pobladas. Las chilladoras destrozaron una playa en el sur de Francia, desplazaron a las famosas palomas de San Marcos de Venecia y realizaron, al parecer, un pintoresco vadeo del Támesis.
Las aves siguieron su ruta… y aún la siguen. Nadie sabe dónde aparecerán la próxima vez. Sus chillidos, recibidos con religioso fervor a lo largo del Ganges, apenas pudieron oírse sobre las bocinas y los chirridos de neumáticos del tráfico de Tokio. Cuando escribo esto, se las supone en algún punto del interior de China, donde en otros tiempos se producían poemas sobre grullas (no chilladoras, por supuesto) al ritmo de mil por día. Pero hoy son poquísimos los poemas sobre grullas que se escriben en China.
¿Busca acaso el ave más espléndida y grande de Norteamérica un nuevo hogar y explora el globo a la busca de un sitio donde vivir aislada y libre? Esto es una teoría. Naturalmente, han surgido leyendas sobre los viajes de las chilladoras. Una mujer de Borneo afirma haber tenido relaciones sexuales con una de las grullas. Sombras de Leda y el Cañarían Honker.
Quizá las grullas chilladoras lleven un mensaje e intenten transmitirlo por todas partes. Un mensaje de lo salvaje a lo ya no salvaje. ¿Es posible tal cosa?
Todo es posible. Y todo está bien. Y puesto que bien está cuanto termina bien, ¿hemos de concluir que éste es el final?
Sí, casi. Falta añadir la noticia de que las grullas acaban de cruzar la frontera del Tibet. Chillando.