Capítulo 30

Jueves, 8 de enero de 2010

Yac tenía hambre. El bocadillo de pollo y queso fundido llevaba tentándole más de dos horas. La bolsa iba dando tumbos por el asiento del acompañante, junto con su termo, cada vez que frenaba o tomaba una curva.

Había pensado comer durante su pausa horaria para el té, pero había demasiada gente por las calles. Demasiadas carreras. Había tenido que tomar el té de las 23.00 conduciendo. Los jueves por la noche solían ser animados, pero aquel era el primer jueves tras el fin de año. Esperaba que fuera tranquilo. No obstante, la gente parecía haberse recuperado y ya volvía a estar de fiesta. Tomando taxis. Poniéndose zapatos bonitos.

Ajá.

A él ya le iba bien. Cada uno tenía su modo de divertirse. Él se alegraba por ellos. Siempre que pagaran lo que marcaba el taxímetro y que no intentaran salir corriendo, como ocurría de vez en cuando. ¡Y si le daban propina, aún mejor! Cualquier propina era bienvenida. Le ayudaría a ahorrar. Le ayudaría a ampliar su colección.

Que crecía a ritmo constante. Estupendamente. ¡Vaya!

Se oyó una sirena.

Yac sintió un acceso repentino de miedo. Aguantó la respiración.

Los retrovisores se cubrieron de una luz azul; luego un coche de policía pasó a toda velocidad. Y más tarde otro, como si siguiera su estela. «Interesante», pensó. Él solía pasarse toda la noche en la calle y raramente veía dos coches patrulla juntos. Sería algo grave.

Estaba acercándose a su lugar habitual en el paseo marítimo de Brighton, donde le gustaba parar cada hora en punto y beberse su té; en esta ocasión, también leería el periódico. Desde la violación del hotel Metropole, el jueves anterior, leía el periódico cada noche. La historia le excitaba. A la mujer le habían quitado la ropa. Pero lo que más le excitaba era que le hubieran quitado los zapatos. ¡Ajá!

Detuvo el taxi, paró el motor y cogió la bolsa de papel con el bocadillo, pero luego la volvió a dejar. Ya no olía bien. El olor le dio asco.

Se le había pasado el hambre.

Se preguntó adonde irían aquellos coches de la Policía.

Entonces pensó en el par de zapatos que llevaba en el maletero y volvió a sentirse bien.

¡Muy bien!

Tiró el bocadillo por la ventana.

«¡Guarro! -se reprendió mentalmente-. ¡Eres un auténtico guarro!»

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