Capítulo 5

Jueves, 25 de diciembre de 1997

En la oscuridad, Rachael Ryan oyó el tintineo de la hebilla del cinturón del hombre. Un ruido metálico. El roce de sus ropas. El sonido de su respiración, rápida, salvaje. Tenía un dolor de cabeza insoportable.

– Por favor, no me haga daño -rogó-. Por favor, no.

La furgoneta se agitaba con las frecuentes ráfagas de viento del exterior. De vez en cuando pasaba algún vehículo que arrojaba un chorro de luz blanca al interior con los focos, mientras el terror se iba apoderando de ella. En aquellos momentos era cuando podía verle con mayor claridad. El pasamontañas negro en la cabeza, con minúsculas aberturas para los ojos, las fosas nasales y la boca. Los vaqueros anchos y la chaqueta de chándal. El pequeño cuchillo curvado que sostenía con la mano izquierda, cubierta con un guante, el mismo cuchillo con que decía que la dejaría ciega si gritaba o si intentaba huir.

La fina capa sobre la que estaba tirada emanaba un olor a húmedo, como de sacos viejos, que se mezclaba con el casi imperceptible de la tapicería de plástico y el de gasoil, mucho más penetrante.

Rachael vio cómo se bajaba los pantalones y se quedó mirando los calzoncillos blancos, las piernas delgadas y sin pelos. Se bajó los calzoncillos, mostrando el pequeño pene, corto y fino como la cabeza de una serpiente. Le vio hurgar en el bolsillo con la mano derecha y sacar algo brillante. Un paquetito cuadrado. Lo abrió con el cuchillo, respirando aún más fuerte y sacando algo del interior. Un condón.

La mente de Rachael era un hervidero de pensamientos. ¿Un condón? ¿Estaba mostrándose considerado? Si tenía la consideración de usar un condón, ¿de verdad sería capaz de atacarla con el cuchillo?

– Vamos a ponernos el condón -dijo él, jadeando-. Hoy en día sacan ADN de todas partes. Y con el ADN pueden pillarte. No voy a dejarte un regalito para la Policía. Pónmela dura.

Ella tuvo un escalofrío de asco al ver la cabeza de la serpiente que se acercaba a sus labios, y vio que la cara de él se iluminaba de pronto otra vez con el paso de otro coche. Había gente fuera. Oyó voces en la calle. Risas. Pensó que si pudiera hacer ruido -golpear el lateral de la furgoneta, gritar- alguien acudiría, alguien lo detendría.

Se preguntó por un momento si no sería mejor excitarle, hacer que se corriera, y entonces quizá la dejaría escapar y desaparecería. Pero sentía demasiado asco, demasiada rabia… y demasiadas dudas.

Ahora oía su respiración aún más intensa. Sus gruñidos. Lo veía tocándose. ¡No era más que un pervertido, un pervertido asqueroso, y no iba a pasar por aquello!

De pronto, espoleada por el valor que le daba el alcohol que llevaba dentro, le agarró el sudoroso y depilado escroto y le apretó las pelotas con ambas manos con todas sus fuerzas. El se echó atrás, jadeando de dolor. La chica aprovechó ese momento para arrancarle el pasamontañas y meterle los dedos en los ojos, en los dos, intentando sacárselos con las uñas, gritando con todas sus fuerzas.

Solo que su grito, como en la peor de las pesadillas, le salió mudo, convertido en un leve estertor.

Entonces sintió un tremendo golpe en la sien.

– ¡Hija de puta!

Le asestó otro puñetazo. La máscara de dolor y rabia que era su cara, convertida en una imagen borrosa, estaba a unos centímetros de la suya. Volvió a sentir su puño, una y otra vez.

Todo giraba a su alrededor.

Y de pronto sintió que le arrancaba las medias y que la penetraba. Intentó echarse atrás, separarse, pero la tenía bien agarrada.

«Esta no soy yo. Este no es mi cuerpo.»

Se sintió completamente ajena a su cuerpo. Por un instante se preguntó si aquello no sería una pesadilla de la que no conseguía despertarse. En el interior de su cabeza se encendían luces. Luego se fundían.

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