Capítulo 35

Viernes, 9 de enero de 2010

A Darren se le estaba arreglando la mañana. Había recuperado sus cosas de casa de Terry Biglow y ahora tenía un lugar donde guardarlas, una taquilla alta de color beis con su propia llave, en el Centro de Noche Saint Patrick's. Y dentro de unas semanas esperaba poder conseguir uno de los MiPod que tenían.

La gran iglesia neonormanda situada al final de una tranquila calle de vecinos de Hove se había adaptado al paso de los tiempos. Al ir perdiendo fieles, la profunda nave de Saint Patrick's se había dividido en dos, y la mitad se había puesto en manos de una organización de beneficencia para los indigentes, que había dedicado una parte a un dormitorio de catorce camas donde la gente podía pasar la noche un máximo de tres meses. Otra parte, la sala de MiPods, era un santuario. Era donde podían quedarse diez semanas más quienes mostraran verdaderas intenciones de llevar una vida honrada, con la esperanza de que les sirviera de base para empezar una nueva vida.

La sala de MiPods estaba inspirada en los hoteles cápsula japoneses. Era un espacio único, con seis nichos de plástico, una cocina comunitaria y una sala de estar con un televisor. Cada uno de los nichos tenía el tamaño suficiente como para tumbarse a dormir y para guardar un par de maletas.

Para poder optar a un MiPod, primero tenía que convencer a la dirección de que era un residente modélico. No había pensado en qué pasaría después de aquellas diez semanas en el nicho, pero, para entonces, con un poco de suerte, ya tendría dinero suficiente como para volver a alquilar un piso o una casa.

Ser un residente modelo significaba obedecer las normas, como la de salir antes de las 8.30 y no volver hasta la hora de la cena, a las 19.30. Durante las horas intermedias se esperaba que realizara actividades de reciclaje. Sí, bueno, eso es lo que todos pensarían que hacía. Se apuntaría en el centro de reinserción y con suerte conseguiría un trabajo de mantenimiento en alguno de los hoteles elegantes de Brighton. Ese puesto debería darle la ocasión de cometer pequeños robos sin problemas. Debería poder acumular un buen pico. Y quizá, mientras tanto, encontrara a alguna mujer con ganas de pasárselo bien, como la noche anterior.

Poco después de mediodía, vestido con vaqueros, deportivas, un suéter y una cazadora, salió del centro de reinserción. La entrevista había ido bien y ahora poseía un impreso sellado y la dirección del lujoso Grand Hotel, en el paseo marítimo, donde empezaría el lunes. Tenía el resto del día libre.

Mientras deambulaba por Western Road, la gran calle comercial que conectaba Brighton con Hove, mantenía las manos bien hundidas en los bolsillos para protegerse del frío. Solo tenía siete libras en el bolsillo -todo lo que le quedaba de las cuarenta y seis que le habían dado al soltarle, más la pequeña cantidad de efectivo que llevaba encima en el momento de su última detención-. Y sus reservas de emergencia estaban en la maleta que había retirado de casa de Terry Biglow..

Mentalmente, se iba haciendo una lista de la compra de todo lo que necesitaría. Allí le daban las cosas de aseo básicas, como cuchillas de afeitar nuevas, crema de afeitar o pasta de dientes. Pero necesitaba algunas cosas más. Pasó frente a una librería que se llamaba City Books, se paró, dio media vuelta y se quedó mirando el escaparate. Decenas de libros, algunos de autores cuyos nombres conocía, otros de escritores de los que nunca había oído hablar.

Estar en la calle aún era una novedad para él. Oler el aire cargado de sal. Caminar libremente entre las mujeres. Oír el zumbido y el rugido de los vehículos y, de vez en cuando, fragmentos de música de las radios. Sin embargo, aunque era libre, también se sentía vulnerable y expuesto. Se dio cuenta de que la vida «ahí dentro» se había convertido en algo cómodo. Aquel otro mundo ya no lo conocía tan bien.

Y aquella calle parecía haber cambiado en los últimos tres años. Tenía mucha más vida de lo que él recordaba. Como si el mundo, tres años después, fuera una fiesta a la que él no estaba invitado.

Era la hora del almuerzo y los restaurantes empezaban a tener clientes. A llenarse de extraños.

Prácticamente todo el mundo era un extraño para él.

Sí, claro, tenía unos cuantos amigos con los que podía contactar, y lo haría con el tiempo. Pero ahora mismo no tenía mucho que decirles. Lo mismo de siempre. Ya los llamaría cuando necesitara un poco de coca, o cuando tuviera algo de caballo para vender.

Un coche patrulla se acercaba en dirección contraria y automáticamente él se giró y se puso a mirar el escaparate de una agencia inmobiliaria, fingiendo interés.

La mayoría de los policías de la ciudad conocían su cara. La mitad de ellos le habían pillado en una u otra ocasión. Tenía que recordarse a sí mismo que era libre de pasear por aquella calle, que ahora no era un fugitivo, que era un ciudadano de Brighton y Hove. ¡Era como cualquier otro!

Se quedó mirando algunas de las casas expuestas. Una frente al Hove Park le llamó la atención. Le era familiar. Tenía la sensación de haberla desvalijado años atrás. Cuatro dormitorios, invernadero, garaje de dos plazas. El precio tampoco estaba mal: 750.000 libras. Sí, un poco por encima de sus posibilidades. Unas 750.000 libras por encima de sus posibilidades.

Ahora tenía el enorme supermercado Tesco a poca distancia. Cruzó la calle y entró, dejando atrás la cola de coches que esperaban a la entrada del aparcamiento. Algunos eran muy elegantes. Un Beemer descapotable, un bonito deportivo Mercedes y varios todoterrenos imponentes: las señoronas de Brighton y Hove iban a hacer la compra. Mamás buenorras con niños cómodamente atados a sus sillitas en el asiento de atrás.

Gente con dinero en efectivo, con tarjetas de crédito, de débito, del club Tesco.

¡Y algunas de ellas se mostraban la mar de generosas!

Se paró frente a la entrada principal, observando el flujo de gente que salía con sus bolsas o con los carritos cargados. Pasó por alto los que no llevaban más que un par de bolsas; no le interesaban. Eran los carritos llenos los que centraban su atención. Las mamás, los papás y los propietarios de residencias que hacían la compra para toda la semana. Los que habrían cargado doscientas libras o más en sus tarjetas MasterCard, Barclaycard o American Express.

Algunos llevaban a niños pequeños en los asientos de sus carritos, pero esos no le interesaban. ¿Quién coño quería comida de bebé?

Entonces la vio salir.

¡Oh, sí! ¡Perfecta!

Tenía aspecto de rica, de arrogante. Tenía uno de esos cuerpos con los que había soñado en la litera de su celda los últimos tres años. Empujaba un carrito tan cargado que la última capa desafiaba la gravedad. Y llevaba unas botas muy bonitas. De piel de serpiente, con tacones de doce centímetros, calculó.

Pero no eran las botas lo que le interesaba en aquel momento. Era el hecho de que se parara un momento junto a la papelera, hiciera una bola con el tique de caja y lo tirara dentro. Él se acercó a la papelera como quien no quiere la cosa, sin apartar la mirada de ella, que seguía empujando su carrito hacia un Range Rover Sport negro.

Entonces metió la mano en la papelera y sacó un manojo de tiques. Solo tardó un momento en encontrar el de ella: medía más de medio metro e indicaba la hora, hacía solo un par de minutos.

Bueno, bueno…, ¡185 libras! Y además había pagado en efectivo, lo que significaba que no tendría que presentar ninguna tarjeta de crédito ni identificación personal. Leyó los artículos: vino, whisky, cóctel de gambas, moussaka, manzanas, pan, yogur. Un montón de cosas. ¡Hojas de afeitar! Algunas de las cosas no las quería, pero no era el momento de ponerse meticuloso… ¡Fantástico! Le dedicó una leve reverencia, que ella nunca vería. Al mismo tiempo, se quedó con la matrícula de su coche; al fin y al cabo, estaba muy buena y llevaba un calzado precioso. ¡Nunca se sabía! Luego cogió un carrito y entró en el supermercado.

Spicer tardó media hora en encontrar todo lo que había en la lista, artículo por artículo. Era consciente de la hora que ponía en el tique, pero tenía su historia preparada: que uno de los huevos estaba roto, así que había entrado a cambiarlo, y que se había parado a tomar un café.

Había unas cuantas cosas, como una docena de latas de comida de gato, que realmente no le hacían ninguna falta, y dos latas de ostras ahumadas que se habría podido ahorrar, pero decidió que lo mejor era que los artículos de la lista coincidieran a la perfección, por si le ponían pegas. Lo que sí le agradeció mucho fueron los seis bistecs congelados y las tartas de riñones. ¡Justo el tipo de comida que le gustaba a él! Y la media docena de latas de judías estofadas Heinz. No era remilgado con la comida. Alabó su gusto por el whisky irlandés Jameson's, pero el Baileys no era santo de su devoción. A la mujer le iban los huevos y las frutas ecológicas. Bueno, podría soportarlo.

Se llevaría la compra a casa y tiraría, vendería o cambiaría por cigarrillos lo que no quería. Luego saldría de caza.

La vida le sonreía. Solo había una cosa que podría mejorar aún más las cosas en aquel momento: otra mujer.

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