La SR-1 tenía capacidad para albergar a la vez hasta tres investigaciones de casos graves. Pero el equipo de Grace estaba creciendo cada vez más, y la Operación Pez Espada requería toda la sala. Afortunadamente, siempre había mantenido buena relación con el agente al mando de la sección de infraestructuras, Tony Case, que controlaba las cuatro salas de reuniones para casos graves del condado.
La importancia del caso había obligado a trasladar el otro caso importante que se investigaba en la Sussex House en aquel momento -el asesinato en plena noche de un hombre aún no identificado en la calle- a la SR-2, más pequeña, situada en el otro extremo del pasillo.
Aunque Grace ya había convocado dos reuniones el día anterior, había sido sin gran parte de su equipo, que estaba ocupado en investigaciones diversas. Esta vez había ordenado que asistieran todos sin excepción.
Se sentó en el espacio libre reservado en una de las mesas, con la agenda y el cuaderno de actuaciones delante. A su lado tenía el tercer café del día. Cleo siempre le reprochaba la gran cantidad que consumía, pero después de su agradable pero tensa reunión con el subdirector Rigg aquella mañana, sentía la necesidad de otro chute de cafeína.
Aunque la SR-1 no había sido reformada ni redecorada en años, siempre presentaba un olor algo anodino, a oficina moderna, en claro contraste con las comisarías de antes de la imposición de la ley que impedía fumar en ellas. Casi todas olían a tabaco y flotaba en su interior una neblina permanente. Pero aquello les daba ambiente y, en ciertos aspectos, lo echaba de menos. Todo se estaba volviendo demasiado estéril.
Recibió con un gesto de la cabeza a varios miembros de su equipo a medida que iban entrando en la sala, la mayoría -entre ellos Glenn, que parecía librar otra de sus interminables discusiones con su mujer- enfrascados en conversaciones telefónicas.
– Hola, colega -le saludó cuando acabó la llamada. Se metió el teléfono en el bolsillo, se llevó la mano a lo alto del afeitado cráneo y frunció el ceño.
Grace le respondió con la misma mueca.
– ¿Qué pasa?
– No llevas gomina. ¿Te has olvidado?
– Tenía que ver al nuevo subdirector a primera hora, así que pensé que quizá debería mostrarme algo conservador.
Branson, que había dado un repaso integral a la imagen de Roy meses atrás, sacudió la cabeza.
– ¿Sabes qué? A veces eres decididamente triste. Si yo fuera el nuevo subdirector, querría agentes con algo de gancho, no tipos que me recordaran a mi abuelo.
– ¡Que te jodan! -replicó Grace con una sonrisa burlona. Luego bostezó.
– ¿Lo ves? -remarcó Branson, divertido-. Es la edad. No puedes seguir el ritmo.
– Muy gracioso. Oye, necesito concentrarme unos minutos, ¿vale?
– ¿Sabes a quién me recuerdas? -insistió Branson, haciendo caso omiso.
– ¿A George Clooney? ¿A Daniel Craig?
– No. A Brad Pitt.
Por un momento Grace se quedó bastante satisfecho. Luego el sargento añadió:
– Sí, en Benjamín Button, cuando tiene cien años y aún no ha empezado a rejuvenecer.
Grace sacudió la cabeza, esbozó otra sonrisa burlona y bostezó de nuevo. El lunes era un día temido por la mayoría de la gente normal. Pero la mayoría de la gente «normal» empezaba el día descansada y fresca. Él se había pasado todo el domingo trabajando, primero en el Brighton Pier, visitando la sala de mantenimiento del Tren Fantasma, donde habían violado y herido de gravedad a Mandy Thorpe, y luego visitando el Royal Sussex County Hospital, donde estaba ingresada bajo custodia policial. A pesar de la grave lesión en la cabeza, la joven había podido realizar una declaración completa a la agente asignada, que a su vez le había transmitido la información a él.
Además del trauma causado a aquellas pobres víctimas, Grace sentía otro tipo de trauma propio, generado por la presión recibida para que resolviera el caso y efectuara alguna detención. Para complicar aún más las cosas, el periodista al mando de la sección de sucesos del Argus, Kevin Spinella, le había dejado tres mensajes en el teléfono móvil: le pedía que le devolviera la llamada lo antes posible. Grace sabía que si quería contar con la cooperación del principal periódico de la ciudad en el caso y evitar un titular sensacionalista en la edición del día siguiente, tendría que manejar a Spinella con cuidado. Eso significaba proporcionarle en exclusiva algún dato no incluido en la conferencia de prensa que daría a mediodía. Y en aquel momento no tenía nada para él. Al menos, nada que quisiera que llegara a la opinión pública.
Hizo una llamada rápida al periodista y se encontró con el buzón de voz. Le dejó un mensaje en el que le dijo que acudiera a su despacho diez minutos antes de la conferencia de prensa. Ya pensaría en algo para él.
Y un día, a no tardar, tenía que pensar en la trampa que iba a tenderle. Alguien de la Policía le pasaba información de forma regular a Spinella. La misma persona, estaba seguro, que le había informado de todos los casos graves el año pasado al joven reportero, a los pocos minutos de que la Policía recibiera la llamada de aviso. Tenía que ser alguien del Centro de Gestión de Llamadas o del Departamento de Información y Telecomunicaciones, alguien que tuviera acceso a los registros actualizados al minuto. Podía ser un agente, pero eso lo dudaba, porque la información filtrada era sobre todos los casos graves, y no había ningún agente que recibiera información al momento sobre casos que no fueran suyos.
Lo bueno era que Spinella era un periodista avispado con quien se podía hacer negocios. Hasta ahora habían tenido suerte, pero quizás un día no estuviera él ahí, y si alguien con menor voluntad de cooperación ocupara su puesto, podía hacer mucho daño.
– Joder con el Albion… Pero ¿qué les pasa? -protestó Foreman mientras entraba, perfectamente vestido, como siempre, y con unos zapatos de cordones de un negro brillante.
En las primeras fases de una investigación, la mayoría de los agentes se ponían traje, pues nunca sabían cuándo tendrían que salir corriendo a entrevistar a alguien -en especial a los familiares próximos de las víctimas, ante quienes debían mostrar una actitud de respeto-. Algunos, como Foreman, iban impecablemente vestidos en todo momento.
– ¡Ese segundo gol! -exclamó el agente Nicholl, que era más bien tímido, pero que ahora charlaba animadamente, agitando los puños al aire-. ¿De qué van? ¡Ni se enteraron!
– Sí, bueno, yo soy del Chelsea -dijo John Black, analista del HOLMES-. Pasé del Albion hace tiempo. El día en que dejaron de jugar en el Goldstone Ground.
– Pero cuando se trasladen al nuevo estadio…, eso va a ser estupendo -vaticinó Foreman-. Dales tiempo para que se sitúen y recuperarán el orgullo.
– El orgullo gay, eso es para lo único que valen -gruñó Potting, que entró en último lugar, sacudiendo la cabeza y apestando a tabaco de pipa.
Se dejó caer en una silla frente a Grace.
– Siento llegar tarde, Roy. ¡Mujeres! Nunca más. No vuelvo a casarme. Hasta aquí hemos llegado. ¡La cuarta y la última!
– La mitad de la población británica se alegrará de oír eso -murmuró Bella, lo suficientemente alto como para que la oyeran todos.
Potting hizo caso omiso y se quedó mirando a Grace con aire melancólico.
– ¿Sabes la charla que tuvimos antes de Navidad, Roy?
Grace asintió; no tenía ningunas ganas de enfrentarse al último de la larga sucesión de desastres sentimentales del sargento.
– Me iría bien algún consejo, en algún momento durante la semana que viene, o cuando sea, si te va bien, Roy. Cuando tengas un minuto.
«Cuando tenga un minuto, lo que quiero es pasarlo durmiendo», pensó Grace, abatido. Pero le hizo un gesto con la cabeza a Potting y le dijo:
– Claro, Norman.
A pesar de que Potting solía ponerle de los nervios, le daba pena aquel tipo. Seguía en el cuerpo después de rebasar la edad a la que podía haber optado por jubilarse, y Grace sospechaba que era porque el trabajo era lo único que daba sentido a su vida.
El último en entrar en la sala fue el doctor Proudfoot, con una bolsa de trabajo de cuero negro colgada del hombro. Era un psicólogo forense -como se llamaban ahora los analistas de la conducta- con experiencia en un gran número de casos graves, que había adquirido durante las últimas dos décadas, entre ellos el del Hombre del Zapato original. Los últimos diez años había disfrutado de cierta fama en los medios y de las ganancias que le había proporcionado un lucrativo contrato editorial. En sus cuatro libros autobiográficos, que relataban su vida profesional hasta la actualidad, alardeaba de sus logros, y se presentaba como un elemento crucial en la búsqueda de los peores criminales del Reino Unido y su puesta a disposición de la justicia.
En privado, unos cuantos agentes veteranos habían manifestado que aquellos libros deberían venderse en las secciones de «ficción» de las librerías. Consideraban que se había atribuido el mérito de varios casos en los que en realidad solo había desempeñado un papel muy pequeño, y no siempre con acierto.
Grace no tenía una opinión muy diferente, pero dado que Proudfoot había participado antes en el caso del Hombre del Zapato, la Operación Houdini, pensaba que tendría algo que aportar a la Pez Espada. El psicólogo había envejecido en los doce años que habían pasado desde su último encuentro, y había engordado considerablemente, pensó, mientras lo presentaba a los miembros de su equipo. Tras aquello, pasó al orden del día.
– En primer lugar, quiero daros las gracias a todos por sacrificar el fin de semana. En segundo lugar, me alegra comunicaros que no tenemos ninguna queja del Departamento de Supervisión de Actuaciones Policiales. Hasta la fecha están satisfechos con todos los aspectos de nuestra investigación. -Bajó la mirada y echó un vistazo a la agenda-. Bueno, son las 8.30 de la mañana del lunes 12 de enero. Esta es nuestra sexta reunión de la Operación Pez Espada, la investigación en torno a la violación de dos personas, la señora Nicola Taylor y la señora Roxy Pearce, y ahora quizá de una tercera víctima, la señorita Mandy Thorpe.
Señaló una de las pizarras blancas, de las que se habían colgado descripciones detalladas de las tres mujeres. Grace había decidido no mostrar sus fotografías públicamente, para proteger su intimidad y por considerarlo una falta de respeto. En vez de aquello, anunció:
– Disponemos de fotografías de las víctimas, para quienes las necesiten.
Proudfoot levantó una mano y empezó a agitar sus dedos regordetes.
– Perdona, Roy, ¿por qué dices que ahora «quizás» haya una tercera víctima? No creo que haya dudas sobre Mandy Thorpe, por el material que yo tengo.
Grace dirigió la mirada hacia la mesa a la que estaba sentado Proudfoot.
– El modus operandi es significativamente diferente -respondió Grace-. Pero ya llegaremos a eso más tarde, si no te importa. Está en el orden del día.
Proudfoot abrió y cerró sus minúsculos labios rosados un par de veces, fijando sus ojos redondos y brillantes en el superintendente, con aspecto contrariado, al ver rechazada su intervención. Grace prosiguió:
– En primer lugar, quiero repasar nuestros progresos en torno a la violación de Nicola Taylor en Nochevieja y a la de Roxy Pearce el jueves pasado. En este momento tenemos seiscientos diecinueve sospechosos potenciales, entre el personal del hotel Metropole y los clientes hospedados aquella noche, así como los asistentes a la fiesta de Nochevieja, entre los que había, como ya sabemos, varios oficiales de Policía. También tenemos nombres proporcionados por la gente, algunos directamente a nosotros y otros a través del programa Crimestoppers. Entre los sospechosos que tenemos de momento están todos los condenados por agresión sexual en la zona de Brighton y Hove. Y dos pervertidos que han estado haciendo molestas llamadas a zapaterías de Brighton y que ya han sido identificados por el Equipo de Investigaciones Exteriores.
Dio un sorbo al café.
– Un sospechoso de la lista es especialmente interesante. Un ladrón de casas reincidente y traficante ocasional de drogas, Darren Spicer. Diría que varios de vosotros lo conocéis.
– ¡Ese desgraciado! -dijo Potting-. Lo trinqué hace veinte años por una serie de robos con allanamiento por Shirley Drive y Woodland Drive.
– Tiene ciento setenta y tres antecedentes -señaló Ellen Zoratti, la analista-. Un encanto. Está en la calle con la provisional. Cumplía condena por acoso a una mujer en una casa de Hill Brow a la que había entrado a robar. Intentó besuquearla.
– Eso, desgraciadamente, es un patrón habitual -observó Grace, mirando hacia Proudfoot-. Hay ladrones de casas que se convierten en violadores.
– Exacto -dijo Proudfoot, aprovechando la ocasión-. Empiezan penetrando en las casas y luego pasan a penetrar a cualquier mujer que encuentren en la casa.
Grace observó las expresiones de varios de sus colegas, que a todas luces pensaban que aquello no era más que palabrería. Pero él sabía que, por desgracia, era cierto.
– Spicer salió de permiso de la prisión de Ford Open el 28 de diciembre. El sargento Branson y el agente Nicholl le interrogaron ayer por la mañana -prosiguió, e hizo un gesto a Glenn.
– Así es, jefe -respondió Branson-. No le sacamos gran cosa; mucho rollo. Es un perro viejo. Afirma que tiene coartada para el momento en que se cometieron los tres delitos, pero no me convence. Le dijimos que queríamos confirmación. Según dice había quedado con una mujer casada el jueves pasado por la noche, y se niega a darnos su nombre.
– ¿Spicer tiene algún antecedente de agresión sexual? -preguntó la sargento Bella Moy-. ¿O de violencia doméstica, o de fetichismo?
– No -respondió la analista.
– ¿No sería más lógico que nuestro violador tuviera algún antecedente en actos de perversión, doctor Proudfoot, si asumimos que los violadores no suelen llevarse zapatos por regla general? -preguntó Moy.
– Llevarse algún tipo de trofeo no es nada raro en agresores en serie -dijo Proudfoot-. Pero tiene razón; es muy poco probable que estas sean sus primeras agresiones.
– Hay algo que podría ser muy significativo -señaló Zoratti-. Anoche estudié la declaración de la víctima, la mujer atacada por Spicer en su casa hace poco más de tres años: la señora Marcie Kallestad. -Miró a Roy Grace-. No entiendo cómo es que nadie ha relacionado una cosa con otra, señor.
– ¿Relacionar? ¿El qué?
– Creo que es mejor que lo lea. Cuando Marcie Kallestad se quitó a Spicer de encima, él la tiró al suelo, le arrancó los zapatos de los pies… y se fue corriendo con ellos. Eran unos Roberto Cavalli de tacón alto que le habían costado trescientas cincuenta libras. Se los acababa de comprar aquel mismo día, en una zapatería de Brighton.