¡Debería estar oscuro! Estaba oscuro la noche anterior, cuando había ido a inspeccionar el terreno. No había pasado ni un mes desde la noche más larga del año; ¡era el 13 de enero, por Dios! A las seis de la tarde debería estar completamente oscuro. Pero la mierda de aparcamiento del estadio de Withdean estaba iluminado como un jodido árbol de Navidad. ¿Por qué tenían que haber escogido aquella noche para el entrenamiento de atletismo al aire libre? ¿No les había hablado nadie del calentamiento global?
¿Y dónde cojones estaba esa mujer?
El aparcamiento estaba mucho más lleno de lo que esperaba. Ya había dado tres vueltas, por si se le había pasado por alto el pequeño Ford Ka negro. Desde luego, allí no estaba.
La chica había dejado claro en Facebook que se encontraría aquí con Jax a las 17.45. La pista estaba reservada para las seis. Como siempre.
También había echado un vistazo a las fotos de Roz en Facebook. «Ver fotos de Roz (121). Enviar un mensaje a Roz. Dale un toque a Roz. Roz y Jessie son amigas.» Roz era una pechugona bastante sexy. ¡Estaba bien buena! Había unas fotos suyas vestida de gala para una fiesta de graduación.
Se concentró en lo que le ocupaba, escrutando el aparcamiento a través del parabrisas. Dos hombres pasaron a la carrera frente a él con sendas bolsas de deporte, agachando la cabeza para protegerse de la lluvia hasta entrar en el edificio. Ellos no le vieron. ¡Las furgonetas blancas siempre pasaban desapercibidas! Se sintió tentado de seguirlos y entrar, por si Jessie Sheldon se le hubiera pasado por alto y ya estuviera en la pista. Había dicho algo sobre su coche, que se lo habían reparado. ¿Y si se le había estropeado de nuevo y la había llevado otra persona, o si había tomado un autobús o un taxi?
Detuvo la furgoneta junto a una fila de vehículos aparcados, en una posición que le daba una clara visión de la rampa de entrada al aparcamiento, y apagó el motor y las luces. La noche era lluviosa y hacía un frío de narices, lo cual le iba perfecto. Nadie iba a fijarse en la furgoneta, con o sin luces. Todo el mundo iba con la cabeza gacha, resguardándose en los edificios o en los coches. Todo el mundo, salvo los imbéciles de los atletas, que corrían bajo la lluvia.
Estaba preparado. Ya llevaba los guantes de látex puestos. La gasa con el cloroformo estaba en un recipiente hermético, dentro del bolsillo de su anorak. Metió la mano en el bolsillo y lo comprobó de nuevo. Solo le preocupaba una cosa: esperaba que Jessie se duchara después del partido, porque no le gustaban las mujeres sudadas. No le gustaban algunos de los olores que emitían las mujeres cuando no se lavaban. Tenía que ducharse, seguro, porque se iba directamente al restaurante chino a recoger la cena y luego a ver una película de terror con Roz.
Unos faros se acercaron a la rampa. Se puso rígido. ¿Sería ella? Encendió el motor para accionar los limpiaparabrisas y despejar el cristal de lluvia. Era un Range Rover. Los faros le cegaron por un momento; luego oyó el ruido del motor que pasaba de largo. Mantuvo los limpiaparabrisas funcionando. El calefactor emitía un agradable aire caliente.
Un tipo con pantalones cortos y gorra de béisbol caminaba pesadamente por el aparcamiento, con una bolsa de deporte cargada al hombro, concentrado en la conversación que mantenía por el móvil. Oyó un lejano pitido y vio el parpadeo de las luces de un Porsche de color oscuro. El hombre abrió la puerta.
«Capullo», pensó.
Volvió a fijar la vista en la rampa. Miró el reloj: las seis y cinco. «Mierda.» Golpeó el volante con los puños. Oyó un pitido lejano en el interior de su oído. A veces le pasaba cuando estaba tenso. Se apretó la nariz con dos dedos y sopló con fuerza, pero no funcionó, y el pitido se hizo aún más intenso.
– ¡Para! ¡Joder! ¡Basta ya!
La intensidad del pitido aumentó aún más.
«¡ Las dimensiones del órgano sexual, excepcionalmente pequeñas!»
Sería Jessie quien tendría que decirlo.
Volvió a mirar el reloj: las seis y diez.
El pitido tenía ya la fuerza del silbido de un árbitro de fútbol.
– ¡Calla! -gritó, tembloroso y con la vista borrosa de la rabia.
Entonces, de pronto, oyó voces y unas pisadas:
– ¡Ya le dije que aquel tipo no vale para nada!
– ¡Dice que le quiere! Yo le pregunté, que, bueno… ¿¿¿Cómo???
Se oyó un doble pitido. Vio un destello de color naranja a su izquierda. Entonces el sonido de las puertas de un coche al abrirse y, un momento más tarde, al cerrarse. El ronroneo de un motor que arrancaba y luego el sonido inconfundible de un motor diésel. El interior de la furgoneta de pronto apestaba a humo. Sonó una bocina.
– Que os jodan -dijo.
La bocina volvió a sonar, dos veces, a su izquierda.
– ¡Que os jodan! ¡A tomar por culo! ¡Joderos! ¡Joderos!
Una neblina le cubría los ojos, le inundaba la mente. Los limpiaparabrisas chirriaban, apartando la lluvia. El agua seguía cayendo. Y seguía acabando a los lados. Seguía cayendo.
Entonces la bocina sonó otra vez.
Se giró, furioso, y vio unas luces de marcha atrás. Y entonces se dio cuenta. Un gran monovolumen estaba intentando dar marcha atrás y él le bloqueaba la salida.
– ¡Joder! ¡Mierda!
Puso en marcha la furgoneta, la adelantó unos centímetros y se paró. La cabeza le temblaba, el pitido era cada vez más intenso y le estaba machacando el cerebro, que le iba a reventar. Volvió a poner en marcha la furgoneta. Alguien picó en la ventanilla del acompañante.
– ¡Que te jodan!
Puso la primera y pisó a fondo. Siguió adelante, casi cegado por la ira y bajó la rampa a toda prisa. Consumido por la rabia, no pudo ver los faros del pequeño Ford Ka que subía la rampa en sentido contrario.