12

Ren subió las escaleras para librarse de su disfraz. Isabel acabó de guardar la comida y se puso a ordenar el lío que él había organizado al levantarse. Fue hasta la puerta del jardín y echó un vistazo. Los trabajadores ya no estaban en el olivar, y Marta parecía haberse ido al pueblo. Era un buen momento para buscar la llave del cobertizo.

Miró en los cajones y armarios de la cocina, después pasó al salón, donde finalmente descubrió una cesta de mimbre con media docena de viejas llaves unidas por un alambre.

– ¿Qué haces?

Dio un respingo cuando Ren apareció a su espalda. Se había puesto unos vaqueros y un ligero suéter de algodón color avena. El agua caliente, ella ya lo sabía, había regresado misteriosamente.

– Espero que una de estas llaves sea la del cobertizo.

Él la siguió por la cocina y salieron al jardín.

– ¿Hay alguna razón para hacer esto?

Un par de cuervos graznaron a modo de protesta cuando se dirigían al olivar.

– Creía que todo el mundo quería echarme de aquí para que Marta no tuviese que compartirla casa, pero ahora todo parece un poco más complicado.

– Al menos en tu imaginación.

Se adentraron en la arboleda y ella empezó a buscar marcas de excavación. No le costó demasiado darse cuenta de que la tierra cercana al cobertizo estaba más pisoteada que el día anterior.

Ren observó las pisadas.

– Recuerdo que rondaba por aquí cuando era niño. Me gustaba que hubiesen construido el cobertizo en la ladera de la colina. Creo que lo utilizaban para guardar vino y aceite.

Ella probó las llaves. Acabó encontrando una que encajaba y la hizo girar en la vieja cerradura de hierro. La puerta de madera se resistió a abrirse cuando ella empujó, y Ren se puso a su lado para echarle una mano. Entraron en el húmedo y oscuro interior y vieron viejos barriles, cajas de embalaje con botellas de vino vacías, y unos pocos y extraños muebles contra la pared. Cuando los ojos de Isabel se acostumbraron a la tenue luz, se percató de las marcas en el suelo de tierra.

Ren también las vio y rodeó una mesa rota para mirarlas de cerca.

– Alguien apartó las cajas de la pared -dijo-. ¿Por qué no vas a la casa a buscar una linterna? Quiero ver mejor.

– Toma. -Ella le tendió una pequeña linterna que llevaba en el bolsillo.

Enfocó la linterna hacia la pared, deteniéndose para estudiar los lugares donde las piedras habían sido reforzadas con cemento.

– Mira eso.

Ella se acercó y apreció arañazos en las piedras, como si alguien hubiese intentado arrancarlas.

– Bueno, bueno… ¿Qué opinas ahora de mi imaginación? Él recorrió las marcas con los dedos.

– Explícame de qué va todo esto.

Isabel le echó un vistazo a aquel oscuro lugar.

– ¿No intentaste matar a alguien una vez en un sitio como éste?

– Sí, a Brad Pitt. Tuve mala suerte, porque al final él acabó conmigo. Pero en un enfrentamiento entre tú y yo, Fifi, me llevaría yo el gato al agua, por si te interesa saberlo.

Apartó con la mano una telaraña y caminó hacia la pared opuesta para estudiarla.

– Se supone que Massimo y Giancarlo están cavando un pozo en el olivar, pero esto a mí no me parece el olivar.

– Sin duda es un extraño lugar para un pozo.

Siguieron buscando más pruebas, pero no encontraron nada sospechoso. Ella le siguió al exterior, donde él apagó la linterna.

– Voy a tener una charla con Anna -dijo.

– Se pondrá a la defensiva y lo negará todo.

– Ésta es mi propiedad, y si está pasando algo quiero saber de qué se trata.

– No creo que enfrentarse a ella sea la mejor manera de conseguir información.

– ¿Se te ocurre algo mejor? Qué pregunta más estúpida. Por supuesto que sí.

Ella ya había pensado en ello.

– Sería más útil actuar como si no nos hubiésemos dado cuenta de nada extraño, y después observar qué está pasando.

– Quieres decir espiar. Pues bien, eso implicaría violar las Cuatro Piedras Angulares y muchas otras cosas en las que ni siquiera habrás pensado en tu vida.

– Eso no es del todo cierto. La piedra angular de las Relaciones Personales dice que persigas con ahínco tus objetivos, y la piedra angular de la Responsabilidad Profesional anima a pensar de manera alternativa. Además, aquí parece estar ocurriendo algo deshonesto, y la piedra angular de la Disciplina Espiritual aboga por la total honestidad.

– Y espiar, por descontado, es la mejor manera de ponerla en práctica.

– Reconozco que las Cuatro Piedras Angulares no dan demasiado margen de movimiento.

Él rió.

– Lo estás convirtiendo en algo demasiado complicado. Hablaré con Anna.

– Adelante, pero te digo que no sacarás nada en claro.

– ¿Tú crees? Bueno, olvidas una cosa, señorita Sabelotodo.

– ¿El qué?

– Hay muchas maneras de hacer hablar a la gente.

– Inténtalo.

Por desgracia, sus maneras no tuvieron efecto en Anna Vesto y Ren regresó a la casa esa tarde con la misma información con la que se había ido.

– Te lo dije -le dijo Isabel para castigarlo por la tarde que había pasado sentada en la pérgola pensando en el beso que se habían dado en el viñedo en lugar de empezar su libro sobre la superación de las crisis personales.

Él no quiso replicar.

– Me ha dicho que ha habido pequeños corrimientos de tierra y que los hombres no podrán empezar a cavar hasta que la tierra de la colina se asiente.

– Es extraño que hayan entrado en el cobertizo, sin duda la parte más estable de la vertiente, para reforzar las paredes.

– Eso es exactamente lo que yo pienso.

Estaban en la cocina, donde Ren había empezado a preparar la cena. Él se movía de un lado al otro, liándolo todo, y ella no podía hacer nada para impedirlo.

Bebió un sorbo de vino y se apoyó en la encimera para observar cómo sacaba del refrigerador el pollo que había comprado. Ren cogió un cuchillo de aspecto siniestro que había encontrado en un cajón.

– Cuando le dije a Anna que el almacén no parecía el lugar más lógico para colocar refuerzos, se limitó a encogerse de hombros y sugerir que los trabajadores italianos saben más sobre desplazamientos de tierra y correctas excavaciones que una ociosa estrella de Hollywood.

– Supongo que habrá sido algo más delicada.

– No mucho más. Entonces apareció corriendo la pequeña exhibicionista de cinco años y se desnudó delante de mí. Juro que no volveré a subir ahí arriba sin guardaespaldas… o sea tú.

– Brittany sólo intenta llamar la atención. Si todo el mundo ignorase su comportamiento negativo e insistiese en el positivo, dejaría de hacerlo.

– Eso es fácil de decir. A ti no te acosa.

– Tú lo haces con las mujeres. -Sonrió y bebió otro sorbo de vino-. Cómo les va a Tracy y Harry?

– Ella no estaba, y Harry me ignoró. -Dejó a un lado un plato con las peras compradas en el mercado-. De acuerdo. Vamos a solucionar el asunto de la siguiente manera. Le diremos a todo el mundo que nos vamos a pasar el día en Siena. Lo metemos todo en el coche y partimos. Después damos la vuelta y yo busco un lugar en el olivar desde donde observar sin ser visto.

– Interesante plan. De hecho, ése era mi plan.

– La cuestión es que eso es lo que voy a hacer yo. -Cortó la pechuga de pollo-. Tú te quedarás en el coche e irás a Siena.

– De acuerdo.

Él alzó una de aquellas cejas de ídolo de la pantalla.

– En las películas, en este momento la mujer liberada le dice al héroe macho que está loco si cree que va a llevar a cabo la peligrosa misión sin ella.

– Por eso tú, el chico malo, puedes matar a esas cabezas de chorlito.

– No creo que tengas que preocuparte por Massimo o Giancarlo, no van a liquidarte. Confiésale al padre Lorenzo la verdad. No quieres comprometer tus principios espiando y prefieres que el trabajo sucio lo haga yo.

– Buena teoría, pero incorrecta. Si me das a escoger entre pasar el día bajo el sol ardiente o recorrer las sombreadas calles de Siena, bueno, ¿qué crees que voy a elegir? -Por otra parte, pasear por Siena no representaba la misma tentación que pasar las horas a solas con Ren. Aunque podía decirse que había decidido tener una aventura con él, quería darse otra oportunidad para recuperar la cordura.

– Eres la mujer más imprevisible que jamás haya conocido.

Ella tomó una aceituna del cuenco que había sobre la encimera.

– ¿Por qué tienes tantas ganas de enviarme a Siena?

Él cortó un muslo de pollo con el cuchillo.

– ¿Estás chiflada o qué? En cuanto llevemos cinco minutos vigilando, te pondrás a arrancar malas hierbas y a amontonar hojas secas. Y cuando acabes con eso, empezarás a arreglarme la ropa y tendré que dispararte.

– Sé cómo relajarme. Puedo hacerlo si me concentro.

Él soltó una carcajada.

– Así que has planeado quedarte aquí entreteniéndome, o quieres aprender a cocinar?

Ella sonrió a su pesar.

– He pensado asistir a algunas clases de cocina.

– Para qué ir a clases teniéndome a mí? -Lavó el pollo bajo el grifo del fregadero-. Lava esas verduras y corta el pimiento.

Ella observó el pollo que él acababa de desmembrar.

– No estoy segura de querer hacer algo contigo que esté relacionado con cuchillos.

Él rió, pero cuando la miró su alegría desapareció. Por un momento pareció preocupado, pero entonces inclinó la cabeza y, muy despacio, la besó. Ella apreció el sabor del vino en sus labios, y algo más que era distintivo de Lorenzo Gage: fuerza; astucia y un velado impulso lascivo. O quizá fue ella la que añadió este último detalle intentando por última vez negar lo que quería hacer con él.

Ren se tomó su tiempo y luego se apartó.

– ¿Estás preparada para hablar de cocina o sigues intentando distraerme? Ella acercó la libreta con anilla de espiral que había dejado en la mesa.

– Adelante.

– ¿Qué es eso?

– Una libreta.

– Déjala, por Cristo bendito…

– Se supone que va a ser una clase, ¿no? En primer lugar necesito entender los principios.

– Oh, apuesto lo que quieras a que lo harás. De acuerdo, aquí tienes un principio: quien trabaja, come. Quien escribe notas en una libreta, se queda sin comida. Ahora líbrate de eso y empieza a trocear esas verduras.

– Por favor, no utilices la palabra «trocear» cuando estemos solos. -Abrió un cajón-. Necesito un delantal.

Él suspiró, agarró un trapo de cocina y se lo ató a la cintura. Pero cuando acabó de hacerlo, dejó las manos en sus caderas y su voz sonó más grave.

– Quítate los zapatos.

– ¿Por qué?

– ¿Quieres aprender a cocinar o no?

– Sí, pero no sé… Oh, de acuerdo. -Si protestaba, él le diría que era una persona rígida, así que se quitó las sandalias.

Él sonrió al ver cómo las dejaba bajo la mesa, pero ella no vio nada extraño en dejar un par de zapatos en un sitio donde nadie pudiese tropezar con ellos.

– Ahora, ábrete el último botón.

– Oh, no. No vamos a…

– Quieta. -Alargó las manos para hacerlo él. La camisa se abrió lo suficiente para revelar el nacimiento de sus pechos, y él sonrió-. Ahora pareces una mujer con la que un hombre querría cocinar.

Ella pensó en volver a abrocharse el botón, pero había algo embriagador en el hecho de sentir la fragante cucina toscana, con una copa de vino en la mano, el pelo alborotado, con el botón abierto, descalza, rodeada de hermosas verduras y de un hombre más hermoso todavía.

Puso manos a la obra. Mientras cortaba las verduras, era consciente de las gastadas y frías baldosas bajo sus pies y de la caricia del aire de h tarde sobre sus senos. Tal vez había algo significativo en parecer una mujer desinhibida, pues él la miraba encantado. Resultaba extrañamente gratificante que la apreciasen por su cuerpo y no por su mente.

Fueron bebiendo de sus copas de manera indistinta y, en un momento en que él no la miraba, ella volvió la copa discretamente para beber de lado que habían tocado los labios de Ren. Aquella tontería le gustó.

La tarde había teñido las colinas de color lavanda.

– ¿Has firmado ya el contrato de tu próxima película?

Él asintió.

– Trabajaré con Howard Jenks. Empezaremos a rodar en Roma, después nos trasladaremos a Nueva Orleans y Los Ángeles.

Isabel se preguntó cuándo empezarían, pero le disgustaba la idea de poner en marcha un reloj invisible sobre su cabeza, así que evitó preguntarlo.

– Incluso yo he oído hablar de Howard Jenks. Supongo que no será como una de esas películas sangrientas que sueles hacer.

– Supones bien. Es el papel que he estado esperando toda mi vida.

– Háblame de él.

– No te gustaría.

– Probablemente no, pero quiero escucharte hablar de todos modos.

– En esta ocasión no haré de psicópata de jardín.

Empezó a describir el papel de Kaspar Street, y para cuando acabó ella sentía escalofríos. Aun así, podía entender la ilusión de Ren. Era el tipo de personaje complejo que gustaba a los actores.

– ¿Pero aún no has visto el guión final?

– Llegará un día de éstos. Estoy ansioso por ver qué ha hecho Jenks con él. -Metió el pollo en el horno y colocó las verduras en una sartén-. A pesar de ser un tipo horrible, hay algo atrayente en Street. Él realmente ama a las mujeres que mata.

No era la idea de Isabel de algo atrayente, pero por una vez mantuvo la boca cerrada. O casi cerrada.

– No creo que sea bueno para ti interpretar siempre a esos hombres horribles.

– Creo que ya me lo dijiste una vez. Ahora corta en cuadraditos esos tomates para la bruschetta. -Pronunció la palabra con el fuerte sonido k que empleaban los italianos en lugar del más suave sh de los americanos.

– De acuerdo, pero si alguna vez quieres hablar de ello…

– ¡Corta de una vez!

Mientras ella lo hacía, él cortó el pan del día anterior en finas rebanadas, las roció con aceite de oliva, les restregó un ajo y le enseñó a Isabel cómo tostarlas en una sartén. Al tiempo que se doraban, fue añadiendo pedacitos de aceituna y un poco de albahaca sobre los tomates que ella había cortado, después colocó la mezcla sobre las rebanadas de pan y las depositó en una bandeja.

Mientras el resto de la comida se hacía en el horno, sacaron todas las cosas al jardín, entre ellas el jarrón de barro con las flores que Isabel había comprado en el mercado. La grava se le clavaba en la planta de los pies, pero no se molestó en ir por los zapatos. Se sentaron en la mesa de piedra, y los gatos no tardaron en acudir para investigar.

Ella se reclinó y suspiró. Los últimos rayos de luz se ocultaban ya tras las colinas, y las alargadas sombras caían sobre los viñedos y el olivar. Ella pensó en la estatua etrusca del museo, La sombra del atardecer, e intentó imaginar a aquel joven paseando desnudo por el campo.

Ren se llevó un bocado de bruschetta a la boca, estiró las piernas y dijo con la boca llena:

– Dios, adoro Italia.

Ella cerró los ojos y dijo para sí «amén».

Una suave brisa traía el aroma de la comida que estaba en el horno hasta el jardín. Pollo e hinojo, cebolla y ajo, y la pizca de romero que Ren había colocado encima de las verduras en la sartén.

– No aprecio la comida cuando estoy en casa -dijo Ren-. Pero en Italia no hay nada más importante.

Isabel sabía a qué se refería. En casa, su vida había estado sometida a una agenda estricta, lo cual le habría impedido disfrutar de una comida como aquélla. Se levantaba a las cinco de la madrugada para practicar yoga, después se iba a la oficina antes de las seis y media para escribir unas cuantas páginas antes de que llegase su equipo. Reuniones, entrevistas, llamadas telefónicas, conferencias, aeropuertos, habitaciones de hotel, quedarse dormida sobre el ordenador portátil a la una de la madrugada intentando escribir unas páginas más antes de apagar la luz. Incluso los domingos se habían convertido en otro día laborable. El Creador tal vez había tenido tiempo para descansar al séptimo día, pero Él no tenía tanto trabajo como Isabel Favor.

Paladeó el vino en su boca. Ella había intentado con todo su empeño vivir la vida desde una posición de poder, pero ese esfuerzo tenía un precio.

– Resulta fácil olvidarse de los placeres sencillos -comentó.

– Pero has hecho todo lo posible -repuso Ren, y ella apreció algo parecido a la empatía en su voz.

– Tal vez tenía mucho que recorrer -dijo con ligereza, pero las palabras se le atravesaron en la garganta.

Permesso?

Se volvió para ver a Vittorio aproximándose a través del jardín. Con el pelo negro recogido en una coleta y su elegante nariz etrusca, parecía un poeta gentil del Renacimiento. Le seguía Giulia Chiara.

Buona sera, Isabel. -Vittorio abrió los brazos a modo de saludo.

Ella sonrió y, con discreción, se abrochó el botón superior y se puso en pie para darle un beso. A pesar de no confiar demasiado en Vittorio, había algo en él que le llevaba a apreciar su compañía. No obstante, dudaba que fuese una coincidencia el que viniese acompañado de Giulia. Sabía que Isabel les había visto juntos, y había venido para restablecer el control.

Ren le miró de un modo mucho menos amistoso, pero Vittorio no pareció percatarse.

Signore Gage, soy Vittorio Chiara. Y ésta es mi hermosa mujer, Giulia.

Nunca había dicho que estuviese casado, y mucho menos con Giulia. Ni siquiera le había dicho su apellido a Isabel. La mayoría de los hombres que ocultan la existencia de una esposa, lo hace para intentar ligar con otras mujeres, pero los jugueteos de Vittorio habían sido inofensivos, así que debía de tener otra razón.

Giulia llevaba una minifalda color ciruela y un top de tirantes. Se había recogido el pelo castaño tras las orejas, de las que pendían unos aros dorados. El ceño de Ren dio paso a una sonrisa, lo cual hizo que Isabel se sintiese más incómoda con Giulia por eso que por no haberle devuelto las llamadas telefónicas.

– Encantado -le dijo Ren. Y, a Vittorio-: Veo que ha corrido la voz de que estoy aquí.

– No mucho. Anna es muy discreta, pero necesitó ayuda con los preparativos para su llegada. Somos familia, es la hermana de mi madre, así que sabe que soy de confianza. Y lo mismo puede decirse de Giulia. -Miró a su mujer con una sonrisa-. Es la mejor agente inmobiliaria de la zona. Los propietarios desde aquí a Siena dejan en sus manos el alquiler de sus propiedades.

Giulia le dedicó a Isabel una tensa sonrisa.

– Sé que ha intentado localizarme -le dijo-. He estado fuera del pueblo y no he escuchado sus mensajes hasta esta tarde.

Isabel no creyó una sola palabra.

Giulia ladeó la cabeza formando un ángulo encantador.

– Confiaba en que Anna se ocupase de todo en mi ausencia.

Isabel murmuró algo entre dientes, pero Ren se transformó de repente en todo un hospitalario anfitrión.

– ¿Queréis sentaros con nosotros?

– ¿Seguro que no molestamos? -Vittorio ya estaba apartando una silla para su mujer.

– En absoluto. Traeré un poco de vino. -Ren se dirigió a la cocina y regresó al momento con más copas, queso y un poco de bruschetta.

Poco después de que se sentaran a la mesa, ya reían todos de las historias que Vittorio contaba sobre sus experiencias como guía turístico. Giulia añadió las suyas propias sobre los adinerados extranjeros que alquilaban las villas de la zona. Era más reservada que su marido, pero igual de divertida, e Isabel dejó de lado su inicial resentimiento para disfrutar de la compañía de aquella bella joven.

Le gustó que ninguno de los dos le preguntase nada a Ren acerca de Hollywood, y cuando le preguntaron a Isabel por su trabajo lo hicieron con delicadeza. Tras varios viajes a la cocina para echarle un vistazo al horno, Ren les propuso que se quedasen a cenar y ellos aceptaron.

Mientras Ren llevaba los porcini, Giulia sacó el pan y Vittorio abrió una botella de agua mineral para acompañar el vino. Estaba oscureciendo, así que Isabel encontró unas cuantas velas achaparradas y las colocó en la mesa. Le pidió a Vittorio que se subiese a una silla y encendiese también las que había en el candelabro que colgaba del árbol. Al poco, las brillantes llamas danzaban entre las hojas del magnolio.

Ren no había alardeado en vano sobre sus habilidades como chef. El pollo estaba perfecto, jugoso y sabroso, y las verduras asadas tenían un sutil sabor a romero y mejorana. Mientras comían, el candelabro se balanceaba suavemente por encima de sus cabezas, y las llamas se mecían con alegría. Cantaron los grillos, el vino corrió y las historias se hicieron más picantes. Todo era muy relajado, muy alegre y muy italiano.

– Pura dicha -suspiró Isabel al tiempo que tomaba el último bocado de porcini.

– Nuestros funghi son los mejores del mundo -dijo Giulia-. Tienes que venir a coger porcini conmigo, Isabel. Conozco lugares secretos.

Isabel se preguntó si era una invitación genuina o bien otra treta para alejarla de la casa. Sin embargo, estaba demasiado relajada como para preocuparse.

Vittorio le hizo una cariñosa caricia a Giulia.

– Todo el mundo en la Toscana conoce lugares secretos donde encontrar porcini. Pero es cierto. La nonna de Giulia era una de las más famosas fungarola de por aquí, lo que vosotros llamaríais una buscadora de setas, y le transmitió todos sus secretos a su nieta.

– Podríamos ir todos, ¿no os apetece? -dijo Giulia-. Bien temprano, por la mañana. Mejor si ha llovido un poco. Nos pondremos nuestras viejas botas y llevaremos cestas y encontraremos el mejor porcini de toda la Toscana.

Ren sacó una botella alargada y estrecha de vinsanto dorado, el vino local para los postres, así como un plato de peras y un trozo de queso. Una de las velas del candelabro se apagó y una lechuza ululó cerca de allí. Llevaban más de dos horas cenando, pero estaban en la Toscana y nadie parecía tener ganas de acabar. Isabel bebió un sorbo de vinsanto y volvió a suspirar.

– La comida ha sido demasiado deliciosa para decir nada.

– Ren cocina mucho mejor que Vittorio -aseguró Giulia.

– También mejor que tú -respondió su marido, con un deje malicioso en la sonrisa.

– Pero no mejor que la mamma de Vittorio.

Ah, la mia mamma -dijo Vittorio besándose la punta de los dedos.

– Es un milagro, Isabel, que Vittorio no sea un mammoni. -Al ver la expresión de extrañeza de Isabel, Giulia añadió-: Es un… ¿Cómo se dice en inglés?

Ren sonrió.

– Niño de mamá.

Vittorio se echó a reír.

– Todos los hombres italianos son niños de mamá.

– Eso es cierto -replicó Giulia-. Por tradición, los hombres italianos viven con sus padres hasta que se casan. Sus mamás cocinan para ellos, les lavan la ropa, les hacen los recados y los tratan como pequeños reyes. Después no quieren casarse porque saben que las mujeres jóvenes no van a tratarlos como sus mammas.

– Ah, pero tú haces otras cosas. -Vittorio le acarició el hombro desnudo con el dedo.

Isabel sintió un escalofrío en su propio hombro, y Ren le dedicó una lenta sonrisa que le hizo ruborizarse. Había visto esa sonrisa en la pantalla, por lo general antes de acabar con la vida de una inocente mujer. Sin embargo, no era ésa la peor manera de morir.

Giulia se apoyó en Vittorio.

– Los hombres italianos cada vez se casan menos. Por eso tenemos una tasa de natalidad tan baja en Italia, una de las más bajas del mundo.

– ¿Es eso cierto? -preguntó Isabel.

Ren asintió.

– La población de Italia podría descender a la mitad en cuarenta años si la tendencia no varía.

– Pero es un país católico. ¿No significa eso, automáticamente, un montón de niños?

– La mayoría de los italianos ni siquiera van a misa -replicó Vittorio-. Mis clientes americanos se sorprenden cuando descubren que sólo un pequeño porcentaje de la población es practicante.

Los faros de un coche bajando por el camino interrumpieron su conversación. Isabel le echó un vistazo a su reloj. Eran más de las once, un poco tarde para cualquier visita. Ren se puso en pie.

– Iré a ver quién es.

Minutos después regresó al jardín acompañado por Tracy Briggs, que saludó a Isabel con un gesto cansado.

– Qué tal.

– Siéntate antes de que te dé un soponcio -gruñó Ren-. Te traeré algo de comer.

Mientras Ren estaba dentro, Isabel hizo las presentaciones. Tracy llevaba otro de aquellos caros vestidos premamá y las mismas sandalias del día anterior. A pesar de eso, estaba preciosa.

– ¿Qué tal el paseo? -preguntó Isabel.

– Encantador. Sin niños.

Ren salió de la casa con un plato de comida. Se lo puso delante y le llenó un vaso de agua.

– Come y vete a casa.

Vittorio le miró sorprendido.

– Estuvimos casados -explicó Tracy cuando la última vela del candelabro se apagó-. Ren sigue sintiendo algo de rencor.

– Tómate el tiempo que quieras -dijo Isabel-. Ya sabes lo insensible que es Ren.

– No tan insensible, sin embargo, como para no asegurarse de que comiese algo.

Tracy miró con nostalgia hacia la casa.

– Aquí abajo es todo tan pacífico…

– Olvídalo -dijo Ren-. Yo ya me he mudado aquí, no hay habitación para ti.

– No te has mudado -dijo Isabel, a pesar de saber que sí lo había hecho.

– Relajaros -dijo Tracy-. Si bien disfruto alejándome de ellos, los he echado de menos durante horas.

– No dejes que te robemos un minuto más -le aconsejó Ren.

– Ahora estarán durmiendo. No hay razón para darme prisa en volver.

Excepto para empezar a hacer las paces con tu marido, pensó Isabel.

– ¿Dime, ¿dónde has ido hoy? -preguntó Vittorio.

La conversación se centró en los lugares de la zona, y sólo Giulia permaneció en silencio. Isabel se dio cuenta de que había quedado en un segundo plano desde la aparición de Tracy. Pero ésta había sido amable, así que Isabel no acabó de entenderlo.

– Estoy cansada, Vittorio -dijo abruptamente-. Tenemos que irnos a casa.

Isabel y Ren les acompañaron a su coche, y durante ese trayecto Giulia recuperó el buen humor necesario para invitarles a cenar en su casa la semana siguiente.

– Iremos a buscar funghi pronto, ¿de acuerdo?

Isabel había disfrutado tanto que ya no recordaba que Giulia y Vittorio formaban parte de las fuerzas que habían intentado echarla de la casa y asintió.

Cuando la pareja se fue, Tracy se dirigió a su propio coche, mordisqueando un trozo de pan por el camino.

– Es hora de volver.

– Cuidaré de los niños un rato mañana, si te parece -dijo Isabel-. Eso os permitirá hablar a Harry y a ti.

– No puedes -dijo Ren-. Tenemos planes. Además, a ti no te gusta meter la nariz en asuntos ajenos, ¿verdad, Isabel?

– Al contrario, lo mío es intervenir.

Tracy le dedicó una sonrisa cansada.

– Harry estará a medio camino de la frontera con Suiza a la hora de comer, Isabel. No va a permitir que algo tan nimio como hablar con su mujer interfiera en su trabajo.

– Tal vez le infravaloras.

– O tal vez no -repuso Tracy. Ren le dio un apretón en el hombro y la ayudó a subir al coche-. Les daré a Anna y a Marta una buena propina por haber cuidado hoy de los niños -dijo-. Gracias por la cena.

– No hay de qué. No hagas nada más estúpido de lo habitual.

– Yo no.

Mientras el coche de Tracy se alejaba, el estómago de Isabel se tensó. No estaba preparada para estar a solas con Ren, no hasta haberse acostumbrado al hecho de que había decidido convertirse en otra muesca en la astillada cabecera de la cama de Ren.

– Estás inquieta otra vez, ¿verdad? -dijo él cuando ella iba camino de la cocina.

– Voy a limpiar, eso es todo.

– Le diré a Marta que lo haga mañana. Deja de estar nerviosa, por Dios. No voy a saltar sobre ti.

– ¿Crees que te tengo miedo? -Cogió un trapo de cocina-. Bueno, piensa un poco, don Irresistible, que nuestra relación vaya o no adelante será decisión mía, no tuya.

– ¿Ni siquiera podré opinar?

– Ya conozco tu opinión.

La sonrisa de Ren fue como una pequeña señal de humo.

– Y yo tengo una idea bastante precisa de cuál es la tuya. Aunque… -La sonrisa desapareció-. Ambos debemos tener claro dónde pensamos llegar con esto.

Él quería advertirle, como si pensase que era demasiado ingenua para comprender que no le estaba proponiendo una relación duradera.

– Ahórrate el esfuerzo. Lo único que podría, y remarco el «podría» porque sigo pensándolo, lo único que podría querer de ti es tu estupendo cuerpo, así que será mejor que me digas ahora mismo si voy a romperte el corazón cuando te dé una patada en el culo.

– Dios, eres una niñata.

Ella alzó la vista.

– Vale, no lo eres. Perdona a Ren por ser irrespetuoso.

– Eso no es una oración.

– Díselo a Dios.

Él sin duda sabía que no le costaría mucho esfuerzo hacerle olvidar que no estaba preparada para dar el paso definitivo. Otro de aquellos espectaculares besos haría todo el trabajo. Le observó para descubrir si tenía la intención de presionarla, y no supo discernir si se sentía alegre o decepcionada al verlo subir por las escaleras.


Tracy se agarró del pasamanos para subir las escaleras. Se sentía como una vaca, pero siempre se sentía así cuando alcanzaba el séptimo mes de embarazo: una enorme y sana vaca con los ojos redondos, la nariz brillante y un cencerro colgando del cuello.

Le encantaba estar embarazada, incluso a pesar de las náuseas, los mareos y la desmesurada inflamación de sus pies. Hasta entonces, nunca se había preocupado mucho por las estrías que recorrían su vientre o sus hinchados pechos, porque Harry había declarado que le gustaban. Él decía que los embarazos la hacían parecer más sexy. Obviamente, ahora ya no la encontraba tan sexy.

Recorrió el pasillo hacia su habitación. Las recargadas molduras, los frescos del techo y los apliques de cristal de Murano no eran de su estilo, pero hablaban de la secreta elegancia de su ex marido. Habida cuenta de cómo ella había abusado de su confianza, él no se había comportado tan mal como cabría esperar, lo cual demostraba que nunca puede saberse cómo van a actuar las personas, incluso las conocidas.

Entró en su dormitorio y se detuvo cuando la luz del pasillo iluminó la cama. Harry estaba tumbado en medio del colchón. Los graves sonidos que salían de su boca no eran exactamente ronquidos, pero tampoco dejaban de serlo.

Él seguía allí. Ella no había creído que fuese a quedarse el resto del día. Se permitió albergar un momento de esperanza, pero no duró demasiado. Sólo su sentido del deber le había llevado a quedarse. Sin duda se iría a primera hora de la mañana.

A primera vista, Harry era vulgar comparado con Ren. Su cara era demasiado alargada, su mandíbula demasiado prominente y su cabello castaño claro empezaba a escasear en la coronilla. Las patas de gallo no estaban ahí hacía doce años, cuando ella le había vertido de forma supuestamente accidental una copa de vino en el regazo.

Desde el momento en que lo vio había empezado a imaginar cómo desnudarlo, pero él no se lo puso fácil. Como él le explicó más tarde, los hombres como él no estaban acostumbrados a que las mujeres hermosas les acosasen. Pero ella sabía lo que quería, y quería a Harry Briggs. Su serena inteligencia y su apariencia tranquila iban a ser el antídoto perfecto para su vida salvaje y descarriada.

Ahora, Connor estaba tumbado sobre el pecho de Harry, con los dedos de una de sus regordetas manitas bajo el cuello de su padre. Brittany estaba apretada contra el otro lado, con los restos de sus braguitas hechas jirones colgando del brazo de su padre. Steffie se había acurrucado cerca de las piernas de Harry. Sólo Jeremy estaba desaparecido, y sospechaba que sólo un supremo acto de voluntad le habría llevado a su habitación en lugar de quedarse con su padre y las «niñatas».

Durante doce años, Harry había sido la calma para su fuego, acarreando con todos los dramas y los excesos emocionales que la caracterizaban. A pesar de su mutuo amor, no había sido fácil. Su tendencia al desorden volvía loco a Harry, y ella odiaba el modo en que él escurría el bulto cuando ella le pedía que expresase sus sentimientos. Ella siempre había 'temido en secreto que él acabase abandonándola por alguien más parecido a él.

Connor se movió sobre el pecho de su padre, que de forma instintiva lo apretó contra sí. ¿Cuántas noches habían pasado juntos en la cama con los niños? Ella nunca los echaba. No le parecía lógico que los elementos más seguros de la familia, los padres, pudiesen estar juntos durante la noche pero los más pequeños y vulnerables tuvieran que dormir solos. Después del nacimiento de Brittany, colocaron su colchón de matrimonio en el suelo para no tener que preocuparse de que los niños cayesen al suelo durante la noche y se hiciesen daño.

Sus amigos no podían creerlo. «¿Cómo os las arregláis para hacer el amor?» Pero las puertas de su casa tenían llave, y ella y Harry siempre se las habían ingeniado para encontrar una manera de hacerlo. «Siempre» quería decir hasta su último embarazo, cuando él, finalmente, la rechazó.

Él se desperezó y abrió los ojos. No fijó la vista hasta que la vio. Por un momento, ella creyó ver un retazo de aquel amor conocido y firme, pero al poco su rostro no mostró expresión alguna y ella dejó de ver nada.

Se dio la vuelta y se fue a buscar una cama vacía.


En una pequeña casa en las afueras de Casalleone, Vittorio Chiara atrajo hacia sí a su mujer. A Giulia le gustaba dormir con los dedos enredados en el pelo de su marido, y ahí es donde los tenía en ese momento, hundidos en aquellos largos mechones. Pero ella no estaba dormida. Tenía la mejilla apoyada en el pecho de Vittorio, por lo que él supo que había estado llorando, y sus silenciosas lágrimas le partían el corazón.

– Isabel se irá en noviembre -susurró él-. Haremos todo lo que podamos hasta entonces.

– ¿ Y qué pasa si no se va? Por lo que sabemos, podría venderle la casa a ella.

– No le des más vueltas, cara.

– Sé que tienes razón, pero…

Él la abrazó con fuerza para tranquilizarla. Unos pocos años antes le habría hecho el amor, pero ahora ya no resultaba divertido.

– Hemos esperado mucho tiempo -susurró él-. Noviembre no queda lejos.

– Son buena gente.

Su voz sonó tan triste que él casi no pudo resistirlo, y le dijo lo único que creía que podía animarla.

– Estaré en Cortona el miércoles por la noche con esos americanos que me han contratado. Podrías reunirte conmigo.

Ella no contestó, pero al cabo asintió contra su pecho.

– Allí estaré -dijo, y su voz sonó tan triste como él imaginaba.

– Esta vez funcionará, ya lo verás.

Notó su aliento en el pecho.

– Sólo si ella se va.


Algo despertó a Isabel. Se estiró en la cama, y empezó a darse la vuelta cuando volvió a oírlo, un golpecito contra la ventana. Escuchó.

No oyó nada, pero de pronto captó algo: sonido de guijarros golpeando el cristal. Se levantó y se asomó a la ventana. Sólo el leve brillo de la luna iluminaba el jardín. Entonces lo vio.

Un fantasma.

Se movía por el olivar como una vaporosa aparición. Pensó en despertar a Ren, pero acercarse a su cama no parecía una buena idea. Mejor esperar hasta la mañana.

El fantasma se movió entre los árboles y después se alejó. Isabel le saludó con la mano, cerró la ventana y volvió a la cama.

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