16

Steffie no estaba en la piscina ni escondida en los jardines. Recorrieron todas las habitaciones de la casa buscándola, incluido el desván y la bodega, pero no la encontraron en ningún sitio. La cara de Harry adoptó un tono ceniciento cuando Ren telefoneó a la policía local.

– Cogeré el coche y recorreré la carretera -dijo Harry en cuanto Ren colgó-. Jeremy, necesitaré otro par de ojos. Te vienes conmigo.

– Yo buscaré en el bosquecillo y en los viñedos -dijo Ren-. Isabel, tal vez Steffie se haya escondido en la casa de abajo. Búscala allí. Tracy, te quedas aquí por si acaso regresa.

Tracy buscó la mano de Harry.

– Encuéntrala, por favor.

Por un momento, simplemente se miraron.

– La encontraremos -respondió.

Isabel tenía los ojos cerrados, por lo que Ren supuso que estaba rezando, lo cual, por una vez, le alegró. Steffie parecía demasiado tímida para vagabundear. Pero si no estaba vagabundeando y no se había producido ningún accidente, eso sólo dejaba una posibilidad. Apartó aquellos desagradables pensamientos que habían empezado a extenderse por su mente. El guión de Asesinato en la noche le condicionaba.

– Ya verás que no le ha pasado nada -le susurró Isabel a Tracy-. Lo sé. -Y tras dirigirle una sonrisa tranquilizadora, se encaminó hacia la casa.

Ren atravesó el jardín húmedo en dirección al viñedo, más tenso a cada paso. El maldito guión… Se recordó que no estaban en la ciudad, donde los depredadores acechan en callejones y se esconden en edificios abandonados, sino en el campo. Pero Kaspar Street encontraba una de sus víctimas en el campo, una niña de siete años que iba montada en bicicleta por un camino de tierra… ¡No es más que una película, maldita sea!

Se obligó a concentrarse en lo real en lugar de lo imaginario dividiendo el viñedo en secciones. Eran casi las tres de la tarde, pero estaba tan nublado que la visibilidad era escasa. El barro provocado por la lluvia de la mañana se le pegó a las zapatillas de deporte en cuanto empezó a recorrer las hileras de parras. Tracy había dicho que Steffie llevaba pantalones cortos rojos. Centró la mirada en busca de un fogonazo de color. Dondequiera que estuviese, esperaba que no encontrase arañas.

Kaspar Street habría utilizado arañas.

Sintió un escalofrío en la espalda. En ningún caso podía pensar ahora en Kaspar Street. Vamos, Steffie. ¿Dónde estás?


Tracy le entregó al policía Bernardo la fotografía de Steffie que llevaba en el monedero cuando éste llegó respondiendo a la llamada de Ren. Luego le pidió a Anna que se quedase a su lado para hacerle de intérprete y evitar malentendidos. De vez en cuando se detenía para tranquilizar a Brittany y coger en brazos a Connor, pero nada aliviaba su terror. Su preciosa hija…


Isabel buscó en la casa, pero la niña no se había escondido allí. Buscó en el jardín y detrás de las glicinas que crecían sobre la pérgola. Finalmente, cogió la linterna y se encaminó hacia una arboleda cerca de la carretera, entre la villa y la casa. Al caminar, cada paso era una oración.


Harry recorrió cada centímetro de carretera, con Jeremy mirando hacia la derecha mientras él miraba hacia la izquierda. Las nubes habían empezado a espesarse en el cielo y la visibilidad empeoraba por momentos.

– ¿Crees que ha muerto, papá?

– ¡No! -Intentó deshacer el nudo de pánico que le atenazaba la garganta-. No, claro que no, Jeremy. Seguro que salió a dar un paseo y se extravió.

– A Steffie no le gusta pasear. Le asustan demasiado las arañas. Algo que Harry había intentado olvidar.

Una ráfaga de gotas cayó sobre el parabrisas.

– No te preocupes -dijo Harry-. Se ha extraviado, eso es todo.


La lluvia arreció con tanta fuerza que Ren no se habría percatado de la puerta del cobertizo si un relámpago no la hubiese iluminado cuando él pasaba por allí. Dos días atrás estaba cerrada con llave. Ahora ni siquiera estaba cerrada.

Se enjugó la lluvia de los ojos. Era poco probable que una niña que tenía miedo de las arañas quisiese entrar allí, no al menos de manera voluntaria. Recordó que la puerta abría con dificultad debido a la tierra. Steffie no habría tenido fuerza suficiente para abrirla y entrar…

Kaspar Street ocupaba su mente. Se acercó a la puerta. Al empujarla, se dio cuenta de que abrirla no costaba tanto como antes. La lluvia tal vez hubiese arrastrado algo de tierra. Se abrió sobre las bisagras.

Dentro reinaba la oscuridad y una humedad de mil demonios, incluso con la puerta abierta. Al rodear una pila de cajas deseó tener consigo una linterna.

– ¿Steffie?

No hubo más respuesta que el sonido de la lluvia. Golpeó con la espinilla contra una caja de embalaje. Avanzó por el suelo de tierra, haciendo ruido suficiente como para confundirse.

El sonido de un gemido.

O quizá sólo eran imaginaciones suyas.

– ¿Steffie?

Nada.

Resistiéndose al impulso de lanzarse contra el batiburrillo de cosas, se quedó inmóvil y al cabo de unos segundos volvió a oírlo, un sorbido de nariz a su espalda, a su izquierda.

Se volvió. No sabía qué iba a encontrar, y si no tenía cuidado podría asustarla aún más. Dios, no quería asustarla.

No quieres asustar a las pequeñas. No hasta que sea demasiado tarde para que puedan escapar.

Dio un respingo. Sólo había leído el guión una vez, pero tenía buena memoria, y demasiadas líneas de diálogo le habían impresionado.

– ¿Steffie? -dijo suavemente-. Tranquila, pequeña.

Oyó un susurro, pero no hubo respuesta.

– Tranquila -dijo-. Puedes hablar conmigo.

Un leve y temeroso susurro atravesó la oscuridad:

– ¿Eres un monstruo?

Él entrecerró los ojos. Ahora no, cariño, pero dame un mes más.

– No, cariño -dijo muy despacio-. Soy Ren.

Esperó.

– P-por favor, vete.

Incluso aterrorizada, la niña recordaba sus buenas maneras.

Las niñitas educadas son las víctimas más fáciles, decía Street en el guión. Su deseo de complacer supera su instinto de supervivencia.

Estaba frío y húmedo debido ala lluvia, pero empezó a sudar. ¿Por qué había tenido que ser él quien la encontrase? ¿Por qué no su padre o Isabel? Se movió tan despacio como pudo.

– Todo el mundo te está buscando, cariño. Tus padres están preocupados.

Oyó que algo se movía en la oscuridad. Ella también se movía, demasiado asustada, sospechaba él, para dejarle acercar. ¿Pero qué le asustaba?

Odiaba sentirse como un acosador. Es más, odiaba haber incorporado de manera casi automática aquella emoción al basurero interior que conformaba su bagaje de actor, el lugar al que acudía cuando tenía que echar mano de lo más bajo de la condición humana. Todo actor tenía una de esas reservas, pero sospechaba que la suya era más vil que la de la mayoría.

Sólo un acto de desesperación podía haber llevado a la niña hasta allí. A menos que no tuviese otra opción…

– ¿Estás herida? -preguntó con voz tranquila-. ¿Alguien te ha hecho daño?

El susurro de Steffie se transformó en un suave y temeroso hipido.

– Hay… hay montones de arañas aquí.

En lugar de dirigirse hacia ella, temiendo asustarla aún más, Ren se desplazó hacia la puerta para que no tuviese oportunidad de escurrírsele por un lado.

– ¿Has venido… has venido por tu propia cuenta?

– La p-puerta estaba abierta y me colé.

– ¿Sola?

– Me asusté de un trueno. Pero no sabía que estaría tan… oscuro.

Ren no podía desprenderse de la sombra de Kaspar Street.

– ¿Estás segura de que no viniste con nadie?

– Sí. Vine sola.

Él se relajó un poco.

– La puerta es muy pesada. ¿Cómo pudiste sola?

– Empujé muy fuerte con las dos manos.

Ren respiró hondo.

– Tienes que ser muy fuerte para hacer eso. Deja que aprecie tus músculos.

Nacía un tonto cada minuto, pero ella no estaba incluida en ese grupo.

– No, gracias.

– ¿Por qué no?

– Porque… no te gustan los niños.

Ahí me has pillado. Sin duda iba a tener que trabajar a fondo su relación con los niños antes de que empezase el rodaje. Una de las cosas que convertía a Kaspar Street en un auténtico monstruo era el modo en que sabía entrar en el mundo de los niños. No advertían su maldad hasta que ya era demasiado tarde.

Se forzó a volver a la realidad.

– Sabes que adoro a los niños. Incluso yo fui un niño. Aunque no era tan bueno como tú. Siempre me metía en problemas.

– Creo que me he metido en un problema.

Puedes estar segura de ello.

– Qué va, todos estarán tan contentos de verte que no tendrás ningún problema.

La niña no se movió, pero Ren enfocó la vista lo suficiente para ver una silueta cerca de lo que parecía una silla vuelta del revés. Una vez más, para cerciorarse, preguntó:

– Dímelo otra vez, cariño. ¿Estás herida? ¿Alguien te ha hecho daño?

– No. -Ren apreció un ligero movimiento-. Las arañas de Italia son muy grandes.

– Sí, pero si quieres puedo matarlas. Soy bueno en eso.

Ella no respondió.

Mientras Steffie cambiaba de opinión sobre él, Tracy y Harry estaban pasando por un verdadero tormento. Era el momento de ponerse serio.

– Steffie, tu padre y tu madre están muy asustados. Tengo que llevarte de vuelta con ellos.

– No, gracias. ¿P-puedes irte?

– No puedo. -Empezó a dirigirse hacia ella lentamente-. No quiero asustarte, pero voy a ir a buscarte.

Un gemido.

– Apuesto a que también tienes hambre.

– Vas a estropearlo todo. -Empezó a llorar. Sin dramatismo. Sólo unos sollozos.

Él se detuvo para darle algo de tiempo.

– ¿Qué es lo que voy a estropear?

– T-todo.

– Dame alguna pista. -Pasó entre varias cajas de embalar.

– No lo entenderías.

Entonces la vio. Se puso en cuclillas sobre la tierra a unos pocos metros.

– ¿Por qué lo dices?

– P-porque sí.

Le vencía su propia torpeza. No tenía la menor idea sobre niños, no sabía cómo manejar ese asunto.

– Tengo una idea. ¿Conoces a la doctora Isabel? Te gusta, ¿verdad? Quiero decir que te gusta más que yo. -Demasiado tarde se dio cuenta de que no era la mejor manera de plantearle la cuestión a una niña asustada-. De acuerdo. Mis sentimientos no son diferentes. También me gusta mucho la doctora Isabel.

– Es muy simpática.

– Estaba pensando… Es el tipo de persona que comprende todas las cosas. ¿Por qué no vamos con ella y le explicas cuál es el problema?

– ¿Por qué no la traes aquí?

Tracy no había criado a una tontita. El asunto iba a tardar un poco.

– No puedo hacerlo, cariño. Tengo que quedarme contigo. Pero te prometo que te llevaré con ella.

– ¿Lo sabrá mi papá?

– Pues sí.

– No, gracias.

¿De qué iba el asunto?

– ¿Te da miedo papá?

– ¿Mi papi?

Él apreció el tono de sorpresa en su voz y se relajó.

– A mí me parece simpático.

– Sí. -Aquella sencilla palabra encerraba un universo de tristeza-. Pero se ha ido.

– Creo que tenía que volver a su trabajo. Los mayores tienen que trabajar.

– No. -La palabra arrastró consigo un suspiro-. Se ha ido para siempre jamás.

– ¿Quién te ha dicho eso?

– Le oí. Se pelearon, ya no se quieren, y él se ha ido.

O sea que era eso. Steffie había oído la discusión entre Tracy y Harry. ¿Y ahora qué se suponía que debía hacer? ¿No había oído en algún lugar que había que ayudar a los niños para que verbalizasen sus sentimientos?

– Tonterías.

– No quiero que se vaya -dijo la niña.

– Acabo de encontrarme con tu padre, no lo conozco bien, pero puedo asegurarte que nunca te dejará para siempre jamás.

– No querrá irse si yo me pierdo. Tendrá que quedarse y buscarme.

Bingo.

Era una niña valiente, eso había que admitirlo. Había tenido que enfrentarse a sus peores miedos para no perder a su padre. Mientras tanto, sin embargo, sus padres se estaban volviendo locos de preocupación. No le enorgullecía hacerlo, pero tenía que superar aquel atasco.

– ¡No te muevas! ¡Detrás de ti hay una enorme araña venenosa!

Ella se lanzó hacia él, y lo siguiente que sintió fue cómo se apretaba contra su pecho, temblando, con la ropa húmeda y las piernas desnudas heladas. Ren la apretó contra sí.

– Se ha ido. Creo que no era una araña. Me he confundido.

Las niñas pequeñas no huelen como las niñas mayores, apreció. Olía dulce, pero no era desagradable, y su pelo olía a champú de fresa. Le frotó los brazos para hacerla entrar en calor.

– Te engañé -se sintió impelido a confesar-. No había ninguna araña, pero tu mamá y tu papá están preocupados, y tienen que saber que estás bien.

Ella forcejeó para liberarse, pero él siguió frotándole los brazos para calmarla. Al mismo tiempo, intentó imaginar cómo habría manejado Isabel la situación. Todo lo que hubiese dicho habría sido lo adecuado: sensible, íntimo, perfecto para la ocasión.

Lo habría bordado.

– Tu plan no es bueno, Steffie. No podrías quedarte aquí para siempre, ¿verdad? Tarde o temprano tendrías que comer, y volverías al punto inicial.

– Eso me preocupaba.

Steffie se relajó un poco, y Ren sonrió por encima de su cabeza.

– Lo que necesitas es un nuevo plan. Uno que no tenga tantos flecos sueltos. Y lo primero que tendrías que hacer es decirle a tu mamá y a tu papá qué te ha molestado.

– Tal vez hiriese sus sentimientos.

– ¿Y qué? Ellos han herido los tuyos, ¿no es así? Un sabio consejo: s¡ vas por la vida intentando no herir a nadie te convertirás en una debilucha, y a nadie le gustan las debiluchas. -Casi pudo ver a Isabel frunciendo el entrecejo, pero qué demonios. Ella no estaba allí, y él estaba dando lo mejor de sí. Sin embargo, hizo una pequeña corrección-. No estoy diciendo que tengas que herir a la gente a propósito. Lo único que digo es que tienes que luchar por lo que te importa, y si hieres a alguien al hacerlo, es su problema, no el tuyo. -No había mejorado la explicación, pero tenía razón.

– Igual se enfadan mucho.

– No he querido decírtelo antes, pero creo que tus padres se van a enfadar de todos modos. No al principio. Al principio estarán muy contentos de verte, y te abrazarán y todo eso. Pero al cabo de un rato, creo que tendrás que hacer unas cuantas florituras.

– ¿Qué significa eso?

– Significa que tendrás que andar con ojo para no agravar las cosas.

– ¿Qué cosas?

– Pues… cuando dejen de lloriquear, empezarán a mostrarse enfadados por haberte escapado, y entonces las cosas se pondrán difíciles. Tendrás que hacerlos sentir culpables por haberles oído discutir, y cuando lo hagas, y esto es importante, sería conveniente que llores y pongas cara de pena. ¿Podrás hacerlo?

– No lo sé.

Él rió entre dientes.

– Vamos junto a la puerta, donde hay más luz, y te enseñaré cómo hacerlo. ¿Te parece bien?

– Me parece bien.

La alzó en brazos y la llevó hacia la puerta. Las sandalias de la niña le golpeaban en las espinillas. Ella se colgó de su cuello, era demasiado grande para llevarla en brazos, pero sentía la necesidad. Cuando llegaron a la puerta, la depositó en el suelo y, a pesar del barro, se sentó con ella en el regazo. Había dejado de llover, y había luz suficiente para apreciar la suciedad de la cara manchada por las lágrimas y la expresividad de unos ojos que le miraban como si de Santa Claus se tratase. Si ella supiese…

Ella asintió con solemnidad.

– Una vez se calmen, decidirán castigarte para que no vuelvas a hacer algo así. -La miró con su estilo arma letal-. Y quiero dejar claro una cosa: si decides hacer una tontería así otra vez, a mí no me convencerás tan fácilmente, así que será mejor que me prometas ahora mismo que imaginarás maneras más inteligentes de solucionar tus problemas.

Volvió a asentir con solemnidad.

– Lo prometo.

– Bien. -Le retiró un mechón de la cara-. Cuando tus padres empiecen a hablar sobre las consecuencias de tus actos, eso significará que están pensando en castigarte, así que tendrás que explicarles por qué te has escapado. Y no olvides decirles lo mal que te sentiste cuando les oíste discutir. Ése es su punto débil. Naturalmente, hablar de ello volverá a entristecerte, lo cual es bueno, porque tendrás que usar esa tristeza para parecer todo lo apesadumbrada que puedas. ¿Lo entiendes?

– ¿Tengo que llorar?

– No estaría mal. Déjame comprobar cómo vas a hacerlo. Pon cara de auténtica tristeza.

Ella le miró con sus grandes y tristes ojos, con la expresión más triste que él había visto jamás, a pesar de que todavía no había empezado su actuación, y casi se echó a reír cuando ella arrugó la cara, apretó los labios y soltó un largo y dramático suspiro.

– Estás sobreactuando, chiquilla.

– ¿Qué quieres decir?

– Haz que parezca más real. Piensa en algo triste, como imaginar que te encerrasen en tu habitación para el resto de tu vida y se llevasen todos tus juguetes, y exprésalo con la cara.

– ¿O que mi padre se vaya para siempre?

– Eso podría servir.

La niña reflexionó y al cabo compuso una cara bastante triste, completada con un mohín de la boca.

– Excelente. -Tenía que acabar con rapidez la lección de actuación antes de llevársela de allí-. Ahora hagamos un repaso rápido del guión.

– Cuando empiecen a enfadarse, tengo que decirles que les oí discutir y que me sentí muy mal porque papi tenía que irse, aunque les hiera sus sentimientos. Y puedo llorar cuando se lo diga. Tengo que pensar en algo triste, como que papi se va, y poner cara triste.

– Muy bien. Choca esos cinco.

Lo hicieron y ella rió y fue como si el sol volviese a salir.

Mientras la llevaba de la mano por la hierba húmeda de la colina, Ren recordó la promesa que le había hecho a la niña.

– Ya no necesitas hablar con la doctora Isabel, ¿verdad?

Lo último que quería era que la reverenda Buenrollo echase abajo todo su trabajo con la niña diciéndole que tenía que arrepentirse. Pronto aquella historia sería agua pasada.

– Creo que ahora estoy bien. Pero -apretó con más fuerza su mano- ¿podrías… podrías quedarte conmigo mientras hablo con ellos?

– No creo que sea buena idea.

– Yo creo que sí. Si te quedas conmigo, podrías, ya sabes, parecer triste también.

– Todo el mundo quiere ser el protagonista.

– ¿Qué?

– Confía en mí si te digo que mi presencia estropearía tu gran escena. Pero te prometo que te estaré observando. Y te prometo que si deciden encerrarte en una mazmorra o algo así, te llevaré chocolatinas.

– Ellos no harían eso.

Su mirada de leve reproche le recordó a Isabel, y no pudo evitar sonreír.

– Exacto. Entonces ¿qué has de temer?


Briggs acababa de regresar a la villa, así que estaban todos reunidos en el porche cuando Ren apareció por el sendero con Steffie. Al verla, los dos padres echaron a correr. Se precipitaron sobre ella y casi asfixiaron a la pobre niña con sus abrazos.

– ¡Steffie! ¡Oh, Dios mío, Steffie!

La besaron y examinaron su cuerpo para comprobar si estaba herida. A continuación, Tracy se puso en pie de un brinco y empezó a besar a Ren. Briggs extendió los brazos hacia él, pero Ren se las ingenió para evitar el abrazo inclinándose para atarse las zapatillas. Isabel, mientras tanto, le observaba con orgullo, lo cual le incomodaba. ¿Qué había creído que haría? ¿Matar a la niña?

Fue entonces cuando se le ocurrió pensar que en algún momento, mientras estaba con Steffie, había dejado de pensar en Kaspar Street.

La actitud de Isabel no evitó que desease hacerle el amor otra vez, aunque hacía sólo unas horas que lo habían hecho; a pesar de que no le encantaban precisamente los términos que ella había establecido esa misma mañana en el coche. No es que él desease muchos líos sentimentales -Dios sabía que no era así-, pero ¿por qué ella había tenido que demostrar tanta frialdad al respecto? Y también estaba la cuestión de Kaspar Street. A Isabel no le gustaba que asesinase a jovencitas, pero ¿qué pensaría cuando descubriese que ahora se trataba de niñas?

Finalmente optó por decirle que estaba calado hasta los huesos, tenía mucho frío y hambre. Eso despertó sus instintos maternales, tal como él esperaba, y dentro de una hora sin duda la tendría metida en la cama.


– ¿Estáis enfadados? -preguntó Steffie en un susurro.

Harry tenía un nudo en la garganta del tamaño de Rhode Island. Como no podía articular palabra, le retiró el pelo de la frente y negó con la cabeza. Estaba tumbada en la cama con el más viejo de sus ositos de peluche apoyado en la mejilla. La habían bañado y llevaba puesto su camisón de algodón azul favorito. Harry la recordaba de bebé, gateando hacia él y tendiéndole los brazos. Se veía tan pequeña y tan hermosa bajo las sábanas.

– No estamos enfadados -dijo Tracy desde el otro lado de la cama-. Pero sí disgustados.

– Ren me dijo que si me encerrabais en una mazmorra me traería chocolatinas.

– Qué hombre tan chiflado. -Tracy alisó la sábana. Su maquillaje había desaparecido horas atrás, y tenía marcas oscuras bajo los ojos, aunque seguía siendo la mujer más guapa que Harry hubiese visto nunca.

– Siento mucho haberos asustado.

Tracy estaba seria.

– Ya. Pero mañana por la mañana no podrás salir de este dormitorio.

Tracy estaba haciendo el trabajo sucio que le tocaba a Harry, porque él quería olvidarse de la disciplina. Pero Steffie no había huido por culpa de su madre. Había sido por él. Se sentía derrotado y confundido. Pero también sentía resentimiento. ¿Cómo se las había apañado para convertirse en el malo de la película?

– ¿Toda la mañana? -Steffie parecía tan pequeña y triste que Harry apenas pudo contenerse de contradecir a Tracy y prometer que la llevaría a comprar un helado en lugar de eso.

– Toda la mañana -confirmó Tracy.

Steffie recapacitó unos segundos y su labio inferior empezó a temblar.

– Sé que no tendría que haber huido, pero estaba muy triste porque os oí discutir a papi y a ti.

A Harry se le encogió el estómago y Tracy frunció el entrecejo.

– Hasta las diez y media -rectificó rápidamente.

El labio de Steffie dejó de temblar, y dejó escapar uno de aquellos suspiros que hacían reír a su padre.

– Pensé que sería mucho peor -dijo.

Tracy tiró de uno de los rizos de su hija.

– Puedes apostar por ello. La única razón por la que no te encerramos en la mazmorra de que te habló Ren es por tus alergias.

– Además de las arañas.

– Sí, eso también -dijo Tracy con un hilo de voz, y Harry supo que estaban pensando lo mismo.

Para Steffie era tan importante que sus padres siguiesen juntos que no le había importado enfrentarse a sus peores miedos. Harry pensó que su hija tenía más valor que él.

Tracy se inclinó para darle un beso y permaneció allí un buen rato, con los ojos cerrados y la mejilla apretada contra la de Steffie.

– Te quiero muchísimo, gamberrita. Prométeme que nunca volverás a hacer algo así.

– Lo prometo.

Harry logró recuperar la voz.

– Y promete que la próxima vez que algo te preocupe nos lo dirás.

– ¿A pesar de que pueda herir vuestros sentimientos?

– Por supuesto.

La niña se colocó el osito bajo la barbilla y preguntó:

– ¿Te irás… mañana?

Él no supo qué decir y se limitó a negar con la cabeza.

Tracy dijo que iba a echarles un vistazo a Connor y Brittany, que compartían habitación, al menos hasta que se despertasen y acudiesen a la cama de su padre. Jeremy estaba aún en la planta de abajo, entretenido con un juego de ordenador. Harry y Tracy no habían estado a solas desde la desastrosa conversación de la tarde, y él no quería estarlo ahora, pues se sentía indefenso, pero los padres no siempre pueden hacer lo que desean.

Ella salió al pasillo y cerró la puerta. Entonces se apoyó contra la pared, algo que solía hacer hacia el final de sus embarazos para aliviarla tensión. Con sus otros embarazos Harry le había hecho masajes, pero no con este último. El rencor contra su marido creció.

Colocó la mano sobre su vientre. La descarada y segura niña rica que había conquistado a Harry hacía doce años había desaparecido, y una mujer dolorosamente hermosa con ojos hechiceros había ocupado su lugar. En ese momento Harry salió al pasillo.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó ella en voz baja.

¿Qué vas a hacer tú?, quiso preguntar Harry. Era ella la que se había ido. Era ella la que nunca estaba satisfecha. Se quitó las gafas y se frotó los ojos.

– No lo sé.

– No podemos seguir hablando.

– Sí podemos.

– No, porque empezamos a insultarnos.

No era tal como él lo recordaba. Era ella la que tenía la lengua afilada y un temperamento explosivo. Él sólo intentaba esquivar sus golpes.

– Yo nunca te he insultado. -Volvió a colocarse las gafas.

– Por supuesto que no. -Lo dijo sin malicia, pero el nudo que Harry tenía en su interior se apretó.

– Creo que lo ocurrido esta tarde nos llevó más allá de la fase de insultos, ¿no te parece?

A pesar de sus buenas intenciones, las palabras de Harry sonaron a acusación, y se abrazó a sí mismo temiendo la réplica. Pero ella se limitó a cerrar los ojos y apoyar la cabeza contra la pared.

– Sí, yo también lo creo -dijo.

Harry deseó estrecharla entre sus brazos y suplicarle que lo olvidase todo, pero ella ya se había formado una opinión sobre él y nada de lo que dijese podría cambiarla. Y si él no podía hacer que ella entendiera, no tendrían oportunidad alguna.

– Lo que ha sucedido hoy prueba lo que vengo diciendo desde hace tiempo. Tenemos que hacer un esfuerzo. Creo que los dos lo sabemos. Es el momento de que nos pongamos manos a la obra y hagamos lo que tenemos que hacer.

– ¿Y de qué se trata? -repuso ella.

Parecía verdaderamente perpleja. ¿Cómo podía ser tan obtusa? Él intentó ocultar su agitación.

– Tenemos que empezar a comportarnos como personas adultas.

– Tú siempre te comportas como adulto. Soy yo la que parece tener problemas con eso.

Era exactamente lo que él estaba intentando decirle, pero la expresión de derrota que reflejó el rostro de Tracy le llegó al corazón. ¿Por qué no podía ella adaptar las cosas para que pudiesen seguir avanzando? Buscó las palabras adecuadas, pero sus sentimientos se entremezclaban. Tracy creía que había que escarbar en esos sentimientos para saber adónde llevaban, pero Harry no lo creía. Nunca había visto ningún beneficio en ello, sino más bien lo contrario.

Ella cerró los ojos y habló muy suavemente.

– Dime qué puedo hacer para que seas feliz.

– ¡Ser realista! Los matrimonios cambian. Nosotros hemos cambiado. Nos hacemos mayores y la vida nos atrapa. No puedo ser el mismo que era cuando empezamos, o sea que no lo esperes. Siéntete satisfecha con lo que tenemos.

– ¿Es eso lo que solucionará las cosas? ¿Conformarse con lo que hay?

Todas las emociones de Harry fueron a reunirse en la boca del estómago.

– Tenemos que ser realistas. El matrimonio no puede ser claro de luna y rosas rojas para siempre. Yo a eso no lo llamaría conformarse.

– Yo sí. -Se apartó de la pared-. Y estoy dispuesta a luchar para que nuestro matrimonio no sea una farsa, aunque a ti no te importe.

Ella había alzado la voz, pero no podían volver a discutir, no teniendo a Steffie tan cerca.

– No podemos hablar aquí. -Harry la cogió del brazo y se la llevó pasillo adelante-. Nunca eres coherente. Nunca, ni una sola vez en todo nuestro matrimonio, te he visto hacer lo que tocaba.

– Eso es porque tienes un ordenador en lugar de cerebro -le recriminó ella cuando pasaron hacia otra ala de la villa-. No tengo miedo de luchar. Y lo haré hasta que los dos sangremos si es necesario.

– Estás intentando montar otro de tus melodramas. -Le horrorizó la rabia que reflejó su propia voz, pero no podía calmarse. Abrió la primera puerta que encontró, la metió dentro y encendió la luz. Era una habitación grande. El dormitorio principal.

– ¡A nuestros hijos no los van a criar unos padres unidos por un matrimonio fantasma! -gritó ella.

– ¡Ya vale! -Era rabia lo que sentía, se dijo a sí mismo. Rabia, no desesperación, porque la rabia era algo que podía controlar-. Si no paras… -Sentía crecer un monstruo en su interior-. No puedes hacer esto. -Gesticuló con las manos-. Tienes que parar de una vez. Parar antes de que lo eches todo a perder.

– Cómo voy a echarlo todo…

En la cabeza de Harry se produjo una explosión.

– ¡Diciendo cosas de las que no podamos retractarnos!

– ¿Como qué? ¿Que has dejado de quererme? -Lágrimas de indignación anegaron sus ojos-. Que estoy gorda y que ya no supone ningún estímulo hacer el amor con una mujer embarazada con cuatro hijos. Que no logro hacer que cuadren las cuentas, que pierdo las llaves del coche, y que te levantas cada mañana deseando haberte casado con una mujer ordenada y eficaz como Isabel. ¿Es eso lo que se supone que no puedo decir?

Él dejó que Tracy se desahogase, pero sintió deseos de sacudirla.

– Nunca podremos arreglar esto si no muestras un poco de lógica -dijo.

– No puedo ser más lógica de lo que soy.

Harry apreció en su voz la misma desesperación que él sentía en su interior, pero ¿por qué debería sentirse ella desesperada cuando no dejaba de decir estupideces?

Tracy nunca se acordaba de llevar consigo pañuelos de papel, por lo que siempre tenía que sonarse la nariz en el dorso de la mano.

– Antes me preguntaste qué podías hacer para que fuese feliz, y yo no te respondí lo que realmente quería decirte. ¿Sabes qué quería decirte?

Él lo sabía, y no tenía ganas de oírlo. No quería que le dijese lo aburrido que era, que estaba perdiendo pelo, que ni siquiera se acercaba de lejos a ser el hombre que ella se merecía. No quería que le dijese que había servido a su propósito de darle hijos y que ahora deseaba escoger a alguien 'diferente, alguien más parecido a ella.

Las lágrimas trazaron líneas plateadas en las mejillas de Tracy.

– Ámame, Harry. Eso es lo que quería decirte. Ámame como me amabas antes. Cuando era especial para ti, no una cruz con la que tenías que cargar. Como cuando las diferencias entre nosotros eran algo bueno y no algo desagradable. Quiero que me ames como cuando me mirabas pensando que no podías creerte que fuese tuya. Cuando creías que yo era la criatura más maravillosa del mundo. Sé que no soy como antes. Sé que tengo estrías por todas partes, y sé lo mucho que te gustaban mis pechos, que ahora me llegan casi hasta las rodillas, pero no soporto que no me ames como antes, y ¡detesto que me hagas suplicar!

Eso era absurdo. Completamente ilógico. Era tan erróneo que Harry no supo qué decir para enderezarlo. Abrió la boca pero no encontró las palabras, así que la cerró y lo intentó de nuevo.

Pero fue demasiado tarde. Ella ya se había marchado.

Él se quedó allí, atontado, intentando imaginar qué le había dejado en ese estado. Ella lo era todo para él. ¿Cómo podía pensar, ni siquiera por un segundo, que no la amaba? Era el centro de su mundo, el aliento de su vida. Era la única persona a la que podía amar.

Se dejó caer en el borde de la cama y apoyó la frente en las manos. ¿Ella creía que no la amaba? Quería aullar.

Una puerta chirrió y a Harry se le erizó el vello de la nuca, porque el ruido no provenía del pasillo. Venía del otro lado de la habitación.

Alzó la cabeza. Había un lavabo… El vientre se le tensó cuando se abrió la puerta y apareció un hombre. Alto, guapo, con mucho pelo en la cabeza.

Ren Gage sacudió la cabeza y miró a Harry con lástima.

– Tío, se te ve jodido.

Y no le sorprendió que se lo dijese.

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