24

En el viejo mundo de Isabel se había abierto una grieta, y ella la atravesó. Llevaba aquella voz pegada a los talones, resonando en su cerebro. ¡Acepta el caos!

Avanzó a toda prisa por uno de los lados de la casa con la gloriosa estatua apretada contra el pecho. Quería volar, pero no tenía alas, ni avión alguno, ni siquiera su Panda. Sólo disponía de…

El Maserati de Ren.

Corrió hacia él. Tenía bajada la capota, y en ese día presidido por el caos, las llaves colgaban del contacto, justo donde Giancarlo las había dejado. Resbaló cerca del coche, besó la estatua y la depositó en el asiento del copiloto. Después se recogió el vestido y saltó por encima de la puerta.

El poderoso motor rugió cuando ella lo puso en marcha.

– ¡Isabel!

Los coches bloqueaban la salida por tres lados. Pisó el acelerador y salió por encima del césped.

– ¡Isabel!

Si hubiese sido una de sus películas, Ren se habría descolgado por un balcón y habría saltado sobre el coche cuando pasaba por debajo. Pero se trataba de la vida real, y era ella quien tenía el control.

Isabel condujo por la hierba, entre las hileras de matojos, hacia la carretera. Las ramas golpeaban los laterales del coche y los pedazos de tierra y hierba volaban. Una rama golpeó el retrovisor cuando pasó entre los cipreses. Los neumáticos escupían grava. Cambió de marcha y el Maserati derrapó al girar para enfilar la carretera, dejándolo todo atrás camino de la cima de la colina.

Acepta el caos. El viento le revolvía el cabello. Le echó un vistazo a la estatua y se echó a reír.

Un pedazo de madera saltó contra el guardabarros cuando tomó el primer desvío. En el siguiente, destrozó un gallinero abandonado. Las oscuras nubes se arremolinaban a baja altura. Recordaba el camino a las ruinas del castillo donde había estado con Ren para la operación de vigilancia, pero se pasó el desvío que buscaba y tuvo que girar en redondo en un viñedo. Cuando encontró el camino, los profundos surcos hicieron botar al coche. Pisó el acelerador para seguir ascendiendo. El Maserati fue dando bandazos, y dio un último brinco cuando alcanzó la cima. Isabel apagó el motor, cogió la estatua y salió del coche.

Las sandalias resbalaban sobre las piedras. El viento era más violento allí, pero los árboles la protegían de las peores embestidas. Apretó contra sí la estatua con más fuerza y siguió ascendiendo.

Cuando llegó al final de la senda, salió a un claro. Una ráfaga de viento la hizo tambalearse, pero no llegó a caer al suelo. Frente a ella, las ruinas se recortaban contra el cielo tormentoso, y las oscuras nubes pasaban tan cerca de su cabeza que sintió ganas de hundir los dedos en ellas.

Encorvada contra el viento, pasó bajo los arcos y las torres derruidas hasta llegar al extremo del muro. Se aferró con una mano a las piedras, con la otra sujetaba la estatua, y ascendió hasta lo más alto. Luchando contra el viento, se puso en pie.

Le invadió una extraña sensación de éxtasis. El viento hacia flamear su vestido, las nubes corrían a su alrededor, el mundo se extendía a sus pies, allá abajo. Finalmente entendió cuál era su error. Nunca pensaba a pequeña escala. No; pensaba a gran escala y había perdido la visión de todo aquello que quería para su propia vida. Ahora sabía qué era lo que tenía que hacer.

Con la cara vuelta hacia el cielo, se rindió al misterio de la vida. El desbarajuste, el alboroto, el glorioso desorden. Haciendo gestos con los brazos, se colocó la estatua en lo alto de la cabeza y se ofreció en cuerpo y alma al dios del caos.


La confusión tras la caída del toldo había retenido a Ren e Isabel ya se había marchado en el Maserati cuando él llegó a la entrada de la villa. Bernardo le seguía pero, como no estaba de servicio, había venido con su Renault particular en lugar de con el coche de policía. Los dos salieron tras ella.

A Ren no le costó demasiado imaginar hacia dónde se dirigía, pero el Renault no podía competir con el Maserati. Cuando llegaron al llano donde se iniciaba la senda que llevaba al castillo, un sudor frío cubría su cuerpo.

Dijo a Bernardo que se quedase en el coche y fue tras ella, corriendo por el sendero hasta las ruinas. Se le erizó el vello de la nuca cuando la vio a lo lejos. Estaba en lo alto del muro, y su figura se recortaba contra un furioso mar de nubes. El viento la golpeaba, y los faldones de su vestido ondeaban como llamas anaranjadas. Tenía la cara vuelta hacia el cielo y las manos alzadas, sosteniendo la estatua.

En la lejanía, un rayo iluminó el cielo, pero desde donde él se encontraba parecía como si el rayo hubiese salido de los dedos de Isabel. Era una versión femenina de Moisés recibiendo las nuevas tablas de la ley de manos de Dios.

Ya no podía recordar ninguno de sus bien argumentados razonamientos para alejarse de ella. Ella era un regalo, un regalo que hasta entonces no había tenido agallas para aceptar. Ahora, mientras la veía enfrentarse sin miedo a los elementos, su poder le quitó el aliento. Apartarla de su vida sería como perder el alma. Ella lo era todo para él: su amiga, su amante, su conciencia, su pasión. Era la respuesta a todas las oraciones que nunca había tenido el valor de rezar. Y si él no era para ella todo lo bueno que le gustaría ser, Isabel tendría que trabajar para mejorarle.

Observó cómo otro rayo salía de los dedos de Isabel. El viento ululaba, así que ella no pudo oírle cuando él se acercó, pero sólo a los mortales es posible pillarlos desprevenidos, y ella no se sobresaltó cuando advirtió su presencia. Simplemente bajó los brazos y se volvió hacia él.

Otro rayo iluminó el cielo. A ella no le importaba su propia seguridad, pero a él sí, y le arrancó la estatua de las manos. Iba a dejar la figura en el suelo, donde no pudiese actuar como pararrayos. Pero en lugar de hacerlo, la observó en su mano y sintió su poder vibrando a través de su cuerpo. Entendió que Isabel no era la única que podía hacer un pacto. Era el momento de que él hiciese el suyo, un pacto que fuese contra todos sus instintos masculinos.

Se volvió como había hecho ella, con la cara hacia el cielo, y alzó la estatua. En primer lugar, ella pertenecía a Dios; lo entendió con claridad. En segundo lugar, se pertenecía a sí misma; no había duda de ello. Sólo después de eso le pertenecía a él. Ésa era la naturaleza de la mujer de la que se había enamorado. Así tenía que ser.

Bajó la estatua y se volvió hacia ella. Isabel le miró con expresión indescifrable. Ren no sabía qué hacer. Tenía una amplia experiencia con mujeres mortales, pero las diosas eran otra cosa, y él había irritado más allá de toda medida a esa diosa en particular.

La falda de su vestido golpeó contra los pantalones de Ren, y las gotas de lluvia se convirtieron en un chaparrón. Un terrible frenesí se apoderó de él. Tocarla suponía el mayor reto de su vida, pero no había poder sobre la faz de la tierra que pudiese impedirlo. Si no actuaba, la perdería para siempre.

Antes de que su valor le abandonase, la atrajo con fuerza hacia sí. Ella no se convirtió en cenizas tal como temía. Por el contrario, respondió a su beso con una ardiente pasión. Paz y amor, entendió él de algún modo, era lo que dominaba en ese momento a las dos partes de aquella mujer. Esa deidad estaba impulsada por la conquista, e hincó sus dientes en el labio superior de Ren, que nunca se había sentido tan cerca de la vida y la muerte. Con el viento y la lluvia rodeándole, la bajó del muro y la apoyó contra las piedras.

Ella podría haberse resistido, podría haber luchado -él esperaba que lo hiciese-, pero no fue así. Sujetó con fuerza a Ren. Él era el mortal que ella había escogido como sirviente.

Ren le subió el vestido hasta la cintura y le bajó las bragas. La parte de sí mismo que aún podía pensar se preguntó por el destino de alguien capaz de reclamar a una diosa, pero no tenía elección. Ni siquiera la amenaza de morir en el intento podía detenerle. Ella abrió los muslos para que él pudiese tocarla. Estaba húmeda. Húmeda y caliente al tacto de sus dedos. La obligó a abrir más las piernas y entonces la penetró.

Ella volvió la cara hacia la lluvia mientras él la embestía. Ren la besó en el cuello y la garganta. Ella le rodeó la cintura con las piernas y le atrajo más dentro de sí, usándolo como él la había usado a ella.

Lucharon juntos, ascendieron juntos. La tormenta azotaba sus cuerpos, alentados por los ancestros que también habían hecho el amor entre aquellos muros. Te amo, quiso decir Ren, pero se contuvo, porque esas palabras eran poca cosa para expresar la inmensidad de lo que sentía.

Ella le estrechó con más fuerza y susurró contra su pelo:

– Caos.

Él esperó hasta el final, hasta el último instante antes de perderse en aquella franja de tiempo que los separaba de la eternidad. Cerró entonces la mano alrededor de la estatua y la apoyó con fuerza en el costado de Isabel.

Un rayo iluminó el cielo y se abrazaron en la furia de la tormenta.


Ella permanecía en silencio. Se alejaron del muro en busca de la protección de los árboles. Ren se arregló la ropa. Echaron a andar hacia el sendero. Sin tocarse.

– Ha dejado de llover. -La voz de Ren estaba henchida de emoción. Tenía la estatua en sus manos.

– Siempre he pensado a lo grande -dijo ella finalmente.

– Bien, ¿y ahora qué? -No tenía ni idea de qué estaban hablando. Acabó tragándose el nudo que tenía en la garganta. De no aprovechar esa oportunidad, no había garantía alguna de que se produjese otra-. Te amo. Lo sabes, ¿verdad?

Ella no respondió; ni siquiera le miró. Quizás era demasiado tarde, exactamente lo que él había temido.

Descendieron por el sendero acompañados por el gotear del agua depositada en los árboles. Ren vio a Bernardo junto al Maserati. Lo había apartado de los socavones, y se acercó, con aspecto sombrío y serio.

Signora Favor, lamento decirle que mi deber es detenerla.

– No creo que sea necesario -dijo Ren.

– Ha causado daños.

– Apenas -señaló Ren-. Yo me encargaré.

– Pero ¿cómo vas a encargarte de las vidas que ha puesto en peligro con su conducción temeraria?

– Esto es Italia -respondió Ren-. Todo el mundo conduce alocadamente.

Pero Bernardo conocía su deber.

– Yo no hago las leyes. Signora, acompáñeme, por favor.

Si se hubiese tratado de una película, ella se habría colgado del brazo de Ren, aterrorizada, pero se trataba de Isabel, y se limitó a asentir.

– Por supuesto.

– Isabel…

Ella se sentó en el asiento trasero del Renault sin tener en cuenta a Ren. Él permaneció allí de pie, observando cómo se alejaban por el camino.

Le echó un vistazo a su Maserati. Había desaparecido el retrovisor, el guardabarros estaba abollado y tenía una rayada en un lateral, pero él no podía preocuparse por otra cosa que no fuese maldecirse. Había sido él quien la había empujado a semejante temeridad.

Se metió las manos en los bolsillos. Probablemente no habría hecho falta sobornar a Bernardo, prometiéndole comprar un ordenador de última generación para la comisaría del pueblo, para que no detuviese a Isabel, pero ella se había marchado sin darle la oportunidad de aclarar las cosas con el policía. Con el corazón en la garganta, Ren subió al coche.


La única luz del calabozo provenía de un fluorescente en el techo. Eran más de las nueve de la noche, e Isabel no había vuelto a ver a nadie desde su llegada, cuando había aparecido Harry con ropa seca que Tracy le había preparado. Oyó pasos aproximándose, y alzó la vista para ver cómo se abría la puerta.

Era Ren. Su presencia llenó el pequeño calabozo. Incluso allí se las arregló para colocarse en el centro del escenario. Ella no intentó siquiera entender la expresión de su rostro. Era actor, y podía mostrar la emoción que le viniese en gana.

La puerta se cerró a su espalda y se oyó el sonido de la llave.

– Ha sido todo bastante frenético -comentó Ren.

No parecía fuera de sí. Parecía bien dispuesto, aunque tenso. Ella apartó los papeles que tenía sobre las rodillas, los que le había pedido a Bernardo que le trajese.

– Tal vez por eso has tardado tres horas en venir.

– Tenía que hacer unas llamadas telefónicas.

– Bueno, eso lo explica todo.

Ren se acercó y la estudió con detenimiento; parecía incómoda.

– La locura de allí arriba, en la montaña… -dijo él-. Ha sido bastante escabroso. ¿Te encuentras bien?

– Estoy bien. ¿Por qué, te hice daño?

Él apretó los labios. Una sonrisa o una mueca, Isabel no lo supo con certeza. Metió una mano en el bolsillo y volvió a sacarla de inmediato.

– ¿Qué querías decir con que habías estado pensando a lo grande?

Ella conocía el lugar que ocupaba en el mundo, y no había razón para no explicarlo.

– Mi vida ha sido así. Siempre le he dicho a las personas que pensasen a lo grande, pero finalmente he comprendido que a veces pensamos demasiado a lo grande. -Se movió para sentarse en el borde del catre.

– No te entiendo.

– He pensado tan a lo grande que he perdido de vista lo que quería para mi vida.

– Tu vida consiste en ayudar a la gente -repuso él-. Nunca, ni por un segundo, has perdido eso de vista.

– Me refiero a las dimensiones. -Entrelazó las manos sobre el regazo-. No necesito llenar auditorios. No necesito una casa de piedra roja cerca de Central Park o un armario lleno de ropa de diseño. Al final, todo eso me ahogaba. Mi carrera, mis posesiones… Todas esas cosas me robaban el regalo del tiempo, y perdí mi capacidad de visión.

– Ahora la has recuperado. -Era una afirmación, no una pregunta. Ren comprendió que algo importante había cambiado en su interior.

– Sí, la he recuperado. -Había sido más satisfactorio para ella ayudar a Tracy y Harry que su última conferencia en el Carnagie Hall. No quería volver a ser una especie de gurú mediático-. Abriré un pequeño consultorio. Nada de barrios caros: en un vecindario de clase media trabajadora. Si la gente no puede pagar, no me importará. Si puede, mucho mejor. Voy a vivir de una manera más sencilla.

Ren entrecerró los ojos y la miró con su estilo mortífero.

– Me temo que tengo ciertas noticias que alterarán un poco tus sencillos planes.

Ella había aceptado la idea del caos, así que esperó.

Él se acercó lo bastante como para abalanzarse sobre ella, algo que Isabel sintió en ese instante como más interesante que amenazador.

– Te las arreglaste para fastidiar a todo el mundo cuando te llevaste la estatua.

– No la robé. La tomé prestada.

– Nadie lo sabía, y ahora los del pueblo quieren encerrarte durante diez años.

– ¿Diez años?

– Más o menos. He pensado que podríamos hablar con el consulado estadounidense, pero me parece arriesgado.

– Podrías decirles la cantidad de dinero que pagué a Hacienda este año.

– No creo que sea buena idea mencionar tu pasado delictivo. -Apoyó el hombro contra una pared cubierta de grafitis, con un aspecto más sosegado del que tenía cuando llegó.

– Si fueses ciudadana italiana, probablemente no habrías sido arrestada, pero el hecho de que seas extranjera lo complica todo.

– Suena como si necesitase un abogado.

– Los abogados italianos tienden a liar las cosas.

– ¿Se supone que he de quedarme en la cárcel?

– No, si seguimos mi plan. Es un poco drástico, pero tengo razones para creer que te sacará de aquí con bastante rapidez.

– Me temo que no tengo demasiadas ganas de escuchar tu plan.

– Tengo doble nacionalidad. Sabes que mi madre era italiana, pero no sé si te dije que había nacido en Italia.

– No, no me lo dijiste.

– Estaban dando una fiesta en casa, en Roma, cuando nací. Soy ciudadano italiano, y me temo que eso significa que tendremos que casarnos.

Ella se puso en pie de un brinco.

– ¿De qué estás hablando?

– He hablado con la policía y, a su manera, me han hecho saber que no te mantendrían encerrada si fueses esposa de un italiano. Y dado que estás embarazada…

– No estoy embarazada.

Él la miró con mucha calma por debajo de sus angulosas cejas.

– Al parecer, has olvidado lo que hicimos hace unas horas y dónde estaba exactamente la estatua mientras lo hacíamos.

– Tú no crees en la estatua.

– ¿Desde cuándo? -Alzó una mano-. No puedo imaginar qué especie de demonio habremos concebido allí arriba. Cuando pienso en esa tormenta… -Se estremeció y luego se inclinó hacia ella-. ¿Tienes idea de lo que vamos a necesitar para criar a un niño así? En primer lugar, paciencia. Por suerte, tú dispones de grandes cantidades. Firmeza. Dios sabe que tú eres firme. Y sabiduría. Bueno, no es necesario hablar de eso. Punto por punto, estás preparada para el reto.

Ella le miró fijamente.

– Intentaré cumplir con mi parte, no creas -añadió Ren-. Soy condenadamente bueno si se trata de enseñar a utilizar el orinal.

Eso era lo que sucedía cuando uno le daba la bienvenida al caos en su vida. No quiso pestañear.

– ¿Se supone que tengo que olvidar que huiste como un cobarde cuando empecé a ser demasiado para ti?

– Me gustaría que lo hicieses. -Él la miró de un modo que podría denominarse suplicante-. Los dos sabemos que todavía estoy en proceso de formación. Y te he traído un regalo para ayudarte a olvidar.

– ¿Me has comprado un regalo?

– No lo he comprado exactamente. Una de las llamadas que hice mientras estabas aquí fue a Howard Jenks.

A ella se le encogió el estómago.

– No me digas que no vas a trabajar en la película…

– Oh, sí, voy a trabajar en la película. Pero Oliver Craig y yo intercambiaremos los papeles.

– No lo entiendo.

– Yo haré de Nathan.

– Nathan es el héroe.

– Eso es.

– Es un memo.

– Digamos que le daremos una oportunidad a su testosterona.

Ella se dejó caer en el catre e intentó visualizar a Ren como el amanerado, estudioso y torpe Nathan. Muy despacio, empezó a asentir.

– Serás el Nathan perfecto.

– Yo también lo creo -dijo él con satisfacción-. Por suerte, Jenks no es un hombre de miras estrechas, y lo pilló al instante. Craig se puso a dar saltos de alegría. Espera a verlo. Te dije que parecía el niño de un coro parroquial. Pensar en él interpretando a Kaspar Street me produce escalofríos.

Ella alzó la vista.

– ¿Lo has hecho por mí?

No contestó de inmediato, luchando en su interior con la respuesta adecuada.

– En gran medida fue por mí mismo. No voy a dejar de interpretar a tipos malos, tranquila, pero no podía con Kaspar Street. Por otra parte, tengo que crecer. No soy tan malo y es el momento de aceptarlo. Y tú, mi amor, no eres tan buena. De hecho, uno de nosotros está ahora mismo preso.

– Lo cual me ofrece una oportunidad de pensar en una idea para mi nuevo libro.

– ¿Qué hay de la antigua idea, la de la superación de las crisis?

– Pues que me dije que no todas las crisis pueden superarse. -Miró alrededor-. Por mucho que queramos protegernos, no podemos estar a salvo de todo. Si queremos aceptar la vida, tenemos que aceptar también el caos.

– Que te cases conmigo parece un buen comienzo.

– Sin embargo, el caos ya se las arregla muy bien para salirnos al encuentro. No es necesario que nosotros lo creemos.

– Aun así…

– No puedo imaginar lo difícil que sería un matrimonio entre nosotros -dijo-. Sólo la logística ya parece inviable. Los dos tenemos nuestras carreras. ¿Dónde viviríamos?

– Te lo imaginarás dentro de muy poco tiempo. Puedes empezar a hacer listas. Sigues recordando cómo hacerlo, verdad? Y mientras lo haces, yo me ocuparé de lo que realmente importa.

– ¿A qué te refieres?

– Diseñaré nuestra cocina. Todo tiene que ser de vanguardia. Quiero una encimera más baja para que nuestros hijos puedan cocinar también, aunque mantendremos alejado de los cuchillos a ese pequeño capullo que llevas dentro. Una espaciosa zona para comer…

– No estoy embarazada.

– Pues yo creo que sí. Ya sabes, intuición masculina.

– ¿Por qué este cambio, Ren? ¿Qué te ha ocurrido?

– Tú eres lo que me ha ocurrido. -Se acercó y se sentó junto a ella en el catre, limitándose a mirarla a los ojos-. Me das un miedo de los mil demonios, ya lo sabes. Cuando entraste en mi vida como un huracán, le diste la vuelta a todo. Rechazaste todas las cosas que yo pensaba sobre mí mismo y me hiciste pensar de otro modo. Sé quién fui, pero ahora quiero saber quién soy. El cinismo cansa, Isabel, y tú eres… mi descanso. -El catre chirrió cuando él se incorporó de un brinco-. Y no te atrevas a decirme que has dejado de quererme, porque sigues siendo mejor persona que yo, y confío en que cuides de mi corazón mejor de lo que yo he cuidado del tuyo.

– Ya entiendo.

Él empezó a hablar más rápido.

– Sé que casarse conmigo va a ser un desastre. Dos carreras. Hijos. Conflictivos viajes de trabajo. Tendrás que lidiar con las repercusiones mediáticas que hasta ahora he intentado evitar. Habrá paparazzi escondidos entre los matorrales, historias en los tabloides cada seis meses explicando que te pego o que tomas drogas. Cuando trabajo en localizaciones exteriores las mujeres me acosan. Cada vez que ruede una escena de amor con alguna actriz atractiva, me dirás una y mil veces que no te molesta y después descubriré que le has cortado las mangas a todas mis camisas. -La apuntó con un dedo-. Pero la mujer que estaba encima del muro esta tarde es lo bastante fuerte para hacer frente a un ejército. Quiero que me digas ahora mismo que no dejé a esa mujer en la cima de la colina.

Ella alzó las manos.

– De acuerdo. ¿Por qué no?

– ¿Por qué no?

– Eso he dicho.

Ren dejó caer los brazos a los lados.

– ¿Eso es todo? Te abro mi corazón, te quiero tanto que se me saltan las lágrimas, y todo lo que se te ocurre decir es «¿por qué no?».

– Acaso es preguntar demasiado? -El orgullo acompañaba al caos, por lo que Isabel le dedicó una mirada de dominio.

Él la miró con fiereza, su mirada más tormentosa a cada instante.

– ¿Cuándo crees que estarás lista? Para caer en mis garras, se entiende.

Isabel se tomó su tiempo para pensarlo. Su detención había sido cosa de Ren. Lo supo de inmediato. Y respecto a esa ridícula historia de casarse con él para evitar la cárcel, incluso un idiota no se lo habría tragado. Sin embargo, el juego sucio formaba parte de Ren Gage, ¿y hasta qué punto quería ella que cambiase?

Ni lo más mínimo, pues la decencia de Ren residía en lo más profundo de su ser. Él la comprendía de un modo en que nadie lo había hecho nunca, de un modo en que ni siquiera ella se comprendía a sí misma. ¿Qué mejor guía podía encontrar para el mundo del caos? Y, además, estaba el insalvable hecho de que su corazón rebosaba de amor por él, aunque no decía nada bueno de ella el que disfrutase viéndolo preocupado en ese momento. Menudo embrollo de contradicciones estaba hecha. Y qué maravilla no tener que luchar contra ello nunca más.

Todavía tenía que hacerle pagar lo de la detención, así que decidió enredar un poco más las cosas.

– Tal vez debería enumerarte todas las razones por las que no te amo.

Él palideció, y pequeños arcos iris de felicidad bailaron en el interior de Isabel. «Soy una persona horrible», se reprochó.

– No te amo porque eres hermoso, aunque Dios sabe que lo agradezco. -La oleada de alivio que cruzó el rostro de Ren casi la derritió, pero ¿qué gracia tenía aclararlo todo tan pronto?-. No te amo porque eres rico, porque yo también lo fui, y sé que es más duro de lo que parece. No, tu dinero es sin duda un hándicap. No te amo en absoluto porque eres un amante excepcional. Y eres excepcional porque tienes mucha práctica, y eso no me gusta nada. Después está la cuestión de que seas actor. Te equivocas si crees que sería capaz de racionalizar todas esas escenas amorosas. Todas y cada una de ellas me pondrían hecha una furia, y te castigaría.

Ren sonrió. Isabel intentó encontrar algo lo bastante terrible para borrarle aquella sonrisa, pero las mismas lágrimas que anegaban los ojos de Ren estaban empezando a anegar los suyos, así que lo dejó estar.

– Principalmente, te amo porque eres decente, y haces que sienta que puedo conquistar el mundo -admitió.

– Sé que puedes hacerlo -dijo él con un hilo de voz debido ala emoción-. Y te prometo apoyarte mientras lo hagas.

Se miraron, pero los dos querían prolongar aquel momento de ilusión, y no se acercaron.

– ¿Crees que podrías sacarme de aquí ahora? -preguntó Isabel, y sonrió al ver que Ren cambiaba el peso de su cuerpo y parecía incómodo otra vez.

– Verás, la cuestión es que esas llamadas telefónicas me han llevado más tiempo del que esperaba, y todo está cerrado por la noche. Me temo que tendrás que pasar aquí la noche.

– Rectifica. Tendremos que pasar aquí la noche.

– Ésa es una posibilidad. La otra es un poco más peligrosa. -Todavía no se habían tocado, pero ambos decidieron acercarse un poco. Ren bajó la voz y se palpó el bolsillo-. Tengo una pequeña pistola. Admito que es un poco arriesgado, pero podríamos intentar escapar.

Ella sonrió y abrió los brazos.

– Mi héroe.

El juego ya había ido demasiado lejos y no pudieron resistirlo más. Tenían toda una serie de compromisos que contraer.

– Sabes que eres el aliento de mi vida, ¿verdad? -susurró él contra los labios de ella-. ¿Sabes lo mucho que te quiero?

Isabel presionó su pecho con la palma de la mano y sintió el rápido latir de su corazón.

– Los actores somos criaturas necesitadas -dijo Ren-. Dime cuánto tiempo me vas a querer.

– Eso es fácil. Por toda la eternidad.

Ella apreció la sonrisa en su mirada, y también el reflejo de toda su bondad.

– Espero que sea suficiente -añadió.

Se besaron con profunda ternura. Él enredó los dedos en su pelo. Ella metió la mano entre su camisa para tocarle la piel. Se separaron lo suficiente para mirarse a los ojos. Todas las barreras entre ellos habían desaparecido.

Ella acercó su cara a la de él.

– Éste es el momento en que la música empieza a sonar y aparecen los títulos de crédito.

Él le sujetó la cara con las dos manos y la miró.

– Estás muy equivocada, cariño. La película acaba de empezar.


Epílogo


La malvada principessa deseaba poseer a su pobre pero honesto mozo de cuadra desde hacía meses, pero esperó hasta una tormentosa noche de febrero antes de arrastrarlo al dormitorio principal de la Villa de los Ángeles. Iba vestida de escarlata, su color favorito. El escandaloso vestido resbaló por sus hombros, dejando a la vista un pequeño tatuaje en la curvatura de su seno. Su rubio cabello despeinado se enredaba en largos rizos dorados, y las iridiscentes uñas de sus pies, pintadas de color morado, sobresalían por debajo del vestido.

Él iba vestido de un modo más sencillo, como correspondía a su clase social, con calzones de trabajo marrones y una camisa blanca de largas mangas.

– ¿Mi señora?

Su profunda voz la hizo estremecer, pero en tanto que principessa, sabía disfrazar la debilidad, así que inquirió imperiosamente:

– ¿Te has bañado? No me gusta el olor a caballo en mi dormitorio.

– Así lo hice, mi señora.

– Muy bien. Deja que te mire.

Mientras él permanecía inmóvil, ella le rodeó, dándole un golpecito en la mandíbula con el dedo índice tras apreciar la perfección de su cuerpo. A pesar de su baja extracción, evidenciaba cierto aire de orgullo al ser escrutado, lo cual la excitó aún más. Cuando ya no pudo resistirlo más, le tocó el pecho, después apoyó sus manos en las nalgas de aquel semental y apretó.

– Desnúdate para mí -ordenó.

– Soy un hombre virtuoso, mi señora.

– No eres más que un campesino, y yo soy una principessa. Si no te sometes, haré quemar el pueblo.

– ¿Quemaríais el pueblo sólo para satisfacer vuestra malvada lujuria?

– Sin pestañear.

– Está bien. Entonces tendré que sacrificarme.

– Sí, maldita sea.

– No obstante… -De pronto, la malvada principessa se vio tumbada en la cama con el vestido recogido.

– Caramba.

– A veces no merece la pena ser malo. -Se colocó entre sus piernas, la rozó, pero no la penetró.

Cuando ella levantó el brazo, un amplio brazalete de oro con la palabra CAOS grabada en su interior resbaló hasta topar con otro igual en su muñeca, el que le recordaba que tenía que respirar; las dos mitades de su vida se habían unido por fin.

– Por favor, sé cuidadoso -pidió.

– ¿Para que luego te quejes? Ni hablar.

Dejaron de hablar y pusieron manos a la obra con lo que sabían hacer mejor. Se amaron entre apasionadas y suaves caricias, pronunciando dulces palabras que les transportaron a un lugar secreto que sólo ellos conocían. Cuando finalmente se dejaron ir, se abrazaron sobre la amplia cama, a buen resguardo de los vientos del invierno que se colaban por toda la casa.

Isabel dejó el pie sobre la pantorrilla de Ren.

– Un día de estos tendremos que empezar a comportarnos como adultos.

– Somos demasiado inmaduros. Especialmente, tú.

Ella sonrió.

Permanecieron tendidos durante un rato. Satisfechos. Él susurró sobre su mejilla:

– ¿Tienes idea de lo mucho que te quiero?

– Por supuesto que sí. -Con un sentido de absoluta certidumbre, lo besó en los labios, y luego volvió a apoyar la cabeza en la almohada.

Ren la acarició como si todavía no pudiese creerse que Isabel fuese suya.

– Lo estás haciendo, ¿verdad?

Ella apreció la risa que se ocultaba en su voz, pero siguió rezando. Se había convertido en algo tan esencial como su respiración. Oraciones de agradecimiento.

Cuando acabó, miró hacia la repisa de la chimenea encendida, donde reposaba el Oscar dorado que Ren había recibido por Asesinato en la noche. Ren apenas si había empezado a conocer sus capacidades de actor y, a menos que ella se equivocase mucho, algún día esa estatuilla tendría una compañera idéntica.

Ella también había empezado a conocer sus propias capacidades. Vivir una vida imperfecta se había convertido en todo un best-seller -demasiado para tan escaso esfuerzo- y El matrimonio imperfecto lo sería dentro de pocos meses. Su editor quería disponer lo antes posible de Criar al niño imperfecto, pero ese libro aún estaba en proceso de elaboración, y no pensaba acabarlo hasta dentro de un tiempo.

Gracias a una excelente red de referencias, había logrado mantener un reducido grupo de pacientes. Tal como se había prometido a sí misma, había conseguido destinar parte del día a pensar, rezar y divertirse. Estar casada con Lorenzo Gage era un desastre pero le llenaba. Sin duda, le llenaba por completo.

Él salió de la cama y maldijo en voz baja al pisar un muñeco de plástico. Al día siguiente, acudirían al bautizo del segundo hijo de Giulia y Vittorio, un niño nacido catorce meses después de su hermanito. Agradecieron la excusa para regresar a la Toscana. Adoraban su hogar en California, pero regresar a la Toscana era para ellos como volver a sus raíces. Pasaban allí un mes en verano, junto a Harry, Tracy y los niños, incluida Annabelle, la quinta y última, que había nacido justo el día de la boda de Ren e Isabel, que tuvo lugar en el jardín que se extendía bajo la ventana del dormitorio en que ahora se encontraban.

Ren recogió la ropa que había dejado tirada y la metió en la cesta donde guardaba todo un surtido de interesantes disfraces, así como algunos juguetitos picarones.

Gracias, Dios, por regalarme un actor.

Rebuscó en el armario, sacó el camisón de Isabel y se lo tendió.

– No sabes lo poco que me gusta darte esto…

Ella se lo puso por la cabeza mientras él se enfundaba el pantalón de un pijama de seda gris. Después se acercó a la puerta, dejó escapar un largo y sufrido suspiro, y descorrió el cerrojo.

– ¿Has leído el guión? -le preguntó mientras volvía meterse en la cama.

– Sí -contestó ella.

– Ya sabes que voy a hacerlo, ¿verdad?

– Lo sé.

– Caray, Isabel…

– No puedes rechazarlo.

– ¿Pero interpretar Jesús?

– Admito que será un cambio. Era célibe y proclamaba la no violencia. Pero los dos amáis a los niños.

– Especialmente a los nuestros.

Ella sonrió.

– Los gemelos son unos diablos. Tenías toda la razón.

– Son diablos pero hacen sus necesidades en el orinal. He cumplido mi parte del trato.

– Eres muy bueno en eso…

La acalló con un beso, su manera favorita de solucionar los conflictos. Se abrazaron. Mientras el viento aullaba en la chimenea y las contraventanas temblaban, se dijeron entre susurros una vez más lo mucho que se amaban.

Estaban empezando a dormirse cuando la puerta se abrió de golpe y dos pares de pequeños pies cruzaron la alfombra, escapando de los monstruos que vivían en la oscuridad. Ren estiró los brazos y metió a los invasores en el cálido lecho. Su madre los atrajo hacia sí. Durante las horas siguientes, la paz reinó en la Villa de los Ángeles.

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