Pero sí era cierto. El hombre que había dicho llamarse Dante estaba allí.
Dante, el de la mirada ardientemente gélida, el de los detalles decadentes. Aunque ahora llevaba el pelo más corto y sus ojos eran de un color azul plateado en lugar de pardos.
– Maldita sea -masculló él en inconfundible inglés americano, el inglés de las películas, con el tono profundo y familiar del gigoló italiano que había conocido hacía dos noches en la Piazza della Signoria.
Aun así, a ella le costó unos segundos comprender la realidad. Lorenzo Gage y Dante, el gigoló, eran la misma persona.
– Tú… -Isabel tragó saliva-. Tú no eres…
Ren le dedicó una mirada asesina.
– Mierda. No suponía que fueses una acosadora.
– ¿Quién eres tú? -Pero le había visto en varias películas, por lo que ya conocía la respuesta.
– ¡Signore Gage! -Anna Vesto apareció en la habitación-. ¡Esta mujer! No ha querido irse cuando se lo dije. Ella es… ella es… -La lengua inglesa no podía expresar su indignación, y soltó un torrente de expresiones en italiano.
Lorenzo Gage, la estrella cinematográfica con aires de casanova que había llevado a Karli Swenson al suicidio, era también Dante, el gigoló florentino, el hombre al que había permitido manchar una parte de su alma. Isabel se dejó caer en una silla e intentó tomar aire.
Ren le gruñó en italiano al ama de llaves.
Ella replicó con expresivos gestos.
Otro gruñido por parte de él.
La mujer resopló y se marchó.
Él se adentró en la sala y apagó la música. Cuando regresó, un oscuro mechón de pelo le caía sobre la frente. Había dejado la botella, pero la pistola seguía colgando de su mano.
– Te has pasado de la raya, cariño. -Sus labios apenas se movieron al hablar, y su cortante voz sonaba más amenazadora que con efecto digital Surround-. Tendrías que haber llamado antes.
Se había acostado con Lorenzo Gage, un hombre que en una entrevista aparecida en una revista se había jactado de «haber follado con quinientas mujeres». Ella había permitido que la convirtiese en la quinientas una.
Isabel sintió náuseas. Ocultó la cara entre las manos y susurró dos palabras que jamás había dicho a nadie, ni siquiera pensado nunca en decirlas.
– Te odio.
– Con eso me gano la vida.
Ella sintió cómo se aproximaba y dejó caer las manos, sólo para fijar os ojos en la pistola.
No la apuntaba directamente a ella, pero tampoco dejaba de hacerlo: la mantenía despreocupadamente a la altura de su cintura. Isabel comprobó que era antigua, quizá de varios siglos, pero eso no quería decir que no pudiese resultar mortal. Sólo había que recordar lo que él le había hecho a Julia Roberts con una espada samurái.
– Y eso que pensaba que la prensa ya no podría hundirme más… ¿Qué pasó con el non parler anglais, francesita?
– Lo mismo que le ocurrió a tu italiano. -Se enderezó en la silla, centrándose en lo que él había dicho-. ¿La prensa? ¿Acaso crees que soy periodista?
– Si lo que querías era hacerme una entrevista, habría bastado con que me lo pidieses.
Ella se levantó de un brinco.
– ¿Crees que he pasado por todo esto para tener una historia que contar?
– Tal vez. -Leves efluvios de alcohol flotaban en el aire. Apoyó el pie en la silla que ella había dejado vacía.
Ella le echó un vistazo a la pistola, que descansaba ahora en su muslo, e intentó descubrir si quería amenazarla o había olvidado que la tenía allí.
– ¿Cómo me has encontrado? ¿Y qué quieres?
– Quiero mi casa. -Dio un paso atrás, pero se sintió molesta consigo misma por haberlo hecho-. ¿Es así como consigues tus ligues? ¿Disfrazándote?
– Lo creas o no, Fifi, puedo hacerlo sin disfrazarme. Y merezco más que esos cincuenta euros que me diste.
– Eso es opinable. ¿Está cargada esa pistola?
– Quién sabe.
– Bueno, pues bájala.
– Me temo que no puedo.
– ¿Se supone que vas a dispararme?
– Supón lo que quieras -espetó.
Ella se preguntó cuánto habría bebido, deseando que no le fallasen las piernas.
– No voy a tolerar tener un arma cerca.
– Entonces lárgate. -Se dejó caer en la silla, con las piernas estiradas, los hombros caídos y la pistola sobre su rodilla. La perfecta imagen de la decadencia en la Villa de los Ángeles.
No existía poder en la tierra capaz de obligarle a irse hasta comprender qué estaba ocurriendo. Enlazó sus manos con más fuerza para que no temblasen y se las apañó para sentarse en otra silla sin perder el equilibrio. Finalmente, sabía qué era sentir odio.
Él la estudió durante unos segundos, después señaló con la pistola hacia un tapiz del tamaño de una pared, mostrando a un hombre a caballo. -Mi antepasado, Lorenzo de Médicis.
– Menuda cosa.
– Fue el mecenas de Miguel Ángel. También de Boticelli, si los historiadores están en lo cierto. En lo que a hombres del Renacimiento se refiere, Lorenzo fue uno de los mejores. Excepto que… -Amartilló la pistola con el pulgar y la miró con el rabillo del ojo de forma amenazadora-. Dejó que sus generales saquearan la ciudad de Volterra en 1472. Era mejor no meterse con los Médicis.
No era más que una egocéntrica estrella de la pantalla, y ella no se sintió intimidada. No mucho, en cualquier caso.
– Guárdate tus amenazas para los seguidores de tus películas.
El aire amenazador desapareció dando paso a la indolencia.
– De acuerdo, Fifi, si no eres de la prensa, ¿de qué vas?
Bien pensado, Isabel se dio cuenta de que no podía hablar de la noche de Florencia; no en ese momento, ni nunca. La casa. Ése era el motivo por el que había llegado hasta allí.
– Estoy disconforme con las condiciones de la casa que he alquilado. -Intentó darle algo más de autoridad a sus palabras, algo que por lo general le salía sin esforzarse, aunque no le resultó sencillo-. Pagué por dos meses y ahora tengo que dejarla.
– ¿Por qué, exactamente, se supone que eso debería importarme?
– Es tuya.
– ¿Has alquilado esta casa? Me temo que no.
– Ésta no. La casa de abajo. Pero tus empleados están intentando echarme.
– ¿Qué casa de abajo?
– La que está en la falda de la colina.
Él torció el gesto.
– ¿Se supone que he de creerme que la mujer que conocí accidentalmente hace dos noches en Florencia ha alquilado una casa de mi propiedad? Será mejor que inventes una historia más creíble.
Incluso a ella le resultaba difícil creerlo, pero el corazón turístico de Florencia era pequeño. Recordó que se había encontrado con una joven pareja en los Ufizzi y después en un par de sitios más.
– Tarde o temprano, todos los turistas pasan por la Piazza della Signoria. Nosotros estábamos allí en el mismo momento.
– Qué afortunados -ironizó él-. Tu cara me resulta familiar. Y no sólo de la otra noche.
– ¿En serio? -Era una frase habitual para ella, pero no se molestó en aclararla-. Alquilé tu casa de buena fe, pero ahora me han dicho que tengo que irme.
– ¿Estás hablando de la casa donde vivía el viejo Paolo, junto al olivar?
– No sé quién es ese tal Paolo. Ahora vive allí una mujer llamada Marta, que no me gusta demasiado pero que estoy dispuesta a tolerar.
– Marta… la hermana de Paolo. -Habló como si estuviese rescatando un distante recuerdo-. Sí, supongo que forma parte de la propiedad.
– No me importa quién sea. Yo he pagado, y no voy a irme.
– ¿Por qué quieren echarte?
– Dicen que hay un problema con los desagües.
– Me sorprende que quieras quedarte, habida cuenta de lo que pasó entre nosotros. ¿O sólo buscas fastidiarme?
Aquellas palabras la devolvieron a la realidad. Por supuesto, no podía quedarse. Había traicionado la esencia de quién era ella con aquel hombre y resultaría insoportable tenerlo cerca.
Una creciente decepción amalgamó todas sus emociones. En el jardín de la casa había experimentado su primer momento de paz en meses, y ahora se lo arrebataban. Pero seguía teniendo algo de orgullo. Si tenía que irse, lo haría de un modo que no le hiciese creer a él que había ganado.
– Tú eres el actor, señor Gage, no yo.
– Me temo que eso habría que verlo. -Un cuervo graznó en el jardín-. Si te quedas, será mejor que te mantengas alejada de la villa. -Rozó su muslo con el cañón de la pistola-. Y espero que no me hayas mentido. No te gustaría conocer las consecuencias.
– Suena como uno de los diálogos de tus horribles películas.
– Me gusta saber que eres una de mis admiradoras.
– Vi alguna obligada por mi ex prometido. Por desgracia, no relacioné su mal gusto en cine con su promiscuidad sexual hasta que fue demasiado tarde. -¿Por qué había dicho eso?
Él apoyó un codo en el brazo de la silla.
– Así que tu aventura conmigo fue una especie de venganza.
Quiso negarlo, pero se había acercado demasiado a la verdad.
– Veamos… -Dejó la pistola sobre la mesa-. Entonces ¿quién de los dos obró mal la otra noche? ¿Fuiste tú, la mujer vengativa, o yo, instrumento inocente de tu ansia de venganza? -Se lo estaba pasando bien.
Ella se puso en pie para mirarle desde arriba, pero acto seguido deseó no haberlo hecho, pues todavía le flaqueaban las piernas.
– ¿Estás borracho, señor Gage?
– Hace mucho que traspasé la línea de la borrachera.
– Apenas es la una del mediodía.
– Cualquier otro día diría que estás en lo cierto, pero aún no me he acostado, o sea que, técnicamente, sigue siendo una borrachera nocturna.
– Si tú lo dices. -Tenía que volver a sentarse o salir de allí, así que se encaminó a la puerta.
– Eh, Fifi.
Isabel se volvió, y de nuevo deseó no haberlo hecho.
– La cuestión es… -Él cogió una pulida bola de mármol que reposaba en una base a su lado y la acarició con el pulgar-. A menos que desees que mis admiradores ronden por la casa pequeña, te sugiero que mantengas la boca cerrada mientras estés aquí.
– Lo creas o no, tengo cosas mejores que hacer que dedicarme a los cotilleos.
– Que así sea. -Apretó la bola de mármol con la mano para asegurarse de que ella había captado el mensaje.
– Sobreactúas un poco, ¿no crees, señor Gage?
Él soltó una carcajada.
– Ha sido agradable verte, Fifi.
Isabel atravesó la arcada del salón sin decir palabra, pero no pudo evitar volverse.
Él se estaba pasando la bola de mármol de una mano a otra, un hermoso Nerón barajando la posibilidad de incendiar Roma.
La punzada en el costado la obligó a aminorar la marcha antes de llegar a la casa. La grava crujía bajo sus sandalias Kate Spade, probablemente el último par que podría permitirse. Le alegraba pensar que no se había derrumbado frente a él, pero la cuestión era que tenía que marcharse. Si hacía las maletas ya, podría estar en Florencia a las cuatro en punto.
¿Y entonces qué?
La casa apareció ante sus ojos. Bañada con la luz dorada del sol, parecía sólida y confortable, y también, de algún modo, mágica. Daba la impresión de ser un lugar donde podía gestarse una nueva vida.
Giró y enfiló un sendero que cruzaba el viñedo. Las gruesas uvas, de un profundo color púrpura, colgaban de las parras. Arrancó una y se la metió en la boca. Explotó en su paladar, sorprendiéndola con su dulzura. Las semillas eran tan pequeñas que no le preocupó tragárselas.
Dejó atrás una pequeña mata y se adentró en el viñedo. Necesitaba sus zapatillas de lona. La arcilla solidificada parecía formar rocas bajo sus sandalias. Pero no quería pensar en lo que necesitaba, sólo en lo que tenía: el sol de la Toscana sobre su cabeza, cálidos racimos de uvas a mano, Lorenzo Gage en la villa de la colina…
Se había entregado con demasiada facilidad. ¿Cómo superaría algo así?
Huyendo no, por supuesto.
Podía ser muy testaruda. Estaba cansada de su tristeza. Nunca había sido cobarde. ¿Iba ahora a permitir que la apartase de algo precioso un licencioso astro de la pantalla? El encuentro no había supuesto nada para él, así que difícilmente insistiría en repetir. Y todos sus instintos le decían que aquél era el lugar adecuado, el único donde podría encontrar tanto la soledad como la inspiración que debían llevarla a trazar un nuevo objetivo para su vida.
Entonces lo vio claro. No temía a Lorenzo Gage, y no iba a dejar que nadie la sacase de allí hasta que estuviese preparada para ello.
Ren dejó a un lado la pistola del siglo XVII que había estado examinando antes de que apareciese Fifi. Aún podía escuchar el eco de sus eficientes tacones mientras se marchaba. Se suponía que él era el demonio, pero, a menos que estuviese equivocado, era la señorita Fifi la que había dejado tras de sí cierto aroma a azufre.
Rió entre dientes. La pistola era una bonita pieza artesanal, uno de los muchos objetos de incalculable valor que podían encontrarse en la villa. Había heredado aquel lugar hacía dos años, pero era la primera vez que lo visitaba tras la muerte de la tía Filomena. En un principio había planeado vender la propiedad, pero tenía buenos recuerdos de sus visitas siendo niño. No le parecía correcto vender el lugar sin verlo una vez más. El ama de llaves y su marido le habían impresionado cuando habló con ellos por teléfono, así que decidió esperar.
Cogió la botella de whisky que había dejado sobre la mesa de la sala de reuniones para retomar lo que la señorita Fifi había interrumpido. Había disfrutado haciéndole pasar un mal rato. Estaba tan inquieta que temblaba, por lo que su visita lo había relajado un poco, lo que resultaba extraño.
Pasó bajo uno de los tres arcos de la sala de reuniones y salió al jardín dejando atrás los setos podados camino de la piscina, donde se dejó caer en una tumbona. Mientras absorbía el silencio, pensó en toda la gente que habitualmente le rodeaba: su fiel pelotón de asistentes, directores financieros, y los guardaespaldas que, ocasionalmente, los estudios ponían a su disposición. Un montón de famosos se rodeaban de ayudantes porque necesitaban que les confirmasen una y otra vez que eran estrellas. Otros, como él, lo hacían para que su vida fuese más sencilla. Los ayudantes mantenían a cierta distancia a los admiradores, lo cual era útil pero costaba un precio. Pocas personas eran capaces de contarle la verdad a aquel que pagaba sus salarios, y después estaban todos esos gacetilleros de la prensa amarilla.
La señorita Fifi, por otro lado, parecía no saber nada de los periodistas, y eso había resultado extrañamente tranquilizador.
Dejó a un lado la botella de whisky y se acomodó en la tumbona. Lentamente, sus ojos se cerraron. Muy tranquilizador…
Isabel cortó un trozo del pecorino añejo que había comprado en el pueblo. Era el queso de cabra más apreciado por la gente de la Toscana. Mientras contaba el dinero para pagar, la dependienta le había entregado un pote de miel.
– Miel con queso -dijo-. Típico de la Toscana.
Isabel no podía hacerse a la idea, pero ¿por qué no intentaba ser menos rígida? Dispuso el queso y la miel sobre un plato de cerámica, así como una manzana. Todo lo que había probado ese día eran las pocas uvas arrancadas de vuelta de la villa, hacía tres horas. Su encuentro con Gage le había quitado el apetito. Quizás un poco de comida la haría sentir mejor.
Encontró media docena de servilletas de lino en un cajón. Cogió una y ordenó las otras en una pila. Ya había deshecho las maletas y organizado el lavabo. Aunque apenas eran las cuatro de la tarde, abrió la botella de Chianti Clásico que había comprado en el pueblo. El único chianti que podía llevar la denominación classico, según le habían contado, era el elaborado con uvas de la región de Chianti, a unos cuantos kilómetros al este de allí.
Encontró vasos en el armario. Sacó uno, lo llenó de vino y, cargada con todo, salió al jardín.
Notó los delicados aromas del romero y la dulce albahaca procedentes del sendero de grava mientras se dirigía a la vieja mesa y se sentaba a la sombra del magnolio. Dos de los tres gatos del jardín se le acercaron. Se acomodó y contempló las colinas. Los campos cultivados, de un color entre marrón y gris por la mañana, eran ahora, al sol de la tarde, de color lavanda. La vista era preciosa.
Al día siguiente empezaría a seguir la agenda prevista para los dos meses siguientes. No necesitaba revisar las notas para recordar lo que había planificado para aquellos días.
Despertarse a las seis
Oración, meditación, agradecimiento y afirmaciones diarias
Yoga o paseo enérgico
Desayuno ligero
Tareas de la mañana
Trabajar en un nuevo libro
Almuerzo
Pasear, mirar escaparates o cualquier otra actividad placentera (ser impulsiva)
Revisar lo escrito por la mañana
Cena
Lectura inspiradora y tareas de la noche
En la cama a las diez
¡No olvides respirar!
No le preocupaba no tener ni idea de la clase de libro que pensaba escribir. Por eso tenía que quedarse allí, para desbloquear sus canales mentales y emocionales.
El vino tenía cuerpo y un toque afrutado, y se difuminaba en la lengua. Al reclinarse hacia atrás para saborearlo, se percató de la capa de polvo que cubría el mármol de la mesa. Se puso en pie y volvió a la casa en busca de un trapo. Cuando la limpió, se sentó de nuevo.
Inspiró el aroma del vino y el romero. A lo lejos, una carretera dejaba un pálido y borroso trazo sobre la colina. Qué hermoso lugar… Y pensar que el día anterior ella no quería estar allí.
En lo alto de la colina, a la derecha, Isabel vio lo que parecía parte de una villa, aunque los restos del muro y la torre de vigilancia estaban en ruinas. Sintió el impulso de ir por sus pequeños binoculares, pero entonces se recordó que tenía que permanecer relajada.
Respiró hondo, apoyó la espalda en la silla y se adentró en su interior en busca de satisfacción.
No la halló.
– Signora!
Aquella alegre voz pertenecía a un joven que se acercaba atravesando el jardín. Debía de andar por la treintena, y era delgado. Otro guapo italiano. Cuando se acercó, apreció sus suaves ojos pardos, su sedoso cabello negro recogido en una coleta y su larga y bien perfilada nariz.
– Signora Favor, soy Vittorio. -Se presentó con entusiasmo, como si su propio nombre le produjese placer.
Ella sonrió a modo de respuesta.
– ¿Puedo sentarme con usted? -Su elegante acento indicaba que había aprendido inglés con profesores británicos, no americanos.
– Por supuesto. ¿Quieres un poco de vino?
– Ah, me encantaría. -Pero la detuvo cuando ella quiso ponerse en pie-. He estado aquí muchas veces -dijo-. Conozco la casa. Siéntese y disfrute de la vista.
Regresó en menos de un minuto con la botella y un vaso.
– Un precioso día. -Un gato se restregó contra él mientras se sentaba a un extremo de la mesa-. Pero todos los días en la Toscana son preciosos, ¿no cree?
– Parece que sí.
– Está disfrutando de su visita?
– Mucho, sí. Pero es algo más que una visita. Voy a quedarme unos meses.
Al contrario que Giulia Chiara, Anna Vesto o la arisca Marta, el joven pareció encantado con la noticia.
– Muchos americanos vienen de visita durante un día, en autobuses, y luego se van. ¿Cómo puede experimentarse la Toscana de ese modo?
Resultaba difícil ignorar semejante entusiasmo, por lo que Isabel sonrió.
– Imposible.
– Y aún no ha probado nuestro pecorino. -Metió la cuchara en el pote de miel y la vertió sobre el trozo de queso-. Así lo probará al auténtico estilo toscano.
Se mostraba tan ilusionado que ella no tuvo ánimo para decepcionarlo, a pesar de sospechar que había sido enviado para echarla de allí. Dio un mordisco al queso y no tardó en descubrir que su intenso sabor y la dulzura de la miel formaban una combinación perfecta.
– Delicioso.
– La cocina toscana es la mejor del mundo. Ribollita, panzanella, jabalí en salsa, fagioli en salsa, callos a la florentina…
– Creo que pasaré de los callos.
– ¿Pasar?
– Los evitaré.
– Ah, sí. Creo que comemos más partes del animal aquí que en Estados Unidos.
Ella sonrió. Empezaron a charlar acerca de cocina y otros puntos de interés locales. ¿Había estado en Pisa? ¿Y en Volterra? Tenía que visitar los viñedos de la región de Chianti. Y Siena… Su Piazza del Campo era la más hermosa de Italia. ¿Sabía algo del Palio, la carrera de caballos que tenía lugar cada verano en dicha plaza? Y no había que perderse la ciudad amurallada de San Gimignano. ¿La había visitado ya?
– No.
– Se lo enseñaré todo.
– Oh, no.
– Soy guía profesional. Preparo tours por toda la Toscana y Umbría. En grupos, y también privados. Tours de paseo, culinarios, vinícolas. ¿Nadie le ha ofrecido mis servicios?
– Han estado demasiado ocupados intentando desalojarme.
Ah, sí, los desagües. Lo cierto es que no ha venido usted en el mejor momento, pero hay mucho que ver por los alrededores, y yo podría acompañarla durante el día.
– Gracias, pero me temo que no puedo permitirme un guía privado.
– No, no. -Él meneó elegantemente la cabeza-. Iremos juntos sólo cuando no tenga otros clientes, como gesto de amistad. Le mostraré todos los lugares que usted no podría encontrar por cuenta propia. No tendrá que preocuparse por conducir por carreteras desconocidas, y se lo traduciré todo. Un buen trato, ya lo verá.
Un trato extraordinario. Un trato que, curiosamente, le mantendría lejos de la casa.
– No puedo obligarle a algo así.
– No es una obligación. Usted pagará la gasolina, ¿le parece bien? Justo en ese momento, Marta salió al patio. Arrancó varias ramitas de albahaca de un tiesto y se las llevó a la cocina.
Él bebió un sorbo de chianti.
– Mañana tengo el día libre. ¿Le gustaría ir a Siena en primer lugar? O quizás a Monteriggioni. Un pueblecito exquisito. Dante escribió allí el Inferno.
A Isabel se le erizó la piel al oír aquel nombre. Pero Dante, el gigoló, no existía, se trataba de Lorenzo Gage, una estrella de cine con aires de casanova que había compartido con ella su vergüenza. Ahora que lo conocía, no le costaba creer que hubiese arrastrado a Karli Swenson al suicidio. Isabel iba a hacer todo lo posible por no volver a verlo nunca más.
– Lo cierto es que he venido aquí a trabajar, y tengo que empezar mañana.
– ¿Trabajar? Eso está mal. Pero aun así podemos hacer todos esos paseos. -Sonrió con naturalidad, se acabó el vino y anotó un número de teléfono en un papel que sacó del bolsillo-. Si necesita algo, llámeme. -Gracias.
Él la obsequió con una deslumbrante sonrisa y se despidió con la mano mientras se alejaba. Como mínimo, ese chico estaba dispuesto a desalojarla con encanto. ¿Tal vez se estaba pasando de suspicaz? Sacó su ejemplar de Yogananda, Autobiografía de un yogui, pero en lugar de leerlo acabó cogiendo su guía de viaje. Mañana tendría que empezar a reinventar su carrera.
Empezaba a oscurecer cuando volvió a la casa, y las olorosas fragancias llenaban la cocina. Entró justo en el momento en que Marta colocaba un cuenco de sopa de aspecto potente en una bandeja cubierta con un paño de lino. La bandeja tenía también una copa de chianti, así como un plato con rodajas de tomate cubiertas con negras y arrugadas aceitunas y una crujiente rebanada de pan. Cualquier esperanza que Isabel albergase respecto a que aquella comida estuviese destinada a ella se desvaneció cuando Marta salió por la puerta con la bandeja. Un día de estos tendría que aprender a cocinar.
Durmió bien aquella noche, y por la mañana se levantó a las ocho en lugar de a las seis como tenía pensado. Bajó de la cama y fue al baño. Tendría que reducir sus oraciones y su sesión de meditación o no cumpliría con la agenda. Abrió el grifo para lavarse la cara, pero no salió agua caliente. Bajó las escaleras y probó en el fregadero. Nada. Salió en busca de Marta para decirle que no había agua caliente, pero no la encontró. Finalmente recurrió a la tarjeta que había dejado Giulia Chiara.
– Sí, sí -dijo Giulia cuando contestó el teléfono-. Es muy difícil para usted estar ahí mientras hay tanto trabajo que hacer. En la casa del pueblo no tendría que preocuparse por esas cosas.
– No voy a trasladarme al pueblo -dijo Isabel con firmeza-. Ayer hablé con… con el propietario. ¿Podrías ocuparte de que haya agua caliente lo antes posible?
– Veré lo que puedo hacer -dijo Giulia con reservas.
Casalleone tenía una muralla romana, la campana de la iglesia tocaba cada media, y había niños por todas partes. Se llamaban unos a otros en los patios y corrían junto a sus madres por las estrechas y empedradas calles que formaban aquel laberinto. Isabel sacó la tarjeta de Giulia y comprobó la dirección. Aunque el nombre de la calle era parecido, no era el mismo.
Había pasado un día desde que habló con la agente inmobiliaria, y seguía sin haber agua caliente. Había llamado a Anna Vesto, pero el ama de llaves había fingido no entender inglés y había colgado. Marta parecía ajena al problema. Según indicaba su agenda, Isabel tendría que haber estado escribiendo en esos momentos, pero el asunto del agua la distraía. Por otra parte, no tenía nada sobre lo que escribir. Aunque habitualmente se manejaba muy bien con la autodisciplina, esa mañana se había levantado tarde de nuevo, no había meditado, y las únicas palabras que había escrito en dos días habían sido cartas para los amigos.
Se acercó a una joven que cruzaba la pequeña plaza del pueblo con un niño pequeño de la mano.
– Scusi, signora. -Le mostró la tarjeta de Giulia-. ¿Podría decirme dónde está la Via San Lino?
La mujer cogió al niño en brazos y echó a correr.
– Bueno, perdóoooon. -Frunció el entrecejo y se dirigió a un hombre de mediana edad vestido con una andrajosa chaqueta con coderas-. Scusi, signore. Estoy buscando la Via San Lino.
Cogió la tarjeta de Giulia, la estudió un momento y luego estudió a Isabel. Dijo algo que sonaba como una maldición, se metió la tarjeta en el bolsillo y se largó.
– ¡Eh!
La siguiente persona le dijo «non parlo inglese» cuando le preguntó por la Via San Lino, pero un joven entrado en carnes con una camiseta amarilla le indicó el camino. Por desgracia, sus indicaciones fueron tan complicadas que Isabel acabó llegando a un almacén abandonado al final de un callejón.
Decidió acudir a la tienda del pueblo en la que atendía la amistosa mujer que había conocido el día anterior. Camino de la piazza, pasó por delante de una zapatería y una profumeria donde vendían cosméticos. Las ventanas de las casas que daban a la calle estaban cubiertas con cortinas de ganchillo, y la colada colgaba de cuerdas por encima de su cabeza. «Secadoras italianas», las denominaba la guía de viaje. Dado que la electricidad era muy cara, las familias no disponían de secadoras eléctricas.
Su olfato la condujo hasta una pequeña panadería, donde le compró una tartaleta de higo a una ruda muchacha pelirroja. Cuando salió, alzó la vista hacia el cielo. Las altas nubes parecían tan mullidas que podrían haberlas cosido a un pijama de franela. Era un día hermoso, y ni siquiera un centenar de malcarados italianos podrían estropeárselo.
De camino a la tienda de comestibles se topó con un quiosco que tenía un expositor de postales de viñedos, campos de flores y encantadoras ciudades toscanas. Al detenerse para elegir algunas, se dio cuenta de que muchas postales mostraban el David de Miguel Ángel o, como mínimo, una parte significativa del mismo. El pene de mármol de la estatua le apuntaba directamente, tanto de frente como de lado. Sacó una postal para examinarla más de cerca. El David parecía poco dotado en el aspecto de genitales.
– ¿Habías olvidado cómo son, hija mía?
Se volvió para verse a sí misma reflejada en unas gafas de sol con montura de acero. Pertenecían a un sacerdote alto, vestido de negro, con un bigote tupido y oscuro. Era un hombre excepcionalmente feo, pero no debido al bigote, que ya de por sí era bastante desagradable, sino a una cicatriz rojiza que le recorría la mejilla hasta el extremo de un ojo.
Una mejilla que a Isabel le resultaba muy familiar.