Vittorio y Giulia, incómodos, se miraron y a su pesar regresaron al jardín. Anna y Marta desaparecieron, dejándolos solos a los cuatro. Ren parecía dispuesto a matar.
– Quiero saber qué está pasando en mi propiedad. Y no me insultéis con más tonterías sobre problemas con el agua.
Vittorio parecía tan inquieto que Isabel casi sintió lástima por él.
– Es muy complicado -dijo.
– Simplifícalo para que podamos entenderlo -replicó Ren.
Vittorio y Giulia se miraron. Pudo apreciarse un deje de contrariedad en el gesto de la mujer.
– Tenemos que contárselo, Vittorio.
– No -dijo-. Vete al coche.
– ¡Vete tú al coche! -Giulia gesticuló-. Tú y tus amigos no habéis sido capaces de hacerlo. Ahora me toca a mí.
– Giulia… -le advirtió Vittorio, pero ella lo ignoró.
– Esto… esto se remonta a… Paolo Baglio, el hermano de Marta -dijo ella.
– ¡Basta! -Vittorio tenía la expresión desolada de un hombre que está presenciando un desastre y no sabe cómo detenerlo.
Giulia le hizo a un lado y encaró a Ren.
– Él era… él era el representante local de… de la Familia.
– La Mafia. -Ren se sentó en el muro, aliviado de saber que se trataba del crimen organizado.
Vittorio se alejó, como si las palabras de su mujer le resultasen demasiado dolorosas para oírlas.
Giulia parecía estar calculando cuánto contar.
– Paolo era… era el responsable de que nuestros comerciantes locales no cayeran en desgracia. ¿Sabe a qué me refiero? Que nadie rompiese los escaparates de las tiendas por la noche o que no desapareciese el camión del reparto de flores.
– Dinero a cambio de protección -dijo Ren.
– Llámalo como quieras. -Movió las manos, que eran pequeñas y delicadas, con una alianza de matrimonio en un dedo y anillos más pequeños en los otros-. Sólo somos un pueblo rural, pero todo el mundo sabe cómo funciona esto. Los comerciantes pagaban a Paolo el primer día de cada mes. Gracias a eso, nadie rompía los escaparates, el florista hacía su reparto y no había problemas. -Hizo girar su alianza en el dedo-. Pero entonces Paolo sufrió un ataque de corazón y murió. -Se mordió el labio-. En un principio, todo fue bien… excepto para Marta, que le añoraba mucho. Pero justo antes de que llegases tú, Isabel, vinieron algunos hombres de la ciudad. No eran hombres buenos. Hombres de Nápoles. -Apretó los labios, como si notase en la boca un sabor amargo-. Fueron a por… a por nuestro alcalde. Fue terrible. Pero al hacerlo comprendimos que Paolo había sido un insensato. Les había mentido acerca del dinero que recolectaba y se había guardado para sí muchos millones de liras. -Respiró hondo-. Nos dieron un mes para encontrar el dinero y devolvérselo. De no ser así… -Dejó colgando aquellas palabras.
Vittorio se acercó. Ahora que Giulia había empezado, parecía resignado a acabar la historia.
– Marta está segura de que Paolo escondió el dinero en algún lugar cercano a la casa. Sabemos que no lo gastó, y Marta recuerda que estaba trabajando en el muro cuando murió.
– El plazo está a punto de acabarse -dijo Giulia-. No queríamos mentiros, pero qué otra cosa podríamos haber hecho. Era peligroso para vosotros veros involucrados, y sólo deseábamos protegeros. ¿Entiendes ahora, Isabel, por qué queríamos que te trasladases al pueblo? Temíamos que esos hombres se impacientasen y viniesen aquí. Y si te encontraban en su camino… -Hizo un claro gesto indicando su cuello.
– La cosa está muy mal -dijo Vittorio-. Tenemos que encontrar el dinero, lo cual significa que tenemos que desmontar el muro lo antes posible.
– Sí. Esos hombres son muy peligrosos.
– Interesante. -Ren se puso en pie-. Necesito algo de tiempo para pensar en esto.
– Por favor, no tarde demasiado -suplicó Giulia.
– Lamentamos mucho haber tenido que mentirles -dijo Vittorio-. Y otra cosa, Isabel. También lamento lo del fantasma de la otra noche. Era Giancarlo. De haberlo sabido, habría impedido que lo hiciese. Vendréis a cenar a casa igualmente la semana que viene, ¿no?
– Y a recoger setas -dijo Giulia a Isabel-. La próxima vez que llueva.
– Por supuesto -respondió Isabel.
Cuando la pareja se fue, Isabel suspiró y se sentó sobre el muro. Por un instante, se dejó envolver por la paz del jardín, después miró a Ren.
– ¿Les crees?
– Ni una palabra.
– Yo tampoco. -Empezó a mordisquearse la uña del pulgar pero se detuvo a tiempo-. De una cosa sí estoy segura: hay algo escondido aquí.
– Toda esta zona está plagada de objetos enterrados bajo tierra. -Se palpó el bolsillo trasero de los vaqueros y se dio cuenta de que ya había fumado el cigarrillo del día-. Cuando se encuentra un objeto, incluso si se trata de un terreno privado, se convierte en propiedad del gobierno. Tal vez la buena gente de Casalleone está sobre la pista de algo tan valioso que no quiere entregarlo.
– ¿Y crees que todo el pueblo participa en la conspiración? Bernardo es policía. No parece tener demasiado sentido.
– Los policías son conocidos por su falta de honradez. ¿Tienes una idea mejor? -Miró hacia las colinas.
– Tiene que ser un objeto muy especial. -Una hoja cayó sobre el muro, a su lado, y ella la apartó-. Creo que tenemos que profundizar en esto.
– Estoy de acuerdo. Intentaré estar aquí cuando retiren la última piedra del muro.
– Yo también. -Uno de los gatos se acercó para restregarse contra sus piernas. Ella se inclinó para levantarlo.
– Necesito tu coche para subir a la villa por un rato. Que Dios me proteja.
– Bien. Yo tengo que trabajar y tú me distraes.
– ¿En el libro sobre la crisis?-Sí. Y no digas una sola palabra.
– Así que te distraigo, ¿eh?
Ella se apretó el pulgar cerrando el puño.
– Eso he dicho, Ren. No te molestes en volcar tus ardores sobre mí, porque no pasará nada mientras no hablemos.
Él dejó escapar un suspiro de resignación.
– Podemos cenar juntos esta noche en San Gimignano. Y hablaremos.
– Gracias.
Ren esbozó una sonrisa de engreimiento.
– Pero en cuanto acabes de hablar, pondré mis manos donde quiera. Y ponte algo sexy. Preferiblemente con escote y sin ropa interior.
– Los adolescentes me alucináis. ¿Alguna otra orden?
– No, creo que eso es todo. -Se puso a silbar mientras se alejaba, con el aspecto de un guapo gandul más que del psicópata preferido de Hollywood.
Ella se dio un rápido baño y se dispuso a tomar notas de algunas ideas para su libro, pero su cerebro no funcionaba, así que dejó el papel a un lado y se encaminó a la villa para ver qué hacía Tracy.
– Paso el rato. -La ex mujer de Ren estaba tumbada en una hamaca junto a la piscina, con los ojos cerrados-. Harry y los niños me odian, y el bebé me provoca gases.
Isabel había visto a los niños bajar del coche de Harry con las caras manchadas de helado.
– Si Harry te odiase, no creo que siguiese aquí.
Tracy tiró hacia arriba del respaldo de la hamaca y se puso las gafas de sol.
– Es sólo porque se siente culpable por los niños. Se irá mañana.
– ¿Habéis intentado hablar?
– De hecho, hablé yo y él se mostró condescendiente.
– ¿Por qué no lo intentáis otra vez? Esta noche, después de que los niños se vayan a dormir. Sírvele una copa de vino y pídele que haga una lista con tres cosas que tú podrías hacer para que se sintiese feliz.
– Eso es sencillo. Elevar mi coeficiente intelectual veinte puntos, ser organizada en lugar de estar embarazada y cambiar mi personalidad por completo.
Isabel se echó a reír.
– Estamos mostrándonos un poco autocompasivas, ¿no?
Tracy la miró por encima de las gafas de sol.
– Eres una psicóloga un tanto extraña.
– Lo sé. Piensa en ello, ¿de acuerdo? Pregúntaselo, y sé sincera. Sin sarcasmo.
– ¿Sin sarcasmo? Me dejas sin nada. Pero háblame de Ren y tú.
Isabel se recostó en la silla.
– Prefiero no hacerlo.
– La buena doctora puede hablar de los demás pero no de sí misma. Me gusta ver que no soy la única mujer que se arruga por aquí.
– No, sin duda. Y lo único que puedo decir es lo obvio: he perdido la cabeza.
– Él provoca ese efecto en las mujeres.
– No estoy en mi terreno.
– Sin embargo, tienes una baja tolerancia a las tonterías, así que sabes perfectamente dónde te estás metiendo. Eso te da ventaja respecto a otras mujeres.
– Supongo que sí.
– ¡Mammmiii! -Connor apareció con sus anchos pantalones cortos azules bamboleándose mientras corría.
– ¡Eh, muchachote! -Tracy se puso en pie, lo alzó en brazos y cubrió su cara manchada de helado con un montón de besos. Él miró a Isabel por encima del hombro de su madre y sonrió, mostrando sus brillantes dientecitos.
Algo afligió el corazón de Isabel. La vida de Tracy tal vez fuese un desastre, pero seguía teniendo sus recompensas.
Ren recogió el ansiado sobre de FedEx, que le esperaba en la consola del vestíbulo de la villa, y corrió hacia su dormitorio. Echó el pestillo de la puerta para evitar la intrusión de los pequeños y se sentó en un sillón junto a la ventana. Al ver la portada del guión con las palabras Asesinato en la noche escritas con letras sencillas, sintió una emoción indescriptible. Howard había acabado finalmente el guión.
Sabía, debido a las conversaciones mantenidas con Howard, que su intención era proponerle al público una pregunta fundamental: ¿Kaspar Street era simplemente un psicópata o bien, lo cual era más inquietante, el fruto de una sociedad que necesitaba la violencia? Incluso santa Isabel habría aprobado ese mensaje. La recordó tal como estaba hacía menos de media hora, con el sol brillando en su pelo y aquellos preciosos ojos. Le encantaba cómo olía, a especias, sexo y bondad humana. Pero no podía pensar ahora en ella, pues su carrera estaba a punto de dar un giro radical. Se arrellanó en el asiento y empezó a leer.
Dos horas después tenía el cuerpo cubierto por un sudor frío. Era el mejor trabajo que Jenks había hecho jamás. El papel de Street tenía oscuros recovecos y sutiles variaciones que le obligarían a sacar lo mejor de sí como actor. No cabía duda de que cualquier actor de Hollywood habría querido protagonizar esa película.
Pero Jenks había introducido un importante cambio desde la última vez que habían hablado, un cambio que Howard no le había comentado. Con un brillante golpe de timón, había intensificado el perfil del personaje. En lugar de tratarse de un hombre que mataba a las mujeres que amaba, Kaspar Street era ahora un pederasta. Toda una pesadilla.
Ren apoyó la espalda y cerró los ojos. El cambio de orientación había sido una genialidad, pero… No había pero posible. Ése sería el papel que e colocaría en la mira de los mejores directores de Hollywood.
Cogió una hoja para empezar a tomar notas sobre el personaje. Ése era siempre el primer paso, y le gustaba hacerlo justo después de la lectura inicial del guión, mientras sus impresiones aún estaban frescas. Apuntaba sensaciones, ideas acerca del vestuario y los movimientos físicos, cualquier cosa que le viniese a la mente y que pudiese ayudarle a construir el personaje.
Jugueteó con el capuchón del bolígrafo. Por lo general, las ideas fluían, pero el cambio de Jenks le había desequilibrado, y no se le ocurrió nada. Necesitaba más tiempo para asimilarlo. Lo intentaría al día siguiente.
Unas horas después, mientras regresaba a la casa de abajo, decidió no comentarle el cambio de guión a Isabel. No tenía sentido irritarla más. No ahora. No cuando lo que él tanto había esperado estaba a punto de concretarse.
Isabel ignoró la sugerencia de Ren respecto a vestirse de un modo sexy, y escogió su vestido de tirantes negro de corte conservador, y añadió un chal negro con diminutas estrellas doradas para cubrirse los hombros desnudos. Estaba dándole de comer a los gatos cuando oyó ruido a su espalda. Se volvió para ver un intelectual de aspecto angustiado junto a la puerta de la casa. Con el cabello despeinado, gafas de montura metálica, una camisa arrugada aunque limpia, pantalones caqui y la mochila colgando del hombro, parecía el hermano menor con tendencias literarias de Ren Gage.
Ella sonrió.
– Me estaba preguntando quién sería mi cita de esta noche.
Ren le sostuvo la mirada y suspiró.
– Una minifalda habría resultado más esperanzadora.
En el camino, vio un Alfa-Romeo plateado aparcado tras el Panda.
– ¿De dónde ha salido?
– No podré disponer de mi coche durante un tiempo, así que me han dejado éste para pasar el rato.
– La gente se compra barras de chocolate para pasar el rato, no coches.
– Sólo la gente pobre como tú.
La ciudad de San Gimignano estaba ubicada en lo alto de una colina como si de una corona se tratase, y sus cuatro torreones de observación se alzaban con dramatismo contra el sol poniente. Isabel intentó imaginarse qué sentirían los peregrinos provenientes del norte de Europa camino de Roma al ver por primera vez aquella ciudad. Tras los peligros que entrañaba la carretera abierta, San Gimignano le pareció un refugio de fuerza y seguridad.
Ren, al parecer, pensaba lo mismo que ella.
– Para hacer las cosas como Dios manda, tendríamos que llegar a pie.
– No creo que estos tacones hayan sido pensados para los peregrinos. Es muy bonita, ¿verdad?
– Es la ciudad medieval mejor conservada de toda la Toscana. Por si no has tenido tiempo de ojear la guía, te diré que se debe a un curioso accidente.
– ¿A qué te refieres?
– Ésta era una importante ciudad hasta que la peste negra acabó con la mayoría de la población.
– Igual que el castillo.
– Sin duda, una mala época para ir por ahí sin antibióticos. San Gimignano dejó de ser una parada principal en la ruta de peregrinaje y perdió su estatus. Por suerte para nosotros, los pocos habitantes que sobrevivieron no disponían del dinero suficiente para modernizarla, de ahí que la mayoría de las torres sigan en pie. Algunas escenas de Té con Mussolini se filmaron aquí. -Un autobús turístico pasó en dirección contraria-. Ésa es la nueva peste negra -dijo-. Demasiados turistas. Pero la ciudad es tan pequeña que la mayoría de ellos no pasan la noche. Anna me aseguró que se queda vacía a última hora de la tarde.
– ¿Has vuelto a hablar con ella?
– Le he dado permiso para que empiecen a retirar el muro mañana, pero yo estaré presente para supervisar.
– Apuesto a que no le gustó la idea.
– No me importa. Le he encargado a Jeremy que vigile.
Ren aparcó en un claro fuera de los viejos muros y se colgó la mochila de los hombros. Aunque su angustia intelectual, en tanto que disfraz, no ocultaba demasiado de él, el resto de elementos eran más efectivos, y como la mayoría de turistas se había ido, no llamó la atención mientras recorrían la ciudad.
Él le explicó todo lo que sabía respecto a los frescos de la iglesia románica del siglo XII y se mostró muy paciente cuando ella entraba en las tiendas. Después de eso, recorrieron las estrechas e irregulares calles hacia la Rocca, la antigua fortaleza de la ciudad, y subieron a sus torres de vigilancia para apreciar la vista de las distantes colinas y campos, espectaculares bajo la matizada luz del atardecer.
Él señaló hacia los viñedos.
– Ahí crecen las uvas para el vernaccia, el vino blanco local. ¿Qué te parece silo probamos en nuestra cena mientras tenemos esa charla que tanto te interesa?
Su lenta sonrisa hizo que a Isabel se le erizase la piel, y estuvo a punto de decirle que se olvidase tanto del vino como de la charla y que se fuesen directos a la cama. Pero aún se sentía herida y no quería que nada más le hiciese daño, por lo que tenía que hacer las cosas bien.
El pequeño comedor del hotel Cisterna tenía paredes de piedra, manteles de lino y otra espectacular vista de la Toscana. Desde su mesa, situada en un rincón entre dos ventanales, podían observar los inclinados tejados rojos de San Gimignano y apreciar cómo se iban encendiendo las luces en las casas y granjas que rodeaban la ciudad.
Él alzó su copa de vino.
– Por nuestra charla. Para que esta conversación sea misericordiosamente breve y salvajemente productiva.
Al darle un trago a su vernaccia, Isabel se acordó de todas las mujeres que no ejercen su poder.
– Vamos a tener una aventura.
– Gracias a Dios.
– Pero será según mis condiciones.
– Vaya, menuda sorpresa.
– Vas a ser sarcástico todo el rato? Porque te diré una cosa: no resulta nada atractivo.
– Tú eres tan sarcástica como yo.
– Por eso sé lo poco atractivo que puede resultar.
– Sigue. Diría que estás deseando poner tus condiciones. Y espero que «deseo» sea la palabra clave en este caso, ¿o eso es demasiado sarcástico para ti? -Ren estaba disfrutando de la situación.
– Eso es lo que tenemos que dejar claro. -Ignoró que los ojos de Ren evidenciaban una docena de diferentes clases de asombro. No le importó. Demasiadas mujeres perdían el valor frente a sus amantes, pero Isabel no iba a ser una de ellas-. Uno, no puedes criticar.
– ¿Por qué demonios querría hacerlo?
– Porque yo no soy una atleta del sexo como tú, y porque soy una amenaza para ti, y eso no te gusta.
– De acuerdo. Nada de críticas. Pero tú no me amenaces.
– Dos, no quiero hacer nada extraño. Sólo sexo claro y sencillo.
Tras sus gafas de estudiante, sus plateados ojos azules de lobo mostraron cautela.
– ¿Qué entiendes por «claro y sencillo»?
– La definición común.
– Vale. Nada de grupos. Nada de juguetes. Nada de San Bernados. Decepcionante, pero podré vivir sin ello.
– ¡Olvídalo! Olvídalo, ¿vale? -Dejó la servilleta sobre la mesa-. No estás en mi onda, y no sé cómo he podido barajar la idea, ni siquiera por un momento, de que podríamos llevar adelante esto.
– Lo siento. Me estaba aburriendo. -Se inclinó sobre la mesa para volver a colocarle la servilleta sobre el regazo-. ¿Quieres que nos limitemos a la posición del misionero o también has pensado colocarte encima?
No le importaba que bromease al respecto. Se sentía fuerte. Los hombres tenían decenas de maneras de proteger la ilusión de su superioridad, pero no iba a caer en ninguno de esos trucos.
– Podemos improvisar.
– ¿Podremos quitarnos la ropa?
– Podremos. De hecho, es una condición.
Él sonrió.
– Si no quieres desnudarte, a mí me parece bien. Unas medias negras y un liguero podrían ayudarte a conservar tu sentido del pudor.
– Eres un amor. -Recorrió el borde de la copa con el dedo-. Para señalar una obviedad, que quede claro que esto tiene que ver con nuestros cuerpos. No habrá ningún componente emocional.
– Si tú lo dices…
Y ahora llegaba la parte difícil, pero no iba a echarse atrás.
– Una cosa más… No me va el sexo oral.
– ¿Y eso por qué?
– No es lo mío. Es demasiado… vulgar.
– Con eso limitas mis opciones.
Isabel apretó los dientes.
– Lo tomas o lo dejas.
«Lo tomo», pensó Ren sin vacilar mientras observaba aquella deliciosa boca marcada con un rictus de testarudez. Había hecho el amor, tanto dentro como fuera de la pantalla, con las mujeres más hermosas del mundo, pero ninguno de aquellos preciosos rostros había mostrado tanta vida como el de Isabel. Había inteligencia, humor, determinación y una inmensa compasión por la condición humana. Aun así, lo único en lo que podía pensar era en alzarla en brazos y llevársela a la cama más cercana. Por desgracia, la doctora Fifi no era precisamente una de esas mujeres a las que puedes llevar en volandas, pues no lo tenía apuntado en su agenda. No le habría sorprendido si ella hubiese sacado algún tipo de contrato para que lo firmase antes.
El pulso agitado en la garganta de Isabel le animó. No tenía tanto autocontrol como ella creía tener.
– Me siento un poco inseguro -dijo Ren.
– ¿Por qué deberías sentirte inseguro? Has conseguido lo que querías.
Sabía que tenía un escaso margen de movimiento, por lo que se negó a que ella impusiese todas sus condiciones.
– Pero lo que quería parece tener enganchados un montón de carteles de peligro.
– No estás acostumbrado a que las mujeres expresen abiertamente sus necesidades. Entiendo que eso pueda suponer una amenaza para ti.
¿Quién habría podido imaginar que semejante cerebro resultase sexy?
– Mi ego va a resultar muy maltrecho.
– Metafísicamente hablando, eso es bueno.
– Físicamente hablando, no. Quiero creer que soy irresistible para ti.
– Eres irresistible -confirmó ella.
– ¿Podrías decirlo con algo más de entusiasmo?
– Eres incluso doloroso.
– ¿Tan irresistible soy?
– Sí.
Él sonrió. Eso le gustaba más.
Llegó el camarero con un antipasto que incluía embutido, aceitunas, y verduras doradas. Ren pinchó en el plato y alargó el tenedor hasta los labios de Isabel.
– De acuerdo, en resumidas cuentas: nada de crítica ni de sexo oral. Eso es lo que has dicho, ¿no es cierto? Ni nada demasiado extraño. -Esperaba conseguir algo más de ella, pero estaba fabricada con un material muy resistente.
– Eso he dicho.
Él introdujo el bocado en su boca.
– Supongo que no podré utilizar el látigo ni la paleta de ping-pong.
Ella ni siquiera se molestó en responder a aquella tontería. Lo que hizo fue limpiarse con cuidado la boca con la servilleta.
– Ni las esposas -dijo Ren.
– ¿Esposas? -Dejó la servilleta a medio camino de su regazo.
Era acaso un asomo de interés? Parecía aturdida, pero no fue tan tonto como para hacerle ver que se había dado cuenta.
– Olvídalo. Estaba siendo grosero, te pido disculpas.
– Dis… disculpas aceptadas.
Él apreció su leve tartamudeo y sofocó una sonrisa. Así que a la señorita Obsesa del Control le atraía un poco la posibilidad de que la atasen. Aunque tenía una ligera idea de quién de los dos acabaría con las esposas puestas, se dijo que era un buen comienzo. Sólo esperaba que ella no perdiese la llave.
Ren aprovechó cualquier excusa para tocarla durante la cena. Sus piernas se rozaron bajo la mesa. Le tocó la rodilla. Jugueteó con sus dedos y le fue dando comida de su plato. Con un trillado movimiento sacado de una de sus películas, le rozó con el pulgar el labio superior. Cuán calculador podía ser un hombre? Lo curioso es que estaba dando resultado.
Ren apartó la taza vacía de su cappuccino. La cena había sido deliciosa, pero no podía recordar qué habían comido.
– ¿Has acabado? -le preguntó.
Oh, ella sí había acabado.
Tras asentir, la sacó del comedor y la condujo hacia las escaleras, pero en lugar de descender, ascendieron.
– ¿Dónde vamos?
– Pensé que te gustaría ver unas preciosas vistas de la piazza.
Ya había visto suficientes vistas por ese día. Quería regresar a la casa. ¿O tal vez Ren querría hacerlo en el coche? Ella nunca lo había hecho en un coche, pero esa noche parecía el momento ideal para probar nuevas experiencias.
– Creo que paso de las vistas. Podríamos ir hacia el coche.
– No corras tanto. Sé que te gustará. -Con la mano en su codo, giró por un pasillo y sacó una pesada llave del bolsillo.
– ¿Cuándo lo preparaste?
– ¿Acaso pensabas que iba a darte la oportunidad de cambiar de opinión?
La habitación era pequeña, con molduras doradas, un remolino de querubines pintados al fresco en el techo y una cama doble con un sencillo cobertor blanco.
– Era la única que les quedaba, pero servirá, ¿no te parece?
Dejó la mochila en el suelo.
– Es bonita. -Isabel se sacó las sandalias, determinada a no cederle la iniciativa. Dejó el chal sobre una silla de madera, después abrió el bolso, sacó un preservativo y lo dejó sobre la mesilla de noche. Obviamente, Ren se echó a reír.
– No pareces demasiado optimista. -Se sacó las gafas y las dejó a un lado.
– Tengo más.
– Por supuesto. -Cerró la puerta con llave-. Y, por supuesto, yo también.
Isabel se recordó que esa noche no tenía nada que ver con el amor o la duración. Tenía que ver con sexo, el resultado previsible si se estaba cerca de Lorenzo Gage. Y ahora él sería su juguetito personal. Su aspecto era inmejorable.
Intentó planear cómo empezar. ¿Tenía que desvestirlo a él primero? ¿Desenvolverlo como a un regalo de cumpleaños? ¿O mejor besarle?
Él dejó la llave sobre la cómoda y frunció el entrecejo.
– ¿Estás haciendo una lista?
– ¿Por qué lo preguntas?
– Porque has puesto esa cara que pones cuando haces listas.
– Te pone nervioso, ¿verdad? -Recorrió el trecho que los separaba, le rodeó los hombros con los brazos y se mantuvo a la distancia precisa para observar aquella hermosa boca. Entonces le dio un mordisquito en el labio superior, sólo para que supiese que se las iba a ver con una tigresa.
Luego le abrazó con más fuerza y le dio un húmedo y profundo beso con la boca abierta, dejándole claro en todo momento que su lengua era la que conducía.
A Ren no parecía importarle.
Ella metió una de sus piernas entre las pantorrillas de Ren. Él le aferró las nalgas y la alzó del suelo, lo cual resultó perfecto, pues la hizo parecer más alta que él y, bueno, a ella le encantaba tener una posición de superioridad. Puso un poco más de sí misma en aquel beso y deslizó un muslo entre los suyos.
A él le gustó aquel movimiento, y echó a andar hacia la cama.
– Desnúdate primero -dijo Isabel.
– ¿Que me desnude?
– Ajá… Y hazlo despacio.
La dejó en un extremo de la cama y la miró con muy malas intenciones. Sus sensuales labios apenas se movieron cuando habló:
– ¿Estás segura de ser lo bastante mujer para lidiar conmigo?
– Bastante, sí.
– No me gustaría que te adelantases.
– Muéstrame de qué eres capaz.
Isabel podría haber dicho que Ren estaba disfrutando, a pesar de que no lo demostraba en exceso parpadeando con sus oscuras y largas pestañas. También supo que no empezaría a enseñar músculos o hacer poses de calendario. Era auténtico.
Muy despacio, lánguidamente, Ren se desabrochó la camisa. Se tomó su tiempo para liberar cada botón con la punta de los dedos. La camisa se abrió. Ella dejó escapar un suspiro.
– Excelente. Me encanta tener a una estrella de la pantalla toda para mí.
La camisa resbaló por su cuerpo hasta caer al suelo. Llevó las manos hasta la hebilla del cinturón, pero en lugar de abrirlo alzó una ceja hacia Isabel.
– Inspírame.
Ella metió las manos bajo su vestido, se sacó la braguita y la arrojó a un lado.
– Excelente. Me encanta tener a una gurú sexual sólo para mí.
Abrió la hebilla, se quitó los zapatos y los calcetines y bajó unos centímetros la cremallera. Estaba realizando una actuación de primera.
Isabel esperó ansiosa a que él siguiese bajando la cremallera, pero Ren negó con la cabeza.
– Un poco más de inspiración -pidió.
Ella se llevó las manos a la espalda y bajó su cremallera mucho más de que él había abierto la suya. El vestido resbaló y dejó al descubierto uno de sus hombros. Se sacó los pendientes.
– Patético -masculló él, y se deshizo de los pantalones, quedando frente a ella con sólo unos bóxers de seda azul oscuro; setenta y cinco kilos de carne prieta para ella sola-. Antes de ir más lejos, tendrás que darme otra dosis de inspiración.
Estaba intentando tomar el mando de nuevo, pero ¿acaso no tenían derecho a divertirse por igual? Ella le indicó con el dedo que se acercase, un gesto que no había utilizado en toda su vida, e incluso le sorprendió ver que él le obedecía.
Ella apoyó la espalda en las almohadas y le tendió los brazos seductoramente. Él se inclinó y le alzó el vestido. No del todo, sólo hasta los muslos, lo cual resultó suficiente para que a ella se le pusiese piel de gallina. El colchón cedió cuando él se colocó encima de Isabel. Apoyó el peso en los antebrazos para que sus pechos no se tocasen y bajó la cabeza.
Resultaba muy tentador responder a la invitación del beso. Pero la idea de ejercer su poder sobre aquella bestia morena era demasiado estimulante como para dejarla pasar, así que se ladeó un poco y le propinó un buen golpe, obligándolo a tumbarse de espaldas.
– Esto cada vez se pone mejor -dijo él.
– Estoy de acuerdo -contestó ella, y se colocó a horcajadas encima de él. Ren no pudo evitar mirarla con malicia.
– ¿Satisfecha?
Ella sonrió.
– Mucho.
Un hombre más amable y sensible se habría limitado a dejar que ella hiciese las cosas a su manera, pero él no era amable, y le pellizcó en el hombro, lo bastante fuerte para que ella lo sintiese, para después chuparle la marca.
– No deberías jugar con fuego a menos que estés dispuesta a quemarte.
– Me asustas. Y cuando me asusto me pongo hiperactiva. -Juntó las rodillas y se colocó completamente encima de Ren y sus bóxers azul oscuro de seda.
Él se quedó sin aliento.
Ella se meneó.
– ¿Quieres que vaya más despacio? No quiero asustarte.
– Oh…, no. Así está muy bien. -Metió las manos bajo el vestido y lo arrolló sobre su trasero.
Ella nunca había imaginado lo exquisito que podía ser sentir la excitación en la mente y el cuerpo al mismo tiempo. Pero también quería reír, y el contraste la mareó.
– ¿Vas a quedarte ahí sentada toda la noche o vas a… moverte?
– Estoy pensando -contestó ella.
– ¿En qué?
– En si estoy preparada para que me excites.
– ¿Necesitas más excitación?
– No estaría mal.
– ¡Eso está hecho! -La empujó hasta tumbarla de espaldas-. Nunca esperes que una mujer haga el trabajo de un hombre. -El vestido siguió subiendo hasta la cadera. Él abrió las piernas de Isabel-. Lo siento, cariño, pero no hay más remedio que hacerlo -añadió, y antes de que ella pudiese decir nada, se inclinó y hundió la cabeza en su entrepierna.
En la mente de Isabel empezaron a estallar cohetes. Dejó escapar un gritito grave y ronco.
– Vamos -susurró él contra su húmeda piel-. Acabaré muy pronto.
Isabel intentó mantener unidas las piernas, pero si bien su cabeza lo ordenaba, sus rodillas no le respondieron, pues aquello era demasiado exquisito.
Él hurgó con la lengua, se abrió paso con los labios, y una salvaje oleada de sensaciones hicieron sentir a Isabel que flotaba por encima de la cama. Podría haberle desagradado, pero no fue así… y ahora volaba.
Cuando volvió en sí, los bóxers azul oscuro habían desaparecido. Ren la hizo colocar encima de él y la penetró, pero no del todo. Entonces su expresión se hizo más tierna, y con una mano le apartó un mechón de pelo de la cara.
– Era imprescindible -dijo.
Para su sorpresa, ella pudo responderle, pero su voz fue apenas un carraspeo.
– Te dije que no quería sexo oral.
– Castígame.
Isabel tuvo ganas de reír, pero él estaba dentro y ella se sentía lánguida y excitada y lista para recibir más placer.
– Sólo me he puesto uno. -Señaló con la cabeza hacia el envoltorio de preservativo que había sobre la cama-. Tendrás que confiar.
– Adelante, dame placer. Bien pronto vas a dejar de bromear. -Se sacó el vestido por la cabeza, sintiendo cómo Ren la penetraba casi hasta el fondo.
Él se llevó sus dedos a la boca y los besó. Ella se quedó sólo con el sujetador negro de encaje y el brazalete de oro con la inscripción RESPIRA. Muy despacio, Isabel empezó a moverse, ejerciendo su poder, sintiéndose una mujer capaz de satisfacer plenamente a un hombre como aquel.
Ren le desabrochó el sujetador y se lo sacó para apreciar sus pechos. Después la sujetó por el trasero allí donde sus cuerpos se unían y empezó a embestirla. Ella se inclinó hacia delante para que pudiese besarla. Sus caderas seguían moviéndose, e Isabel deseó que para él fuese tan maravilloso como lo estaba siendo para ella, así que a pesar de fundirse en un beso, se esforzó por mantener la posición y por moverse más y más despacio, conteniendo las fieras exigencias de su cuerpo.
La piel de Ren brillaba debido al sudor. Tenía los músculos en tensión. Ella se movía despacio… más despacio… Estaba agonizando, y él también, y podría haberla atraído con fuerza para acabar, pero no lo hizo, y ella sabía el esfuerzo que les costaba a ambos… Pero no dejó de moverse despacio.
Tan despacio que apenas se movía.
Sólo la más ligera fricción… la más leve contracción…
Hasta que…
… fue demasiado.