8

– ¡Me niego a que me vean contigo en público!

El se golpeó las rodillas contra el salpicadero al subir al Panda.

– Créeme, disfrutarás más del día de este modo. Sé que a ti te resulta difícil creerlo, pero los italianos adoran mis películas.

Ella observó su horroroso atuendo.

– Quítate esa espantosa riñonera.

– No me puedo creer que haya salido de la cama tan temprano sin tener que ir a trabajar. -Reclinó el asiento y cerró los ojos.

– La riñonera no viene con nosotros. Puedo soportar los calcetines blancos y las sandalias, pero no la riñonera. -Le miró otra vez-. No, tampoco soporto los calcetines blancos. Tienes que deshacerte de ambas cosas.

Él bostezó.

– De acuerdo, veamos… ¿Cómo lo contarán en Entertaiment Tonight? -Puso voz de presentador televisivo-. «La doctora Favor, recientemente caída en desgracia, una mujer menos inteligente de lo que a ella le gustaría y de lo que sus legiones de adoradores creen, fue vista en Volterra, Italia, con Lorenzo Gage, el oscuro príncipe hollywoodiano de vida disoluta. Se les vio juntos…»

– Me encanta la riñonera. -Puso el Panda en marcha.

– ¿Y las sandalias y los calcetines blancos?

– Detalles de moda retro.

– Excelente. -Hurgó en la riñonera. Ella se preguntó cómo alguien tan alto podía caber dentro de un Maserati.

– ¿Qué hacías detrás de los arbustos?

El se colocó unas gafas de sol de aspecto ridículo.

– Allí hay un banco. Me estaba echando una siestecita. -A pesar de sus quejas, parecía descansado-. Llevas un bonito peinado esta mañana. ¿De dónde han salido esos rizos?

– Un repentino y misterioso corte de electricidad ha convertido mi secador de pelo en un trasto inservible. Gracias por el agua caliente. ¿Podrías ahora conseguir que volviese la electricidad?

– ¿No tienes electricidad?

– Pues no.

– Tal vez sea un fusible. Anna me dijo que tuvo problemas con el agua caliente todo el verano, de ahí que haya que levantar el suelo.

– ¿Te dijo que tenía que trasladarme al pueblo?

– Creo que lo mencionó. Quítate el sombrero, ¿te importa?

– Ni hablar.

– Llamará la atención. Además, me gustan esos rizos.

– Lo siento.

– ¿No te gustan los rizos?

– No me gusta el desorden. -Le echó un vistazo a su atuendo con una elocuente mirada.

– Ah.

– ¿Qué?

– Nada. Sólo «ah».

– Guárdate tus «ahs» para ti, así podré disfrutar del paisaje.

– De acuerdo.

Era un hermoso día. Las colinas se recortaban contra el horizonte a ambos lados de la carretera. En uno de los campos había balas oblongas de trigo. Un tractor se desplazaba por otro. Pasaron junto a kilómetros de girasoles secándose al sol, aunque aún no habían florecido. Le habría encantado verlos en todo su esplendor, pero entonces no habría podido apreciar el delicioso momento de la cosecha de la uva.

– Mis amigos me llaman Ren -dijo-, pero hoy me gustaría que me llamases Buddy.

– De acuerdo.

– O Ralph. Ralph Smitts, de Ashtabula, Ohio. Ese pueblo existe. Si tienes que llevar sombrero, te compraré algo un poco menos llamativo cuando lleguemos.

– Eres una chica un poco estirada, doctora Favor. ¿Se debe a tu filosofía de vida: «Esfuérzate en ser la chica más estirada del planeta»?

– No soy una estirada, sino que tengo principios. -El mero hecho de decirlo le hizo sentir remilgada, pero ella no era remilgada…, no realmente, no en esencia-. ¿Qué sabes de mi filosofía?

– No sabía nada hasta anoche, que estuve mirando cosas en internet. Interesante. Por lo que pude leer en tu nota biográfica, levantaste tu imperio a base de esfuerzo. Al parecer, nadie te ha regalado nada.

– Oh, sí que me han regalado cosas. -Pensaba en toda la gente que le había inspirado durante años. Siempre que se encontraba en un momento bajo, el universo le enviaba un ángel de una forma u otra.

El pie de Isabel resbaló en el acelerador.

– Ve con cuidado -le advirtió él.

– Lo siento.

– Presta atención a la carretera o déjame conducir -gruñó-. Lo cual deberías haber hecho desde el principio, pues soy un hombre.

– Ya me he dado cuenta. -Ella aferró el volante con más fuerza-. Seguro que la historia de mi vida resulta aburrida en comparación con la tuya. Creo haber leído algo de tu madre. ¿Pertenecía a la realeza o algo así?

– Era condesa. Uno de esos títulos italianos sin importancia. Esencialmente, una irresponsable seductora internacional con demasiado dinero. Murió.

– Siempre me han fascinado las influencias de la niñez. ¿Te importa si te hago una pregunta personal?

– ¿Quieres saber cómo fue crecer junto a una mujer con el cerebro de una niña de doce años? Me conmueve tu interés.

Ella se preguntó si no sería mejor guardar las distancias en lugar de mantener una conversación. Pero ¿qué podía perder?

– Sólo es curiosidad profesional, así que no te pongas romántico -dijo.

– Veamos, influencia maternal… No puedo recordar la primera vez que bebí, pero creo que fue cuando crecí lo suficiente para alcanzar los vasos que sus invitados acostumbraban dejar en la mesa. -Ella no apreció amargura, pero debía de andar por algún lugar interior-. Fumé mi primer porro cuando tenía diez años. Había visto un montón de películas pornográficas antes de cumplir los doce, y no creo que algo así perjudique la sexualidad de un adolescente. Entré y salí de diversos internados por toda la Costa Este. Destrocé más coches de los que puedo recordar. Me arrestaron dos veces por hurto, lo cual no dejaba de ser irónico porque disponía de abultadas sumas. Pero, ya sabes, cualquier cosa con tal de llamar la atención. Por cierto, esnifé mi primera raya de coca a los quince. Oh, los buenos días del pasado.

Había mucho dolor tras su ironía, pero sólo iba a dejarle ver un poco.

– ¿Y tu padre? -preguntó Isabel.

– Wall Street. Muy respetable. Sigue acudiendo al trabajo todos los días. La segunda vez se aseguró de casarse de forma más responsable: una mujer de sangre azul que, sabiamente, me mantuvo lo más lejos posible de sus tres hijos. Uno de ellos es un tipo decente. Nos vemos de vez en cuando.

– ¿Hubo algún ángel en tu infancia?

– ¿Ángel?

– Una presencia benéfica.

– Mi nonna, la madre de mi madre. Vivía con nosotros aquí y allá. De no ser por ella, probablemente habría acabado en prisión.

Por lo visto, había creado su propia prisión realizando únicamente papeles de villano, tal vez para reflejar la visión que tenía de sí mismo. O tal vez no. Los psicólogos tenían la mala costumbre de simplificar en exceso las motivaciones de las personas.

– ¿Y tú qué? -preguntó él-. Tu nota biográfica decía que te has mantenido a ti misma desde los dieciocho. Suena duro.

– Forja el carácter.

– Has hecho un largo camino.

– No lo suficiente. Estoy arruinada. -Buscó sus gafas de sol con la intención de poner fin a esa conversación.

– Hay cosas peores que estar arruinado -dijo él.

– Supongo que hablas por propia experiencia.

– Cuando tenía dieciocho años, el cheque de mi asignación se perdió por culpa del correo. Lo pasé muy mal.

Ella siempre había sentido debilidad por la gente que era capaz de reírse de sí misma, por lo que sonrió, aunque no debería haberlo hecho.

Media hora después estaban en las afueras de Volterra, donde había un castillo de piedra en lo alto de una colina. Por fin un tema de conversación seguro.

– Esa debe de ser la fortezza -dijo Isabel-. Los florentinos la construyeron a finales del siglo XV sobre el original asentamiento etrusco, que data del siglo VIII antes de Cristo.

– Has estado leyendo tu guía de viaje, ¿no?

– Unas cuantas guías. -Dejaron atrás una gasolinera Esso y una pequeña casa con una antena parabólica en las tejas rojas de la techumbre-. De algún modo, me había imaginado a los etruscos como una especie de cavernícolas, pero eran una cultura bastante avanzada. Tenían muchas cosas en común con los griegos. Eran mercaderes, navegantes, granjeros, artesanos. Extraían cobre de las minas y fundieron hierro. Y sus mujeres estaban sorprendentemente liberadas para la época.

– Amén a eso.

No había nada como una lección de historia para mantener las cosas en un terreno impersonal, pensó Isabel. Debería de haberlo hecho antes.

– Cuando llegaron los romanos, la cultura etrusca fue asimilada gradualmente, aunque algunos creen que el actual estilo de vida toscano guarda más relación con las raíces etruscas que con las romanas.

– Cualquier excusa es buena para una fiesta.

– Algo así. -Siguió las señales de aparcamiento avanzando por un bonito paseo flanqueado por bancos y encontró una explanada al final del mismo-. No se puede ir en coche por la ciudad, así que tendremos que aparcar aquí.

Él bostezó y dijo:

– Hay un bonito museo en la ciudad con un montón de objetos etruscos que satisfarán tu curiosidad.

– ¿Habías estado aquí?

– Hace anos, pero todavía lo recuerdo. Los etruscos fueron uno de los motivos de que me especializase en historia antes de dejar la universidad.

Ella le miró con suspicacia.

– O sea que ya sabías todo lo que he estado diciendo, ¿no?

– Sí, aunque me has dado la oportunidad de refrescarlo. Por cierto, la ciudad etrusca original fue construida alrededor del siglo IX antes de Cristo, no del VIII. Pero, ¿qué importan cien años más o menos?

Lo suficiente como para presumir de sus conocimientos. Salieron del Panda, e Isabel reparó en que una patilla de las gafas de Ren estaba envuelta en cinta adhesiva.

– ¿No llevabas un disfraz como éste en una película en que intentabas violar a Cameron Diaz?

– Creo que quería matarla, no violarla.

– No me gustaría parecer crítica, pero ¿todo ese sadismo no te molesta?

– Gracias por no ser crítica. El sadismo me ha hecho famoso.

Ella le siguió por el aparcamiento hacia el paseo. Caminaba del modo en que lo haría un hombre mucho más pesado que él, otra ilusión de su equipaje de actor. Se dijo que lo mejor sería callarse y dejarlo en paz, pero era difícil librarse de las viejas costumbres.

– Sigue siendo importante para ti, ¿no es así? -dijo-. A pesar de todos los inconvenientes. Me refiero a lo de ser famoso.

– Si hay un foco cerca, por lo general disfruto haciendo que me ilumine. Y no pretendas fingir que no sabes de qué hablo.

– Crees que la atención del público es lo que me motiva? -preguntó ella.

– ¿Acaso no es así?

– Sólo como medio para poder transmitir mi mensaje.

– Te creo.

Estaba claro que no la creía. Lo miró, sabiendo que lo que tendría que hacer era pasar de aquella cuestión.

– ¿Eso es todo lo que quieres de tu vida, permanecer bajo los focos?

– Ahórrame tus conferencias sobre crecimiento personal. No estoy interesado.

– No pensaba darte una conferencia.

– Fifi, vives para esas conferencias. Las conferencias son como el aire para ti.

– ¿Y eso hace que te sientas amenazado?

– Todo lo que tiene que ver contigo es una amenaza para mí.

– Gracias.

– No era un cumplido.

– Crees que soy una engreída, ¿verdad?

– Me parece que tienes cierta tendencia a serlo.

– Sólo en lo que a ti respecta, y lo hago de forma deliberada. -Intentó que no se notase que estaba disfrutando con aquella esgrima verbal.

Giraron por una calle estrecha que parecía incluso más antigua y pintoresca que las anteriores.

– Así pues, ¿las Cuatro Piedras Angulares fueron una revelación divina o las leíste en una tarjeta de felicitación en algún lado?

– Fue cosa de Dios -respondió ella, dando por imposible su intento de mantenerse distante-. Aunque no fue una revelación. Cambiamos de ciudad muchas veces cuando era niña. Eso me hizo sentirme bastante sola, pero me dio tiempo para observar a la gente. Cuando crecí, desempeñé diferentes trabajos para pagarme la universidad. Leí y mantuve los ojos abiertos. Observé que la gente tenía éxito y luego fracasaba, en sus trabajos y en sus relaciones personales. Las Cuatro Piedras Angulares surgieron de esas observaciones.

– Supongo que la fama no te llegó al instante.

– Empecé escribiendo sobre lo que observaba cuando estudié el postgrado.

– ¿Trabajos académicos?

– Al principio sí. Pero lo consideraba demasiado limitador, así que extracté mis ideas para algunas revistas femeninas, y de ahí nacieron las Cuatro Piedras Angulares. -Se trataba de un resumen somero, pero le agradaba hablar de su trabajo-. Empecé utilizando esas lecciones en mi propia vida, y me gustaron los resultados, el modo en que hacía que me sintiese más centrada. Organicé algunos grupos de discusión en el campus. Parecían ayudar a la gente, y no tardaron en crecer. Un editor acudía a uno de ellos, y de ahí partió todo.

– Te gusta lo que haces, ¿verdad?

– Me encanta.

– Entonces tenemos algo en común, después de todo.

– ¿De verdad disfrutas con los papeles que interpretas?

– Lo ves, de nuevo ese toque altivo.

– Me resulta difícil imaginar que alguien disfrute con un trabajo que glorifica la violencia.

– Olvidas que al final suelo morir, lo que convierte a mis películas en moralejas morales. Deberían gustarte.

La multitud les salió al paso cuando llegaron a la piazza. Ella miró alrededor, a los puestos callejeros, que exhibían su mercancía en cestos de los que sobresalían frutas y verduras como si fuesen brillantes juguetes. Potes con especias llenaban el aire de aromas, junto a las ristras de ajo y los pimientos. Los vendedores ambulantes ofrecían pañuelos de seda y bolsos de piel. Coloreados paquetes de pasta descansaban junto a botellas de aceite de oliva con forma de perfumes. Pasó junto a una carretilla cargada con pastillas de jabón de color tierra aromatizadas con lavanda, semillas de amapola y ralladura de limón. Cuando se detuvo para oler los jabones de lavanda, le echó un vistazo a Ren, que estaba contemplando una jaula de pájaros. Pensó en otros actores que conocía. Les había oído hablar de cómo tenían que buscar en su interior para encontrar las semillas necesarias para interpretar un determinado personaje, y se preguntó si Ren encontraba en su interior aquello que le permitía interpretar los papeles de malvado de forma tan convincente. ¿Los restos de unos sentimientos forjados en una infancia conflictiva?

Cuando se le acercó, él hizo un gesto hacia los canarios.

– No estoy pensando en cargármelos, si es eso lo que te preocupa.

– Supongo que dos pajarillos no suponen reto suficiente para ti. -Ella tocó el cerrojo de la jaula-. No le des demasiada importancia pero, hablando objetivamente, me pareces un actor estupendo. Apuesto a que serías capaz de interpretar el papel de un gran héroe si te lo propusieses.

– ¿Otra vez con eso?

– ¿No sería hermoso salvar a una chica, para variar, en lugar de acabar con ella?

– No se trata siempre de mujeres. Soy una bestia equitativa. Y ya traté de salvar a una en una ocasión, pero no funcionó. ¿Has visto por casualidad Noviembre es el momento?

– No.

– Ni tú ni nadie. Interpreté a un noble pero ingenuo doctor que se ve envuelto en una trama médica mientras lucha por salvar la vida de la heroína. Fue un fracaso.

– Tal vez fallaba el guión.

– O tal vez no. -La miró-. Ésa es la lección que he aprendido de la vida, Fifi: hay quien ha nacido para interpretar al héroe y quien ha nacido para interpretar al malo. Luchar contra tu destino hace que la vida sea más dura de lo que tendría que ser. Aparte de eso, la gente recuerda durante más tiempo al malvado y se olvida pronto del héroe.

Si no hubiese apreciado aquel deje de dolor en su rostro el día anterior, tal vez lo habría dejado correr, pero rebuscar en la psique de las personas era su segunda obsesión.

– Hay una enorme diferencia entre interpretar al malo en la pantalla e interpretarlo en la vida real, o como mínimo sentir que uno lo es.

– No eres muy sutil. Si quieres saber cosas de Karli, pregúntame directamente.

Ella no había pensado sólo en Karli, pero no le contradijo.

– Quizá necesites hablar de lo que ocurrió. La oscuridad pierde parte de su poder cuando viertes sobre ella algo de luz.

– Espérame aquí un momento, ¿vale? Tengo que ir a vomitar.

Isabel no se sintió ofendida. Se limitó a bajar la voz y hablar con mayor suavidad.

– ¿Tuviste algo que ver con su muerte, Ren?

– No vas a cerrar la boca, ¿verdad?

– Me has dicho que te preguntase. Pues te pregunto.

Él le dedicó una encendida mirada, pero no siguió caminando.

– Ni siquiera habíamos hablado desde hacía un año. Y cuando nos veíamos, ninguno de los dos demostraba demasiada pasión. No se mató por mi culpa. Murió porque era drogadicta. Por desgracia, los periodistas menos escrupulosos querían una historia más sensacionalista, así que se la inventaron, y como nunca he desmentido ni confirmado nada de lo que dijeron de mí en la prensa, ni siquiera he podido lamentar su pérdida. ¿Acaso podría?

– Claro que puedes. -Isabel rezó una rápida plegaria por el alma de Karli Swenson, sólo unas pocas palabras, pero, habida cuenta de su actual vacío espiritual, agradeció poder siquiera rezar un poco-. Lamento que hayas tenido que pasar por eso.

La grieta en su armadura de autoprotección había sido muy pequeña, y no tardó en recuperar sus aires de malvado.

– No necesito tu empatía. La mala prensa no hace sino aumentar mi atractivo profesional.

Touché. Me retracto.

– No vuelvas a hacerlo. -La agarró del brazo para conducirla entre la multitud.

– Si algo he aprendido, es a no contrariar a nadie que lleve una riñonera.

– Graciosa.

Ella sonrió entre dientes.

– ¿Has visto cómo nos mira la gente? No pueden entender cómo una mujer como yo puede ir con un cretino como tú.

– Creen que soy rico y que tú eres una chuchería por la que he pagado.

– ¿Una chuchería? ¿En serio? -Le gustaba cómo sonaba.

– No te alegres tanto. Tengo hambre. -La arrastró hasta una pequeña gelateria, donde, tras una vitrina de cristal, se exponían los recipientes de delicioso helado italiano.

Ren se dirigió al adolescente que atendía tras el mostrador en un italiano macarrónico aderezado con un acento sureño que a Isabel casi le hizo reír. Él la miró de soslayo y, poco después, salió de la tienda con dos cucuruchos. Probó el de mango y frambuesa con la punta de la lengua.

– Podrías haberme preguntado qué sabor prefería.

– ¿Para qué? Te habrías limitado a pedir vainilla.

Habría pedido chocolate.

– No lo sabes.

– Eres una mujer que apuesta siempre sobre seguro.

– ¿Cómo puedes decir eso después de lo que ocurrió?

– ¿Te refieres a nuestra noche… pecaminosa?

– No quiero hablar de eso.

– Lo cual demuestra lo que he dicho. Si no te gustase apostar sobre seguro, no seguirías obsesionada con lo que pudo haber sido una experiencia memorable.

A ella le habría gustado que no la definiese en esos términos.

– Si hubiese estado bien sexualmente… Bueno, habría merecido la pena obsesionarse. -Ralentizó el paso y se quitó las gafas para mirarla a los ojos-. Ya sabes lo que quiero decir con «bien», ¿o no, Fifi? Cuando te sientes tan a gusto que lo único que deseas es quedarte en la cama el resto de tu vida. Cuando no acabas de llenarte del cuerpo del otro, cuando parece que cada roce es de seda, cuando estás tan excitado que…

– Entiendo. No necesito más ejemplos. -Se dijo que se trataba de otro de los trucos de Ren Gage y que lo que buscaba era incomodarla con aquella insinuante mirada y aquella voz seductora. Tomó aire para tranquilizarse.

El sol le calentaba los hombros desnudos. Pasó un adolescente montado en un scooter. Apreció el olor de las hierbas aromáticas y del pan recién hecho que impregnaba el aire. Sus brazos se rozaron. Ella lamió su helado, deshaciendo el mango y la frambuesa sobre sus papilas gustativas. Sentía despiertos todos sus sentidos.

– ¿Intentas seducirme? -dijo Ren y volvió a colocarse las gafas.

– ¿De qué estás hablando?

– De eso que estás haciendo con la lengua.

– Me estoy comiendo mi gelato.

– Estás jugueteando con él.

– No estoy… -Isabel se detuvo y lo miró-. ¿Te excita?

– Tal vez.

– ¡Sí! -Una sensación de felicidad inundó su cuerpo-. De modo que verme comer el helado te excita.

Él torció el gesto.

– En los últimos tiempos no he disfrutado de mucho sexo, así que no hace falta gran cosa para excitarme.

– Sí, claro. ¿Cuánto hace? ¿Cinco días?-Nuestro triste encuentro no cuenta.

– Por qué no? Tú quedaste satisfecho.

– ¿Ah, sí?

Ella dejó de sentirse feliz al instante.

– ¿No fue así?

– ¿He herido tus sentimientos? -repuso él.

Ella se dio cuenta de que a Ren no parecía preocuparle. No sabía si mostrarse sincera o no. Mejor no.

– Me has destrozado -dijo-. Y, ahora, vayamos a ese museo antes de que me desmorone.

– Altiva y sarcástica.

Comparados con los fascinantes museos que había en Nueva York, el museo etrusco Guarnacci no era nada impresionante. El desvencijado y pequeño vestíbulo era un poco lúgubre, pero a medida que recorrían la planta baja pudo ver un montón de fascinantes artilugios: armas, joyas, recipientes, amuletos y objetos del culto. Lo más impresionante, sin embargo, era la extraordinaria colección de urnas funerarias de alabastro.

Recordaba haber visto unas cuantas urnas en otros museos, pero en aquél había centenares de ellas apretujadas en viejas vitrinas de cristal. Diseñadas para contener las cenizas de los muertos, las urnas rectangulares variaban de tamaño, desde algo similar a un buzón de correos rural a algo parecido a una caja de herramientas. Muchas estaban rematadas con figuras reclinadas: algunas de mujeres, otras de hombres, y con escenas mitológicas, así como de todo tipo, desde batallas a banquetes, grabadas en relieve en los lados.

– Los etruscos no dejaron literatura alguna -dijo Ren cuando subieron finalmente las escaleras que llevaban a la segunda planta, donde encontraron más urnas apretujadas en vitrinas de cristal-. Mucho de lo que sabemos de su vida cotidiana se debe a estos relieves.

– Son mucho más interesantes que las lápidas modernas de nuestros cementerios. -Isabel se detuvo frente a una gran urna con las figuras de una pareja de ancianos en lo alto.

– La Urna degli Sposi -dijo Ren-. Una de las urnas más famosas del mundo.

Isabel observó a la pareja de caras arrugadas.

– Qué aspecto tan realista. Si sus ropas fuesen diferentes, podría tratarse de una pareja actual. -La fecha indicaba el año 90 a.C.-. Ella parece adorarle. Sin duda fue un matrimonio feliz.

– He oído decir que esas cosas existen.

– Pero no para ti, ¿verdad? -Intentó recordar si había leído algo respecto a si estaba o había estado casado.

– Es cierto, no para mí.

– ¿Lo has intentado?

– Cuando tenía veinte años. Con una chica que conocía desde pequeño. Duró un año, aunque fue un desastre desde el principio. ¿Y tú?

Ella negó con la cabeza.

– Creo en el matrimonio, pero no es para mí.

Su ruptura con Michael la había obligado a afrontar la verdad. No habían sido sus múltiples compromisos lo que le habían impedido planear su boda. Había sido cosa de su subconsciente, que no dejaba de advertirle que el matrimonio no sería bueno para ella, aun cuando fuese con un hombre tan bueno como Michael. No creía que todos los matrimonios resultaran tan caóticos como el de sus padres, pero el matrimonio era perjudicial por naturaleza, y su vida sería mejor sin él.

Entraron en otra sala, y ella se detuvo con gesto de asombro.

– Qué es eso?

Él siguió la dirección de su mirada.

– El plato fuerte del museo.

En el centro de la sala, una única vitrina de cristal encerraba una extraordinaria estatua de bronce de un joven desnudo. Medía unos sesenta centímetros de altura pero sólo unos pocos de anchura.

– Es una de las piezas etruscas más famosas del mundo -dijo Ren mientras se aproximaban-. Tenía dieciocho años la última vez que la vi, pero sigo recordándola.

– Es preciosa.

– Se llama Ombra della Sera, la sombra del atardecer. Es fácil entender por qué.

– Oh, sí. -La forma alargada del chico recordaba a una sombra humana al finalizar el día-. Parece una pieza de arte moderno.

La escultura era muy detallista, además de tener cierto aire moderno. La cabeza de bronce con el cabello corto y sus suaves rasgos podría haber pertenecido a una mujer, de no haber sido por el pequeño pene. El chico era alto, con los delgados brazos colocados a los lados, y las piernas tenían unas diminutas protuberancias a modo de rodillas. Los pies, apreció Isabel, eran un poco grandes en relación con la cabeza.

– El hecho de ser un desnudo hace de esta estatua algo inusual -dijo Ren-. No lleva joya alguna que indique su estatus social, lo cual era importante para los etruscos. Probablemente se trate de una figura votiva.

– Es extraordinaria.

– Un agricultor la encontró en el siglo XIX, y la utilizó como atizador para la chimenea hasta que alguien reconoció lo que era.

– Imagínate, una tierra donde la gente puede encontrar cosas como ésta mientras trabaja la tierra.

– Las casas de toda la Toscana tienen escondites secretos con objetos etruscos y romanos guardados en los armarios. Tras unos cuantos vasos de grapa, los propietarios suelen enseñarlas.

– ¿Tienes un escondite de ésos en la villa?

– Por lo que sé, los objetos que coleccionaba mi tía están a la vista. Ven a cenar mañana y te los enseñaré.

– ¿Cenar? ¿Qué tal comer?

– Temes que me transforme en vampiro por la noche?

– Deberías saberlo.

Él rió.

– Ya he tenido suficientes urnas funerarias por hoy. Vamos a comer.

Ella echó un último vistazo ala escultura. Los conocimientos de historia de Ren la contrariaban. Prefería la imagen oficial que se había formado de él como alguien sexual en exceso, egocéntrico y sólo moderadamente inteligente. Aun así, dos aciertos de tres no estaba mal.

Media hora después, estaban tomando chianti en la terraza de un restaurante. Beber y comer parecía algo muy hedonista, pero estaba acompañada por Lorenzo Gage. Ni siquiera aquellas estúpidas prendas y las gafas de sol podían ocultar su decadente elegancia.

Untó un gnocchi en la salsa de aceite de oliva, ajo y salvia fresca.

– Voy a ganar cuatro kilos con esta comida.

– Tienes un cuerpo muy bonito. No te preocupes. -Ren se zampó otra de las almejas que había pedido.

– ¡Un cuerpo bonito? Lo dudo.

– No olvides que lo he visto, Fifi. Estoy capacitado para opinar.

– ¿Vas a empezar de nuevo?

– Tranquilízate, ¿de acuerdo? Hablas como si hubieses matado a alguien.

– Tal vez maté una parte de mi alma.

– Qué exagerada eres.

La expresión de aburrimiento de Ren la encendió.

– Violé todo aquello en lo que creo. El sexo es sagrado, y no me gusta ser hipócrita.

– Dios, debe de ser muy duro ser como eres.

– Es una especie de halago, ¿no?

– Me limitaba a señalar lo duro que ha de ser mantenerse en la estrecha senda de la perfección.

– De mí se han mofado mejores tipos que tú, y me he mostrado inmune. La vida es algo precioso. No me parece bien limitarse a pasar por ella sin más.

– Bueno, cargar con ella tampoco parece lo adecuado, ¿no? Por lo que he podido ver, eres desgraciada, estás arruinada y no tienes trabajo.

– ¿Y dónde te ha llevado a ti tu filosofía de vive-el-momento? ¿Qué has dado tú al mundo de lo que puedas sentirte orgulloso?

– Le he dado a la gente unas cuantas horas de entretenimiento. Es bastante.

– Pero ¿qué es lo que a ti te importa?

– ¿Ahora mismo? La comida, el vino y el sexo. Las mismas cosas que a ti. Y no trates de denigrar el sexo. Si no fuese importante, no habrías dejado que te llevase a la cama.

– Había bebido, y esa noche no tuvo nada que ver con el sexo, sino con que me sentía confusa.

– Tonterías. Además, no habías bebido tanto. Tuvo que ver con el sexo. -Alzó una ceja-. El sexo nos une.

– Te equivocas.

– Entonces ¿qué estamos haciendo aquí ahora?

– Estamos consolidando una especie de extraña amistad, eso es todo. Dos americanos en un país extranjero.

– Esto no es una amistad. Ni siquiera nos caemos demasiado bien. Lo que hay entre nosotros es un chisporroteo.

– ¿Un chisporroteo?

– Sí, un chisporroteo. -Ren pronunció la palabra como si fuese una caricia.

Un ligero escalofrío recorrió la espalda de Isabel, lo que le ofreció la posibilidad de mostrarse ofendida.

– Yo no siento ningún chisporroteo, como lo llamas.

– Ya me he dado cuenta. -Bueno, se lo había puesto fácil-. Pero quieres sentirlo. -De repente parecía muy italiano-. Y estoy preparado para ayudarte.

– Me conmueves.

– Lo único que digo es que me gustaría tener una segunda oportunidad contigo.

– No lo dudo.

– No quiero que haya máculas en mi expediente laboral, y soy consciente de que no llevé a buen término el trabajo para el que me contrataste.

– Estoy esperando que me devuelvas el dinero.

– Va contra la política de la empresa. Sólo aceptamos cambios. -Sonrió-. ¿No estás interesada?

– En absoluto.

– Creí que la sinceridad era un punto básico de las Cuatro Piedras Angulares.

– ¿Quieres sinceridad? De acuerdo. Admito que eres un hombre guapo. Deslumbrante, de hecho. Pero del modo en que lo son las fantasías y las películas. Superé ese tipo de fantasías cuando tenía trece años.

– ¿Y desde entonces arrastras tus problemas sexuales?

– Espero que hayas acabado de comer, porque yo sí he acabado. -Lanzó la servilleta sobre la mesa.

– Te creía lo bastante evolucionada como para no sucumbir a un arranque de mal humor.

– Creíste mal.

– Todo lo que te propongo es que amplíes un poco tus miras. Tu nota biográfica decía que tienes treinta y cuatro años. ¿No crees que eres un poco mayor para acarrear tanto equipaje?

– No tengo problemas sexuales.

Sus famosas cejas arqueadas la incomodaban. Él hizo una mueca.

– Guiado por la intención de ayudar a otro ser humano, una filosofía que tú deberías apreciar, estoy preparado para trabajar contigo en cada uno de esos problemas.

– Déjalo ya. Estoy intentando recordar si alguna vez me han ofrecido algo más insultante…

Él sonrió.

– No es un insulto, Fifi. Me excitas. En la combinación de un buen cuerpo, un cerebro de primera clase y una personalidad altiva hay algo que me resulta irresistible.

– Me conmueves de nuevo.

– Cuando ayer nos encontramos en el pueblo, fantaseé con verte desnuda otra vez, y espero no ser demasiado explícito, abierta de piernas. -La lenta sonrisa que fue esbozando tenía un deje juguetón más que malicioso. Se lo estaba pasando de maravilla.

– Ya… -Quiso mostrarse sofisticada, en plan Faye Dunaway de joven, pero no lo logró. Ese hombre era sexo embotellado, incluso cuando vestía de modo estrafalario. Siempre había admirado a la gente que tenía claros sus objetivos, así que lo más inteligente era que la racional doctora Favor tomase el control-. Me estás proponiendo que mantengamos una relación sexual.

El se pasó el pulgar por el lado de la boca.

– Lo que propongo es que pasemos todas las noches de las siguientes semanas dedicándonos a acariciarnos y juguetear. -Se recreó en la palabra, manteniéndola en los labios-. Lo que propongo es que no dejemos de hablar de sexo. Que no dejemos de pensar en el sexo. Que no dejemos de hacer…

– Estás improvisando o forma parte de un guión?

– … el amor hasta que no puedas caminar ni ponerte de pie. -Su voz era puro fuego-. Que hagamos el amor hasta gritar. Que hagamos el amor hasta que hayan desaparecido todos tus problemas sexuales y el único objetivo sea el orgasmo.

– Mi día de suerte. Obscenidades gratis. -Se subió las gafas de sol sobre la nariz-. Gracias por la invitación, pero creo que no me interesa.

Displicente, Ren bordeó su copa de vino con el dedo índice y su sonrisa adquirió un tono de conquista.

– Ya lo veremos, ¿no crees?

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